George Orwell
1984
CAPITULO VIII Del fondo del pasillo llegaba un aroma a café tostado —café de verdad, no café de la Victoria—, un aroma penetrante. Winston se detuvo involuntariamente. Durante unos segundos volvió al mundo medio olvidado de su infancia. Entonces se oyó un portazo y el delicioso olor quedó cortado tan de repente como un sonido. Winston había andado varios kilómetros por las calles y se le habían irritado sus varices. Era la segunda vez en tres semanas que no había llegado a tiempo a una reunión del Centro Comunal, lo cual era muy peligroso ya que el número de asistencias al Centro era anotado cuidadosamente. En principio, un miembro del Partido no tenía tiempo libre y nunca estaba solo a no ser en la cama. Se suponía que, de no hallarse trabajando, comiendo, o durmiendo, estaría participando en algún recreo colectivo. Hacer algo que implicara una inclinación a la soledad, aunque sólo fuera dar un paseo, era siempre un poco peligroso. Había una palabra para ello en neolengua: vidapropia, es decir, individualismo y excentricidad. Pero esa tarde, al salir del Ministerio, el aromático aire abrileño le había tentado. El cielo tenía un azul más intenso que en todo el año y de pronto le había resultado intolerable a Winston la perspectiva del aburrimiento, de los juegos anotadores, de las conferencias, de la falsa camaradería lubricada por la ginebra... Sintió el impulso de marcharse de la parada del autobús y callejear por el laberinto de Londres, primero hacia el Sur, luego hacia el Este y otra vez hacia el Norte, perdiéndose por calles desconocidas y sin preocuparse apenas por la dirección que tomaba. «Si hay esperanza —habría escrito en el Diario—, está en los proles.» Estas palabras le volvían como afirmación de una verdad mística y de un absurdo palpable. Penetró por los suburbios del Norte y del Este alrededor de lo que en tiempos había sido la estación de San Pancracio. Marchaba por una calle empedrada, cuyas viejas casas sólo tenían dos pisos y cuyas puertas abiertas descubrían los sórdidos interiores. De trecho en trecho había charcos de agua sucia por entre las piedras. Entraban y salían en las casuchas y llenaban las callejuelas infinidad de personas: muchachas en la flor de la edad con bocas violentamente pintadas, muchachos que perseguían a las jóvenes, y mujeres de cuerpos obesos y bamboleantes, vivas pruebas de lo que serían las muchachas cuando tuvieran diez años más, ancianos que se movían dificultosamente y niños descalzos que jugaban en los charcos y salían corriendo al oír los irritados chillidos de sus madres. La cuarta parte de las ventanas de la calle estaban rotas y tapadas con cartones. La mayoría de la gente no prestaba atención a Winston. Algunos lo miraban con cauta curiosidad. Dos monstruosas mujeres de brazos rojizos cruzados sobre los delantales, hablaban en una de las puertas. Winston oyó algunos retazos de la conversación. —Pues, sí, fui y le dije: «Todo eso está muy bien, pero si hubieras estado en mi lugar hubieras hecho lo mismo que yo. Es muy sencillo eso de criticar —le dije , pero tú no tienes los mismos problemas que yo». —Claro —dijo la otra—, ahí está la cosa. Cada uno sabe lo suyo. Estas voces estridentes se callaron de pronto. Las mujeres observaron a Winston con hostil silencio cuando pasó ante ellas. Pero no era exactamente hostilidad sino una especie de alerta momentánea como cuando nos cruzamos con un animal desconocido. El «mono» azul del Partido no se veía con frecuencia en una calle como ésta. Desde luego, era muy poco prudente que lo vieran a uno en semejantes sitios a no ser que se tuviera algo muy concreto que hacer allí: Las patrullas le detenían a uno en cuanto lo sorprendían en una calle de proles y le preguntaban: «¿Quieres enseñarme la documentación camarada? ¿Qué haces por aquí? ¿A qué hora saliste del trabajo? ¿Tienes la costumbre de tomar este camino para ir a tu casa?, y así sucesivamente. No es que 47