George Orwell
1984
CAPITULO II Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque más elevada sobre el suelo y que estaba sujeta para que no pudiera moverse. Sobre su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O'Brien estaba de pie a su lado, mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca en una de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmico. Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse plena cuenta de lo que le rodeaba. Tenía la impresión de haber venido nadando hasta esta habitación desde un mundo muy distinto, una especie de mundo submarino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profundidades. Desde el momento en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz diurna. Además sus recuerdos no eran continuos. A veces la conciencia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los sueños, se le había parado en seco y sólo había vuelto a funcionar después de un rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos, horas, días, o semanas, no había manera de saberlo. La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daría cuenta de que todo lo ocurrido entonces había sido sólo una ligera introducción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi todos los presos. Todos tenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga serie de delitos: espionaje, sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era real, la confesión era sólo cuestión de trámite. Winston no podía recordar cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos. Recordaba, en cambio, que en todo momento había en torno suyo cinco o seis individuos con uniformes negros. A veces emplearon los puños, otras las porras, también varas de acero y, por supuesto, las botas. Sabía que había rodado varias veces por el suelo con el impudor de un animal retorciéndose en un inútil esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos movimientos sólo conseguía que le propinaran más patadas en las costillas, en el vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de la columna vertebral. A veces gritaba pidiendo misericordia incluso antes de que empezaran a pegarle y bastaba con que un puño hiciera el movimiento de retroceso precursor del golpe para que confesara todos los delitos, verdaderos o imaginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no contestar nada, tenían que sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras ocasiones se decía a sí mismo, dispuesto a transigir: «Confesaré, pero todavía no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más, dos golpes más y les diré lo que quieran». Cuando te golpeaban hasta dejarlo tirado como un saco de patatas en el suelo de piedra para que recobrara alguna energía, al cabo de varias horas volvían a buscarlo y le pegaban otra vez. También había períodos más largos de descanso. Los recordaba confusamente porque los pasaba adormilado o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba de que un barbero había ido a afeitarle la barba al rape y algunos hombres de actitud profesional, con batas blancas, le tomaban el pulso, le observaban sus movimientos reflejos, le levantaban los párpados y le recorrían el cuerpo con dedos rudos en busca de huesos rotos o le ponían inyecciones en el brazo para hacerle dormir. Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi únicamente a amenazas, a anunciarle un horror al que le enviarían en cuanto sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no eran ya rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos regordetes con movimientos rápidos y gafas brillantes que se relevaban para «trabajarlo» en turnos que duraban —no estaba seguro— diez o doce horas. Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor leve, pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar. Le daban bofetadas, le retorcían las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar, le enfocaban la cara con insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a lágrima viva... Pero la finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él la facultad de razonar, de encontrar argumentos. La verdadera arma de aquellos hombres era el despiadado interrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de trampas, 137