George Orwell. 1984.

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George Orwell

1984

CAPITULO III Podemos volver a este sitio —propuso Julia—. En general, puede emplearse dos veces el mismo escondite con tal de que se deje pasar uno o dos meses. En cuanto se despertó, la conducta de Julia había cambiado. Tenía ya un aire prevenido y frío. Se vistió, se puso el cinturón rojo y empezó a planear el viaje de regreso. A Winston le parecía natural que ella se encargara de esto. Evidentemente poseía una habilidad para todo lo práctico que Winston carecía y también parecía tener un conocimiento completo del campo que rodeaba a Londres. Lo había aprendido a fuerza de tomar parte en excursiones colectivas. La ruta que le señaló era por completo distinta de la que él había seguido al venir, y le conducía a otra estación. «Nunca hay que regresar por el mismo camino de ida», sentenció ella, como si expresara un importante principio general. Ella partiría antes y Winston esperaría media hora para emprender la marcha a su vez. Había nombrado Julia un sitio donde podían encontrarse, después de trabajar, cuatro días más tarde. Era una calle en uno de los barrios más pobres donde había un mercado con mucha gente y ruido. Estaría por allí, entre los puestos, como si buscara cordones para los zapatos o hilo de coser. Si le parecía que no había peligro se llevaría el pañuelo a la nariz cuando se acercara Winston. En caso contrario, sacaría el pañuelo. Él pasaría a su lado sin mirarla. Pero con un poco de suerte, en medio de aquel gentío podrían hablar tranquilos durante un cuarto de hora y ponerse de acuerdo para otra cita. — Ahora tengo que irme —dijo la muchacha en cuanto vio que él se había enterado bien de sus instrucciones—. Debo estar de vuelta a las diecinueve treinta. Tengo que dedicarme dos horas a la Liga Anti—Sex repartiendo folletos o algo por el estilo. ¿Verdad que es un asco? Sacúdeme con las manos. ¿Estás seguro de que no tengo briznas en el cabello? ¡Bueno, adiós, amor mío; adiós! Se arrojó en sus brazos, lo besó casi violentamente, poco después desaparecía por el bosque sin hacer apenas ruido. Incluso ahora seguía sin saber cómo se llamaba de apellido ni dónde vivía. Sin embargo, era igual, pues resultaba inconcebible que pudieran citarse en lugar cerrado ni escribirse. Nunca volvieron al bosquecillo. Durante el mes de marzo sólo tuvieron una ocasión de estar juntos de aquella manera. Fue en otro escondite que conocía Julia, el campanario de una ruinosa iglesia en una zona casi desierta donde una bomba atómica había caído treinta años antes. Era un buen escondite una vez que se llegaba allí, pero era muy peligroso, el viaie. Aparte de eso, se vieron por las calles en un sitio diferente cada tarde v nunca más de media hora cada vez. En la calle era posible hablarse de cierra manera mezclados con la multitud, juntos, pero dando la impresión de que era el movimiento de la masa lo que les hacía estar tan cerca y teniendo buen cuidado de no mirarse nunca, podían sostener una curiosa e intermitente conversación que se encendía y apagaba como los rayos de luz de un faro. En cuanto se aproximaba un uniforme del Partido o caían cerca de una telepantalla, se callaban inmediatamente. Y reanudaban conversación minutos después, empezando a la mitad de una frase que habían dejado sin terminar, y luego volvían a cortar en seco cuando les llegaba el momento de separarse. Y al día, guiente seguían hablando sin más preliminares. Julia parecía estar muy acostumbrada a esta clase de conversación, que ella llamaba «hablar por folletones». Tenía además una sorprenden habilidad para hablar sin mover los labios, Una sola vez en un mes de encuentros nocturnos consiguieron darse un beso. Pasaban en silencio por una calle. Julia nunca hablaba cuando estaban lejos de las calles principales y en ese momento oyeron un ruido ensordecedor, la tierra tembló y se oscureció la atmósfera. Winston se encontró tendido al lado de Julia —magullado — con un terrible pánico. Una bomba cohete había estallado muy cerca. De pronto se dio cuenta de que tenía junto a la suya cara de Julia. Estaba palidísima, hasta los labios los tenía blancos. No era palidez, sino una blancura de sal. Winston creyó que estaba muerta. La abrazo en el suelo y se sorprendió de estar besando un rostro 73


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