George Orwell. 1984.

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George Orwell

1984

CAPITULO VI El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol entraba por una ventana y caía, amarillento, sobre las polvorientas mesas. Era la solitaria hora de las quince. Las telepantallas emitían una musiquilla ligera. Winston, sentado en su rincón de costumbre, contemplaba un vaso vacío. De vez en cuando levantaba la mirada a la cara que le miraba fijamente desde la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decía el letrero. Sin que se lo pidiera, un camarero se acercó a llenarle el vaso con ginebra de la Victoria, echándole también unas cuantas gotas de otra botella que tenía un tubito atravesándole el tapón. Era sacarina aromatizado con clavo, la especialidad de la casa. Winston escuchaba la telepantalla. Sólo emitía música, pero había la posibilidad de que de un momento a otro diera su comunicado el Ministerio de la Paz. Las noticias del frente africano eran muy intranquilizadoras. Winston había estado muy preocupado todo el día por esto. Un ejército eurasiático (Oceanía estaba en guerra con Eurasia; Oceanía había estado siempre en guerra con Eurasia) avanzaba hacia el sur con aterradora velocidad. El comunicado de mediodía no se había referido a ninguna zona concreta, pero probablemente a aquellas horas se lucharía ya en la desembocadura del Congo. Brazzaville y Leopoldville estaban en peligro. No había que mirar ningún mapa para saber lo que esto significaba. No era sólo cuestión de perder el África central. Por primera vez en la guerra, el territorio de Oceanía se veía amenazado. Una violenta emoción, no exactamente miedo, sino una especie de excitación indiferenciado, se apoderó de él, para luego desaparecer. Dejó de pensar en la guerra. En aquellos días no podía fijar el pensamiento en ningún tema más que unos momentos. Se bebió el vaso de un golpe. Como siempre, le hizo estremecerse e incluso sentir algunas arcadas. El líquido era horrible. El clavo y la sacarina, ya de por sí repugnantes, no podían suprimir el aceitoso sabor de la ginebra, y lo peor de todo era que el olor de la ginebra, que le acompañaba día y noche, iba inseparablemente unido en su mente con el olor de aquellas.. . Nunca las nombraba, ni siquiera en sus más recónditos pensamientos. Era algo de que Winston tenía una confusa conciencia, un olor que llevaba siempre pegado a la nariz. La ginebra le hizo eructar. Había engordado desde que lo soltaron, recobrando su antiguo buen color, que incluso se le había intensificado. Tenía las facciones más bastas, la piel de la nariz y de los pómulos era rojiza y rasposa, e incluso su calva tenía un tono demasiado colorado. Un camarero, también sin que él se lo hubiera pedido, le trajo el tablero de ajedrez y el número del Times correspondiente a aquel día, doblado de manera que estuviese a la vista el problema de ajedrez. Luego, viendo que el vaso de Winston estaba vacío, le trajo la botella de ginebra y lo llenó. No había que pedir nada. Los camareros conocían las costumbres de Winston. El tablero de ajedrez le esperaba siempre, y siempre le reservaban la mesa del rincón. Aunque el café estuviera lleno, tenía aquella mesa libre, pues nadie quería que lo vieran sentado demasiado cerca de él. Nunca se preocupaba de contar sus bebidas. A intervalos irregulares le presentaban un papel sucio que le decían era la cuenta, pero Winston tenía la impresión de que siempre le cobraban más de lo debido. No le importaba. Ahora siempre le sobraba dinero. Le habían dado un cargo, una ganga donde cobraba mucho más que en su antigua colocación. La música de la telepantalla se interrumpió y sonó una voz. Winston levantó la cabeza para escuchar. Pero no era un comunicado del frente; sólo un breve anuncio del Ministerio de la Abundancia. En el trimestre pasado, ya en el décimo Plan Trienal, la cantidad de cordones para lo zapatos que se pensó producir había sido sobrepasada en un noventa y ocho por ciento. 166


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