Pensábamos que esto no iba a durar mucho, pero ya estamos en el número 8 y con vocación de continuidad. Tenéis en esta ocasión un trabajo de lujo, fruto de la colaboración de dos grandes en sus respectivas disciplinas: la fotógrafa soriana (El Burgo de Osma), Encarna Mozas y el poeta y novelista zamorano Tomás Sánchez Santiago. A disfrutar y a difundir.
Todo el contenido de la revista es propiedad de sus autores. Hacen “Papeles de Humo” Fernando Zamora, Jesús Aparicio y Julián Alonso. Diseño: Julián Alonso. Contactos: julianalonso55@gmail.com
SE RECOMIENDA SU DIFUSIÓN
El proyecto Marcas nace de la proposición del escritor Tomás Sánchez Santiago de colaborar juntos, en una parte titulada así, de su libro “Para que sirven los charcos” escrito en el Burgo de Osma, en Soria. En este mismo lugar uno pocos metros más adelante realizo yo este proyecto. En Marcas, como coautora de este proyecto expreso mis sentimientos y visiones personales del microcosmos que constituye una casa, en este caso la mía y la de mi madre. Los elementos que lo constituyen inspiran sensaciones arrobadoras o misteriosas, buscando una primera mirada, dan ideas de ensoñación y perfección. A través de lo que el encuadre macro nos aporta de cada elemento, síntesis y asociación, se propone un lenguaje poético que los objetos inspiran. Se intenta sintetizar en una imagen todos los momentos (tiempo-lugar-forma-colortono) para construir de una forma sugerente, buscando la esencia de los objetos que nos rodean diariamente y que en muchas ocasiones se hacen invisibles. Marcas intuye, no sabe sino que revela, no el significado real, sino su fulgor. Resulta una prueba de la existencia de lo desconocido en lo conocido. Convive con el misterio de las cosas cotidianas. Encarna Mozas.
“Hay ocasiones en que a la existencia de alguien llega como una gran inhalación a empañarlo todo. Una necesidad de empezar a vivir sólo hacia adentro. Entonces, como si encogieran los límites del mundo, suele generarse una extraña tormenta en nuestra capacidad de percibir las cosas. Y los tamaños se distorsionan y las estaturas se invierten y hay un revolcón inesperado en el juego de esos valores que parecer dar conformidad y orden ceniciento al mundo, a nuestro mundo. Y la importancia de la quietud de una sartén o la inquietante belleza de una fruta muriéndose en un plato, en el sepulcro nocturno que es una cocina a oscuras, segregan de repente más compañía, más atención que los aspavientos externos que intentan día a día (des)organizarnos la vida” Tomás Sánchez Santiago.
“Marcas” ha sido expuesta en los siguientes lugares: Hospital San Agustín de El Burgo de Osma, Soria (julio de 2009) Museo Fundación Cristobal Gabarrón, Valladolid (septiembre-octubre de 2009)
La dama de los Pasos miraba nieve esta mañana. La nieve sobre los cerros, descansada y ardiendo de nostalgia. Le acaricié los hombros y seguimos los dos contemplando en silencio aquella mantelería tendida por las laderas. Desde la infancia, no había vuelto a ver nieve junto a ella. Junto a ella.
Por primera vez en este invierno ha nevado. Ha sido de madrugada. Y a las ocho de la mañana sigue y sigue cayendo la nieve. El silencio es más espeso, los ruidos son más hondos en estos días, así. Tendré que calzarme las botas de montaña.
En la pared del dormitorio se ha abandonado la capa de pintura sobre el recorrido de una grieta que la cruza. Todas las noches miro con curiosidad la brecha, casi la acaricio. Como si deseara que acabase de rasgarse y me mostrara algo: un interior poblado.
Hay insectos en la cocina. Salen de noche, cuando nos retiramos a dormir, y pueblan el tambor eléctrico del agua caliente, la silicona seca del fregadero, los caminos inauditos de las baldosas de la pared. Hace tres noches encendí la luz y hubo un montón de carreras menudas. No di con los escondrijos. Pensativo, miré un trozo de queso sobre un plato como una embarcación desamparada.
Un hueso abandonado por un niño se enfría silenciosamente en un cenicero. He ahí su pequeño equipaje de músculos delicados, sus colores discretos de crepúsculo firme, de hematoma sanguíneo y amojamado. Lo miro de lejos y descubro la densidad secreta de sus formas, su llamativa estropajosidad inerte y lunar: todo menos un residuo camino de descomponerse. No hay residuos de nada: cada objeto es sí-mismo y la mirada debe afrontarlo con la ilusión de una primera vez. En realidad, siempre se mira por primera vez. Uno no se imaginaba bajo el manto de pelusa tanta hermosura tranquila. Hay más belleza en el hueso que en la redondez fértil del fruto, hinchado de utilidad y misterio.
La contemplación pura de un objeto excluye su utilidad también. Largamente, he estado mirando el casco de una cebolla tal como había caído al suelo de la cocina; su color de azafrán desvaído, sus venas sutilísimas, esa delicada transparencia que deja pensar en una lencería que ilumina íntimamente el cuerpo que hay detrás… La mirada inocente ha de saber aislar de todo al cuerpo que mira (y más que nada, de su valor práctico; de su rentabilidad o su incapacidad: su servicio)
En los interiores, unos objetos son más inquietantes que otros. No es su forma ni su brillo ni su función. Tal vez se trata de la posición que ocupan en la casa. Hay que buscar con ahínco la inocencia del ojo, su falta de concurso en las valoraciones: la desnudez del ver será la tranquilidad del nombrar.
El capricho de los envoltorios (envoltorio: qué palabra tan cómica) que protegen las cosas: la puntilla estremecida que rodea las magdalenas, el cartón fofo del estucho de los huevos, el amparo de una red rojiza para las naranjas, la lata clueca donde el polvo del pimentón se duerme… Todo higiénicamente lejano (y cada vez más) del tacto nuestro. Al menos, no consideramos estas barreras como obstáculos, sino por ellas mismas: formas dignas aún cuando su utilidad se agota.
Si me asomo a los jarabes o a las ampollas que no acabó de tomar, ahí está también su rostro.
La caĂda delicada de los pĂŠndulos. El tiempo y su escasez de advertencias.
Nada de despedidas. Nada de miradas atrás. Nada de marcas que confirmen que todos los adioses del mundo se han empozado hoy aquí, donde los recue4dos ya empiezan a ser brasas cada vez más atacadas por el olvido. Adiós, Y que nada me conteste.
Nunca me ha importado demasiado fregar porque es otra manera de estar de espaldas al mundo. Y luego esa dignidad de los residuos en los platos y los vasos, sujetos al fondo del cristal o la loza adonde no lleg贸 la sed ni el hambre.
Regreso a ese cuaderno, a sus plazos inciertos, como a un mantel donde hubiese de posar el menaje de las palabras ordenadas silenciosamente como cubiertos frĂos, a la espera de las viandas.
En la cocina, la mayor frialdad se la llevan esos instrumentos de cirugĂa, llenos de muelles y espirales inquietantes: cascanueces, sacacorchos, abrelatas de colmillo afilado, cuchillas para raspar zanahorias, pinzas. Menaje agresivo del que nada quiere saber el amoroso seno de un mortero, que acoge en su plazuela oscura y femenina cuanto la mano tira.
Cartas desechadas sin abrir, leche atrasada, tabaco mojado… Quedarse a veces, sí, en el no ser de las cosas. En su inactualidad, ahora que llega el tiempo odioso de aplicarse a reciclarlo todo. No, no sólo importa el uso grosero de las cosas, sino también esa infertilidad nonata que deja las significaciones del lado de las formas, y las funciones enroscadas en su virtualidad: identidad entre ser y estar no entre ser y hacer.
Llega el aroma de un conocimiento a todo el aire de la casa y lo marca de una dulce pegajosidad. Los cristales de todas las ventanas se empolvan de ese aliento que de pronto lo encamina todo a la infancia. Por la casa entera sigue flotando errante la nube que de la olla surte. Y ese presente que dan los signos y las marcas no est谩 tan lejos de la densa sensaci贸n de recordar, cuando ya todo haya sucedido. Un hilo tenue trama la secuencia entre lo inminente y lo que ya se fue. En medio, la irrealidad de lo que aparece pero no colma.
Una araña volcada sobre el techo de un cuarto. Manzanas en la cocina. Se hace de noche a las nueve y diez. Apenas hay vencejos. En los escaparates de las tiendas de ropa, los colores son otros –como si los maniquíes estuviesen de pronto entristecidos-. Hay quien habla de llover, en una conversación cogida al vuelo. Marcas de otoño.
Ante mi –desde hace unas semanas- una pinza. El mecanismo amargo y ensimismado de una pinza. Esa voracidad latente en su forma, en esa escueta manera de aguardar a morder los alambres de los tendederos. Qué agresión la de esa alianza –madera hendida y color polar del hierro que la atenaza- cuando se abren sus fauces y un dolor desdentado se clava en los paños, en los rictus mojados de las sábanas. Ahora está aquí, recogida su violencia doméstica; extraña y firme en su insolencia, tendida en su madera toda una manera de apresar. La pinza.
Una mañana, frente al espejo, se mira uno la cabeza y ve que el pelo ya ha crecido demasiado. Pero el día anterior uno no lo percibió; ni dos días antes, ni tres… Me da miedo pensar en escuchar el ruido del cabello cuando crece.
Ese olor a lo frágil que segregan los niños ha llegado a esta casa. Es rubio y con los ojos claros, y aún no le afectan las edades ni los compromisos; y tiene, sosteniendo a la sonrisa, el delicioso resumen de estar vivo. Su alegría me obliga a envejecer dulcemente en la tarde.
Tras los acontecimientos graves, uno repara en objetos que antes eran invisibles. Es cuando la mirada –mejor el mirar- se adensa, se vuelve inocente y empieza una convalecencia intransferible. Dejan de ser las cosas entonces sólo sus nombres para hacerse presentes de otra manera, más allá de su mención desinflada, inerte.
En la mesa donde escribo, un niño ha dejado un lápiz afilado por los dos cabos. Las minas de grafito asoman desnudas y aparentemente sin fuerzas para nombrar. Escritura del bien; escritura del mal. Objeto jano con dos lenguas opuestas: una de fuego, otra de crema. ¿Por cuál de las dos puntas saldrán las palabras veraces?
Desde hace varias semanas, un caballo pasta en los solares que lindan con la casa. Por las noches me despierta su cascabel luminoso, cuyo compás bisílabo deja imaginar los andares cabeceantes del animal en la oscuridad, su inmensa sombra chinesca resplandeciendo en la tapia y en las fachadas opulentas de la carretera cuando lo encañona el haz de los faros amarillos de los camiones nocturnos. La sombra de un caballo insomne en el golfo sombrío de la noche de invierno.
Tras tanto tiempo encerrado, me apetecería estar ya en otro lugar, en tal otro escenario. Pero estar ya: no ir, porque los trayectos desdoran las situaciones que uno desea. De pronto una calle, una plaza, un transeúnte se convierten en obstáculos insalvables. Los trayectos sólo son hermosos cuando no sabíamos que algo nos aguardaba tras ellos (por lo mismo, las vísperas de la dicha se tornan hermosas en el recuerdo). No, no voy a moverme de casa.
Los tempranos gorriones de la deshora, los perros sedientos, lo colegiales insubordinados y el temblor del cielo duplicado en esas aguas inesperadas nos revelan de pronto para quĂŠ sirven los charcos.
Se hace de noche a las seis y veinte. Decae el cielo hacia lo negro y brilla Capella, alfa de Auriga, en el firmamento helado y serio. Paz, paz, paz, paz.