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EL JUICIO DE HENRY FORD

AYER

AMARGA VICTORIA EN TRIBUNALES, DULCE VICTORIA EN LA VIDA

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Juicio de Henry Ford al diario Chicago Tribune por difamación. En 1916 una nota publicada en el Chicago Tribune tildó a Henry Ford de «anarquista»; ofendido, el magnate entabló un juicio contra el diario, que fue un escándalo nacional.

TEXTO Y FOTOS: LOS FORD POR PETER COLLIER Y DAVID HOROWITZ

El 22 de junio de 1916 un reportero del diario Chicago Tribune había entrevistado a un agente de prensa de Ford acerca de la decisión del presidente Wilson de hacer intervenir a la Guardia Nacional para hacer frente a las incursiones de Pancho Villa en la frontera con Texas. El agente de prensa declaró que los empleados de la empresa que portaran armas de la Guardia Nacional perderían sus puestos. Al día siguiente el periódico publicó un editorial que afirmaba, entre otras cosas: «Si

Ford mantiene en vigor esas reglamentaciones, él mismo se revelará, no sólo como un ignorante idealista, sino como un anarquista enemigo de la nación que se protege en su propia riqueza. Es posible que un hombre tan ignorante como

Henry Ford no comprenda los fundamentos del gobierno en el que vive».

Por estas palabras, Ford los demandó inmediatamente y pidió un millón de dólares por daños y perjuicios. Finalmente, el juicio tuvo lugar en mayo de 1919, tras más de dos años de maniobras legales, mientras cientos de periodistas y curiosos se apiñaban en la pequeña ciudad de Mount Clemens, Michigan, que había sido escogida por la imposibilidad de obtener un jurado imparcial en Chicago o Detroit. El antagonista de Ford fue el abogado Elliot Stevenson, que había captado la atención del editor del Tribune, Robert McCormick, a causa de sus esfuerzos por penetrar en la persona pública de Henry Ford durante el pleito con los hermanos Dodge. Por su parte, Ford contrató a ocho abogados como parte de un equipo de 63 hombres que coordinaban la investigación y la publicidad. En parte espectáculo y en parte noticia, el juicio contra el Tribune también tomó una calidad metafórica como uno de los momentos legales reveladores de la era.

El juicio comenzó en la mañana del 15 de mayo. Un juvenil Henry Ford de cincuenta y cinco años estaba sentado en la silla, apoyado contra la pared y apretando una rodilla levantada con sus delgados dedos de pianista. Rodeado por una nube de abogados, el imperioso McCormick era muy diferente del industrial que triunfó con su propio esfuerzo. Compañero de escuela de Franklin Roosevelt en Groton y graduado en Yale, había heredado el Tribune de su abuelo. Mientras Ford se había alineado con las fuerzas del futuro, al archiconservador McCorrnick se lo había caracterizado como «la mejor mente del siglo XIV». Si Ford vio su pleito como una oportunidad para detener el creciente coro que preguntaba sobre su filosofía, McCormick lo consideró como una ocasión para atacar a alguien de cuyo patriotismo dudaba desde que ocurriera lo del Barco de la Paz.

Durante las dos primeras semanas del juicio, los abogados de Ford probaron que la Ford Motor Company había, de hecho, conservado los puestos de tra-

Si bien Henry Ford ganó el juicio millonario por difamación, la recompensa fue de solo seis centavos de dólar.

EXPOSICIÓN La obligada presencia y posterior interpelación que sufrió en el estrado afectó la imagen de Henry Ford

bajo de los voluntarios de la Guardia Nacional durante las acciones contra Villa en la frontera, y también demostraron que el Departamento Sociológico había cuidado a las familias de los hombres durante su ausencia. Pero Stevenson continuó ampliando el alcance de la investigación, haciendo de ella más una investigación del carácter de Henry Ford que de la ocupación de los trabajadores de Ford. Se las arregló para ganar la decisión del juez de que cualquier cosa que tuviera que ver con el supuesto anarquismo de Ford, estuviera o no directamente relacionado con el editorial del Tribune, era pertinente.

El punto álgido del proceso llegó cuando a Ford le tocó el turno de declarar como testigo. Su principal asesor, Alfred Lucking, había intentado desesperadamente prepararlo para la prueba de fuego, y pasó días entrenándolo en el hotel, tratando de ponerle al día sobre sucesos históricos y actuales. Pero su alumno se había negado a prestar atención. Un periodista que presenció estas sesiones relata que empezaban con la admonición de Lucking: «No olvides esto; recuerda la evacuación de Florida». Pero Ford pronto se levantaba de su silla y miraba por la ventana: «Oye, ese avión va volando a muy poca altura, ¿no?». De nuevo, el abogado intentaba mantenerlo en la silla, pero Ford saltaba hacia la ventana y decía: «Mira ese pájaro. Bonito, ¿no? Alguien de por aquí debe de alimentarlo, si no no volvería tan a menudo».

Él contaba con que su reputación de idealista sencillo lo ayudaría a salir bien parado, como en otras apariciones en la sala del tribunal; pero su viejo rival Stevenson estaba resuelto a persuadir al tribunal de que había otro Henry Ford, menos atractivo que el agasajado por los periodistas.

«Usted se llama a si mismo educador», empezó el ahogado, tras discutir con Ford sobre los anuncios «educativos» que éste utilizó durante la campaña contra la guerra. «Ahora averiguaré si usted era un hombre lo bastante informado y competente para educar a la gente». Tras hacer notar de forma mordaz el comentario de Ford a un periódico en una entrevista reciente («la historia es más o menos pura palabrería») Stevenson continuó evaluando sus conocimientos históricos y así demostró la ignorancia de Henry Ford.

Esto fue sólo el prólogo de un recorrido brutal que Stevenson dirigió, durante la semana siguiente, por la filosofía casera y la falta de educación formal de Ford. Hubo momentos en los que Ford se las arregló para desinflar la pomposidad de Stevenson. Cuando se le pidió que explicara «qué eran originalmente los Estados Unidos», por ejemplo, Ford fingió dudar

y luego dijo inocentemente: «Tierras, supongo». Pero sus palpables éxitos fueron pocos comparados con sus errores.

Cuando su testimonio llegó a su fin, Ford se dio cuenta de que lo habían derrotado y dijo finalmente, respondiendo a una de las preguntas de Stevenson: «Admito que soy ignorante en muchas cosas».

A punto de finalizar el juicio, Henry recibió una buena noticia. Los agentes de bolsa que había contratado para comprar a la minoría de accionistas de su compañía habían logrado todos los acuerdos. Fue una gran resolución. James Couzens, ahora senador de los Estados Unidos por Michigan, consiguió 30 millones de dólares. Su hermana, que había invertido originalmente cien dólares en 1903, consiguió 260 000 dólares. Por inversiones iniciales de 5000 dólares, cada uno de los hermanos Dodge obtuvo 12 500 000 dólares, al igual que Horace Rackhan y su socio, el abogado John Anderson, el hombre que había escrito a su padre una carta de desesperados argumentos trece años antes para justificar la inversión de dinero en una nueva y arriesgada empresa. El gran perdedor fue Alex Malcomson; su porcentaje de capital de la empresa, vendido a Ford por 175 000 dólares hacía pocos años, hubiera valido 64 millones de dólares en ese momento.

Ford pagó en total 105 millones de dólares para ganar el control completo de la compañía. Henry estaba tan contento que bailó una giga por la habitación cuando se le comunicó que el trato se había consumado.

Aunque ganó esta batalla, Henry perdió no obstante en Mount Clemens. No estuvo presente para oír a Stevenson iniciar su recapitulación al jurado. Pero no pudo negar lo simbólico del veredicto que el jurado dictaminó tras diez horas de deliberación: ganó el pleito por difamación, pero, para darle una lección, sólo le concedieron seis centavos.

Fue un resultado penoso y humillan-

La compra de las acciones de sus socios hizo que Henry Ford se transformara en el empresario más poderoso del mundo.

te, y acarreó profundas consecuencias para Ford. Nunca más volvería a ser el jovial optimista que había cautivado a Norteamérica pocos años antes. Ahora empezaba a volverse introspectivo, no tanto hacia los recursos cicatrizantes de su ser interior como hacia la empresa. Se encontraba en una posición privilegiada como único propietario de Ford. En la cumbre de su participación en la Standard Oil, John D. Rockefeller, por ejemplo, no había poseído más del 27 por ciento de las acciones de esa empresa. Por el contrario, Henry poseía la totalidad de la Ford Motor Company, lo que le proporcionaba un poder que ningún otro empresario había poseído jamás.

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