George Orwell
1984
CAPITULO I No sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio del Amor; pero no había manera de comprobarlo. Se encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes de reluciente porcelana blanca. Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría luz y había un sonido bajo y constante, un zumbido que Winston suponía relacionado con la ventilación mecánica. Un banco, o mejor dicho, una especie de estante a lo largo de la pared, le daba la vuelta a la celda, interrumpido sólo por la puerta y, en el extremo opuesto, por un retrete sin asiento de madera. Había cuatro telepantallas, une en cada pared. Winston sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde que lo encerraron en el camión para llevarlo allí. Pero también tenía hambre, un hambre roedora, anormal. Aunque estaba justificada, porque por lo menos hacía veinticuatro horas que no había comido; quizá treinta y seis. No sabía, quizá nunca lo sabría, si lo habían detenido de día o de noche. Desde que lo detuvieron no le habían dado nada de comer. Se estuvo lo más quieto que pudo en el estrecho banco, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Había aprendido ya a estarse quieto. Si se hacían movimientos inesperados, le chillaban a uno desde la telepantalla, pero la necesidad de comer algo le atenazaba de un modo espantoso. Lo que más le apetecía era un pedazo de pan. Tenía una vaga idea de que en el bolsillo de su «mono» tenía unas cuantas migas de pan. Incluso era posible —lo pensó porque de cuando en cuando algo le hacía cosquillas en la pierna— que tuviera allí guardado un buen mendrugo. Finalmente, pudo más la tentación que el miedo; se metió una mano en el bolsillo. —¡Smith! —gritó una voz desde la telepantalla—. ¡6O79! ¡Smith W! ¡En las celdas, las manos fuera de los bolsillos! Volvió a inmovilizarse v a cruzar las manos sobre las rodillas. Antes de llevarlo allí lo habían dejado algunas horas en otro sitio que debía de ser una cárcel corriente o un calabozo temporal usado por las patrullas. No sabía exactamente cuánto tiempo le habían tenido allí; desde luego varias horas; pero no había relojes ni luz natural y resultaba casi imposible calcular el tiempo. Era un sitio ruidoso y maloliente. Lo habían dejado en una celda parecida a esta en que ahora se hallaba, pero horriblemente sucia y continuamente llena de gente. Por lo menos había a la vez diez o quince personas, la mayoría de las cuales eran criminales comunes, pero también se hallaban entre ellos unos cuantos prisioneros políticos. Winston se había sentado silencioso, apoyado contra la pared, encajado entre unos cuerpos sucios y demasiado preocupado por el miedo y por el dolor que sentía en el vientre para interesarse por lo que le rodeaba. Sin embargo, notó la asombrosa diferencia de conducta entre los prisioneros del Partido y los otros. Los prisioneros del Partido estaban siempre callados y llenos de terror, pero los criminales corrientes parecían no temer a nadie. Insultaban a los guardias, se resistían a que les quitaran los objetos que llevaban, escribían palabras obscenas en el suelo, comían descaradamente alimentos robados que sacaban de misteriosos escondrijos de entre sus ropas e incluso le respondían a gritos a la telepantalla cuando ésta intentaba restablecer el orden. Por otra parte, algunos de ellos parecían hallarse en buenas relaciones con los guardias, los llamaban con apodos y trataban de sacarles cigarrillos. También los guardias trataban a los criminales ordinarios con cierta tolerancia, aunque, naturalmente, tenían que manejarlos con rudeza. Se hablaba mucho allí de los campos de trabajos forzados adonde los presos esperaban ser enviados. Por lo visto, se estaba bien en los campos siempre que se tuvieran ciertos apoyos y se conociera el tejemaneje. Había allí soborno, favoritismo e inmoralidades de toda clase, abundaba la homosexualidad y la prostitución e incluso se fabricaba clandestinamente alcohol destilándolo de las patatas. Los cargos de confianza sólo se los daban a los criminales propiamente dichos, sobre 129