George Orwell
1984
CAPITULO V Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantos indiferentes comentaron su ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él. Al tercer día entró Winston en el vestíbulo del Departamento de Registro para mirar el tablón de anuncios. Uno de éstos era una lista impresa con los miembros del Comité de Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista era idéntica a la de antes —nada había sido tachado en ella—, pero contenía un nombre menos. Bastaba con eso. Syme había dejado de existir. Es más, nunca había existido. Hacía un calor horrible. En el laberíntico Ministerio las habitaciones sin ventanas y con buena refrigeración mantenían una temperatura normal, pero en la calle el pavimento echaba humo y el ambiente del metro a las horas de aglomeración era espantoso. Seguían en pleno hervor los preparativos para la Semana del Odio y los funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a esta tarea horas extraordinarias. Había que organizar los desfiles, manifestaciones, conferencias, exposiciones de figuras de cera, programas cinematográficos y de telepantalla, erigir tribunas, construir efigies, inventar consignas, escribir canciones, extender rumores, falsificar fotografías... La sección de Julia en el Departamento de Novela había interrumpido su tarea habitual y confeccionaba una serie de panfletos de atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente, pasaba mucho tiempo cada día revisando colecciones del Times y alterando o embelleciendo noticias que iban a ser citadas en los discursos. Hasta última hora de la noche, cuando las multitudes de los incultos proles paseaban por las calles, la ciudad presentaba un aspecto febril. Las bombas cohete caían con más frecuencia que nunca y a veces se percibían allá muy lejos enormes explosiones que nadie podía explicar y sobre las cuales se esparcían insensatos rumores. La nueva canción que había de ser el tema de la Semana del Odio (se llamaba la Canción del Odio) había sido ya compuesta y era repetida incansablemente por las telepantallas. Tenía un ritmo salvaje, de ladridos y no podía llamarse con exactitud música. Más bien era como el redoble de un tambor. Centenares de voces rugían con aquellos sones que se mezclaban con el chas—chas de sus renqueantes pies. Era aterrador. Los proles se habían aficionado a la canción, y por las calles, a media noche, competía con la que seguía siendo popular: «Era una ilusión sin esperanza». Los niños de Parsons la tocaban a todas horas, de un modo alucinante, en su peine cubierto de papel higiénico. Winston tenía las tardes más ocupadas que nunca. Brigadas de voluntarios organizadas por Parsons preparaban la calle para la Semana del Odio cosiendo banderas y estandartes, pintando carteles, clavando palos en los tejados para que sirvieran de astas y tendiendo peligrosamente alambres a través de la calle para colgar pancartas. Parsons se jactaba de que las casas de la Victoria era el único grupo que desplegaría cuatrocientos metros de propaganda. Se hallaba en su elemento y era más feliz que una alondra. El calor y el trabajo manual le habían dado pretexto para ponerse otra vez los shorts y la camisa abierta. Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba, aserraba, daba tremendos martillazos, improvisaba, aconsejaba a todos y expulsaba pródigamente una inagotable cantidad de sudor. En todo Londres había aparecido de pronto un nuevo cartel que se repetía infinitamente. No tenía palabras. Se limitaba a representar, en una altura de tres o cuatro metros, la monstruosa figura de un soldado eurasiático que parecía avanzar hacia el que lo miraba, una cara mogólica inexpresiva, unas botas enormes y, apoyado en la cadera, un fusil ametralladora a punto de disparar. Desde cualquier parte que mirase uno el cartel, la boca del arma, ampliada por la perspectiva, por el escorzo, parecía apuntarle a uno sin remisión. No había quedado ni un solo hueco en la ciudad sin aprovechar para colocar aquel monstruo. Y lo curioso era que había más retratos de este enemigo simbólico que del propio Gran Hermano. Los proles, que normalmente se mostraban apáticos respecto a la guerra, recibían así un trallazo para que entraran en uno de sus periódicos frenesíes de patriotismo. Como para armonizar con el estado de ánimo general, las bombas cohetes habían matado a más gente que de costumbre. Una cayó en un local de cine de Stepney, enterrando en las 86