Papeles de humo 14 pablo del barco

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“PAPELES DE HUMO” es un proyecto de Fernando Zamora, Jesús Aparicio y Julián Alonso. © de las obras: Pablo del Barco Cuadro de portada: Pablo del Barco Coordina y dirige: Julián Alonso Contacto: julianalonso55@gmail.com Se recomienda la mayor difusión posible


OCHO DÍAS DE ALBA Y UN INSTANTE EL OCASO

Pablo del Barco



Los ocho días de alba

I - LOS OCHO DÍAS DE ALBA



Los ocho días de alba

1. incertidumbre.

amanece el día en su ojos y ya lo apago con la experiencia de la duda, pero tiene el día su luz y tiene sus compases, tiene sus objetos y sus melodías, también sorpresas, y a ellas me aferro con, al menos, la mitad del alma: impido portazos y levemente canto deseándome suerte; está tan cerca... la realidad me vuelve a la tierra, será, tal vez, mañana? .................................. ...el día aún, le desesperanza se ha vestido de melancolía, y no voy a decírselo, está toda la luz en sus pupilas, en mi sospecha de que su mirada invita y su temor le lastra; es hoy más largo el tiempo y el camino más fértil, cogidos de la mano iniciamos un sueño, las dos riberas de un ancho río navegamos, será posible encontrarnos, al fin, en un deseo?


Pablo del Barco

2. algo nacerá.

hoy levanta el día con una red de sombras, y, tal vez, condiciona mi sueño; o es la espera que me protege con una piel de tristeza; regresan las mujeres del mercado y no es el peso de las cestas lo que inclina su mirada, ni la esperanza de los bellos frutos servidos en la mesa lo que aviva su paso; no estás y nada vive en mí; qué destino redimir este mundo con tu sola presencia, exacta y luminosa; felizmente ignoras tu poder de disipar tinieblas, la facultad de diosa que te otorga sentirme feliz en nuestra cita asomados al ventanal de este café, que hago para los dos nuestro universo más acá de la materia.


Los ocho días de alba

3. abonamos la tierra

nuevo amanecer, levanta el sol otra vez las promesas, y todo sigue igual, yo espero la caricia de sus ojos y de sus indecisiones, por encima de la intuición y de mis sueños; es día en el mercado; las mismas cestas orondas conducen mujeres cabizbajas, los mismos camiones desembuchan viandas muertas que serán orígenes de vida; espero, eso es todo, porque ya sólo quedan la espera y la esperanza, los atavíos de la juventud se hacen pliegues tersos de cultísimas estatuas, y en esta hora abomino de la sabiduría, quiero ser águila o pez, desmadejar la memoria, pero el pensamiento vive y el corazón reclama, entre la duda y el deseo van componiendo un bello mosaico sin figuras, sólo música y color, veo, creo y quiero verla en el deseo...


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4. crece la simiente.

levanta triste el día con todas sus perezas; parece no vivir, engaña a la luz y a los despertadores, pero hoy vivo más, no maquillo las penas, sé que vendrá con todas sus emociones puntuales en la duda, lo dirán sus ojos, lo conformarán sus manos, volátiles sin saber donde posar, cuerpo poderoso el de su alma para vencer el miedo: no hay cestas, nadie se afana hoy junto al mercado; es una señal: se para el tiempo, aceptó los besos, un largo camino se vislumbra, he plantado narcisos y rosas para ella, los mirará con ternura pensará, de nuevo, que no merece tanto; ajena a sus indecisiones una japonesa da existencia a la calle y me existe porque el mundo va de nuevo, ignoro adónde, pero adivino un horizonte por encima del sueño.


Los ocho días de alba

5. se asienta la flor.

hoy no sólo amanece el día: amaneces tú en mí; y todo es silencio, el mundo huelga, es tu cuerpo que aún no toco, tu mirada en que me fundo, tus labios que me riegan en flor, me palpo y no me encuentro, en ti diseminado, y aprendo de ti lo mágico del mundo (lo profundo y sutil), me miro en el espejo azogado de mi vida y no me reconozco, otro vislumbra y nace sonríe / goza / ama, comienzo a ver un nombre sobre el cristal, un corazón que lee un vaho que respira un pálpito que dice un resplandor que riega; está escrito sin palabras: es verdad! todo me acude y me retumba! tal vez amar?


Pablo del Barco

6. adornamos la ribera.

ya va el camino en su camino y el tiempo en su distancia, más que alba y ocaso más que tormento y risa más vida que la vida, más allá siempre más allá, en el punto justo del alma de los sueños; todo es cristal y luz, ya no hay mercado, sólo conciertos, ni monedas / disciplinas / teléfonos: sí un nombre en que inventarte sobre el filo del pasado; caricias de lluvia construyen tu memoria, te diploman las risas: firman el título de amor, todo se instruye en mí, ya soy! para siempre el guardián de la gloria que amenaza.


Los ocho días de alba

7. ¡...!

resurge el día entre tus albas: de los pechos del pubis del corazón de la ternura, y es tuyo ya hasta el otro amanecer y soy en tí aunque cumpla su rito la palabra y converse con pulso de la vida sin más; estás y eres el día, desandas mi tiempo en día y todo día y sólo el sueño es real, sólo los sueños, tejedora de mansas lunas y noches de color; eres mi fortuna, la ruego hasta infinito venciendo premuras y hambres; estás, me pueblo, encontré, nada deseo; únicamente en ti.


Pablo del Barco

8. el día después y en infinito.

desnudos, hacemos de oro las caricias, el sol nos cubre y amamanta, todo el mar nuestro, sin más mundo -infinitud de soledades en un punto común-; la mirada rebota en la mirada, no hay tiempo ni hay espacio, cada grano de arena es un universo ganado a lo imposible, llegaron aquí los ríos de la vida y, al fin, la vida nos discurre más acá del deseo; la sensación de ser en dos; alba sin rumbo en un solo destino, agua total agua sin río, mar y amar en lo infinito; ya soy en ti; lo advierte la razón: mi Dios es tuyo.


II. EL INSTANTE DE OCASO



El instante de ocaso

así fue..., así el recuerdo que aún quema, rescoldo en la furia del color se resiste a morir;


Pablo del Barco

pero estamos en el tiempo de descontar los días como las víctimas en la ratonera, descontarlos con rabia y cierta higiene en la piel para poderse acostar sobre el suelo desnudo y no contaminarse de la miseria de hombre, ni del tiempo, en aquel otro animal, más fiero, que creció sin mi consentimiento; fumigar el espacio para que no queden huellas ni rincones ocultos donde se guarezcan nostalgias, que revivan y se multipliquen; quebrar los cristales que guardaron el amor en la urna entonces de oro; que corra el aire y arrastre su nombre y lleve a una lejanía sin cómplices los ecos de su voz o la intimidad de la melodía cuando susurraba palabras de amor; quemar los muebles y barrer las sombras de sus ropas, que me ofrecían impacientes la deseada desnudez, sacudir los pliegues de su olor que se han hecho piel injertada en mi piel, la inútil mercancía que antes adoraba; apagar, con otra música que salga de mí,


El instante de ocaso

los quejidos de su boca cuando arqueaba la espalda mientras nos confundĂ­amos en un solo ser sin quiebra y sin costuras; pintar de otro color, neutro y sin motivos, el espacio para ser, otra vez, respirar, de nuevo, andar sin mĂĄs fuerza que la fuerza de mi ser, y relatar, para humillarla, esta melancolĂ­a que parece sin fin;


Pablo del Barco

contarlo día a día, obsesivamente, deshaciendo el telar, desde el amanecer primero intrigado de dudas, cuando nacía el sueño y me embarcaba en el fulgor de sus ojos, y la desnudez de su voz, redimiendo el mundo y toda mi larga desazón de amores fracasados; predecía el ocaso y me engañaba, negaba la realidad que pone siempre etiquetas, precios, una paquetería difícil de evitar; era (parecía) todo eterno -incluso sus indecisionesy lastre mi memoria, asumido, con fe, el anclaje entre arenas de colores y el tiempo adormecido, arrugado, al acecho, que vuela ahora para recuperar las horas que me existen en un no, y me roban horizonte en un espacio sin luz, en una guerra sin nombres, en un camino sin distancia y sin indicaciones;


El instante de ocaso

nacer como un naufrago sobre una vida conquistada a lo profundo del mar (del amar), regresar a la casa en desahucio, cerrar las ventanas para no encontrarse el horror del alma saqueada, destruir, en la soledad, las simientes que sobreviven ocultas entre la memoria y el dolor‌


Pablo del Barco

quedan las fotografías, las flores ofrecidas -sobre un recuerdo de irrompible cristalen un color más vivo que el color, pertrechadas de espinas que atraviesan la piel de la memoria más que la realidad, y que repiten el inagotable estribillo: amor, eterno amor, porque es el dolor lo que allí habita como a veces presentía; y allí, también, la gloria destronada, que en amenaza virtual ha construido sus verdades de acero, con todas las monedas de sus doradas traiciones;


El instante de ocaso

desde el infierno de insomnios el mismo amor me llama a incendiar la mística de los sueños, reducirla como lo fueron los deseos, y patear la razón cuando entre visillos consienta en un breve escenario de imposibles; romper, desgarrar los injertos finitos hasta herirme, arrancar los oídos para nunca más oír sirenas, amputar la lengua para evitar palabras , truncar las manos para que no se obliguen a caricias, segar las piernas para nunca ir donde el amor me llama, poner al sol el corazón para decolorarlo, que pierda su corona y nunca una mirada acaricie el deseo de tenerlo;


Pablo del Barco

maldeciré en el yunque mis razones para no caer en la blandura de la entrega, dejaré los ojos, que ya miran sin ver, castigados por el inmenso error de creer ver más allá de la piel con que decide el hombre su miedo y sus acasos.


El instante de ocaso

así, un ocaso vendrá que no tenga sus leyes; pondré mis condiciones para que ese dios de cada enamorado anote, en el tiempo, su fracaso, se evidencie entre rudos mercaderes que vendan la mercadería más vil al mayor precio para los consumidores ciegos que fueron deslumbrados por el bendecido engaño del amor; gendarme vivo de lo que aviva y muere, deberé empañar los espejos, patrocinar sordinas, malherir sirenas; la geografía en mi piel, el alma en cifra.


Pablo del Barco

andan los días y anda mi derrota lastrado y vivo preguntándome; escribí con sangre de colores, apacenté un rebaño de alegres tigres disfrazados, viajé por un cosmos de irreales satélites que inventé en un laboratorio servil.


El instante de ocaso

ahora sé cómo alba y ocaso confunden la luz en un paisaje de espejos; cómo fue, al cerrar los ojos para amar, ilustrada mi ceguera y tatuado el corazón con una sangre que –ahora sé- no excusa el inevitable fin de las oxidaciones.


Pablo del Barco

todo cede en mĂ­, circula en mis fronteras, desemboca en este tiempo que fluirĂĄ hacia otro mar sin fin, y clama:


El instante de ocaso

nunca mรกs, amor, nunca sin corazas, sin aceros, nunca sin noes, sin palabras falaces, sin las trampas del hombre



¡OH, SEXOH! OMNIPOTENTE HONORABLE SEÑOR ESPARCE TU XABIDURÍA Y OFRÉCENOS un HOLOCAUSTO SIN SESO léxico séxico sexo todo sea con sexo queso con sexo amor con sexo sexo sin seso sexo con peso tesón por sexo arrobo con sexo luso/a con sexo seso con sexo musa con sexo miedo por sexo sexo por sexo mesa de sexo cama con sexo pan con queso con sexo todo sexo con sexo ojo con sexo sexo espuela sexo cazuela sexo miga sexo corteza sexo azul sexo rojo sexo bandera sexo en primavera sexo en otoño sexo en invierno


Pablo del Barco

sexo en verano sexo todotodo el año y requexón. lo que se sufre lo que se añora lo que se padece lo que te enardece con lo que sueñas en lo que te empeñas el sexo es un pecado el sexo es un mercado el sexo del rico el sexo el pobre tiene las virtudes de la oliva y el cobre dos sexos tenemos el que deseamos y en el que florecemos el poder del sexo el sexo del poder sensación sexación proceso del amor prosexo del amor poseso posexo nexo sexo asexuado asesuado receso resexo sexo por la mañana sexo por la noche a troche y moche ambidestro ambisexo pezón pexón sexo de monja sexo de fraile no lo sabe nadie recuerde el alma dormida avive el sexo y despierte practicando que se te pasa la vida a poco te vas frustrando amores incestuosos amores son sexo promueve sexo sexo a mano sexo hermano preso prexo s se sex sexo pecho al sexo sexo al pecho ssssssssss eeeeeeeeee xxxxxxxxxx oooooooooo oh sexo sin tu peso nada hay hecho llegan tus manos al cielo nace luz donde hay solo deseo todo sexo es luz... sexosexosexosexosexosexosexosexosexosexo sexosexosexosexosexosexosexosexosexosexo sexosexosexosexosexosexosexosexosexosexo sexosexosexoseso sexosexosexosexosexo sexosexosexosexosexosexosexosexosexosexo


ยกOH, SEXSOH!

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Pablo del Barco

hístoría personal apr oxi nación memo ria suposiciones deseos sueños frus traciones entelequias historia preocupacio nes realidades promesas creencias malformaciones ideales alternativas búsque das hallazgos arrepentimien tos maldades satisfacciones dudas perversiones gozos gozo s arbitrariedades creencvias l eyendas fisiología aprendizaje rupturas escaladas desiertos ju ventud madurez vejes sombras ilusiones persecuciones diatri bas revelaciones teorías alcanc s conciencia grandeza hondura maravilla perplejidad sincerida d apariencia autonomía teatro lo que es el hombre y su esclava vida con amos que desea y odia


ÂĄOH, SEXSOH!

pon tu dedo hurga palpa subrrraya tu nombre apoyaaa acaricia el pensamiento mide coloca compara sonrĂ­e escribe su nombre cierra los ojos danza enloquece es el comienzo del fin









El hombre que se arrancaba los sueños

El hombre que se arrancaba los sueños Desperté enfadado con el mundo, decidido a asumir la realidad, solo la realidad, toda la realidad: JuanSinMiedo, ves•do de e•queta, fumigador de sueños, constructor de papeleras virtuales, gerente de alcantarillas y santo, santo, santo de la verdad y sus consecuencias. Quedaba, por tanto, invalidado para polí•co (gerentes de la no-verdad), para sacerdote o psicólogo (profesionales del silencio de las almas). Contra todo pronós•co el día amaneció radiante. Junto al café de todas las mañanas desfilaban acompasados y en línea los nueve mil y pico par•cipantes en la maratón de la ciudad; el primero y el primer grupo eran negros, menudos y negros; la primera mujer también menuda y negra; los espectadores aplaudían, no parecía haber racismo, y al menos tres mil sueños revoloteaban sobre los maratonianos; el resto simplemente corría para cumplir su propósito, la consecuencia de querer ser ellos mismos y sus obje•vos, sin más…, y presumir un tan•co de haber par•cipado en el evento, que era como sen•rse jóvenes y poderosos; el sueño de la victoria que se lo comiera el perro, bastante hacían con no pisar las cacas que sembraban el empedrado. La mañana se puso húmeda. Las gotas de sudor de los corredores salpicaban por todos lados, con una consistencia de la que era di•cil librarse por su densidad y la fuerza con la que llegaban a los cuerpos y a las ropas. Impermeabilizaban el pensamiento y el sen•r aislado de los sueños más profundos. Quería salir de allí pero me era imposible, como si, árbitro riguroso, quisiera reconocer a los portadores de sueños y a los discapacitados para el futuro; era una víc•ma más aunque me creyera estar por encima de todos; una víc•ma de la realidad. Hice un esfuerzo para contabilizar los sueños, fiándome del aura de los pasantes, despreciando la de los perros, que en algunos casos era muy superior. Con la fuerza de mi mente los recuperaba (los sueños) y los introducía en mi imaginación. Comencé a notarme una cabeza exagerada, enorme, y algo de expansión también en el pecho, pero menos; mis sen•mientos confusos en la época ocupaban demasiado espacio y no había manera de hacer hueco, de limpiar toda la materia inhóspita y vieja almacenada allí, como de un Diógenes con el diente retorcido y abúlico. La sensación era nueva, quizás por el paso de los años. En mi juventud fui el promotor de la “Fábrica de sueños Los apapachos”, palabra de origen náhuatl que aprendí en uno de mis viajes a México para experimentar los efectos del peyote y otras pociones mágicas que me ayudaran en el empeño de saber de mí; pude haberla llamado “Los mimos”, que era el equivalente en lenguaje universal, pero la palabra tenía una sonoridad insuperable y me transportaba más allá de la realidad. Además, una linda na•va me apapachó de lo lindo en la época y aún no me explico cómo pude librarme de su hechizo, si es que lo estoy. La fábrica se fue a pique arrastrando el dinero con todas mis ilusiones. Hoy quería pensar diferente: los sueños llegan cuando llegan, de nada sirve crearlos, recrearlos, embotellarlos en bellos tarros de cristal con e•quetas manuales de cuidada escritura gó•ca. Se van cuando quieren y sin explicaciones, como una amante insa•sfecha. También superé lo del dinero; hoy me sirve para comprarme los sueños a medida. O para engañarme; todo •ene signos de realidad. Siguen tan incansable los corredores como mi proyecto de almacenar y destripar sueños, conver•rlos en mermelada suave y rica. Le he pedido a Melly, experta e incansable psiquiatra, que me ayude y me mar•rice si es necesario; yo solo no me siento capaz. A veces recuerdo algún poema de mi época feliz de profesor de lenguas, que me obliga, o me permite, asirme a la realidad. Uno en especial me navega hoy por la mente, del poeta preferido de mi juventud, Juan Ramón Jiménez: “Tengo lo mismo que doy / y sólo sirve el presente; / hoy es hoy”, de uno de los primeros libros del poeta, Es•o, del que más tarde abominaría el autor. Es lo bueno, y lo trágico, de la edad: te permite reducirlo todo a lo ú•l, lo material, lo tangible, apearte de lo que fueron obje•vos que creías indestruc•bles en tus años mozos. Trato de encontrar otra cita que sa•sfaga mi estado actual de pensamiento y emoción pero no la encuentro; es posible que mi cerebro solo a•enda a ese obje•vo en que estoy sumergido de quebrar y arrancarme los sueños; camina como un potro rebelde en una sola dirección, con las orejeras puestas y sin brida. Melly dice que ahí ella no puede hacer nada, solo apoyarme en el camino que yo


Pablo del Barco

elija, errónea o acertadamente; quizás no se atreva a asumir esa opción mía para que no le exija responsabilidades y se rompa la amistad entre nosotros, ese hermoso sueño que dura ya muchos años. Consulto con otra psicóloga profesional y me da un resultado que pudiera parecer demoledor: Eres un niño, mi más fér•l y duradero sueño desde que en la infancia el mundo se empeñaba en que el niño dejara de serlo. Solo frente al mundo, solo frente a los sueños; quizás deba de volver a México, a los estupefacientes, a sumergirme en lo profundo de aquel océano oscuro plagado de remolinos, de los que siempre salía con enorme fortuna, sentado en la playa solitaria, dejándome calar por una lluvia violenta que me hacía un bien sanador indescrip•ble. Son ahora sueños rotos, que he conseguido arrancarme de la piel y del cerebro, tal vez del corazón, aunque no le pregunto para no llevarme una desilusión más. Me dan fuerza para seguir en esa tarea actual de arrancador de sueños. Miro a los atletas, clavo la mirada en algunos de ellos para in•midarlos y apoderarme de sus sueños; tal vez por la velocidad o porque no los tengan, sólo veo vacíos demoledores que se mueven acompasados como zombis coloreando la avenida, por la que tal vez huyen amparados en las camisetas y los calzones bajo marcas comerciales o clubes de atle•smo. Van, corren sin saberlo hacia un des•no que llevan en sus miradas y que no reconocen por el peso de la publicidad que les conforma en esta soleada mañana de domingo invernal. Aunque lo parezca, no soy tan fuerte, ando en mi interior con infinidad de muletas para no caer en la sima que se abre permanentemente ante mis pies. Muchas de estas muletas fueron sueños que acabaron en el contenedor de basuras de mi espíritu. Ayer acudí a una echadora de cartas para conocer mi futuro, aún sospechando que el futuro no existe, que solo vivimos presentes con•nuados, enlazados, superpuestos. Me dijo que desde muy pequeño descubrí que el mundo no es lo que me decían y me instauré en una rebeldía severa, a toda prueba, decidido a defender la verdad, la realidad a toda costa. Olvidé este estado, caí en la trampa de la ocupación de los sueños, viví aspirando a crearlos y cumplirlos, me transformé en un ciudadano del montón a la conquista de logros sociales, profesionales, innecesarios diría ahora. Pero tú me has despertado a la nueva verdad, tú, a la que amo sólo en sueños, a la invención de unas fotogra•as en las que te ríes con la risa de mi madre, de mi abuela, de todas las mujeres que pasaron por mi vida como juego o como esencia plantada, y no sé qué hacer con este sueño feliz que se contrapone a mis deseos, no te puedo arrancar y, lo peor, no deseo hacerlo por nada del mundo, de este mundo que estás cambiando, Aura ya querida y deseada. Hablo con•go por internet y te estás me•endo en mi vida, en mi cuento, ya no sé dónde está la verdad, te dis•nguí con el nombre de la protagonista de la novelita de Carlos Fuentes, Aura, que siempre recomiendo a los lectores, no sé cuando este sistema de diálogo permi•rá que los objetos lleguen reales, materiales, tangibles, para tenerte, Aura, a mi lado, y me masajees la nuca, y el corazón, para poder seguir almacenando sueños y poder luego arrancármelos violentamente y sanarme así y no esperar ya nada del mundo y vivir el sueño del vacío total en el que nada dañe ni preocupe, en el que la realidad se imponga de manera absoluta, dinámica, sin vuelta a atrás, donde se amanse el vacío total, la total y pura belleza del cristal que posee en el intervalo de mirar la realidad a su través y volver luego a la pureza de su estado natural. Algún día te contaré lo que soñé una noche con•go cuando aún no podía soñarte ni quería arrancarme los sueños; se inclinó la balanza hacia mi costado izquierdo, el bueno, y vi una luz que resplandecía y dejé de verme y de tocarme; pensé que era el día final en el que hemos de rendir cuentas a nuestra existencia mal vivida. Corto el relato, necesito regresar a la realidad. Otra vez a las salpicaduras del sudor, ahora más débiles, a los sueños que pasan sobre la cabeza de los corredores, más mansos y débiles, se dejan coger a puñados, me ensucian las manos, ellos siguen, con menos alma, perdidos, en el úl•mo lugar la sorpresa, Aura, con los ojos resplandecientes y una sonrisa suave que le endulza la boca, es un sueño a pie de pavimento, una armonía danzante bajo los ojos, dardos que vibran como ascuas recién cumplidas, Aura, mi sueño, la vida inventada, el corazón sostenido por un más allá que se quedó aquí para restaurar el presente, Aura, mi amor. Miro en el espejo y no está, no existe sobre el cristal, quizás nunca exis•ó, pero la tuve entre mis brazos, en mi boca, sus besos estrepitosos me llenaban el corazón, sus pechos. ¡dios mío!, sus pechos amamantaban mi fantasía, mi cuerpo dejaba de exis•r fundido en el suyo, ahora pasó sin mirarme, sin reconocerme, ausente, liberada de mi presencia, refugiada en sus emociones ocultas como una exuberante reina de carnaval. Trituré todos los sueños de los corredores, los sueños que aún prevalecían en mí, no pude con ella, era la realidad y su sombra, y con las dos no podía, me decía su amor con la mirada y lo desdecía con las palabras; yo sé que las palabras engañan, las miradas no mientes, no podía no exis•r, inventé la máquina de destruir los sueños para siempre, para resarcirme, para sobrevivir, patente 2014 X, acero bruñido, color rojo con tulipanes amarillos injertados, marca Aura, consigno los datos para la oficina de patentes, abstraído, suena el teléfono:


El hombre que se arrancaba los sueños

–Hola, mi amor, te deseo, te deseo con toda mi esencia…, te espero, no tardes, mi amor… Corro al aeropuerto, primer avión para México, por favor, es urgente, me va la vida en ello… Aura patente 2014 X, irritada, celosa, se autodestruye, un líquido viscoso como sangre cubre el suelo, me lo contaron, yo ya no estaba allí, Aura me tenía cobijado en su corazón curándose de las heridas que un mal ángel español le infringió, recuerdo algo que yo inventaba contra los sueños, tal vez no era yo, reconozco que algunos sueños sí existen, o no existen pero los soñamos; Aura existe, yo la inventé, me da su mano, salimos a pasear junto al mar, Aura, mi amor…, eternamente te esperaré.



El comprador de sabidurías

El comprador de sabidurías En el hospital se le ocurrió la idea; los enfermos se iban al absoluto final llevándose la experiencia y los conocimientos de la vida vivida y el archivo de sus sabidurías que habían ido acumulando en la fragua de la existencia. Le parecía un desperdicio mayúsculo, con lo que valía ser sabio, y más en una época de torpeza mental en la que apenas se valoraba ese áureo material humano. Lo que más sabía el hombre eran pendejadas para sobrevivir. O el magnificado y entontecedor espectáculo futbolís•co, que preñaban con gritos y violencia, discu•da en los medios de comunicación, la mejor manera de con•nuar la estupidez e idolatrarse con ella. Siempre le enseñaron sus invisibles progenitores ir tras la esencia, lo permanente, lo que antaño se definía como “humano”. Era de origen eslavo, retraído, duro como su nombre, Diamant. Pasó por un campo de concentración cas•gado por no sabía qué país de fronteras cambiantes que le obligaron a introspecciones, a tratar de ver a los demás por debajo de la piel y de las men•ras que cada uno cargaba inconscientemente. Su nombre -vaya a saber si era tan cierto como lo que la gente sabía de él– no figuraba en ningún documento oficial, pero nadie conocía de otra manera a ese individuo silencioso, que caminaba mirando al frente, orgulloso de ser un ser sin miedo y sin contaminación con las tonterías de la gente que le rodeaban. Entraba en los hospitales con su bata blanca de doctor en la que había bordado Dr, Kunder, con caligráfica letra azul; aquella inicial daba carácter, pres•gio, y temor, arma esta poderosa en la vida de un llamado doctor, aunque solo presumiera de médico básico. El nombre sonaba a golosina, a rica galleta para el desayuno, cosa golosa incluso para los diabé•cos clase A. Empezó por los viejos solitarios, aislados, sin apenas visitas y los ojos tristes, melancólicos, denotando una soledad para la que ya no había remedio y que a punto estaba de acabar con la memoria. Les auscultaba como médico que era (decía que era), siempre cariñoso y delicado, sondeándoles hasta conocer el deseo que tenían en el umbral de sus úl•mos días. A los fumadores les regalaba un paquete de tabaco, de baja calidad; no estaban los •empos para dispendios locos. A las mujeres, más seguras en sus recuerdos hermosos pero menos firmes en sus antologías de conocimientos, frascos de perfume de delicados envases que le compraba a un hindú medio indeseable. A cada uno aquello con lo que más habían soñado en sus época de esplendor y, por circunstancias, no habían podido conseguir. Cosas insignificantes pero de suma importancia por su carencia. –Mercancía de primera clase traída de la India; pruebe, sir…, ofrecían los buhoneros en sus manos sucias de uñas renegridas en los exitosos mercadillos semanales. A los desahuciados en sus viviendas, que amontonaban junto a la cama unas pobre mochilas con sus pobres pertenencias, les prome•a un cuarto con lavabo (una despor•llada jofaina en realidad), en un barrio de emigrantes delincuentes –eso lo ocultaba, pero ellos tampoco veían ya mucho–, para el resto de sus vidas. Les hacía un contrato con cláusulas leoninas por el que tenían que vomitar en un magnetófono toda la sabiduría adquirida en su existencia. La técnica era fácil: consis•a en hablarles de su vida pasada en dos sen•dos: empezaba elogiándola con los escasos datos que tenía; enseguida sabía si le había ido bien o mal; si le fue mal él hacía un elogio de lo que era una excelente vida en sus circunstancias, lo que le llevaba a prorrumpir el interrogado en una serie de desa•nos, improperios y términos duros de lo que había sido su vida, que recordaba bien; siempre se recuerda mejor lo malo que lo bueno. Si le había ido bien el otro entraba en un clima de melancolía recordando su envidiable vida pasada. Impelidos por la pobre pero esencial dádiva de entonces accedían a depositar su sabiduría. Y así la cambiaban por un paquete de tabaco, por una jubilación, por algo de música, por tener sexo con una mujer, mejor si era enfermera con uniforme blanco, por el abrazo de un hijo; había mil razones, imagínalas, y, por lo tanto, mil oportunidades para llenar su memoria con las memorias de los otros. Tantas acumuló que no le cabían ya en el cerebro y tuvo que ingeniar almacenes memorís•cos ajenos. Y los encontró después de una dilatada búsqueda por el mundo del pensamiento; en un centro psiquiátrico especializado en enfermos esquizo-


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frénicos, de nombre santa Dymphna, patrona de enfermos mentales y de Alzheimer. La iglesia católica celebra su fiesta el 30 de mayo. Cuenta la historia que vivió la santa entre los siglos VII y VIII y que era hija del rey de Irlanda, que enviudó joven, hecho que le trastornó hasta enfermarlo y llevarlo al borde de la locura y querer casarse con su hija por el parecido con su madre; ante su huida y no acceder a sus deseos, cortó a la joven la cabeza con la espada. Al punto todos los enfermos mentales sanaron para siempre en el lugar. El centro estaba dirigido por monjas con hábito de color mango y morado, colores propios de maillot de ciclistas, y una cofia con todos los colores del arcoíris. Parece que fue idea de uno de los directores del centro venido de Argen•na y con ideas revolucionarios sobre la mente humana. Podía decirse aquello de que un argen•no vale por lo que él dice que vale, leyenda universal y que en ese atrabiliario mosaico de las cosas del espíritu encajaba muy bien. Había más: el la•no era paisano adop•vo del comprador de sabidurías y nadie era este cronista para desvirtuar sus cualidades, sobre todo sabiendo que aquellos pacientes eran en su mayoría, o fueron, celebridades reconocidas, celebradas y objeto de cobas grandiosas y babosos elogios en sus •empos de celebridad. Ahora la vejez los había postrado en aquel centro como trastos casi inú•les mientras otros aprovechaban sus descubrimientos y se hacía famosos con ellos. El signo de la época era robar sin reparo a través de los nuevos métodos de comunicación. Así acontecía en aquella ciudad de exagerada apariencia, sostenida por una ferviente y, por supuesto, aparente religiosidad, en la que santos y vírgenes andaban por las calles y por los espíritus hipno•zados de sus devotos ciudadanos. Eligió un grupo de selectas memorias alquiladas entre los esquizofrénicos. Pronto se formó la revolución. Estos portadores de memorias tomaron las sabidurías de sus dueños legí•mos como propias y empezaron a actuar respondiendo a lo que creían que esperaban de ellos. Era una revolución en los cientotreintamilmillones de años en que se especulaba con la inteligencia humana, en el umbral del establecimiento de la inteligencia ar•ficial, que asomaba como un nubarrón de tormenta para unos y una lluvia bea•fica y provechosa para otros. Los MA (Memoria Alquilada) empezaron a hacer de las suyas, sin cortapisas ni conciencia de hacer el bien o el mal. En cada uno anidó un leve y secreto deseo de creerse dioses, •midos al principio y luego consolidados, firmes y arrogantes. Pero el espectáculo no podía dar para mucho; las condiciones eran mínimas, las incapacidades enormes, el espacio reducido. Todo se convir•ó en un desbarajuste infinito que las autoridades médicas eran incapaces de controlar. Por todas las esquinas aparecían genios de la ciencia, de la literatura, del arte, mirándose con inquina en los encuentros, celosos de que los demás ocuparan el espacio que a su genialidad pertenecía. Las enfermeras huían a un bosque cercano, recogidas en •endas de campaña que el ejército les había suministrado; era un espectáculo verlas por las mañana con las pantorrillas al aire haciendo sus abluciones y peinados. Los MA estaban tan pendientes de ellos mismos que no adver•an aquel carnaval eró•coreligioso, que muy bien podría haber dibujado Brueghel el viejo. El servicio de orden había desis•do de sus funciones y eran los que daban cuenta visual de las enfermeras. Se formó un caos colorido y de una sensualidad no clasificada. El inventor de la situación, que haría envidiar al mundo de la ciencia y subrayarle como el mayor genio de la psiquiatría, comenzó a observar la evolución de aquellos seres que él aspiraba a que se convir•eran en cerebros supersabios que dejarían avergonzados a los hombres que les precedieron en el conocimiento. Pero no conseguía poner límite, ni soluciones. Se iniciaron las peleas entre los MA por el orgullo de ser más que nadie. Tanta sabiduría iban acumulando que los cerebros se empezaron a expandir, hinchándose por las sienes y, sin responder a momentos y datos concretos, reventar, sembrando el centro de masas encefálicas de diferentes colores; casualidad de armónica belleza natural. El iluso inventor de aquel guirigay acabó, aprovechando que también los administradores habían huido, despreciando del espectáculo de las religiosas en sus abluciones, me•endo mano en la caja y sustrayendo el rico capital que las monjas habían acumulado; con un claro y premeditado obje•vo: huir a la Argen•na y comprar, después de desechar la idea de adquirir un equipo del fútbol que llevaría el nombre de Dymphna Club, con lo cual se ponía al día en la defensa del feminismo, –que iba tomando unas dimensiones mayúsculas, incluso entre los polí•cos de la derecha nacional–, un rancho en medio de la Pampa para criar esplendidos bueyes des•nados a la exportación, y destruir aquel dicho de “dar vaca por buey”, como era normal en todo el universo. Allí se habían refugiado muchos líderes nazis después de la guerra y parecía un excelente paraíso de la impunidad. Pensó también en Venezuela, pero el país petrolero estaba tan empobrecido que hasta las vacas morirían de hambre. Tras los trajines del complicado y fugi•vo viaje despertó del sueño sin reconocer que la mente humana •ene unas dimensiones limitadas y más en esta época en que el hombre deja en poder de las máquinas el alma-


El comprador de sabidurías

cén de sus conocimientos. Le quedaba el úl•mo sueño: producir sabiduría en los cerebros de los vacunos del rancho, quitándole el privilegio a la ciencia humana, disparada en un intento de rara superación de la raza que, de tan lejos que se proyectaba, estaba cavando su tumba ciegamente y sin retroceso. Todo estaba convir•éndose en algoritmos, al •empo que las palabras y las emociones se agostaban en fríos eriales de la mediocridad ves•da de oro.



PALENCIA


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