en caso de emergencia
colaboración entre
Chavela y Quimera
Hace unos meses en mi casa tuvimos un ratón viviendo en la cocina. Yo lo vi tres veces: la noche que entró y pensamos ingenuamente que podríamos atraparlo en un balde de basura. Cuando una medianoche bajé por un bocadillo y olvidando su presencia, abrí un cajón de la cocina y vi cómo se escabullía hacia otro. Y por último, aquella fatídica mañana que antes de ir a la universidad lo encontré tendido en el suelo, agonizante por el veneno que mi abuela le había puesto en pequeños pedazos de queso. Lloré. Claramente su historia merece ser contada, pero ya habrá otro lugar para ella. El asunto es que en esta cuarentena, no paro de pensar en aquel ratón, y quizás empiezo a sentirme como él. Esta casa no es mi casa. Es una casa enorme, tan grande que deberíamos poder coexistir todos sin encontrarnos ni una vez en el día. Pero mi familia ha rechazado mi propuesta logística y no me dejan más alternativas que escabullirme ante sus presencias, porque lo crean o no, han tirado bajo mi puerta un comunicado en el que expresan: a) Que mastico excesivamente fuerte. No soportan oírme comer. b) Odian empecinadamente mi música. Están hasta la coronilla de las cumbias rebajadas, el indie desafinado y los Beatles (ya pueden ir entendiendo de que tipo de personas estoy hablado). c) No entienden por qué tengo que ser “tan expresiva”. Quieren llevar a la hoguera todas mis ombligueras.
En resumidas cuentas, que soy inaguantable y pongo a todos en peligro porque no me lavo las manos después de tocar a los perros, cuando soy la única que no ha salido de la casa en más de un mes. Así que he recurrido a una medida desesperada. Llegué a esta conclusión cuando en la cocina expusieron un poster con mi foto y un circulo de “prohibido”, bajo la cual rezaba: “no se le permite la entrada al establecimiento a la señorita …” Dios, pensé, que pesados están todos. E hice caso omiso, traspasando la cinta de peligro que marcaba el umbral. Pero inmediatamente toqué el suelo de la cocina, salió quién sabe de dónde un laser que rozó mi brazo derecho, una descarga de dolor me atravesó entera, sentí cómo éste penetraba mi dermis calcinándola, y zumbándome los oídos subí las escaleras, gritando al tiempo que escuchaba “Esto fue una advertencia, pronto no habrá ninguna”. Llegué a mi cuarto y me inspeccioné horrorizada, tenía la piel al rojo vivo, un quemón el hijueputa que iba desde el codo hasta casi el hombro. Entonces lo entendí. Entendí justo lo que debía de hacer, pues al asomarme por la ventana vi un pequeño ratón de campo atravesando el jardín. Me encaramé en la cornisa y desde ahí me bajé por la tubería lo más rápido que pude, intentando alcanzar al ratón. Yo creo que el me reconoció como aliada, pues por la época que tuvimos al polizón en la cocina, yo fui su fiel defensora y velé por su vida hasta que me fue imposible. Seguro que este otro ratón que ahora me miraba fijamente, se había asomado alguna vez por las ventanas buscando a su amigo, dándolo por muerto. Pero ahora estábamos él y yo, frente a frente en el jardín. Quietísimos. Entonces yo hablé.
Por favor, bríndame el poder de la vida roedora. Así es, eso era lo que buscaba: convertir de una vez por todas mi cuerpo en el de una ratona de campo. No solo para husmear y robar despiadadamente las provisiones de mi familia, sino para romper la cuarentena y andar libre por el bosque y las quebradas aledañas. Quería con todas mis ansias parcharme tranquilamente a comer mis bocadillos sin que nadie se interpusiera en mi camino, ver la estrellas echada en una manga, escuchar el escándalo de los grillos y poder unirme a ellos, armar fiestas descontroladas con mis parceros los ratones, darme los picos con mi novio ratón, nadar desnuda en cualquier charquito, darle los puños al alacrán que me pusiera problema. Y el lo supo todo sólo con mirarme. Me hizo una seña y lo seguí. Mientras caminábamos más allá de la cerca eléctrica del jardín, nos adentramos en el bosque. El se detuvo de repente y después de un tiempo, se paró en dos patas, tomó unas hojas secas y empezó a agitarlas al tiempo que chillaba. Las agitaba un poco, las ponía en su boca, masticaba y escupía a mis pies, y así repetidamente. Yo sentía como si su cuerpo se hubiera introducido en mí, y estuviera moviéndose por todos mis órganos, como si yo misma fuera esas hojas que él hacía crujir. Me sentía una y otra vez siendo expulsada de mí misma. Y empecé a ver todo mucho mucho más grande. El terrible dolor de mi brazo desapareció sin siquiera notarlo. Cuando menos pensé, no miraba al ratón desde mi escasa altura humana, ahora podía sentir su respiración agitada frente a mí, a la misma altura. Miré mi cuerpo, y chillé maravillada. Mañana mismo tenemos programada una invasión a la cocina de mi casa. Mi familia no sabe lo que le espera.
cuento escrito por Quimera collage hecho por Chavela
Medellín, Mayo 2020 parte i