23 La mayor victoria de la historia griega —o macedonia— nos valió una semana. Luego reanudamos la marcha por el camino de la costa hacia Asiria. Decir que Alejandro era insufrible no es hacer justicia a su comportamiento. Narró un sinfín de veces la historia de su osada carga y su persecución del rey Darío, su breve encontronazo de hombre ahombre, el ataque de Darío con una daga cuando se le rompió la espada, su habilidad para aplastar al capitán de la guardia de Darío mientras al mismo tiempo mantenía a Darío a raya. Todo era verdad. Tenía cien testigos, y nada le gustaba tanto como hacer que Filotas, por ejemplo, contara cómo él, el rey, lo había rescatado cuando abatieron a su caballo, resultando herido. Insistía en que yo explicase cómo y por qué había pedido ayuda para darle pie a explicar cómo había cargado contra la retaguardia de los griegos enemigos como un dios en una máquina en una representación teatral. Fue la primera victoria enteramente suya contra los persas. Había triunfado con sus propios hechos de armas, su propio plan de batalla y un ejército que lo siguió. Parmenio desempeñó un papel muy modesto en la batalla y Alejandro no podía permitir que nadie lo olvidara. Pasamos semanas viajando hacia el sur por la costa, a través de las montañas y de nuevo por la costa de Fenicia, y cada noche oía una vez más la historia de Issos. Una tarde, estando yo con el rey, nos apartamos del camino en respuesta a unas señas que nos hizo Aristón, que estaba al mando de la avanzada. Nos alejamos uno o dos estadios del camino hacia el norte y nos vimos ante una estatua. Era magnífica y bárbara a la vez, de basalto negro. Representaba a un anciano con una alta corona y los dedos de la mano derecha levantados. Tuve que mirarla desde distintos ángulos para darme cuenta de que estaba chasqueando los dedos. Me reí. El rey miró a Aristón y se encogió de hombros. Aristón tenía el aspecto de quien ha pretendido hacerse el cortesano para complacer al rey, fracasando en el intento. Se encogió de hombros a su vez. —Los campesinos dicen que fue el más grande rey de la historia del mundo —dijo—. He pensado que te gustaría verlo. Alejandro puso mala cara. —¿Quién es? —preguntó. Aristón habló brevemente con un asirio a todas luces intimidado. El pobre hombre levantó la cabeza como un perro esperando un hueso. Su griego era titubeante. —Es el Gran Rey Asurbanipal —dijo Aristón. —¿Qué dice la inscripción? —preguntó Alejandro—. Sé quién fue Asurbanipal. Gobernó el mundo, o buena parte de él. Aristón habló de nuevo con el asirio. Se rio, se dio una palmada en el muslo y se volvió hacia el rey. —Según este campesino, la inscripción dice «¡Bebed! ¡Comed! ¡Fornicad! ¡El resto no vale esto!» —¿Qué resto? ¿Cuánto no vale? —preguntó Alejandro. Meneó la cabeza—. Aquí no hay grandeza. Cualquier paleto podría decir lo mismo. —Me miró porque se me saltaban las lágrimas de tanto reír—. ¿Y a ti qué te pasa, Tolomeo? No sabía qué era más divertido; que Asurbanipal hubiese erigido una estatua para