George Orwell
1984
CAPITULO VI Winston escribía en su Diario:
Fue hace tres años Era una tarde oscura, en una estrecha callejuela cerca de una de las estaciones del ferrocarril. Ella, de píe, apoyada en la pared cerca de una puerta, recibía la luz mortecina de un farol. Tenía una cara joven muy pintada. Lo que me atrajo fue la pintura, la blancura de aquella cara que parecía una máscara y los labios rojos y brillantes. Las mujeres del Partido nunca se pintan la cara. No había nadie más en la calle, ni telepantallas. Me dijo que dos dólares. Yo... Le era dificil seguir. Cerró los ojos y apretó las palmas de las manos contra ellos tratando de borrar la visión interior. Sentía una casi invencible tentación de gritar una sarta de palabras. O de golpearse la cabeza contra la pared, de arrojar el tintero por la ventana, de hacer, en fin, cualquier acto violento, ruidoso, o doloroso, que le borrara el recuerdo que le atormentaba. Nuestro peor enemigo, reflexionó Winston, es nuestro sistema nervioso. En cualquier momento, la tensión interior puede traducirse en cualquier síntoma visible. Pensó en un hombre con quien se había cruzado en la calle semanas atrás: un hombre de aspecto muy corriente, un miembro del Partido de treinta y cinco a cuarenta años, alto y delgado, que llevaba una cartera de mano. Estaban separados por unos cuantos metros cuando el lado izquierdo de la cara de aquel hombre se contrajo de pronto en una especie de espasmo. Esto volvió a ocurrir en el momento en que se cruzaban; fue sólo un temblor rapidísimo como el disparo de un objetivo de cámara fotográfica, pero sin duda se trataba de un tic habitual. Winston recordaba haber pensado entonces: el pobre hombre está perdido. Y lo aterrador era que el movimiento de los músculos era inconsciente. El peligro mortal por excelencia era hablar en sueños. Contra eso no había remedio. Contuvo la respiración y siguió escribiendo:
Entré con ella en el portal y cruzamos un patio para bajar luego a una cocina que estaba en los sótanos. Había una cama contra la pared, y una lámpara en la mesilla con muy poca luz. Ella ... Le rechinaban los dientes. Le hubiera gustado escupir. A la vez que en la mujer del sótano, pensó Winston en Katharine, su esposa. Winston estaba casado; es decir, había estado casado. Probablemente seguía estándolo, pues no sabía que su mujer hubiera muerto. Le pareció volver a aspirar el insoportable olor de la cocina del sótano, un olor a insectos, ropa sucia y perfume baratísimo; pero, sin embargo, atraía, ya que ninguna mujer del Partido usaba perfume ni podía uno imaginársela perfumándose. Solamente los proles se perfumaban, y ese olor evocaba en la mente, de un modo inevitable, la fornicación. Cuando estuvo con aquella mujer, fue la primera vez que había caído Winston en dos años aproximadamente. Por supuesto, toda relación con prostitutas estaba prohibida, pero se admitía que alguna vez, mediante un acto de gran valentía, se permitiera uno infringir la ley. Era peligroso pero no un asunto de vida o muerte, porque ser sorprendido con una prostituta sólo significaba cinco años de trabajos forzados. Nunca más de cinco años con tal de que no se hubiera cometido otro delito a la vez. Lo cual resultaba estupendo ya que había la posibilidad de que no le descubrieran a uno. Los barrios pobres abundaban en mujeres dispuestas a venderse. El precio de algunas era una botella de ginebra, bebida que se suministraba a los proles. Tácitamente, el Partido se inclinaba a estimular la prostitución como salida de los instintos que no podían suprimirse. Esas juergas no importaban políticamente ya que eran furtivas y tristes y sólo implicaban a mujeres de una clase sumergida y despreciada. El crimen imperdonable era la promiscuidad entre miembros del Partido. 38