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NO ESTÁS PREPARADO Illidan Stormrage es uno de los seres más poderosos de la historia de Azeroth. También es uno de los más incomprendidos. Más allá de su leyenda y de su enigmática misión, se oculta una mente brillante, cuyas maquinaciones pocos comprenden, y en las que casi nadie confía. El ecuánime reinado de justicia y venganza de Illidan acaba de comenzar, y elevará las impresionantes aventuras, intriga y heroísmo de World of Warcraft, el videojuego más popular de todos los tiempos, a un nuevo nivel. Hace mucho tiempo, el hechicero elfo de la noche Illidan se infiltró en la demoníaca Legión Ardiente para evitar que esta invadiera Azeroth. Pero en lugar de considerarlo un héroe, su propia raza lo tildó de traidor y cuestionó sus intenciones al ayudar aparentemente a los señores demoníacos. Durante diez mil años, languideció en su cautiverio, vilipendiado, aislado, pero sin olvidar jamás su misión. Ahora que la Legión ha regresado, solo existe un campeón realmente capaz de enfrentarse a ella. Liberado de sus ataduras, Illidan se prepara para el enfrentamiento final en el reino de Outland, para lo que reúne a un ejército de grotescos orcos viles, serpentinos nagas, astutos elfos de sangre y retorcidos cazadores de demonios. Solo él sabe qué profundos y ocultos motivos guían su mano; solo él comprende el precio que debe pagarse para derrotar a los enemigos de la creación. Pero, como ya ocurriera en el pasado, sufrirá los ataques de aquellos que ven en sus maquinaciones la cínica búsqueda del poder, como los de la elfa de la noche Maiev Shadowsong, su antigua carcelera. Shadowsong y sus Celadores perseguirán al Traidor hasta Outland para exigir que pague por sus crímenes, y no descansarán hasta que Illidan acabe bajo su custodia... o bajo tierra.
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William King
Illidan
Traducciรณn y Ediciรณn:
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Para mi hijo Dan. Que me ha acompaĂąado En el viaje de ida y vuelta.
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PRELUDIO SEIS AÑOS ANTES DE LA CAÍDA
L
a antigua oscuridad que lo rodeaba no le impedía ver, pues carecía de ojos.
En su día, había sido un hechicero, uno muy poderoso. Gracias a su visión espectral, podía percibir cada centímetro de su celda con más claridad de la que jamás habría podido tener con unos globos oculares. No obstante, habría podido moverse por esa prisión incluso sin ella, pues conocía cada una de las losas del suelo y cada uno de los encantamientos que lo retenían. Los percibía mediante la vista y el tacto. Sabía de qué manera reverberarían sus pisadas con cada uno de los nueve pasos que tardaba en recorrer la cámara. Notaba el fluir de la magia a su alrededor. Y toda aquella acumulación de hechizos y encantamientos de inmenso poder perseguían un único objetivo: asegurarse de que permaneciera enterrado allí, olvidado, sin perdón. Quienes lo habían encarcelado pretendían que aquel lugar se convirtiera en su tumba, pero con el paso de los milenios, se habían olvidado de él. Deberían haberlo matado, pues hubieran demostrado más clemencia. Sin embargo, consideraron más piadoso dejarlo vivir. De ese modo, sus captores (entre los que se encontraban su hermano, Malfurion Stormrage, y Tyrande Whisperwind, la mujer que amaba) tenían la conciencia más tranquila. Habían transcurrido largos siglos en los que no había oído la voz de ningún otro ser vivo. Tan solo sus carceleras, los Celadores, a los que había terminado odiando, hablaban con él de vez en cuando. Sobre todo, había llegado a aborrecer a su líder, la 6
celadora Maiev Shadowsong, quien le visitaba más que nadie, pues temía que pudiera escapar, a pesar de todas las precauciones que habían tomado sus captores. En su día, ella quiso verlo muerto. Sin embargo, ahora su misión en la vida consistía en asegurarse de que permaneciese encerrado, cuando ya nadie se acordaba de él. ¿Qué ha sido eso? ¿Un leve temblor en el círculo de los hechizos de vinculación? Pero eso era imposible. No había escapatoria posible de aquel lugar; ni siquiera la muerte. Los hechizos le sanaban cualquier herida que pudiera infligirse. La magia lo mantenía con vida sin necesidad de agua ni de alimento. Aquellas ataduras habían sido confeccionadas por maestros, que las habían apretado y entrelazado de tal forma que tan solo aquellos que lo habían enterrado vivo serían capaces de deshacerlas. Y eso es algo que nunca harían. Lo temían demasiado como para soltarlo. Y tenían razones de sobra para pensar así. Llevaba siglos meditando en lo que haría con los que lo habían encarcelado. Tiempo era lo único que tenía. La inmensa duración de su cautiverio eclipsaba por completo los años en que había disfrutado de libertad. Si no hubiera sido quien era, se habría vuelto loco. Aunque tal vez sí había enloquecido. ¿Cuántos miles de años llevaba ya encerrado? Había perdido la cuenta. Y eso era lo peor: los milenios vividos en esa oscuridad, atrapado en esa jaula, incapaz de dar más de nueve pasos en cualquier dirección. Él que antaño había cazado demonios por las impenetrables tierras salvajes de Azeroth se encontraba confinado en un lugar en el que él no habría abandonado ni a una bestia. Lo habían sentenciado a sufrir ese castigo cuando lo único que había hecho era intentar derrotar a un enemigo común. Se había infiltrado en la Legión Ardiente, en las filas del enemigo jurado de su pueblo..., no, más bien de su mundo. Había intentado reparar el daño que esos invasores demoníacos habían causado. ¿Y acaso le habían recompensado por ello? ¡No! Lo habían enterrado vivo. Su pueblo había dado por sentado que era un traidor, un conspirador. En su día, lo habían considerado un héroe, pero ahora nadie pensaba así. Si alguien lo recordaba de algún modo, era para proferir su nombre como una maldición. ¿Acaso lo que escucho es el entrechocar de unas armas?
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Apartó el pensamiento de su mente. Se negaba a que la esperanza anidara en su corazón. No había nadie ahí fuera que quisiera liberarlo. Su familia y sus amigos le dieron la espalda cuando intentó crear de nuevo el Pozo de la Eternidad, la antigua fuente de magia de los elfos de la noche, en el Monte Hyjal. Los únicos que podrían querer que escapase eran los demonios. Pero sus carceleros optarían por matarlo antes de permitir su huida. Y mientras los resguardos permanecieran activos, él no podría detenerlos. Pero volvió a sentirlo: otra turbación en el flujo de la magia que lo rodeaba. El entramado de poderosos hechizos que lo había retenido todo este tiempo se estaba debilitando. Alzó las manos a la altura de su rostro, arqueó los dedos y extendió los brazos para extraer energía de la magia. Por primera vez en milenios, hubo una reacción, un flujo tan tenue de magia que dudó si se lo estaría imaginado. Invocó a sus hojas gemelas, las Gujas de guerra de Azzinoth, que se exhibían triunfalmente en uno expositor de armas situado justo al lado de su celda, a modo de provocación; y en esta ocasión, el vínculo que unía su alma con esas gujas logró que las poderosas armas se materializaran en sus manos. El poder fluía a través de ellas e iluminaba las runas de sus hojas. Se le aceleró el pulso. Notó que se le resecaba la boca. Después de todo, cabía la posibilidad de volver a ser libre. Aferró con fuerza las gujas de guerra con las que en otro tiempo mató demonios y ahora mataría a elfos. La idea no lo perturbó como lo hubiera hecho antaño, sino que incluso le agradó. Una vez más, sus grilletes mágicos centellearon. El fragor del combate se oía más cerca. Algunos de los hechizos que lo retenían se disiparon; tal vez a causa de la corrupción de la sangre derramada o de los conjuros que percibía que se estaban utilizando en la batalla. La energía lo inundaba mientras sus ataduras flaqueaban. El corazón se le salía del pecho. Se estremeció. Se sintió capaz de exhalar fuego. Tras un periodo tan largo de abstinencia, la avalancha de poder le resultaba abrumadora. Notó una presencia al otro lado de la puerta de su celda y se preparó para atacar. Entonces, oyó hablar a alguien, a quien menos esperaba escuchar. —Illidan, ¿eres tú? —preguntó Tyrande Whisperwind. Todos sus sueños de venganza, todos sus planes de revancha se desvanecieron, como si no hubiera sufrido largos años de cautiverio. Estaba desconcertado ante sus sentimientos, puesto que se creía lo bastante curtido como para que nada ni nadie, sobre todo ella, pudiera afectarle de esa manera. 8
Tras haber pasado décadas sin hablar, le costó contestar: —Tyrande..., ¡eres tú! Después de tanto tiempo sumido en la oscuridad, tu voz es como la luz pura de la luna en mi mente. Se maldijo por ser tan débil. Esas no eran las palabras que imaginó que diría cuando soñaba con su huida y su liberación. Aun así, brotaron libremente de sus labios, mientras las llamas de la esperanza se avivaban en su corazón. Tal vez había comprendido que lo que hizo fue un error. Era posible que viniera a liberarlo, a perdonarlo. —La Legión ha regresado, Illidan. Tu pueblo te necesita una vez más. El elfo agarró con más fuerza sus armas. —¿Que mi pueblo me necesita? ¡Mi pueblo me dejó aquí para que me pudriera! La ira le apretó la garganta e impidió que pronunciara más palabras. Los demonios habían regresado, como él siempre supo que sucedería, y su pueblo solicitaba su ayuda. El fuego de la ira lo atravesó y dejó a su paso un gran vacío que se fue colmando con un creciente poder. Sin lugar a dudas, los sortilegios que lo mantenían encerrado se estaban debilitando. Con sus actos y por voluntad propia, Tyrande había contribuido a deshacerlos. Concentró toda su furia y su frustración acumulada en un único hechizo muy poderoso que desharía los demás. Por un momento, las debilitadas cadenas mágicas resistieron, pero solo por un momento. Las riadas de energía erosionaron las barreras que lo rodeaban. Lentamente al principio, pero cada vez más rápido, los hechizos que lo aprisionaban se desmoronaron. Echó abajo los barrotes de su celda e hizo añicos la roca. Tyrande permaneció ahí, tan hermosa como siempre, mirando fijamente a Illidan. El paso de los años no la había afectado. Seguía siendo esbelta, de piel pálida, casi violeta, y cabello azul. Grácil como una bailarina del templo y encantadora como la luna sobre Nordrassil. Hedía a sangre y a magia desatada. Debió de percatarse de su ira, pues apartó la mirada y era incapaz de mirarlo a los ojos. Eso fue lo que más le dolió: verla encogerse ante él después de todos los años que habían pasado desde su último encuentro.
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—Porque hubo un tiempo en que me importaste, daré caza a esos demonios y derrotaré a la Legión, Tyrande. —Lanzó un rugido que dejó al descubierto sus dientes—. ¡Pero nunca deberé nada a nuestro pueblo! En esta ocasión lo miró a los ojos. Diversas emociones se reflejaron en su rostro: esperanza, miedo. ¿Acaso era piedad o arrepentimiento? No estaba seguro; no obstante, se maldijo por dar tanta importancia a lo que ella pensara. ¡Lo que ella sintiera no significaba nada para él! ¡Nada! Tyrande le dijo: —¡Entonces, volvamos deprisa a la superficie! A cada segundo la corrupción que propagan los demonios se extiende más y más. Y eso fue todo. Tras haber pasado tantos milenios cautivo, tanto tiempo malgastado, eso era lo único que tenía que decirle. Ni una disculpa. Ni rastro de remordimiento. La misma que había ayudado a confeccionar los hechizos que lo habían mantenido encerrado en ese lugar espantoso necesitaba ahora su ayuda. Y lo peor de todo es que se la concedería.
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Fuera de la celda, los cadáveres yacían desperdigados. Estaba claro que se había librado una gran batalla en ese lugar y que Tyrande había tenido que abrirse camino violentamente hasta él para liberarlo. Debía de estar realmente desesperada para llevar a cabo algo así. Al contemplar el cadáver descomunal del vigilante de la arboleda, comprendió que si la Legión Ardiente había regresado, había motivos de sobra para la desesperación. La Legión destruía mundos del mismo modo que los ejércitos destruían ciudades. —¿Lo has matado tú? —preguntó Illidan, mientras señalaba el cadáver de Califax. —Sí —contestó Tyrande—. El vigilante de la arboleda no quería liberarte. Illidan se rio.
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—Maiev se enfurecerá. Era uno de sus favoritos. Tyrande se sonrojó. —Eso no tiene nada de gracioso —replicó. —He tenido muy pocas razones para reírme en los miles de años que he pasado encerrado. Perdóname si mi sentido del humor te resulta un tanto retorcido. —Diez mil —apostilló la elfa. —¿Qué? —Has estado encerrado más de diez mil años. A Illidan se le borró la sonrisa de la cara. El peso de esas palabras lo aplastó como si se tratara del peso de la tierra que se encontraba encima de ellos. —Tanto tiempo —susurró con voz muy tenue. Acto seguido, contempló la antigua cámara que había sido su prisión y escrutó el entramado de hechizos que lo habían mantenido preso. Entonces, aceleró el paso con la intención de abandonar ese lugar para siempre—. ¿Cuál es la verdadera razón por la que me has liberado? — inquirió, pues aún albergaba la esperanza de que ella mostrará un mínimo remordimiento por lo que le había hecho. —Como ya te he dicho, la Legión Ardiente ha regresado, y nadie sabe más sobre ella que tú, nadie ha asesinado a más demonios. —Entonces, ¿no temes que los traicione? Recuerda que me llaman el Traidor. —Fuiste un traidor, pero al final escogiste el bando correcto. Illidan señaló todo cuanto lo rodeaba con su mano cubierta de tatuajes. —Y mira cómo acabé. —Podrías haber muerto, como muchos de los nuestros. —Los nuestros. Sigues insistiendo en hablar de nuestro pueblo, cuando eso no es así. Son tu pueblo, pero no el mío. —¿Tanto nos odias? 11
—Sí —respondió, con una mueca de desdén—. Pero, por suerte para ustedes, odio aún más a los demonios. Tyrande asintió como si este acabara de confirmar algo que ella quería escuchar. Una sospecha cobró forma en la mente del elfo: no lo habían encerrado por una cuestión de piedad hipócrita, sino porque ella sabía que algún día volverían a necesitarlo. Lo habían tenido ahí encerrado, como un arma guardada en una armería. Por delante de él, percibió a una presencia de inmenso poder que le resultaba muy familiar, era su hermano. Debía haberse imaginado que allá donde fuera Tyrande, Malfurion, su amante, andaría cerca, Illidan se tensó por entero y se preparó para batallar. La elfa también lo percibió. Corrió hacia delante y, entonces, se detuvo, pues se hallaba ante la imponente figura del archidruida Malfurion Stormrage. El hermano de Illidan era un ser descomunal. Unos cuernos le sobresalían de la cabeza, y la consternación se había adueñado de su apuesto rostro al ver libre a Illidan. No cabía duda de que el archidruida no había venido a ayudar a Tyrande. Cuatro druidas de la Zarpa flanqueaban a Malfurion; todos ellos habían adoptado forma de oso. Flexionaron las zarpas y gruñeron a Illidan. Los habían enviado a ese lugar para impedir que escapara y todavía parecían decididos a evitar su fuga. Tyrande exclamó: —¡Malfurion! Illidan hizo todo lo posible por mantener su ira bajo control. Ahí estaba su hermano, el que lo había condenado. Cuando fue capaz de articular palabra, habló con amargura: —Ha pasado toda una eternidad, hermano. ¡Una eternidad sumido en la oscuridad! Malfurion lo miró a los ojos con serenidad. — ¡Illidan! Fuiste condenado a pagar por tus pecados, nada más. La hipocresía que encerraban esas palabras era pasmosa. ¿Qué clase de hermano era capaz de condenar a la sangre de su sangre a pasar enterrado diez mil años?
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—¿Y quién eras tú para juzgarme? ¡Espero que recuerdes que luchamos contra los demonios codo con codo! La tensión reinaba en el ambiente. En ese momento, ambos estaban dispuestos a luchar, a matar. Entonces, Tyrande exclamó: —¡Ya basta, los dos! Lo hecho, hecho está. A renglón seguido, centró toda su atención en Malfurion. —¡Mi amor, con ayuda de Illidan, obligaremos una vez más a retroceder a los demonios y salvaremos lo que queda de nuestra amada tierra! Malfurion negó con la cabeza. —¿Te has planteado siquiera el precio que habrá que pagar por esto, Tyrande? La ayuda de este traidor tal vez nos condene a todos antes de que llegue el fin. No quiero tener nada que ver con todo esto. Illidan adoptó un semblante imperturbable; un talento que dominaba a la perfección. Resultaba obvio que su propio hermano seguía considerándolo un monstruo, un títere de la Legión. Pero le iba a demostrar que estaba muy equivocado. Les iba a demostrar a todos que esos demonios no tenían ningún poder sobre él. —Escúdate en tu cobardía e indecisión, si quieres, hermano, pero hazlo en otro sitio —le espetó Illidan—. Tengo mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo. Illidan soltó una descarga de energía gracias al poder que había estado recuperando de un modo constante y con ella lanzó a los que lo rodeaban contra los muros de piedra. Dejó atrás a esos seres aturdidos y salió de su prisión, siendo consciente de que, antes de que terminara esta guerra, volverían a llamarlo Traidor, y con razón. Nunca volverían a encerrarlo en una prisión.
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CAPÍTULO UNO CUATRO AÑOS ANTES DE LA CAÍDA
U
nos
meteoros verdes rasgaron las oscuras nubes
que cubrían
perpetuamente el cielo del Valle Sombraluna. La tierra se estremeció cuando las demoníacas máquinas de asedio ornamentadas de un modo monstruoso de las murallas del Templo Oscuro lanzaron una lluvia de muerte sobre las fuerzas de los elfos de sangre del príncipe Kael’thas Sunstrider, cubriendo la tierra roja de Outland de cadáveres. A pesar de las bajas, los elfos siguieron avanzando, decididos a tomar la ciudadela de Magtheridon, Señor de Outland, el gobernador de la Legión Ardiente en ese mundo destrozado. Illidan se detuvo un momento y estudió el Templo Oscuro. Para unos ojos inexpertos, las defensas podrían parecer inconmensurablemente fuertes, pero él vio sus carencias. Había muy pocos centinelas para vigilar toda la extensión de las enormes murallas; además, los hechizos de protección comenzaban a disiparse y los soportes metálicos de las puertas estaban cubiertos de óxido y moho. Los defensores reaccionaron con cierta lentitud, como si les costase creer que los asaltase un ejército tan inferior en número. Tal vez estuvieran esperando a que unos aliados demoníacos los relevaran. Si era así, se llevarían una decepción. Illidan y sus compañeros se habían pasado todo ese largo y caluroso día en Outland sellando las puertas por las que se invocaba a los demonios. No iban a recibir ninguna ayuda por esa vía. Illidan dirigió su mirada hacia el príncipe Kael’thas.
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—Magtheridon se ha hecho más y más fuerte con el paso de los años, pero ha tenido muy pocos enemigos de verdad a los que enfrentarse, por lo cual se ha vuelto decadente y complaciente. Ese perro ladrador, pero poco mordedor, no puede rivalizar con nuestro ingenio o nuestra fuerza de voluntad. El alto y rubio príncipe elfo de sangre alzó la vista hacia él. El feroz júbilo del combate brillaba en sus ojos. —Esta batalla va a ser gloriosa, maestro. Aunque las fuerzas de Magtheridon superan ampliamente en número a las nuestras, tus soldados están dispuestos a luchar hasta el fin. Illidan esperaba que eso no fuera necesario. Tenía que tomar el Templo Oscuro y dominar Outland rápidamente si quería hallarse a salvo de la venganza del señor demoníaco Kil’jaeden. Kil’jaeden le había encomendado una tarea a Illidan después de que este se sumara de nuevo a la Legión Ardiente: destruir el Trono Helado y, de este modo, eliminar a un sirviente que se había rebelado; pero él no había completado dicha misión. El Falsario no recompensaba el fracaso. Illidan confiaba en que el bloqueo de los portales demoníacos evitaría que Kil’jaeden diera con él. Si se hacía con esta fortaleza, tendría una sólida base de operaciones desde la que poder mantener los portales cerrados. Un hechicero elfo alzó una mano y lanzó un rayo de energía Arcana hacia las murallas. Las defensas, por muy deterioradas que estuvieran, bastaron para evitar que el ataque alcanzase la máquina de asedio. Una bola de fuego trazó un arco descendente hacia el mago, perforando la tierra de color rojo sangre mientras los defensores apuntaban para su próximo disparo. Una compañía de soldados de Kael’thas pasó corriendo de camino al refugio que les brindaban las murallas. Illidan apretó los puños al percibir a los demonios que se hallaban dentro del templo. Allí, en el extraño mundo de Outland, sentía la tentación de emplear la magia demoníaca aún con más intensidad de lo habitual; sobre todo, después de haber consumido el poder de la Calavera de Gul’dan. La malévola energía que emanaba de esa reliquia lo había transformado, había modificado tanto su aspecto físico como la profundidad de su poder; pero también lo había desequilibrado durante meses. Flexionó las alas demoníacas que había obtenido recientemente, lo cual suscitó que el príncipe Kael’thas lo mirara con cierta preocupación. Illidan respiró hondo e hizo todo lo posible por mantener la calma. 15
Un largo y extraño camino le había llevado hasta ese lugar. Desde que Tyrande lo liberó, había sido testigo de la caída de la Legión Ardiente en Azeroth, su mundo natal; había hecho un pacto con un señor demoníaco, y había huido a Outland para escapar de sus enemigos, tanto elfos de la noche como demonios. Su antigua némesis, Maiev, lo había vuelto a capturar, pero había recobrado la libertad gracias a sus aliados: el joven príncipe Kael’thas, cuyo apoyo se había granjeado prometiéndole ayudar a los elfos de sangre a superar su adicción a la magia, y lady Vashj, una líder de los nagas. Ahora se hallaba planeando el modo de derrocar al señor del foso que gobernaba ese mundo destrozado en nombre de la Legión Ardiente. Kael’thas lo miró fijamente, a la espera de una respuesta que fuera consecuente con el pacto que habían sellado. Illidan dijo: —Me agrada el fervor de tu pueblo, joven Kael. Estas duras tierras salvajes han marcado su espíritu y pulido sus poderes. Quizá baste con su coraje para... —Lord Illidan, unos recién llegados vienen a saludarte —le interrumpió lady Vashj, que se acercó reptando hasta aparecer ante él. Grandes fibras de músculo se tensaban y destensaban cuando se movía, lo que provocaba que los anillos de la parte inferior de su cuerpo se retorcieran. Su rostro, extrañamente hermoso y semejante al de una elfa de la noche, contrastaba radicalmente con la monstruosidad de su cuerpo serpentino. Illidan se volvió para mirar en la dirección que le estaba señalando y divisó un conjunto de figuras monstruosas que avanzaban pesadamente. El elfo de la noche los reconoció al instante. Eran Tábidos, unos seres corruptos e involucionados que antaño formaron parte de la raza draenei, la cual había habitado en Draenor antes de que esas tierras acabaran destrozadas y se transformaran en Outland. Ellos también formaban parte de la coalición de Illidan, a la que se habían sumado con la promesa de prestar ayuda para combatir a su enemigo común: Magtheridon. Los Tábidos eran unos monstruos descomunales y desgarbados que portaban armas primitivas en sus enormes manos. Gracias a sus sentidos místicos, Illidan detectó que había muchos más cerca y que una magia poderosa los ocultaba de aquellos que carecían de visión espectral. Uno de los Tábidos, aún más colosal y deforme que el resto, se acercó dando muestras de cojera en una de sus pezuñas.
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—Llevamos generaciones enfrentándonos a los orcos y a sus maestros demoníacos —afirmó la criatura. Su voz era ronca y parecía que hablar le resultaba doloroso—. Ahora, por fin, acabaremos con su maldición para siempre. Estamos a tus órdenes, lord Illidan. Se trataba de Akama, el líder de los Tábidos, y no era una visión precisamente reconfortante. De la mandíbula inferior le brotaban colmillos y en la mitad inferior de su rostro se agitaban varios tentáculos. —Han llegado justo a tiempo —afirmó Illidan—. Esas máquinas de las murallas deben ser silenciadas y la puerta debe ser abierta. Akama asintió e hizo una señal. Los casi invisibles Tábidos avanzaron en tropel a través del campo abierto y treparon por las murallas del Templo Oscuro. Un pequeño destacamento de elfos de sangre y nagas se habían refugiado junto a las tremendas fortificaciones, bajo los arcos que trazaban los proyectiles de las máquinas de asedio demoníacas. Illidan, Kael’thas y lady Vashj fueron a sumarse a ellos, junto a Akama y sus escoltas. Una vez más, el exceso de confianza de aquel al que llamaban el Señor de Outland se hizo evidente. Una fortaleza con defensas adecuadas habría contado con cubas de aceite hirviendo o de fuego alquímico listas para arrojarlas sobre los atacantes. Los defensores no hicieron nada. Los minutos avanzaron lentamente. A tan poca distancia de las murallas, Illidan era capaz de oír el zumbido de los generadores mágicos que suministraban energía a las demoníacas máquinas de asedio. De repente, el fragor del combate brotó del interior de las murallas y las grandes puertas del Templo Oscuro se abrieron de par en par. Akama y sus escoltas corrieron a sumarse a la refriega. Las explosiones retumbaron cuando los Tábidos destruyeron los generadores, entonces, las máquinas de asedio de las murallas se silenciaron. La parte principal del destacamento naga y elfo de sangre avanzó hacia la puerta una vez más. Akama regresó, con su espantoso rostro jubiloso. Había esperado a que llegara ese día durante mucho tiempo. Illidan sonrió y dijo: —Tal y como prometí, tu gente podrá disfrutar de su venganza, Akama. Al acabar esta noche, todos estaremos embriagados con el néctar de la revancha. Vashj, Kael, den la orden final de atacar. ¡La hora de la ira ha llegado!
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A través de esas puertas abiertas, Illidan pudo ver un vasto patio repleto de pilas muy altas de huesos. Orcos viles de piel roja iban de aquí para allá en medio de la confusión, mientras sus líderes bramaban órdenes e intentaban que sus tropas asumieran un cierto orden para poder repeler a los invasores. Dentro del Templo Oscuro, había probablemente unos diez orcos viles por cada soldado de Illidan. Todos ellos se habían transformado mediante una magia nauseabunda en algo mucho más fuerte y fiero que un orco normal; sin embargo, eso no sirvió de nada en esos instantes. Las fuerzas de Illidan irrumpieron en el patio y atravesaron las desorganizadas filas enemigas con la misma facilidad con la que sus filos rebanaban carne orea. Illidan le clavó las garras a un orco vil en el pecho. Al cerrar la mano, le aplastó los huesos y abrió una cavidad por la que le arrancó el corazón. El orco vil rugió y se abalanzó sobre él; mientras moría, la criatura hendió al aire con sus mordiscos al intentar desgarrarle al elfo de la noche la garganta. Illidan alzó el cadáver por encima de su cabeza y lo lanzó contra un pelotón de defensores de piel roja que se acercaban corriendo. El impacto los derribó y los desperdigó por el suelo. El elfo de la noche se colocó de un salto entre ellos, al mismo tiempo que desenvainaba sus gujas de guerra. Blandió sus armas a diestro y siniestro, con una fuerza irresistible. Sus enemigos cayeron, decapitados, amputados, mutilados. Acabó cubierto de sangre, que se relamió de los labios, mientras seguía avanzando y abriendo tajos y heridas por doquier. A su alrededor, los moribundos gritaban. La magia atronaba mientras el príncipe Kael’thas y lady Vashj lanzaban sus conjuros. Aunque Illidan se sintió tentado a hacer lo mismo, quería guardar fuerzas para la batalla final con Magtheridon. Una parte de él gozaba con el entrechocar de las armas. No había nada como derramar la sangre del enemigo con las propias manos. En lo más hondo de su ser, la parte demoníaca de su naturaleza que mantenía bajo control disfrutaba de esa carnicería y se alimentaba de ella. A pesar de que los orcos viles lucharon bien, no eran rivales para Illidan y sus camaradas. Los nagas eran mucho más grandes y potentes físicamente. Envolvían a sus enemigos con sus anillos serpentinos y los aplastaban hasta arrebatarles la vida. Los elfos de sangre eran unos maestros en el arte de la hechicería y la espada. Tal vez no fueran tan fuertes como los orcos viles, pero eran más rápidos y ágiles; 18
además, eran tan leales que estaban dispuestos a defender a su príncipe aun a riesgo de perder la vida. Los Tábidos luchaban con la determinación de un pueblo decidido a liberar su tierra natal del yugo de los demonios. Los aullidos de los orcos viles moribundos se elevaban hacia el cielo a modo de protesta mientras caían ante las hojas hambrientas de sus enemigos. En cuestión de minutos, el patio quedó despejado; los orcos viles, derrotados, y el camino hacia la ciudadela interior del Templo Oscuro y hacia los aposentos de Magtheridon, despejado. —La victoria es nuestra —dijo Akama—. El Templo de Karabor volverá a estar en manos de mi pueblo una vez más. —Sí, el templo será devuelto a tu pueblo —apostilló Illidan, que envainó sus gujas de guerra—. En breve. Era cierto. Tenía toda la intención de devolverle el Templo Oscuro a los Tábidos. En cuanto hubiera alcanzado sus objetivos. Akama lo miró con ojos llorosos. Entrelazó sus dedos rechonchos y asintió con la cabeza; tenía la necesidad de creer grabada a fuego en su rostro. El Templo de Karabor había sido el lugar más sagrado de su pueblo antes de que Magtheridon lo profanara y lo transformara en el Templo Oscuro. Illidan percibió que tenía una gran importancia para el Tábido a nivel personal. Sería una buena baja que jugar para forzarlo a bailar al son que él quisiera, si llegaba la ocasión. No importaba lo que Akama deseara, ya que las metas de Illidan estaban muy por encima de los deseos de cualquier Tábido. Llevaba demasiado tiempo planeado todo esto como para que los escrúpulos se interpusieran en su camino. —Cuando venzamos al señor del foso, la mayoría de sus tenientes orcos viles nos apoyarán —aseveró Illidan—. Siguen a los más fuertes y, para entonces, les habremos demostrado que se equivocaron al depositar su fe en Magtheridon. Los demonios invocados que permanezcan en el interior del templo me jurarán lealtad; si no, sufrirán una muerte definitiva. Vashj asintió. —Si se le corta la cabeza, el resto del cuerpo caerá —señaló. —¿Vas a matar a Magtheridon, milord? —preguntó Akama. Illidan se permitió el lujo de esbozar una sonrisa cruel.
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—Haremos algo mucho peor —contestó. —¿Y qué será lo que hagamos? —replicó Akama. El Tábido hablaba lentamente. Illidan percibió la duda en su tono de voz. Estaba claro que Akama no estaba del todo de acuerdo con lo que estaban haciendo. —Tendrás que esperar, pero ya lo verás —respondió Illidan. —Como desees, milord —contestó Akama—. Así será. —Entonces, centrémonos en la tarea que nos ocupa —dijo Illidan—. Tenemos un mundo que conquistar.
***
La puerta que llevaba a la sala del trono estaba abierta. El hedor a demonio invadió las fosas nasales de Illidan. Las llamas ardían alrededor del trono de huesos de Magtheridon. El señor del foso era cinco veces más alto que un elfo de sangre; esa criatura similar a un centauro con dos brazos y una parte inferior cuadrúpeda era tan colosal como un dragón. Las piernas de Magtheridon eran como las columnas que sostienen el techo de un templo antiguo; esto hacía que tuviera el vientre a tal altura que un elfo podría pasar por debajo de él, entre sus piernas, sin tener que agacharse. En una de sus descomunales manos, sostenía una guja tan larga como el mástil de un barco capaz de navegar por el océano y tan pesada como un ariete. Lo flanqueaban dos gigantescos guardias apocalípticos, provistos de unas alas de murciélago, que eran casi tan altos como su amo, así como un destacamento de demonios menores. Illidan percibió su poder y su hostilidad. El señor del foso posó su ardiente mirada sobre Illidan. Entonces, habló con una voz grave y gutural: —No sé quién eres, desconocido, pero sí sé que posees un poder muy vasto. ¿Acaso eres un agente de la Legión? ¿Te envían para ponerme a prueba? Illidan se rio.
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—He venido a reemplazarte. Eres una reliquia, Magtheridon, un fantasma de una época pasada. El futuro me pertenece. Desde este mismo momento, Outland y todos sus moradores me rendirán pleitesía. El señor del foso avanzó pesadamente y alzó su guja gigantesca. La tierra temblaba a cada paso que daba. —Te voy a aplastar como el insecto que eres. Me daré un festín con tu carne reducida a pulpa y, de paso, te devoraré el alma. Hablaba con una gran arrogancia y una tremenda confianza en sí mismo, propias de quien piensa que nadie está a la altura de su poder. Sus escoltas demoníacos avanzaron. Illidan dio un salto, al tiempo que sus gujas de guerra rasgaban el aire en busca de carne de demonio. Con un movimiento, le cercenó un brazo a un guardia vil, obligando así a la criatura a soltar su hacha. Un instante después, Illidan, con la guja de guerra que sostenía en la mano izquierda, abrió en canal a su oponente. Acto seguido, las fuerzas de Illidan se sumaron al combate. Si bien los guardias apocalípticos eran muy poderosos, también eran muy pocos. Hostigados por los hechizos de Kael’thas y Vashj, y rodeados por multitud de asaltantes, los guardias apocalípticos cayeron como osos ante el embate de una jauría de perros. Illidan dio un brinco hacia delante para enfrentarse al propio Magtheridon. Al instante, la enorme guja del señor del foso impactó sobre la misma piedra en la que Illidan se había hallado solo un momento antes. Pero el elfo ya no estaba ahí, sino que se encontraba rodando entre las piernas altas como columnas del Señor de Outland; le inutilizó las patas delanteras con sendos golpes de sus armas. El señor del foso rugió con furia y volvió a atacar. Illidan dio una voltereta hacia delante para colocarse justo bajo el vientre de su adversario y el icor manó gracias a sus estocadas. De un salto, aterrizó sobre la gigantesca cola de Magtheridon, subió corriendo por su columna y le clavó las gujas al demonio en su grueso cuello. Desde su posición elevada, Illidan pudo ver que sus fuerzas habían acabado con los escoltas del señor del foso. Los demonios estaban acabados. El elfo de la noche alzó los brazos y entonó un hechizo de vinculación; una oleada de energía mágica desatada sacudió al señor del foso. Magtheridon se estremeció de dolor al recibir los efectos del sortilegio.
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A Illidan se le desbocó el corazón al imponer su voluntad. Sintió como si se enfrentara codo a codo contra un gigante. El avance de Magtheridon decayó y se le contrajo el rostro, como si él también sintiera la tremenda tensión. —Eres fuerte... para ser un mortal —afirmó el señor del foso. —No soy un mortal —replicó Illidan. —Todo lo que se puede matar es mortal. El sudor perlaba la frente de Illidan. Jadeaba con fuerza. Desplegó sus alas y se elevó en el aire por encima de Magtheridon, a la vez que hacía una seña a los demás. Había llegado el momento. Lady Vashj asintió, alzó las manos e inició un cántico. Unas líneas de fuego ardieron ante los ojos de Illidan, formando unos intrincados patrones alrededor del señor del foso. Magtheridon rugió al comprender qué estaba ocurriendo. Illidan añadió poder al hechizo. El señor del foso se hallaba paralizado, incapaz de reaccionar. Sus colmillos, grandes como lápidas, refulgieron al reflejar la luz de la energía mágica. Se encabritó. Se resistía a la magia tanto con su fuerza descomunal como con su propio poder mágico. Illidan siguió presionándolo y lanzó una mirada al príncipe Kael’thas. El elfo de sangre se relamió los labios, como un epicúreo que acabara de ver un festín. Sin lugar a dudas, tanta magia desatada había despertado algo en él. —Kael’thas —espetó Illidan con voz ronca. Sus palabras llegaron a oídos del elfo. Kael’thas extendió los brazos y añadió su voz al sortilegio. Unas energías mágicas colosales entrechocaron. Todos los elementos del hechizo encajaron. El señor del foso gritó iracundo y desafiante, pero fue en vano. Lo sujetaban unas ligaduras tan fuertes que ni siquiera él sería capaz de romperlas. Illidan sonrió. Había triunfado. La primera fase de ese plan con el que tanto había soñado se acababa de completar.
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Akama escuchó cómo lord Illidan vociferaba las palabras finales del encantamiento de retención. Magtheridon se encontraba paralizado, impotente y
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dominado por la rabia y el desconcierto. Intentó flexionar todo su poderoso cuerpo, pero estaba atrapado. Lo habían logrado. El señor del foso había sido vencido. La derrota del pueblo de Akama había sido vengada. El Templo de Karabor dejaría de hallarse bajo la influencia siniestra del demonio. Akama saboreó por un momento ese triunfo. Su poder, combinado con el de los hechiceros de otros mundos, había bastado para reducir a un demonio tan fuerte como Magtheridon. Illidan descendió al suelo. Sus alas crujieron al plegarse y recogerse sobre sus hombros. Sus tatuajes mágicos dejaron de brillar y bajó los brazos. Akama corrió hacia él. —La victoria es nuestra, oh, milord —dijo Akama. —Sí, leal Akama, lo es —contestó Illidan. ¿Acaso con cierto tono burlón en el modo de enfatizar la palabra leal? Pero eso no importaba. —Has liberado el Templo de Karabor. —Hemos liberado el Templo de Karabor. —¿Puedo preguntar cuándo puedo empezar, señor? —¿Empezar qué? A Akama se le encogió el corazón. Aunque alzó la vista hacia Illidan, no pudo descifrar su rostro. Las facciones del cazador de demonios eran una máscara. Y una venda de paño rúnico le tapaba las cuencas vacías. Tal vez fuese a suceder lo que Akama tanto había temido. —Debemos purificar el templo, señor, y prepararlo para que recupere su carácter sagrado. Mis hermanos y yo trabajaremos día y noche para completar los rituales necesarios. Será como si la vil influencia de Magtheridon nunca hubiera profanado este lugar. Illidan asintió con lentitud. —Ya habrá tiempo para eso después. 23
—¿Después, lord Illidan? —Después de que cumpla mis objetivos. Aún hay mucho que hacer para que Outland sea libre. —Pero ya hemos liberado el templo, ¿no, milord? —Ningún lugar será libre mientras la Legión Ardiente prosiga su conquista. Debemos fortificar este lugar, debe convertirse en un faro para todos aquellos que se oponen a los demonios. Un decepcionado Akama tragó saliva. En cierto modo, había esperado que ocurriera algo así; pero no permitió que se reflejara en su semblante, sino que clavó la mirada en el suelo y dijo: —Sí, no cabe duda de que las cosas son como señalas, lord Illidan. ¿Puedo retirarme para compartir las alegres noticias con mi pueblo? —Puedes irte —respondió Illidan, quien, tras permanecer callado un momento, añadió—: El templo volverá a manos de los Tábidos, Akama. Simplemente, no será hoy. —Por supuesto, señor. No lo dudo. Akama salió rápidamente de la sala del trono de Magtheridon, pues debía prepararse para viajar: tenía que reunirse con alguien que tal vez podría ayudarle. Mientras se marchaba, se fijó en que el príncipe Kael’thas lo seguía con la mirada, con una mirada burlona. El príncipe había sabido desde un principio lo que iba a ocurrir. Al igual que lady Vashj. Por fortuna, los Tábidos no habían confiado por entero en la benevolencia de Illidan. Akama había sido lo bastante sensato como para preparar varios planes de contingencia, pues no se le escapaba que estaba pactando con alguien al que apodaban el Traidor. Si el cazador de demonios no lo ayudaba a recuperar el Templo de Karabor, había otros que sí lo harían. Había llegado el momento de buscar nuevos aliados. El lugar sagrado del pueblo de Akama sería purificado, daba igual lo que quisiera Illidan.
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Illidan se encontraba con Kael’thas y Vashj en el tejado más alto del Templo Oscuro, contemplando el paisaje desolado del Valle Sombraluna. El cazador de demonios había proclamado su victoria al mundo de Outland desde las almenas, pero ahora la inquietud lo dominaba. No se sentía tan triunfal como esperaba, sino que le invadía un desasosiego cada vez mayor. En la lejanía, el cielo era tan rojo como la sangre. Unas nubes carmesíes se acercaban a gran velocidad hacia el Templo Oscuro. Unos vientos muy potentes azotaban las alas de Illidan. Unos ríos de polvo rojizo fluían por el aire. Illidan notaba un cosquilleo; se trataba de unas motas de magia vil que flotaban por doquier. El príncipe Kael’thas gritó: —¿Qué sucede, Vashj? ¿De dónde ha salido esta tormenta? La matrona naga respondió: —¡Agacha la cabeza, tonto! ¡Algo terrible se aproxima! Las motas mágicas brillaron con más intensidad. Un aura reluciente cobró forma en el aire, cerca del tejado. Las motas se fusionaron en una figura gigantesca y deslumbrante, la cual flotó por encima de ellos; era tan grande como la torre de una fortaleza. Había algo en su silueta que le recordaba a Illidan a los Tábidos, a los draenei. Tenía cuernos. Su piel ardía y las llamas danzaban alrededor de sus pezuñas, iluminando desde abajo su cuerpo entero. Irradiaba tal poder que incluso el del señor del foso palidecía en comparación con él. Illidan fue consciente de que se hallaba una vez más en presencia de Kil’jaeden, el señor demoníaco que había comandado a gran parte de la Legión Ardiente. Kil’jaeden bajó la vista y contempló iracundo a Illidan. —Maldito mestizo estúpido. Fracasaste en tu misión de destruir el Trono Helado como te ordené. ¡Y se te ocurre esconderte de mí en este páramo abandonado! Creía que eras más inteligente, Illidan.
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Era imposible evitar la mirada de Kil’jaeden. Los ojos del Falsario eran como imanes y exigían adoración y pleitesía; portaban una infinidad de promesas y una eternidad de horrores. Se estableció un vínculo entre ellos. La entrada en contacto fue como una sacudida eléctrica. Illidan notó cómo la cruel mente de Kil’jaeden escrutaba la suya. Captó imágenes fugaces de los pensamientos más superficiales de su adversario. Vio mundos arrasados, imperios convertidos en títeres, un poder absoluto que respondía a la voluntad de este poderoso ser y sus siervos. Todo eso forma parte de las armas de seducción del Falsario. Esto también podrá ser tuyo, prometían esos ojos, que no dejaban ninguna duda sobre la veracidad de esa promesa. Si obedeces a Kil’jaeden, tus enemigos serán destruidos; tus sueños de dominación, cumplidos. Cualquier cosa que deseases podría ser tuya. Pero si desobedeces a Kil’jaeden... Al fin había llegado el momento que Illidan tanto había temido y para el que llevaba tanto tiempo preparándose. No podía permitir que el Falsario leyera sus verdaderos pensamientos. Había cosas que no quería que Kil’jaeden viera, maquinaciones que el señor demoníaco no debía descubrir hasta que fuera demasiado tarde. Notó cómo la voluntad de Kil’jaeden trataba de avasallarlo con su inmensa fortaleza. El poder del señor demoníaco cayó sobre él como una avalancha. Se armó de valor para resistirlo, para mantenerlo a raya y, acto seguido, permitió que las murallas exteriores de sus defensas mentales se derrumbaran. Illidan reforzó la segunda línea de protección y, lenta y cuidadosamente, dejó que se desmoronara, como si no tuviera fuerzas para impedirlo. Mientras hacía esto, invocó los hechizos que había preparado para ese momento. De manera sutil y prácticamente imperceptible, sus secretos se desvanecieron, enterrados en los recovecos más profundos de su mente. Y al mismo tiempo, permitía que el sondeo mental de Kil’jaeden derribara la barrera final e invadiera lo que parecían ser sus pensamientos más profundos. Sintió la colosal e intrusiva presencia del señor demoníaco, el cual rebuscaba entre sus recuerdos e inspeccionaba la telaraña de su memoria, en una búsqueda incesante... Illidan mantenía selladas ciertas partes de su mente, como lo haría cualquier hechicero. Todo el mundo tenía secretos oscuros y deseos que no quería que nadie conociera. Kil’jaeden comprendía tal cosa, como comprendía las debilidades de todos los seres vivos. Illidan le había dejado algunos datos muy tentadores a la vista mientras escudaba secciones enteras de su mente tras unos conjuros de desorientación. 26
Sin embargo, dicha indagación no buscaba sus secretos más ocultos, sino que se dirigía hacia sus recuerdos de los acontecimientos más recientes. Las imágenes danzaron en la mente de Illidan, forzadas a emerger por la curiosidad de Kil’jaeden. Una vez más, Illidan se adentró en el bosque corrupto de Fronda- vil, dispuesto a demostrar a su hermano que no era ningún títere de los demonios. Oyó el estrépito metálico del choque entre una guja de guerra y una espada ancestral encantada mientras se enfrentaba al príncipe Arthas, el humano traidor al servicio del Rey Lich, el ser que lideraba ese ejército de no-muertos conocido como la Plaga. Lucharon sin que hubiera un ganador. Entonces, Arthas le tentó con revelarle dónde se encontraba la Calavera de Gul’dan. Illidan sabía que tenía que hallarla... Notó una vez más esa oleada de poder extático que lo invadió al romper los sellos de la calavera y transformarse en un demonio. Se valió del poder desatado de esa reliquia para derrotar al Señor del Terror Tichondrius (quien había asumido el mando de la Plaga) y su anfitrión, pero incluso en ese momento de triunfo, Illidan había conocido la derrota, ya que su hermano y Tyrande fueron testigos de su transformación y le dieron la espalda. Una vez más, comprendió que la única salida que le quedaba era el exilio. Percibió la malévola diversión que le proporcionó al Falsario obligarlo a revivir su encuentro más reciente con él. Kil’jaeden le había ofrecido la posibilidad de unirse de nuevo a la Legión si destruía el Trono Helado y acababa así con la fuente de poder del rebelde Rey Lich. Malfurion había frustrado los planes de Illidan y, de ese modo, lo había condenado a huir de la ira de Kil’jaeden. Notó que el señor demoníaco se detenía un momento a evaluar si realmente Illidan se había esforzado a la hora de cumplir con su misión. Revivió su huida a Outland, donde volvió a caer en manos de Maiev. Por suerte, recibió la ayuda de Kael’thas y Vashj. Incluso su victoria de ese mismo día, en que había derrocado a Magtheridon, fue examinada a conciencia. Esta vez fue consciente de que Kil’jaeden estaba con él, observando la derrota del señor del foso. Al Falsario no le importaba quién gobernara Outland, siempre que lo hiciera en el nombre de la Legión. Entonces, de manera tan súbita como se había establecido, el contacto se rompió. El señor demoníaco se retiró de la mente de Illidan, quien se percató de que lo que a él le habían parecido horas, en realidad solo había sido un instante: el espacio de tiempo que separa a un latido del siguiente.
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Illidan tenía la sensación de que el corazón se le iba a salir del pecho, pues sabía que su aniquilación era inminente. En ese momento, ni siquiera él podría hacer frente al poder de Kil’jaeden. Si caía, todas sus maquinaciones, todos sus sacrificios habrían sido en vano. Intentó dar con las palabras adecuadas, puesto que eran las únicas armas que podrían salvarlo en ese instante. Confirió un tono suplicante a su voz, pues sabía que el vanidoso demonio se sentiría alagado si creyese que Illidan se estaba humillando ante él. —¡Kil’jaeden! Simplemente, me he visto obligado a demorar el cumplimiento de mi misión. He venido aquí para intentar aumentar mis fuerzas. ¡El Rey Lich será destruido, te lo prometo! La mirada del demonio se desplazó de Illidan a Vashj y, por último, se detuvo en el príncipe Kael’thas. Illidan sabía que las vidas de todos pendían de un hilo. El silencio reinó por un momento que pareció prolongarse una eternidad antes de que el demonio volviera a hablar. —¿De veras? No obstante, estos sirvientes que te están prestando ayuda parecen muy prometedores. Te voy a dar una última oportunidad, Illidan. ¡Destruye el Trono Helado o te enfrentarás a mi ira eterna! La intensidad de la energía vil aumentó. El fulgor que envolvía a Kil’jaeden aumentó hasta el punto de ser insoportable y, en cuanto se desvaneció, comprobaron que el señor demoníaco se había marchado. Illidan lanzó un hondo suspiro. ¿Lo había logrado? ¿Había conseguido ocultar sus verdaderas intenciones a Kil’jaeden? ¿Había engañado al Falsario? Suponía que pronto lo descubriría. Apretó los puños con rabia al pensar en el modo en que Kil’jaeden lo había tratado. Como una marioneta. Intentó aplacar su furia. Se acercaba el momento en que les haría pagar muy caro a sus enemigos lo que le habían hecho, incluso a Kil’jaeden. Tan solo debía mantener su mascarada de obediencia un poco más. Para ganar tiempo, Illidan tenía que cumplir lo que el Falsario le había ordenado. Miró a sus compañeros. Ellos le devolvieron la mirada, dubitativos. Por un momento fugaz, se planteó contarles sus planes, pero enseguida descartó la idea. Ellos también habían sufrido el escrutinio del señor demoníaco, y habían sentido sus amenazas y sus lisonjas. Era imposible saber cómo habrían reaccionado ante ellas en lo más hondo de su ser. 28
Entonces, Illidan dijo: —Tal vez esconderse aquí no haya sido una decisión muy prudente. Aun así, tenemos una misión que llevar a cabo. ¿Me seguirán hasta el gélido corazón de la misma muerte? Lady Vashj enrolló la parte serpentina de su cuerpo y la parte del torso la enderezó cuan larga era. —Los nagas están dispuestos a seguir tus órdenes, lord Illidan. Allá donde vayas, te seguiremos. El príncipe Kael’thas parecía hallarse aturdido, lo cual era normal tras haber sido objeto de la atención total de un señor demoníaco. Tras recobrar la compostura, afirmó: —Los elfos de sangre también están a tu disposición, maestro. Nos llevaremos por delante al Azote y haremos añicos al Trono Helado, tal y como ordenas. —Aún nos sobra algo de tiempo —señaló Illidan—. Hay ciertas cosas que debo hacer antes de que nos vayamos. Debemos estar preparados.
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CAPÍTULO DOS CUATRO AÑOS ANTES DE LA CAÍDA
M
aiev Shadowsong observó con detenimiento esa tierra reseca y se
protegió los ojos del fulgor del colosal sol de Outland con una mano enguantada. Su mirada se desplazó del camino polvoriento hacia la ladera. Ahí captó el rápido movimiento de uno de sus extraños perseguidores, que se agachaba para no ser visto tras un peñasco situado en la pendiente que se encontraba por encima de ellos. —Por lo que veo, nuestros amigos insectoides aún nos siguen — comentó Anyndra. Maiev miró a su segunda al mando. Como todos los elfos de la noche, Anyndra era alta y esbelta, vestía el tabardo propio de los Celadores, que tenía pegado al cuerpo por culpa del sudor. Un pañuelo rojo impedía que su pelo verde le tapara los ojos. En otras circunstancias, Anyndra tal vez no hubiera sido su primera opción a la hora de ascender a alguien a teniente, pero tenía que arreglárselas con lo que había. Las treinta tropas que iban en fila a lo largo del camino situado detrás de ella eran las únicas que habían sobrevivido a la emboscada en la que les habían arrebatado a Illidan unas pocas semanas antes. Lady Vashj y el príncipe Kael’thas responderían por las muertes que habían causado al liberar al Traidor. —Esos devastadores no se van a rendir —aseveró Maiev—. Tienen hambre. —Tengo entendido que alimentan a sus crías con las presas a las que dan caza —señaló Anyndra. 30
Lo cual no sorprendió a Maiev. Outland era un lugar espantoso habitado por unas criaturas monstruosas. Incluso su armadura confeccionada con encantamientos no era capaz de neutralizar del todo aquel calor. Ojalá hubiera podido secarse el sudor que le perlaba la frente, pero el yelmo que le cubría el rostro por entero le impedía hacer eso, así que entornó los ojos para escrutar de nuevo la cresta de la montaña. Había más de esos hundidores allá arriba, muchos más, que al moverse se asemejaban a unas terribles arañas gigantescas. En la lejanía, oyó el rugido potente y atronador de un atracador vil, una de esas titánicas máquinas de guerra que avanzaban estruendosamente por esos páramos áridos haciendo que se estremeciera la tierra a cada paso enorme que daban. Dos días antes, los Celadores habían logrado escapar a duras penas de uno de ellos, que había estado a punto de hacerlos picadillo bajo sus enormes pies hechos de metal demoníaco. El sable de la noche de Maiev profirió un feroz rugido, como si así pretendiera responder a ese desafío. Las demás monturas felinas lo imitaron. Ladera arriba, un devastador apareció de repente para investigar rápidamente de dónde procedía aquel ruido. —Podría clavarle una flecha en el ojo a ese devastador —aseveró Anyndra, a la vez que cogía una flecha con sus peculiares plumas verdes y rojas. Estaba muy orgullosa de su destreza con el arco y le gustaba demostrar su pericia siempre que tenía la oportunidad. Maiev le brindó una sonrisa muy leve. —¿Para qué molestarse? Hay miles más de esas criaturas. — Espoleó a su sable de la noche para que caminara dando pasos largos—. Déjenlos que nos sigan si quieren. Si atacan, les enseñaremos que han cometido una necedad; si no, no desperdiciemos unas flechas muy valiosas. Las tropas la seguían en fila, escrutando el entorno con suma atención. Maiev sabía que iba a tener que vigilarlos de cerca. En Azeroth, nunca habría dudado de su compromiso con la misión, pero en este lugar las cosas eran muy distintas. Unos cuantos de sus soldados tenían una extraña mirada desde que habían atravesado el portal mágico para perseguir a Illidan. Volvió a inspirar ese aire seco. Aunque había estado en sitios de Azeroth que eran tan áridos como este, había algo en la Península del Fuego Infernal que le hacía sentirse más sedienta que lo que se había sentido incluso en el desierto de Tanaris. Ahí, 31
al menos, sabía que el océano se encontraba cerca, mientras que, por el momento, en este lugar no habían dado con ninguna evidencia de que tuviera un mar. Por lo que ella sabía, Outland era un mundo que flotaba en un gran vacío y donde el agua escaseaba. —No se nos escapará, celadora —le aseguró Anyndra. Maiev sacudió la cabeza, como si así quisiera despejar su mente de todo pensamiento. De esta manera, volvió a centrarse en la teniente y la tarea que tenían entre manos. —Claro que no. No he cruzado ese espacio que hay entre los mundos para permitir que el Traidor eluda a la justicia. —Aquí cuenta con aliados poderosos. Anyndra hablaba con tono de voz suave y un tanto dubitativo. Los demás miembros del destacamento se habían sumido en el silencio. Escuchaban lo que Maiev tenía que decir. —No importa lo poderosos que sean sus aliados, no escapará — aseveró Maiev y, a continuación, decidió responder sin rodeos las preguntas que sus tropas no se atrevían a formular—. Si logramos capturar a Illidan una vez, podremos capturarlo otra vez. Anyndra adoptó un semblante imperturbable. Miró hacia la cima de la montaña como si así pretendiera ocultar a su líder cualquier tipo de dudas que pudiera albergar. Los devastadores continuaban correteando y escondiéndose mientras los seguían. Maiev miró a la derecha. Decenas y decenas de bestias que recordaban a insectos cubrían la otra pendiente, flanqueando el camino. Si hubiera más devastadores delante, Maiev y los suyos estarían cabalgando hacia una trampa, y no sería la primera en que caían en este lugar. —La primera vez que lo capturamos no contaba con la ayuda ni de Kael’thas ni de lady Vashj —señaló Anyndra. No cabía duda de que tenían muy presente la manera en que los dos poderosos hechiceros habían rescatado a Illidan y masacrado a sus compañeros Celadores. Maiev replicó: —El príncipe Kael’thas es un renegado y un traidor. Lady Vashj es una abominación deforme. Si se interponen en nuestro camino, los mataremos. 32
Maiev no estaba del todo segura sobre cómo iba a poder hacer realidad esa amenaza; no obstante, decidió considerar esta cuestión como una mera distracción y dejó de pensar en ello. El príncipe elfo de sangre y la matrona naga no eran importantes. Illidan sí lo era. Tras haber pasado diez mil años vigilando a aquel ser malévolo en prisión, no estaba dispuesta a permitirle ahora que obrara el mal. —¿Acaso crees que ese sabio Tábido será capaz de ayudarnos a combatirlo? ¿Ese tal Akama? —preguntó Anyndra. —No lo sé, Anyndra —contestó—. Tal vez nos sea útil. O tal vez no. A la larga, eso no importa. Triunfaremos. Como siempre hemos vencido. Como siempre venceremos. Anyndra apartó la mirada. Maiev dejó que reinara el silencio y centró su atención una vez más en el entorno. La magia había arrasado el paisaje de Outland, lo cual era una terrible advertencia acerca de lo que eran capaces de hacer estas fuerzas cuando uno las manipulaba. Había visto ejemplos similares con anterioridad.
***
Aunque aquello había acaecido hacía más de diez mil años, Maiev lo recordaba como si hubiera sucedido ayer. No, más bien, como si hubiera ocurrido hacía solo unas horas... Sí, así de bien recordaba el día que había visto por primera vez a la Legión Ardiente. Sus recuerdos sobre esa época terrible eran tan vividos como cuando se le habían grabado a fuego por primera vez en la memoria. Por aquel entonces, nadie había llegado a comprender realmente a qué se enfrentaban. Habían creído que la Legión era una amenaza momentánea engendrada por una magia descontrolada. Habían pensado que Illidan solo era un hechicero con una visión equivocada de las cosas. Al menos, los demás así lo habían creído, aunque ella siempre había sabido que eso no era así. El aroma a ozono que impregnaba el aire de Outland despertó sus recuerdos sobre la primera vez que se topó con un infernal. Se acordó del hedor de esa cosa que prácticamente carecía de mente con la misma intensidad que recordaba cómo las flores nocturnas se abrían entre los pabellones de Darnassus. Le había parecido que era demasiado grande, que poseía demasiada magia como para poder enfrentarse a él. Las 33
hojas se marchitaban a su paso, se quedaban resecas como en otoño bajo la estela que dejaba su cuerpo llameante. Había invocado al poder de Elune, y la diosa lunar había destruido al demonio, despedazándolo en fragmentos ardientes, permitiendo así que Maiev pudiera curarles las quemaduras a sus víctimas. Esa solo había sido la primera de un millar de escaramuzas. Había visto a esas abominaciones durante la Guerra de los Ancestros, en la que habían ardido muchos bosques y perecido muchas naciones. Eso le había enseñado que no se podía dar jamás ningún cuartel a aquellos que pretendían obtener más poder mediante el uso de una magia perversa. Había que aplastarlos, destrozarlos y matarlos antes de que pudieran desatar la destrucción y acabar con tanta gente inocente, antes de que pudieran corromper todo lo que era bueno y natural. Maiev lo había visto con claridad desde el principio. Era una pena que los demás no hubieran tenido las cosas tan diáfanas. Si le hubieran hecho caso entonces, ahora no tendrían que estar buscando a Illidan. Si lo hubieran matado cuando había mostrado por primera vez su malignidad, se podrían haber salvado infinidad de vidas inocentes. Sin embargo, habían seguido los consejos de Malfurion, el gemelo de Illidan, y Tyrande Whisperwind. Una y otra vez, ambos le habían perdonado la vida, a pesar de que todo el mundo podía ver con claridad que era malvado. ¿Acaso al final de la Guerra de los Ancestros, cuando Maiev estaba decidida a acabar con la vida del Traidor, no se habían apiadado ellos de él y habían defendido que fuera encarcelado en vez de ejecutado? Desde entonces, Tyrande había ido aún más lejos, puesto que había matado a los Celadores que custodiaban la prisión de Illidan. Ella afirmaba que lo había liberado para que la ayudara a combatir a la Legión Ardiente. Al principio, dio la impresión de que había estado en lo cierto. Illidan los había ayudado, pero entonces mostró cuál era su verdadera naturaleza. Había absorbido el poder de la Calavera de Gul’dan y se había transformado en un demonio; su cuerpo había mutado para reflejar la monstruosidad de su alma. Incluso entonces, su hermano se había limitado a desterrarlo de los bosques en vez de matarlo. Maiev resopló. Illidan no era más que una marioneta de la Legión Ardiente. Siempre lo había sido y siempre lo sería. Por culpa de esos necios, Maiev se había pasado diez mil años vigilando a ese miserable hechicero. ¿Y todo para qué? 34
Furiosa, Maiev apretó los dientes con fuerza. Tyrande debería haber pasado todos esos siglos tan largos encerrada junto a Illidan, lo había demostrado cuando había cometido el disparate de liberarlo; solo su arrogancia estaba por encima de su necedad. Se había burlado de todos los juramentos que había hecho Maiev. Había convertido diez mil años de vigilancia en una broma cruel. Aunque ahora ella fuera la dirigente de los elfos de la noche, no tenía derecho a hacer algo así. De repente, Maiev oyó un ruido a su derecha que atrajo su atención. Los devastadores estaban recortando distancias. Mantenían el cuerpo pegado al suelo mientras se desplazaban a cuatro patas, aprovechando las ondulaciones del terreno para mantenerse fuera de la línea de fuego de las armas de largo alcance y la magia. Tal vez fueran más inteligentes de lo que Maiev pensaba. Aunque como eran tantos, eso realmente no importaba. Si se acercaban lo suficiente, serían capaces de acabar con lo que quedaba de sus fuerzas. No se podía permitir el lujo de perder ni a una sola de sus tropas. Alzó una mano y dio la señal de redoblar el ritmo al que cabalgaban. Con una disciplina impecable, los Celadores incrementaron el ritmo. Sus grandes monturas felinas corrieron estirando al máximo sus largas extremidades. Anyndra cabalgaba junto a Maiev, con un gesto inquisitivo dibujado en su rostro. Se preguntaba si Maiev daría la orden de dar la vuelta y luchar. No era el momento adecuado para desperdiciar vidas de un modo absurdo, no cuando el rastro del Traidor se hallaba ante ellos y el olor de su presa asaltaba su olfato. Pensó en Illidan, quien ya no era un elfo. Se estremeció al pensar en lo que se había convertido; en un ser con cuernos y alas de murciélago, en un demonio, como los eredar a los que había idolatrado y luego traicionado. Aunque a saber si realmente los había traicionado... Ese era el problema eterno al que uno se enfrentaba cuando intentaba comprender cómo pensaba Illidan. Ningún individuo cuerdo podía hacerlo. ¿Quién podía saber qué pensaba en realidad ese demente? Las fuerzas oscuras de la magia que tanto ansiaban le habían destrozado tanto la mente que era imposible seguir sus razonamientos. Y eso era un problema, puesto que un cazador necesita entender a su presa. Es la única manera segura de atraparla. Eso inquietaba a veces a Maiev. Le habían llegado algunos rumores. Sabía lo que se comentaba a sus espaldas. Algunos afirmaban que se había vuelto tan demente como el enemigo al que había pasado tanto tiempo vigilando. Se reía ante la amarga ironía que encerraba esa afirmación. 35
¡Piltrafas! Todos ellos no eran más que unas piltrafas. No estaban preparados para enfrentarse a esa maldad que había arraigado con tanta fuerza entre ellos. Temían a aquellos que eran lo bastante fuertes como para hacer lo que había que hacer. Hacían concesiones a esos demonios que los destruirían y se engañaban a sí mismos al pensar que esa era una decisión sabia. Bueno, ella tenía muy clara la verdad. Nunca cedería ni un milímetro. No descansaría hasta que Illidan estuviera muerto o encerrado de nuevo en esa prisión. Sabía cuál era su deber. Cumpliría sus juramentos. No le importaba lo que los demás pensaran de ella. Nada la distraería de su misión. —¡Celadora Shadowsong! —exclamó Anyndra, quien la sacó así de su ensimismamiento. —¿Qué ocurre? Su segunda al mando se estremeció ante el gélido tono de voz que había empleado Maiev. —¡Ahí! Maiev miró hacia el lugar al que señalaba Anyndra con el dedo. Una hueste de devastadores cubría por entero las laderas que se alzaban sobre ellos. Los Celadores alcanzaron una elevación a lomos de sus monturas y contemplaron el valle por el que serpenteaba el camino. Por delante de ellos, había más monstruos cuadrúpedos que les bloqueaban el paso. Maiev no se había percatado de esa trampa con la prontitud necesaria, ya que había estado sumida en sus pensamientos al reflexionar sobre Illidan. Maldijo al Traidor una vez más. —¡Prepárense para batallar! —vociferó Maiev.
***
Maiev y sus Celadores avanzaron formando una línea muy amplia. La celadora observó con detenimiento a los suyos y se fijó en quiénes miraban para todos lados presas del pánico y quiénes miraban fijamente al enemigo con una calma fría y asesina. Se sintió orgullosa al comprobar que la mayoría de esos ojos reflejaban esa última emoción. Los elfos de la noche estaban rodeados y se veían superados en número; sin
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embargo, a pesar de que se enfrentaban a centenares de monstruos extraños, no tenían miedo. Algunos de ellos empuñaron sus arcos y gujas. Los sables de la noche reaccionaron ante el estado emocional de sus jinetes y rugieron de manera desafiante. El druida Sarius se desmontó y transformó en un oso monstruoso, cuyo pelaje estaba marcado con unos símbolos mágicos. Maiev evaluó sus opciones. Si se quedaban ahí a luchar, se verían superados por ese gran número de devastadores. Sin duda alguna, algo había alterado a esas criaturas. Miró hacia atrás, al camino por el que había venido. Ese sendero largo y polvoriento se encontraba vacío. Podrían batirse en retirada por él sin hallar mucha resistencia, pero así volverían al punto de partida. Tenía que avanzar, tenía que adentrarse en esa tierra que los nativos llamaban la Marisma de Zangar, si quería contactar con Akama. Debía admitir que le picaba la curiosidad. El mensaje del Tábido daba a entender que conocía en parte cuáles eran los planes de Illidan; además, lo único que había logrado averiguar gracias a los draenei del Templo de Telhamat era que se trataba de un líder de una facción conocida como la tribu Ashtongue. Tenía tropas bajo su mando y conocía bien estas tierras. Era el único que había decidido contactar con ella. ¿Cómo habían sabido sus agentes dónde podrían encontrarla? ¿Por qué había optado por contactar con ella? ¿Se trataba de una trampa? Por delante de ella, el cielo se estaba oscureciendo, era como si las bajas colinas o tal vez unos árboles gigantescos contemplaran el horizonte con el ceño fruncido. El aire estaba impregnado de un olor muy fuerte y extraño. El viento arrastraba cierto leve olor a podredumbre y putrefacción, así como algo más que no era capaz de identificar. También había una levísima sensación de humedad en la brisa que soplaba en dirección hacia ellos. La Marisma de Zangar era un lugar monstruoso, un terreno pantanoso repleto de horrores muy extraños. Maiev respiró hondo y contempló a sus adversarios. Si bien esas bestias eran muchas, carecían de disciplina. Había puntos débiles en esa muchedumbre. Si concentraba ahí sus fuerzas, podrían romper la línea enemiga y descender por el camino como almas que lleva el diablo. Dudaba que esos monstruos que tanto correteaban de aquí para allá fueran a seguirlos hasta esos terrenos cenagosos, ya que esas colinas resecas parecían ser su hogar.
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—Formen una cuña a mis espaldas. Nos abriremos paso violentamente entre estos animales. Los Celadores asintieron, para indicar así que habían entendido las órdenes. Anyndra alzó su cuerno y tocó una única y larga nota argenta. Los elfos de la noche cargaron pendiente abajo. Una sonrisa cobró forma en los labios de Maiev al empuñar su media luna umbría. Por un instante, podía perderse en la furia del combate y dejar de pensar. El sable de la noche rugió. Los elfos se abalanzaron sobre los devastadores, conformando una avalancha de pelaje, garras, músculo y hojas afiladas. Rajó al hundidor más cercano con su arma, deseando que fuera Illidan. ¿Qué estará tramando ahora mismo el Traidor?, se preguntó.
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CAPÍTULO TRES CUATRO AÑOS ANTES DE LA CAÍDA
M
aiev cabalgaba hacia la aldea Tábida del Puerto Orebor. Se relamió los
labios. Le picaba la lengua allá donde esta había rozado las esporas, que estaban en todas partes; en su pelo, en su ropa. Las esporas se acumulaban detrás de las orejas y en las mangas de las camisas empapadas de sudor; además, provocaban que un hongo le creciera a sus seguidores en la piel, el cual solo podía quitarse limpiándose cuidadosamente y utilizando magia sanadora. Aunque siempre había pensado que la Península del Fuego Infernal era un lugar terrible, esto era mucho peor de lo que había imaginado. La entrada a Outland era un desierto infernal repleto de orcos viles y monstruos espantosos, pero la Marisma de Zangar era algo mucho más siniestra y extraña. Era un lugar caluroso, húmedo y oscuro. Unas setas colosales, más grandes que los imponentes robles de Vallefresno, tapaban el sol. Unos seres voladores, que recordaban a unas mantarrayas, revoloteaban entre las sombras, y unas cosas que parecían en parte medusas y en parte unos bichos muy raros flotaban en el aire. Si bien era cierto que ahí había pocos orcos, también lo era que había otras amenazas. Tras abrirse paso de manera violenta entre esa hueste de devastadores, los Celadores habían sido atacados por una seta gigante ambulante. Luego, habían caído en la emboscada de unos ogros y los había asaltado un enjambre compuesto de unos insectos enormes. Después de haber sido picada, Kolea había muerto cuando unas diminutas larvas le habían brotado de la piel; esas alimañas le habían devorado los ojos y el cerebro. Otra muerte más de la que, en última instancia, era responsable Illidan. 39
Maiev deseaba contemplar una vez más la belleza de Darnassus. Habría dado diez siglos de su vida solo por respirar su aire puro y pasear por sus plazas espaciosas, por escuchar a sus bardos y cantantes. Reprimió ese deseo y se maldijo por ser tan débil. Era absurdo desear lo que no podía tener. Daba la impresión de que el Puerto Orebor eran las ruinas de lo que en su día podría haber pasado por ser una civilización por esos pagos. Ahora, únicamente había chozas desvencijadas construidas sobre lo que antaño había sido la base de mármol de una gran plaza. Un agua estancada y apestosa rodeaba el enorme plinto. Las cimas escarpadas de unas altas montañas se alzaban imponentes sobre él. Por doquier, los Tábidos renqueaban. Miraban fijamente a los elfos de la noche, como si nunca hubieran visto a algún ser de esa raza. Un par de ellos extendieron los brazos y les mostraron unas manos vacías, mientras pedían limosna, pero la mayoría evitaba mirarlos a la cara, con unos ojos cansados y teñidos de derrota. Maiev tenía la sensación de que esos seres ni siquiera alzarían las manos para protegerse a sí mismos. No tenían madera para ser unos buenos aliados. No obstante, no todos eran así. Algunos portaban armas y las observaban con atención. A lomos de su montura, se acercó a uno de ellos, al que miró y dijo: —¡Dime dónde está Akama! El Tábido los escrutó; primero a ella y luego a sus seguidores. Al principio, pensó que no le iba a responder, pero entonces señaló con el pulgar en dirección al centro del pueblo. De algunas de esas chozas surgían lloros. En cuanto captó el olor a carne podrida, se le dilataron las fosas nasales. En este entorno, las heridas se agravaban con suma facilidad. A veces, las esporas se metían en los cortes y se aferraban a la carne infectada como el moho al pan viejo. Una vieja Tábida pasó cojeando a su lado, cuyas pezuñas chapotearon en los profundos charcos de esa mampostería destrozada, con la mirada clavada en el suelo, sin prestar ninguna atención a esos desconocidos ni a su entorno; parecía demasiado sumida en su propia miseria como para poder ver más allá de ella. —¿De qué se alimenta esta gente? —preguntó Anyndra con cierto tono de contrariedad. Sin lugar a dudas, los Tábidos habían despertado su compasión. —De moho y de los insectos que son capaces de capturar, seguramente — respondió Maiev. Eso era precisamente lo que habían comido los suyos durante días. Si 40
bien la flora y la fauna podían ser muy extrañas, eran comestibles. Al menos, por ahora, no se habían intoxicado con nada. Aunque siempre cabía la posibilidad de que esos alimentos contuvieran ciertas toxinas que actuaban lentamente y cuyos efectos aún no hubieran notado, los hechizos de Maiev no habían descubierto ningún veneno en ellos—. Además, hay peces en esos lagos que hemos visto de camino aquí, así como otras cosas. —Sí —replicó Anyndra, mientras, sin duda alguna, recordaba las descomunales hidras con forma de reptil que los habían atacado— . Supongo que sí. ¿De verdad crees que ese tal Akama será capaz de ayudarnos? —Entonces, señaló todo cuanto les rodeaba—. No da la impresión de que sea capaz de ayudar siquiera a su propio pueblo. A pesar de que Maiev estaba de acuerdo, no quería expresarlo en voz alta. Su gente no necesitaba otro duro golpe que hiciera decaer aún más la moral. Por delante, otro centinela Tábido se cernía amenazador. —Akama —dijo la celadora. El soldado señaló con un gesto hacia una pequeña choza situada en el borde de la plaza. Un grupo de guardias ataviados con una ropa de color gris ceniza se hallaban ahí, mirando en dirección hacia ella. Aunque no parecían hostiles, tampoco parecían muy amistosos. Maiev se acercó cabalgando hacia ellos y les dijo: —Busco a Akama. Por un instante, los Tábidos no reaccionaron, fue como si no la hubieran oído; entonces, como si alguien hubiera hecho una silenciosa seña, se apartaron a un lado y le dejaron vía libre para entrar en el interior de la choza. Anyndra y los demás la siguieron de cerca. Mientras se aproximaban, los guardias bajaron sus picas, bloqueándoles el paso. —Solo tú puedes entrar —le espetó el que tenía una insignia, que parecía indicar que era una especie de oficial—. Si eres la que llaman Maiev Shadowsong. La tensión se palpaba en el ambiente. Los Celadores no querían dejarla sola, puesto que podía estar adentrándose en una trampa. Por otro lado, si esta gente podía llegar a ser su aliada, la celadora no quería que surgieran problemas; además, era capaz de cuidar de sí misma, tal y como descubriría cualquiera que intentara asaltarla. 41
—Esperen aquí —les ordenó a los Celadores. Sarius la miró directamente a la cara y ella asintió. El druida se separó del grupo y se adentró entre las sombras de un montón de escombros, de las que no salió con su propia forma, sino como un gran pájaro, que se subió a saltitos a la cima del montón para contemplar lo que había a su alrededor con unos ojitos redondos y brillantes. Las guardias permanecieron impasibles. Maiev entró en la choza y, de inmediato, se percató de que una niña Tábida lloriqueaba. En el centro de esa estancia, junto a un fuego, un Tábido extrañamente deforme se inclinó hacia delante y le acarició a la niña la frente. Masculló algo y, acto seguido, Maiev notó un flujo de energía; no obstante, no se trataba del fluir retorcido de la magia arcana, sino de algo distinto. La celadora no bajó la guardia, pues había muchas formas de ocultar la maldad en la magia. La niña se calmó y el Tábido se inclinó aún más y le susurró algo al oído. Entonces, fluyó aún más energía. El lloriqueo cesó y fue reemplazado por una respiración regular y unos leves ronquidos en ningún modo elegantes. El Tábido se enderezó y se volvió hacia ella. Le costaba hablar, pero eso no era solo cosa de la edad. Daba la impresión de que tenía que hacer un gran esfuerzo para que las palabras brotaran de sus labios, como si el mero hecho de hablar le resultara doloroso: —Pensaba que podría hacer un poco el bien mientras te esperaba. —Se calló como si necesitara descansar. Respiraba fatigosamente—. Rosaría tenía fiebre por culpa de un enfisema pulmonar, pero creo que ya se lo he curado. Si reposa en un lugar seco donde haga calor, debería recuperarse del todo. —Tú eres Akama —afirmó Maiev. —Sí, soy Akama, el líder de los Ashtongue. —En tu mensaje decías que querías hablar conmigo —replicó la celadora. —¿Eres Maiev Shadowsong? —Siento curiosidad por saber cómo has llegado a saber mi nombre. —Él lo mencionó. 42
—¿Él? —Aquel al que llaman el Traidor. Maiev hizo ademán de coger su media luna umbría. Akama no reaccionó de ningún modo. Simplemente, le mostró las manos, para indicarle que no iba armado; sin embargo, eso daba igual, puesto que ya le había demostrado que dominaba el arte de la magia. —¿Qué sabes acerca del Traidor? —preguntó Maiev. —Ay, demasiado, para mi pesar. Acompáñame. Tú y yo tenemos mucho de qué hablar. Acto seguido, señaló hacia la entrada posterior de la choza. Tal vez fuera solo un ardid para separarla del resto de sus tropas. Si fuera así, Sarius estaría vigilando tras haber asumido otra forma; además, era más que capaz de defenderse ella sola. —Después de ti —le dijo, a la vez que señalaba de manera cortés hacia la puerta. Akama asintió y avanzó renqueando, dándole así la espalda, como si de esta manera quisiera demostrarle que no temía que ella lo atacara a traición. Salieron por la parte posterior del edificio. Unas casas derruidas los rodeaban. Había basura desparramada por esa estructura medio en ruinas, la cual estaba cubierta de moho, ya que en aquel lugar crecía en todas partes. Unos insectos relucientes zumbaban a su alrededor, mientras comían de manera voraz. Maiev arrugó la nariz. Akama dijo: —No siempre fue así. Antaño, el Puerto Orebor fue un lugar hermoso. —Tendré que fiarme de tu palabra. —Deberías hacerlo. El mundo ha cambiado desde que Ner’zhul provocó tanta destrucción. En su día, esto fue el corazón de una civilización, un lugar donde aprender, un eje comercial. —Resulta difícil de creer.
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—Deberías haber visto este sitio cuando decenas de miles de mis congéneres caminaban por aquí, admirando las estatuas, contemplando sus elegantes casas. —No he venido aquí a comprar una morada, sino en busca de un aliado. Akama alzó la vista hacia ella. —No eres el primero de tu raza que me dice eso. —Illidan no pertenece a mi raza. Renunció a todo derecho a ser considerado un elfo de la noche hace mucho tiempo, cuando selló un pacto por primera vez con la Legión Ardiente. —Aun así, en su momento, fue un gran héroe para tu pueblo, según él. —Sí, según él. Yo podría contarte algo muy distinto. Dejaron atrás los mojones que marcaban los lindes del pueblo y llegaron a la orilla de un lago vasto y sereno. En esas aguas, había islotes aquí y allá. Unos descomunales insectos revoloteaban y zumbaban por encima de su superficie. Akama se detuvo junto a un pequeño y tranquilo estanque, donde el agua se hallaba más clara; no obstante, unas tenues motas de esporas flotaban en su superficie y unas siluetas envueltas en sombras se movían en sus profundidades. —Probablemente, debería creerte —apostilló Akama, quien, a renglón seguido, señaló a un banco de piedra un tanto desconchado que daba al lago—. Por favor, siéntate. Maiev permaneció de pie. Sin ningún disimulo, acercó la mano hacia la empuñadura de su arma. Tal vez Akama quisiera mostrar una sonrisa, pero al hacer ese gesto, mostró sus amenazadores colmillos. —Aquí nadie pretende hacerte daño, pero haz lo que estimes oportuno. Hablemos sobre el Traidor. Maiev había estado esperando a que le diera pie para hablar al respecto. —Es un ser de una gran maldad, de una perversidad infinita. Hace mucho, hace más de diez mil años, tal y como medimos el tiempo en Azeroth, nos traicionó y vendió a la Legión Ardiente. Durante diez mil años, lo vigilé para asegurarme de que pagara 44
por sus crímenes. Al final, gracias a la traición de una asesina que no sabía realmente lo que estaba haciendo, escapó de mi vigilancia y huyó de mi ira hasta llegar a este lugar. Es un hechicero aterrador, ducho en maldades que no puedes ni... Akama alzó una mano, con la palma hacia fuera. —Todo eso ya lo sé. He hablado con él, he luchado junto a él... Maiev miró a su alrededor, pues casi esperaba que, en cualquier momento, unos nagas emergieran del agua o unos elfos de sangre surgieran del sotobosque. Pero no sucedió nada. Akama ladeó la cabeza y la observó, como si ese comportamiento le resultara curioso. La celadora habría llegado a pensar que su actitud le hacía cierta gracia, si no supiera que eso era imposible. —¿Por qué sirves al Traidor? —inquirió Maiev, sin poder evitar que la ira tiñera su tono de voz. A pesar de que ante su cólera había demonios que se habían echado a temblar, Akama se limitó a encogerse de hombros. —Porque se ofreció a ayudar a mi pueblo a recuperar el Templo de Karabor. Era el enemigo de mi enemigo. Maiev clavó su mirada iracunda en los extraños ojos de su interlocutor. Akama bajó la vista hasta posarla sobre sus propios dedos entrelazados y lanzó un largo suspiro. —¿Y ya no es ese el caso? —preguntó Maiev. —No ha hecho ademán alguno de devolverle el templo a mi gente, y eso que lo tomamos hace más de un mes. Dudo mucho que alguna vez vaya a hacerlo. Me temo que hemos derrocado a nuestro anterior conquistador, a Magtheridon, únicamente para colocar en lugar del señor del foso a alguien peor. Illidan ha sellado un nuevo pacto con el señor demoníaco Kil’jaeden. Ha aceptado la misión de destruir el Trono Helado en su nombre. Según parece, nuestro lugar sagrado sigue en manos de la Legión Ardiente; simplemente, ahora tiene un nuevo líder. —Y crees que yo puedo ser el enemigo de tu enemigo. Akama asintió.
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—Tú lo aprisionaste. Te odia y, a menos que esté muy equivocado, te teme. Posees un gran poder. Eso puedo percibirlo yo mismo. Maiev esbozó fugazmente una sonrisa muy tenue y tan fría como una luna menguante. —Tiene razón al temerme, pues me aseguraré de que vuelva a prisión o muera. —Sí, supuse que esas serían tus intenciones. El Tábido volvió la cabeza y contempló esas aguas como si esperara que fueran a revelarles alguna gran verdad. Entonces, habló con un tono monótono y carente de emoción. —¿Y tal giro en los acontecimientos te resultaría aceptable también a ti? — preguntó Maiev, quien ya sabía la respuesta. Por mucho que aquel Tábido se presentara como un santo sabio, era un ser traicionero; el mero hecho de que hubiera servido al Traidor y que ahora se hallara aquí lo demostraba; no obstante, podría serle útil, puesto que, según sus mismas palabras, él era el enemigo de su enemigo. —Si no hay alguna otra manera de recuperar ese terreno sagrado... —Akama respiró hondo de manera estruendosa, separó las manos y volvió a mirarla—. Pasé mi juventud en ese templo. Era... es un lugar sagrado. No permitiré que sea profanado de nuevo. Maiev caviló al respecto. Daba la sensación de que esas palabras de Akama no iban dirigidas solo a ella, sino que también estaba hablando consigo mismo. Su voz estaba plagada de dolor y de un tremendo sentimiento de pérdida. —Bueno, ¿y qué planeas hacer? —Por el momento, no hay nada que podamos hacer. —¿Qué? —Maiev no pudo evitar que la consternación se reflejara en su tono de voz. Sus nudillos palidecieron al apretar con fuerza la empuñadura de su arma. Había venido hasta este lugar para sufrir una emboscada o dar con un posible aliado. Su alma le pedía a gritos que entrara en acción. ¿Cómo podía ese detestable anciano quedarse ahí cruzado de brazos mientras Illidan campaba a sus anchas?
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—Illidan es demasiado fuerte. Lo apoyan tanto el príncipe Kael’thas y lady Vashj. Creo que ya te has topado con ellos y lo has pagado muy caro. —No les temo. —Tal vez deberías hacerlo. —Tú no eres nadie para decirme a quién debo temer o no. Akama hizo un leve gesto con la mano izquierda para disculparse por lo que había dicho. —Ya lo veo. —¿Has venido aquí para implorarme ayuda y luego ocultarte de un modo cobarde entre estas ruinas? —Quizá no le había impresionado el tamaño del destacamento que había traído hasta ese lugar. Quizá no creyera que ella fuera capaz de dar caza a Illidan. Quizá había concluido que no estaba a la altura del desafío—. Pides mi ayuda, pero no me ofreces nada a cambio. —Los elfos son... ¿Cómo es posible que vivan tanto y sean incapaces de aprender a ser pacientes? Hay un momento y un lugar para todo. La venganza es un plato que se sirve en frío. —No busco venganza, sino justicia. —Sí, veo que eso es lo que crees. —Esta vez estuvo segura de que hablaba con un tono burlón. Akama se volvió una vez más, con la mirada perdida en la lejanía. En ese instante, algo enorme emergió a la superficie y volvió a sumergirse chapoteando en el agua de nuevo. Uno de esos grandes insectos se desvaneció al mismo tiempo—. Esos pargos pueden esperar días enteros. Sin moverse. Aletargados. Uno nunca los consideraría una amenaza. Pero en cuanto una presa se halla cerca, atacan. Son capaces de arrancarle un brazo con sus fauces. —¿Tu plan consiste en imitar a un pez? —A una anguila. —No he venido aquí para recibir una lección de taxonomía marina. Pero has venido para algo. 47
—¿Cómo voy a ayudarte si tú no me vas a ayudar? —Cuando llegue el momento adecuado, te daré toda la ayuda que necesites. Pero no pienso permitir que mi pueblo sea masacrado innecesariamente por culpa de tu insensatez. Maiev dejó de aferrar su arma. Dejó caer muertos los brazos y abrió y cerró las manos. Respiró muy hondo e intentó hallar una cierta paz interior. Poco a poco, su furia menguó. —Muy bien. Al menos, cuéntame lo que está haciendo ahora mismo. —Va a llevar a Magtheridon a la Ciudadela del Fuego Infernal. —¿Por qué? Akama se encogió de hombros. —No me lo cuenta todo. —Tal vez porque no confía en ti. —Tal vez tenga alguna razón para ello. El Tábido rebuscó algo dentro de una bolsa que llevaba colgando de la cintura. Sacó de ahí una pequeña piedra de aspecto basto que tenía inscritas unas extrañas runas. Le tendió la mano a Maiev y se la ofreció. Ella la miró pero no hizo ningún ademán de cogerla. Podía percibir que había magia en su interior, aunque no poseía la maldad de la brujería vil ni la perversidad de la magia arcana; al menos, por lo que podía intuir. —A través de esto, contactaré contigo cuando tenga algo que merezca la pena contarte. Yo llevo su gemela. —La piedra seguía en la palma de su mano—. Claro que si te da miedo cogerla, podremos buscar otro modo... Maiev le arrebató la piedra de la mano. A pesar de que notó el cosquilleo de la magia a través de su guantelete, no sucedió nada terrible. —Como desees. Akama hizo una leve reverencia. 48
—Puedo ver por qué te teme. Se parecen demasiado. Akama se marchó, dejando a Maiev contemplando su propio reflejo en el oscuro espejo que conformaba el lago. Ese rostro le devolvió la mirada, con un gesto donde se mezclaban frustración y furia. Se agachó, cogió un guijarro y lo tiró al agua, lo que provocó que las ondas distorsionaran su reflejo.
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CAPÍTULO CUATRO CUATRO AÑOS ANTES DE LA CAÍDA
L
entamente Maiev y sus Celadores avanzaron arrastrándose sobre esas
piedras calientes. El sol abrasador de la Península del Fuego Infernal proyectaba unas largas sombras que brotaban de unos grandes peñascos. El camino de vuelta desde la Marisma de Zangar había sido muy largo, aunque lo habían recorrido a gran velocidad con sus monturas; no obstante, el dolor en las posaderas habría merecido la pena si lograba sorprender a Illidan con la guardia baja. No necesitaba a Akama. Lo único que necesitaba era tener la oportunidad de atacar al Traidor cuando menos se lo esperase. Anyndra hizo un gesto con la mano derecha y levantó tres dedos. Maiev se arrastró con el cuerpo pegado al suelo, hasta que llegó a la posición de la teniente; a continuación, alzó la cabeza por encima de la línea que conformaban las crestas de las montañas y comprobó que su segunda al mando tenía razón: ahí había tres orcos viles; tres de esas criaturas enormes y musculosas de piel roja y ojos brillantes, tres de esos pesados seres que iban encorvados, pues esa era la postura habitual de los orcos. Todos sus músculos estaban en tensión y, con esa actitud y esa postura, mostraban su furia. Todos sus movimientos eran rápidos, bruscos y hoscos, como si los orcos viles estuvieran buscando una excusa para atacar a alguien. Maiev les iba a conceder su deseo, pues su intención era hallarse en una posición que diera al camino que llevaba a la Ciudadela del Fuego Infernal cuando Illidan pasara cabalgando por ahí.
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Hizo uso de sus poderes y, en un parpadeo, cruzó el espacio que lo separaba de ellos. El aire se desplazó, acompañado de una casi silenciosa ráfaga de viento, en cuanto reapareció detrás del más grande de los orcos viles. Con un solo golpe, le arrancó la cabeza. Al instante, se abalanzó sobre el segundo orco vil al que clavó en el pecho su media luna umbría y, acto seguido, rodó por el suelo. El tercer orco vil intentó defenderse con su hacha, pero le dio una patada en la parte posterior de la rodilla que lo hizo caer al suelo. De inmediato, le seccionó la yugular con su arma. Apenas habían pasado tres latidos. Anyndra acababa de tensar la cuerda de su arco. Maiev indicó con un gesto al resto de las tropas que cruzaran ese terreno hasta la posición donde se encontraba ahora ella y, sin más dilación, arrastró los cadáveres hasta la sombra de un peñasco, para que no pudiera verlos ningún jinete del viento que sobrevolara la zona. Captó el olor a un gran felino, lo cual le indicó que Sarius se había unido a ella sigilosamente. El druida portaba la forma de una pantera enorme que tenía unas cicatrices extrañas. Se desplazaba a través de ese paisaje yermo en total silencio, siguiendo las curvas que trazaba esa tierra marrón, fuera de la vista de todo el mundo, salvo de los más vigilantes. Gruñó a modo de saludo y se acercó sigilosamente hacia el borde de la cumbre de la montaña. De manera igualmente silenciosa, ella lo siguió hasta la cima del risco y, desde ahí, contempló la Ciudadela del Fuego Infernal. Tenía el aspecto colosal y brutal propio de todas las fortificaciones oreas, aunque, en este caso, esta sensación se veía magnificada por el tremendo tamaño del lugar. Daba la impresión de que la ciudadela había sido construida para dar cobijo a un ejército de gigantes. Se alzaba imponente sobre las tierras de alrededor; cada torre era un dedo de una mano gigantesca que se elevaba para alcanzar el cielo. Era vasta e inmensa, había sido levantada con rocas rojas y los huesos de unas criaturas que debían de haber sido más grandes que unas montañas. Esas piedras estaban impregnadas de magia en grado sumo. Incluso a esa distancia, era capaz de percibir su maldad. Sin embargo, no era la fortaleza lo que captaba su atención, sino el desfile que recorría el camino que llevaba hacia la ciudadela. Decenas de miles de orcos viles marchaban en una formación tremendamente compacta, expandiéndose por el paisaje en una columna de miles de leguas. Entre ellos, marchaban también varias compañías de demonios, que portaban el estandarte de Illidan. En la vanguardia, cabalgaba una gran multitud de elfos de sangre, cuyas monturas eran similares a unos pájaros. El príncipe Kael’thas encabezaba aquel grupo. Tenía la mirada clavada en un enorme carro del que tiraba un grupo de veinte 51
uñagrietas. Esas gigantescas criaturas llevaban bozal y los ojos tapados para impedir que el pánico se apoderara de ellas. Al ver la jaula que transportaba ese gigantesco carro, Maiev comprendió por qué. En ella llevaban al señor del foso Magtheridon, el cual era varias veces más alto que un elfo y sacudía los barrotes de acero vil con unos brazos del tamaño del tronco de un árbol. Incluso desde la cima del risco, Maiev podía percibir su poder, que asaltaba sus sentidos con gran intensidad, como si pudiera oler el hedor de diez mil cuerpos que se estuvieran quemando. Unas cadenas, con las que se podrían haber anclado los más grandes buques de guerra, lo mantenían atado al carro. Maiev podía notar que estaban encantadas, con unos conjuros lo bastante fuertes como para ralentizar la deriva continental. Encima del carro, con las alas extendidas y los brazos en jarra, con una postura triunfal que dejaba bien a las claras que no temía a nada, se hallaba Illidan. A pesar de que la diferencia de tamaño era tan enorme que debería haber dado la sensación de ser una ardilla que estuviera desafiando a un jabinferno, eso no era así. La fulgurante aura de poder mágico vil que lo envolvía hacía que diera la sensación de estar a la altura del señor del foso. Sin embargo, no era el único que observaba esa escena. En esa cadena montañosa se habían congregado varios clanes orcos, así como otros observadores. Todos ellos estaban ahí para ser testigos de cómo el antiguo Señor de Outland era llevado encadenado a la Ciudadela del Fuego Infernal. Las llamas del odio ardieron con intensidad en el fuero interno de la celadora. Disfruta de este momento de triunfo, Traidor, pensó Maiev, pues será el último. Anyndra se colocó junto a ella. A la teniente se le desorbitaron los ojos al ver ese desfile victorioso y dejó de sostener con firmeza la cuerda de su arco. Sarius gruñó tan suavemente que pareció más bien un quejido. Por encima de sus cabezas, unos desgarradores trazaban círculos en el aire, con sus alas sarnosas totalmente desplegadas, como si estuvieran crucificados en esas corrientes termales calientes. Maiev sopesó las diferentes opciones que tenía. Seguramente, los orcos viles no esperaban un ataque; además, el sol pronto se pondría. Resultaba obvio que Illidan tenía previsto llegar a las puertas de la Ciudadela del Fuego Infernal antes de la puesta de sol, pero no había llegado a tiempo, lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta su arrogancia y torpeza. Podía ordenar a sus fuerzas que se desplegaran cerca de la jaula, de tal modo que pudieran cubrirla mientras corría hacia el Traidor. Con un solo golpe 52
muy rápido, podría decapitarlo. El muy soberbio se estaría regodeando tanto en su victoria que no se daría cuenta de que ella se aproximaba hasta que la media luna umbría le hubiera cortado el cuello. Con gran deleite, se imaginó de manera fugaz sosteniendo su cabeza en alto para lanzársela después a esa hueste congregada ahí de orcos viles. Aunque después de eso no cabía duda de que su propia muerte sería rápida, habría merecido la pena, ya que habría puesto punto y final a la existencia del maldito Illidan. Sí, podría morir satisfecha, sabiendo que había enviado al olvido a su antiguo enemigo antes de que ella se sumiera en él. Una sonrisa cobró forma en sus labios. Casi podía sentir el pelo sedoso de Illidan entre los dedos mientras alzaba su cabeza, casi podía sentir el goteo de la sangre de su cuello cortado. No era una gesta imposible. Podría valerse de su habilidad para atravesar en un abrir y cerrar de ojos la distancia que los separaba para abalanzarse sobre él antes de que esa turbamulta indisciplinada tuviera tiempo de reaccionar; además, con sus sortilegios de distracción y ocultación podría evitar que la detectaran mientras se aproximaba. En ese sentido, no había nadie ahí abajo que pudiera rivalizar con su habilidad para llevar a cabo esa proeza. Ni Kael’thas, ni Vashj. Ni siquiera el propio Illidan. Entonces, se percató de que Anyndra la estaba agarrando del brazo y se soltó bruscamente. —¿Qué? —Celadora Shadowsong, te he preguntado qué crees que quiere hacer el Traidor con ese señor del foso que ha capturado. Creía que lo llamaban el cazador de demonios. ¿Para qué quiere uno vivo? Poco a poco, Maiev dejó que las llamas de su odio menguaran hasta arder con menos intensidad. Se apartó del borde del precipicio en el que se hallaba. Había estado a punto de ordenar un ataque. La idea de morir de un modo glorioso, matando a su enemigo, casi la había llevado a cometer un error. ¿Y si algo hubiera ido mal? ¿Y si el Traidor hubiese logrado escapar, de tal modo que ella habría tenido que enfrentarse a sus legiones con solo esa pequeña fuerza de la que disponía? Nada iría mal. Se miró la mano. Tenía un pulso firme. No había ni el más mínimo atisbo de temblor. Se centró en la pregunta que le había hecho la teniente. Era muy buena. ¿Qué planeaba hacer Illidan con ese señor del foso que había capturado? A 53
un ser con el poder de Magtheridon no se le podía esclavizar como a un demonio menor. Ni siquiera Illidan estaba tan loco como para creerse tan fuerte. —¿Para qué quiere a tal criatura? —Anyndra repitió la pregunta, como si pensara que Maiev no la hubiera escuchado. Parecía decidida a obtener una respuesta. O tal vez pretendía distraer a la celadora de su objetivo. Maiev masculló: —Para hacer un sacrificio, una advertencia... ¿Quién puede comprender cómo piensa ese demente? —Pero ¿para qué iba a querer sacrificar a Magtheridon? ¿Qué beneficio podría obtener de algo así? Maiev hizo un gesto de negación con la cabeza y frunció el ceño. —¿Cómo voy a saberlo? Su segundo al mando la miró a los ojos de manera impasible. —Siempre me has dicho que un cazador debe comprender a su presa. Sarius gruñó a su otro lado. Al parecer, él también sentía curiosidad al respecto. Maiev dio otro paso atrás para alejarse del borde del precipicio. El corazón se le había desbocado. Respiraba agitadamente. Se atrevió a mirar otra vez a Illidan. Ahí estaba, creyéndose invencible. Quería borrarle esa sonrisilla del rostro, reventarle la cara contra el suelo para destrozar esas facciones henchidas de orgullo. Sarius le arañó levemente el brazo derecho con una zarpa y la celadora se dio cuenta de lo que le intentaba decir el druida. Illidan había girado la cabeza para mirar hacia el lugar donde ellos se hallaban. Las miradas de todas sus tropas miraron también hacia allá. Era imposible que él pudiera verla desde esa distancia. Era imposible que pudiera verla. Se alejó rodando de ese borde escarpado. Anyndra y Sarius la siguieron. Tenía la boca seca. Se tensó, pues esperaba oír el bramido furioso de las legiones de orcos viles que se disponían a perseguirla. Maiev permaneció tumbada boca arriba por un momento, contemplando el cielo. No oyó ningún ruido. No se había dado ninguna voz de alarma. Tal vez Illidan los había 54
visto y no los había considerado una amenaza digna de consideración. Esa posibilidad la mortificó. Rodó pendiente abajo y se puso en pie de un salto, fuera de la vista del enemigo. Con gesto adusto y sombrío, el resto de sus tropas volvieron arrastrándose de la línea que conformaban esas montañas para acercarse lentamente a la posición de la celadora. Eso era una muestra de indisciplina y mala táctica. Algunos de ellos deberían estar vigilando para evitar que un asaltante los atacara como ella había atacado a esos orcos viles. Quiso decir algo, pero entonces se percató de que todos esos ojos estaban clavados en ella. Anyndra flexionó los dedos de la mano con la que manejaba su arma, tal y como solía hacer siempre que intentaba disimular que se hallaba extremadamente nerviosa. Sarius había revertido a su forma de elfo de la noche. Si bien la serenidad reinaba en esas facciones que recordaban a un halcón, su boca era una línea totalmente recta situada en la parte inferior de su semblante; además, tenía los ojos entornados y clavados en ella. Al fruncir el ceño, unas arrugas le surcaron esa frente inmaculada. Maiev observó con detenimiento al resto de sus tropas. Algunos estaban pálidos y supuso que el sudor que les perlaba la frente no era únicamente debido al calor. Otros miraban a todas partes, como ratones a la espera de que un búho cayera sobre ellos desde un cielo iluminado por la luna. Estaban asustados. Y eso era prácticamente inconcebible. Eran Celadores, habían sido escogidos por su valor y templanza a la hora de afrontar el peligro. La habían seguido a través de infinidad de peligros sin inmutarse, pero ahora parecían estar a punto de venirse abajo y salir corriendo. Los elfos de la noche formaron un semicírculo, de tal manera que quedaron de cara hacia ella. Entonces, uno de ellos dijo: —Aquí no podemos vencer. Maiev intentaba dominar su cólera. Quería gritarles, reprenderles por su necedad y cobardía, pero no podía hacerlo, ya que el enemigo podría oírla; esa perturbación podría llamar la atención de ese poderoso ejército que recorría estruendosamente esa carretera de abajo. Poco a poco, fue asimilando la posibilidad de que quizá tuvieran razón. Cerró los ojos e hizo una plegaria a Elune. Cuando volvió a abrirlos, se dio cuenta de que no 55
estaba mirando a un destacamento de Celadores. Esas tropas orgullosas y disciplinadas que habían partido de las entrañas de las Cavernas del Túmulo habían desaparecido. Habían sido sustituidas por un pequeño grupo de elfos cubiertos de polvo, de forasteros perdidos en una tierra salvaje, lejos de su hogar, que se enfrentaban a un enemigo con infinidad de guerreros a su disposición. Illidan ya había derrotado al demonio más poderoso de Outland y había convertido a las legiones de este en leales seguidores suyos. Tal vez los suyos tuvieran razón cuando dudaban de si serían capaces de vencerlo. La miraban fijamente, a la espera de oír lo que tuviera que decir. Incluso en esos momentos, seguían conservando el hábito de considerarla su líder y seguir sus órdenes. No podía decepcionarles. Respiró hondo y dijo: —No. Aquí no podemos ganar. Algunos parecieron sentirse satisfechos al ver que lo admitía. Unos cuantos parecieron hallarse estupefactos, como si no pudieran creerse esas palabras que acababan de brotar de la boca de la celadora. A pesar de que Maiev entendía cómo se sentían, siguió hablando, con un tono de voz ronco: —Aquí no podemos ganar. Ahora no. Pero eso no quiere decir que el Traidor vaya a estar a salvo de nosotros siempre—. Un par de ellos asintieron, como si lo que estuviera diciendo fuese lo que esperaban oír, como si ella estuviera expresando en voz alta lo que pensaban—. No podrá escapar de nosotros. Pagará por sus crímenes. Somos el instrumento de la venganza de los kaldorei. Seremos su perdición. En su momento, fue nuestro prisionero, pero escapó, ayudado por sus traicioneros aliados. Pero el Traidor no se nos volverá a escapar. Tenemos derecho a hacer lo que hacemos. La justicia está de nuestro lado. Los espíritus de nuestros muertos claman venganza, insisten en que le hagamos pagar sus crímenes. Hemos ido demasiado lejos, hemos sacrificado demasiado, como para desperdiciar nuestras oportunidades. Si queremos regresar a Darnassus con la cabeza bien alta, debemos volver con el Traidor o su cadáver. Si no es así, nuestro pueblo considerará que hemos traicionado su confianza. Ya han visto lo que está ocurriendo aquí. Ya saben que el Traidor está reuniendo a un ejército. Debemos cercioramos de que todo Azeroth lo sepa y comprenda que hemos cumplido con nuestro deber. Una elfa tragó saliva y se secó unos ojos al borde de las lágrimas. Maiev gesticuló lentamente con las manos, con unos movimientos tan controlados como los de una bailarina, y cerró los puños.
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— Hay un tiempo para cada cosa, y el momento en que Illidan será castigado se acerca. Me han seguido hasta aquí sabiéndolo, y les juro que han hecho bien al depositar su fe en mí, pues no permitiré que Illidan no sufra las consecuencias de sus fechorías. Permaneció en silencio un momento para dar más énfasis a sus palabras y prosiguió: —Y lo haré aunque tenga que seguir adelante yo sola. —Calló un instante para que asimilaran esas palabras—. Todos ustedes han jurado seguirme. Cada uno de ustedes sabe cuánto vale su palabra. La cuestión que deben plantearse es si van a cumplir sus juramentos o van a ser iguales que él. ¿Acaso carecen de fe como el Traidor o son en verdad las hijas y los hijos de Elune? Solo ustedes pueden responder a esa pregunta en lo más hondo de su corazón. Quiero que hagan examen de conciencia y den con la respuesta a esa pregunta. No quiero a nadie conmigo que se eche atrás cuando llegue el momento de la verdad. Únicamente ustedes pueden decidir si desean estar a mi lado cuando castigue como es debido a Illidan el Traidor. Algunos de los elfos no se atrevían a mirarla a la cara, e incluso unos pocos miraban para otro lado, pero la mayoría la contemplaban con una expresión de determinación renovada dibujada en sus semblantes, de lo que se sintió muy orgullosa, ya que su fe alimentaba la suya propia, lo cual hizo que se sintiera de nuevo tan segura como siempre. —Estoy contigo —dijo Anyndra, quien se arrodilló y le ofreció su arma. —Y yo —añadió Sarius, quien hizo lo mismo. Uno a uno, los demás Celadores volvieron a ofrecerle su lealtad, incluso los pocos que, claramente, se mostraban un tanto reticentes; estos juraron y se postraron porque sus amigos y camaradas lo hacían y porque no deseaban quedarse solos en ese lugar tan extraño. Maiev asintió satisfecha. Ese día había obtenido una pequeña victoria, al menos. —¿Y ahora qué, celadora Shadowsong? —preguntó Anyndra. Maiev respondió: —Debemos hallar aliados. En estas tierras son un elemento clave. Debemos dar con alguien más valiente que Akama y ver si quiere ayudarnos.
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CAPÍTULO CINCO CUATRO AÑOS ANTES DE LA CAÍDA
I
llidan entró a grandes zancadas en la vasta cámara en la que se hallaba
confinado Magtheridon. El cazador de demonios estaba furioso y muy frustrado. Su derrota a manos de Arthas había sido un duro golpe para su orgullo. También había recibido informes, procedentes de todos los rincones de Outland, de que Maiev se encontraba en esas tierras, pero por el momento se había mostrado tan elusiva como un fantasma. Aún pretendía encadenarlo y enterrarlo. Los hechizos que retenían al señor del foso le recordaron a Illidan a su propio encarcelamiento, así como a aquellos que los habían mantenido aprisionado ahí. La ira bullía en su interior. Tras dar ocho pasos, se obligó a parar antes de dar el noveno. —Así que has fracasado a la hora de completar la misión que el gran Kil’jaeden te había encomendado, pequeño Illidan —comentó con una voz atronadora Magtheridon, cuyas palabras retumbaron por los colosales bloques de piedra de las paredes y se amplificaron por el enorme foso que había en el centro de la estancia—. No me extraña que hayas fracasado al intentar destruir al Rey Lich. Tu destino siempre será fracasar. Illidan miró fijamente al señor del foso. A pesar de hallarse encadenado en las profundidades de las grandes cámaras situadas bajo la Ciudadela del Fuego Infernal, Magtheridon seguía siendo imponente. Las cadenas mágicas que lo ataban estaban tensadas al máximo. Los hechizos de vinculación, de los cubos Manticron se veían deformados constantemente bajo la presión de la fuerza de voluntad del demonio. 58
Illidan masculló una palabra mágica. Los generadores de magia resplandecieron y se produjo una sobrecarga de energía vil, Magtheridon chilló. El olor a carne quemada de demonio impregnó el aíre. —¿Qué se siente al haber sido derrotado por un fracasado como yo? —inquirió Illidan. El señor del foso agitó su cola enorme, lo que le causó más dolor al entrar en contacto con los hechizos de vinculación. —¿Crees que me has derrotado? —replicó Magtheridon con una voz áspera. Su respiración sonaba como un trueno ahogado incluso dentro de esa vasta estancia. —Según parece, eres demasiado estúpido como para darte cuenta de que has sido derrotado. Por lo visto, crees que hallarte encarcelado es una señal de victoria. Illidan envió otra descarga de energía a través de esas cadenas. El bramido agónico de Magtheridon estuvo a punto de dejarle sordo. El señor del foso se derrumbó como un toro al que un carnicero acabara de sacrificar. Por un momento, yació en el suelo jadeando. Acto seguido, se puso de rodillas. —No soy el único que ha sido derrotado —afirmó Magtheridon, con un cierto tono sardónico en su voz—. Me pregunto qué dirá lord Kil’jaeden cuando se entere de tu último fracaso. Creo que esta era tu última oportunidad. —¿Cómo sabes que he fracasado? —inquirió un Illidan picado por la curiosidad. En las semanas que habían transcurrido desde que había regresado de Azeroth, se había estado recuperando de sus heridas y reuniendo fuerzas para este momento. ¿Acaso algunos de los carceleros habían cometido el error de hablar con el señor del foso? Si era así, se aseguraría de que no volvieran a cometer ese fallo. —Vamos, pequeño Illidan. No hace falta que uno sea tan listo como tú para saber tales cosas. Puedo ver ese arañazo tan feo que tienes en el costado. No hace falta poseer una gran inteligencia para deducir lo que ha pasado desde que marchaste. Estás impregnado del hedor de los muertos andantes y de la peste de esa gran espada llamada Frostmourne. Te has topado con Arthas, ¿verdad? Y te ha derrotado. Era cierto. Illidan había ido a Azeroth, había luchado contra ese caballero de la Muerte renegado y había perdido. Con esa derrota, Illidan había perdido su última oportunidad de destruir al Rey Lich y aplacar la ira de Kil’jaeden. Sin embargo, eso, en
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última instancia, poco importaba. Tarde o temprano, habría acabado enfrentado con el señor demoníaco. —Sí, sí, pequeño Illidan. Percibo el olor a telarañas y muertos andantes, así como el sutil hedor de extrañas pestes; además, sé que todavía sigues cerrando las puertas que la Legión ha abierto en Outland. A pesar de tus hechizos de vinculación, soy capaz de percibir tales hechicerías. Así no lograrás escapar de la ira de Kil’jaeden ni salvar Azeroth. Tal vez logres demorar un par de años la invasión de tu querido mundo natal, pero no podrás impedirla. Con suma indiferencia esta vez, Illidan lanzó otra descarga muy dolorosa contra el señor del foso. Magtheridon logró permanecer erguido, y un gesto desafiante cobró forma en sus labios. En realidad, Illidan no quería matarlo, ya que Magtheridon todavía le era muy útil. Observó detenidamente la brillante aura del demonio. Ya casi estaba lo bastante débil. Casi. Illidan necesitaba arrebatarle un poco más de poder a Magtheridon, necesitaba aplastar un poco más su fuerza de voluntad. —¿Te molesta saber que no vas a estar ahí, señor del foso? Magtheridon se rio. —Sí, pequeño Illidan, así es. Gozaría mucho participando en la destrucción de tu patético mundo. Gozaría quemando tus adorados bosques. Los chillidos de un millón de seres al ser sacrificados me proporcionarían un gran placer. Sí, me fastidiará no poder participar en la conquista de tu mundo, pero habrá otros. Todavía quedan unos pocos más que arrasar antes de que llegue el triunfo definitivo de la Legión. Es una pena que me hayas privado de toda posibilidad de gozar de esos placeres, pequeño Illidan. Sé que hay una parte de ti que también disfruta con estas cosas. Ambos lo sabemos. El gran Kil’jaeden no será para nada considerado cuando se vengue de ti. No es conocido por su piedad, precisamente. Y a ti no te mostrará ninguna misericordia. Has cambiado de bando por última vez, Traidor. Illidan envió otra descarga de energía vil a través de las ataduras. Presa de una tremenda agonía, Magtheridon chilló. Illidan dejó que la energía siguiera fluyendo hasta que los alaridos del demonio amenazaron con hacer añicos la bóveda de piedra que se alzaba sobre él. Dejó que fluyera hasta que consideró que había llegado el momento adecuado. Sí, el señor del foso ya se encontraba lo bastante débil. Había llegado el momento. —Akama, entra —ordenó Illidan. 60
La puerta de la cámara se abrió y Akama entró, con los hombros hundidos y la cabeza gacha. Unos tentáculos largos y húmedos emergían de la capucha de su túnica. Arrastrando los pies, se acercó al estrado sobre el que se hallaba Illidan. Akama no dejó de mirar en ningún momento al señor del foso encadenado. Sin duda alguna, temía a Magtheridon tanto como lo odiaba por haber profanado el Templo de Karabor. En sus ojos había malicia además de miedo. Magtheridon habló con voz entrecortada: —Dime, Tábido, ¿el Traidor ya les ha devuelto su querido templo? —¿Qué deseas de mí, maestro? —preguntó Akama, quien ladeó la cabeza para mirar a Illidan, aunque estaba claro que pretendía mantener al señor del foso dentro de su campo de visión periférica. —Dime, Akama, ¿qué ves? —inquirió Illidan. —Veo a Magtheridon encadenado. Veo que hay unos grandes hechizos activos para poder retenerlo. Veo que te alzas triunfal sobre tu enemigo caído. Illidan sonrió. —¿No tienes curiosidad por saber por qué lo he mantenido con vida? —Sí, milord. El gorgoteo de las risotadas de Magtheridon retumbó por toda la sala. Aunque esas carcajadas estaban teñidas de dolor también había un perverso júbilo en ellas. —Quiere mi sangre, Tábido. Pero no del mismo modo que tú. Akama frunció el ceño. Si bien la sombra de su capucha habría ocultado su semblante a un individuo dotado de una vista normal, Illidan no tuvo ningún problema para verlo. —¿Qué quiere decir esta criatura, señor? —Básicamente, tiene razón. Aunque su sangre se puede usar para diversos fines, también contiene el elemento secreto que permite crear orcos viles. Puede ser destilada para obtener un elixir que confiere a los orcos poder y ferocidad. —¿Por qué deseas hacer algo así, maestro? —preguntó Akama.
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—Porque necesito un ejército, leal Akama. La Legión Ardiente viene a por nosotros y hay que enfrentarse a esos demonios. —Se dio un fuerte puñetazo en la palma de su otra mano—. Deben ser derrotados. Da igual lo que cueste. Da igual el precio a pagar. —Pero crear más de esas criaturas nauseabundas es... una abominación, lord Illidan. Perdóneme por ser tan franco, pero es cierto. —Has herido la sensibilidad de tu mascota, pequeño Illidan —dijo con una voz estentórea Magtheridon—. Y he de señalarte que no es la primera vez. Es una criatura muy sensible. Y también muy traicionera. Sí, su corazón es como un libro abierto para mí, aunque tú estés demasiado ciego como para poder verlo. Illidan pronunció una palabra mágica y, al instante, Magtheridon cerró violentamente la boca. Sus palabras quedaron reducidas a unos gruñidos ahogados y jadeos que no tenían ningún sentido, Illidan albergaba ciertas dudas sobre Akama, al igual que dudaba de cualquiera de sus seguidores, pero era algo que no dejaba que se notara; además, era absurdo dejar que Magtheridon abriera alguna fisura en la lealtad de Akama al hacerle creer que se hallaba bajo sospecha. —Necesitamos un poderoso ejército, Akama, y lo necesitamos ya; si no, las innumerables fuerzas invasoras de la Legión nos derrotarán muy fácilmente. Y ahora haz lo que te diga cuando te diga que lo hagas. Akama juntó ambas manos e hizo una reverencia, de tal modo que los tentáculos de su rostro rozaron el suelo. Illidan extendió los brazos y las alas aún más y blandió una Guja de guerra de Azzinoth en cada mano. Entonó un cántico, y las fuerzas mágicas se doblegaron ante su voluntad. Magtheridon se revolvió bajo esas ligaduras, de tal manera que flexionó esos enormes músculos para intentar probar la resistencia de esas cadenas. Daba la impresión de que al señor del foso no le hacía tanta gracia que le drenaran la sangre como dejaba traslucir. Illidan dio un paso al frente y se elevó de un salto en el aire, con las alas flexionadas para que lo mantuvieran ahí un instante. A continuación, se retorció, siguiendo los movimientos de una tremenda danza ritual, trazando círculos cada vez más cerca de Magtheridon, a la vez que esas hojas giraban en sus manos. Entre tanto, canturreaba unas palabras malignas en el antiguo idioma de los demonios. Unas estelas de fuego aparecieron bajo sus hojas mientras las giraba, tejiendo así una intricada red de energía.
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Alcanzó a Magtheridon y lo rajó. Las hojas arrancaron varios trozos de carne al demonio. Una sangre verde manó de las heridas, goteó por las piernas enormes como columnas del señor del foso hasta formar un charco a sus pies. Illidan se giró y volvió a abrirle varias heridas, de las que brotó aún más sangre; no obstante, esas hojas nunca se hundían más que unos cuantos centímetros y cada corte no era más que un rasguño en la gruesa piel del demonio. La sangre manaba a borbotones. Unas gotitas salpicaron la cara de Illidan, quien se relamió; el fuerte sabor hizo que notara un cosquilleo en la lengua. Sentía que la energía fluía a través de él. Pero como la sangre de aquel demonio era como una droga, tuvo que refrenarse, pues sintió la tentación de meter las manos en ese charco para bebérsela; era consciente de que las fuerzas que obtendría gracias a ella no merecían pagar el altísimo precio que eso conllevaría. Pero ¿qué más daría?, se preguntó una parte de él. No había mayor placer que beber la sangre de sus enemigos demoníacos e imbuirse de su poder. Lo necesitaba, puesto que le permitiría matar a más demonios y absorber su energía hasta que llegara el momento en que fuera tan fuerte como para poder enfrentarse al propio Kil’jaeden. Por el rabillo del ojo, pudo ver el gesto de horror dibujado en la cara de Akama, lo cual le recordó que había otro propósito en todo aquello aparte de la mera diversión. Necesitaba esa sangre para otros fines. La necesitaba para formar un ejército, para otorgar a los clanes orcos que lo rodeaban el poder que ansiaban para poder derrotar tanto a sus propios enemigos como a los de Illidan. —¡Ahora, Akama! —exclamó—. Encauza la sangre. Haz que fluya por los canales. Akama lanzó el hechizo. La sangre reaccionó ante él lentamente. La corrupción demoníaca que anidaba en su interior se resistía a plegarse ante la magia de Akama. Ese plasma se arremolinó y dividió, para fluir por los canales tallados en el suelo. La magia de Akama se tomó más intensa mientras extraía más y más poder. Los chorros se retorcieron y dieron vueltas sobre sí mismos en el aire y luego fluyeron hacia los conductos. El líquido atravesó un sistema de tuberías que conducía hasta unos tanques alquímicos donde era recogido. Illidan sonrió. Había conseguido el primer elemento que necesitaba. El hechizo se mantendría activo por sí solo durante horas. Era hora de ponerse manos a la obra.
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***
Illidan recorrió esa galería tan larga a grandes zancadas, mientras contemplaba a los orcos que yacían ahí en camillas. Unas pipetas conectaban a cada uno de ellos a un tanque donde burbujeaba un fluido verduzco, que les era introducido en las venas. Unas runas grabadas en su piel guiaban a la magia. Unos encorvados sirvientes mo’arg iban a gran velocidad de un orco a otro, para comprobar cómo iba el proceso. Cuando sus garras metálicas chocaban contra los tubos, se oía un tintineo. Sus ojos demoníacos centelleaban con un júbilo impío. Akama observaba todo con un gesto de repugnancia que no pretendía disimular para nada. —Esto es una abominación, lord Illidan —aseveró. —Eso ya lo has dicho. Pero es necesario. —¿Estás totalmente seguro de ello, milord? —Estoy totalmente seguro de que no deseas afrontar las consecuencias que acarrea cuestionarme, ¿verdad? La sangre de Magtheridon seguía afectando a Illidan, ya que una ira muy sutil estaba distorsionando sus pensamientos; ese era uno de los peligros que conlleva lo que había estado intentando hacer. —No pretendía faltarle al respeto, milord. Un orco dormido se revolvió, apretó los dientes y movió los dedos, como si se retorciera entre las garras de alguna pesadilla tenebrosa. Sin ningún género de dudas, esa criatura también sufría las secuelas de que la sangre del señor del foso circulara por su organismo, la cual estaba recibiendo de manera destilada y reforzada mágicamente. Se le había enrojecido sumamente la piel. Su epidermis parecía más gruesa y con un aspecto más basto. Sus músculos habían aumentado de tamaño y sus uñas se habían convertido en garras. En sus ojos podía atisbarse un leve fulgor a pesar de que tenía los párpados cerrados. —A medida que se perfeccione el proceso, serán más grandes y pesados — comentó Akama. —Son los efectos del suero. Los volverá más fuertes y rápidos. 64
También logrará que se curen con más celeridad. —Pero ¿a qué precio, maestro? —Serán repugnantes y fieros, se enojarán con rapidez y matarán con rapidez. La ira, el odio y el ansia de batallar los dominarán por entero. —¿No hay manera de mitigar esos efectos secundarios a la vez que preservamos los cambios que necesitamos? —Necesitaremos que sean así. Ya sabes cómo es la Legión Ardiente. Has sentido su ira. Si queremos tener alguna oportunidad, necesitamos que sean así de feroces y letales. —¿De verdad crees que la Legión podrá ser derrotada aquí, milord? —Creo que podrá ser contenida aquí. —Entonces, únicamente pretendes proteger tu mundo natal de Azeroth y, para conseguirlo, transformarás este mundo en un campo de batalla. —Este mundo ya es un campo de batalla, Akama. Y no, no pretendo defender únicamente Azeroth. Pretendo salvamos a todos. —¿Y cómo pretendes hacer eso, señor? ¿Transformándonos en aquello a lo que nos enfrentamos? Akama señaló de manera muy elocuente al orco acostado, cuya frente era más pronunciada y cuyos colmillos eran más largos. De repente, la criatura abrió los ojos y agarró a Illidan, rompiendo la correa que lo mantenía tumbado en la camilla. Le apretó con fuerza y sus uñas que parecían garras se le clavaron profundamente. El elfo se soltó violentamente y le propinó un golpe tan fuerte en la tráquea que se la rompió. Mientras la criatura se retorcía, Illidan le agarró la cabeza con ambas manos y le partió el cuello con un solo giro violento. A continuación, miró a Akama y sonrió; la sangre vil todavía le afectaba y había gozado asesinando a ese orco. —Creo que ese era demasiado fiero. —Creía que no había nadie más fiero que nuestros enemigos. Illidan estalló en carcajadas. 65
—Me caes bien, Akama, pero no pongas a prueba mi paciencia. No estoy aquí para hacer juegos de palabras, sino para ganar una guerra. —Igual que todos, señor. Solo espero que todos estemos luchando la misma. Akama contempló desde las almenas cómo las primeras tropas del nuevo ejército salían por las puertas de la Ciudadela del Fuego Infernal. Había transcurrido una semana desde que Illidan había iniciado la creación de una nueva hornada de orcos viles. Decenas de miles de guerreros mutados avanzaban a zancadas al unísono, maldiciendo, aullando y gruñendo. Blandían esas armas para saludar de un modo tosco a Illidan. Él les agradeció ese gesto agitando la mano perezosamente. Parecía satisfecho, puesto que su poderío militar había aumentado y ya no necesitaba depender del apoyo de Kael’thas y Vashj. Ahora contaba con unos ejércitos a la altura de sus poderes mágicos; en verdad, era el Señor de Outland. —Se harán con el control de todas las tierras de la Península del Fuego Infernal —dijo Illidan—. Después, cerraremos las puertas de la Legión y demoraremos el avance de los demonios. —Sinceramente, eso espero —replicó Akama, quien, ahora más que nunca, estaba convencido de que había hecho un pacto con el demonio. Transformar a los orcos era un plan demencial. Básicamente, Illidan se estaba convirtiendo en un nuevo Magtheridon. En realidad, tal vez incluso en algo mucho peor—. Una vez conseguidos esos objetivos, ¿devolverás el Templo de Karabor a mi pueblo, señor? —Por supuesto, Akama. Jamás lo dudes. Sin embargo, Akama tenía muchas dudas. Acarició la piedra con runas talladas que llevaba en la bolsa y percibió la magia que anidaba en su interior, mientras pensaba en la celadora, en la elfa de la noche que tenía su gemela. —Prepárate para partir —le ordenó Illidan—. Mañana regresaremos al Templo Oscuro.
***
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Illidan entró en la Cámara de Mando; la sala de reunión de su consejo en el Templo Oscuro. Akama lo seguía renqueando. Varios Tábidos iban de aquí para allá, colocando los últimos accesorios en su sitio. Unos grandes tapices con el símbolo de Illidan bordado pendían de la pared. Una mesa enorme, que mostraba un mapa tallado en tres dimensiones de Outland, ocupaba casi todo el espacio. Un grupo de elfos de sangre estaba arremolinado alrededor de él. Se volvieron e hicieron una reverencia en cuanto vieron a Illidan. No cabía duda de que su repentina irrupción les había pillado por sorpresa. La hermosa lady Malande alzó una mano a modo de lánguido saludo. —Lord Illidan, el príncipe Kael’thas lamenta no poder estar aquí presente. Ha partido con un ejército a cerrar la puerta de la Legión en Tormenta Abisal y... Antes de que pudiera concluir la explicación, el sumo abisálico Zerevor la interrumpió: —Las defensas mágicas del templo han sido reparadas, lord Illidan. Se hallaban en un estado lamentable, pero... Gathios el Devastador, que era muy ancho para ser un elfo de sangre e iba embutido en una armadura pesada propia de un paladín, le interrumpió a su vez: —No hay el más mínimo rastro de actividad de la Legión en el Valle Sombraluna, lord Illidan. Las puertas siguen tan cerradas como el día que las sellamos; asimismo, no hay ningún indicio de que haya habido ninguna manifestación demoníaca. Veras Darkshadow apoyó la espalda contra la mesa y cruzó los brazos; unos brazos cubiertos de cicatrices. Era el único que no parecía sentir la necesidad de pelear por la atención de Illidan con el resto de sus camaradas. El Traidor hizo un gesto de negación con la cabeza. Estos elfos de sangre parecían no tener nada mejor que hacer que conspirar unos contra otros para ganarse su favor. No era de extrañar que Kael’thas los hubiera dejado ahí. Aun así, eran muy eficientes como organizadores y brillantes en sus respectivos campos. Eran la flor y nata de las fuerzas sin’dorei en Outland. Habían decidido llamarse el «Consejo Illidari», lo cual tal vez fuera una buena muestra de su soberbia. Illidan levantó una mano y los miró fijamente hasta que todos se callaron.
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—Estamos en guerra con la Legión —le dijo a Gathios—. ¿Acaso tengo que recordarte que el señor demoníaco Kil’jaeden está muy disgustado conmigo? Pronto lo dejará bien claro. Un silencio sepulcral reinó en la cámara. Lo único que se oía era la ruidosa respiración de Akama. Los sin’dorei parecían asustados. Eso es bueno, pensó Illidan. El miedo tal vez lograra mantenerlos con vida. Ladeó la cabeza para que Zerevor fuera consciente de que tenía toda su atención y le preguntó: —¿Estás seguro de que los hechizos ya están preparados? Tal vez pronto sean sometidos a prueba. Este respiró hondo y meditó con mucho cuidado lo que iba a decir: —Lo están, lord Illidan. Me jugaría el cuello. —Eso está bien —replicó Illidan—. Porque eso es justo lo que están haciendo. Todos se están jugando el cuello. —Entonces, se giró hacia Malande—. Envía un mensaje al príncipe Kael’thas para informarle de la situación. No quiero que corra ningún riesgo innecesario. Después de mí, es el objetivo principal de Kil’jaeden. —Así se hará, lord Illidan. Me ocuparé inmediatamente de ello. —Veras..., ¿has hecho lo que te pedí? —Por supuesto, lord Illidan. Nuestros mejores rastreadores han peinado las rutas que llevan hasta la Ciudadela del Fuego Infernal y han interrogado a los líderes de los clanes de los orcos viles. Unos cuantos elfos montados a lomos de sables de la noche fueron divisados en las colinas que rodean el camino el día de tu desfile triunfal. Mataron a un grupo de orcos viles y lograron escapar. Uno de ellos portaba una armadura bruñida como la de la celadora Shadowsong. Illidan les mostró los colmillos y sus subalternos se encogieron de miedo. Había estado en lo cierto. Ese día, había visto a Maiev. Debería haber ordenado peinar las colinas de inmediato, pero en esos instantes estaba usando todo su poder para contener a Magtheridon; además, tampoco estaba seguro del todo de que fuera ella. La necesidad de epatar a los clanes haciendo gala de su gran poder se había impuesto sobre sus suspicacias. Habría dado señales de debilidad si hubiera interrumpido la marcha triunfal de todo su ejército para ir en busca de un puñado de elfos de la noche. No obstante, pensar que ella había estado tan cerca de él lo enfurecía.
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—Vas a dar con Maiev Shadowsong, Veras. Vas a asignar a varios agentes la misión de investigar exhaustivamente todos los rumores que surjan sobre ella. Ansio brindarle la misma hospitalidad que me brindó a mí. —A la orden, lord Illidan —respondió Veras, quien abandonó la cámara sin hacer ningún ruido. —Y tú, Gathios. Quiero que te cerciores de que los centinelas permanecen alerta, y de que un destacamento esté preparado para responder ante cualquier amenaza. —Eso ya está hecho, lord Illidan. —Gathios estuvo callado un instante y prosiguió—: Me he tomado la libertad de inspeccionar las defensas del Templo Oscuro en busca de puntos débiles. El sistema de alcantarillado es un punto especialmente flaco. Mientras te hallabas ausente, he consultado el tema con lady Vashj, quien me sugirió que uno de sus campeones, el gran señor de la guerra Naj’entus, debería vigilar las cloacas, apoyado por un grupo selecto de otros de sus hombres. —Es un deber desagradable, pero muy necesario —aseveró Illidan. —Entonces, ¿aprueba esa medida, lord Illidan? —Por supuesto. Todos han obrado bien. Esperemos que sea suficiente. Akama, Gathios, Malande y Zerevor abandonaron la cámara para ocuparse de sus obligaciones, dejando a Illidan ahí, contemplando el mapa de Outland. Pronto los ejércitos se desplazarían por este terreno y la guerra arrasaría esas tierras, así que sería mejor que se fuera preparando, pues tenía mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo. Había llegado el momento de pasar a la siguiente fase de su plan. Debía reclutar a otros como él: a gente dispuesta a combatir a la Legión convirtiéndose en aquello que más odiaba.
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CAPÍTULO SEIS CINCO MESES ANTES DE LA CAÍDA
V
andel avanzaba sigilosamente por el oscuro paisaje del Valle Sombraluna.
Detrás de él, el colosal volcán conocido como la Mano de Gul’dan gruñía. Las estelas llameantes de los enormes meteros verdes arañaban la faz del cielo mientras caían. La tierra temblaba como una bestia asustada al recibir su impacto. En la lejanía, las gigantescas murallas del Templo Oscuro se alzaban imponentes. Vandel acarició las empuñaduras de sus dagas envainadas y, acto seguido, se frotó cansado los ojos para quitarse las cenizas y el polvo. Había recorrido un largo camino para poder dar con el nuevo hogar Illidan. Había recorrido un largo camino en busca de venganza. El recuerdo de su hijo muerto pasó fugazmente por su memoria. Había quedado muy poco del cuerpo de Khariel después de que el can manáfago hubiera acabado con él. Acarició la hoja de plata que le había regalado al niño por su tercer y último cumpleaños solo para asegurarse de que todavía le pendía del cuello. A pesar de que habían transcurrido cinco años, su recuerdo seguía grabado a fuego en su memoria. Apretó los dientes y dejó que una oleada de odio los atravesara. Si hubiera muerto aquel día junto a su familia y el resto de la aldea habría sido mejor para él. Debería haber estado con ellos; sin embargo, se había encontrado en el bosque cazando cuando los cuernos dieron la voz de alarma. 70
Al instante, había atravesado el bosque corriendo y había sorteado saltando los árboles caídos, mientras percibía un intenso olor a quemado. Reprimió ese recuerdo, ya que era demasiado fácil dejarse llevar por él. Lo había hecho tantas veces en el pasado, tantas veces había estado a punto de empujarlo al abismo de la locura... En sus momentos más lúcidos era capaz de admitirlo: ningún elfo cuerdo habría invertido tantos años en buscar al Traidor, desentrañando los secretos de aquellos que lo habían seguido; ningún elfo cuerdo habría atravesado ese portal mágico para llegar a esa tierra infernal. La muralla se alzaba amenazadora ante él. Siguió avanzando con sigilo, aprovechando todas las zonas envueltas en sombras. Ahí había muchos centinelas y muchos hechizos de protección. El Templo Oscuro era una fortaleza preparada para la guerra y no quería que sus guardias acabaran con él antes de que pudiera haber puesto punto y final a ese asunto que tenía pendiente con su amo. Unas piedras gigantescas amontonadas hasta alcanzar una gran altura conformaban las murallas exteriores. Aquí y allá había zonas cubiertas de moho. En algunos lugares, el viento, la lluvia y el impacto de los meteoros habían erosionado esos bloques tan antiguos, dejando grietas que podían ser aprovechadas por alguien que hubiera aprendido a trepar entre los grandes árboles de Vallefresno. Saltó lo máximo posible y, a continuación, introdujo los dedos en el primer hueco que divisó, para poder impulsarse hacia arriba. Se quedó ahí colgado por un momento, con la sensación de que se le iba a salir el brazo de su sitio. Allá abajo, una patrulla de orcos viles marchaba a corta distancia. Habría rezado una plegaria a Elune si hubiera tenido alguna fe en que la benevolencia de esa diosa pudiera llegar a ese lugar infecto. En vez de eso, puso la mente en blanco y continuó escalando por la muralla, con la esperanza de que ningún centinela pudiera oírlo desde ahí arriba. No obstante, eso parecía bastante improbable. En el Valle Sombraluna reinaba el bullicio. Creía que era casi imposible que algún guardia pudiera oírle por encima del bramido del volcán y el rugido del viento. Sin embargo, decidió permanecer quieto y en silencio, a la vez que aguzaba el oído por si detectaba alguna pista que indicara que tal vez estuviera siendo observado. Allá abajo, la patrulla siguió haciendo la ronda. Vandel escrutó esas zonas repletas de sombras y, solo por un instante, sintió la terrible tentación de soltarse. La larga caída le habría partido el cuello y puesto punto final a su agonía. Así podría unirse a su familia en la muerte y acabar con aquel tormento. Pero se resistió a esa tentación. No podría descansar mientras la muerte de su 71
hijo no fuera vengada. Su odio era más fuerte que su deseo de descansar para siempre en paz. Se encaramó a una almena y cayó rodando hasta el balcón situado debajo, donde yació en las sombras mientras recuperaba el aliento. Por ahora no se había topado con ningún centinela. Por un breve instante, se sintió victorioso. Había triunfado allá donde todo un ejército habría fracasado. Había logrado entrar en los impíos recintos del Templo Oscuro. Una sombra con unas alas de murciélago pasó por delante de la luna. Daba la sensación de que todos sus deseos se iban a cumplir esa noche. Illidan, el mismo Traidor, surcaba el cielo arrastrado por el viento nocturno. Daba la impresión de que también estaba inquieto esa noche. Tal vez tuviera pesadillas por culpa de los tenebrosos actos que había cometido y eso le impedía conciliar el sueño. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que Vandel había dormido sin tener pesadillas? No lo podía recordar. Solo se podía acordar de que eran unas pesadillas terribles. Acarició el amuleto de Khariel una vez más. Ya falta poco, hijo mío, ya falta poco. Illidan se posó sobre un balcón situado en la cima de la torre más alta del Templo Oscuro. Dio nueve pasos, se volvió y, a renglón seguido, negó con la cabeza. Se apoyó en la barandilla y escrutó todo cuanto había hasta llegar al horizonte. Vandel se preguntó si el Traidor sería capaz de verlo, puesto que todo el mundo sabía que podía percibir cosas que otros no podían ver, a pesar de no tener ojos en esas cuencas vacías. ¿Cómo reaccionaría Illidan si se enterara de que Vandel se hallaba ahí? No le resultaría muy difícil alcanzar la torre sobre la que se encontraba Illidan. Los pocos centinelas que estaban repartidos por las almenas no parecían estar despiertos del todo, ya que se sentían muy seguros tras esos robustos muros que los protegían. No cabía duda de que no esperaban a alguien como él. Estaban ahí para vigilar si aparecían ejércitos y demonios, no si irrumpía un solitario elfo de la noche al que la pena había enloquecido y al que dominaba la sed de venganza. Siguió avanzando sigilosamente, al mismo tiempo que se decía a sí mismo que no debía pecar de exceso de confianza. Tal vez hubiera ahí otros centinelas a los que todavía no había visto. A pesar de que los largos años que había pasado dando caza a los enemigos de su pueblo le habían enseñado a ser sigiloso, mucho más que la mayoría de los mortales, no era con mucho el único que era capaz de esconderse entre las
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sombras. Quizá incluso en esos mismos momentos, algún centinela letal lo estaba observando sin ser visto mientras se preparaba para clavarle una daga por la espalda. Una vez más se detuvo para cavilar acerca del hecho de que tal vez ya no estuviera cuerdo. Su mente se había hecho añicos en una ocasión; en el momento en que había hallado el cadáver de su hijo, que estaba siendo mordisqueado por un can manáfago. Por un momento, casi pudo oler el aroma a madera quemada y a sangre de elfo de la noche. Casi pudo oír el crujido de esos pequeños huesos. Lanzó un gemido y, a continuación, maldijo en silencio. Cualquiera que se hallara a cierta distancia podía haberlo oído, de tal modo que su necedad podría acabar provocando que un guardia lo despachara sin miramientos. No iba a cometer más errores. A partir de ahora, se iba a concentrar en la misión que tenía por delante. Llegó al pie de la torre sobre la que se encontraba Illidan. Delante de él, una rampa se curvaba hasta perderse de vista al doblar una esquina de la torre. Rezó para que la suerte lo siguiera acompañando y corrió, pues prefería confiar en la velocidad, el sigilo y en su inesperada buena fortuna. Alcanzó la parte superior. Aquel al que había estado buscando durante tantas leguas por fin se hallaba ante él. Illidan estaba de espaldas. Tenía esas colosales alas pegadas al cuerpo, como si así intentara protegerse del frío nocturno. Mantenía la cabeza, coronada por unos enormes cuernos, gacha, mientras contemplaba las distantes luces del gran volcán. ¿Qué era lo que estaba buscando? ¿Qué era lo que veía con esas cuencas desprovistas de ojos? Illidan se volvió como si hubiera sabido que Vandel había estado ahí todo el rato. Vandel desenvainó las dagas, echó un vistazo a las runas místicas que estaban grabadas en ellas y avanzó con sumo sigilo. Se arrodilló y colocó las hojas a los pies de Illidan. —Perdona la intrusión, lord Illidan. No quería arriesgarme a que tus centinelas me despacharan antes de haber hablado contigo. Illidan contestó: —¿Qué quieres de mí, acechador nocturno?
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—Quiero asesinar a aquellos que asesinaron a mi familia. Quiero masacrar a tus enemigos. —Entonces, no te preocupes por eso, pues tenemos de sobra. Vandel añadió: —Deseo aprender lo que tú has aprendido. Quiero cazar demonios. —Entonces, tienes mucho que aprender, pero ahora es ya muy de noche. —¿Me enseñarás? —Sí, a ti y a un millar como tú. Ve abajo. Descansa. Encontrarás lo que buscas o morirás en el intento. Illidan volvió a darle la espalda y contempló de nuevo el horizonte. A Vandel le quedó claro que ya podía irse.
***
Como no sabía a ciencia cierta qué se suponía que debía hacer, Vandel bajó hasta la base de la torre. Ahí dos figuras tatuadas lo esperaban. Daba la impresión de que habían estado ahí todo el tiempo. No se sorprendieron al verlo ni desenvainaron ningún arma. Una de ellas era una mujer alta con la cara marcada. Parecía ser una elfa de la noche, aunque tenía unos rasgos demoníacos. Unas llamas verdes centelleaban en sus cuencas vacías. En la frente tenía unos pequeños cuernos curvados. Su escasa ropa dejaba a la vista los tatuajes brillantes que le cubrían el cuerpo. Había cierta magia en ellos, lo cual atrajo la atención de Vandel, quien se sintió empujado a intentar descifrar esos símbolos como si fueran un rompecabezas muy complejo. Ella se percató de cómo la miraba y curvó los labios para mostrarle unos pequeños colmillos. Vandel respondió a esa fría sonrisa sonriendo a su vez y tuvo la sensación de que, de alguna manera, le estaban poniendo a prueba, como si sus espadas estuvieran entrechocando en una lucha silenciosa. 74
La segunda figura, que también poseía una forma que recordaba a un elfo de la noche, no le prestó ninguna atención, lo cual no sorprendió a Vandel. Tenía los párpados cosidos, al igual que los labios. Estaba encorvado, tenía la cabeza gacha y los hombros echados hacia delante. Llevaba el torso desnudo, con lo cual mostraba más tatuajes incluso que su compañera. En un cinturón ancho de cuero portaba una serie de agujas afiladas y largas, de cuyos extremos pendían unas tiras de cuero, cuyas puntas estaban manchadas; bastaba con mirar al varón para darse cuenta de que hacía poco se había azotado con algo que le había rasgado la piel. La sustancia seca que se encontraba en la punta de esas agujas era sangre seca; con casi toda seguridad, era suya. —Has hablado con lord Illidan —dijo la mujer, con cierto tono de envidia en esa voz ronca; daba la sensación de que tenía mal la laringe, como si en algún momento del pasado hubiera gritado tan fuerte y durante tanto tiempo que se hubiera dañado permanentemente las cuerdas vocales. —Sí —contestó Vandel, quien hizo caso omiso de la sonrisa cómplice de su interlocutora, pues no estaba dispuesto a dejarse intimidar. —Ciertamente, eres un privilegiado. —¿Lo soy? —No recibe personalmente a todos aquellos que vienen a suplicarle. Parece que te recuerda de algo. Tal vez te tenga reservado algo muy especial en mente. El elfo se llevó un dedo a los labios, como si quisiera así indicarle a su compañera que había hablado de más. Una larga garra brotó de la punta de aquel dedo; un gesto que no era amenazador, pero tampoco muy reconfortante. El varón ciego se arañó la barbilla, de tal modo que una gota de sangre le empapó la garra. A continuación, se la llevó a la boca a través de una diminuta abertura que había en el hilo que le cosía los labios. —Yo no me atrevería a afirmar que soy capaz de leerle la mente a lord Illidan —aseveró Vandel. —Eres más sabio de lo que esperaba. —¿Cómo te llamas? —Yo soy Elarisiel, y él, Needle. Si tuvo antaño otro nombre, hace mucho que cayó en el olvido, incluso él ya no lo recuerda. 75
Vandel hizo una reverencia dirigida a ambos. Elarisiel se echó a reír, con unas carcajadas malévolas. Needle alzó y bajó la cabeza; un gesto donde no había ni el más leve rastro de burla. Vandel clavó su mirada en él. Era obvio que el varón veía tan bien como veía lord Illidan. ¿A qué venía todo aquello? —Lord Illidan nos ha dicho que te llevemos abajo. Los nervios dominaron a Vandel, el cual se tensó. —¿Y cómo se lo ha dicho? —Los acabarás descubriendo si sobrevives. Needle cogió uno de sus largos y afilados pinchos y se lo clavó en su propio antebrazo. Durante un minuto estuvo hurgando en la herida hasta que manó otra gota de sangre. Luego, metió la punta del pincho a través del pequeño agujero que se abría entre sus labios y se oyó cómo lo chupaba. Un gesto de felicidad total se dibujó en su cara. Vandel había llegado a ese lugar albergando serias dudas sobre su propia cordura. Ahora dudaba de la salud mental de todos los que le rodeaban. Ambos lo guiaron a través de un laberinto de pasillos. Atravesaron un pequeño portón de seguridad, situado en una muralla del Templo Oscuro y fueron a parar a una zona repleta de ruinas. —Antaño, esto formaba parte del Templo de Karabor —le explicó Elarisiel—. Los orcos y los demonios no dejaron casi nada en pie de la estructura original. Lo poco que quedó en pie se lo han llevado lord Illidan y sus campeones. Ahora, moramos aquí bajo la atenta mirada de Varedis y sus compañeros. —¿Varedis? —preguntó Vandel. —El tutor maestro —respondió Elarisiel, quien no pareció tener muchas ganas de querer explayarse más. Más meteoros verdes rasgaron la faz del cielo mientras Vandel y sus guías cruzaban una serie de bancales. Unos pabellones de seda se alzaban a lo largo de ellos; de su interior brotaban unas carcajadas demenciales. Atravesaron aquel campamento y, al final, llegaron a la entrada de un túnel que se abría en una pared en ruinas. Notaron un aire gélido mientras descendían por unas escaleras antiguas erosionadas por el paso del tiempo y fueron a parar a una enorme estancia.
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Aquello parecía un manicomio o un hospital de campaña. Había elfos tumbados por doquier. Algunos yacían bajo una luz verduzca proyectada por unos faroles viles titilantes, que hacía que diera la impresión de que se encontraban enfermos. Algunos de los varones tenían barba y el pelo verde, como era habitual en los elfos de la noche, aunque algunos estaban totalmente afeitados, como los sin’dorei. Algunos murmuraban entre ellos. Otros se acurrucaban en las zonas de sombras que había entre los faroles, como si intentaran esconderse. La mayoría dormían inquietos y hablaban en sueños. Se oyó un chillido demencial y, al instante, una mujer se puso en pie y corrió por la cámara gritando: —¡Gusanos, gusanos, gusanos! Aunque esos gritos provocaron que muchos se despertaran, no parecieron perturbarlos demasiado. Solo un elfo de sangre alto se levantó y se quitó la sucia capa con la que se había abrigado mientras yacía, para perseguir a esa demente por toda la estancia. Ambos desaparecieron de la vista. —Cómo puedes ver, no eres el único que ha llegado hasta aquí. Muchos han venido en busca de lord Illidan, pero solo unos pocos sobrevivirán para servirle. —¿Qué quieres decir? Elarisiel respondió con unas risas argénteas. —Eso pronto lo descubrirás, kaldorei. Escoge un lugar para descansar. Vas a necesitar todas tus fuerzas para afrontar las pruebas que tienes por delante. Acto seguido, se dio la vuelta y se marchó. Needle se llevó un dedo a la frente y con la mano trazó un semicírculo; a continuación, retrocedió hasta sumirse en las sombras y, simplemente, se desvaneció. —No le hagas mucho caso a Elarisiel —dijo alguien que se hallaba cerca con un tono amistoso—. Le encanta asustar a los nuevos reclutas. Supongo que alguien le hizo lo mismo cuando llegó aquí y le gusta que todos nos sintamos tan miserables como se sintió ella. Vandel escrutó a su interlocutor. Como era un elfo de la noche adulto, resultaba muy difícil precisar cuál era su edad exacta, lo cual significaba que podía tener entre veinte años y quince mil. Por lo que Vandel podía ver, no tenía ninguna cicatriz ni ningún tatuaje. Al percatarse de ello, echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que el resto de la gente que se hallaba en esa estancia tampoco tenía nada de eso. 77
Su interlocutor siguió hablando: —Pareces hallarte muy meditabundo. Y sé lo que estás pensando... Esa pregunta no formulada pendió en el aire. —Me llamo Vandel. —Elune ilumina este momento en el que nos conocemos, Vandel. Yo soy Ravael. —Encantado de conocerte. Estabas a punto de decirme qué era lo que estaba pensando. Siento curiosidad por saberlo, ya que ni siquiera yo lo tengo claro. —Estás pensando en lo que todo recién llegado que ha sido traído jamás hasta esta estancia ha pensado: que los guías eran muy extraños. También te estás preguntando por qué ninguno de nosotros está tatuado y todos conservamos los ojos. —Entonces, hay más como esos dos. —Oh, sí, amigo mío. Muchos más. Lord Illidan está formando un ejército de invidentes. —Pero no están ciegos, ¿verdad? —No. —Y tienen tatuajes parecidos a los de Illidan, pero menos intrincados. —Sí. —Y han sido transformados de la misma manera que él fue transformado. —Eres muy observador. —Tendría que estar ciego para no fijarme en esas cosas —señaló Vandel, aunque enseguida se dio cuenta de que lo que acababa de decir era ridículo. —¿Crees que aquí los ciegos ven peor que tú? —inquirió Ravael, y solo por un instante hubo un leve atisbo de histeria en su voz, lo cual alegró en cierto modo a
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Vandel, puesto que, hasta ese momento, Ravael había actuado de un modo tan normal que parecía fuera de lugar en aquel manicomio. —Creo que, probablemente, ven más que yo. No han tenido ningún problema para guiarme hasta aquí o para evitar a cualquiera que se hallara en su camino. Aunque es posible memorizar el camino, me imagino que todo el mundo que se encuentra en esta estancia no se halla en el mismo sitio en todo momento. —Al parecer, has cavilado mucho al respecto. —¿Por qué has venido tú aquí? —He venido a vengarme, a aprender a luchar contra los demonios. Supongo que esa es la misma razón por la que estás tú aquí. Vandel reflexionó un instante. —Tal vez Elarisiel tuviera razón. Tal vez no sea tan especial. —Seguro que lo eres. Al fin y al cabo, has llegado aquí vivo. ¿Acaso crees que eso es algo normal? Vandel respiró hondo y volvió a mirar a su alrededor. A pesar de que había dado por sentado que ahí todo el mundo estaba loco o era un inválido, ahora podía ver que muchos de ellos tenían cicatrices y todos ellos tenían sus armas a mano. Ahí había guerreros, magos y cazadores. —¿Perdiste a alguien? —preguntó Vandel. —Lo perdí todo —contestó Ravael, quien no hizo ademán alguno de explayarse más. Vandel pensó en lo que él mismo había perdido y decidió que no debía insistir. —Sé lo que se siente —aseveró. Ravael echó un vistazo a todo cuanto lo rodeaba. —No obstante, tengo la sensación de que, de algún modo, tenemos mucho más que perder en este lugar.
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CAPÍTULO SIETE CINCO MESES ANTES DE LA CAÍDA
M
aiev casi se sentía relajada. Se había atiborrado de carne de uñagrieta.
Tanto ella como sus seguidores habían dado caza a esas bestias durante ese largo día soleado, que les había ofrecido unas hermosas piezas de caza, lo cual no era muy habitual. Ahí había piel más que suficiente como para confeccionar armaduras a una veintena de soldados draenei. Unas cuantas de sus tropas estaban despellejando a esos animales en esos instantes. Eso le recordó a su juventud, que había quedado hace mucho tiempo atrás, cuando cazaba por los bosques con su madre. En aquella época, ellas mismas se confeccionaban su propia ropa, hecha de cuero, cosida con agujas de hueso e hilos de tendones. Esos recuerdos provocaron que esbozara una leve sonrisa y, al instante, el horror la invadió: su madre había muerto a manos de la Legión Ardiente, y ese pensamiento hizo que su mente trazara un círculo que la llevó a pensar de nuevo en Illidan. El Traidor seguía suelto y su poder estaba creciendo. La fuerza de sus legiones dejaba en ridículo a las suyas por comparación. Intentó no pensar en nada, en recuperar el buen humor que había sentido hacía nada, puesto que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había vivido un momento de pura felicidad. Le gustaba Nagrand. El aire era limpio; el cielo, azul; y el viento, fresco. Aunque aquello no era lo mismo que los bosques de su tierra natal, si uno no se fijaba demasiado, parecía un entorno bastante natural. No obstante, no cabía duda de que uno todavía podía ver las secuelas que había sufrido Draenor por culpa de esa magia que 80
había arrasado ese mundo. Unas islas colosales flotaban en el aire, pendiendo en el viento. A pesar de que daba la impresión de que, en cualquier momento, podrían estrellarse contra el suelo, no lo hacían. Según los lugareños, llevaban estables ahí arriba varios años. Por otro lado, los rumores de que Illidan se hallaba en guerra con sus amos demoníacos habían llegado hasta ahí; al parecer, la Legión Ardiente había establecido varias bases en el extremo oeste de Nagrand, y los demonios estaban preparando un nuevo ataque. Anyndra se encontraba tumbada boca abajo cerca del fuego, jugando una partida improvisada de nexo con Sarius, valiéndose de un tablero hexagonal que habían tallado en el suelo y de piedras de diferentes colores. La teniente vio que Maiev la miraba y alzó una mano para saludarla. Su pelo había adquirido una tonalidad verde lima bajo el sol de Outland y tenía la piel deshidratada. Su túnica tenía una docena de remiendos; al igual que el resto de Celadores que habían sobrevivido, se había negado a deshacerse de ella, pues era un vínculo con su hogar y quedaban muy pocas. Sarius seguía centrado en la partida, ya que era muy competitivo en todo. Tenía una docena de cicatrices nuevas. Algunas de ellas eran pálidas y viejas, pero dos de ellas eran de contiendas más recientes. Habían sido unas heridas profundas. Los druidas normalmente se curaban con rapidez y facilidad de la mayoría de las lesiones. Quizá se las había dejado como recordatorio o por pura vanidad. Los varones podían ser así a veces; les gustaba tener cicatrices para alardear y contar historias. Ambos habían demostrado ser unos soldados buenos y leales en los años que habían deambulado por Outland en busca de la clave que les permitiera destruir a Illidan. Habían logrado mantener con vida a las tropas de Maiev en circunstancias muy adversas. Se maldijo cuando pensó en todos los meses que había pasado explorando los terrenos que circundaban la Ciudadela del Fuego Infernal, guerreando con los nagas en la Marisma de Zangar, vigilando las murallas del Templo Oscuro. Tenía la sensación de que no había conseguido nada, puesto que el poder de Illidan se había multiplicado por mil durante ese periodo. Recorrió el campamento con la mirada. Si bien su destacamento había crecido, aún no se podía considerar un ejército. Contaba con centenares de miembros y estaba compuesto, principalmente, por jóvenes draenei desencantados, a los que había reclutado a lo largo de sus viajes. Siempre había gente que consideraba necesario oponerse a la amenaza que representaba el malévolo Illidan, pero no la suficiente. ¿Qué había logrado realmente ahí hasta ahora? Nada. A lo largo de los últimos cuatro años, Illidan se había vuelto aún más poderoso. Por cada draenei que se sumaba a 81
las filas de ella, un centenar de orcos entraban en la ciudadela de su adversario, de la que salían transformados en unos combatientes aún más brutales y poderosos. Aún quedaban necios que creían que se oponía a la Legión y, por eso, se presentaban voluntarios. No lo conocían tan bien como ella. Sabía que estaba invocando a más y más demonios del Vacío Abisal, a los que sometía bajo su yugo; seguramente, con ningún propósito bueno en mente. Illidan estaba llevando a cabo algún plan muy retorcido. Aún no podía captar su lógica, pero sabía que debía haber alguna. También había algunos que afirmaban que Kil’jaeden quería su cabeza. Tal vez el señor demoníaco lo deseara, puesto que no sería la primera vez que unos malhechores se enemistaban; además, Illidan ya había cambiado de bando en más de una ocasión y lo volvería a hacer cuando le conviniera, pues su naturaleza malévola siempre se imponía y siempre corrompía todo cuanto tocaba; esta vez no iba a ser distinto. De repente, estalló un alboroto en los límites del campamento. Los centinelas le habían dado el alto a alguien. Sus tropas agarraron sus armas. Todos los Celadores estaban preparados para combatir. Maiev se acercó a investigar. Aunque habían divisado ogros en esa zona, dudaba mucho que se tratara de uno de ellos, puesto que en ese caso ya estarían batallando. Corrió y, cuando estuvo más cerca, pudo ver a un grupo de Tábidos a los que no conocía de nada y que iban vestidos como cazadores. Estaban hablando con uno de los guardias y no parecían hostiles, pero podía ser un ardid. Maiev los rodeó hasta situarse detrás de ellos, con intención de escrutar esa zona. No había ninguna señal que indicara que se trataba de una infiltración enemiga. No había ningún Tábido oculto entre las sombras. En la lejanía, oyó el gruñido de un sable de la noche. Un elemental del viento bramó por el cielo nocturno. En cuanto abandonó el cobijo de las sombras, el líder de esos desconocidos se estremeció ante su repentina irrupción, pero enseguida recuperó la compostura. —Saludos —dijo. —¿Qué ocurre aquí? —preguntó Maiev. —Podríamos preguntarles lo mismo. Están en tierra Kurenai, comiendo bestias Kurenai. Me da la impresión de que deberíamos ser nosotros los que tendríamos que estar interrogándolos. 82
Maiev había oído hablar de los Kurenai; eran otra facción de los Tábidos, una que no estaba aliada con Akama y su tribu Ashtongue. —No he visto ninguna marca en el uñagrieta ni tampoco a ningún pastor. —Este es nuestro coto de caza y no les hemos dado permiso para cazar. Maiev caviló al respecto. Con calculada insolencia, recorrió con la mirada a los recién llegados, dejando claro de este modo que estaba contando cuántos eran. Acto seguido, miró hacia su destacamento; superaba en veinte a uno a esos desconocidos. El Tábido se echó a reír. —Cuentas con un ejército, pero el pueblo de Telaar también podrá recurrir al suyo si las cosas se tuercen. Y el nuestro es más grande que el tuyo. —Pero no está aquí —replicó Maiev. Anyndra abandonó el abrigo de la penumbra y se oyó un graznido que indicó a la celadora que Sarius estaba observándolo todo desde las alturas bajo la forma de un pájaro. —Podría estarlo si hiciera sonar este cuerno. —Podría clavarte una flecha en el ojo antes de que te lo llevaras a los labios — le advirtió Anyndra. Maiev la fulminó con la mirada. No era el momento de hacer demostraciones de destreza con el arco. No tenían nada que ganar si se enfrentaban a esos Tábidos. —No pretendíamos ofenderlos —se disculpó Maiev—. Somos unos forasteros que están cruzando estas tierras y solo buscan comida y cobijo. —Deberían haber venido a Telaar. Nuestra gente les habría proporcionado ambas cosas e incluso tal vez más cosas, —El Tábido miró hacia el campamento de nuevo—. Tantos jóvenes draenei liderados por unos pocos extraños. Seguro que aquí hay una historia que contar que a Arechron le gustaría oír. Al escuchar esas palabras, Maiev sintió su ánimo renovado. Tal vez se le acabara de presentar la oportunidad de sumar nuevos aliados a su causa; tal vez incluso de contar con un ejército entero. 83
—Estoy seguro de que tenemos mucho que contamos. Si te parece bien, llevaré a mi gente hasta su ciudad para poder hablar con ese tal Arechron. —Dejaré aquí a algunos de los míos para que sean sus guías y yo me adelantaré para informar de su llegada. Maiev esperaba que no fuera a adelantarse únicamente para preparar una trampa.
***
Telaar era un lugar fortificado realmente impresionante. Como estaba ubicado en la cima del pico plano de una montaña que se alzaba sobre un profundo valle, no necesitaba murallas. La única forma de aproximarse a él era cruzando unos puentes de cuerda o por el aire. A menos que empleara magia o contara con seres voladores, cualquier enemigo tendría muchas dificultades para asediarlo. El puente de cuerda se balanceaba bajo las zarpas del sable de la noche de Maiev. Si bien el gran felino seguía avanzando con cautela, la celadora pudo percibir que el pulso del animal se aceleraba cuando miraba hacia abajo. A través de los listones del puente, Maiev podía ver el suelo, que se encontraba a mucha distancia. Si los Tábidos querían matar a sus hombres, lo único que tendrían que hacer era cortar las cuerdas que sujetaban el puente. No obstante, eso habría supuesto matar también a los Tábidos y draenei que iban con ellos, sin lugar a dudas. Como Maiev había conocido a bastantes líderes dispuestos a sacrificar a sus propias tropas para conseguir sus objetivos, no descartaba que pudiera darse esa posibilidad. Una multitud se había congregado en los límites de la ciudad, en un intento de echar un vistazo a esa fuerza que se aproximaba. Aunque no se empujaban unos a otros, tampoco hacían gala de esa lasitud que ella había llegado a asociar con los Tábidos. Parecían estar armados y no cabía duda de que lucharían si tenían que hacerlo. Maiev abandonó el puente con una gran sensación de alivio. Se detuvo para echar un vistazo hacia atrás y ver cómo se hallaban sus hombres. Se alegró al comprobar que seguían ahí. Al parecer, Arechron no planeaba traicionarlos. Al menos, aún no.
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En medio de aquella muchedumbre, rodeado por lanceros, se hallaba un Tábido enorme de aspecto noble. Iba ataviado con una impresionante armadura naranja y morada. Cuatro largos tentáculos pendían de su rostro. Al moverse, chasqueaba su larga cola. —Achal hecta, y bienvenidos a Telaar —dijo—. Soy Arechron y les doy la bienvenida a mi casa. Maiev respondió: —Te agradezco la hospitalidad que nos brindan y ansío hablar contigo. Cabalgaron por ese camino repleto de mosaicos y cruzaron los espacios abiertos de Telaar. A su alrededor, se alzaban esos edificios abovedados tan extraños y típicos de la arquitectura draenei. Como combatiente veterana que era, Maiev observaba todo con gran detenimiento. Se fijó en las zonas donde se podrían tender emboscadas o colocar arqueros. En todo momento, esperaba en cierto modo que los atacaran. Había pasado tanto tiempo luchando esos últimos años que ahora todas las ciudades le parecían una trampa y todo ciudadano, un enemigo en potencia. Al percatarse de ello, sintió una honda tristeza, pero no dejó de permanecer alerta.
***
Desde el otro lado de esa mesa baja, Maiev escrutó a Arechron. El Tábido poseía un rostro que transmitía sinceridad y hacía gala de unos modales que hacían que se sintiera a gusto; sin embargo, había aprendido hacía mucho que tales cosas pueden ser muy engañosas. Estaba decidida a no bajar la guardia ni un solo instante, aunque disimuló totalmente sus suspicacias. Las paredes de esa cámara eran curvas y unas alfombras gruesas cubrían el suelo. Un muchacho Tábido apartó una cortina de cuentas para echar un vistazo; indudablemente, la recién llegada le fascinaba. Maiev le miró a los ojos. —Corki —dijo Arechron—, ve a dormir. Ya es hora de que te acuestes; además, tengo asuntos que tratar con nuestra nueva amiga. 85
—Sí, padre —replicó Corki, pero no hizo ademán alguno de marcharse. —¡Corki! —¿Sí, padre? —Haz lo que te digo o sufrirás las consecuencias. —Sí, padre. Las pezuñas del crío repiquetearon sobre el suelo de piedra mientras se alejaba a saltitos. —Es un buen muchacho, pero le consiento demasiado —comentó Arechron. A pesar de que Maiev estaba de acuerdo con eso, no le pareció correcto decirlo en voz alta. —Eres su padre. —A veces me preocupa —afirmó Arechron. Maiev vio la oportunidad de llevar la conversación hacia donde le interesaba. —Como padre, tienes mucho de qué preocuparte. Vivimos en unos tiempos tenebrosos que se están volviendo aún más oscuros. Arechron asintió. —Dices la verdad, pero la Luz nos protegerá. Siempre ha sido así y siempre lo será. —Ojalá compartiera tu fe —replicó Maiev. Antes de que pudiera decir nada más, el Tábido la interrumpió: —La fe en la Luz está al alcance de todos. Lo único que tienes que hacer es creer. Maiev se dio cuenta de que la conversación podía irse por unos derroteros que no quería si caía en el cenagal del debate teológico.
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—Oh, estoy segura de que la Luz vela por nosotros, aunque no estoy tan segura de que pueda protegemos por mucho más tiempo. El Traidor pretende dominar Outland. Ya ha reclutado a decenas de miles de orcos viles y otros seres monstruosos. He visto a los nagas trabajando con grandes máquinas mágicas en las aguas de la Reserva Colmillo Torcido. Y, seguramente, no traman nada bueno. Conozco a su líder, a lady Vashj. Créeme, es malévola — aseveró Maiev con un tono de cierta premura. Había dado este mismo discurso muchas veces; gracias a él, había convencido a los jóvenes draenei que habían pasado a engrosar las filas de su destacamento. Pero Arechron no era un jovencito, sino un líder curtido, con una cierta debilidad por su hijo; y ese era el punto flaco que ella quería explotar—; Si deseas que tu hijo esté a salvo en el futuro, debes hacer algo antes de que Illidan el Traidor cuente con un ejército invencible a su disposición. Arechron alzó ambas manos, con las palmas hacia fuera. Le ofreció una sonrisa franca y replicó: —No hace falta que me convenzas de que Illidan representa una amenaza. —Entonces, podré contar con tu ayuda en la inminente lucha. Arechron se encogió levemente de hombros. —No es tan sencillo. Maiev esbozó una sonrisa forzada. —Por lo que parece, casi todo el mundo opina lo mismo en Outland. —He oído hablar de ti, celadora Maiev. He oído que vas de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, reclutando soldados que se unan a tu cruzada contra aquel al que llamas el Traidor. He oído que algunos de los draenei más jóvenes e impetuosos han decidido seguirte; sin embargo, yo no soy ni joven ni impetuoso. A pesar de que Maiev sintió la tentación de añadir ni un guerrero tampoco, mantuvo la boca cerrada y siguió sonriendo. Ahora no estaba en Azeroth. No podía presentarse sin más y esperar que la ayudaran, como podría suceder en su propio mundo, con su propio pueblo. Necesitaba convencer a los Tábidos de que hicieran lo correcto. Estaba acostumbrada a que los ancianos draenei reaccionaran de esa forma, ya que eran gente conservadora y muy cauta. Los jóvenes eran más valientes. Daba la impresión de que siempre ocurría lo mismo allá donde fuera.
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—Créeme, me gustaría ayudarte, Maiev. Creo que tienes razón al afirmar que Illidan es muy poderoso, por lo cual no quiero atraer la atención de tal ser sobre mi pequeña ciudad. —Tienes miedo —le espetó Maiev. —No me avergüenza admitirlo, pero no lo temo de la manera que tú crees. —El miedo es lo que es. Si permites que te domine, no importa cuál sea la causa de tu temor. —Para ti todo esto es muy fácil, ¿verdad? Vas cabalgando de un sitio a otro, tejiendo una telaraña de palabras en la que caen los jóvenes guerreros que te siguen. No tienes que pensar en las consecuencias de tus actos. No te paras a pensar en que son nuestros jóvenes los que mueren. Maiev lo miró muy fijamente. —Muchos miembros de mi propio pueblo han dado la vida para acabar con el reinado de terror de Illidan. Los elfos de la noche que ves ahí fuera, mis oficiales, son lo único que queda de la poderosa fuerza que una vez me siguió hasta aquí para perseguir al Traidor. Arechron unió las yemas de los dedos de ambas manos y asintió. —Tú puedes librar una guerra de guerrillas y desaparecer en los páramos para escapar de la ira de tu enemigo. Yo no puedo. Mi pueblo no puede. Nuestro hogar está aquí, en Telaar; además, tenemos hijos. —Y yo que me preguntaba por qué habías mencionado al tuyo tan pronto en esta conversación. Arechron hizo un gesto brusco con la mano derecha y, a continuación, se encogió de hombros. —Eres una elfa de la noche cínica y llena de ira, pero creo que también eres honrada y honesta. Por eso te prestaré toda la ayuda que sea posible. Te proporcionaré suministros y armas. Te permitiré que reclutes a cualquiera de nuestros jóvenes que desee seguirte, siempre que no intentes persuadir a los guardias de la ciudad, pues los necesitamos aquí para protegemos de nuestros enemigos.
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Maiev reflexionó sobre lo que acababa de escuchar. Era obvio que Arechron no deseaba ser arrastrado a un conflicto abierto con Illidan; no obstante, era igualmente obvio que tampoco era amigo del Traidor. Teniendo en cuenta las circunstancias, se tendría que conformar con lo que había. Entonces, cierta cordialidad de verdad se reflejó en su sonrisa. —Sé apreciar el riesgo que estás tomando. Y te estaré agradecida por cualquier tipo de ayuda que puedas prestarme. —No nos malinterpretemos. Se avecina una guerra. Se acerca el día en que Illidan centrará su atención en Telaar. Pero ese día no ha llegado aún y pienso demorarlo lo máximo posible. Lo que vayas a hacer, tendrás que hacerlo tú sola. Cogió una jarra y llenó un par de copas con agua clara. Le ofreció una a ella y la otra se la quedó para él. Como si hubiera podido adivinar lo que la celadora estaba pensando, se llevó la suya a los labios antes que Maiev pudiera beberse la suya. Esta la olisqueó y paladeó un poco con la punta de la lengua. Como no detectó ninguna droga, le dio un sorbo. Arechron sonrió. —Dime, ya que conoces a Illidan tan bien, ¿qué crees que está haciendo en Outland? —Huye de la justicia que lo persigue desde Azeroth. —Eso no hace falta decirlo. Me refiero a qué crees que planea en concreto. ¿Por qué está creando un ejército tan poderoso? ¿Acaso piensas que pretende invadir tu mundo natal, tal y como hicieron los orcos no hace tanto? —Opino que esa es la explicación más plausible. Illidan siempre ha querido gozar de la gloria de la conquista. Codicia tales cosas casi tanto como codicia el conocimiento prohibido. —Se dice que es un hechicero formidable. —Uno de los más grandes que jamás han surgido de mi pueblo. A Maiev le molestó tener que pronunciar esas palabras, puesto que despreciaba el tipo de poder mágico que empleaba Illidan.
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—Eso es alarmante. Ya has podido ver las secuelas que ha dejado la magia en nuestro mundo; ha arrasado Draenor, ha costado la vida a millones. Arechron temía el peligro que representaba el poder de la magia de Illidan. Era una actitud sensata, aunque también cobarde. —Otra razón más por la que hay que combatir a Illidan. —¿Había pactado con la Legión Ardiente anteriormente? —Siempre que le ha convenido. —Sin embargo, ahora parece estar en guerra con la Legión. —Sí, eso parece, pero ¿quién sabe qué está pasando realmente? Tal vez, simplemente, se trate de un conflicto en el seno de la Legión Ardiente. Tal vez el intento del Traidor de suplantar a Magtheridon le haya hecho ganar más enemigos de lo que esperaba. Tal vez sus superiores hayan decidido castigarlo. En cualquier caso, esta lucha interna es una oportunidad que pueden aprovechar todos aquellos que desean derrocarlo. —Sí, es posible. —¿No estás de acuerdo? —No pretendo ofenderte, pero sospecho que serías capaz de hallar una excusa para atacar a tu enemigo en cualquier circunstancia. — Permaneció callado un momento—. Aunque hay algunos que quizá podrían ayudarte en tu misión, quienes también poseen un gran poder mágico. Maiev lo observó con suma atención. —No pretendo aliarme con aquellos que emplean hechicerías blasfemas. —Los naaru sirven a la Luz. Extraen su poder de ella. —¿Los naaru? —Hace poco estuvieron en la Ciudad de Shattrath. En mi opinión, creo que podrían aunar esfuerzos, pues no son amigos precisamente de tu Illidan. —No es mi Illidan. 90
—No pretendía ofender. A veces me expreso de un modo torpe. —Háblame más de esos naaru. —Son unos seres de luz enormemente poderosos. Llegaron a Shattrath hace solo unos meses, atraídos por los ritos de alabanza que los sacerdotes Aldor llevaban a cabo ahí, dentro de un templo en ruinas. Los naaru protegen la ciudad de los demonios. —¿Y dices que mantienen a la Legión a raya? —En efecto. Han convertido a Shattrath en un santuario para aquellos que se oponen a los demonios. Están reclutando a todo aquel dispuesto a luchar contra los siervos de Kil’jaeden. Ahí serás bien recibida y podrías alcanzar tus objetivos. No me cabe duda de que podrías llegar a ser una general en su ejército. Ciertamente, eso sonaba prometedor. No obstante, Maiev sospechaba que esas palabras podían ocultar otras intenciones. ¿Acaso, simplemente, intentaba librarse de ella al enviarla a la tal Shattrath? Arechron mantuvo su habitual semblante benevolente. Era difícil saber lo que pensaba. —No pretendo obtener un cargo ni alcanzar el poder —aseveró Maiev—. Solo pretendo que el Traidor reciba su merecido castigo. —Por supuesto, por supuesto. Una vez más, he malinterpretado la situación. No obstante, te aconsejo que busques la ayuda de los naaru. De todas las fuerzas que se oponen a la Legión Ardiente en Outland, ellos son los más fuertes y de un modo inconmensurable. Tal vez el Tábido tuviera razón. Había estado perdiendo el tiempo, deambulando por esos páramos y reclutando a pequeños grupos de guerreros. Si contactaba con esos nuevos gobernantes de Shattrath, no tenía nada que perder y quizá sí mucho que ganar. —Háblame de Shattrath. —En su día, fue un hermoso lugar y quizá vuelva a serlo de nuevo. A pesar de que esa no era la respuesta que la celadora había estado buscando, dominó su impaciencia. —¿Cómo podría dar con ella y con quién debería hablar ahí? 91
Arechron sonrió, como si acabara de lograr algún objetivo. —Se encuentra al nordeste, a bastante distancia de aquí. Debes buscar el Bancal de la Luz y hablar con A’dal. Si buscas un lugar donde hospedarte, puedo recomendarte una posada; el dueño es primo mío y será tu guía si le dices que vas de mi parte. Hablaron sobre diversos asuntos relacionados con esa ciudad hasta bien entrada la noche.
***
Maiev contemplaba el amanecer. Era una buena hora para partir e iba a hacer otro día claro y cálido. Sus fuerzas habían disfrutado de unas semanas de descanso en Telaar. Había reclutado a otro centenar de jóvenes combatientes entre los Tábidos y los draenei, y estos se encontraban en la retaguardia de su destacamento, montados sobre sus elekks. Las monturas felinas de su gente parecieran enanas en comparación con esos colosales cuadrúpedos, los cuales se mostraban muy poco nerviosos ante la presencia de esos grandes carnívoros. Una multitud más grande que la que los había recibido cuando llegaron se había congregado para verlos marchar. Gran parte de esa gente parecía estar ahí para despedirse de los nuevos reclutas. Unos pocos parecían estar intentando convencerles de que no debían partir. Maiev pensaba que tratar de impedir que obraran así sería absurdo, puesto que no quería a nadie en sus filas al que las lágrimas de su familia pudieran incitarle a desertar; sus tropas tenían que estar hechas de una pasta mucho más dura. El mismo Arechron apareció montado sobre un enorme elekk cubierto de joyas. Hizo una reverencia ante ella y dijo: —Recuerda, debes buscar a los Aldor. Son la facción más poderosa de Shattrath, si exceptuamos a los naaru, y, con casi toda seguridad, estarán dispuestos a ayudarte.
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—Lo haré —respondió Maiev—. Prefiero depositar mi fe en la fuerza de los draenei que en la astucia traicionera de los elfos de sangre. Aunque había optado por dar una respuesta muy diplomática, esas palabras eran la mera verdad. Arechron asintió y añadió: —Yo que tú no volvería a entrar en contacto con los Ashtongue y su líder, pues son bastante irrelevantes. Maiev dudaba de que eso fuera así. Había vuelto a encontrarse con Akama en muchas ocasiones desde la primera vez que se habían visto y conocía bien su poder. Aunque no confiaba en el Tábido, este todavía no le había mentido, al menos que ella supiera. Anyndra cabalgaba a su lado. Por su mirada, estaba claro que estaba aguardando a recibir la orden de partir. Maiev asintió. Anyndra sopló el cuerno. Los sables de la noche rugieron. Los elekks bramaron. Esa larga hilera de soldados abandonó Telaar, dejando atrás a una muchedumbre que los vitoreaba, los despedía y lloraba. Maiev se preguntaba qué se encontraría realmente en Shattrath.
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CAPÍTULO OCHO CUATRO MESES ANTES DE LA CAÍDA
V
andel se hallaba en el gran patio de las ruinas de Karabor junto a todos los
demás. Cientos de candidatos llenaban los bancales. Llevaban semanas esperando a que Illidan regresase. Nadie sabía dónde estaba. Ni siquiera sus seguidores más cercanos comprendían el porqué de las continuas idas y venidas del Traidor. La impaciencia se iba adueñando de Vandel cada vez más. Durante muchos días había sido adiestrado por una serie de combatientes tatuados del mismo modo que Elarisiel y Needle. El rubio Varedis, tan arrogante y confiado como un dios, les había enseñado la verdadera naturaleza de los demonios. Sobre él se rumoreaba que se había infiltrado en el Consejo de la Sombra y le había robado El libro de nombres viles. La reservada y serena Alandien les había explicado las tácticas de infiltración y afirmaba que el mismo Illidan la había adiestrado. Netharel, el elfo de la noche de más edad de todos ellos, había sido el que les había enseñado todo lo que había que saber sobre armas. A pesar de que se hallaba encorvado por el peso de la edad, cuando cogía un arma blanca se movía con la agilidad de un joven. Habían entrenado con armas, peleado con sus colegas reclutas y se habían llegado a conocer mutuamente un poco mejor, pero Vandel seguía sin hacer ningún progreso que lo acercara a su meta. 94
A veces le daba la sensación de que habría llegado más lejos a la hora de satisfacer su sed de venganza si simplemente hubiera salido por la puerta y hubiera atacado a cualquiera de las decenas de miles de sirvientes de la Legión Ardiente que pululaban en gran número por Outland; a pesar de que con eso solo habría logrado morir rápidamente y no habría conseguido nada en ningún sentido, ya que la Legión contaba con una infinidad de tales soldados. Ravael se hallaba junto a él. Habían permanecido juntos desde la noche en que había llegado Vandel. Comparado con algunos de los ahí presentes. Ravael parecía normal. A lo largo de las últimas semanas. Vandel había ido conociendo a la mayoría de los aspirantes. Todos ellos tenían su propia historia que contar y eran unos relatos terroríficos, sin excepción. La mayoría de los reclutas eran elfos de sangre a los que el príncipe Kael’thas había enviado a aprender cómo luchar contra los demonios. También había kaldorei, pero eran muchos menos. Entre los elfos de la noche se encontraba Seladan, que había venido desde muy lejos, desde el Bosque Canción Eterna. Tenía quemaduras por todo el cuerpo, por culpa de la decena de puñetazos que le había propinado un infernal. Toda la parte derecha de su rostro se hallaba hundida en la zona de la mandíbula. Un elfo de la noche tan quemado no debería ser capaz de moverse sin sentir un gran dolor, pero de algún de modo lo hacía, con la misma agilidad que cuando había sido el guardia de una aldea. La hermosa Isteth había perdido a sus tres hijos cuando la Legión Ardiente había atacado. Llevaba el cadáver calcinado de su bebé en una bolsa que llevaba pegada al pecho. Vandel había logrado recomponer su pasado a partir del rompecabezas de sus desvaríos. Había noches en las que la pobre no podía parar de gritar acerca del fuego y las llamas. Aunque uno de los elfos de sangre había intentado callarla por la fuerza, ella lo había matado de una certera cuchillada. Mavelith sonreía, sonreía y sonreía. Todo le parecía divertido. Cuando se reía por nada o de la angustia que sentía algún compañero resultaba desconcertante. Había algo en sus ojos que parecía indicar que gozaba con el dolor de los demás. Luego estaba Cyana, quien parecía prácticamente normal salvo por su ansia por querer enfrentarse a la Legión. Nunca hablaba de lo que los demonios le habían hecho, pero daba la impresión de que ella también deseaba vengarse con toda su alma. Ravael le había aconsejado que no se fiara de los elfos de sangre, puesto que su adicción a la magia arcana los había corrompido. A Vandel eso no le importaba. No prestaba ninguna atención a los prejuicios que su propio pueblo había adquirido desde 95
la invasión de la Legión Ardiente, ya que había estado demasiado sumido en su propia cruzada alimentada por el odio como para preocuparse por ello. No obstante, sí sabía una cosa: que todos los elfos que estaban ahí tenían razones para odiar a la Legión Ardiente que superaban con mucho a las que tenía la mayoría que había sufrido por culpa de los demonios. Eran como él y sentía una extraña sensación de camaradería con todos ellos. No cabía duda de que tanto sus camaradas como él no eran los primeros en recorrer ese camino. Había otros que se mostraban muy reservados o a los que a veces se veía entrenando. Estos eran un caso aparte; estaban marcados por sus tatuajes, cicatrices y extrañas mutaciones. Si bien no todos parecían ser ciegos, todos habían sufrido alteraciones en los ojos, lo cual indicaba que eran miembros de un grupo aparte, de la élite. Los sirvientes y soldados que pululaban alrededor del Templo Oscuro los trataban con miedo y un exagerado respeto. Los aspirantes los miraban con una mezcla de admiración y envidia, puesto que poseían algo que todos los candidatos deseaban: aplomo, poder y confianza. Estaban envueltos en un aura de misterio, que dejaba entrever que podrían tener otros poderes invisibles. Se rumoreaba que esos soldados tatuados ya habían asesinado a demonios. Había habido momentos en los que Vandel había intuido la presencia de la Legión Ardiente. Se decía a sí mismo que eso se debía a que el Templo Oscuro albergaba a los sirvientes esclavos de Illidan, pero a veces había tenido la escalofriante sensación de que los demonios lo observaban y, entonces, se volvía y veía que Needle o Elarisiel lo estaban mirando. Esos combatientes tatuados que poseían una vista tan extraña le inquietaban sobremanera. Había pasado mucho, mucho tiempo desde la última vez que algo le había hecho sentir tal desasosiego. También corrían otros rumores entre los aspirantes: que el propio Illidan se había convertido en parte en un demonio; que sus tutores lo imitaban en todo y que, para poder matar demonios, tenías que convertirte en uno de ellos. El mismo Templo Oscuro era un lugar tremendamente perturbador. Por culpa de la presencia de Magtheridon, había pasado de ser un santuario a ser otra cosa, y la gente de Illidan, los llamados Illidari, no habían hecho nada para que esa atmósfera cambiara. Para ser alguien que afirmaba ser un cazador de demonios, Illidan contaba con un enorme número de demonios entre sus seguidores. Incluso entre las ruinas de Karabor merodeaban esos gigantes de alas de murciélago llamados guardias apocalípticos, contaminando esas piedras al entrar en contacto con sus pezuñas. Vandel había oído 96
cómo los bramidos de esos monstruos retumbaban por todo el Templo Oscuro. Entre los aspirantes circulaban muchas historias acerca de súcubos y sátiros. Vandel estaba tan sumido en sus pensamientos que no se percató en un principio que Ravael le estaba agarrando el hombro. En cuanto fue consciente del zarandeo, miró hacia el lugar que su compañero estaba señalando con el dedo. Encorvado como un halcón, Illidan estaba descendiendo desde ese cielo que se oscurecía al patio, como si ellos fueran sus presas. Vandel se mantuvo firme en su sitio mientras el Traidor aterrizaba delante de él, el cual frenó su descenso con un aleteo de sus enormes alas coriáceas. Aunque esas cuencas sin ojos parecían clavadas en algo lejano, esos dedos coronados por garras señalaban directamente a la multitud ahí reunida. Al Traidor se le curvaron los labios en forma de sonrisa burlona. —Y ahora, empecemos. ¿Empezar qué?, se preguntó Vandel. Hasta aquel momento, lo único que había hecho era entrenarse en el manejo de las armas y escuchar a sus perturbados compañeros. ¿Acaso eso significaba que Illidan por fin estaba dispuesto a compartir sus tenebrosos conocimientos? ¿Iban a aprender por fin a matar demonios, en vez de luchar entre ellos en los entrenamientos y escuchar las interminables lecciones de Varedis y los de su calaña? Esa gélida sonrisa se esfumó del semblante de Illidan. —Echen un vistazo a su alrededor. Aquí hay más de quinientos de ustedes. Para cuando esto acabe, habrá menos de un centenar. —Se calló para permitirles que asimilaran lo que acababa de decir y, acto seguido, se echó a reír—. Todos han jurado que estaban dispuestos a sacrificar sus vidas para acabar con la Legión Ardiente. Ahora tienen la oportunidad de demostrarlo. ¿Quién va a ser el primero? En un principio, nadie respondió. Todo el mundo estaba esperando a ver qué harían los demás. Ahora que había llegado el momento, nadie quería romper filas para ver qué era lo que les aguardaba. El suspenso y el miedo planeaban sobre los candidatos y los paralizaban. Vandel respiró hondo y dio un paso al frente. —Me vengaré o moriré. Haré todo cuanto sea necesario. 97
Illidan asintió. Vandel pensó que eso era justo lo que el Traidor esperaba de él, o tal vez, simplemente, era cosa de su imaginación. —Muy bien —dijo Illidan—. Entra en el círculo de invocación. El Traidor hizo un gesto y unas líneas de fuego grabaron un complejo patrón geométrico en la piedra. Vandel se adentró en un vasto pentáculo rodeado de unas runas relucientes. Latían con un significado que creía que podría entender si únicamente se le permitía contemplarlas solo otro latido más; sin embargo, nunca lograba comprenderlas. Mientras contemplaba esos símbolos, estos se fueron difuminando de un modo hipnótico. Sintió un cosquilleo por todo el cuerpo. Notó que tenía la boca pastosa. Unas motas de luz de un color amarillento y verduzco giraron en tomo a él. Illidan pronunció una palabra mágica y se produjo una descarga de energía vil. La temperatura descendió. El aire brilló y se congeló, y un can manáfago se materializó. Tal vez fuera cosa de su imaginación, pero se parecía sorprendentemente mucho al que había matado a su hijo Khariel. El can manáfago chilló y se abalanzó sobre él, con sus largos tentáculos bamboleándose. Abrió las fauces de par en par, mostrando así unos dientes similares a los de un tiburón. Vandel desenvainó sus dagas rúnicas y fue a por él de un salto; el parecido de esa bestia con la que había asesinado a su hijo avivó aún más las llamas de su odio. Lanzó un ataque frontal con intención de acertarle en los tentáculos. A continuación, se giró hacia un lado para evitar que lo mordiera. Sus cuchillos entraron en contacto con la bestia y le cortaron esos apéndices sensoriales. El can manáfago se retorció mientas todavía intentaba clavarle los colmillos. Notó unas quemaduras allá donde las mandíbulas del can manáfago entraron en contacto con su brazo, donde unos dientes afilados como cuchillas le atravesaron la carne. Su sed de venganza no le había permitido darse cuenta de que esa criatura poseía una velocidad sorprendente. Al instante, retrocedió de un salto para apartarse de ella. Sintió un cosquilleo en la espalda y, entonces, descubrió que no podía salir del círculo. La magia lo mantenía aprisionado dentro de él, era como si el mismo aire se hubiera solidificado. Dio una voltereta y las fauces del demonio se cerraron a solo unos centímetros de su cara. Olió su aliento a azufre al mismo tiempo que le clavaba la daga
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en el cielo del paladar, con la intención de llegar hasta ese lugar donde debería tener el cerebro. Si bien el can manáfago intentó cerrar la boca, no pudo hacerlo, ya que la daga colocada entre sus mandíbulas hacía las veces de cuña. Con ese esfuerzo, lo único que logró fue que la punta hechizada de esa arma se le clavara aún más profundamente en el cráneo. Un jadeo brotó de los labios de la criatura. Se desplomó y se quedó quieto, agitando la cola mientras sufría estertores. Embargado por la emoción de la victoria, Vandel miró a Illidan. ¿Y ahora qué?, se preguntó. El Traidor se adentró en el círculo, sin que ningún conjuro le impidiera hacerlo. Illidan se agachó y con una de sus garras le arrancó al can manáfago el corazón, que todavía latía, del pecho y se lo ofreció a Vandel. —Cómetelo —le ordenó. Eso no era lo que Vandel esperaba. Contempló ese repugnante montón de carne nauseabunda y se planteó la posibilidad de negarse a hacerlo. Pero solo por un momento. Había algo en la actitud del Traidor que le indicaba que mostrarse desafiante no era una opción, así que cogió el corazón con ambas manos. Palpó esa carne de demonio húmeda y pegajosa. Un icor verduzco y ácido goteaba de lo que tal vez fueran unas venas. Notó un cosquilleo en las palmas de las manos y tuvo la sensación de que se le estaban a punto de quemar. Echó un vistazo a su alrededor e, incluso a través del aire reluciente del círculo, pudo ver que todo el mundo tenía la mirada clavada en él. Todo el mundo estaba expectante, esperando a ver lo que hacía. Vandel se llevó la carne a los labios y sacó la lengua, en la que sintió un cosquilleo y como si se quemara, al igual que en las manos. Sospechaba que esa carne estaba impregnada de magia vil. Mordió esa carne húmeda y se obligó a masticar. Era dura y le dio la impresión de que, en cuanto entró en contacto con sus labios, se retorció. Se la tragó y pareció expandírsele en la garganta, como si el demonio, a pesar de estar muerto, estuviera decidido a ahogarlo. Notó que se atragantaba, así que tragó de nuevo, intentando así que ese trozo de carne le bajara al estómago. Fue como si una babosa descendiera por su garganta. Entonces, Illidan señaló al charco de sangre que se había formado alrededor del cadáver. 99
—Bébela. Vandel se agachó y, con ambas manos, cogió un poco de sangre. El cosquilleo que notaba en los dedos se incrementó. Las náuseas y el mareo provocaron que le diera vueltas la cabeza; no obstante, logró engullir ese líquido nauseabundo, que quemaba como el alcohol de garrafón que fabrican los goblins con sus alambiques. Vandel se preguntó si se estaba envenenando. El estómago se le rebeló. Quena vomitar. Horrorizado, tuvo la sensación de que algo le daba patadas dentro del vientre. Se imaginó a esa carne de demonio enroscándose en sus tripas, intentando liberarse, abriéndose camino a mordiscos. Illidan entonó un cántico mágico una vez más. Unas grandes esferas de color verduzco orbitaron a su alrededor, brillando con la intensidad de unos soles esmeraldas que desprendían calor y poder mágico. Vandel tuvo la sensación de que se le iba a desgarrar la piel. Unos relámpagos saltaron de un orbe a otro, conformando una jaula de energía crepitante; a renglón seguido, en cuanto el Traidor pronunció una palabra, los rayos atravesaron a Vandel, que gritó de agonía al sentir cómo la magia invadía su organismo. Le flaquearon las piernas y se desplomó. Luego, rodó por el suelo una y otra vez, como alguien cuya ropa está ardiendo e intenta apagar así las llamas, mientras se agarraba la cabeza. El dolor era muy intenso y, en ese preciso instante, supo que el Traidor lo iba a matar. Alzó la vista y vio a un Illidan transformado. Ya no parecía un elfo de ningún modo. Un aura tenebrosa y crepitante lo envolvía. Su cuerpo se había deformado y brillaba. Una maldad pura relucía en las cuencas de sus ojos, que era visible a pesar de la venda que se las tapaba. Vandel se sintió como si estuviera cayendo hacia esos estanques de luz malévola, precipitándose hacia un vacío infinito. Una serie de emociones muy extrañas lo embargaron. La ira ardió en su corazón. Quiso alzar los brazos hacia Illidan, pues quería estrangularlo hasta matarlo, pero el cuerpo no le respondía. El caos reinaba en sus sentidos, los cuales parecieron fusionarse. Oyó el chisporroteo de esa luz verde, vio las palabras que Illidan entonaba como unas runas perfectamente formadas. Debajo de él pudo notar el pulso de la magia que fluía por las piedras del Templo Oscuro y fue consciente de que algo surgía del vacío que había en su interior, algo vasto, poderoso y maligno que había venido para devorarle el alma. El mundo brilló y se desvaneció.
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CAPÍTULO NUEVE CUATRO MESES ANTES DE LA CAÍDA
L
a aldea ardía a su alrededor. Las hojas de los vetustos árboles se arrugaban.
Las casas de madera con tejados a dos aguas crepitaban y se quemaban. El olor a pino chamuscado impregnaba el ambiente. La savia hervía dentro de la madera, bullendo por el calor. Corrió por las calles llenas de humo, llamando a gritos a su mujer e hijo. En una mano sostenía su largo cuchillo de caza. Los demonios se divertían entre las ruinas. Los diablillos lanzaban descargas de fuego contra los edificios en llamas. Unos infernales descomunales recorrían las calles con cierta pesadez. Unos mo’arg enmascarados y ataviados con armaduras, que andaban como los patos, rociaban todo lo que veían con el fuego mágico de sus armas. En la viga del techo de la gran casa central de la aldea, la imponente figura alada de un Señor del Terror se alzaba amenazante. Vandel vio su casa ahí delante y, por un breve instante, la esperanza se adueñó de su corazón. Khariel asomó la cabeza por la puerta. Parecía que le estaba indicando a su padre que se acercara. Todo parecía tan real como si los cincos años llenos de miserias que había pasado deambulando de aquí para allá se hubieran esfumado y se le hubiera dado una segunda oportunidad de poder salvar a su hijo; no obstante, sabía que ese no era el caso. Al igual que en una pesadilla, sabía qué iba a suceder a continuación, y así fue.
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El crío volvió a meterse en casa; su diminuto puño fue lo último en desaparecer de la vista. Vandel atravesó el umbral de un salto. Khariel yacía ahí, con los ojos abiertos, con la mirada clavada en el techo. Un can manáfago, que estaba agachado sobre su pecho, se lo estaba comiendo. La diminuta hoja de plata de la que el niño se había sentido tan orgulloso todavía relucía en su cuello. El can manáfago alzó la mirada hacia él. Sus apéndices sensoriales se agitaron como las antenas de una cucaracha gigante. Tenía esos dientes semejantes a los de un tiburón manchados con la sangre de Khariel. Al ver a ese niño, que esa misma mañana había estado tan lleno de vida y tan alegre, frío e inmóvil en el suelo, una punzada de agonía le atravesó el corazón a Vandel. Oh, qué dolor tan, tan dulce, oyó decir a una voz que procedía de lo más profundo de su fuero interno. Tenía la sensación de que se le iba a partir el corazón, de que la cabeza le iba a explotar. No podría soportar esto otra vez. Pero lo harás, muchas, muchas veces. Y yo me daré un festín con ello mientras te devoro el alma. Había una presencia extraña en su mente. Se trataba de una voz que sonaba como la suya, pero que no lo era. Pertenecía a algo que contemplaba todo ese horror, se nutría de él y disfrutaba de cada instante del mismo. Tu horror me alimenta. Me hace más fuerte. El can manáfago se acercó a él, agitando la cola, distrayéndolo de esa voz. A pesar de tener unas patas muy cortas, se movía a una velocidad sorprendente. Abrió la boca de par en par y mostró así unos dientes muy afilados. Vandel saltó hacia un lado, para evitar el ataque, se giró y golpeó con su arma, provocando así que un sangriento verdugón verde le brotara en un costado a la criatura. Ese golpe estaba repleto de ira y odio. El ver esa carne desgarrada satisfizo a ambos. Sí. Consume tu venganza. Aliméntame. Vandel se detuvo, conmocionado, y el can manáfago estuvo a punto de alcanzarlo. Se abalanzó sobre su enemigo, pero se tropezó con el cadáver de su esposa. Rodó por el suelo y se puso en pie, de espaldas a la pared, mientras el demonio se acercaba dando brincos. Entonces, la criatura saltó. Como no había manera de esquivarla, Vandel optó por saltar también. Aunque sus pechos entrechocaron, logró 102
agarrarle con una mano del cuello al can manáfago, a pesar de que esa bestia lo tenía protegido con una placa de armadura, y le clavó su hoja en el lugar donde debería tener el corazón. Al instante, percibió en las fosas nasales el hedor del aliento sulfúreo de la criatura, la cual le arañaba el pecho con sus garras, abriendo unas heridas profundas, a la vez que le hacía jirones el chaleco de cuero. Qué deliciosa agonía. A pesar de que el dolor estuvo a punto de paralizarlo, empujó con todas sus fuerzas hacia delante. El can manáfago cayó de espaldas. Vandel se colocó de un salto a horcajadas sobre su pecho, de tal modo que lo inmovilizó en el suelo. Agarró la empuñadura de su daga con ambas manos y apuñaló una y otra vez al demonio hasta que dejó de revolverse y yació quieto. El humo lo invadía todo. Debilitado por las heridas sufridas, Vandel yacía en el suelo. Tenía la cabeza al lado de la de Khariel. Estiró el brazo y, con unos largos dedos, le cerró los ojos al crío. Unas lágrimas le recorrieron las mejillas. No podía moverse. No quería moverse. Se quedaría tumbado ahí hasta que las llamas convirtieran su hogar en su pira funeraria. Qué dolor tan nutritivo. ¿Qué eres?, pensó Vandel. En ese instante, se vio fugazmente a sí mismo devorando el corazón aún palpitante de un demonio. Creías que me estabas engullendo, pero soy yo quien te está devorando. Por un momento, Vandel notó que la carne del demonio intentaba salir hacia fuera a través de la suya, al mismo tiempo que sentía cómo el espíritu del demonio se fundía con el suyo. La realidad que conformaba esa aldea en llamas se desdibujó. Alzó la vista y vio a Illidan en el exterior del Templo Oscuro, quien le devolvía la mirada. Pese a que intentó liberarse de esa pesadilla, esta regresó, invadiendo por entero su mente, haciéndole sentir que únicamente se hallaba en las ruinas de su hogar, reviviendo ese recuerdo como si fuera el presente. Una colosal figura alada ocupaba la puerta de entrada por entero, tapando la luz que desprendía la aldea en llamas. Era un demonio. Vandel se puso en pie como pudo, pues una cosa era dejar que el fuego lo matara, y otra dejar que un enemigo lo asesinara. Avanzó tambaleándose, trazando un arco descendente con su arma. Sin apenas hacer esfuerzo alguno, el intruso le agarró de la muñeca y arrojó a Vandel fuera de la 103
casa, hacia la calle. Este aterrizó en el suelo rodando y se levantó. Echó un vistazo a su alrededor y comprobó que todos los demás demonios estaban muertos. En el suelo, solo había cadáveres. Su asaltante se giró y Vandel se dio cuenta de que era distinto. Parecía ser un elfo de la noche, aunque era más alto que la mayoría de ellos y poseía unos rasgos demoníacos. Tenía el cuerpo cubierto de unos tatuajes brillantes. Aquel ser que miraba a Vandel poseía el rostro de un dios caído, que, de algún modo, era capaz de ver a pesar de la venda de paño rúnico que llevaba ahí donde deberían haber estado sus ojos. Un horrorizado Vandel reconoció a esa figura. Se trataba de un ser sobre el que se contaban infinidad de leyendas tenebrosas. —Eres Illidan —dijo—. ¡El Traidor! Tú eres quien está detrás de todo esto. Vandel aferró con más fuerza si cabe su daga, reunió todas las fuerzas que le quedaban y arremetió contra él. Fue un golpe perfecto, dirigido con suma pericia. Jamás en toda su vida había lanzado un golpe tan puro. El peso del mismo destino lo impulsaba. Iba a ser quien iba a acabar con la vida del Traidor. La punta de la hoja rozó esa piel tatuada a la altura del corazón de Illidan. Con suma fuerza y rapidez, agarró a Vandel de la muñeca, de tal modo que su daga se detuvo ahí mismo. —Yo no soy el enemigo —afirmó Illidan. —Voy a matarte por lo que has hecho. Unas carcajadas amargas brotaron de los labios del Traidor. —No serías el primero en intentarlo. Pero estarías desperdiciando tu odio. La Legión Ardiente es la responsable de todo esto. —Pero tú sirves a la Legión. —Yo no soy el sirviente de nadie. —Mientes. Siempre mientes. —Eso es lo que mis enemigos quieren que creas.
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A pesar de que Vandel empujó con todas sus fuerzas, la hoja no se movió de su sitio. Tenía la frente perlada de sudor debido al gran esfuerzo que estaba haciendo. Illidan, sin embargo, no daba ninguna muestra de estar en absoluto en tensión. —Por tu culpa, mi familia está muerta. Fue la tristeza la que hizo brotar esas palabras de los labios de Vandel. —Mira a tu alrededor. ¿Ves a algún demonio? Están muertos. Yo los he matado. —Mentiroso. —He llegado tarde para salvar este lugar, lo cual me enfurece, pues tengo buenos recuerdos de él. Hace diez mil años, fui feliz aquí, brevemente. Vandel cerró el puño derecho e intentó golpear a Illidan. —¡Mentiroso! Illidan detuvo el puñetazo con suma facilidad. —Me he hartado de tu mal humor. Creía que eras fuerte. No todo el mundo es capaz de derrotar a un demonio, armado únicamente con un cuchillo de caza. ¿Vas a quedarte lloriqueando ahí o vas a vengarte de aquellos que han hecho esto? Únete a mí y podrás ajustar cuentas. Vandel miró al Traidor directamente a la cara, pero el paño rúnico que le tapaba las cuencas de los ojos le impedía interpretar su expresión. —Nunca seré tu siervo. —A partir de aquí, solo tienes dos caminos a escoger. Uno lleva a la locura y la muerte; el otro, al interior de mis tinieblas. —Jamás. Como sumo desdén, Illidan propinó un golpe del revés a Vandel que alejó a este de él. —El fin de todo lo que existe se acerca y no tengo tiempo que perder con ningún necio. Sí deseas vengarte, búscame.
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La oscuridad titiló en el campo de visión de Vandel. Las corrientes de aire ascendente que surcaban la aldea en llamas empujaban el humo y las chispas en dirección hacia su rostro. En cuanto pudo volver a ver, comprobó que Illidan había desaparecido, dejándolo solo en medio de las ruinas de una vida que se había hecho añicos de repente. La voz que oía en la cabeza adoptó un tono burlón. Ha dicho la verdad. Y lo sabes. Fuiste consciente de ello en cuanto pudiste asimilar tu pesar pasado un tiempo. Todos esos años que has estado deambulando lo has estado buscando. Y ya lo has encontrado. Aunque ya es demasiado tarde como para que te sirva de algo. Eres mío y te engulliré. La luz inundó la aldea y esta se desvaneció. Vandel se hallaba desnudo y solo en un paisaje desolado. Carecía de armas. Delante de él, se encontraba el can manáfago al que creía que había matado, pero que seguía vivito y coleando. Aunque esta vez había un detalle distinto. Poseía los ojos de un elfo de la noche. Solo le llevó un momento darse cuenta de que eran idénticos a los suyos. La criatura avanzó con sigilo. Se movía con la confianza de un cazador que sabe que su presa no puede escapar y se va a tomar su tiempo para jugar con ella. Vandel abrió y cerró las manos; las tenía vacías. Echó un vistazo a todo cuanto le rodeaba, en busca de una piedra afilada, una roca, cualquier cosa que pudiera utilizar como arma, pero no había nada. Unas garras arañaron la piedra que se hallaba delante de él. El can manáfago había aprovechado la oportunidad para recortar la distancia que los separaba. Se puso en pie sobre los cuartos traseros y abrió la boca de par en par. Vandel consiguió agarrarle de las fauces justo antes de que le mordiera el cuello con ellas. Las puntas de sus colmillos le desgarraron la carne de los dedos. Buscó a tientas un asidero que no estuviera tan afilado como una cuchilla e introdujo los dedos en la parte carnosa que había entre las encías y el labio. Sin embargo, no tuvo tanta suerte con la mano derecha. Unos dientes afilados se clavaron en ella. El dolor fue agónico. El cosquilleo que sintió en la piel allá donde la saliva del demonio la había tocado no hizo nada para calmar el dolor, sino que, al parecer, lo amplificó. Esto no es real, se dijo a sí mismo.
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Es muy real, y si mueres aquí, en este sueño tejido con hechizos, morirás para siempre, y yo me quedaré con tu alma y tu cuerpo. Ya te he infectado. Ya puedo valerme de tus habilidades, tus pensamientos. Ya soy mucho más de lo que fui antaño. Con todas sus fuerzas, intentó obligarlo a abrir más las fauces, pero lo único que logró fue evitar que las cerrara. Esos dientes le perforaron los dedos. Sabía que era una mera cuestión de tiempo que perdiera esa lucha. Agachó la cabeza, intentando así alejarla de esas mandíbulas que intentaban morderlo, y la colocó sobre el corto cuello del can demoníaco. La criatura le estaba destrozando el pecho desprotegido con sus garras, arrancándole jirones de carne, desgarrándole el músculo de las costillas. Sabía que solo iba a tener una oportunidad. Dejó de agarrarle las mandíbulas a esa bestia, se colocó debajo de ella y la alzó. La criatura se resistió frenéticamente e intentó desequilibrarlo; sin embargo, logró mantenerla por encima de su cabeza un momento y, acto seguido, le rompió la columna vertebral al hacerla caer sobre su rodilla. El can manáfago se revolvió, pues había perdido el control de sus extremidades por completo. Vandel le pisó la garganta y le aplastó la tráquea hasta que dejó de moverse. Después, impulsado por un instinto que no alcanzaba a comprender, le abrió de una patada ese estómago viscoso, metió la mano en la cavidad torácica y le arrancó el corazón. Lo sostuvo en alto y lo apretó, de modo que una sangre verde manó de los ventrículos hasta caerle en la boca; acto seguido, lo devoró. Si bien esa carne le hizo sentir una serie de cosquilleos al bajar por su esófago, esta vez tuvo la sensación de que le estaba haciendo ganar fuerzas. El mundo brilló y se oscureció. Le invadieron las náuseas. Cayó hacia delante, sobre el cuerpo de su enemigo. Sintió que se le desgarraban las tripas y que algo se retorcía violentamente en ellas. De improviso, se encontró por encima de su propio cadáver, que seguía tirado encima del can manáfago muerto. Lentamente, empujado por alguna fuerza externa, su espíritu se elevó y se adentró a la deriva en la oscuridad. Vio que Outland era una motita en la infinidad de la Gran Oscuridad del Más Allá. Un diminuto mundo que flotaba en un vacío tan vasto que ninguna mente era capaz de abarcarlo. Fue consciente de que a su alrededor, en ese vacío, había millones y millones de mundos rebosantes de vida y tremendamente prometedores.
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Se centró en uno de ellos y vio una tierra dorada, donde el sol brillaba con fuerza, donde una gente despreocupada cosechaba bajo el sol. Entonces vio un portal que había rasgado el entramado de la realidad. A través de esa grieta, las fuerzas imparables de la Legión Ardiente entraban a raudales; unos ejércitos invencibles de demonios, cuyo único propósito era destruir y masacrar. Todo aquello había acaecido hacía muchos años. Mucho antes de que la Legión hubiera llegado a Azeroth, ya había arrasado infinidad de mundos a su paso, destruyendo todo cuanto hallaba en su camino. Su único y firme propósito era matar. Había épocas y lugares en los que se había logrado detener a la Legión, pero está siempre volvía más fuerte que antes. A veces, los mundos no acababan siendo destruidos, sino que eran conquistados e incorporados a la estructura de la Legión, con el fin de que les proporcionaran más soldados con los que alimentar esa incesante máquina de guerrear. Él no era el único padre que había perdido un hijo por culpa de la Legión. En todo momento, en algún lugar, diez mil niños eran asesinados con un salvajismo extremo. Por su mente pasaron fugazmente imágenes de innumerables mundos muertos. Vio las ruinas de ciudades gigantescas, edificios caídos que antaño habían alcanzado el cielo, lagos de cristal donde antes se habían alzado ciudades orgullosas, llanuras infinitas de escombros. Vio cómo las luces de la vida en el universo se iban apagando lentamente hasta que solo quedaron unas pocas. En ningún momento dudó de la veracidad de lo que estaba viendo. La Legión Ardiente había dejado a su paso un rastro de mundos en llamas. Era testigo de una locura que superaba todo lo inimaginable. La Legión solo existía para destruir y no pararía hasta que todo en todas partes hubiera muerto. Luego se volvería contra sí misma con gran ferocidad hasta que no quedara nada. Se trataba de una visión de un horror indescriptible. Lo peor de todo era que ahora sabía lo poderosa que era realmente la Legión. En ningún lugar de todos los mundos de la existencia entera, había una fuerza capaz de derrotarla. Ahora que conoces la verdad. Únete a nosotros. La voz había vuelto. Esta vez hablaba con un tono suplicante y meloso, pero seguía percibiendo la misma ansia, la misma hambre tras ella.
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—Jamás. La realidad dio un vuelco. Ahora se hallaba en la parte central de una torre destrozada que, en su día, había alcanzado el cielo. Una alfombra de huesos ennegrecidos crujía bajo sus pies. Un can manó-fago arremetió contra él, dispuesto a matarlo. Se agachó, cogió una costilla rota y se la clavó al demonio en el corazón. Esta vez le resultó más fácil y se sintió más fuerte, era como si cada vez que mataba a esa bestia, obtuviera una parte de sus fuerzas. Una vez más, le abrió la cavidad torácica, se bebió su sangre y le devoró el corazón. Súbitamente, una visión de proporciones titánicas se abrió paso en su cerebro. En esta ocasión, no vio solo un universo, sino, prácticamente, una infinidad de ellos; una compleja estructura fractal en la que nacían nuevos mundos a cada minuto a partir de las decisiones tomadas solo un latido antes. Por todas partes, la Legión Ardiente avanzaba, destruyendo un mundo tras otro. Cada muerte estrechaba el margen de mundos posibles, hasta que, al final, toda esa multitud de posibilidades quedó reducida a solo unas pocas. En cada una de ellas, la Legión marchaba triunfal, impidiendo el nacimiento de los futuros y dejando los presentes desprovistos de toda vida. Vio infinidad de Azeroths, infinidad de Vandels e infinidad de Khariels, y todos ellos acababan en las garras de la muerte. Vio a su hijo morir de una infinidad de maneras distintas y en todos y cada uno de esos mundos posibles no pudo hacer nada para evitarlo. En todos los mundos, en todos los futuros, la eterna, invencible e imparable Legión Ardiente avanzaba, condenando al universo a unas tinieblas eternas a su paso. Tras ella, vio a las aterradoras figuras demoníacas de sus líderes: Archimonde (quien muchos creían que estaba muerto), Kil’jaeden y, por encima de todos los demás, Sargeras, el titán caído, que antaño había jurado proteger el universo y ahora estaba decidido a destruirlo. Una y otra vez esas visiones rugieron, arrasándole el cerebro, empujándolo hasta el abismo de la locura. Cada vez que veía una, una parte de él moría, y el demonio que había dentro de él se alimentaba de su agonía y se regodeaba en ella. Aunque se tapó los ojos con las manos, eso no impidió que siguiera teniendo esas espantosas visiones. A pesar de que cerró los ojos con fuerza, seguía viendo y viendo y viendo, hasta que no pudo soportarlo más. Presa del horror, se introdujo los dedos en la cuenca de los ojos y notó cómo la sangre fluía bajo sus uñas, mientras se las clavaba en los gelatinosos globos oculares. Tiró y tiró y tiró del músculo y el nervio óptico, hasta que se arrancó los globos oculares con un espeluznante ruido seco. 109
En el último momento, antes de que el terror lo abrumara del todo, se dio cuenta de que eso era precisamente lo que Illidan había visto en su día, eso era lo que lo había convertido en lo que era. El Traidor había recorrido ese sendero antes que él. El objetivo de todo ese ritual era recrear esa experiencia. Una punzada de dolor le atravesó el cráneo. La oscuridad reinó. Y el silencio también.
***
Vandel se despertó sumido en una agonía. No podía ver nada a su alrededor; únicamente, los titileos de una luz muy intensa. Alzó una mano, se palpó la cara destrozada a tientas y descubrió, tal y como temía, que tenía las cuencas vacías. Ciertamente, se había arrancado los ojos. Un miedo terrible se apoderó de él súbitamente. ¿Estaba vivo? No podía ver nada. Tal vez había muerto como consecuencia de ese terrible ritual. Tal vez ahora su alma vagaba por ese frío páramo por el que había ido a la deriva durante ese viaje astral. Algunos recuerdos fragmentados volvieron a su mente para atormentarlo; esquirlas de la terrible visión que había sufrido tras comerse el corazón de aquel demonio. Solo podía recordar una pequeña fracción de lo que había visto, por lo cual se sentía agradecido. Ninguna mente podía soportar tal avalancha de espanto. Aunque intentó enderezarse, se tambaleó y cayó. Se golpeó la cabeza contra la fría piedra, lo que causó que unos leves destellos quebraran la oscuridad que lo envolvía. Aun así, albergó la esperanza de que eso tal vez fuera una señal de que estaba recuperando la vista, pero sabía que no era así. Estaba ciego y era un inútil. Unas carcajadas demenciales salieron a borbotones de sus labios. Había deseado ser poderoso para poder matar a los demonios; sin embargo, ahora ni siquiera podía ver. Su deseo de oponerse a la Legión Ardiente era lo que había dado sentido a su vida, pero ahora era consciente que se trataba de una fuerza invencible.
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La desesperanza se adueñó de su mente. En algún lugar, en lo más hondo de su ser, un demonio se estaba alimentado. Se nutría de su tenebroso estado de ánimo y paladeaba cada bocado de su desdicha. Habría llorado si aún hubiera podido. Desesperado, se tapó con las manos las cuencas vacías de sus ojos.
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CAPÍTULO DIEZ CUATRO MESES ANTES DE LA CAÍDA
U
nos guardias, ataviados con unos petos relucientes y montados sobre unos
elekks provistos de armaduras, observaron de manera impasible cómo Maiev se aproximaba. En sus tabardos podía verse el emblema de los naaru. La celadora supuso que habían visto ejércitos mucho más imponentes que el suyo. Shattrath era, con mucho, la ciudad más grande que había visto en Outland e incluso era capaz de rivalizar en tamaño con algunas de las grandes metrópolis de Azeroth. Sus murallas eran tan enormes y gruesas que una caravana entera de carros tirados por uñagrietas podría haber desfilado por detrás de las almenas y Maiev no se habría enterado. Una torre colosal se elevaba hacia el cielo y era visible incluso por encima de esas murallas tan monumentales. Por encima de la ciudad había una cadena de montañas que la protegía de los ataques por el norte. Una descomunal bestia alada sobrevoló las fortificaciones y descendió más allá de ellas. Ojalá pudiera contar con algunas de esas gigantescas mantarrayas que surcaban el cielo, ya que, con esas monturas, sus tropas podrían atacar con celeridad y largarse antes de que el enemigo pudiera reaccionar. Pero descartó esa idea. Si ella podía ser capaz de conseguir tales monturas, sus adversarios también. Simplemente, la batalla se trasladaría a un nuevo campo: el aire. En tierra, al menos, sus tropas podían esconderse bajo la espesura del bosque. Era algo a lo que estaban acostumbrados los elfos de la noche y que los draenei y los Tábidos estaban aprendiendo. 112
Sin embargo, esos bosques no se parecían en mucho a los de su hogar. Al igual que gran parte de Outland resultaban muy extraños (por ejemplo: unas polillas gigantescas aleteaban de manera repugnante entre los árboles) y muchos de ellos habían sido corrompidos por la magia vil. Cuanto más veía de ese mundo, más se daba cuenta de que estaba impregnado de unas energías místicas malévolas. Tal vez eso tuviera algo que ver con la presencia ahí de la Legión Ardiente. No obstante, sí estaba segura de una cosa: Outland era un lugar perfecto para Illidan, puesto que poseía todo lo que él ansiaba; aquí se sentía como en casa, de un modo que un elfo normal nunca podría sentirse. Dejó de apretar los dientes en cuanto se percató de que Anyndra la estaba mirando. Frunció menos el ceño y dio la señal de avanzar hasta la puerta. Si los centinelas draenei se sentían intimidados por su aproximación, no lo mostraban en modo alguno. Aguardaron hasta el último instante para bloquear la entrada con sus lanzas, lo cual conformaba una barrera muy frágil; la celadora podría hacer superado ese obstáculo de un salto con su sable de la noche, pero eso no era lo que pretendía. —Explica qué razón te ha traído hasta la ciudad de Shattrath —dijo el centinela de la derecha, que era el mayor de los dos. —He venido para que A’dal me reciba en audiencia. El draenei mantuvo un semblante impasible. —¿Tu comitiva también? —Sí. Dio por sentado que el hecho de que gran parte de sus tropas fueran draenei era un punto a su favor. O tal vez los guardias se habían acostumbrado a ver a refugiados continuamente por ahí. Sus guerreros estaban agotados tras tanto cabalgar y luchar; no obstante, quizá los centinelas se alegraban de que más tropas entraran en la ciudad. Los guardias apartaron las lanzas. Los estandartes aletearon una vez más bajo el viento. Maiev cruzó el enorme arco de piedra. En cuanto atravesó el umbral de la entrada a la ciudad, profirió un grito ahogado. Ahí había un poder muy antiguo y benevolente. Se encontraba imbuido en las mismas piedras, a las que había transformado en algo más que una mera barrera física que impedía entrar a los esbirros de la Legión Ardiente. Notó el fluir de esas vastas energías desde el interior de la colosal torre que se alzaba imponente sobre la ciudad. 113
—Nos hallamos en presencia de la Luz —aseveró Anyndra, ya que, fuera lo que fuese, ella también lo percibía. —Esperemos que así sea —replicó Maiev—. Recemos para que no sea un gran engaño. Demasiado a menudo, la maldad portaba la máscara de la benevolencia. La maldad se escondía bajo la santidad. De esa manera era muy fácil manipular a los crédulos. Caviló acerca de esa posibilidad largo y tendido. Últimamente había habido momentos en que había llegado a pensar que habría aceptado la ayuda del mismo Kil’jaeden para acabar con Illidan. Decidió que no importaba que esos naaru fueran menos benevolentes de lo que parecían. Si la ayudaban a combatir al Traidor, estaba dispuesta a pactar con ellos.
***
Atravesaron las amplias calles de Shattrath a lomos de sus monturas. Sus reclutas draenei señalaban los lugares más emblemáticos y hacían comentarios al respecto entre ellos, así como a sus líderes elfos de la noche. Todos ellos habían oído hablar mucho sobre esa ciudad, a pesar de que nunca habían estado ahí. Maiev suponía que para los draenei de Outland representaba lo mismo que Damas-sus para su propio pueblo. A su manera, era bastante impresionante, aunque ese lugar estaba hecho más bien de piedra y no de madera viva. Al igual que muchos de los refugiados draenei que albergaba, la ciudad parecía hallarse destrozada. Tenía la impresión de que estaba contemplando un montón de ruinas reconstruidas de lo que antaño había sido una importante metrópolis. La gente que pululaba por ella encajaba a la perfección en ella. Muchos vestían andrajos y parecían hambrientos. Varios se le aproximaron con las manos tendidas pidiendo limosna. Unos pocos eran niños. Aunque hubiese querido, no tenía nada que darles a tales mendigos. Bastante le costaba mantener a sus tropas alimentadas y vestidas; además, cada moneda que tenían era necesaria para financiar la guerra. Ahí había gente procedente de toda Outland. Los Tábidos se apiñaban en cobertizos a lo largo de un lado del camino. Ahí también había orcos, lo cual la 114
sorprendió, aunque no estaba segura por qué. Como estaba tan acostumbrada a luchar contra ellos, se sintió tentada a desenvainar su arma. Esa ansia no era nada comparada con la ira que sintió cuando vio que un elfo de sangre la miraba fijamente; y no fue la única que se percató de ello. —Elfos de sangre —dijo Anyndra con un gesto de desaprobación. Esos elfos corruptos le repugnaban tanto como a Maiev. Esas criaturas habían perdido la fuente de su magia arcana cuando Arthas había profanado la Fuente del Sol y había utilizado esas energías para resucitar al lich Kel’Thuzad, por lo cual ahora les dominaba un ansia insaciable de obtener poder arcano. Los labios del elfo de sangre se curvaron para dar forma a una sonrisilla arrogante; aun así, fue incapaz de mirarles a la cara. —Deberíamos apiadamos de ellos —comentó Sarius, quien caminaba junto a ellos con su forma de elfo de la noche—. Esa ansia antinatural que les empuja a obtener poder mágico corrompe sus vidas. —No creo que pudiera seguir viviendo si me convirtiera en uno de ellos — replicó Anyndra. Sarius esbozó una sonrisa enigmática. —En su día, pertenecieron a nuestra raza. Tal vez puedan volver a ser como eran. Tal vez puedan redimirse. Maiev lo observó detenidamente. Deberla haber esperado algo así, ya que Sarius era un druida y tenía unas ideas muy raras. —No creo que quieran redimirse —afirmó Anyndra—. Creo que les encanta ser lo que son. —¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó Sarius—. ¿Acaso has hablado con alguno de ellos? —No, porque estaba demasiado ocupada intentando que no me mataran — contestó Anyndra, con un tono de voz suave. Entonces sonrió al druida y añadió—: Como deberías recordar. —Lo recuerdo, pues yo curé esas heridas.
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Sarius también sonreía. Ambos se entendían a la perfección y se tenían cariño, pero mientras eso no supusiera un obstáculo a la hora de cumplir sus obligaciones, a Maiev no le importaba. Mientras cabalgaba, se dio cuenta de que más de un sin’dorei no le quitaba los ojos de encima. Y no había nada de cariño en esas miradas. Se preguntó si esos elfos de sangre no serían espías de Kael’thas y, por tanto, de Illidan.
***
En esa calle, podía verse el letrero de La Copa de Cristal. De ahí dentro brotaba música y ruido del jolgorio. Maiev llevó a sus tropas hasta el patio y los Tábidos encargados de los establos se apresuraron a saludarlos; aunque parecían muy seguros a la hora de ocuparse de los elekks, ninguno de ellos quería saber nada de los sables de la noche. Un Tábido descomunal salió del edificio y abrió los ojos como platos al ver a tal cantidad de jinetes. La celadora se lo podía imaginar calculando mentalmente los beneficios. —Que la Luz los bendiga a todos —dijo, agachando una cabeza coronada por una cornamenta. Los largos tentáculos que tenía alrededor de la boca pendieron con laxitud. Juntó ambas manos, con los dedos entrelazados—. Bienvenidos a La Copa de Cristal. Aquí todos se sentirán muy a gusto. —Eso espero —replicó Maiev—. Arechron me habló de un modo excelente sobre Alexius y su hospitalidad. El Tábido le mostró una sonrisa aún más amplia. —Has hablado con mi primo, por lo cual te recibo aún más con los brazos abiertos. ¿Quieres que provea de alojamiento a tu comitiva?
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—No, únicamente a mí, a mis oficiales y a una decena, más o menos, de escoltas. El resto de mi destacamento acampará al otro lado de las murallas de la ciudad. Alexius esbozó un leve gesto de decepción y, a renglón seguido, vociferó unas órdenes en idioma draenei. Un pequeño ejército de sirvientes marchó corriendo a preparar las mejores habitaciones de la casa. —Sería un honor para mí que te reunieras conmigo en mis aposentos privados —afirmó Alexius—. Estoy seguro de que tenemos mucho de qué hablar. Maiev creyó percibir cierto tono de premura en su voz. Tal vez Arechron ya había contactado con él. Los mensajeros volaban de Telaar y Shattrath y viceversa continuamente. —En verdad, te agradezco tu hospitalidad.
***
Los aposentos de Alexius eran muy lujosos, contaban con varias alfombras y diversos espejos, así como con bastantes botelleros. Con sumo cuidado, escogió una botella, a la que le quitó el polvo soplando, y se la enseñó a Maiev, como si eso sirviera para algo; la celadora no sabía distinguir entre un vino añejo draenei y otro, no tenía ni idea al respecto y le preocupaba bastante poco. —Este fue un año excelente —aseveró Alexius—. Esta botella es de un siglo antes de que nuestro mundo fuera arrasado. Cuando saborees este vino, paladearás la antigua Draenor. Maiev esbozó una sonrisa forzada, como si realmente le interesara el tema, y esperó a que descorchara la botella y sirviera el líquido elemento. El Tábido permaneció sentado un largo instante con la copa llena cerca de los labios, mientras la olía con los ojos cerrados y un gesto de gran satisfacción dibujado en la cara. —Este aroma siempre me recuerda a mi infancia. —¿Bebías vino cuando eras niño? 117
—A veces, en las comidas, pero me refiero, en general, al aroma. Me hace pensar en mis padres, cuando se sentaban a comer con el resto de la familia. —¿Te refieres a la época que precedió a la devastación de este mundo? Asintió y, de repente, abrió sus relucientes ojos. —Sí. Soy más viejo de lo que parece —contestó, sonriendo para mostrar así que sabía lo viejo que realmente parecía. —Debió de ser una época terrible —comentó Maiev, quien había descubierto que cuanto más les recordaba a los draenei y los Tábidos lo mucho que habían sufrido, más estaban dispuestos a ayudarla a luchar contra aquellos a los que consideraban responsables de sus desgracias. —¿La época en que este mundo fue devastado? —Por su tono de voz, la celadora pudo deducir que Alexius pensaba que las palabras que ella había utilizado no reflejaban en modo alguno el alcance de aquel desastre—. Fue una era terrible, como poco. Creíamos que era el fin del mundo. El cielo ardió. Los continentes se separaron y desgarraron. La lava fluyó. Una magia descontrolada danzó de una cima a otra de las montañas. A veces, los picos de las montañas se elevaban en el aire y se alejaban flotando. A veces, se estrellaban contra el suelo y mataban a millares. —He visto cosas parecidas en Nagrand. —Me temo que eso es como comparar un guijarro con un peñasco. —¿Has estado en Nagrand? El Tábido asintió. —Por cuestiones de negocios y por asuntos familiares, a veces tengo que ir a Telaar. —Sonrió aún más abiertamente y colocó ambas manos con las palmas hacia arriba sobre la mesa—. Pero no has venido hasta aquí a escuchar las divagaciones de un viejo posadero. En sus cartas, Arechron me ha contado algo acerca de tu misión: pretendes derrocar al nuevo señor de Outland, a ese tal Illidan. Hablaba en voz baja en todo momento, como si temiera que alguien pudiera estar espiándolos incluso en su propiedad. Si Alexius creía que era lo que había que hacer, Maiev decidió que más le valía hacer lo mismo:
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—Sí. —Pues cuentas con un ejército muy pequeño para llevar a cabo una empresa tan grande. —¿Acaso eres un experto en tales asuntos? —No siempre fui un posadero gordo y viejo. Antaño fui un combatiente. Pero nunca me enfrenté a un enemigo tan poderoso como al que tú te enfrentas. —Lo he derrotado en el pasado. —Aun así, ahora está libre y se ha vuelto muy poderoso. Sus agentes merodean por doquier, sin ser detectados. Además, siempre hay gente dispuesta a hablar a cambio de oro. Yo que tú tendría mucho cuidado con quién hablo y aún más con de qué hablo. —Tendré eso en cuenta. Se me comentó que aquí podría hallar gente que tal vez pudiera ayudarme. Los naaru, por ejemplo. —Tal vez ellos sí pudieran, aunque me temo que tienen sus propias preocupaciones, í —Aun así, no perdemos nada por preguntar. —Cierto. Como se suele decir: Quien no llora, no mama. —El Tábido no parecía albergar muchas esperanzas acerca del éxito de la misión de la celadora, aunque quizá, simplemente, él fuera así— . Los Nacidos de la Luz tal vez ayuden a alguien al que consideren digno. —¿Los Nacidos de la Luz? —Los Sha’tar. Eso es lo que significa su nombre. Son los naaru que se vieron atraídos hasta las ruinas de Shattrath cuando percibieron que los sacerdotes Aldor realizaban ritos dentro de uno de esos templos que había quedado reducido a escombros. —Arechron mencionó a los Aldor. —Es más que posible. Son los servidores de los naaru y la Luz. Están reclutando a todo el que pueden para combatir a la Legión Ardiente. Te agradecerán cualquier ayuda que les puedas prestar.
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—No albergo ninguna duda de que su objetivo es digno de elogio, pero creo que haré un mejor servicio a la Luz si derroto a Illidan. Es el campeón más poderoso que la Legión Ardiente tiene en Outland. —Entonces, ¿no es muy extraño que esté en guerra con ella? —Quizá sea un engaño. O quizá una mera disputa pasajera. En otras ocasiones, también se ha enemistado con sus señores supremos demoníacos, pero al final, siempre se las ha ingeniado para ganarse de nuevo su favor. —Sabes mucho sobre él. —Fui su carcelera durante diez mil años. —Debe de odiarte. —Y también temerme, o eso espero. —No lo dudo —afirmó Alexius. —¿Puedes concertarme una cita con los naaru? —Si vas al Bancal de la Luz, podrás hablar con ellos. A estas alturas, ya sabrán que estás aquí. Serán capaces de detectar el poder que anida en ti y te concederán una audiencia. —¿Así de sencillo? —Para ti sí lo será, de eso no tengo ninguna duda. Tu guerra contra el nuevo Señor de Outland no ha pasado desapercibida, palias dicho que cuenta con algunos agentes aquí. ¿Podrían ser elfos de sangre? —Tal vez, pero yo que tú procuraría no prejuzgar tan rápidamente. Los sin’dorei que se encuentran aquí han jurado proteger la ciudad. Los Arúspices desprecian a los que ayudan al Traidor, a quien ellos mismos traicionaron. —¿Ah, sí?
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—El príncipe Kael’thas los envió a arrasar nuestra ciudad. Eran un poderoso destacamento, compuesto por los mejores y más inteligentes del ejército de Kael’thas, unos magi poderosos y unos grandes eruditos. Los Aldor se prepararon para defenderse, pero los elfos de sangre depusieron sus armas y solicitaron una audiencia con los naaru. Al parecer, su líder, Voren’thal, había tenido una misión: únicamente si servía a los naaru, sus hombres sobrevivirían. —Podría haber sido un ardid. —Eso pensaron muchos; sin embargo, los naaru hablaron con el tal Voren’thal y lo aceptaron como leal vasallo. Desde entonces, tanto él como sus hombres han servido bien a la ciudad. —Es una estratagema. —Los naaru pueden ver los recovecos más hondos de la mente de aquellos con los que conversan; engañarlos no es fácil. —Si hay alguien capaz de lograrlo, ese es Kael’thas. —Hablas con cierta amargura. —Yo también lo consideré un aliado antaño. —Lo cual es inquietante. No obstante, te sugeriría que la siguiente facción a la que deberías pedir ayuda fuera los elfos de sangre de la Grada del Arúspice. Maiev se sonrojó. —Antes preferiría pedir ayudar a los orcos viles. El Tábido se llevó una mano a la boca y se acarició esos tentáculos lánguidos. —El enemigo de mi enemigo... —No eres el primero que me sugiere tal cosa. Pero aliarse con los sin’dorei es ir demasiado lejos. —Pues es una pena, ya que los Arúspices son unos hechiceros muy poderosos... Maiev cerró los puños. El Tábido se dio cuenta de que había cometido un error y añadió: 121
—No hablaré más sobre el tema. —Tal vez eso sea lo más inteligente. —Maiev se sintió arrepentida por un breve instante. No tenía nada que ganar enemistándose con el posadero—. Aprecio la ayuda que me has brindado. Aquí soy una forastera que se siente fuera de lugar y toda ayuda y consejo amistoso es bienvenido, pues es de un valor incalculable. —En este mundo, todos nos sentimos fuera de lugar, Maiev Shadowsong. Debemos ayudarnos unos a otros. —¿Hay alguien más que pudiera ayudarme? —El archimago Khadgar, un aliado de los naaru en el que se puede confiar. Creo que procede de tu mundo natal. —Háblame sobre él. —Corren muchos rumores acerca de él, por lo que es difícil saber la verdad. Es humano. Unos pocos miembros de esa raza han dado con el camino que lleva a Shattrath de una manera u otra. Algunos dicen que es un héroe que se sacrificó para poder cerrar el Portal Oscuro que conectaba Azeroth y Draenor. Otros afirman que era un aprendiz de Medivh, el Guardián que fue poseído por Sargeras. —Pues eso, precisamente, no parece animar a que se confíe en él. —Los Sha’tar se fían de él. —Me temo que yo no puedo hacerlo. —Entonces es probable que dé igual, puesto que ya no se halla en la ciudad. Los naaru lo han enviado a Tormenta Abisal, o eso tengo entendido, para investigar algunas extrañas apariciones que se han producido ahí. —Estás muy bien informado, Alexius. De una manera fuera de lo normal. —Soy posadero. Nosotros nos enteramos de muchas cosas, sobre todo cuando prestamos suma atención a todo cuanto sucede a nuestro alrededor. —Me alegro de que hayas obrado así. No obstante, me desagradaría enormemente descubrir que has estado hablando de mis asuntos con cualquier otro. Alexius pareció sentirse dolido ante ese comentario. 122
—Mi primo te ha enviado. Si hiciera algo así, estaría quebrantando todas las normas que rigen las relaciones de parentesco y la hospitalidad. —Por supuesto. Solo quería cerciorarme de que nos entendemos. —Ahora sí que hablas como mi primo. Ya entiendo por qué le has caído en gracia. Así que este es el Bancal de la Luz, pensó Maiev. Era impresionante de un modo un tanto extraño. El aire brillaba. Se oían unas peculiares notas cristalinas. Unos colosales y relucientes cristales azules descendían del techo de esa vasta cámara circular. El aroma a incienso le hizo sentir un cosquilleo en la nariz. En el centro encima de un colosal estrado de piedra, flotaba una entidad radiante de enorme poder. El naaru. Si bien su forma cambiaba constantemente, pasando de una forma geométrica a otra, adoptaba muy a menudo una silueta que recordaba a una estrella. Centenares de peticionarios iban y venían, junto a siervos que debían de ser sacerdotes Aldor. Unos elfos de sangre ataviados con el tabardo de los Arúspices la miraron fijamente; no parecían mostrar una actitud hostil, pero tampoco una muy amistosa, y daba la impresión de que se preguntaban qué iba a hacer la celadora. Maiev se abrió paso a través de la multitud y escrutó el entorno. Por encima de ella, en la gigantesca bóveda del bancal, reverberaban las oraciones y las peticiones. Aún quedaba un rato para que se hallara cara a cara con el naaru, por lo que se sentía agradecida, ya que eso daba la oportunidad de poder acostumbrarse a su sobrecogedora presencia. A’dal brillaba como un sol encadenado. Si el poder del naaru se desataba, este podría destruir ciudades y arrasar montañas enteras. Cuando la celadora se acercó para saludarlo, el naaru tenía toda su atención y su luz centrada en ella. No se arrodilló ante él, sino que mantuvo la cabeza alta y miró directamente hacia la luz. Maiev se sintió como si el naaru fuera capaz de leer sus pensamientos, tal y como ella podría haber leído un pergamino desenrollado. Había algo en ese ser que la hacía sentirse como poco más que una niña. —Saludos, celadora Shadowsong —dijo A’dal. El naaru irradiaba paz. Su voz agradable y serena parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo; tal vez incluso se estuviera comunicando mentalmente con ella—. Soy A’dal. —Elune ilumina este momento en que nos encontramos —replicó Maiev. A’dal preguntó: 123
—¿En qué puedo ayudarte? —¿Sabes quién soy? —Sí. —¿Sabes a qué me dedico? —Sí. —He venido a Outland en busca de Illidan. Pretendo llevarlo de vuelta al lugar donde estuvo confinado. —Un objetivo muy ambicioso. Illidan se ha autoproclamado el Señor de Outland. Y posee el poder necesario para corroborar esa afirmación. ¿Quién eres tú para oponerte a él? —Alguien que lo mantuvo prisionero diez mil años. —Un mero parpadeo para la eternidad. Maiev sonrió de un modo triste. —A mí se me hizo bastante largo. —Tal y como los mortales medís el tiempo, no lo dudo. —¿Acaso los naaru lo miden de forma distinta? —Nosotros vemos las cosas desde una perspectiva distinta. No poseemos unos cuerpos que envejezcan. Somos seres de Luz. —Entonces, saben que hay que combatir a Illidan. —Esa es una tarea para la que pareces admirablemente dotada. —He consagrado mi vida a ella. —Eso puedo verlo y, por esa razón, lamento aún más que no podamos ayudarte en estos momentos. —¿Qué?
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Esa palabra brotó de sus labios sin que pudiera impedirlo. —Ay, nosotros también tenemos una misión que cumplir en este lugar. Nos oponemos a la Legión Ardiente. Y esa es una tarea que consume todos nuestros recursos. —Pero Illidan sirve a la Legión. Si se enfrentan a él, eso les ayudará a lograr su objetivo definitivo. —En estos momentos, Illidan está en guerra con la Legión, Es su enemigo. Estamos aprovechándonos de esa circunstancia para reponer fuerzas. —En estos momentos se opone a los demonios porque le conviene. Cuando ya no le convenga, volverá arrastrándose ante sus maestros, como ha hecho siempre. —Tu odio te ciega. —No es odio. Busco que se haga justicia con aquellos a los que ha matado, a aquellos a los que ha traicionado, a aquellos a los que asesinará. No puedes decirme que de verdad crees que Illidan es mejor que la Legión Ardiente. —No alcanzas a comprender cuál es la verdadera naturaleza de la Legión Ardiente, celadora Shadowsong. —¿Y ustedes sí? —Nosotros nos hemos enfrentado a ella durante el equivalente a un millar de veces tu vida. Y seguiremos combatiéndola hasta el final de todo cuanto existe. —Necesito algo más que unas palabras corteses si quiero que Illidan sea castigado de un modo justo. —Por desgracia, eso es lo único que podemos ofrecerles por ahora. Debes hallar tu propio camino. Incluso aquí, cuentas con aliados, aunque no seas capaz de verlo. Podrás averiguar más al respecto si haces un esfuerzo. El gran magister de los Arúspices te espera, pues quiere hablar contigo. —¿Un elfo de sangre?
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—Un miembro de tu pueblo. —Los elfos de sangre no pertenecen a mi pueblo. Dieron la espalda a mi gente hace mucho. No tenemos nada en común. —Salvo tal vez un enemigo. —No quiero tener nada que ver con esos herejes. —Eso queda en tus manos. Maiev refrenó su furia. Hizo una reverencia y se giró, sin esperar a que A’dal diera por concluida la audiencia. Oyó cómo los elfos de sangre cercanos proferían gritos ahogados de asombro, lo cual le proporcionó cierta satisfacción. Un elfo de sangre alto, que vestía el tabardo de los Arúspices, se acercó hacia ella. Con casi toda seguridad, se trataba del que le había mencionado A’dal. Pasó junto a él sin darle la oportunidad de hablar. Por lo visto, aún tenía principios. Jamás iba a plantearse la posibilidad de pactar con tales seres. Ni siquiera para derrotar al Traidor.
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CAPÍTULO ONCE CUATRO MESES ANTES DE LA CAÍDA
V
andel gimió e intentó incorporarse. Le daba vueltas la cabeza. Extendió los
brazos, con la intención de mantener el equilibrio, pero solo logró empeorar las cosas. Volvió a estamparse contra el duro suelo, golpeándose la cabeza. Se llevó la mano a la frente y notó algo húmedo. Se había hecho una herida de nuevo. Tenía el pelo manchado de sangre seca por culpa de las heridas que se había hecho en sus anteriores intentos de levantarse. Sufrió arcadas. La carne de demonio que se hallaba en su estómago intentaba hallar el camino hacia la libertad. El mero hecho de pensar en ello hizo que se le revolvieran las tripas, aunque también provocó que se le hiciera la boca agua. A su alrededor, podría oír gritos, gruñidos y balbuceos. A veces reconoció las voces de sus compañeros, de los demás aspirantes. Otras veces llegó a pensar que todo era cosa de su imaginación, que se hallaba atrapado en un infierno privado que se había inventado. El aire hedía a carne putrefacta, gangrena, pus y excrementos. Con una cadencia regular, las pezuñas de los siervos Tábidos repiqueteaban sobre el suelo de piedra mientras limpiaban las estancias y aseaban a los enfermos. En dos ocasiones le habían intentado limpiar con unas esponjas y él había intentado quitárselos de encima. Lo único que quería era que lo dejaran en paz. Unos puntitos relucientes de colores se retorcían delante de su vista. Al principio, eso hizo que albergara la esperanza de que estuviera recuperando la vista, 127
pero ahora pensaba que su mente le estaba jugando una mala pasada, haciéndole creer que podía ver cosas siempre que oía a otros cerca. —¡Luna Tábida, luna demoníaca, luna de sangre! —Conocía de algo al que gritaba, pues su voz le sonaba, pero no era capaz de precisar de quién se trataba—. Los demonios se aproximan. Un demonio se aproxima. Unas alas coriáceas chasquearon y notó cómo se desplazaba el aire alrededor de su semblante. —Ponte en pie —oyó ordenarle a Illidan—. Ya has descansado bastante. Era la primera vez que Vandel oía la voz del Traidor desde el ritual. Al instante, curvó los labios para esbozar una sonrisa burlona y replicó: —¿Para qué voy a hacerlo si no puedo ver? —Yo pensé lo mismo en su momento. Pero ahora puedo ver hasta el fin del universo, que está más cerca de lo que cree la mayoría. En ese instante. Vandel se acordó del avance de la Legión Ardiente a través de infinidad de mundos devastados y comprendió la ironía amarga que encerraban las palabras del Traidor. —Lo sé. —Entonces ya sabes contra qué hay que luchar. Y porqué. Había una certeza arrogante en las palabras de Illidan que molestó a Vandel, así como un cierto tono desafiante. Esa cosa demoníaca que se encontraba dentro de él se estremeció, reaccionando ante la presencia de Illidan como si tuviera hambre, lo cual dio fuerzas a Vandel y le incitó a hablan —¿Cómo se puede luchar contra lo que he visto? Es imposible. Imposible, imposible, imposible, susurraba esa voz que oía en lo más remoto de su mente. Seguía sonando igual que la suya, aunque teñida de odio. El can manáfago se había injertado en su alma y, al parecer, su espíritu era capaz de usar su mente y acceder a sus recuerdos. —Cállate —le espetó Vandel.
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Oyó el crujido de las alas de Illidan cuando este se movió. El Traidor ignoró lo que acababa de decir, como si fuera capaz de intuir con quién estaba hablando Vandel. —Debemos luchar. Infinidad de mundos han caído ante la Legión y el nuestro será el próximo a menos que la detengamos. Unas visiones fragmentadas y apocalípticas cruzaron la mente de Vandel. Vio mundos ardiendo y naciones muriendo y, en todo momento, vio a la Legión avanzando victoriosa, pues su triunfo era tan inevitable como la muerte. Esa cosa que se encontraba en lo más hondo de su mente soltó una risita. —Cállate —le repitió, pero no le hizo caso. —Levántate —le ordenó Illidan. Desobedecer a esa voz era imposible. Incluso esa cosa que moraba en la mente de Vandel se acobardó. Tambaleándose, se levantó y permaneció en pie bamboleándose. Se le revolvió el estómago. El mundo volvió a dar vueltas a su alrededor. Alguien con una mano provista de garras le agarró del hombro y lo mantuvo de pie. Unos puntitos de luz brillaban junto a él y se alejaban reptando del punto de contacto. —No puedo ver —afirmó Vandel. —Puedes verlo todo. A Vandel le dio vueltas la cabeza aún más rápido. Unas luces centellearon en tomo a él. De improviso, estiró un brazo, intentando golpear esas luces, que se apartaron. La ira se apoderó de él. Ahora había puntitos de luz por doquier, cubriéndolo todo. Llenaban todo el espacio que lo rodeaba. Oyó un gimoteo que procedía de una masa de un verde pálido y supo que se trataba de un elfo con fiebre. Se giró hacia donde se hallaba Illidan y vio un resplandor. Si lo miraba más detenidamente, parecía ser una figura alada. —Me has engañado, Traidor. Me dijiste que me darías el poder para luchar contra los demonios, para vengar a mi familia.
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Su ira era una hoguera tan brillante como el aura de Illidan y le insuflaba fuerzas. En la boca, paladeaba la bilis del odio. Quería destrozarle la cara a golpes al Traidor y sacudirle hasta romperle los huesos. Quería beberle la sangre y comerle el corazón, para sentirse lleno de ese poder que ardía ante él. Ya no estaba mareado. Ya no tenía problemas para moverse. Pero echó de menos su arma. —Te he dado todo eso y mucho más. El resplandor del aura de Illidan se desplazó. Vandel giró la cabeza para seguirlo y se dio cuenta de que así también estaba siguiendo la fuente de esa voz. Esto no aplacó su furia, sino que se sintió aún más frustrado. Quería rasgar y desgarrar. Se mordió el labio, y de él manó sangre. Iba a matar al Traidor. Lo iba a reemplazar. Dio un salto hacia delante. Oyó un crujido. Dio un puñetazo a algo hecho de cuero pero que poseía una estructura ósea. Un ala. Una de las alas de Illidan. Un instante después, esta lo golpeó con tal fuerza que acabó volando por los aires. Se estampó contra el suelo y rodó hasta otro torbellino de luz. En cuanto lo alcanzó, notó el contacto con algo hecho de carne y oyó un gruñido febril. No cabía ninguna duda de que, de algún modo, estaba percibiendo dónde estaban las cosas. Olfateó el aire y detectó el olor a vendas mugrientas, a cuerpos sucios y, debajo de todo esto, el hedor a demonio, que lo repugnaba y le despertaba el hambre al mismo tiempo. Quería darse un festín con eso. Se abalanzó sobre el elfo enfermo, al que mordió en el brazo. De repente, alguien le agarró del cuello con mucha fuerza y lo alzó como un elfo podría alzar a un cachorro de sable de la noche. Illidan dijo: —Ya basta. Debes aprender a controlar a eso que anida en tu interior; si no, eso te controlará a ti. Empujado por la ira, Vandel lanzó un codazo hacia atrás. Una vez más, acabó volando de un lado de la habitación a otro. Notó la veloz caricia del aire. Percibió la fría presencia de la pared antes de estrellarse contra ella y quedarse inmóvil adrede. Sintió dolor por culpa del impacto, pero no tanto como debería. Tras rodar de nuevo, se puso de pie.
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El Traidor le impedía alcanzar a su presa. Vandel flexionó los músculos para saltar. El aura de Illidan se volvió más definida y esa luz amarillenta y verduzca brilló con más intensidad. Algunas motas de esa luz flotaban en el aire a su alrededor, adquiriendo nuevas formas mientras el Traidor movía los dedos y los brazos. Un instante después, una descarga de esa energía emergió de uno de los dedos de Illidan e impacto contra el pecho de Vandel. Las fuerzas lo abandonaron como el vino cuando se derrama de una copa boca abajo. Volvió a sentirse mareado, pero esta vez la sensación fue mil veces más intensa. Se estampó contra la piedra que se hallaba cerca de los pies de Illidan, y la ira lo abandonó en la misma proporción que lo abandonaban las fuerzas. Volvió a sentirse él mismo una vez más y, además, comprendió al fin lo que estaba viendo y lo que le había ocurrido. —El demonio que devoré... sigue dentro de mí, ¿verdad? —Sí —contestó Illidan—, y quiere recuperar su libertad. —¿Cómo voy a poder controlarlo? —Hoy acabas de dar el primer paso de ese largo camino. Acompáñame. —¿Por qué? —¿Por qué, qué? —¿Por qué estás aquí? ¿Por qué me ayudas? —Porque ya sabes quién es el verdadero enemigo y posees un gran potencial: podrías llegar a ser un gran cazador de demonios. Eso lo vi el día que ardió tu aldea. Y lo veo ahora. Necesitaré a combatientes como tú antes de que llegue el fin. Vandel, que todavía se hallaba mareado y débil, se puso en pie haciendo un gran esfuerzo. Su verdadero enemigo era la Legión Ardiente, las innumerables huestes que componían ese ejército, que en esos momentos se estaba preparando para atacar su mundo natal. Permaneció quieto un instante, serenándose, intentando escuchar alguna voz en su mente que no fuera la suya; sin embargo, no oyó nada, aunque sabía que eso no
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quería decir nada. No albergaba ninguna duda de que ese demonio seguía ahí dentro, aguardando a la oportunidad de recuperar una vez más su libertad. Ahora era consciente del fluir de las energías que lo rodeaban. Las luces eran las auras de los seres vivos, algunas de las cuales eran muy brillantes y estaban repletas de energía. La más brillante de todas pertenecía al que se hallaba a su lado. —¿Así es como tú ves el mundo? —preguntó Vandel. —Es una forma de verlo. Tu mente se acabará acostumbrando a ello. Logrará que esta nueva forma de ver las cosas encaje con la manera en que antes comprendías la realidad. Llegará el momento en que serás capaz de percibir el mundo tal y como lo percibías anteriormente, a pesar de que conlleva una visión mucho más estrecha de la realidad, pero nuestras mentes siempre ansían hallarse en un terreno conocido. —¿Me estás diciendo que eres capaz de pasar de percibir el mundo con esta visión a verlo como si volvieras a tener ojos? —En efecto, y de muchas formas intermedias. Intentó imaginarse a Illidan como lo veía antes y, poco a poco, vio una imagen muy poco definida del Traidor ante él, como si se tratara de un dibujo hecho por un crío en el barro, cuya boca se movió cuando Illidan habló: —En cierto modo, es como cuando uno manipula la magia. Percibes los flujos de energía. Notas las almas de los vivos y los no vivos. Caminaron hacia la entrada. Vandel percibió su falta de densidad en el aire y la materia sólida que la rodeaba, aunque no estaba seguro de cómo era capaz de hacerlo. También intuyó que había seres vivos al otro lado. Unos seres que poseían cierto poder interior y que estaban esperando que ocurriera algo. Illidan lo empujó hacia delante y chocó con algo a la altura de la cintura; algo que parecía el borde de una mesa. —Túmbate sobre ella. —¿Por qué? —inquirió Vandel. —Porque te vamos a hacer tus primeros tatuajes. 132
Vandel palpó a tientas la mesa y notó la dura textura de la madera. En ese instante, se dio cuenta de que nunca había prestado demasiada atención a su sentido del tacto ni se había percatado de lo impreciso que había sido hasta entonces; sin embargo, ahora era capaz de percibir cada grano de madera, cada nudo, cada astilla. Notó que había áreas un poco más bastas que otras, como si el carpintero hubiera estado un poco torpe a la hora de cepillar la madera. Tenía la sensación de que la agudeza de sus diversos sentidos había aumentado sobremanera. Se tumbó sobre la mesa. Lo ataron con unas correas de cuero. Mientras lo ataban, lo dominó el pánico de manera momentánea, el cual se incrementó cuando una de esas figuras cercanas bulló de energía. —Algún día aprenderás a hacer esto tú solo, pero por ahora tendrás que aceptar que te lo hagan otros. No te muevas —le advirtió Illidan—. Esto te dolerá. El tatuador se inclinó hacia Vandel y este notó algo que era tan caliente que resultaba gélido o que tal vez era tan frío que quemaba. Tuvo que hacer un terrible esfuerzo para no chillar. Cuando le extrajeron la aguja, se sintió como si le estuvieran sacando una daga de una herida al mismo tiempo que la retorcían para hacerle más daño. No. No. No. Esa voz que oía en su mente farfulló algo presa del pánico. Percibió su miedo. Era una trampa. Aquí se estaba utilizando una magia malévola. Notó que la aguja se hundía en su cuerpo una vez más. El dolor se adueñó de él por entero; era peor que todo lo que había sentido desde que se había arrancado los ojos. Se revolvió e intentó soltarse. Pero las correas aguantaron y unas manos lo sujetaron con fuerza. La aguja volvió a horadarle la carne una y otra vez, y cada roce de esa punta provocaba que una terrible agonía lo recorriera. Con cada puntada, las fuerzas lo abandonaban y la voz que oía en su mente se volvía más y más débil. Se estaba muriendo. Esa magia lo iba a matar. A pesar de que gruñó de manera amenazadora y gimoteó de un modo suplicante, siguió notando ese dolor sin cesar, hasta que ya no pudo más y se limitó a permanecer ahí tumbado mientras el tatuador seguía llevando a cabo su labor.
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Entones, por fin, le quitaron las correas. A duras penas fue capaz de levantarse de la mesa. La ira y el miedo que sentía habían menguado. Por primera vez en varios días, volvía a sentirse de verdad como él mismo. Apenas era capaz de ver al fulgor de las auras que lo rodeaban. Sus sentidos aumentados habían recuperado un nivel normal. Era como si lo hubieran drogado y ahora la droga hubiera dejado de hacerle efecto. —Me alegro de que esto haya acabado —afirmó Vandel. —Lo peor acaba de empezar —replicó Illidan.
***
Vandel se hallaba entre las cuatro paredes de una celda. Pudo escuchar el ruido de los entrenamientos y la lucha que procedía de allá abajo, de los patios. Se preguntó si esos a los que estaban adiestrando eran una nueva remesa de necios a los que Illidan había seducido con promesas de poder. Se sentía aliviado por poder estar lejos de la enfermería, por poder tener su propio aposento. Lo habían traído aquí en cuanto le habían hecho los primeros tatuajes. Había tardado todo el día en recuperarse de ese calvario. No hallarse rodeado de auras de seres vivos era una sensación muy agradable. Esa calma resultaba muy relajante. Mientras yacía en la cama, se llevó las manos a las cuencas vacías de sus ojos. Los había perdido para siempre. Al no encontrarse rodeado de seres vivos, le resultó muy fácil convencerse de que, cuando había visto auras, había estado alucinando. Tal vez todo había sido un sueño. Sin embargo, al notar esas sábanas tan bastas bajo los dedos supo que eso no era así. Estaba ciego. Se había arrancado los ojos para no tener que ver la terrible verdad: que el universo entero estaba condenado, como lo habían estado su esposa y su hijo. No había nada que ni él ni nadie pudieran hacer para detener a la Legión Ardiente. Cualquiera que creyera que pudiera hacer algo se engañaba tanto a sí mismo como lo hacía el Traidor. Era muy fácil tener esos delirios cuando uno se encontraba rodeado de tropas en una fortaleza como el Templo Oscuro; no obstante, lo cierto era que nadie estaba a salvo. No había ningún lugar seguro. En cuanto la Legión Ardiente hiciera uso de su poder, el Templo Oscuro caería como un castillo de arena hecho por un crío al que un gigante diera una patada. Todos esos guerreros que estaban entrenando y aprendiendo a 134
manejar esas armas morirían en cuanto los Señores del Terror se presentaran ahí para reclamar ese lugar que era una posesión de la Legión. El Magno Sargeras, el titán que iba a destruir el universo, triunfaría al final. Él había sido el primero en darse cuenta de la verdad. Vandel se quedó anonadado. ¿De dónde habían surgido esos pensamientos? Había visto al titán caído en su visión. Sí, eso debía de ser. Parte de la visión que había tenido en su día Illidan había sido transferida a él durante el ritual. Sí, eso lo sabía. No obstante, Vandel a veces tenía la sensación de que no controlaba sus propios pensamientos. Los tatuajes contenían al demonio que se encontraba dentro de él. Ya no podía escapar. Recorrió la tinta con los dedos, notando esas líneas de energía que marcaban ahora su cuerpo. Entonces tocó algo más, algo frío y duro. Al principio, pensó que se trataba de un trozo de metal, pero entonces se dio cuenta de que esa cosa estaba injertada en su piel. Se palpó la cara y se dio cuenta de que también tenía eso ahí. Se quedó estupefacto y sintió un escalofrío al darse cuenta de que su piel había cambiado. Se tocó una mano y, lentamente, fue consciente de lo que había sucedido. Todas las zonas de su piel que habían sido afectadas por la sangre del demonio habían sido alteradas. Ahora poseía cierto tipo de escamas. Tal vez esto fuera únicamente el inicio del proceso. Estaba seguro de que, cuando había estado en el hospital, aún tenía la piel normal. Quizá esta solo fuera la primera etapa de la transformación. Quizá se estaba transformando en un demonio. Eso parecía perfectamente posible. Después de todo, en realidad, no tenía ni idea de qué era lo que le habían hecho. Illidan podría haberle mentido perfectamente. Sin lugar a dudas, era más que capaz de hacerlo si eso convenía a sus intereses. El cambio se había iniciado después de que el demonio hubiera sido encadenado con unos tatuajes místicos. Sí, tenía que haber sido así. Cuando se había levantado esa mañana, no había cambiado. De eso estaba muy seguro. Tal vez, como el demonio no había sido capaz de transformar su mente, había optado por intentar transformar su cuerpo. Se frotó los dedos con las palmas de las manos. Luego, palpó las yemas de los dedos de su mano izquierda con las de la derecha y se percató de que poseía unas uñas largas, afiladas y robustas, como las garras de un depredador felino. Como le dolían las encías, se palpó la boca. Sí. Le sobresalían los caninos, que eran largos y afilados. Le habían salido colmillos. 135
Se hundió en una terrible depresión. Había buscado poseer el poder necesario para luchar contra los demonios, pero había acabado transformado en uno de ellos. Se estaba convirtiendo en lo que más odiaba. ¿Cuánto tiempo faltaría para que acabara suelto en el mundo exterior matando a los hijos de otros elfos? Había sentido esa ira preternatural que le había infundido el demonio. Comprendía lo fuerte que era. ¿Cómo iba a poder él contener algo así? Tal vez lo mejor que podría hacer era suicidarse antes de que todo eso sucediera. Se incorporó y estiró el brazo hacia la mesilla situada junto a su cama. Ahí se encontraba su cuchillo grabado con runas, junto al amuleto que había hecho para Khariel. Cogió ese objeto y pensó en su hijo muerto. ¿Cómo se habría sentido Khariel si hubiera podido ver a su padre ahora? Únicamente habría visto a un monstruo, a una criatura que se estaba transformando en lo mismo que lo había asesinado a él. Se dijo a si mismo que no estaba pensando con claridad, que algo estaba afectando a su mente. Tal vez se tratara de las secuelas de los tatuajes mágicos. No. Por primera vez en mucho tiempo estás viendo las cosas con claridad. Te estás viendo tal y como eres. Un cascarón vacío que ha permitido que lo transformen en lo que más odia al intentar llevar a cabo una venganza imposible. Illidan está loco. Tú estás loco. Ese razonamiento encerraba una verdad incontestable. Estaba demente y llevaba mucho tiempo así. Siempre lo había sospechado y ahora sus sospechas se veían confirmadas. El odio lo dominaba, aunque esta vez su objetivo era él mismo. Cogió el cuchillo y probó su filo con el pulgar; seguía estando afilado mágicamente. Insertó la punta, la metió bajo el borde de una de las escamas y se la arrancó. Aunque le dolió, esa agonía le hizo sentirse más fuerte. Si era capaz de quitarse todas esas escamas, podría detener la transformación, como cuando un cirujano extirpa la zona afectada por la gangrena. Con ese pensamiento en mente, se volvió a cortar una y otra vez, hasta que acabó cubierto de su propia sangre y varios trozos de su piel acabaron tirados en el suelo. Se sentía débil y mareado. Se le pasó por la cabeza de que, como estaba perdiendo sangre, podría morir en esa celda. Algo se echó a reír en su mente ante esa idea, y se dio cuenta de que el demonio no estaba tan atrapado como había creído y, ciertamente, no tan débil. Simplemente, 136
había optado por una nueva estrategia de ataque: retorcer sus pensamientos, jugar con sus emociones. Se estaba aprovechando de sus pensamientos más sombríos, de su odio a sí mismo. Tema acceso a todos sus sentimientos y todas sus vergüenzas. En cierto modo, era él. Se enderezó y el demonio se calló al percatarse de que había cometido un error. Se arrastró hasta la puerta. La sangre se le pegaba a los pies descalzos, que se le quedaron pegajosos. Rezó para que la puerta de la celda no estuviera cerrada con llave y la empujó con todas sus fuerzas. La puerta se abrió y recorrió el pasillo a tientas, yendo de un lado a otro, para rozarse con las paredes. Entonces oyó a alguien gritar: —Otro más. ¡Traigan a Akama! Acto seguido, se desmayó.
***
Vandel se despertó y fue consciente de la energía que lo rodeaba, la cual lo reconfortó. Apenas sentía las zonas donde se había hecho esos cortes. Si bien notaba un cosquilleo, la sensación casi resultaba hasta agradable. Alguien se alzaba sobre él. Olía a Tábido y su aura refulgía con energía mágica. —¿Eres Akama? —preguntó Vandel con un hilo de voz, ya que tenía la garganta reseca. —Sí. Y tú eres Vandel. —No era una pregunta—. Resulta obvio que has impresionado a lord Illidan, ya que me ha pedido que cuide de ti personalmente. —¿Eres un sanador? —Lo soy. Hago lo que puedo para ayudar a los enfermos y los heridos. —¿Y qué soy yo? —Yo diría que un poco de ambas cosas, así como algo más. Hay algo corrupto dentro de ti que no me gusta nada. 137
—Sea lo que sea, te doy las gracias por tu ayuda. —De nada. Has tenido mucha suerte de que los guardias dieran contigo a tiempo. Eres el quinto de los nuevos reclutas que ha intentado suicidarse en los dos últimos días. Y tú eres el único que ha sobrevivido. —No he intentado suicidarme. —¿Y cómo lo llamarías tú entonces? Te has abierto heridas hasta estar a punto de desangrarte y morir. Y lo habrías hecho si hubieras acertado alguna arteria. ¿Qué te han hecho? Había algo extraño en la voz de Akama, había algo bajo ese tono de curiosidad normal que hizo que Vandel extremara la cautela. —¿No lo sabes? —Lo único que sé es que lord Illidan lleva a muchos de ustedes a ese patio y solo unos pocos salen de ahí, y esos pocos emergen alterados e irreconocibles. Si pretende crear un ejército, ha escogido una manera muy extraña de hacerlo. Rara vez se consigue crear una fuerza armada numerosa si se mata a los reclutas. —Si ignoras lo que está ocurriendo, tal vez sería mejor que no hicieras preguntas al respecto. Lord Illidan tiene sus razones para obrar así; si hubiera querido que las conocieras, ya te las habría revelado. Akama chasqueó la lengua. —Como quieras. Hay muchas cosas que suceden aquí, en este templo, por las que es mejor no mostrar curiosidad alguna. Como si fuera el eco de esas palabras, un bramido muy potente surgió de las entrañas de la tierra. Las piedras parecieron vibrar al compás de ese rugido. —He ahí otro monstruo que ha sido esclavizado para formar parte de las defensas del templo. Vandel ignoró al Tábido. De repente, lo asaltó una oleada de recuerdos. Otros cuatro como él se habían suicidado tras el ritual. Se acordó de las palabras de Illidan: era más que posible que menos de uno de cada cinco de los reclutas sobreviviera a la transformación. Vandel había pensado en su
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momento que el Traidor solo se había referido al ritual, pero ahora se daba cuenta de que también se había podido referir a las secuelas de este. Súbitamente, tuvo la certeza de que eso no había hecho más que comenzar y de que lo peor aún estaba por llegar.
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CAPÍTULO DOCE CUATRO MESES ANTES DE LA CAÍDA
I
llidan entró en la cámara del consejo. Akama lo seguía de cerca, como si
fuera su perrito faldero. El Tábido parecía estar haciendo todo lo posible por dar la impresión de ser un siervo leal. Tal vez sospechaba que los agentes de Veras Darkshadow lo estaba vigilando, como lo habían estado haciendo desde que las misteriosas desapariciones de Akama se habían vuelto tan numerosas como para llamar la atención de Veras; no obstante, también era posible que Sombra Oscura simplemente quisiera desacreditar a un rival pero lo cierto era que sus afirmaciones habían despertado la curiosidad de Illidan. Todos volvieron su mirada hacia él. En todos esos ojos, había miedo. La Legión Ardiente había atacado con fuerza. El príncipe Kael’thas llevaba semanas desaparecido, desde que había partido al mando de la fuerza expedicionaria que se dirigía a Tormenta Abisal. Todos los presentes eran conscientes de que la guerra no iba bien y, en consecuencia, esperaban ser objeto de la ira de Illidan. Sin embargo, eso no importaba, pues todo iría según el plan mientras siguiera creando cazadores de demonios. Illidan se acercó a la gran mesa del mapa. Unas gemas colosales talladas para representar los teletransportadores demoníacos se hallaban esparcidas en una docena de ubicaciones. Refulgían como unos forúnculos de la peste sobre la faz del mundo. Plagaban Nagrand y la Península del Fuego Infernal, Tormenta Abisal y las montañas de Filospada. Daba la sensación de que casi todas las provincias de Outland contaban con una de esas gemas, a veces incluso más. 140
—Cada una de estas gemas señala la ubicación de un nuevo campamento Forja, lord Illidan —señaló Gathios el Devastador tal vez con demasiada rapidez. Se había levantado de su trono tallado en cuanto Illidan había entrado y permanecía ahí en pie como si un oficial al mando le hubiera mandado ponerse firme—. La Legión Ardiente ha montado bases ahí y las ha fortificado. He estado preparando planes de contingencia para asaltarlos y obligar a los demonios a retroceder. —¿Ah, sí, Gathios? —replicó Illidan, quien mantuvo un tono de voz engañosamente amable—. ¿Y cómo pretendes hacer eso exactamente? Cada uno de esos campamentos Forja posee un teletransportador. En un abrir y cerrar de ojos, podrían recibir unos refuerzos demoníacos. —Lord Illidan, cerramos los portales de Magtheridon con tu ayuda. Seguramente, también podamos cerrar estos. Illidan examinó el mapa. —Cada vez que cerramos un portal, surge otro. Kil’jaeden puede contar con infinidad de refuerzos. Está jugando con nosotros. Lady Malande se rio de manera nerviosa. Era obvio que eso no era lo que esperaba que dijera Illidan. —Nos guiarás hasta la victoria, señor. Tengo fe en ti. Estos nuevos soldados que has estado creando, si todos ellos son tan fuertes como Varedis, Netharel y Alandien, seguramente serán capaces de masacrar a los demonios. Illidan clavó su mirada en ella. Parecía estar muy bien informada sobre los cazadores de demonios en particular. ¿Acaso había estado espiando? Seguro que sí. Todo su consejo lo había hecho. Sentía curiosidad por conocer cualquier cosa capaz de desequilibrar la balanza del poder dentro del Templo Oscuro, pues eso podría afectar a sus propias posiciones de poder. ¿Qué era lo que había averiguado Malande? Los cazadores de demonios eran la pieza clave de su plan para lanzar un contraataque contra la Legión Ardiente. Era muy importante mantener en secreto su existencia. No podía correr el riesgo de que los Nathrezim descubrieran qué tramaba antes de que pudiera estar preparado para lanzar su ataque. A pesar de que no le había contado a nadie cuál era el plan definitivo, quizá se le hubiera escapado algo, tal vez hubiera dejado alguna pista que habría permitido a alguien con una mente tan aguda y suspicaz como la de Malande deducir cuáles eran sus intenciones.
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A Illidan le habría encantado que lady Vashj estuviera ahí en esos momentos. Al menos, ella iba al grano y era fácil comprenderla; además, le era totalmente leal. Pero, ay, se hallaba en la Marisma de Zangar, supervisando el drenaje de las marismas, pues eso formaba parte de la primera fase de su plan para hacerse con el control de las aguas de Outland y, a través de ellas, de todos sus habitantes, puesto que la sed y la sequía eran unas armas muy poderosas. Illidan miró fijamente a Veras Darkshadow. —¿Tus agentes han descubierto algo sobre cuál ha sido el destino de Kael’thas? Veras negó con la cabeza. —Dieron con el último campamento de su ejército, pero después no se ha vuelto a saber nada. —¿Nada? —Nada importante, señor. Solo han hallado restos de hogueras, de basuras, nada más. —¿Ni la más leve señal de lucha? —Ninguna, señor. Es como si el príncipe, simple y llanamente, hubiera abierto un portal y se hubiera desvanecido. Según parece, no quiere que nadie dé con él. Veras estaba sugiriendo que Kael’thas planeaba traicionarlos. Illidan no había descartado esa posibilidad. Kil’jaeden había mostrado mucho interés en el príncipe elfo de sangre el día en que el Templo Oscuro cayó. Tras cavilar al respecto, Illidan había concluido que el Falsario había intentado sembrar la semilla de la discordia entre el Traidor y sus aliados. Tal vez el señor demoníaco había hecho algo más, pero ahora no era el momento de expresar esas preocupaciones en voz alta, ya que si Kael’thas se había vuelto en su contra, quizá hubiera dejado algunos espías ahí y ahora no era el momento más adecuado para despertar sus suspicacias. —No saquemos conclusiones precipitadas, Veras. Limítense a dar con Kael’thas. —Como desees, señor —replicó Veras—. Así se hará.
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Acto seguido, se le quedó mirando como si quisiera contarle algo más en privado y sus ojos se desplazaron fugazmente hacia Akama. Entonces, Illidan dijo: —Pueden marcharse todos. Salvo tú, Darkshadow. Quiero hablar contigo sobre el paradero de Maiev Shadowsong. Los demás miembros del consejo salieron de ahí en fila. Akama se detuvo en la salida, como si estuviera a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor y marchó.
***
Maiev subió la ladera del Alto Aldor en ascensor. Se trataba de una plataforma plana, que no estaba sustentada por nada visible mientras se elevaba hacia el cielo. Una magia muy poderosa la hacía funcionar. Su sable de la noche gruñó y permaneció en todo momento alejado del borde. Si bien el gran felino poseía un excelente sentido del equilibrio, no quería correr ningún riesgo de caer desde tal altura. La celadora pudo disfrutar de una impresionante vista de los tejados de la ciudad y de la gran torre que albergaba el Bancal de la Luz. La torre era tan alta que parecía que iba a alcanzar el cielo. Dentro de ella, había podido percibir el poder de los naaru. Estaba enfadada porque no habían accedido a ayudarla. Con su ayuda, habría tenido muchas más posibilidades de castigar a Illidan de un modo justo. Sarius, portando la forma de un cuervo de tormenta volaba cerca del ascensor. Maiev lo reconoció por su peculiar plumaje. Estaba ahí para vigilar y observar. No esperaba que los Aldor mostraran una actitud traicionera, pero nunca descartaba esa posibilidad con nadie. En los lugares más sorprendentes, uno podía hallar traidores. Entonces, Anyndra habló: —Se dice que a veces los Tábidos se suben a este ascensor para poder arrojarse al vacío desde la cima. Aunque cabría pensar que los centinelas intentarían evitar algo así. —Tal vez piensen que al no actuar están realizando un acto piadoso —replicó Maiev.
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La celadora se preguntaba si debería haber traído más guardias. Aunque en la cima del Alto Aldor habrían seguido siendo superados en número, al menos su mera presencia les habría dejado bien claro que Maiev era una personalidad muy importante. No obstante, al final creyó que había acertado al haber decidido presentarse como una mera peticionaria. La plataforma se detuvo. Echó un último vistazo hacia abajo, hacia la ciudad, y pensó en esos tristes Tábidos que se precipitaban en una larga caída hasta las piedras de allá abajo. Por encima de ellos, dos islotes flotaban en el cielo. Les habían hecho diversas modificaciones para dotarlos de las curvas propias de la arquitectura draenei y unas luces brillaban en sus laterales para dejar bien claro a quien los viera que tenían un origen mágico. Sin lugar a dudas, con esta exhibición de magia pretendían que los visitantes se quedaran sobrecogidos. Unos grandes cristales adornaban los laterales de los edificios ubicados en la cima del alto. Por las noches, desde la ciudad, su fulgor podía verse reflejado en el cielo, lo cual recordaba a todo el mundo la pureza de los Aldor y de la Luz a la que servían. Maiev frunció la nariz al pensar en ello. Unos guardias Aldor, ataviados con unas armaduras pesadas y vestidos con el tabardo morado de su facción, la saludaron. Aunque no se mostraron hostiles, dejaron muy claro que se hallaba bajo vigilancia. La celadora les explicó a qué venía y la llevaron hasta ese lugar conocido como el Santuario de Luz Inagotable. Una hermosa y alta draenei, vestida con un atuendo azul y blanco, se acercó a saludarla. Maiev agachó la cabeza para aceptar su bendición. —Que la Luz te bendiga, celadora Shadowsong —dijo la draenei—. Soy Ishanah, la suma sacerdotisa de los Aldor. Se me ha comunicado que quieres hablar conmigo. Maiev detectó una leve hostilidad en el tono de voz de la suma sacerdotisa. —He venido a pedir ayuda a aquellos que siguen la Luz. —Tengo entendido que muchos de ellos ya te siguen. —Me refería a los Aldor.
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—¿Pretendes matar a aquel al que llaman el Traidor? —O encerrarlo en prisión una vez más. —¿Por qué? Maiev se quedó boquiabierta. —Porque es malvado. —No somos lo bastante fuertes como para asaltar el Templo Oscuro y expulsarlo de ahí. Lo único que podemos hacer es defender nuestras posiciones. Además, cumplimos otras funciones. Maiev se fijó en la suntuosa ropa de Ishanah y, a continuación, desplazó la mirada hacia el bello entorno. —Puedo verlo. —No todos tenemos que adentramos en la oscuridad para luchar contra ella. —A veces hay que ensuciarse las manos para combatir el mal. — Y, a veces, uno se vuelve malvado al ensuciarse las manos. — Ishanah esbozó una sonrisa tal vez burlona—. Para poder colaborar con la Luz, uno debe tener un corazón puro. —¿Y crees que yo no lo tengo? —replicó Maiev, cuya ira tiñó su voz. —Creo que haces lo que crees correcto. Maiev frunció el ceño ante ese sofisma. —Lo que hago es lo correcto. —Sin duda alguna. Sin duda. —¿No me vas a ayudar? —En este momento, no puedo. —¿No puedes o no quieres? —Se están librando otras luchas distintas a la tuya, celadora Shadowsong. Algunas de ellas son incluso más importantes. 145
—No hay nada más importante que la derrota de Illidan. —Quizá para ti sea así. Nosotros, los Aldor, tenemos unas prioridades distintas y unos recursos limitados. Necesitamos tiempo para reunir a nuestras fuerzas. La frustración se adueñó de la celadora. ¿Por qué le costaba tanto que la gente de Outland comprendiera la importancia de su misión? Notó un cosquilleo a la altura del pecho. Se trataba de la piedra que Akama le había dado. No era el momento habitual en que solían celebrar sus reuniones, así que tenía que haber ocurrido algo importante. Tal vez llegara en el momento oportuno, puesto que, de todos modos, no quería seguir discutiendo infructuosamente con Ishanah, dando vueltas continuamente sobre lo mismo. —Muchas gracias por haberme concedido tu tiempo —dijo Maiev—. Te pido permiso para marchar. Sin esperar a que le respondiera, se dio la vuelta y volvió al ascensor, dando grandes zancadas, seguida por Anyndra. Necesita dar con un lugar tranquilo para poder comunicarse con Akama. Esperaba que él no acabara siendo tan inútil como los Aldor.
***
Las calles del bancal inferior de Shattrath parecían más atestadas a cada día que pasaba. Más y más refugiados entraban en tropel en la ciudad, huyendo de las guerras de conquista de Illidan y de las consecuencias de las batallas que había perdido con la Legión. Parecían decididos a buscar el amparo de los Sha’tar, puesto que eran la única facción que había logrado resistir los envites tanto del Traidor como de sus enemigos. Maiev miró hacia atrás. Una elfa de sangre, con la cara cubierta por una capucha y la parte de la boca tapada con un pañuelo, estaba atravesando la calle rauda y veloz. Había algo en su forma de moverse que le resultaba familiar. Tal vez estuviera espiándola, pero eso no importaba, ya que Sarius se hallaba entre la muchedumbre, vigilándole las espaldas. Quizá alguna noche le daría la orden de capturar a alguno de esos que tanto la seguían, pero de momento tenía otros asuntos que requerían su atención. 146
Se adentró en el patio del Refugio de los Tábidos. Esos desdichados alzaron la vista de ese vino aguado y avinagrado o, presas de un terrible sopor, siguieron con la mirada clavada en el techo. El aire apestaba a ese tabaco tan basto que fumaban. Hedía a gente sin asear. Se abrió paso hasta esa cámara en la que ya se había reunido con Akama previamente, por lo cual no se sorprendió al verlo ahí. Dos de los guardias Ashtongue que lo habían escoltado en otras ocasiones se encontraban vigilando la puerta. Ambos la dejaron pasar sin hacer comentario alguno. El Tábido se puso en pie y le hizo una reverencia. Al menos él le mostraba algo de respeto. A lo largo de los últimos años, habían llegado a un cierto grado de entendimiento. Ella agachó la cabeza de un modo regio a modo de respuesta. —¿Qué noticias me traes? —preguntó Maiev, quien esperaba que fueran mejores que las que le había dado en la reunión anterior, en la que únicamente le había informado sobre una pequeña victoria que había obtenido Illidan en su guerra contra la Legión. —Una estupenda —contestó Akama, con un tono lleno de emoción, que no pasó inadvertido a la celadora—. El príncipe Kael’thas ha desaparecido, junto a una parte de su ejército. Lo más probable es que haya dejado en la estacada al Traidor. Maiev no pudo evitar que una sonrisa triunfal se dibujara en su semblante. —Si eso es cierto, entonces Illidan ha perdido uno de los grandes puntales que apoya su poder. Al instante, reinó un silencio sepulcral. En el pasado, Akama se había negado a que su pueblo prestara la ayuda a la celadora porque Illidan contaba con el apoyo de Kael’thas y lady Vashj. La sonrisa de Akama rivalizó con la suya solo por un instante. —Aunque tal vez Illidan haya dado con una nueva fuente de poder. Un escalofrío recorrió a Maiev, pues eso le dio muy mala espina. Tal vez el Traidor aún se guardara un as en la manga. No sería la primera vez. —¿De qué se trata? —No estoy seguro de ello, por eso quería hablarlo contigo. Los reclutas son todos miembros de tu pueblo... 147
—¿Mi pueblo? —Son elfos. Se trata de unos elfos desesperados y despiadados, de unos guerreros curtidos, todos los cuales tienen algo en contra de la Legión Ardiente, por lo que yo sé. Los recluta y los mata. —¿Qué? —Los imbuye de magia vil. La mayoría muere durante el proceso y los que sobreviven son transformados, pero no para bien. —¿Qué quieres decir? —Sus cuerpos acaban impregnados de un poder maligno y algo en ellos que hiede a demonio. Maiev lo miró espantada. —Está transformando a elfos en demonios. —A menos que me equivoque con mis conjeturas, los está rehaciendo a su imagen y semejanza. Realiza rituales con ellos. Supervisa los tatuajes que les hacen, los cuales son como los suyos. Les enseña algún tipo de magia, o al menos eso he concluido a partir de los rumores que han recogido mis agentes. Todo esto tiene lugar en unos patios sellados, situados lejos de las zonas donde se realizan los quehaceres diarios del templo. ¿Qué nueva monstruosidad está planeando Illidan?, se preguntó Maiev. Conociéndole, no podía ser nada bueno. —Debes averiguar más al respecto. —Hago lo que puedo, pero es difícil y peligroso. El Traidor se ha tomado muchas molestias para ocultar la creación de este nuevo ejército. Si hago demasiadas preguntas, tal vez me descubra. Si Illidan se entera de que estamos aliados, sufriré un destino peor que la muerte. Debo obrar con cautela. —Cautela, cautela... Contigo siempre hay que andar con mucha cautela. —Para ti, es muy fácil decirlo. Yo soy el que se enfrentará a la ira del Traidor si las cosas salen mal; además, ya tengo la sensación de que me están vigilando. —Akama se calló e inspiró aire de un modo ruidoso—. No sabes cómo es esto. Cada vez que dejo 148
el Templo de Karabor, debo mentir a Illidan. Debo darle razones que justifiquen mi marcha. Y cada vez me hace más y más preguntas. Creo que sospecha algo... Maiev se percató de que si se dejaba llevar por la impaciencia podía tomar el camino equivocado. Sin duda alguna, el Tábido estaba asustado, y tenía buenas razones para ello. Akama respiró hondo y habló con un tono más comedido: —No es la primera vez que unos combatientes tatuados como estos aparecen por los alrededores del templo. Ha habido muchos otros como ellos con anterioridad, pero solo los veíamos de uno en uno o de dos en dos y siempre proseguían su camino en breve. Sin embargo, esta vez se están quedando ahí; además, el Traidor parece decidido a crear muchos más. —Los primeros podrían haber sido unos meros experimentos, para hacer pruebas con la magia a emplear en la creación de esos elfos demoníacos. —Eso es lo que he pensado yo. Ahora da la impresión de que hay muchos más. Illidan malgasta vidas para crearlos como un mercenario borracho dilapida la plata que obtiene de manera perversa. Por cada diez que entran en esos patios ocultos, tal vez uno logra salir de ahí. Esa información afectó sobremanera al estado de ánimo a Maiev. La alegría que había sentido al enterarse de la desaparición de Kael’thas se había esfumado. Sabía en lo más hondo de su corazón que Illidan planeaba una nueva fechoría. —Esto no me gusta lo más mínimo —aseveró Maiev. Akama se encogió de hombros. —Estas nuevas criaturas son muy poderosas. Me han llamado en varias ocasiones para curarlas y he percibido una magia muy potente y tenebrosa en ellas. Tal vez Illidan crea que podrán desequilibrar la balanza de poder de nuevo en su favor. —¿Crees que eso es posible? —Parece decidido a crear cientos de esas criaturas, sino miles. Si todas son tan poderosas como las que he visto, podrían decantar la balanza del poder en Outland. Lo único que sé es que el Traidor está desesperado por reclutar a tantos como sea posible. Intuyo que tiene un propósito en mente y, sea cual sea, el tiempo se agota. 149
—Ciertamente, el tiempo se agota para él —apostilló Maiev, intentando recuperar el buen humor del que había hecho gala antes—. Sin el apoyo de Kael’thas, quizá sea posible derrocarlo. —En efecto —replicó Akama—. Regresaré al Templo de Karabor y daré inicio a los preparativos. Si vamos a actuar, habrá que hacerlo con rapidez, antes de que su nuevo ejército esté listo. Maiev se sintió tremendamente satisfecha. Era la primera vez que el Tábido había expresado su voluntad inequívoca de entrar en acción. Daba la impresión de que él, al igual que el Traidor, creía que el tiempo se agotaba.
***
Akama cruzó el portal y entró en el Templo de Karabor. A pesar de toda la corrupción que lo rodeaba, aún se sentía como si volviera a casa. Se frotó las manos, respiró hondo e intentó apartar toda preocupación de su mente. Hablar con Maiev siempre le ponía muy nervioso. Estaba tan llena de ira y odio y tan decidida a hacerle pagar a Illidan todo el nial que había hecho que realmente no parecía ser capaz de darse cuenta de que se había convertido en un reflejo del Traidor. El Tábido recorrió presuroso esos pasillos para dirigirse a sus aposentos. Cuando pasó junto a uno de esos abominables soldados sin ojos, este lo miró. Resultaba espeluznante cómo esos seres aparentemente ciegos giraban la cabeza para seguirle con la mirada cuando pasaba a su lado. El templo bullía de actividad a su alrededor. Los soldados marchaban de aquí para allá, los magos confeccionaban hechizos. Día y noche, las defensas iban siendo reforzadas. Llegó al santuario de su pueblo. Su escolta le hizo una seña de advertencia y, en cuanto cruzó la entrada, comprendió por qué: Illidan lo esperaba en esa cámara. En su mano sostenía una hermosa estatua de cristal que Akama había salvado de la destrucción del templo. La sostenía en alto, hacia la luz, girándola de aquí para allá, como si pudiera ver los reflejos que desprendían sus diversas facetas especulares.
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Cuando el Tábido entró, no se giró a mirarlo, sino que se limitó a decir: —Ah, Akama, qué difícil ha sido localizarte hoy. Hubo un tiempo en que ese truco tan sencillo habría desconcertado a Akama, pero ya se había acostumbrado a él. —He ido al Puerto Orebor. Tenía mucho en qué pensar y eso me ayuda a despejar la cabeza. —Eso es algo que has estado haciendo mucho a lo largo de los últimos años. A Akama se le revolvió el estómago. ¿Acaso el Traidor sospechaba lo que estaba ocurriendo? ¿Había sido capaz de ver a través del velo de sus engaños? Illidan se le acercó y le rodeó el hombro con un brazo. Acto seguido, clavó las puntas de sus garras con suma delicadeza en la tela de la túnica del Tábido. —Acompáñame al refectorio. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablamos. Me gustaría saber más sobre esas excursiones tuyas. Con una fuerza irresistible, guió a Akama hasta la salida que llevaba al interior del Santuario de las Sombras del templo. Los demonios se colocaron en posición a su alrededor. El Tábido echó un vistazo a las cadenas que pendían de esas columnas envueltas en penumbra que se alzaban tan, tan alto, y no parecían presagiar nada bueno. Pronto, unos chillidos retumbaron, parecían brotar de la garganta de alguien al que le estaban arrancando el alma del cuerpo.
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CAPÍTULO TRECE TRES MESES ANTES DE LA CAÍDA
V
andel atravesó de un brinco ese anillo de fuego, cayó al suelo rodando y
esquivó otra hoja, que no le acertó por un pelo. Se irguió y saltó sobre el foso en llamas. Volvía a ser el primero. Había sorteado todos los obstáculos sin un rasguño. Cyana llegó justo detrás de él, sin ni siquiera jadear. Aunque ella le sonrió, tuvo la sensación de que estaba enfadada con él, ya que la había ganado de nuevo. Era muy competitiva. El ágil y veloz Ravael fue el siguiente. Los demás llegaron uno tras otro poco a poco. Durante las semanas posteriores al ritual, hubo muchas bajas. Mavelith y Seladan e Isteth se habían arrojado al vacío desde las almenas, pues no habían podido asimilar su transformación. Mavelith y Seladan se habían vuelto más monstruosos de una manera Progresiva a medida que los días pasaban a ser semanas; Isteth, sin embargo, había seguido poseyendo la misma belleza en la que Vandel se había fijado durante esos primeros días, pero su mente no había podido soportarlo; esperaba que se hallara en paz, tras haberse reunido al fin con sus retoños muertos. Cualquier esperanza de que el ritual hubiera separado el grano de la paja, de que hubiera escogido solo a los capaces de afrontar las consecuencias, se había disipado. Más de la mitad de los transformados habían muerto durante el proceso de cambio. Se les había parado el corazón o habían sufrido un colapso mental que había obligado a sacrificarlos. Muchos más se habían vuelto locos después, puesto que habían sido 152
incapaces de soportar esas visiones o de vivir con esas cosas que moraban dentro de ellos. Vandel no albergaba ninguna duda de que sus demonios los habían empujado hasta el abismo. Esa cosa que habitaba dentro de él se cercioraba de que notara su presencia un día tras otro y no tenía nada claro que fuera a ganar su lucha contra ella a largo plazo. Había días en que la depresión y el odio que sentía hacia sí mismo hacían que vivir le resultara insoportable. Había momentos en que estaba tan lleno de ira que apenas era capaz de refrenar las ganas que tenía de correr por el templo matando elfos a diestro y siniestro con sus hojas hasta que los guardias lo redujeran. Eso era precisamente lo que había hecho Selenis, así como Balambor y Turanis. Y se habían llevado a muchos otros con ellos. Todos los supervivientes del ritual comprendían cómo se sentían. Vandel había estado a punto de hacerlo. A veces se preguntaba si lo que lo distinguía de esos seres rabiosos y dementes era únicamente que aún no había llegado al límite de su aguante. Aferró el amuleto que había hecho para Khariel en su día, un talismán que lo protegía de acabar como esos compañeros, un recordatorio de por qué luchaba contra su demonio todos los días. Te vengaré, hijo mío. Algún día vengaré tu muerte. A pesar de que algo se burló de él en lo más recóndito de su mente, hoy al menos era capaz de ignorarlo. Las cosas habían empeorado desde que había comenzado la parte sobrenatural del adiestramiento. Sus instructores, Varedis, Alandien y Netharel, les estaban enseñando a aprovechar los poderes viles de los demonios que se hallaban dentro de ellos, a canalizar las energías más tenebrosas de toda la Creación. En cierto modo, era muy emocionante. Vandel sabía ahora cómo lograr que su fuerza y velocidad se multiplicaran. Era capaz de clavar la hoja de su daga en una roca y luego sacarla. Había lanzado rayos de energía vil capaz de quemar la armadura más robusta. Era capaz de curarse absorbiendo las almas de sus víctimas caídas. Había batallado contra demonios invocados y había aprendido a matarlos. Al principio, los aspirantes habían luchado en grupos, pero a medida que transcurrían las semanas habían sido entrenados para ganar en un combate individual. Decenas y decenas habían muerto en ese periodo. Una noche, un guardia vil se liberó y desató el caos a través de los pasillos de las ruinas de Karabor hasta que Varedis lo abatió. Vandel recorrió con un dedo la larga cicatriz que le había dejado en el costado derecho 153
ese demonio. El hacha del guardia vil le había desgarrado la carne y atravesado algunos de sus tatuajes, desdibujándolos, lo que hacía que le resultara más difícil aprovechar la energía vil cuando intentaba lanzar ciertos conjuros. A pesar de que había aprendido muchísimo en muy poco tiempo, daba la impresión de que daba igual lo mucho que aprendiera, sus instructores siempre querían que lo intentara con más ahínco, que dominara aún más técnicas y habilidades. Estaban tan decididos a alcanzar sus objetivos como Illidan, y no podía tener la sensación de que, detrás de todo aquello, había un gran propósito, de que se acercaba el día en que todo lo que había aprendido lo utilizaría para servir al Traidor. Este proceso se estaba llevando a cabo con premura y desesperación. Todos los días se realizaba el gran ritual. Todos los días, más y más candidatos pasaban a alimentar las hambrientas fauces del proceso de adiestramiento. Unos pocos de ellos sobrevivían para ser sometidos a un proceso que separaba el grano de la paja, que a menudo parecía que pretendía tanto matar a los débiles como enseñar a los fuertes. Mata a los débiles. Mata a los débiles. Mata a los débiles, le susurraba la voz demoníaca, a la vez que unos recuerdos en los que veía el cuerpo medio devorado de Khariel pasaban fugaz y burlonamente por su mente. Mátalos a todos. Todos son débiles. Sus pesadillas eran espantosas. Una noche se despertó y se sorprendió al verse de pie, aferrando su daga. Entonces se preguntó si esa cosa que habitaba dentro de él lo controlaba en cierto modo mientras soñaba esas pesadillas. Tabelius había entrado a hurtadillas en las celdas, para degollar a sus ocupantes, hasta que Aguja puso punto final para siempre a su aventura nocturna al clavarle sendas estacas en las cuencas vacías de sus ojos. Incluso había veces en las que Vandel se sentía como si se hallara encerrado en una jaula con unas bestias asesinas, en la que él no era más que otra bestia no menos asesina. Volvió a echar un vistazo a su alrededor. Illidan había estado en lo cierto. Ahora podía ver las cosas tan bien como las había podido ver cuando poseía unos ojos de carne. No, las veía mejor, pues la oscuridad ya no le escondía nada. Asimismo, su mente se iba acostumbrando a sus nuevas percepciones. Sospechaba que el demonio lo estaba ayudando en ese aspecto, puesto que quería que dominara esos poderes; era como si este creyera que cuanto más los controlara, más vulnerable se volvería a las tentaciones que le ofreciera.
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Pero eso daba igual. Quería ser más fuerte y se alegraba de poder ver. Se alegraba de poder oír mejor que cualquier elfo. Se alegraba de ser tan fuerte como un ogro y más rápido que un sable de la noche. Su aspecto reflejaba esos cambios: era capaz de extender unas garras que le brotaban de las yemas de los dedos, lo cual hacía en momentos de peligro; unas cicatrices colosales señalaban el lugar donde se había lesionado con su propia daga; el espejo le mostraba que, donde antes tenía los ojos, ahora había un fulgor verde de energía vil, el cual se intensificaba cuando usaba ese poder. Alguien lo agarró del hombro. —¿Estás exhausto, viejo? —preguntó Cyana. Vandel negó con la cabeza. —Esto no es más que el calentamiento. —Eso espero —replicó Ravael—. En esta sesión de combate, te voy a vencer. No te rindas muy fácilmente. Cuando te resistes, la victoria es más dulce. Sí, la victoria es dulce, dijo la voz de su cabeza, que cada día sonaba más parecida a la suya. Pero la carne aún lo es más. Entraron en el patio. Las altas murallas desmoronadas de las ruinas de Karabor se alzaban sobre los aspirantes de una manera descomunal y opresiva. Los elfos tatuados se apiñaban en los espacios libres que se hallaban entre los círculos de entrenamiento, a la espera de tener una oportunidad de luchar. Unas runas relucientes de color verduzco y amarillento, cinceladas en las losas, conformaban la circunferencia de esos círculos místicos. Las formas de esas runas eran muy parecidas a las de los tatuajes de los aspirantes. En cada círculo había dos combatientes que luchaban bajo la supervisión de uno de los entrenadores. Unas auras generadas mediante encantamientos envolvían sus armas para amortiguar la violencia de los ataques, logrando así que esos golpes letales solo provocaran unas meras magulladuras dolorosas. Vandel observó cómo un par de luchadores trazaban círculos uno en tomo al otro y se atacaban mutuamente, hasta que uno de ellos noqueó a su adversario. —¡Mía es la victoria! —exclamó el ganador, mientras el perdedor yacía en el suelo. 155
Varedis asintió y alzó una mano. El combate acabó y el círculo se vació. A continuación, el entrenador indicó con un gesto tanto a Ravael como Vandel que empezaran. Ravael se adentró en el círculo con una guadaña en cada mano. Unas auras protectoras brillaban alrededor de sus hojas. Varedis lanzó un hechizo sobre la daga rúnica de Vandel y la otra arma blanca que había cogido de la armería del templo. Acto seguido, Vandel entró en el círculo. Ravael hizo un gesto obsceno con el arma que llevaba en la mano derecha. —Hoy aprenderás el significado de la derrota. Dio un salto, rápido como un relámpago, con unos movimientos imposiblemente precisos. El ritual le había concedido a Ravael incluso más fuerza y velocidad que a Vandel. Le había otorgado unas garras enormes y unos cuernos circulares y retorcidos. Ahora, en la arena, mientras se valía de sus poderes demoníacos, esos atributos parecían incluso más exagerados. Una de las guadañas impactó contra el bíceps de Vandel con una violencia terrible. —Si esto hubiera sido un combate real, habrías perdido el brazo — comentó jocosamente Ravael para provocarlo. Las llamas de la ira ardieron con fuerza en el fuero interno de Vandel. Eso no había sido justo. Pero descartó ese pensamiento, pues en un combate de verdad ningún demonio lucharía de un modo justo. —En un combate real te arrancaría el corazón. Aunque su intención había sido que esas palabras sonaran de un modo burlón, las pronunció con un tono muy serio y supo, en el mismo momento en que abandonaron sus labios, que las decía muy en serio. Ravael lanzó una serie de golpes frenéticos, pero esta vez Vandel estaba preparado. La daga rechinó al chocar contra la guadaña. El fragor del metal resonó por todo el patio. Todos los golpes que Ravael lanzaba, Vandel los paraba. En cuanto esa avalancha de ataques cesó, extendió un brazo y alcanzó a Ravael con su daga justo por encima del corazón. Si hubiera atacado una fracción de segundo antes, le habría propinado el equivalente a un golpe mortal, pero tal y como lo había dado, solo había herido a su adversario. 156
—Ha sido solo un rasguño —afirmó Ravael. La chispa de una ira rabiosa y demencial saltó en el pecho de Vandel. Nadie iba a burlarse de él. No alguien tan débil y patético como su contendiente. Ravael percibió de algún modo que el estado de ánimo de su rival había cambiado y reaccionó en consecuencia. Una gran tensión reinaba en el ambiente. Vandel se abalanzó sobre Ravael, apuntando a la cabeza de este. Ravael alzó ambas guadañas, atrapó con ellas la hoja de Vandel e hizo un movimiento de torsión, pero mientras hacía eso, su oponente le alcanzó con su otra arma el estómago. —Ahora estarías muerto —aseveró Vandel, y algo en su interior deseó que su enemigo realmente lo estuviera—. Vuelvo a ganar. Estaba a punto de darse la vuelta cuando oyó gruñir a Ravael. Un rugido grave y bestial emergió de lo más profundo del pecho del otro elfo. La baba se le caía por la comisura de los labios. Sus ojos eran unos charcos de sangre en los que danzaban unas llamas. Unas esferas de luz rojiza bailaron alrededor de las puntas de sus cuernos. —No me has derrotado —replicó Ravael, cuya voz era ronca y gutural y estaba teñida de odio. El aire que lo rodeaba se cargó de odio. Una sombra planeó sobre su cuerpo, haciendo que su piel adquiriera primero un tono gris y después un tono más negro que la noche. Ravael alzó unas grandes alas hechas de sombra. Vandel notó cómo esos aleteos desplazaban el aire. Podía oler el azufre y el aura del demonio, que asaltaron su olfato con tanta fuerza como cuando había luchado contra moradores auténticos de los reinos abisales. Ravael saltó hacia delante, con ambas hojas apuntando hacia abajo. Vandel sintió ambos impactos en los brazos, así como un gran dolor. Esta vez no cabía ninguna duda de que habría acabado o mutilado o muerto si hubieran estado luchando de verdad. Pero eso no le bastó a su oponente. Ravael lanzó una lluvia de golpes que causaron a su adversario una gran agonía. Vandel alzó sus armas y logró detener la primera guadaña; la segunda, sin embargo, le alcanzó en la sien. Notó un terrible dolor en la cabeza. El olor metálico de la sangre le invadió las fosas nasales. La sombra había engullido las guadañas que sostenía Ravael, anulando los hechizos de protección. Su poder se estaba imponiendo a los sortilegios que atenuaban los golpes de esas armas. Esas guadañas ahora eran letales y Ravael tenía toda la intención de usarlas. 157
Nadie hizo ningún ademán de intervenir. Los espectadores se relamieron los labios. Varedis hizo un gesto con desgana, para indicar que el combate debía continuar. Parecía más interesado que preocupado por los últimos acontecimientos. Las guadañas giraron rápidamente. Más sangre manó. Esta vez, Ravael sonrió. Unos colmillos blancos fueron visibles dentro de esa silueta envuelta en sombras. —Esta vez ganaré. Nadie iba a intervenir mientras Ravael no abandonara el círculo. No obstante, Vandel podía salir de él por sí solo y poner fin a la lucha admitiendo la derrota. Se sintió tentado a hacerlo, pero algo dentro de él reaccionó ante el olor de su propia sangre y la sensación de dolor. La ira hizo que el mundo se tomara rojo ante sus ojos y vino acompañada de una oleada de poder. Alzó ambas manos y generó un rayo de energía vil, que brotó del dedo con el que señalaba a Ravael, al que impactó de lleno. Esa voraz energía verde desgarró el integumento compuesto de sombras, reduciéndolo a unos meros jirones negros. Entonces reforzó el conjuro. Ravael chilló mientras se abrasaba. Aunque Vandel era consciente de que debería parar, una parte de él no quería hacerlo, y no se trataba únicamente de su parte demoníaca. Quería que Ravael sufriera el mismo dolor que había sufrido él. Vertió más y más energía en el rayo. El corazón le latía tan fuerte como un tambor. Respiraba de manera irregular, entre jadeos. En cuanto supo que Ravael había muerto, cambió el objetivo del encantamiento: extrajo unos glóbulos sombríos del alma corrupta del elfo derrotado, los cuales absorbió en la suya, canalizando ese poder robado para sanar sus propias heridas. Vandel sabía que debería sentirse culpable, pero no era así. Se sentía exultante. Lo único que lamentaba es que tuviera que contener su hambre. El olor a carne quemada de demonio todavía impregnaba el aire y se le hacía la boca agua. Miró a su alrededor y contempló esos rostros que se apiñaban alrededor del borde del círculo. Sintió la tentación de desatar su poder contra ellos, de atacarlos, masacrarlos y matarlos, de saciar esa sed de destrucción que había despertado en él el combate; sin embargo, eso podía tener consecuencias fatales y aún no estaba preparado para morir. Contuvo esa ansia. Pudo oír cómo sus atronadores latidos menguaban de intensidad. Su respiración se volvió más regular. Aguardó a ver qué hacía su instructor. Varedis se limitó a mover la cabeza de lado a lado, como si hubiera visto cosas como esta anteriormente y no le inquietaran.
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Ha intentado matarte, dijo la voz de su cabeza. Y si no hubieras aprovechado mi poder, lo habría logrado. Me debes la vida. Vandel se dio cuenta de que eso era cierto. Salió del círculo y afirmó: —La victoria es mía. —Sí, la victoria es tuya —replicó Varedis.
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CAPÍTULO CATORCE TRES MESES ANTES DE LA CAÍDA
E
n su aposento, Illidan dio nueve pasos, se giró y dio otros nueve pasos en
dirección contraria. Ahora se sentía más calmado. Su encuentro con Akama había serenado su ira anterior en parte. El hecho de que el Tábido hubiera conspirado con Maiev Shadowsong había estado a punto de costarle la vida al líder de los Ashtongue. ¡De todos los elfos, tenía que haberse aliado con Maiev! Aunque Illidan tendría que haber castigado esa traición con la muerte, todavía necesitaba a Akama y su pueblo, por lo que había ideado otro castigo aún mejor. Ese pensamiento le proporcionó una satisfacción considerable. Se había asegurado de que el Tábido nunca volviera a traicionarlo. Y no solo eso, sino que también había dado con la manera de lograr que Akama le entregara a Maiev en bandeja de plata. Además, todo encajaba en su plan para lanzar un contraataque contra la Legión Ardiente. Ya únicamente le quedaba un problema por resolver y estaba muy cerca de conseguirlo. Illidan contempló el descomunal escritorio de roble. Sobre él yacían una serie de mapas y cartas náuticas, sobre las que se hallaba la Calavera de Gul’dan. Los símbolos inscritos en ellos con sangre de demonio estaban escritos con una notación que él mismo había inventado y que solo él entendía por entero. Esas runas geométricas cartografiaban los flujos de energía entre los portales de Outland y sus puntos de destino en ciertas zonas del Vacío Abisal. Se frotó la frente y se concentró. Estaba a punto de hacer un gran logro. Estaba tan cerca que casi paladeaba el sabor del triunfo. Había estado años acumulando toda 160
esta información, saqueando bibliotecas y colecciones privadas de magos por todo Outland. Había visitado todos los lugares señalados en el mapa y había empleado hechicería geomántica para cartografiar los flujos de poder que se adentraban en el Vacío Abisal. Había interrogado a miles de demonios, había estado atento a las pistas que había podido dejar al respecto Magtheridon cuando hablaba, así como las que habían podido dejar una docena de Nathrezim, a los que llamaban los Señores del Terror. Había utilizado conjuros para seguir el rastro de las energías de un millar de invocaciones. Había torturado y devorado a diablillos y subyugado a súcubos. Había pasado muchos años reuniendo pistas y, por fin, estaba listo. Los recuerdos difusos de Gul’dan que había adquirido cuando había absorbido el poder de la calavera del brujo orco le había espoleado a llevar a cabo esas investigaciones. Las visiones de Gul’dan le habían dado pistas sobre el camino a seguir para hacer realidad sus sueños más disparatados. Había visto cosas que ningún otro mortal había visto, y esos recuerdos obsesionaban a Illidan. La emoción lo embargaba. Por fin, tras tanto tiempo, veía un patrón. El viejo brujo había estado en lo cierto: existía un complejo entramado de energías. Una red que se alimentaba de sus propias fuerzas, así como de las de la tierra y el aire que la rodeaba; una red que mantenía los portales abiertos, a pesar de que la realidad tenía una tendencia natural a cerrarlos; una red que mantenía unos senderos abiertos que unían decenas de mundos. No obstante, algunos de esos puentes estaban incompletos, pero sabía que debían llevar a alguna parte. Como sabía qué clase de fuerzas participaban en ese entramado, podía deducir sus puntos de destino final gracias a unos complejos cálculos astronómicos. Por fin podría crear el sortilegio de adivinación que podría hallar a través de esos portales lo que estaba buscando. Pero tenía que actuar pronto, antes de que se corriera la voz y alguno de los Nathrezim dedujera qué era lo que estaba haciendo. Los Señores del Terror eran terriblemente inteligentes, y si decidieran frustrar sus planes todos esos años de sacrificios y esfuerzos, todas esas décadas de planes y maquinaciones habrían sido en vano. Fatigado, pero cada vez más emocionado, inscribió las sílabas de ese gran encantamiento. Cuando acabó, dejó la pluma sobre el pergamino, sintiendo una tremenda satisfacción. Nunca iba a estar más preparado que ahora. Era hora de actuar. 161
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Illidan se adentró aún más en esa gran cámara circular. En el suelo, inscrito con sangre de demonios, elfos y draenei, centelleaba un duplicado de los símbolos que podían verse en sus mapas, pero escritos a un tamaño cien veces superior. Unas runas brillantes se apiñaban en el borde, dando forma a las cataratas de energía vil que fluían hacia el interior de la estancia. Caminó por el borde, mascullando hechizos de defensa y protección. No quería que ningún curioso fuera testigo de lo que estaba haciendo ahí, ni que ninguna irrupción inesperada perturbara su concentración. Pronunció una palabra mágica y, al instante, todas las puertas se cerraron. La cámara quedó tan sellada que, pasado un tiempo, el aire se volvería venenoso por culpa de los elementos tóxicos que él mismo exhalaba al respirar. Si permanecía sumido mentalmente durante demasiado tiempo en ese ritual, ese lugar podría acabar siendo su tumba. Cruzó un espacio abierto que se abría en ese enorme conjunto de símbolos y lo siguió hasta llegar a la parte central de la cámara. Lo hizo con sumo cuidado, para no pisar ninguna de esas líneas, ya que eso podría tener consecuencias fatales. En el centro exacto de la cámara desplegó sus alas, aleteó una sola vez y flotó en el aire. Dobló las piernas para adoptar la posición del loto e invocó esa magia que le permitiría permanecer flotando por encima del suelo. Pronunció otra palabra mágica y los braseros colocados en cada punto cardinal se encendieron, desprendiendo así unas sustancias aromáticas. Unas nubes de humo alucinógeno fluyeron por el aire. Unos tentáculos de incienso quemado reptaron por aquel conjunto de símbolos hasta llegar a su nariz. Inspiró hondo tres veces y, con cada una de ellas, logró que esos vapores se le adentraran aún más en los pulmones. Cerró la boca para mantener ese humo encerrado ahí, hasta que tuvo la sensación de que ya había absorbido hasta la última fracción de poder que poseía. Como era un experto en alquimia, pudo identificar los componentes individuales de esos vapores. Huesos de guardia apocalíptico machacados en un mortero confeccionado con el esqueleto de un dragón, sangre en polvo de can manáfago, esencia 162
destilada de hierba vil y un millar de elementos distintos más; todos ellos escogidos para activar ciertas zonas claves de la mente del hechicero y liberar su alma. Se sintió arrastrado por unas ansias inmemoriales, que lo tentaron a bañarse en esas energías malignas. Sintió un cosquilleo. Se le pusieron los pelos de punta en la cabeza. Notó que se le hinchaba la lengua. El poder fluyó hacia su interior. Era tanto, tanto poder. Se sentía como un dios, como si le bastara con desear que algo sucediera para que ocurriera. Retuvo esa energía por un momento; simplemente, dejó que permaneciera en él, mientras disfrutaba de la sensación de hallarse al borde del cambio, de este último momento de calma, pues todo cambiaría después de esto. Lenta y delicadamente, como si fuera a cortarle un ala a una mariposa con un escalpelo, invocó las últimas fases del sortilegio. Se sintió invadido por una sensación de levedad cuando su espíritu se separó de su cuerpo. Contempló ese cascarón vacío, que flotaba en el aire debajo de él. Por un instante, sintió vértigo y una tremenda punzada de miedo. En esos momentos, su espíritu era muy vulnerable. Si le sucedía cualquier cosa ahí, moriría. Un hilo plateado, tan fino que era casi invisible, lo unía al caparazón que se hallaba ahí abajo. Si el hilo se rompía, su espíritu vagaría para siempre, sin poder regresar a su cuerpo. Notó la ausencia de muchas cosas. No tenía pulso. La sangre ya no le fluía por las venas. El aire ya no penetraba en sus pulmones. No sentía el tirón de la gravedad, como lo notaba en su forma de carne y hueso. Desde que Sargeras le había arrancado los ojos, cuando Illidan se había unido por primera vez a la Legión, había sido capaz de ver el Vacío Abisal. Le había llevado siglos darse cuenta de que lo podría hacer con tal poder. Durante décadas, unas pesadillas espantosas habían quebrado su cordura y lo habían empujado a despertarse gritando; ese había sido uno de los peores tormentos que había sufrido durante su largo encarcelamiento. Dudaba mucho que nadie más hubiera sido capaz de soportar lo que él había tenido que soportar a la hora de dominar este poder y doblegarlo a su voluntad. Cualquiera que no hubiera conseguido dominar el arte de la hechicería como lo había logrado él habría sido incapaz de realizar tal hazaña.
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Pero todo eso había sido necesario, pues, de esta manera, había obtenido la capacidad de enviar su alma al Vacío Abisal y a la Gran Oscuridad del Más Allá, para ver otros mundos, otros universos; había podido conocer cuáles eran los aterradores planes y metas de la Legión Ardiente. Ahora necesitaba expandir su conciencia más allá de lo que había hecho nunca, adentrarse aún más en ese abismo infinito en busca de su objetivo definitivo. El poder vil que canalizaba el gran conjunto de símbolos rugía a su alrededor. Lo observó detenidamente, pues sabía que era tanto un mapa como una llave que abriría el camino que lo llevaría adonde tenía que ir. Moldeó lentamente esos flujos de energía mágica, sin hallarse constreñido por los límites físicos habituales. El aire no tiraba de sus extremidades. Las palabras no provocaban que le vibrara el diafragma. El poder se desplazaba perezosamente en respuesta a su voluntad. Le daba forma, lo canalizaba a través de los símbolos, dirigiéndolo hacia la diminuta grieta que había dejado en los conjuros de protección que había levantado. Como el agua cuando fluye por un barranco, el sortilegio atravesó la diminuta abertura, creando un agujero en el tejido de la realidad que daba a otro lugar. Illidan centró la atención en ese espacio. Si algo aguardaba al otro lado, podría atacar en cuanto la fisura fuera lo bastante grande como para poder cruzarla. En ese momento, el Traidor era muy vulnerable. No poseía las mismas fuerzas que tenía cuando se hallaba anclado a su forma corpórea. Esperó, albergando la esperanza de que no hubiera nada al otro lado. No podía permitirse el lujo de distraerse o de perder tiempo y energías en caso de que tuviera que defenderse. Pero no sucedió nada. Permitió que su espíritu se dejara llevar por el flujo de energía y atravesara esa abertura entre mundos para acabar en el Vacío Abisal, que cobró forma violentamente a su alrededor. Había un millar de formas distintas de percibir aquel lugar. Cada viajero lo veía de forma distinta, según las circunstancias, su forma y su estado mental. Para él, era un vacío negro sin aire en el que miles de millones de estrellas centelleaban. A su espalda y debajo de él, brillaba el mundo del que había venido. A través del vacío serpenteaba la energía que había invocado, que lo guiaba hacia el infinito y representaba los flujos de energía de los portales que la Legión Ardiente utilizaba para llegar a Outland. Haciendo un gran ejercicio de voluntad, se dirigió súbitamente hacia ese rastro, más rápido que la luz, más veloz que el pensamiento hasta que dio con el primer portal puente. Descendió del Vacío Abisal y voló raudo y veloz sobre un mundo. Vio un 164
desierto donde antaño había habido campos, ciudades cementerio donde unos cuerpos sin enterrar atestaban las calles. Una espeluznante energía verde centelleaba en unos portales desvencijados. Entre las ruinas, los diablillos jugueteaban y proferían obscenidades a gritos. Un par de ellos percibieron su presencia y echaron un vistazo a su alrededor como si fueran miopes. En la lejanía, un infernal se desplazaba pesadamente, cuya piel estaba compuesta de llamas y cuyos miembros estaban hechos de roca ardiente. Fue de un lugar a otro a gran velocidad y no halló ni rastro de vida; lo único que alcanzó a ver fue una inmensa destrucción. Pasó junto a búnkeres donde los esqueletos de unas criaturas más pequeñas que los elfos yacían junto a unas armas extrañas que no habían podido salvarlos. Rápido como una centella dejó atrás unas corroídas armaduras especulares y los restos quemados de unas máquinas de guerra. La guerra había arrasado aquel paisaje; había arrancado las cimas a las colinas y había transformado unas llanuras fértiles en unas grandes extensiones de cristal. Los fantasmas dementes de una gente pesarosa y vencida entonaban canciones de derrota y desesperación. No había ningún ser vivo ahí, salvo unos pocos demonios que habían quedado varados cuando la Legión Ardiente había decidido marchar a otros mundos para proseguir su conquista, o que se habían quedado para vigilar las estaciones de tránsito de la Legión. En esas montañas se habían tallado unas figuras que recordaban a los Señores del Terror. Un foso de huesos rodeaba el cadáver de una ciudad del tamaño de una nación. Un gigantesco esqueleto se alzó de un osario marino y se abrió camino con sus garras por una montaña de costillas, cráneos y fémures, hasta que la chispa de la energía nigromántica que lo impulsaba a moverse se desvaneció y cayó de nuevo sobre esa masa de la que había emergido. Siguió el rastro de su hechizo, atravesó otro portal y emergió en un mundo distinto. En su día, el mar había cubierto su superficie, pero ahora ese océano era tan rojo como la sangre y estaba repleto de unos venenos que habían matado a sus habitantes, los cuales eran del tamaño de las ballenas. Unas balsas colosales hechas con algas muertas se pudrían en la superficie. Enredados entre ellas, había cadáveres de sirenas y tritones. Los cadáveres de unas criaturas del tamaño de una ciudad se descomponían en el lecho oceánico rodeados de los esqueletos de unos ejércitos acuáticos que en su día los habían protegido. Ahí no quedaba nada vivo, ni siquiera la partícula de plancton más pequeña. El mismo aire se estaba volviendo venenoso, pues no había plantas que pudieran purificarlo y mantenerlo vivo. Cruzó otro portal. 165
Se trataba de un mundo repleto de desiertos y fuego. Aquí y allá se topó con los huesos de los miembros de unas tribus nómadas y sus bestias de carga. Los pozos de todos los oasis estaban emponzoñados. El sol brillaba con intensidad sobre un paisaje vacío de dunas cambiantes, que únicamente cobraba vida gracias al viento. A veces las dunas se desmoronaban y dejaban a la vista los esqueletos de unos grandes gusanos provistos con armaduras o las ruinas de unos rascacielos de metal destrozados por la lluvia ácida. Su espíritu continuó viajando a gran velocidad, dejando atrás un mundo muerto tras otro; unos monumentos que representaban la malicia eterna de la Legión Ardiente. Había ruinas por doquier. Ese sería el destino de Azeroth y Outland y de los escasos mundos que todavía conservaban la vida en cuanto la Legión Ardiente atacara. Aunque buscó algún rastro de vida, no halló ninguno; ni siquiera una cucaracha ni una rata. El ejército de Sargeras había tenido como meta erradicar toda vida de aquellos lugares y había logrado su objetivo. A pesar de que a Illidan no le sorprendía lo que estaba viendo, seguía sintiéndose espantado ante esa violencia monstruosa sin sentido, ante ese odio a todo lo vivo, ante esas ansias de asesinar un mundo tras otro. A lo largo de toda su existencia, siempre había sido un luchador y, aunque había peleado y matado y odiado, todavía era incapaz de imaginar qué era lo que impulsaba a la Legión Ardiente a hacer algo así. Aquí y allá daba con encrucijadas donde los caminos divergían y los senderos de conquista avanzaban siguiendo múltiples rutas que llevaban a múltiples mundos. En todo momento, el conjuro lo guiaba y su espíritu recorría una infinidad de mundos, buscando, buscando, buscando... Había perdido la noción del tiempo. No tenía ni idea de si habían pasado solo cien segundos o cien años en el mundo donde lo aguardaba su cuerpo. Tal vez ya estuviera muerto y su espíritu se hallara condenado a vagar por esos páramos infinitos, como un testigo espectral del funesto destino que habían sufrido innumerables mundos. Atravesó otro portal, desesperado, desesperanzado, seguro de que se había equivocado al hacer los cálculos. Este lugar era extraño; un conjunto de rocas imbuidas de una poderosa magia que flotaban en el vacuo infinito del Vacío Abisal. Un sol diminuto trazaba una órbita completa alrededor de él cada pocos minutos. Decenas de relucientes lunas en miniatura seguían al astro rey. Unos fragmentos de rocas flotaban en el aire; el poder de la magia las mantenía en el aire. Unas energías muy potentes impregnaban ese lugar y se encontraban enterradas en la misma esencia de ese mundo,
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pero eso no era lo único que había ahí; en la lejanía, entre las rocas, percibió la presencia de unos demonios muy peculiares: los Nathrezim. ¿Acaso era posible que, al fin, hubiera dado con lo que buscaba? ¿Con Nathreza, el hogar de los Señores del Terror?
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Sin lugar a dudas, ahí había centenares de Señores del Terror y miles de sus siervos. Avanzó con suma cautela; Los Nathrezim eran unas criaturas muy poderosas, con una capacidad sin parangón para utilizar la magia. No tendrían ninguna dificultad para detectar su forma espiritual, por lo cual tenía que ser muy, pero que muy cuidadoso. Incluso ahora, Illidan creyó que algo lo estaba observando. Se quedó paralizado. Pero no ocurrió nada. Los Señores del Terror no reaccionaron ante su presencia. Tal vez no fuera nada; simplemente, se estaba imaginando cosas por el tremendo cansancio. Como carecía de cuerpo, no podía sentir ninguna de las reacciones físicas que llevaba aparejada la emoción. No se le aceleró el corazón. No notó la boca pastosa. Sin embargo, sí sintió una gélida sensación de triunfo. Lo había hallado. Se encontraba en ese lugar que siempre había sospechado que existía. No lances las campanas al vuelo, se aconsejó a sí mismo. Eso aún no lo sabes a ciencia cierta. Debes confirmarlo. Se acercó más a los Señores del Terror, dejándose guiar por la configuración del terreno y los patrones que conformaban las rocas, a la vez que confeccionaba hechizos de ocultamiento y distracción que lo envolvían. Si bien su espíritu era fuerte, no lo era tanto como cuando ocupaba su cuerpo, y ahí había seres que podrían poner punto y final a su existencia si lo divisaban. Buscó cualquier clase de conjuro que pudiera alertar a los habitantes de ese mundo de su presencia. Una ciudad de torres de basalto, iluminada por el resplandor verde de unos faroles viles se hallaba ante él. En los laterales de los edificios se elevaban unos discos de basalto. Unos descomunales Señores del Terror aleteaban por el cielo. Resultaba extraño ver a todos esos seres conscientes tras haber atravesado tantos mundos muertos.
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Vio los palacios en los que los Nathrezim planeaban destruir mundos y esclavizar civilizaciones enteras, en los que el fin de toda la existencia era urdido por unos seres que habían jurado servir a Sargeras. Esos siervos manejaban unas extrañas máquinas que llevaban a cabo unas tareas inescrutables. En la parte central de todo aquello se alzaba una gigantesca torre sin ventanas, en medio de una red de flujos de energía. Unas torvas runas verdes iluminaban sus laterales. Legiones de siervos iban y venían de ella. No cabía duda de que había dado con lo que buscaba. Las visiones de Gul’dan no habían mentido. Con sumo cuidado, realizó una serie cálculos sobre la posición y la disposición de los portales que lo habían traído hasta ese lugar y estudió la relevancia astrológica de las estrellas que brillaban en aquel cielo. Después, cuando estuvo seguro de que había memorizado toda la información que había venido a buscar, dio por concluido el sortilegio que le permitía caminar con su forma astral. El hilo plateado se tensó y lo llevó de vuelta a su cuerpo a una velocidad inimaginable. Una vez más, se vio aprisionado en una forma de carne y hueso. El aire volvía a retumbar atronadoramente en sus pulmones. Se estiró y gozó de nuevo de la sensación de que los músculos cumplieran sus órdenes. Respiró hondo e identificó los diversos aromas que flotaban en el aire. Una sonrisa cobró forma fugazmente en su rostro. Ahora iba a llevar la guerra a la Legión Ardiente. Ahora iba a ajustar cuentas con sus enemigos. Con todos ellos.
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CAPÍTULO QUINCE TRES MESES ANTES DE LA CAÍDA
M
aiev se agachó y esquivó el golpe del ogro; acto seguido, lo abrió en
canal con el arco de vuelta que trazó con su arma. La criatura se rio entre dientes de un modo muy idiota mientras se aferraba los intestinos con una mano colosal, para intentar mantenerlos en su sitio. Con la mano libre, volvió a arremeter con su descomunal garrote. La celadora evitó de un salto esa arma del tamaño del tronco de un árbol. En ciertas ocasiones llegaba a pensar que era cierto eso que se comentaba sobre los ogros: que esas criaturas no sentían dolor. Anyndra se apartó de la trayectoria del garrote, pero se tropezó con una raíz y cayó a esas turbias aguas. Sarius gruñó. Emergió de entre las sombras con su forma felina y se abalanzó sobre la espalda del ogro. Lo arañó con las garras y de las heridas brotó sangre. Maiev concentró todo su poder y se teletransportó. Dirigió su golpe a la yugular y la sangre manó a raudales. Esta vez, el ogro cayó. Anyndra se apartó rodando, para evitar que el cadáver le cayera encima, y se puso en pie. Tenía el pelo empapado y lleno de algas descoloridas y su túnica era ahora del color marrón del barro. Maiev recorrió con la mirada todo cuanto la rodeaba. Sus tropas estaban acabando con los ogros. Era incapaz de imaginarse por qué razón estúpida esos enormes brutos los habían emboscado. A lo largo de los últimos meses, los ogros se habían ido mostrando cada vez más agresivos con los viajeros que recorrían los caminos que cruzaban la Marisma de Zangar. Daba la impresión de que habían forjado una alianza con los nagas de Vashj. Fueran cuales fuesen las máquinas de hechizos que la gente 169
serpiente estaba construyendo, lo cierto era que casi las habían terminado. A pesar de que Maiev había intentado sabotearlas, había fracasado en el empeño. Lo único que había conseguido era liberar a algunos de los esclavos Tábidos, a quienes no podría utilizar como reclutas para su destacamento por falta de aptitudes. Contó las bajas. Los cadáveres de dos draenei yacían en el agua, con la cabeza sumergida de tal modo que sabía que nunca iban a salir de ahí. Sarius ya estaba curando a los heridos. Notó una oleada de poder druídico cuando este sanó el hueso de un brazo que el ogro había fracturado con su garrote. Anyndra negó con la cabeza, de tal manera que unas gotitas le cayeron del pelo y fueron a aterrizar sobre esas aguas tan sucias. Maiev se secó el sudor de la frente y, a continuación, aplastó con suma rapidez a uno de los enormes insectos que había aterrizado en el dorso de una de sus manos. Su cuerpo repleto de sangre reventó, dejándole una mancha carmesí en la mano. Por Elune, había veces en que odiaba más a esos monstruitos que a aquellos que utilizaban la magia de un modo tan indigno. —Creo que ya han aprendido la lección de que no deben volver a atacamos — aseveró Anyndra, quien observó con detenimiento el cuerpo del ogro caído. Debía de pesar como diez elfos, a pesar de que solo era cinco veces más alto. Era tan ancho que casi daba la sensación de ser un tanto chaparro, y una gruesa capa de grasa cubría esos músculos tan desarrollados. El rojo y el marrón se entremezclaban en el agua a su alrededor. Un insecto capaz de caminar sobre el agua se había manchado las patas con esa sustancia roja. De repente, un pez grande emergió a la superficie y lo engulló de un solo trago. —Son lo suficientemente estúpidos como para aprender esa lección —replicó Maiev, la cual se agachó y se lavó las manos en el agua. Aunque no se las pudo limpiar del todo, al menos logró quitarse la sangre de encima—. Da igual a cuántos matemos, seguirán insistiendo en luchar. —¿Qué crees que traman los nagas? —preguntó Anyndra. Maiev hizo un gesto de negación con la cabeza. Su teniente insistía en interrogarla, como si creyera que la celadora tenía respuestas para todo. —No lo sé. Pero si Illidan quiere que hagan algo, debemos aseguramos de que no lo hagan.
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Anyndra miró hacia otro lado, como si esa respuesta la hubiera decepcionado. Ojalá Maiev hubiera tenido una mejor. Ojalá pudiera dar con la manera de llevar la guerra a Illidan, pero el Traidor no se había movido de su fortaleza en las semanas que habían transcurrido desde que Akama la había informado de la desaparición de Kael’thas. Sin ningún género de dudas, Illidan se sentía muy vulnerable ahora que no contaba con la ayuda del príncipe elfo de sangre para combatir a la Legión Ardiente; no obstante, la ausencia de Kael’thas tampoco había ayudado a que la celadora lograra sus objetivos. Apartó ese pensamiento de su mente, pues dejarse llevar por la desesperación era muy fácil. Hallaría la manera de que todo el peso de la justicia cayera sobre Illidan. Solo tenía que seguir intentándolo y la solución se presentaría por sí sola. Como era una elfa de la noche, estaba acostumbrada a pensar que tenía todo el tiempo del mundo a su disposición. Aunque, claro, desde que Nordrassil, el Árbol del Mundo, había sido arrasado y, por tanto, los elfos de la noche ya no eran inmortales, eso ya no era cierto, pero resulta difícil abandonar los viejos hábitos. Notó un cosquilleo en el costado derecho y, a renglón seguido, se internó en una zona envuelta en sombras. Sacó de la bolsa la piedra que le había dado Akama y concentró sus pensamientos en ella. La imagen del líder de los Ashtongue cobró forma en su mente. El Tábido parecía estar más viejo y arrugado que nunca. Sus ojos eran dos diminutos agujeros. Unos surcos muy profundos le recorrían la cara, unos que no habían estado ahí antes. —¿Qué ocurre? —inquirió Maiev, ya que sabía que nadie podría oírla. —Debemos reunimos en el Puerto Orebor. Los acontecimientos se han precipitado. Ha llegado el momento de llevar a cabo nuestra venganza. Akama parecía cansado y lánguido. Había una cierta fragilidad en su voz que no recordaba haber oído jamás. Tal vez algo está dificultando que el hechizo opere como debe, se dijo a sí misma. Tal vez todo fuera cosa de su imaginación. —¿Qué? ¿Cómo? —Reúnete conmigo donde quedamos la primera vez. Tengo mucho que contarte y es mejor que estemos preparados para actuar de inmediato. Cerciórate de que tu gente esté lista para luchar. —¿Qué está pasando? 171
—No tengo tiempo para explicártelo. Debo irme ya. Reúnete conmigo y estate preparada. El contacto se rompió de un modo abrupto. Maiev se preguntó qué podía estar sucediendo. ¿Acaso el momento que tanto había estado esperando había llegado? Guardó la piedra y volvió a una zona iluminada. —Monten —ordenó—. Nos vamos al Puerto Orebor. Algunas tropas gruñeron quejosamente, ya que esperaban poder descansar tras la batalla. Pero la premura con que Akama deseaba reunirse con su líder les iba a privar de ese descanso. Tener la oportunidad de capturar al Traidor por fin era mucho más importante que cualquier bien que pudieran obrar al destruir las máquinas de hechizos de los nagas, por mucho que lo desearan. —Cabalguemos —dijo Maiev. Sus seguidores montaron en sus sillas de un salto. Abandonaron ahí tos cadáveres de sus enemigos, para que los moradores de la gran marisma pudieran darse un banquete con ellos. Maiev caminaba de un lado a otro dentro de la choza donde solía reunirse con Akama en el Puerto Orebor. Sus tropas la observaban atentamente, ya que habían aprendido a proceder con cautela cuando la celadora se hallaba de tan mal humor. ¿Dónde se había metido ese maldito Tábido? Le había dicho que debían verse urgentemente, pero ni siquiera se había molestado en aparecer. Dejó los brazos muertos y alisó la costura de su tabardo. Con esa actitud se estaba mostrando muy impaciente delante de las tropas, las cuales la consideraban su líder. Aminoró el paso, se mostró más mesurada y se sumió en sus pensamientos. Llegar tarde no era algo propio de Akama. El Tábido nunca había faltado a una reunión. Normalmente, solía llegar pronto. Esperaba que no le hubiera ocurrido nada, puesto que eso significaría que si el Traidor lo hubiera matado por haberlo traicionado, habría perdido a un espía muy bien posicionado. Pero eso nunca sucedería. Akama había eludido la vigilancia de Illidan durante años, y eso quería decir que tenía una gran capacidad para ocultar cosas. Había conseguido engañar incluso a Illidan. Lo único que tenía que hacer era seguir haciéndolo un poco más. 172
Caviló sobre lo extraño que era todo aquello. Su aliado más valioso de Outland era una aberración mutante que servía a su mayor enemigo. No obstante, había demostrado ser más fiable que cualquiera de los supuestos líderes de las fuerzas de la Luz. Aunque se dijo a sí misma que debería tener más fe en él, era incapaz de hacer algo así, puesto que no le resultaba nada fácil mantenerse al margen, dejar el control de la situación a otro. El aire brilló y un portal se abrió. Se notó una corriente repentina de aire frío que se impuso sobre el aire caliente y húmedo de la Marisma de Zangar. Akama lo atravesó. Tenía los hombros encorvados y estaba cabizbajo. Arrastraba los pies más de lo habitual. —Saludos —dijo—. Traigo una noticia importante. El Tábido alzó la vista y la celadora pudo ver que parecía tener los ojos hundidos; además, el fulgor de estos había menguado. —Esperemos que esta nos acerque más a la victoria que tus anteriores informaciones. El príncipe Kael’thas quizá sea un desertor, pero eso no nos ha servido de nada. Akama se acercó trastabillando a una mesa y se sirvió una copa de vino. Daba la impresión de que había envejecido tremendamente desde la última vez que se habían visto. Al dejar la jarra sobre la mesa, le temblaba la mano. —Por tu aspecto, uno diría que has tenido días mejores. Akama se encogió de hombros y extendió ambos brazos. —El Traidor me ha obligado a hacer magia día y noche desde la última vez que hablamos. Eso me ha dejado agotado. Sus maquinaciones se acercan a su punto culminante. Y creo que ya sé qué es lo que trama. —¡Cuéntamelo! —Dame un momento —replicó el Tábido, el cual sacó un pequeño frasco que contenía un elixir mágico que vertió en el vino. Se acercó esa mezcla a los labios y la engulló de un solo trago. Unos latidos después, se encontraba más erguido y el cansancio lo había abandonado.
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Maiev entornó los ojos de manera suspicaz. Nunca lo había visto así. Nunca hubiera sospechado que necesitaba tomar estimulantes antinaturales para conservar las fuerzas. —¿Estás bien? Akama movió la cabeza hacia abajo y arriba lentamente. A pesar de que daba la sensación de que quería tranquilizarla, parecía incapaz de hacerlo. Seguía moviéndose con lentitud, como si sintiera dolor al hacerlo. Por su aspecto, cabía deducir que estaba muy enfermo. Tal vez la tensión que conllevaba llevar tanto tiempo haciendo de espía le había pasado factura a su salud. —El Traidor por fin ha revelado cuál va a ser su jugada. Planea abrir un nuevo portal. —¿No puedes ser más concreto? —Solo he oído rumores que circulan alrededor del templo. Me las he ingeniado para poder echar un vistazo a su sanctasanctórum en una ocasión y he hallado pistas que indican que planea llevar a cabo un ritual muy poderoso. La decepción tiñó el tono de voz de Maiev. —Nada de eso nos sirve de mucho. Mientras permanezca en el Templo Oscuro, no podremos hacer nada. Está muy bien protegido. En ese instante, Akama sonrió. Era como ver una fría luna emerger tras unas nubes oscuras. Sus ojos centellearon de un modo extraño. —Para realizar este ritual, va a tener que salir del templo. —¿Qué quieres decir? —Lo único que sé es que ese portal solo puede abrirse en un momento y un lugar muy concretos. Y ese lugar no se halla en el interior del Templo de Karabor. —¿Cómo puedes estar tan seguro de eso? —Pude echar una ojeada a los pergaminos que tenía. Algunos de ellos eran mapas.
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¿Eso era realmente posible?, se preguntó Maiev. ¿Al fin estaba a punto de tener esa oportunidad que tanto había estado esperando? —¿Mapas de dónde? —De la Mano de Gul’dan. —¿El volcán del Valle Sombraluna? ¿Por qué quiere ir ahí? —Porque es una ubicación donde se concentra un enorme poder. Gul’dan rompió ahí el vínculo del pueblo orco con los espíritus elementales. —Illidan estará muy bien protegido —señaló Maiev. Una vez más, Akama sonrió de un modo extraño y gélido. El tábido negó con la cabeza. —Todos los indicios apuntan a que planea viajar hasta ahí en secreto. Está reuniendo suministros solo para unas pocas tropas. —¿Y eso cómo lo sabes? —Una de las ventajas de ser un Tábido es que casi todos los esclavos y siervos del templo hablan mi idioma, pues son miembros de mi Pueblo. Pocos se fijan en los humildes Tábidos, pero vemos muchas cosas. Pasan muy pocas cosas ahí dentro sobre las que no sepa algo. —Así que crees que planea realizar ese ritual en secreto. —Me ha comentado que tiene que hacer un viaje en los próximos días del que nadie debe saber nada. —¿Y por qué te ha comentado algo al respecto? —inquirió una súbitamente suspicaz Maiev. —Desde que el príncipe de los elfos de sangre se esfumó, Illidan ha ido depositando su confianza cada vez más en mí. Necesita que alguien se encargue del templo mientras esté fuera, y como los miembros del Consejo Illidari son todos elfos de sangre y cree que yo carezco de ambición como para conspirar a sus espaldas... Las palabras de Akama dejaban traslucir cierta amargura. 175
—Entonces se marcha, de eso no hay duda —aseveró Maiev. —Nunca lo he visto así. Lo embarga la emoción. Es como si el plan que lleva urdiendo tanto tiempo fuera a fructificar al fin. Albergo serias sospechas de que eso tiene algo que ver con todos esos elfos a los que ha estado adiestrando. A Maiev le picó la curiosidad. Hacía tiempo que se preguntaba para qué había creado a esos guerreros demoníacos tatuados. —¿Lo van a acompañar? Akama hizo un gesto de negación con la cabeza. —Se les ha dicho a sus líderes que estén preparados para entrar en acción de inmediato. Creo que recibirán la orden de actuar si el ritual se completa con éxito. Si eso no sucede, no creo que quiera que salgan del templo, puesto que eso supondría correr un gran riesgo. —¿Tanta estima les tiene? —Son la niña de sus ojos. Pasa más tiempo con ellos que haciendo planes para defender su imperio. Es desconcertante. Son muy importantes para él, pero no sé aún por qué. Aunque creo que ese misterio se revelará a lo largo de los próximos días. —¿Quién lo acompañará en el ritual? —He examinado las listas de tumos. Casi todos los días abandonan el templo pequeños grupos de hechiceros. Todos ellos son magos de un poder considerable y todos ellos están muy versados en magia ritual. —¿Pretende congregarlos a todos en la Mano de Gul’dan? —Es la única posibilidad que tiene sentido. —¿Y crees que está haciendo todo esto en secreto porque...? —Porque le preocupan los espías, y tiene razones para ello. Akama sonrió abierta y amargamente. —¿Cuántos hechiceros han enviado ya para allá y cuántos más van a enviar?
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—Habrá trece grupos de trece miembros reunidos en las laderas del volcán. Ese número tiene una importancia mística. Está relacionado con el número de nodos que tiene el patrón místico que intentará configurar. —Aunque se trate de un destacamento pequeño, tal número de magos podría constituir una amenaza a tener en cuenta. —No si están muy concentrados en un complejo ritual mágico cuando se lance el ataque. Un silencio sepulcral reinó tras esas palabras de Akama. Al fin había llegado el momento. Era ahora o nunca. Nunca iba a tener una oportunidad mejor de atacar al Traidor, si lo que estaba contando el Tábido era cierto. —¿Estás seguro de todo esto? —preguntó Maiev. —Tan seguro como puedo estarlo, dadas las circunstancias. Creo que el Traidor estará en las laderas de la Mano de Gul’dan y que esos hechiceros se hallarán con él en ese lugar, donde pretende llevar a cabo un poderoso ritual y abrir un portal a otro sitio. Tal vez piense que podrá escapar a la venganza de la Legión Ardiente si abre un camino a otro mundo donde los demonios todavía no hayan establecido una cabeza de puente. —No. Esa palabra se le escapó a Maiev sin que pudiera hacer nada por evitarlo. No podía permitir que el Traidor se le escapara de nuevo; además, era muy propio de él dejar a los defensores de la fortaleza abandonados a su suerte, para que sufrieran las consecuencias cuando los sirvientes de Sargeras llegaran; no obstante, eso seguía sin explicar qué era lo que pretendía hacer con los elfos a los que había adiestrado. —Si me permites el atrevimiento —dijo Akama—, yo te aconsejaría llevar a tu destacamento hasta las laderas del volcán para investigar. Si me equivoco, no habrás perdido nada. Si estoy en lo cierto, tendrás la mejor oportunidad que jamás has tenido de capturar a tu gran enemigo. —¿Y tú qué? ¿Dónde estarás? —Estaré contigo. Quiero estar ahí cuando derrotes al Traidor. Llevaré a los míos. Te ayudaremos.
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Maiev se calló por un solo latido. —Akama... —¿Sí? —He sido muy crítica contigo y tu pueblo en el pasado y también he albergado ciertas sospechas sobre cuáles son tus verdaderas motivaciones, pero en este día has demostrado que no terna ninguna razón para pensar así. Juntos venceremos a Illidan. Akama inspiró aire ruidosamente y no apartó la mirada de los ojos de la celadora. —Rezo para que estés en lo cierto. —Le diré a mi gente que se prepare —dijo Maiev—. Debemos ir muy lejos y tenemos muy poco tiempo para llegar hasta ahí. —Les abriré un camino y luego regresaré al templo para preparar a mi pueblo. Ha llegado el momento de vengamos. Maiev negó con la cabeza. —Ha llegado el momento de que el peso de la justicia caiga sobre el Traidor. —Puedes verlo como quieras, pero lo cierto es que se nos ha presentado la oportunidad de lograr nuestro objetivo. Derroquemos a Illidan. Liberemos a Outland de su maldad. Que el Templo de Karabor sea devuelto a mi gente. —Así será —replicó Maiev.
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CAPÍTULO DIECISÉIS TRES MESES ANTES DE LA CAÍDA
E
l resplandor espeluznante de la Mano de Gul’dan lo envolvía todo. La
montaña se estremecía como un perro azotado mientras los temblores de un terremoto aún no nacido le revolvían las entrañas. La lava verde escupía gigantescas columnas de humo en esos lagos de piedra fundida, que resultaban visibles en las laderas inferiores. Alrededor de todo aquello se extendía un enorme entramado de poder mágico. Maiev pensó que esos temblores previos que anunciaban una erupción volcánica estaban relacionados con el sortilegio que se estaba confeccionando. No albergaba en absoluto ninguna duda de que Akama estaba en lo cierto: un ritual de inmenso poder se estaba realizando en ese lugar. No se podía dudar de que la hechicería que se llevaba a cabo era de una magnitud sobrecogedora. Una lluvia de relucientes meteoros verdes dejó una estela en el cielo. Era un presagio ominoso, pero no sabía qué profetizaba. Su gente, los elfos de la noche al menos, eran unas sombras entre esas sombras. Se desplazaban de una roca a otra, tan silenciosos como unos asesinos se acercarían al dormitorio de un rey de noche. Los draenei y los Tábidos no se movían con el mismo sigilo, pues eran demasiado grandes, torpes y fuertes. Akama parecía estar alerta e intranquilo, lo cual era normal. Para alguien tan sensible al estado emocional de ese mundo, los estremecimientos de esa montaña debían de resultar muy perturbadores. Ella misma se sentía terriblemente perturbada por 179
la magia que se estaba utilizando en ese lugar. Decenas y decenas de soldados Ashtongue se encontraban escondidos en la ladera de una montaña cercana. Akama había venido acompañado de una numerosa escolta. Todo era tal y como Akama había predicho. Había grupos de trece hechiceros organizados en círculos que estaban confeccionando ese gran encantamiento. Algunos de ellos eran elfos de sangre. Otros eran nagas. Todos eran unos magi muy poderosos. Unas líneas de poder mágico danzaban entre ellos, uniéndolos a todos. Entonaban cánticos y hacían gestos, y algo respondía a su invocación. Unos cuantos Illidari ataviados con túnicas los rodeaban. Tal vez fueran escoltas o sirvientes, pero eran menos en número que los hechiceros. Los diversos grupos se hallaban desperdigados por la montaña. Cada uno de ellos representaba una punta de ese gran patrón, un foco de esa energía que se dirigía directamente hacia el altar central. Al contemplar todo aquello, una sonrisa triunfal cobró forma fugazmente en los labios de Maiev. El mismo Traidor se encontraba ahí, dirigiendo las operaciones, de pie de un modo arrogante en el foco central. Confeccionaba ese gran conjuro como el maestro de la magia que era, moldeándolo hasta conformar un turbulento vórtice de poder. La celadora caviló acerca de la magnitud del portal que se estaba abriendo. Tanta energía y toda ella centrada en un solo lugar. O bien Illidan pretendía invocar a un poder realmente abrumador o bien con ese portal intentaba tender un puente para salvar una distancia inimaginable. Pero eso no importaba, pues no iba a tener la oportunidad de completar el hechizo. A esas alturas, el resto de los pelotones de la celadora ya deberían estar en posición. Sarius y su grupo estaban en su sitio, preparados para matar a los hechiceros situados más cerca de Illidan. Después de eso, se haría justicia con todas las víctimas del Traidor. Y Maiev la impartiría con su propia hoja afilada. Recorrió el filo del arma con un dedo y se estremeció al imaginárselo. Miró a Akama una vez más. El Tábido se relamió los labios y asintió. Él sabía tan bien como ella que había llegado el momento. La celadora alzó una mano enguantada con una armadura y dio la señal de atacar.
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***
Se oyó un grito en la lejanía. Una figura que se asemejaba a una pantera emergió de las sombras y se abalanzó sobre la garganta de un mago elfo de sangre. El sin’dorei chilló y cayó. Los demás hechiceros apenas se percataron de este hecho, ya que se hallaban demasiado centrados en los conjuros que estaban confeccionando. Maiev había escogido el momento de atacar de un modo perfecto. Incluso dio la impresión de que el Traidor no reparó en su presencia por un instante. Los seguidores draenei y Tábidos de la celadora emergieron de entre las rocas y cargaron pendiente abajo, blandiendo sus armas, invocando unos hechizos muy poderosos de defensa y ataque. Lograron sorprender con la guardia baja a unos cuantos Illidari que rodeaban a los grupos de hechiceros. Algunos consiguieron desenvainar sus armas y agruparse en pequeñas unidades, espalda contra espalda. Maiev respetaba esa muestra de valor, a pesar de que despreciara la causa por la que luchaban. Pero su coraje no iba a marcar ninguna diferencia, pues las tropas de Maiev los superaban en número. Ni siquiera necesitaba contar con los seguidores de Akama; los Ashtongue carecían de las habilidades para el combate de la gente de la celadora, puesto que no llevaban años librando una guerra de guerrillas en los páranlos de Outland como esas tropas. Maiev usó su poder para desaparecer de donde se encontraba y reaparecer detrás de una hechicera naga. Degolló a la criatura con el afilado filo de su arma antes de que pudiera reaccionar. Tras dar un rápido paso, tuvo al alcance a otro mago. Le cercenó el brazo a ese elfo de sangre con un veloz golpe. El aire se estremeció. El pulso de la magia se detuvo de un modo fugaz. Los demás magi redoblaron sus esfuerzos. Si mataban a muchos de ellos, era posible que el conjuro se descontrolara y que las consecuencias fueran catastróficas al desatarse tanta energía mágica. Pero eso a Maiev no le importaba. No consideraba que perder la vida fuera un precio demasiado alto a pagar si el encantamiento destruía a Illidan. Aunque, claro, cabía la posibilidad de que pudiera escapar. Era una serpiente muy escurridiza y su
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talento para ser capaz de sobrevivir a cualquier cosa solo era comparable a su habilidad para obrar traicioneramente. Tenía que asegurarse de que no escapaba. Solo si lo mataba con su arma estaría totalmente segura de que había logrado su objetivo. El altar se encontraba ahí delante y daba la sensación de que, al fin, el Traidor estaba prestando atención al ataque, al mismo tiempo que giraba sin parar las gujas de guerra que empuñaba y miraba a su alrededor para comprobar por dónde había sido lanzado el asalto. Maiev corrió hacia él, con la esperanza de acercarse lo suficiente como para poder teletransportarse a su espalda para atacarlo por detrás. Illidan giró la cabeza y miró directamente hacia ella. Alzó las gujas de guerra al mismo tiempo que invocaba una poderosa magia. El hechizo que confeccionó no tenía nada que ver con el ritual que se estaba realizando en aquel lugar. Una señal mágica brilló. Maiev notó que, súbitamente, se abrían varios portales a su alrededor. Unos agujeros se abrieron en el entramado de la realidad. Al instante, unas nubes de niebla emergieron de ellos en varias oleadas, por culpa de las diferencias de temperatura y de presión atmosférica entre el lugar de origen y el lugar de destino. Cientos y cientos de nagas salieron reptando de ellos, junto a varias compañías de orcos viles. Esos portales aparecieron entre los diversos grupos de magos. En algunos lugares, los combatientes que salían de ellos chocaron con los soldados de Maiev. La celadora se dio cuenta de que tenían que obligar a las fuerzas de Illidan a retroceder hasta el interior de esos portales antes de que los superaran en número. Como las entradas no eran enormes, bastaría con un pequeño número de tropas para taponar las salidas. Maiev vociferó la orden a sus soldados de que debían atacar a los Illidari que emergían de esos agujeros. Pero eso solo era un parche, puesto que, tarde o temprano, el enemigo se impondría por mera superioridad numérica. No obstante, eso no era lo que buscaba. Lo único que tenían que hacer era ganar tiempo para que ella pudiera alcanzar a Illidan y poner punto y final a su malévola trayectoria para siempre.
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Mientras sus tropas reaccionaban, se dio cuenta de que el Traidor había tenido en cuenta esa estrategia. Había demasiados portales como para que el pequeño destacamento de la celadora pudiera cerrarlos todos. Grupos de Illidari emergían por los flancos esa turbamulta. Intentó dar alcance al Traidor a base de grandes zancadas, decidida, cuando menos, a vengarse. Como si supiera qué estaba pensando y quisiera burlarse de ella, Illidan extendió las alas y se elevó hacia el cielo de un salto. Maiev percibió que se estaban confeccionando más hechizos y echó un vistazo a su alrededor. En medio de un grupo de poderosos hechiceros nagas, se hallaba lady Vashj. La líder de la gente serpiente de los Illidari la atacó violentamente con unos conjuros muy potentes. Las tropas de la celadora cayeron como si les hubieran dado la puntilla. Maiev paladeó el amargo dolor de la derrota. Un descomunal orco vil se plantó de un salto delante de ella y trazó un arco descendente con su monstruosa hacha. La celadora se agachó para evitar el golpe, rodó hacia delante y le cortó los tendones de las piernas con su media luna umbría. Una falange de guerreros orcos viles cargaron contra ella. Se tensó para saltar, pero entonces una descarga de puro frío la recorrió por entero, obligándola a detenerse. Lady Vashj le había lanzado un encantamiento que la había alcanzado de pleno. Los orcos viles se acercaron corriendo y aullando de un modo demencial. Aunque Maiev intentó moverse, sus músculos congelados se negaron a responder. Iba a morir e Illidan iba a seguir campando a sus anchas. Los orcos viles cubrieron esa distancia con una velocidad aterradora. A una de esas colosales criaturas de piel roja se le cayó la baba mientras alzaba un hacha con intención de decapitarla. Maiev se negó a cerrar los ojos. De repente, una flecha surgió de la nada y, silbando por el aire, fue a clavarse en la garganta de la criatura. Otra lo alcanzó en el hombro, de tal modo que acabó retorciéndose en el suelo. Llovieron más y más flechas, matando a más y más orcos viles. Todas ellas tenían las plumas verdes y rojas de Anyndra. Un orco vil se tropezó k con los cadáveres de sus camaradas. Un rabioso superó de un salto esa montonera cada vez mayor y se aproximó. Maiev logró mover un brazo e intentó defenderse, pero lo hacía muy, pero que muy lentamente. Ese gran gato cazador que en realidad era Sarius irrumpió de un salto por un flanco, agarrando al orco vil rabioso del brazo, con el fin de aprovechar su propio peso 183
para desequilibrarlo, a la vez que lo destrozaba con las garras. Unos desgarros de color rojizo y negruzco aparecieron en el cuello del orco vil. La sangre manó de ellos. Más y más orcos viles se amontonaron sobre el druida, decididos a acabar con él. Sarius se levantó, esta vez portando la forma de un oso, a pesar del enorme peso de los guerreros orcos viles que intentaban aplastarlo. Aunque con sus hojas afiladas abrieron tajos en su pelaje de los que brotó la sangre, un aura mágica rodeaba al druida, que le cerraba las heridas. Maiev notó que alguien la agarraba del hombro. Giró la cabeza y vio el espanto dibujado en el rostro de Anyndra. —¡Tenemos que salir de aquí! —exclamó su segunda al mando, la cual tenía la voz ronca de vociferar órdenes por encima del fragor de la batalla. Pocas tropas de Maiev permanecían aún en pie: un puñado de sus draenei y algunos combatientes Tábidos, así como Anyndra y Sarius. Ahora, los portales se hallaban totalmente abiertos. Un orco vil tras otro, un naga tras otro, surgían a raudales por ellos. Eso no era un mero grupo de escolta, sino un ejército. Por un momento se planteó la posibilidad de huir. Podía ordenar a sus tropas que se retiraran para luchar otro día, pero tal vez nunca volviera a tener otra oportunidad como esa. Debía matar al Traidor ahí y ahora. Aunque eso supusiera sacrificar su vida y las vidas de todos sus soldados, sería un precio que estaba dispuesta a pagar. Una sombra monstruosa planeó sobre ella. Al alzar la mirada vio al Traidor lanzándose en picado desde allá arriba, con sus grandes alas extendidas. Su risa espeluznante retumbó por todo el campo de batalla, perfectamente audible por encima del entrechocar de una hoja contra otra, del clamor de los gritos de guerra de los Tábidos y los aullidos de los orcos viles. Una energía mágica la rodeó en cuanto los hechiceros elfos de sangre y nagas reanudaron el ritual interrumpido. Unas esferas negras dieron vueltas por encima del campo de batalla. Unos largos y tenebrosos tentáculos descendieron de ellas hacia los heridos y los moribundos. Allá donde las tocaban, las víctimas chillaban y envejecían años en cuestión de unos meros latidos, como si les estuvieran absorbiendo toda la energía vital. Unas chispas negras emergieron de esos cuerpos y fueron succionadas hacia arriba, hacia el interior de esas brillantes esferas impías. Maiev se dio cuenta de que les estaban devorando el alma.
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Ni siquiera las almas de los muertos estaban a salvo. Cuando los tentáculos tocaban un cadáver, las armaduras de cuero se hacían jirones, las cotas de mallas y las relucientes hojas se oxidaban y deslustraban y un espíritu reluciente brotaba del cuerpo en forma de chispas negras para sufrir el mismo destino que todos los demás. Con cada alma que absorbían, las esferas se volvían más grandes y oscuras. Unos rayos de luz negra danzaron entre ellos, formando así unas grandes cadenas de energía. Un agujero reluciente, que se alimentaba con las almas de los caídos apareció en el aire justo encima del altar. Maiev buscó con la mirada a Akama y lo divisó en una pendiente lejana, observando horrorizado las consecuencias de ese colosal conjuro. Se abrió paso con su arma hasta él. ¿Acaso los había conducido hasta una trampa? Anyndra luchaba con serenidad junto a ella. El mastodóntico oso que era Sarius las seguía pesadamente, arrastrando a media docena de chillones orcos viles consigo. El druida sangraba por una veintena de heridas, puesto que su magia no era capaz de cerrar todas las heridas. Maiev contempló esos centenares de cadáveres. La mayoría eran draenei; algunos de ellos eran elfos de la noche o Tábidos. Muy pocos era orcos, nagas o elfos de sangre. La celadora se percató de que muchos de los muertos eran Ashtongue. Akama se hallaba sobre un peñasco, gritando: —¡Esta masacre no formaba parte del plan! ¡Me dijiste que se suponía que debíamos capturar a Maiev! Así que todo aquello había sido un ardid urdido por Illidan y ese Tábido traicionero. Al pensar en ello, la furia dominó a la celadora. La voz demencial de Illidan, amplificada mágicamente, resonó atronadoramente por todo el campo de batalla. —Ah, capturaremos a Maiev, Akama. Pero también hay otras cosas que hay que hacer en este día. Esas palabras sonaron de un modo realmente demoníaco. Akama chilló y alzó un puño. Un relámpago cobró forma en su mano y, por un instante, dio la impresión de que se estaba planteando la posibilidad de lanzárselo a Illidan. Entonces se dio cuenta de lo cerca que se hallaba Maiev. Hizo un gesto. Al instante, el aire brilló a su alrededor y desapareció.
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—¡Diríjanse a ese alto! —gritó Maiev—. Ahí les plantaremos cara. Anyndra asintió, pero acto seguido, los ojos se le desorbitaron. Una afilada hoja orea le atravesó el pecho. La sangre le manó de la boca. Alguien con un brazo rojo y musculoso la agarró del cuello. Se oyó un crujido y le rompió el cuello. A continuación, cayó de bruces. El rugido de pena e ira de Sarius reverberó por el aire. Retumbó por los abismos que los rodeaban y, solo por un instante, tapó el estruendo del volcán. Se quitó de encima a esos orcos viles que se aferraban a él y avanzó a gran velocidad, hasta dar alcance al asesino de Anyndra. Lo agarró entre sus fauces, se puso en pie sobre los cuartos traseros y zarandeó a ese verdugo como un terrier zarandearía a una rata, rompiéndole así el cuello a su vez. Varios conjuros estallaron alrededor del enorme oso, que pasó a moverse con lentitud. Un orco vil tras otro lo golpearon, derramando sangre. Más y más cargaron contra él. Como incluso sus fuerzas tenían límites, acabó cayendo y siendo despedazado. Una furia rabiosa se apoderó de Maiev, la cual de un salto aterrizó entre esos orcos viles y se abrió paso lanzando golpes a diestro y siniestro con su arma. Decapitó a uno, le cortó el brazo a otro y destripó a un tercero. Todo parecía envuelto en un rojizo velo de ira a su alrededor. Incluso los orcos viles se acobardaron ante su ira, mientras se iba acumulando una montaña de cadáveres alrededor de la celadora. Entonces uno de ellos, que era más valiente que el resto, se volvió a sumar a la refriega, lo cual animó al resto del ejército a arremeter contra ella. Cortó y rajó una y otra vez, hasta que se le cansó el brazo. Sangraba por un millar de cortes. Sabía que iba a morir y, si no podía acabar con el Traidor, se iba a llevar consigo a tantos de sus esbirros como fuera capaz. Cegada por el cansancio, la sangre y el sudor que le caía por la cara, siguió atacando. Era como si sus extremidades se hubieran transformado en gelatina. Las fuerzas la habían abandonado. Se percató de que se encontraba sola en medio del círculo de muertos. Los orcos viles la contemplaban sobrecogidos. Aunque había matado a decenas y decenas de ellos, no era suficiente. Nunca sería suficiente. Por encima de ella, centelleaban unos relámpagos negros, que se desplazaban de una esfera a otra a medida que estas devoraban más y más almas de los muertos y moribundos. Horrorizada, Maiev se dio cuenta de que lo único que había logrado era ayudar a confeccionar su sortilegio, que se alimentaba de las almas de sus tropas y 186
utilizaba la energía desatada para abrir un agujero en el entramado de la realidad. Cada vez hacía más frío y un viento procedente de los confines del infinito ululaba. Illidan planeaba sobre aquella carnicería, contemplando su triunfo, con las alas extendidas y envuelto en un aura de poder maligno. Su mirada se cruzó con la de la celadora. Hizo un gesto y, al instante, un rayo negro emergió de su puño para descender como la lanza de un dios iracundo. La agonía la recorrió por entero. Se trastabilló y cayó. Los orcos viles se acercaron a la yacente Maiev, la cual intentó incorporarse, pero le fallaron las fuerzas. Oyó el batir de unas poderosas alas y alzó la vista para ver que Illidan le devolvía la mirada. Una sonrisa repleta de odio y malicia se dibujó en sus estrechas facciones. —Bueno, Maiev, ahora eres mi prisionera. Me ocuparé de que tu estancia en prisión sea tan gozosa como lo fue la mía. Giró la cabeza y vociferó una orden a sus orcos viles. La celadora intentó levantarse para atacarlo. Sin embargo, el Traidor le propinó un violento puñetazo, que la empujó de nuevo al suelo. —Tengo asuntos que atender en otras partes —dijo Illidan—. Pero ya tenemos algo muy apropiado preparado para que sea tu futuro hogar. Se trata de una jaula capaz de impedir que incluso tú escapes, celadora.
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CAPÍTULO DIECISIETE TRES MESES ANTES DE LA CAÍDA
A
kama observó cómo el portal se abría allá en lo alto, entre las rocas de las
pendientes de la Mano de Gul’dan. Había visto muchos portales pero ninguno como aquel. No solo era sobrecogedor en cuanto a tamaño, sino en poder. Había devorado las almas de centenares, había absorbido toda la energía mágica en leguas a la redonda. Podía notar su fuerza impía incluso desde ese risco, desde el cual tenía una vista privilegiada. ¿Qué tramaba Illidan? Le había contado a su consejo que esto era únicamente una trampa para su enemiga. Conociendo lo mucho que el Traidor odiaba a Maiev, todo el mundo se había fiado de su palabra. Sin embargo, ahora todo era más complicado de lo que parecía, puesto que esas maquinaciones encerraban en su seno otras maquinaciones. Daba la impresión de que la captura de Maiev había sido un mero ardid, bajo el cual se ocultaba otro plan aún más amplio. Akama casi admiraba a Illidan por ello, pues era capaz de utilizar su tremendo odio como un elemento para llevar a cabo sus planes. La ira lo dominó. El Traidor había roto su promesa de perdonarle la vida a la gente de Akama. Y no se había conformado solo con eso, sino que se había hecho con sus almas. Aplacó su furia. No se podía permitir el lujo de tener esos sentimientos, no después de lo que se le había hecho a su espíritu. Akama se preguntó si ese hechizo impío que había abierto el portal podría afectarle. Como castigo por haber conspirado con Maiev, Illidan había arrebatado a Akama parte de su esencia. En la penumbra de la sala del refectorio, había sometido al 188
alma de Akama a unos conjuros indescriptibles hasta transformar una parte de ella en una sombra. Su espíritu, su posesión más sagrada, había sido convertida en un arma que se utilizaba en su contra, el instrumento mediante el cual Illidan había doblegado su voluntad y, a través de él, a su pueblo. Siempre que lo deseara, el Traidor podría desatar esa sombra, que devoraría a Akama desde dentro y corrompería al resto de los seguidores de Akama a través de los lazos espirituales que los unían a él. Su vida no había sido lo único en juego, sino las vidas y almas de todo su pueblo. Akama profirió un largo suspiro. El Traidor no le había creído cuando había afirmado que solo se había reunido con Maiev para atraerla hacia una trampa, que su intención había sido entregarle a Illidan a su antigua enemiga a modo de obsequio, a pesar de que era una coartada que había estado preparando desde el mismo momento en que había entrado en contacto con la celadora. Se la había repetido a sí mismo tantas veces y durante tanto tiempo que se la había llegado a creer; aun así, no había convencido al Traidor. Akama se había visto obligado a entregar a Maiev a Illidan, lo cual lamentaba enormemente, pues ella había confiado en él y el Tábido había respondido a esa confianza arrojando a la celadora a las garras de su archienemigo. Ahora mismo, Illidan se alzaba triunfante sobre su antigua captora; no obstante, no daba la sensación de que pretendiera matarla. No. Debía de tener algo más en mente, puesto que había sufrido mucho a manos de Maiev Shadowsong. La celadora se había convertido en el blanco de su ira y su odio y su deseo de venganza, por lo que no le iba a conceder una muerte rápida. El gran sortilegio de Illidan resonó estruendosamente al alcanzar su punto álgido. Akama sintió el dolor y el horror que experimentaron las almas de los Tábidos y los draenei mientras el conjuro del portal las devoraba. La fractura en la realidad refulgió como la superficie de un lago en el que se hubiera derramado aceite. La esencia del portal trazó una espiral sobre sí misma y se abrió. Akama llegó a atisbar un paisaje extraño, donde unas rocas flotaban en el cielo y unos glóbulos verdes de energía solidificada se desplazaban por el aire. Había visto muchos portales, pero nunca uno como aquel. Tenía la sensación de que ese paisaje que estaba contemplando se hallaba inimaginablemente lejos. A juzgar por la gran cantidad de poder que se había empleado para abrir el portal, debía de llevar a un mundo mucho más remoto que cualquier otro con el que Gul’dan jamás hubiera contactado.
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Intentó deducir qué tramaba Illidan. El ejército que había emboscado al destacamento de Maiev se estaba aproximando al portal para colocarse en tomo a él y protegerlo. ¿Por qué? Por si acaso algo lo atraviesa, esa era la respuesta más obvia. Justo cuando se le acababa de ocurrir esa idea, una nueva fuerza emergió de los portales que llevaban al templo. Estaba compuesta de decenas y decenas de combatientes elfos tatuados. El ejército que Illidan había estado adiestrando por fin iba a entrar en acción. Akama observó todo aquello fascinado y horrorizado. Intuyó el poder que poseían esos seres de allá abajo. Eran muy poderosos y el mal anidaba en ellos. Bajo la luz verde del portal, eso resultaba aún más obvio, era como si, en cierto modo, ese portal alimentara lo que se hallaba dentro de ellos, fuera lo que fuese, y le proporcionara fuerzas. Mientras contemplaba cómo se movían en masa bajo la atenta mirada del Traidor, el parecido entre esos combatientes y su maestro fue más evidente que nunca para Akama. Todos eran como Illidan. Podrían haber sido sus hijos. Sin duda alguna, él los había creado. A partir de la carne y hueso, los había moldeado hasta convertirlos en algo nuevo. La cuestión era saber por qué.
***
El aire en tomo a Vandel bullía de energía, lo que provocaba que sintiera un cosquilleo y le diera vueltas la cabeza. El enorme portal que tenía delante lo tentaba como la comida en una mesa de un banquete podría tentar a un elfo hambriento y podía ver que sus compañeros se sentían como él. En el área circundante al portal parecía que había tenido lugar una batalla hacía mucho tiempo. Había esqueletos y cadáveres resecos tendidos por doquier y embutidos en armaduras corroídas, cuyas armas oxidadas yacían cerca de sus manos. De no haber sabido que eso no era así, habría creído que en aquel lugar se había librado una guerra hacía mucho, mucho tiempo. Su visión espectral le permitió comprobar que eso era mentira. Aquí y allá, los heridos y los moribundos yacían y gruñían. Unos tentáculos de energía oscura brotaban del portal y extraían de esos cuerpos unas almas relucientes, que volaban por el aire, 190
con los ojos abiertos como platos y boquiabiertas, presas del terror, y se desintegraban cuando alcanzaban esas esferas que flotaban allá arriba. Sabía, sin necesidad de que nadie se lo contara, que estaban siendo devoradas ahí por la magia y que su energía estaba siendo utilizada para alimentar el sortilegio. Miró hacia atrás, hacia los portales que llevaban de vuelta al Templo Oscuro. Casi parecía imposible que apenas una hora antes se acabara de levantar del jergón de su celda, dispuesto a afrontar un día más de adiestramiento. Se había dado cuenta de que sucedía algo, ya que durante días los soldados habían estado formando en los campos de entrenamiento del templo y se había estado preparando a un ejército para la guerra, aunque le había parecido que todo eso no tenía nada que ver con él; había tenido la impresión de que se trataba de otro de esos grandiosos ejercicios militares que se habían llevado a cabo habitualmente desde que se había unido a las filas de los Illidari. No obstante, había sospechado que tal vez tanto ajetreo podría estar relacionado con esos grupos de hechiceros que habían abandonado el templo días antes. Los rumores habían corrido de aquí para allá como la pólvora, pero todo había parecido tan lejano y ajeno, ya que para los cazadores de demonios su existencia se había visto reducida a una mera infinidad de sesiones de entrenamiento, hasta el momento en que los cuernos habían sonado y Varedis les había ordenado que se congregaran en el patio central con sus armas en ristre. Cuando habían emergido de los portales, se había sorprendido al ver que apenas había nada que indicara que el combate proseguía. El ejército que habían visto reunir los días anteriores se encontraba ahí y había estado luchando; obviamente, había sufrido unas cuantas bajas. El encantamiento que había abierto el portal no había hecho distinciones entre aquellos que habían luchado para Illidan y aquellos que habían luchado para sus enemigos. Les había absorbido el alma con independencia de a qué bando hubieran apoyado. Tal vez le habría arrebatado toda su esencia vital a él también si hubiera resultado herido, y esa quizá fuera la razón por la que tanto él como sus camaradas habían sido los últimos en llegar. Estaba claro que fuera cual fuese el propósito por el que habían sido creados no tenía nada que ver con la batalla que había ocurrido ahí. Habían preservado sus vidas por alguna otra causa. Al contemplar ese colosal portal, centelleando y brillando delante de él, supo cuál era ese propósito. A través de él, mientras giraba en espiral sobre sí mismo, captó ciertos rastros psíquicos de energía vil y demonios. Era como hallarse a cierta distancia de una cocina en un día ventoso y captar el aroma de la comida que se estaba 191
preparando ahí dentro. Un intenso hedor a demonio le asaltó el olfato. En cuanto se relamió los labios, se sintió como si acabara de paladear un leve residuo de magia vil. El portal era el sortilegio más poderoso que jamás había visto. Sus nuevos sentidos le permitían apreciarlo como jamás había podido hacerlo. Esa parte de él que había vagado por los bosques de Vallefresno lo odiaba y sabía que su familia y sus vecinos también lo habrían odiado. Esa parte de él que había devorado demonios y había seguido a Illidan era capaz de apreciarlo en toda su magnitud. Acarició el amuleto que había hecho para Khariel y echó un vistazo a sus armas repletas de runas. Estaba preparado, más de lo que nunca había estado para cualquier otra cosa. Pronto, pronto, susurró esa voz que oía en su mente, pero que no era la suya.
***
Con la punta de la pezuña, Illidan dio la vuelta a Maiev, quien yacía en el suelo embutida en su armadura. No cabía duda de que hábil y poderosa. Al ver la carnicería que había desatado entre sus fuerzas, se había sentido tentado a participar personalmente en la lucha, pues había temido que pudiera fugarse una vez más y perderse en el desolado paisaje del Valle Sombraluna. Ahora se alegraba de haber tomado la decisión de desplegar todo un ejército para vigilar el portal, ya que había demostrado ser necesario incluso antes de que el puente entre mundos se abriese. La celadora había estado a punto de distraerlo en el momento crucial del ritual, cuando había necesitado toda su concentración para completar ese entramado de energías que permitiría que el patrón místico cumpliera su cometido. Pero solo a punto. No obstante, eso no importaba. Ahora Maiev era su prisionera y nunca volvería a ser un problema para él. Se permitió el lujo de esbozar una sonrisilla de satisfacción. Es un buen presagio, pensó. Un augurio sobre lo que iba a suceder aquel día. Fueran 192
cuales fuesen los grandes poderes que todavía velaban por esos mundos tan antiguos parecían apoyar sus actos. No peques de exceso de confianza, se dijo a sí mismo. Imponemos el orden en el caos gracias a la fuerza de nuestra voluntad. Es de necios intentar interpretar los patrones que nos ofrece la mera casualidad. Miró detenidamente a Maiev una vez más y se prometió que la celadora iba a sufrir tanto como había sufrido él. Diez mil años de agonía no serían demasiados para ella. Pero como Maiev no iba a vivir diez mil años más, tendría que dar con alguna manera de concentrar tanto sufrimiento en un espacio de tiempo mucho más corto; no obstante, ya habría tiempo de reflexionar sobre tales cuestiones más adelante. El portal brillaba y palpitaba. Alzó las manos, extendió los brazos y pronunció las últimas palabras de ese gran encantamiento. Los nudos de energía se ataron ellos solos. La estructura se estabilizó. El velo reluciente cayó y el camino a Nathreza, el mundo natal de los Señores del Terror, quedó despejado. Una daga de pura energía rajó la realidad alrededor del portal. A través de él entró un torrente de energía vil. Sus tatuajes lo canalizaron y absorbieron, llenándolo de un poder aún mayor. La satisfacción que sintió ante ese logro excedió incluso la que había sentido al capturar a Maiev. Había creado una puerta a un mundo mucho más lejano que cualquier otro que se hubiera alcanzado jamás desde Outland. El mismo Gul’dan habría tenido problemas para invocarla y contener sus energías. Ese portal era la mayor proeza de hechicería que se había llevado a cabo en Outland desde su catastrófica creación. Una espeluznante luz verde bañaba los rostros de sus seguidores, lo cual les confería un aspecto más monstruoso de lo habitual. Eran un arma que había estado forjando durante mucho, mucho tiempo. Se preguntó si sobrevivirían a la primera batalla o se harían añicos como una hoja defectuosa fabricada por un forjador de espadas neófito. Se les había concedido poder, habían sido adiestrados por verdaderos maestros. Habían sido seleccionados entre los individuos más resueltos y decididos que más deseaban vengarse de la Legión Ardiente. Habían sobrevivido a diversas vicisitudes que habrían acabado prácticamente con cualquiera. Eso debía de querer decir algo. No obstante, podrían perecer en las próximas horas. Él podría morir. Toda su vida podría acabar siendo una vacua broma cósmica pergeñada por los caprichos del azar.
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Pero ya era demasiado tarde para preocuparse por tales cosas. Tendría que confiar en que sus cálculos eran correctos y en que sus planes funcionarían tal y como había previsto. Elevó una mano en el aire, flexionó las alas y sobrevoló sus tropas. Todas las miradas se desplazaron del portal hacia él, tal y como había pretendido. Descendió sobre el portal abierto, notó el cosquilleo de la magia y captó el aroma de ese aire extraño. Hizo un gesto a sus cazadores de demonios para indicarles que lo siguieran y, acto seguido, atravesó el portal para enfrentarse a su inminente destino.
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CAPÍTULO DIECIOCHO TRES MESES ANTES DE LA CAÍDA
V
andel atravesó de un salto el portal, siguiendo a Illidan. Corrió hasta la
cima de la colina, se acuclilló e hizo todo lo posible para que no lo vieran. En la lejanía, percibía demonios, millares y millares de ellos. En este mundo extraño, unas gigantescas islas de roca se desplazaban por el cielo como si fueran nubes. Una luz verde ardía en cada peñasco y brillaba en ese minúsculo sol en órbita. Por debajo de él, la colina llegaba hasta una llanura repleta de cráteres sobre la que flotaban unos obeliscos de obsidiana lustrosa. El portal que llevaba de vuelta a Outland era un enorme agujero en el tejido de la realidad que unía dos mundos. La sombra de Illidan cayó sobre él. El Traidor se hallaba en la cumbre de la colina, con las garras extendidas, con todos los músculos de ese cuerpo cubierto de tatuajes en tensión. Unas colosales alas de murciélago le tapaban los hombros a modo de capa. Unos cuernos bestiales curvados le brotaban de las sienes. Una venda de Paño rúnico ocultaba las cuencas vacías de sus ojos. Tenía curvados esos finos labios en una sonrisa salvaje de anticipación, con la que mostraba sus brillantes colmillos. Él también notaba que esos demonios se aproximaban. Una parte de Vandel se rio nerviosamente con un júbilo demencial. Mantuvo a raya como pudo a esa presencia demoníaca que anidaba en su interior, a pesar de que
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era consciente de que no podría contenerla mucho tiempo; además, iba a tener que emplear las fuerzas de esa parte de él en la inminente batalla. Cerca de ahí, decenas y decenas de cazadores de demonios Illidari aguardaban en las sombras, ocultos por una magia muy poderosa. Vandel rezó a los dioses que pudieran estar escuchándolo para implorarles que esos conjuros fueran lo bastante potentes. Ahí, en la oscuridad, unos enemigos con un terrible poder los esperaban. En las próximas horas comprobarían si los dones que les había concedido el Traidor eran suficientes como para que sobrevivieran a aquello. Comprobarían si todos esos meses de duro entrenamiento y terribles sacrificios habían merecido la pena. Aun así, algo dentro de Vandel todavía ansiaba servir a las fuerzas del Titán Oscuro, de Sargeras, y temía que no fuera únicamente la parte de él que había sido corrompida por el demonio. Un fragmento de su alma élfica reaccionaba ante la gloria nihilista de la Legión Ardiente con la misma intensidad que lo haría cualquier infernal. Illidan ensanchó las fosas nasales, como si fuera capaz de oler la debilidad de Vandel. Un gruñido resonó en el fondo de su garganta. Fracasará, le susurró a Vandel su demonio interior. Siempre ha fracasado. Es incapaz de no someterse a la voluntad de Sargeras. Nada ni nadie puede hacerlo. Vandel respiró hondó e intentó no pensar en nada. Pero no sirvió de nada. Lo único que logró fue ser más consciente de la gran cantidad de energía mágica que lo rodeaba. Quería acumularla y usarla. Quería desatar una oleada masiva de destrucción sobre esas presencias demoníacas distantes. Quería matarlas y absorber su esencia. Quería alimentarse con ellas. Sí, susurró el demonio. Eso te volverá lo bastante fuerte como para poder desafiar incluso a Illidan. Se concentró en su entorno para intentar ignorar esos susurros tan demenciales. Ese planetoide estaba hecho de pura energía mágica solidificada en una piedra cromática y palpitante. Siempre que tocaba las rocas que lo rodeaban, sentía un cosquilleo. El corazón le latía tan desbocado que creía que le iba a salir del pecho. Intentó centrar su atención en el enemigo que se acercaba y se dijo a sí mismo que estaba listo para aquello.
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***
Illidan escrutó a los lejanos demonios. Por el momento, eran unas meras sombras remotas que podía percibir mentalmente gracias a sus auras de poder; no obstante, superaban en gran número a sus propias fuerzas; pero eso no importaba, pues la magia era lo que iba a decidir esa batalla. La energía vil giraba en tomo a él. Se resistió a la tentación de extraer poder de ella. Se pasó la mano por la herida que Arthas le había infligido y sintió un hormigueo ahí, era como si un pequeño fragmento de Frostmourne, la malévola espada del Rey Lich, todavía se hallara dentro de ella. Apartó los dedos de ahí para evitar recordar anteriores derrotas, puesto que no era el momento adecuado para obsesionarse con tales cosas. Illidan notaba que el nerviosismo se había adueñado de sus tropas, notaba que se libraba una batalla en el fuero interno de cada una de ellas. Su sonrisa se convirtió en un gruñido. Sus seguidores eran como unos sabuesos que acabaran de detectar una presa. Los había moldeado para que fueran así. Había llegado el momento de realizar la prueba definitiva. Ahora descubriría si todos esos siglos que había pasado urdiendo planes habían servido de algo o no. Si este ejército le fallaba, moriría y todas las maquinaciones que había preparado durante milenios quedarían en agua de borrajas. Pero eso no iba a ocurrir. No iban a fracasar a las primeras de cambio. Había preparado esta estrategia durante demasiado tiempo como para permitir que eso sucediera. Expandió su conciencia. Con sus sentidos agudizados mágicamente, examinó al enemigo que se aproximaba. En un mero latido, había contado cuántos eran. Había decenas y decenas de Señores del Terror, todos ellos acompañados de su propio séquito de centenares de canes manáfagos e infernales y toda clase de criaturas demoníacas. Son fuertes. Tal vez demasiado fuertes. Ese pensamiento lo reconcomió por dentro. Movió de lado a lado esa cabeza coronada por una cornamenta. Flexionó las alas y captó la corriente de aire ascendente que barría la ladera del risco.
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No has hecho bien los cálculos. Y no es la primera vez. No. No podía haberse equivocado. Estaba listo. Su ejército estaba listo. El enemigo prácticamente se les había echado encima. El ejército demoníaco avanzaba en tropel por ese paisaje tan extraño, como una marea imparable que pretendía inundar la colina en la que Illidan los esperaba. Los colosales Señores del Terror caminaban entre esas compañías de demonios menores. Sus enormes alas de murciélago se agitaban, a pesar de que no soplaba el viento. Giraban esas cabezas cornudas para escrutar el entorno es busca del enemigo. Las runas relucientes de sus armaduras indicaban cuál era su posición dentro de la jerarquía al igual que el tamaño de sus séquitos. Unos súcubos malévolamente hermosos restallaron unos látigos, flexionaron sus colas y danzaron de manera lasciva. Unos canes manáfagos olisquearon el aire como si buscaran a unas presas, mientras sus apéndices sensoriales se retorcían y sus dientes de tiburón refulgían. Unos guardias viles provistos de armaduras blandían unas hachas enormes mientras aguardaban las órdenes de sus comandantes. Unas altísimas shivarras de seis brazos brillaban trémulamente en el umbral de las percepciones de Illidan, a pesar de que eran prácticamente invisibles incluso para sus agudos sentidos. Esos eran los soldados de la Legión Ardiente, el ejército que había devorado incontables mundos, que estaba decidido a reducir el cosmos entero a cenizas ardientes en nombre de su amo, de Sargeras. Daba la impresión de que Illidan se hallaba solo. Sus fuerzas permanecían escondidas. Su presencia sería revelada cuando él estuviera listo, pero no antes. El portal que había abierto en la superficie de ese mundo desolado atraía a sus enemigos, que habían venido a castigar a quienquiera que se hubiera atrevido a entrar sin permiso en su reino. Rara vez alguien llevaba la lucha a las fronteras del dominio de la Legión Ardiente. En toda su larga vida, Illidan no recordaba más que un puñado de acontecimientos similares. El ejército se detuvo en la llanura. El más grande de los Señores del Terror alzó un puño, señaló a Illidan y se echó a reír. Sus carcajadas malévolas retumbaron por todo el paisaje y el resto de los Señores del Terror, los centenares que había, repitieron esas palabras estruendosamente. Era obvio que se estaban burlando de él. Algunos de ellos quizá hasta creyeran que les habían tomado el pelo, puesto que habían movilizado un ejército entero para enfrentarse a esa solitaria figura.
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Illidan cruzó los brazos y desplegó las alas hasta que estas alcanzaron su máxima extensión. Contempló con odio a sus enemigos, con el mismo desprecio que lo miraban ellos. Las carcajadas de los Señores del Terror fueron apagándose y dejaron de reverberar entre las rocas. El silencio se extendió entre las filas de ese ejército colosal. Únicamente podía oírse el chisporroteo de las pieles fundidas de los infernales. El líder de los Señores del Terror bajó el puño. La estela de un meteoro gigantesco surcó el cielo. Estalló un trueno ensordecedor. Ese ruido retumbó por toda aquella zona donde iba a tener lugar la inminente batalla e hizo vibrar el aire.
***
Vandel se alegró de contar con el parapeto de esas rocas. Por el momento, ninguno de esos demonios había reparado en su presencia. Notó cómo la malicia de estos avanzaba implacable hacia él, cual niebla de odio y maldad desatada que, de algún modo, brotaba de la magia del aire. Únete a ellos, le susurró el demonio que anidaba en su interior. Únete a ellos y serás recompensado como ningún alma ha sido recompensada en toda la historia del cosmos. Se sintió tentado a hacerlo, ya que el demonio le estaba contando la verdad desde su propia perspectiva. Acarició las empuñaduras de sus armas grabadas con runas. Sería tan fácil clavárselas a Illidan por la espalda. ¿Acaso no era el Traidor? ¿Acaso no había habido un elfo en toda la historia que se mereciera más morir? Mátalo, le susurró su demonio. Si matas a Illidan, alcanzarás la gloria eterna. Si matas al Traidor, te convertirás en un dios oscuro. El bramido del trueno se desvaneció mientras el ejército de los Nathrezim avanzaba. El gran meteoro se estrelló contra el suelo, haciendo temblar la tierra y alumbrando a un gigantesco infernal ardiente, el cual salió por sí mismo del cráter del impacto y avanzó pesadamente junto al resto del ejército de los Señores del Terror. Vandel notó que la tentación era cada vez más fuerte. Si asesinaba a Illidan, sería recibido con los brazos abiertos por sus parientes demoníacos. Podría dejar atrás su mortalidad para siempre y vivir sin sentir ni miedo ni arrepentimiento. Podría
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enterrar todo vestigio de la culpa que sentía por haberle fallado a su familia, todo remordimiento, todo vínculo con esas frágiles y débiles criaturas de carne y hueso. Podría transcender lo que ahora era, unirse a la Legión Ardiente y vivir para siempre como un conquistador, que curaba al universo de esa nauseabunda enfermedad llamada vida. Podría contribuir a que la Creación se derrumbara, para que un nuevo universo pudiera nacer, uno moldeado a su imagen y semejanza, según sus deseos. Por un momento titubeó. Escuchó la voz del demonio que moraba en su fuero interno y se dio cuenta de que era su propia voz. Su alma había sido corrompida cuando devoró al can manáfago. Había absorbido la maldad de ese demonio y se había envilecido. En realidad, ya no había ningún demonio dentro de él. Rendirse ante esa voz supondría renegar del juramento de venganza que había prestado y decepcionar a sus parientes difuntos, a su esposa e hijo. Sin embargo, no quería matar a Illidan, sino que quería matar a esas cosas que habían convertido a Illidan en lo que ahora era. Por fin comprendía, como nunca antes lo había hecho, qué defendía el Traidor y qué combatía. A pesar de todos sus grandes defectos, el Señor de Outland era el único ser que realmente entendía a que se enfrentaban y estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para acabar con esa amenaza. Tal vez estuviera loco, tal vez sus planes se hallaran destinados a fracasar, pero la alternativa era mucho peor. Los demonios de la Legión avanzaron hacia la colina. Había llegado el momento de batallar con el verdadero enemigo. El ejército de los Nathrezim ascendió por la pendiente. El terrible esfuerzo habría aminorado la marcha de un ejército mortal, pero este parecía incapaz de agotarse. Los canes manáfagos iban por delante, avanzando a grandes pasos, y los infernales los seguían con cierta pesadez en sus movimientos, mientras decenas y decenas de gigantescos Señores del Terror alados vociferaban órdenes a sus seguidores. Ahora. Una atronadora voz resonó en la mente de Vandel, y era la de Illidan. Al unísono, los cazadores de demonios abandonaron sus escondites y corrieron hacia sus presas. Por un momento, el ejército de la Legión ralentizó su avance, como si fuera incapaz de comprender el hecho de que estuviera siendo atacado por una fuerza mucho
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más pequeña compuesta de seres mucho más pequeños. Un par de Señores del Terror estallaron de nuevo en carcajadas. Con un rugido similar al estruendo del océano al estrellarse contra las rocas, los dos ejércitos colisionaron. Los demonios querían alcanzar el portal y cerrarlo. Los cazadores de demonios únicamente querían matar y matar y matar. Un can manáfago se abalanzó sobre Vandel, con esas fauces, repletas de dientes similares a las de un tiburón, abiertas. Invocó su poder y envió un rayo de energía amarillenta y verduzca a la boca del animal. La cabeza del demonio explotó. Restos de carne cayeron al suelo, carbonizados y humeantes. Vandel se resistió a la tentación de darse un festín y avanzó, a la vez que desenvainaba las dagas. Rodando, se colocó entre dos monstruosos servidores mo’arg y les cortó los tendones de las piernas antes de que pudieran atacarlo con sus armas. Rápidamente, se puso en pie y le clavó una daga en la cuenca del ojo al primero y luego al segundo. Un momento después, se enfrentó al Señor del Terror. La criatura se cernió sobre él; le doblaba en altura y era más ancha que un ogro e incluso más fuerte. Aquel ser alzó una descomunal maza con pinchos y la estampó contra el suelo, pero Vandel saltó a un lado justo a tiempo. La piedra se hizo añicos y unas relucientes nubes verdes se alzaron en el aire. Vandel se levantó, y la criatura lo golpeó con un ala parecida a la de un murciélago. La fuerza del impacto fue tal que sufrió una conmoción cerebral y salió despedido hacia un peñasco colosal. Giró en el aire para que sus pies fueran lo primero que entrara en contacto con la roca. Entonces, flexionó las piernas y aprovechó el impacto para rebotar. Cayó rodando y volvió a ponerse en pie. El Señor del Terror se volvió con una velocidad sorprendente para ser una criatura tan voluminosa y se acercó pesadamente hacia él. Vandel alzó una mano y lanzó un rayo de energía vil en dirección al demonio. El demonio se protegió el cuerpo con una de sus alas. El rayo atravesó ese apéndice, que quedó pendiendo como una capa hecha jirones del costado del Señor del Terror. Ni siquiera parecía que había logrado ralentizar el avance del monstruo. En la periferia de su campo de visión, Vandel vio cómo Cyana despachaba a otro servidor mo’arg y, acto seguido, saltaba por encima del cadáver para combatir contra un guardia vil. De repente, percibió un destello de luz a su derecha que le advirtió de que un peligro se acercaba. Al instante, saltó, y una descarga de fuego de un diablillo pasó por debajo de sus piernas. Se retorció en el aire para no caer sobre esa 201
estela de fuego y, súbitamente, se encontró mirando a la gigantesca y lustrosa pezuña del Señor del Terror al que había herido. El monstruo intentó aplastarlo, pero falló. Vandel contraatacó con su daga, acertando a su oponente en la parte posterior de la rodilla y profirió lo que tal vez fuera un gruñido de dolor o desprecio. La criatura trazó un arco descendente con su maza y alcanzó a Vandel en el hombro. Ese golpe lo habría matado cuando era mortal, pues le habría roto las costillas, que se le habrían clavado en el corazón y el pulmón. La fuerza del impacto hizo que acabara rodando por el suelo, lo cual aprovechó para vengarse del diablillo que había intentado quemarlo, pues le lanzó una rayo de energía vil que transformó a ese monstruito que se desternillaba de risa en un charco de babas burbujeantes. Vandel dio un brinco y clavó la daga que sostenía en la mano izquierda en la coraza del Señor del Terror. Acto seguido, se valió de su arma como punto de apoyo para impulsarse hacia arriba y clavarle su otra daga en el ojo al demonio. La criatura se llevó la mano a la cuenca del ojo herido e intentó quitarse de encima al cazador de demonios de un golpe, pero este ya había arrancado la hoja de ese globo ocular y se la había clavado en el otro. A continuación aterrizó en el suelo y lanzó una lluvia de ataques sobre el monstruo cegado. Sin lugar a dudas, si le daba tiempo a recuperarse, el demonio podría percibir a Vandel tal y como este lo percibía a él, empleando la magia; sin embargo, durante esos instantes cruciales, era como si la criatura estuviese realmente ciega. Vandel aprovechó esa ventaja para herir al Señor del Terror con sus hojas una y otra vez. Esas dagas mágicas le horadaron la carne, dejando unas heridas infectadas que no se curarían. Las hojas le rallaron los huesos, le cortaron tendones y le seccionaron los músculos, con un ruido que recordaba a cuando un carnicero clava su cuchillo en el cadáver de un novillo. El demonio dejó de intentar atacarlo e intentó alejarse pesadamente, batiendo esas enormes alas. Pero como tenía una de ellas muy dañada, no pudo despegar y Vandel se concentró en despedazarlo. La crueldad impulsaba al cazador de demonios a obrar así. Cada golpe que acertaba en su objetivo lo llenaba de una satisfacción perversa. Además, era consciente de que esa cosa que anidaba en su interior se estaba alimentando de la muerte del Señor 202
del Terror, pero en esos instantes eso ya no le importaba, pues los deseos del demonio coincidían con los suyos. Daba igual que eso lo volviera más fuerte, ya que, ahora mismo, podía aprovechar su poder; asimismo, era consciente de que el demonio gozaba tanto de esa masacre como él. Cuando por fin redujo a pulpa al Señor del Terror se dio cuenta de que había perdido un tiempo muy valioso, puesto que había más presas que cazar y unas cuantas debían ser suyas. Cerca de él, Aguja estaba sentado a horcajadas sobre el pecho de un guardia vil caído, al que golpeaba, de un modo un tanto indolente, con esas agujas tan grandes como un pie una y otra vez en su peto roto, como si así quisiera coserlo. Elarisiel perseguía a un can manáfago alrededor de una roca, pero enseguida acabó con su miserable existencia. Encima de un gigantesco peñasco, un grupo de Señores del Terror resistían como podían. No obstante, parecían más perplejos que asustados, como si no fueran capaces de asimilar del todo lo que sucedía a su alrededor. No cabía duda de que la batalla no estaba desarrollándose como habían esperado. Los cazadores de demonios habían atravesado su ejército como una guadaña afilada cortaría el trigo. Había cadáveres de demonios tirados en el suelo por doquier. Aunque también había unos cuantos cuerpos de elfos, eran muchos menos de los que Vandel había esperado, teniendo en cuenta el tamaño de sus respectivas fuerzas. Illidan aterrizó sobre la roca situada detrás de los Señores del Terror que aún quedaban en pie. Vandel se preguntó si el Señor de Outland pretendía participar en la destrucción de esos seres; sin embargo, este se limitó a quedarse ahí mirando. Los cazadores de demonios fueron lentamente dejando lo que tenían entre manos y miraron fijamente a su Señor Supremo y, a renglón seguido, a los Señores del Terror. Los demonios se prepararon para enfrentarse a esa avalancha de adversarios, que se les echó encima y los cubrió por entero.
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Illidan observó cómo sus fuerzas se llevaban por delante a los últimos Nathrezim. Ya no tenía dudas. Los cazadores de demonios habían superado sus expectativas. Aunque, claro, habían contado con la ventaja del factor sorpresa. Los Señores del Terror no esperaban toparse con un poder tan salvaje tan cerca de su hogar, por lo que habían marchado a su encuentro de manera arrogante. Las cosas no siempre serían tan fáciles. No obstante, nada podía empañar esa dulce sensación de triunfo que lo embargaba. Todos los Señores del Terror que habían caído ahí ya no serían una amenaza para el universo. En este lugar, en este momento, morirían de un modo permanente. ¿Cuánto tiempo le había llevado a Illidan descubrir ese secreto? ¿Cuántas veces había creído que había matado a sus enemigos cuando no era así? Las visiones le habían mostrado la respuesta. Durante ese encarcelamiento que había durado milenios, no había podido hacer nada al respecto, pero ahora las cosas habían cambiado definitivamente. Iba a hacer sufrir a los Señores de la Legión Ardiente tanto como habían hecho sufrir a los demás. Entonces contó las bajas que habían sufrido sus tropas: menos de una veintena. En esos momentos, a duras penas podía permitirse el lujo de sufrir alguna baja; no obstante, pronto habría más cazadores de demonios. La Legión había sembrado vientos entre la gente de Illidan y ahora recogía tempestades. Siempre iba a contar con voluntarios que pretendieran vengarse de los demonios. Sin embargo, ese era un problema que afrontaría otro día, pues ahora tenía un objetivo que cumplir, que era la razón por la que estaba ahí. No podía perder el tiempo. La fuerza a la que se habían enfrentado era una mera fracción diminuta de la fracción más diminuta que podía desplegar la Legión Ardiente. En cuanto se dieran cuenta de lo que había acaecido, los señores de la ciudad pedirían ayuda, así que tendría que marcharse de ahí antes de que eso sucediera; daba igual lo poderosos que fueran sus combatientes uno por uno, el enemigo podría acabar con ellos si era lo bastante numeroso. Dio la señal de avanzar. Los cazadores de demonios atravesaron rápidamente la ciudad de los Nathrezim. A su alrededor, unas grandes torres de obsidiana reflejaban la luz verde de la magia vil. Unas calles de un negro brillante titilaban bajo ese fulgor. Cada vez más demonios los rodeaban; eran rezagados o unidades que el ejército había dejado atrás para defender algunos puestos claves. Los Illidari aplastaron a todos los que encontraron, como unos
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sabuesos que dieran caza a un conejo. Ni siquiera el más poderoso de los Señores del Terror era rival para tantos cazadores. Illidan no cedió a la tentación de unirse al combate. Había invertido muchas energías en abrir el portal y estaba reservando la magia que aún le quedaba por si acaso surgía alguna amenaza inesperada. Por delante de él se alzaba imponente la torre más alta; el gran archivo de los Señores del Terror. Dentro de ese edificio se hallaban los secretos incontables que los Nathrezim habían descubierto mientras servían a Sargeras. Unos mastodónticos guardias viles flanqueaban una entrada que brilló y se desvaneció, quedando, de esta manera, la torre sellada. Los combatientes tatuados se deshicieron de los demonios y, a continuación, se quedaron contemplando la puerta, desconcertados. Donde solo unos latidos antes había habido una entrada abovedada, ahora había un reluciente muro de piedra. —Derríbenlo —ordenó Illidan. Sin ningún género de dudas, debía de haber una manera más fácil de abrirse camino, pero no tema tiempo para descubrir cuál era la llave mágica que abría esa defensa. Los cazadores de demonios alzaron las manos y lanzaron llamas de energía vil contra esa barrera. A pesar de que centenares de descargas golpearon, machacaron y martillearon la piedra, esta resistió el asalto. —¡Concentren el ataque en una sola zona! —exclamó Illidan. Al instante, todas las descargas convergieron en el centro de ese muro de piedra, taladrándolo, hasta que la roca al fin se hizo añicos y se desmoronó. Solo quedó un montón de escombros. Illidan lo sorteó de un salto y atisbo una larga rampa que llevaba hasta las entrañas de la tierra, hasta las galerías subterráneas situadas bajo la torre. Por el momento, todo era tal y como lo recordaba, según las visiones de Gul’dan. Sonrió para sí en cuanto un par de decenas de Illidari saltaron por encima de los escombros y se desplegaron por el interior del edificio, con el fin de explorar lo que había por delante. —Bajen —les ordenó Illidan. De inmediato, los cazadores de demonios descendieron por esa rampa. Unas extrañas luces se movieron en el suelo, bajo sus pies, como si sus pasos las hubieran 205
encendido. La hechicería vibró en el aire; se trataba de unas corrientes de energía mágica que habían sido manipuladas para conformar unos sortilegios muy potentes gracias a los conocimientos taumatúrgicos de los Nathrezim. El poder de la magia hizo que el aire brillara y que el suelo vibrara bajo sus pies. A su alrededor, unas complejas máquinas mágicas aprovechaban esa energía que lo impregnaba todo en ese mundo extraño. Ya estaba cerca. Muy cerca.
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CAPÍTULO DIECINUEVE TRES MESES ANTES DE LA CAÍDA
—¡M
uere, profanador! —gritó el sirviente mo’arg al mismo tiempo
que saltaba para atacar. El demonio alzó el cañón de su extraña arma y de él brotó una llama mágica. Mientras entraba en el archivo central de los Señores del Terror, Illidan decapitó a esa criatura achaparrada ataviada con una armadura con un golpe del revés propinado de manera desdeñosa con su guja de guerra. Por encima de todo, se alzaban unas torres relucientes, compuestas de infinidad de discos de obsidiana puestos unos encima de otros como unos montones de monedas. Cada uno de esos discos era un archivo, y buscaba uno en concreto. Se volvió hacia el resto de los cazadores demonios que se hallaban en la entrada de esa cámara colosal a la espera de sus órdenes. —No entren. Pase lo que pase en los próximos cinco minutos, defiendan la entrada. Asintieron con aquiescencia e Illidan se giró una vez más para contemplar esas pilas. Cruzó los brazos y confeccionó un sortilegio. Unos tentáculos mágicos le brotaron de las manos y se dirigieron hacia esas torres de discos amontonados. En cuanto entraron en contacto con ellos, captó unas imágenes fugaces, y obtuvo cierta información fragmentada. 207
Este era el gran monumento de los Señores del Terror, el corazón de su mundo, en el que habían dejado registrado todo triunfo, toda conquista, toda conspiración. Los Nathrezim urdían planes para que sus nombres acabaran grabados ahí, pues esa era la memoria de su raza. Ahí se encontraban los registros de innumerables campañas luchadas en incontables mundos. Ahí se hallaban los nombres de traidores olvidados hacía mucho tiempo que habían traicionado sus hogares en nombre de la Legión y que a su vez habían sido traicionados por los demonios. Ahí se había recopilado toda la información sobre todos los portales que la Legión había cruzado jamás, así como los nombres y ubicaciones de todos los mundos que habían quemado jamás. Todo estaba ordenado de una manera sistemática. Estaba organizado de un modo prácticamente cronológico, por lo cual los discos más antiguos de cada pila se hallaban en la parte de debajo de esta y los montones más cercanos al centro eran los más viejos de todos. Envió unos tentáculos de energía a la parte central a gran velocidad. Lo que quería debería hallarse muy cerca del centro. Las imágenes que vio fugazmente en su mente eran terriblemente antiguas. Estaba viendo cosas que eran antiguas incluso siguiendo los haremos con que los demonios medían el tiempo. La premura lo empujaba a esforzarse más y más. En algún lugar distante, unas puertas se estaban abriendo. Los Nathrezim estaban reaccionando ante la invasión de su mundo natal. Oyó el fragor de la batalla. Aunque ese clamor parecía proceder de muy lejos, era consciente de que eso era una consecuencia del conjuro que lo unía al archivo. Sus fuerzas estaban combatiendo contra los refuerzos del enemigo, que estaban entrando en tropel en la ciudad, en la superficie. Rezó para que fueran capaces de contenerlos hasta que hubiera acabado. Tenía que acabar la búsqueda rápidamente si no quería que la biblioteca se convirtiera en una trampa y su ejército se viera superado por las incontables tropas de los Nathrezim. Respiró hondo y se le ralentizó el pulso. Más le valía no cometer un error ahora que se hallaba tan cerca de culminar sus planes. No se podía permitir el lujo de fracasar. De repente, halló el primer hechizo de protección; un conjuro complejo, casi indetectable, que se había colocado ahí a modo de advertencia para todo aquel que pretendiera manipular esos registros y quisiera reescribir la historia. Tales sutilezas le 208
importaban muy poco. Simplemente, necesitaba dar con un archivo en concreto que estaba buscando y, acto seguido, se marcharía. Deshizo el conjuro violentamente y notó una reacción inmediata, puesto que unas runas defensivas centellearon y cobraron vida. Percibió que unos portales se abrían alrededor de él. Vio un fogonazo y un enorme guardia vil se materializó entre las pilas de discos. Un estallido de energía mágica resonó de un modo tan estruendoso como el trueno y tan claro como el agua para cualquiera capaz de percibirlo. Al instante, se produjeron múltiples reacciones en la lejanía. Los Nathrezim ya deberían saber dónde se encontraba exactamente. Avanzó a la vez que el guardia vil intentaba golpearlo. Partió al demonio por la mitad con su guja de guerra. Más y más guardias viles se fueron materializando a su alrededor. A pesar de que Illidan los iba despachando uno tras otro; a cada latido, aparecían más y más. Echó un vistazo a todo cuanto lo rodeaba con su visión espectral, buscando el conjunto de símbolos que conjuraba esas defensas, los cuales halló inscritos en la base de cada columna de discos. Cada una de esas bases estaba unida a uno de los tres sellos maestros de la columna central. Apuntó con una de sus gujas de guerra al más cercano y la lanzó. Su arma dio vueltas por el aire y destrozó la piedra, anulando en parte el hechizo. La hoja rebotó en la columna y regresó a su mano. La avalancha de guardias viles menguó, ya que los portales conectados a la runa que acababa de destruir se colapsaron. Illidan dio un salto hacia delante y trazó un círculo alrededor de la columna mientras los demonios lo perseguían. Delante de él, en el suelo, había otro sello brillante. Despachó a dos guardias viles, avanzó resbalando y se impulsó con las alas, hasta llegar a la runa que destrozó con sus hojas. A continuación, se dirigió hacia el último de los encantamientos maestros. Los guardias viles que todavía quedaban en pie se agruparon en tomo al tercer sello reluciente. Illidan se elevó en el aire de un salto, hasta alcanzar cierta altura, y descendió en picado sobre ellos. Sus gujas cantaron mientras se abría paso entre los demonios, cortando, rajando y triturando, al mismo tiempo que esquivaba sus hachazos y evitaba que lo agarraran. Clavó una de sus armas justo en el centro del patrón rúnico, anulándolo de este modo. Una oleada masiva de energía lo elevó en el aire. Presas de la frustración, los demonios aullaron. Los portales por los que habían venido se derrumbaron. Ahora solo 209
tenía que enfrentarse a aquellos que ya los habían cruzado, pues no recibirían más refuerzos. Una vez más, cayó en picado sobre los demonios, justo en medio del grupo, obligándolos así a separarse ante la violencia de su ataque aéreo. Con sus gujas decapitó a algunos y mutiló a otros. Al final se apoyó en la columna central para descansar. Tras tantos siglos tan largos, se hallaba muy cerca de su meta. Extendió un brazo e invocó su hechizo de búsqueda una vez más. Unas imágenes inundaron su mente en cuanto los tentáculos de energía tocaron los discos. Uno en particular, el Sello de Argus, captó su atención. Unas energías muy impactantes lo envolvían; el aura de unos seres con los que se había encontrado en el pasado y a los que nunca olvidaría: Archimonde y Kil’jaeden, los dos tenientes más poderosos de Sargeras, el verdadero amo de la Legión Ardiente. Su hedor psíquico era tan intenso que amenazaba con destrozarlo mentalmente, a pesar de que su cerebro estaba preparado para defenderse de tales ataques. Percibió la brutal furia de Archimonde y la sutil e intricada mente de Kil’jaeden. Aunque sabía que no estaban realmente presentes, tuvo que hacer un gran esfuerzo para evitar lanzarse a atacar a diestro y siniestro como si se hallara rodeado de unos enemigos letales. Tras tirar con una fuerza terrible consiguió arrancar ese disco de la torre. La pila se tambaleó, pero no cayó. Pronunció unas palabras para lanzar otro conjuro y, al instante, el disco flotó en el aire y empezó a orbitar lentamente alrededor de él, al mismo tiempo que las runas de su superficie refulgían con una siniestra luz verduzca y amarillenta. Una sonrisa sombría cobró forma en los labios de Illidan. Iba a hacerles algo a los Nathrezim por lo que lo iban a recordar para siempre. Empleando todas sus fuerzas, rayó esa torre de archivos con una de las Gujas de guerra de Azzinoth. El olor a ozono y azufre impregnó el aire, al mismo tiempo que saltaban unas chispas de energía mágica. Se elevó en el aire y rayó las columnas, dañando así el entramado de hechizos y destrozando esos registros de los que tan orgullosos se sentían los Señores del Terror. Al pensar en la furia que eso iba a desatar en ellos, un regocijo demoníaco se adueñó de su mente. Si bien una parte de él se apenó de que fueran a perderse tantos conocimientos, otra parte de él creía que ningún archivo de los Señores del Terror debía conservarse. No se merecían ningún monumento que los recordara.
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Oyó unos ruidos de lucha que procedían de la entrada. Sus cazadores demonios seguían intentando mantener a raya a los refuerzos enemigos. Se lanzó en picado para sumarse al combate y aterrizó sobre la espalda de un Señor del Terror, al que arrancó la cabeza de los hombros con un solo golpe. —¡A mí, mis soldados! —vociferó—. Es hora de abandonar este nauseabundo lugar. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar.
***
Se abrieron paso violentamente hasta el portal. A su alrededor, Illidan notó que se abrían más portales, por los que las huestes de la Legión Ardiente enviaban refuerzos en tropel. Daba la impresión de que todavía no eran conscientes de lo que estaba ocurriendo y, por eso, respondían poco a poco y cada uno haciendo la guerra por su cuenta. No obstante, en breve, algún líder tomaría el control de la situación y todo se complicaría bastante. Tenían que abandonar ese mundo antes de que eso sucediera. Vandel mató a un sirviente demoníaco mo’arg justo cuando esa criatura lo apuntaba con una máquina que llevaba en la espalda con la intención de lanzarle una descarga de fuego. Compañías enteras de diablillos los atacaron con llamaradas desde lo alto mientras ascendían hacia las colinas. —Varedis, ve con una compañía y despeja las cimas de esas colinas —le ordenó Illidan. El cazador de demonios asintió e hizo una seña. Al instante, tanto él como su destacamento subieron por la ladera, haciendo piruetas y verdaderas acrobacias para poder esquivar las llamaradas. Los demonios chillaron y farfullaron unos insultos repugnantes en su idioma y, a continuación, se dieron la vuelta para huir. Por delante se cernía sobre ellos una manada de abisarios, que flotaban sobre el campo de batalla y carecían de piernas, que iban ataviados con armaduras y eran de un color negro reluciente. Aunque eran muy duros de pelar, también eran muy lentos. —Rodéenlos —ordenó Illidan—. Ábranse paso hasta el portal.
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Se detuvo para echar un vistazo a su alrededor. Sus tropas habían sufrido bajas durante la batalla en el archivo y, en esos momentos, se hallaban totalmente extenuadas. Al ver que Elarisiel se caía al suelo, se abrió paso con sus gujas para llegar hasta ella. Para cuando llegó, Vandel ya estaba ahí, ayudándola a ponerse en pie. Illidan asintió para mostrar su aprobación. No quería dejar a nadie abandonado a su suerte, siempre que fuera posible, pues podrían curar a los heridos; no obstante, él mismo acabaría con la miseria de aquellos que se encontraban muy malheridos y eran incapaces de moverse. Por delante de ellos, el portal que llevaba a Outland brillaba con fuerza. Ahí también había señales de lucha, ya que las fuerzas de la Legión se habían dirigido hacia allí para hacerse con el control de esa puerta, con la intención de cortarles la retirada. Siguiendo las órdenes que les había dado, su propio ejército en Outland no había atravesado el portal, sino que permanecía al otro lado con el fin de protegerlo. —Adopten una formación en cuña —ordenó—. Vamos a abrirnos paso de un modo violento. Los cazadores demonios expresaron a gritos que estaban de acuerdo con esa orden y cargaron. En plena batalla, parecían unos seres tan demoníacos como sus adversarios; unos seres con cicatrices y mutaciones, ágiles y repletos de tatuajes, algunos de los cuales estaban envueltos en integumentos hechos de sombra, mientras que otros utilizaban la magia vil con la misma facilidad que cualquier engendro del Vacío Abisal. Por un momento, los demonios aguantaron el asalto. Sin embargo, poco después cayeron. El portal se hallaba delante de las fuerzas de Illidan. Este les ordenó cruzar y, acto seguido, se giró. En la lejanía, el resplandor de unos portales gigantescos que se estaban abriendo rasgó la oscuridad. Las crestas de las colinas se estaban llenando de una infinidad de combatientes demoníacos. Los contempló y se echó a reír. Que vengan. Había dado con lo que estaba buscando y llegaban demasiado tarde, ya no podrían detenerlo. Atravesó el portal. Los cazadores de demonios se estaban alejando a todo correr de la abertura para sumarse al resto de su ejército en Outland. Illidan echó un último vistazo, percibió que ninguna de sus tropas seguía viva al otro lado y pronunció unas palabras que deshicieron el sortilegio. El portal se vino abajo con una terrible descarga de energía, la onda expansiva alcanzó de lleno el mundo natal de los Nathrezim. Ese era 212
su último regalo para ellos: una descarga explosiva de energía capaz de arrasar un continente. Rezó para implorar que al otro lado del portal se hallaran reunidos los comandantes de los Señores del Terror. Había infligido a la Legión Ardiente la mayor derrota que había sufrido en muchos milenios, y se sentía muy satisfecho. Illidan contempló cómo los últimos vestigios de las energías del portal se desvanecían a sus espaldas. Luego miró a su ejército y se preguntó si habría algún espía en él. Con casi toda seguridad, lo habría. Reflexionó acerca de lo acontecido aquel día y una amplia sonrisa se dibujó en su semblante. Hoy había logrado el único triunfo sin paliativos que había obtenido en muchos siglos. Había capturado a Maiev. Había invadido el reino de los Señores del Terror y se había hecho con el mayor secreto de estos. Había destruido a los ejércitos que habían enviado a proteger su mundo natal. Si sus cálculos eran correctos, había devastado Nathreza del mismo modo que la magia de Ner’zhul había arrasado en su día Draenor. Observó los rostros atentos y expectantes de sus tropas. Al instante, su voz mágicamente amplificada resonó entre las filas de los combatientes ahí congregados. —Hoy hemos propinado un duro golpe a la Legión Ardiente, uno como no habían recibido en diez mil años. Hemos masacrado a los Señores del Terror y hemos devastado su mundo. Les hemos enseñado que no son inmunes a nuestros deseos de venganza. Que se hará justicia con ellos y deberán pagar por sus actos. En cuanto asimilaron la transcendencia de lo que acababan de hacer, una oleada de aprobación se expandió por las filas de los cazadores de demonios. Hasta entonces, se habían centrado únicamente en luchar y sobrevivir. Ahora empezaban a ser realmente conscientes de que habían triunfado. Unas sonrisas iluminaron esos rostros que nunca habían esperado sonreír de nuevo. Por un momento, la ira demoníaca se vio reemplazada por algo muy similar a la calma. —¡Hemos asesinado a millares y atraído a su ejército a una trampa con la que hemos matado a cientos de miles y, además, tenemos esto! Agitó el disco que se había llevado del archivo en el aire y ahí, lo sostuvo con ambas manos, para que reflejara la luz y centelleara, para que todos los cazadores de demonios y los hechiceros ahí presentes pudieran contemplarla y apreciar su poder. Los
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más sensibles a la magia pudieron captar levemente las auras que lo impregnaban, a pesar de hallarse a cierta distancia. Tal vez haya algún espía presente, se dijo a sí mismo, pero el júbilo lo animó a seguir hablando. —Hemos dado con la llave que abre la puerta al mundo natal de Kil’jaden y Archimonde, un lugar donde los comandantes de la Legión pueden morir definitivamente. Hemos descubierto la ubicación de Argus. La Legión ha destruido un mundo tras otro, ha esclavizado y masacrado una nación tras otra. Ahora van a recoger lo que han sembrado. Hoy hemos aniquilado a los Nathrezim, pero eso es solo el primer paso. Hoy hollamos el sendero que nos llevará hasta la victoria final. Hoy hemos dado con los medios que nos permitirán cortar la cabeza que guía a nuestro enemigo. Vamos a llevar la guerra a Kil’jaeden. Vamos a enseñarle el significado de la palabra derrota. Me da igual que haya espías presentes, pensó Illidan. Que informen a la Legión Ardiente. Que piensen en lo que he logrado este día y tiemblen.
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CAPÍTULO VIENTE TRES MESES ANTES DE LA CAÍDA
M
aiev se despertó. Le dolía todo, como le había dolido todos y cada uno de
los días que llevaba en ese lugar. Se hallaba en algún sitio bajo tierra. Podía oír cómo el agua goteaba muy cerca. El aire estaba impregnado del olor a azufre de los demonios y del hedor a mugre de los Tábidos. Se puso en pie y comprobó la solidez de los barrotes de su jaula una vez más. Desde el día anterior no se habían vuelto más frágiles. Habían sido forjadas para contener algo que poseyera el poder de un señor del foso y luego las habían reforzado con capas y capas de runas y conjuros. Examinó esas runas que la rodeaban. Ahí había encantamientos de nutrición y curación. No se podría morir de hambre y cualquier herida que se infligiera se curaría con la misma rapidez que se la hiciera. Conocía bien este tipo de sortilegios. Eran similares a los que había usado para aprisionar a Illidan. Se había dado cuenta de ello cuando había intentado salir de ahí a puñetazo limpio. Había propinado esos golpes con impaciencia y furia, y el dolor la había incitado a golpear con más fuerza si cabe mientras los huesos de su mano se curaban, se soldaban solos, en cuanto se le desgarraba la piel y la carne. Sospechaba que esos conjuros serían capaces de traerla de vuelta de la muerte si hallaba alguna manera de suicidarse. Su espíritu se encontraba encadenado a ese lugar. No habría manera de liberarlo a menos que su captores lo desearan. 215
Al principio, esperaba que el Traidor apareciera en cualquier momento y la torturara, pero eso no había sucedido. Quizá estaba demasiado ocupado como para vengarse de ella o, más bien, quería que el horror la dominara mientras esperaba expectante su llegada. Ciertamente, era más que capaz de llevar a cabo ese tipo de torturas psicológicas. No obstante, los guardias se habían dedicado a atormentarla de diversas maneras. Le habían escupido, le habían pinchado con palos afilados y le habían dado comida sobre la que habían orinado los Ashtongue. Los demonios se habían burlado de ella, empleando unas palabras afiladas como cuchillos. Un tremendamente arrogante Señor del Terror llamado Vagath le había explicado con todo detalle y exactitud a qué clase de torturas la iba a someter en cuanto le dieran la orden. Había soportado todos esos menosprecios con serenidad, pues no quería darle ninguna satisfacción a ninguno de sus torturadores. Por el momento, parecía que el mismo Illidan les había dado la orden de que no debían torturarla de ningún modo peor. No quería que nadie se vengara antes que él. Pero también sufría otros tormentos. Como esos días calurosos que pasaba sin beber agua. Como esos días en que no le habían dado de comer y el estómago le había rugido como un sable de la noche furioso. Si bien los sortilegios la mantenían viva y no le permitían morir, no la libraban de tener hambre o sed. Además, se torturaba a sí misma de formas mucho peores. Había llevado a aquellos que habían confiado en ella a la perdición. Al pretender vengarse de Illidan, había provocado que Anyndra y Sarius murieran, así como todos los demás que habían depositado su fe en su liderazgo. Aunque se había dicho a sí misma que la habían seguido voluntariamente, eso no era de gran ayuda. Cuando yacía despierta, podía ver todos sus rostros y la miraban con reproche. En sus pesadillas, los veía morir una y otra vez. Maldijo a todos los que se habían negado a ayudarlos: a los naaru, a los Aldor, a Arechron de Telaar. Si la hubieran hecho caso, nada de eso habría ocurrido, y el Traidor estaría ahora mismo donde merecía estar, en prisión o en una tumba. Pero eso no era ningún consuelo. Sabía quién había sido la responsable de lanzar la cruzada contra el Traidor. Sabía en quién habían depositado los demás su fe. Los había decepcionado. Podía intentar echarle la culpa a quien quisiera, pero al final tenía que asumir la responsabilidad de su fracaso. 216
Tal vez eso fuera lo que más le dolía: el hecho de haber fracasado. Illidan no solo seguía libre, sino que era más fuerte que nunca. Eso la enfurecía aún más que los venenos, aún más que el hambre, aún más que las torturas. Illidan seguía libre y no podía hacer nada al respecto. Estaba condenada a permanecer en esa jaula, indefensa hasta que él decidiera arrebatarle la vida. Se le había dejado muy claro que su vida estaba en manos del Traidor, quien decidiría a su antojo si debía morir o seguir viva. Ahora la estaba ignorando, pues quería que supiera lo insignificante que era en el gran esquema de las cosas. En ciertas ocasiones albergaba la esperanza de que una parte de su destacamento hubiera escapado y viniera a rescatarla y, en otras, la desesperanza se adueñaba de ella. Aunque algunos hubieran logrado escapar de la emboscada, ¿por qué iban a volver para liberar esa líder que había guiado a sus camaradas a la muerte? Les había llenado la cabeza de historias de triunfo y gloria, y su recompensa había sido morir. Además, sabía que nadie iba a venir. Todas sus tropas habían muerto. Las había visto caer. Maldijo a Akama una vez más. Había confiado en el desleal líder de la facción de los Ashtongue. Él la había convencido de que odiaba a Illidan tanto como ella y que tenía tantas razones como ella como para desear su ruina. Cómo se debía de estar riendo ahora por cómo la había engañado, por cómo se había creído esas mentiras. Maldijo los recuerdos de todos sus encuentros. ¿Cuándo había empezado a traicionarla y por qué no había sido capaz de darse cuenta? ¿Lo había planeado todo desde el principio, cuando se vieron por primera vez en el Puerto Orebor? Por aquel entonces, ¿tanto Illidan como él ya se estaban riendo de ella por cómo la estaban llevando al matadero? Se negaba a creer que hubiera podido engañarla tan fácilmente. En todo lo que Akama había dicho debía de haber algo de verdad. Albergaba un gran resentimiento contra el Traidor por lo que este le había hecho al Templo de Karabor, eso era cierto, sin duda. Echando la vista hacia atrás, fue capaz de darse cuenta de que hubo un momento en que todo cambió. Después de su última reunión en Shattrath, lo había visto más viejo, más débil, más lánguido. Tal vez lo habían descubierto al fin y lo habían capturado y torturado. Quizá Illidan lo había hechizado con algún hechizo muy poderoso. O tal vez Illidan, simplemente, le había hecho una oferta mejor, le había prometido algo a lo que no pudo decir no el muy sobornable. El Traidor podía llegar a
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ser muy persuasivo y ocultar su malicia con palabras melosas. ¿Qué podía haberle ofrecido al Tábido? No. A menos que estuviera muy equivocada, al final Akama se había sorprendido tanto como ella ante lo que había sucedido durante la apertura de la puerta. Se había mostrado abiertamente en contra de ese ritual que había destruido todas esas almas Tábidas, a pesar de que estaba arriesgando la vida al actuar así. Las cosas no eran tan sencillas como ella temía en las simas de su desesperación. Tardó un rato en darse cuenta de que los guardias estaban callados. Al elevar la vista se percató de cuál era la razón. Con un aspecto más avejentado y cansado que nunca, un renqueante Akama se dirigía hacia ella. —Maldito perro traidor y perjuro —le espetó la celadora en cuanto el Tábido se halló lo bastante cerca como para poder escucharla. —Yo no te presté ningún juramento, Maiev Shadowsong — replicó con una voz fatigada—. Ni tú a mí. Los guardias escuchaban con suma atención. Mientras se aproximaba, Akama les indicó con un gesto que se mantuvieran alejados. Y eso hicieron, pues era obvio que su mera presencia los intimidaba. —Así que has logrado volver a ganarte el favor del Traidor de manera artera. —Sigo vivo. —Mucha de tu gente no puede decir lo mismo. Akama esbozó un gesto de contrariedad y contestó: —Ni de la tuya. Maiev hizo todo lo posible para evitar que en su rostro se reflejara la culpa que sentía. —Murieron por la causa, por intentar hacer justicia con Illidan. Como yo lo haré. Akama señaló a la jaula. Con su magia, hizo que los hechizos y conjuros brillaran en el aire y se tomaran visibles. 218
—Mira adonde te ha llevado tu pasión, tu odio, tu ira. ¿Disfrutas de las vistas? —Al menos, yo no me mantengo al margen y me quedo mirando cómo masacran a mi propia gente. Akama meditó por un momento cuál iba a ser su respuesta, y entonces dijo: —Aun así, los masacraron, porque tú los llevaste a ese lugar. En ese instante, fue Maiev la que se estremeció. Era incapaz de controlar del todo sus movimientos, sus reacciones... El hecho de estar encarcelada estaba haciendo mella en ella. —Dieron sus vidas por aquello en que creían. ¿Acaso algún día habrá alguien que pueda decir lo mismo de ti? —Tuve que tomar una decisión muy difícil, con la que tendré que vivir. Tú más que nadie deberías saber a qué me refiero. —Escogiste salvar tu pellejo a cambio de sacrificar las vidas de aquellos que confiaban en ti —replicó Maiev, quien no pudo evitar que su voz se tiñera de amargura. —No tienes ni idea de lo que me hizo. Illidan me arrancó una parte del alma y la corrompió con su magia. Si quisiera, podría desatarla y me devoraría. Maiev se preguntó si eso sería cierto. Si lo era, eso explicaría muchas cosas. Aunque tal vez fuera, simplemente, otra mentira. —No necesito escuchar tus lamentos autocompasivos. Akama permaneció callado durante varios latidos. Cuando habló, lo hizo con un tono amable: —No era solo mi vida la que estaba en juego, sino también las vidas de todo mi pueblo. El Traidor es tan cruel como poderoso. —Por eso decidiste desperdiciar la oportunidad de derrocarlo, ¿no es verdad? —Nunca tuvimos una oportunidad. Entonces era imposible. —Así que crees que ahora sí la tendríamos, ¿eh?
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Akama permaneció callado. De repente, abrió la boca. Parecía estar a punto de decir algo, pero entonces se relamió los labios y negó con la cabeza de un modo casi imperceptible. —Eres incapaz de concebir lo poderoso que se ha vuelto Illidan. Le he visto realizar hechicerías que nunca habría creído que pudiera llevar a cabo un ser inferior a un dios. Fue capaz de abrir un portal que llevaba a la otra punta del cosmos. Maiev creyó percibir cierto nerviosismo en la voz de Akama. Temía que pudieran oírle. ¿Acaso los estaban vigilando? Debería dar por sentado que así era. ¿Acaso el Tábido seguía conspirando contra el Traidor y creía que, de algún modo, ella podía cumplir un papel en tales maquinaciones? —¿Y por qué crees que hizo esa proeza? —Ya ha vuelto tras haber masacrado a un ejército de demonios, incluso tal vez haya arrasado un mundo plagado de ellos. O, al menos, eso es lo que ha afirmado al volver del portal. —¿Y tú le crees? —Creo que Illidan odia con toda su alma a los Nathrezim y que detesta a toda la Legión Ardiente. ¿Acaso percibía un atisbo de duda en su voz? ¿Acaso Akama era un mero actor que recitaba las líneas de diálogo de un guión para evitar que las sospechas recayeran en él? —¿Por qué estás aquí? ¿Has venido a regodearte? —He venido a cerciorarme de que estás bien. Lord Illidan quiere estar seguro de ello, ya que tiene planes para ti. A Maiev se le desbocó el corazón y la boca se le volvió pastosa. Podía imaginarse con mucha precisión qué clase de planes le tenía reservados el Traidor. La estaban manteniendo con vida y en un buen estado de salud por una razón, que no podía ser nada buena. Illidan pretendía castigarla por el largo tiempo que él había permanecido encerrado en prisión. Intentó no pensar en ello, pues ya se enfrentaría a las torturas cuando tocase. No iba a darles a sus captores la satisfacción de verla asustada.
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—También te está poniendo a prueba —afirmó la celadora, quien esta vez dejó que cierto tono burlón se reflejara en su voz—. No confía en ti. —Dudo mucho que confíe en alguien —replicó Akama—. ¿Acaso lo harías si fueras él? —Nunca sería como él. —Eres más parecida a él de lo que eres capaz de concebir. Eres tan despiadada y obsesiva como él. Sacrificaste a tus amigos sin pensártelo dos veces con tal de alcanzar tu objetivo. Sacrificaste las vidas de todos tus seguidores. Maiev quiso agredirle, pero los barrotes se lo impidieron. Contempló con odio esa cara arrugada y dijo: —No acepto tus juicios de valor, Akama, ya que he aprendido a no confiar en nada de lo que digas. —Puedes justificarte con esa excusa si quieres, pero si rebuscas en lo más hondo de tu corazón, verás que lo que he dicho es cierto. La celadora se aferró a los barrotes como si fuera capaz de doblarlos en cualquier momento y abrirse paso a través de ellos. Akama se echó a reír. —Sigues estando fuerte. Eso es bueno. Vas a necesitar todas tus fuerzas en los próximos días. —No me atemorizas con esas amenazas, viejo. —¿Acaso crees que eso ha sido una amenaza? Reflexiona sobre esto, Maiev Shadowsong: lord Illidan no es el único que tiene planes para ti. —¿Qué quieres decir con eso? —Que yo también tengo los míos. Una vez más, había una cierta ambigüedad en el tono con que hablaba Akama. ¿Acaso se trataba de una amenaza velada o pretendía transmitirle otro tipo de mensaje?
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—No quiero formar parte de ninguna de tus maquinaciones, traidor —respondió Maiev, con la esperanza de poder sonsacarle algo. —Quizá no te quede más remedio antes de que todo esto haya acabado. Akama se volvió y se alejó renqueando. Muy a su pesar, Maiev lamentó verlo marchar, puesto que aquello era lo más parecido a una conversación que había tenido desde que se había despertado encerrada ahí; además, el Tábido, al menos, era alguien conocido. Se preguntó si eso era lo que supuestamente debía pensar, si todo eso formaba parte de algún plan sutil urdido por el Traidor para destrozarla poco a poco. Si lo era, no podía hacer nada al respecto en esos momentos. Lo único que podía hacer era resistir, ser paciente y recuperar fuerzas. Ahora lo único que tenía era tiempo. Juró que hallaría la forma de lograr que el Traidor fuera castigado por todas las muertes que había causado. Y, llegado el momento, Akama también. Había empezado a confeccionar un sortilegio que la ayudaría a atrapar a Illidan, cuya eficacia comprobaría si alguna vez volvía a ser libre.
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CAPÍTULO VIENTIUNO DOS MESES ANTES DE LA CAÍDA
U
n sol inmisericorde resplandecía sobre la tierra reseca de la Península del
Fuego Infernal, evaporando la sangre casi en el mismo momento en que se derramaba. Vandel acabó con el último de los demonios y, acto seguido, se acercó a uno de ellos para arrancarle del ojo la daga con la que lo había matado tras lanzarla de un modo certero. Al echar un vistazo a su alrededor pudo comprobar que habían logrado su objetivo. Lord Illidan se hallaba junto a los palanquines que los demonios habían defendido con suma dureza, con los brazos cruzados y las alas desplegadas al máximo en un gesto triunfal. Había cadáveres de demonios por doquier, a los que los Illidari habían masacrado. A pesar de que el hambriento demonio de Vandel le susurró algo en su mente, no cedió a la tentación de engullir carne de demonios, sino que se encaramó a un enorme peñasco y escrutó el campo de batalla. Hizo un gesto de asentimiento a uno de los miembros de la nueva hornada de cazadores de demonios que se había incorporado a sus filas desde la batalla contra los Nathrezim. En el mes que había transcurrido desde aquello, ya casi habían logrado reemplazar las bajas que habían sufrido en esa gran batalla en el archivo de los Señores del Terror. No obstante, habían perdido más soldados después de aquel combate. A veces, daba la sensación de que en las semanas posteriores nunca habían dejado de luchar, lo cual no era del todo cierto. Había habido un periodo de tiempo en que Illidan se había retirado a su sanctasanctórum para meditar sobre cuál iba a ser su próximo movimiento. Durante días, lo único que habían hecho había sido entrenar y supervisar los avances de 223
los nuevos reclutas. Entonces, el Traidor se había presentado con un nuevo plan y, a partir de ahí, habían pasado casi todo su tiempo llevando a cabo ataques relámpagos contra la Legión Ardiente. Debían de haber luchado en una veintena de batallas. Habían atacado Campamentos Forja en Nagrand y habían tendido emboscadas a convoyes que cruzaban Tormenta Abisal. Una y otra vez habían interceptado a algunas fuerzas que atravesaban la Península del Fuego Infernal. Algunos de los combates habían tenido lugar cerca de los portales que la Legión había abierto en Outland. La lógica de esa estrategia era evidente. Sin duda alguna, los amos de la Legión Ardiente ansiaban vengarse de Illidan. Por tanto, sus incursiones se habían vuelto más numerosas y sus destacamentos eran cada vez más poderosos. Pero eso no había sido todo. También se habían abierto algunos portales nuevos en ciertos lugares de Azeroth que Vandel reconoció: Cuna del Invierno y Azshara. Illidan había insistido en que debían cerrar esas puertas y hacerse con ciertos cristales mágicos que se habían empleado para cerrarlas. Les había dicho que la Legión había estado intentando invadir Azeroth desde Outland y que eso debía parar. No cabía duda de que los demonios estaban planeando otro gran asalto; además, no podían cerrar todas las puertas. El enemigo había establecido unas cabezas de puente inmensas en las Montañas Filospada y en las mismas fronteras de Nagrand. Por lo que Vandel había podido escuchar por casualidad, había más Campamentos Forja que las fuerzas Illidan nunca habían visto y que, tal vez, nunca verían. También estaba claro que lord Illidan estaba buscando algunos materiales para crear algo. Si hubiera tenido que aventurar una hipótesis, Vandel habría afirmado que estaba reuniendo componentes para crear otro portal como el que lo había llevado a Nathreza. Había oído formular esa teoría a algunos de los demás, a aquellos que sabían sobre tales cosas, y parecía tan válida como cualquier otra. A Vandel no le habría sorprendido que hubieran hallado más de esos cristales en los ataúdes metálicos que este destacamento había estado escoltando, así como otros objetos mágicos. Desde el memorable discurso que había dado tras la gran batalla, lord Illidan no había considerado adecuado darles más información sobre cuál era su nuevo plan. Se había limitado a enviarlos aquí y allá para atacar a la Legión; en algunas ocasiones, él mismo había liderado el asalto; otras veces, había dejado que Elarisiel o Vandel 224
asumieran el mando. No había ninguna razón que justificara que Midan los acompañara. A veces, las batallas en las que lideraba el ataque consistían, simplemente, en masacrar a unos cuantos orcos viles que todavía eran leales a la Legión Ardiente; otras veces, no los acompañaba cuando se enfrentaban a un adversario mucho más duro. Corría el rumor de que llevaba a cabo unos rituales muy extraños cuando las estrellas se alineaban del modo adecuado, de que estaba confeccionando un hechizo que los llevaría inevitablemente a la victoria. Allá abajo, Illidan estaba examinando los restos de los palanquines que habían caído en la emboscada. Media docena de sirvientes demoníacos habían portado cada uno de aquellos ataúdes, los cuales yacían ahora entre el polvo del suelo, con sus laterales metálicos perdiendo el lustre. Ante Illidan, un orco vil flotaba en el aire; se trataba de uno de los soldados de la Legión, que se encontraba atrapado por la magia del Traidor. Vandel descendió de esas rocas brincando, saltando de peñasco en peñasco, sorteando precipicios, en los que si hubiera dado el menor paso en falso, habría acabado cayendo al vacío. Aterrizó en el suelo rodando, se puso en pie de un salto y se dirigió hacia lord Midan dando grandes zancadas, hasta colocarse a su lado. —¿Tienes algo de qué informar, acechador nocturno? —preguntó d Traidor, quien, como siempre, parecía saber que Vandel se hallaba ahí sin tener que mirar, lo cual resultaba ahora menos desconcertante, ya que el cazador de demonios sabía cómo se hacía ese truco y era capaz de hacerlo él mismo. —El perímetro está asegurado, señor, y no parece que tengamos que enfrentamos a ninguna amenaza inmediata. —Yo que tú no estaría tan seguro de eso —replicó Illidan. —¿Señor? —Creo que la Legión Ardiente por fin ha deducido qué es lo que estoy haciendo. —¿Cómo es posible que lo hayan averiguado, señor? —Quizá cuenten con espías entre nuestras filas. Solo he encontrado las piedras infernales que busco en uno de estos contenedores. El resto están llenos de rocas.
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—¿Y eso cómo lo sabes? —Usa la vista que obtuviste en el ritual. Vandel se concentró en los cilindros metálicos y, de inmediato, supo a qué se refería su Señor Supremo. Uno de ellos brillaba con la energía que albergaba dentro, como si se hallara repleto de cristales centelleantes. Los demás no brillaban tanto ni por asomo. En su interior, no se hallaba encerrada la energía que Illidan podría utilizar para lo que fuera que tuviera planeado. Como si quisiera demostrar que tenía razón, Illidan se agachó y abrió uno de ellos. Unas gemas relucientes cayeron rodando, así como unas cuantas esquirlas de cristal. Con esa treta, podrían haber engañado a alguien que no poseyera la visión espectral de un cazador de demonios, pero no a alguien capaz de detectar las emanaciones mágicas. —Entonces, ¿crees que se trata de una trampa? —Es posible, o tal vez un mero ardid para atraemos a un lugar distinto mientras el cargamento de verdad sigue otra ruta. Creo que ese tal Alto Señor Kruul del que tanto he oído hablar es más inteligente que los anteriores comandantes de operaciones de la Legión. —¿Quién es? —inquirió Vandel. —Descubrámoslo —respondió Illidan, quien se volvió hacia el orco vil, el cual flotaba en el aire, envuelto en unas cadenas de energía y con un desafiante gesto de desprecio dibujado en el rostro. —Sé quién eres. Traidor. Tienes un apodo muy apropiado. —Si me hubieran dado una pieza de cobre cada vez que he oído eso, podría haber levantado una torre de monedas que llegara hasta la luna más cercana —replicó Illidan—. Ojalá a mis enemigos se les ocurrieran unos sarcasmos más originales. Aunque el orco vil intentó escupir a Illidan, su saliva hirvió y se evaporó en cuanto tocó la cadena de energía. —Háblame sobre el Alto Señor Kruul —le ordenó Illidan—. Quiero saber más sobre su nuevo general.
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—No pienso contarte nada —contestó el orco vil—. No temo de las torturas a las que puedas someterme. —Como desees. Illidan hizo un gesto. De sus manos extendidas surgió una energía mágica que se dirigió a la cabeza del orco vil. Las cadenas brillaron con más intensidad. El orco vil chilló y su espíritu partió dejando solo un cascarón vacío detrás. Vandel fue capaz de percibirlo. Entonces, Illidan dijo: —Háblame sobre el Alto Señor Kruul. El cadáver abrió la boca y se río. —No hace falta que lo haga. Traidor. No hace falta, ya que se aproxima. Pregúntaselo tú mismo. La energía mágica palpitó dentro de los cilindros metálicos, tan visible como la luz ante la visión espectral de Vandel. Se elevó en el aire en espiral, conformando un vórtice resplandeciente. Un instante después, un portal cobró forma allá donde la energía se había fusionado. Una oleada de calor como la que desprende un alto homo atravesó el aire, empujando a los Illidari a retroceder e incinerando el cadáver del orco vil. Una figura enorme emergió de él, flanqueada por dos infernales ardientes. Vandel pensó que le recordaba a un guardia apocalíptico, aunque más grande. Poseía unos cuernos como los tauren y eran tan descomunales como los de un bisonte. Unas alas enormes le tapaban la espalda como una capa. Unas runas amarillas y demoníacas refulgían en los brazales que llevaba. En la mano derecha aferraba una gigantesca espada negra en la que centelleaban unas runas de un color azul pastel. Esa espada era tan grande como para talar un roble de Vallefresno de un solo tajo. —Así que tú eres el que derrotó a Magtheridon —dijo el demonio—. Pues no pareces gran cosa. Su voz resonó atronadora y rudamente por todo el campo de batalla. Dejaba un rastro de llamas cuando caminaba, era como si el mismo suelo no pudiera soportar el roce de esas colosales pezuñas sin entrar en combustión espontánea presa del miedo. 227
Decía mucho sobre la tremenda confianza que tenía en sí mismo Kruul el hecho de que estuviera dispuesto a enfrentarse a un ejército de cazadores de demonios únicamente acompañado de sus escoltas infernales. Al contemplarlo, Vandel concluyó que esa confianza estaba más que justificada, ya que irradiaba poder y unas corrientes de una magia muy potente giraban en tomo a él. —Y tú, por lo que parece, no eres más que otro guardia apocalíptico —replicó Illidan—. ¿Has venido a ver si puedes vengarte por la devastación que ha sufrido el mundo natal de tus hermanos? Kruul estalló en unas carcajadas estentóreas. —Eso estuvo muy bien. Desataste la destrucción contra los destructores. Pero no he venido en busca de venganza, sino que he venido a matarte. Illidan desenvainó sus gujas de guerra. —Otros lo han intentado antes. Te encarcelaré junto a Magtheridon y usaré tu sangre para hacer mi ejército aún más grande. —Mi sangre quemaría a tus patéticas mascotas. Solo conseguirías tener unos caparazones calcinados como siervos. Mientras el gigantesco guardia apocalíptico hablaba, más y más infernales surgían en tropel del portal, cuya piel ardía y desprendía un calor abrasador. Daba la impresión de que en presencia de Kruul se volvían más fuertes. Vandel percibió que los Illidari se estaban colocando en posición en las colinas que los rodeaban. Estaban preparados para atacar. —He hecho un mapa con los portales que han estado abriendo — aseveró Illidan—. Han estado muy ocupados. Ironforge, la ciudad de Stormwind, Orgrimmar, Silithus, las Tierras de la Peste. Pretenden invadir Azeroth una vez más, ¿verdad? El Alto Señor Kruul le mostró levemente sus descomunales dientes. —Y yo he estudiado cómo has atacado a nuestras fuerzas y he visto un patrón claro: pretendes construir otro portal, ¿verdad? Ah, pero la cuestión es saber adónde llevará. Me he enterado de las bravuconadas que has soltado. ¿Es posible que de verdad estés tan loco como para ir en busca de Argus?
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—Tal vez deberíamos hablar al respecto en cuanto te halles prisionero en la Ciudadela del Fuego Infernal. —Me temo que el tiempo de hablar ya se ha agotado. Mientras hablaba Kruul, un colosal can del Núcleo emergió del portal. Su piel roja estaba envuelta en llamas y dos cabezas sobresalían de sus gigantescos hombros. Las mandíbulas de un can manáfago palidecían en comparación con esas monstruosas fauces. Sus amplios hombros y extremidades delanteras estaban protegidos con una armadura metálica. Saltó para atacar al mismo tiempo que Kruul lanzaba un rayo de energía oscura a Illidan. El Señor de Outland dio un brinco y esquivó la descarga, que impactó contra las piedras situadas detrás de donde había estado, las cuales se deshicieron, como si acabaran de sufrir un millón de años de erosión en solo un instante. Vandel se encontró cara a cara con la demoníaca mascota de Kruul. Tenía las fauces abiertas y la lava burbujeaba dentro de ellas. Los infernales avanzaron pesadamente hacia él. Vandel saltó por encima del can del Núcleo. Aunque rozó fugazmente con los pies esa caliente armadura metálica, logró elevarse lo suficiente en el aire antes de que se pudiera quemar. Simultáneamente, lanzó una descarga de energía vil contra el demonio y le acertó a una de sus dos cabezas, que profirió un breve grito. La piel de esa cosa se oscureció en el punto del impacto y se fue pudriendo. Desde las laderas, una docena de cazadores demoníacos se sumaron a la refriega, lanzando una lluvia de energía vil que cayó sobre la piel del can del Núcleo y sobre los infernales, a los cuales extrajeron toda su fuerza vital. Kruul hendió el aire con su espada e invocó todo su poder, desatando una salva de energía sombría. Una tormenta de rayos cayó sobre los cazadores demoníacos. Algunos cayeron heridos. Otros se desplomaron fulminados. Daba la impresión de que Kruul se hinchaba de una manera bastante visible mientras se daba un festín con sus muertes. Tras él, el gigantesco portal todavía relucía. Vandel saltó lo máximo posible, desenvainó sus dagas y aterrizó sobre la espalda del can demoníaco. Sintió una punzada de dolor allá donde su piel entró en contacto con la carne ardiente de la criatura. Apuntó a un punto flaco de la armadura y clavó sus hojas ahí. Oyó un satisfactorio crujido en cuanto las puntas atravesaron esas 229
escamas. Un icor fundido manó a raudales, abrasándole la piel al cazador de demonios, quien se alejó de esa bestia de un brinco y rodó hacia un lado, evitando así por muy poco que un gigantesco infernal lo aplastara de un pisotón. Se colocó entre las piernas del demonio, ignorando ese calor abrasador, y se fue acercando a Kruul. El guardia apocalíptico no le hizo ningún caso, pues toda su atención se hallaba centrada en Illidan. Unas energías mágicas orbitaban alrededor del Señor de Outland y se fusionaban en un estallido de poder cuando las invocaba. Más y más cazadores de demonios surgieron de la ladera de la colina y se acercaron dispuestos a enfrentarse a los infernales y al can del Núcleo. Algunos de ellos incluso se atrevieron a correr hacia el mismo Kruul y desafiarlo. El Alto Señor flexionó las alas y, al instante, se oyó un estruendo similar al del trueno. Los que se hallaban más cerca del demonio fueron zarandeados hacia atrás y sus movimientos se ralentizaron, lo cual era fatal para unos combatientes que dependían tanto de su movilidad, pues así eran vulnerables. Kruul partió en dos a un atacante con su monstruosa espada. La sangre del cazador de demonios se esfumó como si las runas de la hoja la hubieran absorbido; de inmediato, Kruul se hizo visiblemente más fuerte y creció. El demonio que se hallaba dentro de Vandel se estremeció al contemplar tanta muerte. Ansiaba alimentarse del mismo modo que se alimentaba Kruul. Vandel volcó toda su ira en otra salva de energía vil que lanzó contra el Alto Señor. Esas energías mágicas astillaron el aura que protegía al señor demoníaco, fuera cual fuese esta. Kruul alzó su espada, señaló a Illidan y lanzó otra descarga titánica de energía sombría contra su oponente. El Señor de Outland lo desvió con un contrahechizo. Vandel oyó un gruñido grave a sus espaldas que le indicó que el can del Núcleo había regresado en busca de más presas. Se giró para encararse con él. La mitad de una de sus cabezas se encontraba desgarrada. Un icor fundido manaba de la media docena de heridas que tenía en un costado. No obstante, la antinatural fuerza vital de esa criatura hacía que siguiera moviéndose. Se abalanzó sobre él, con la boca muy abierta, con unas llamas danzando alrededor de sus dientes. El cazador de demonios saltó hacia el can. Sus armas alcanzaron su objetivo, atravesando un ojo de cada cabeza. Después, se alejó de la criatura y se colocó en su lado ciego. Tras lo cual, se movió con rapidez para
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mantenerse fuera de su vista. El monstruo parcialmente ciego se giró. Olisqueó el aire y se le dilataron las fosas nasales mientras intentaba dar con él. Furioso, Kruul se abrió paso violentamente entre los cazadores de demonios, los cuales hicieron todo lo posible por esquivar esa espada; sin embargo, dos más cayeron bajo esa hoja. Además, sus ataques no parecían hacer ninguna mella en él, eran como meras picaduras de mosquito. El can del Núcleo enterró el hocico en el suelo y siguió olfateando. Entonces, se movió en dirección hacia Vandel, quien lo atacó con una descarga de energía vil y mantuvo ese rayo enfocado sobre la criatura, extrayéndole toda su fuerza vital. Súbitamente, se produjo en el aire una titánica explosión de energía, ya que Illidan por fin había lanzado el encantamiento que había estado confeccionando. La enorme salva de fuego infernal alcanzó de lleno a Kruul y este acabó en el suelo. —¡No! ¡Esto es imposible! La atronadora voz del Alto Señor reverberó por todo el campo de batalla. Sus palabras estaban teñidas de dolor. Tenía un agujero colosal en la coraza de la armadura allá donde la descarga la había alcanzado. Un humo tóxico emergía de ese agujero y la carne de la herida palpitaba ahí dentro. Kruul se levantó y saltó hacia el luminoso portal, que se cerró tras él. Vandel apuñaló al can demoníaco en el pecho y le enterró su arma en el corazón. Los escoltas infernales se derrumbaron y quedaron reducidos a un mero montón de rocas.
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Los Illidari recogieron a los heridos y a los muertos y se prepararon para abandonar el campo de batalla. Illidan examinó los restos de aquella carnicería. No cabía duda de que Kruul era muy fuerte y había sido muy astuto. Esa trampa había sido preparada con sumo cuidado y habían podido escapar de ella únicamente gracias a que Kruul había subestimado el poder de Illidan.
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Que la nueva invasión de Azeroth se iniciara era una mera cuestión de tiempo. Tal vez eso fuera para bien, ya que así la Legión estaría distraída mientras el Señor de Outland remataba sus planes. Le inquietaba que Kruul hubiera mencionado que sabía que planeaba dar con Argus. No debería haber alardeado de ello antes de haber estado preparado para atacar. En ese aspecto, había cometido un error. Se había dejado llevar por el júbilo del triunfo y no había pensado con claridad. Asimismo, tenía la impresión de que ahí había más de lo que parecía a simple vista. Algo se le estaba pasando por alto y esa sensación lo reconcomía por dentro. Había llegado el momento de volver al Templo Oscuro y completar los preparativos lo más rápido posible. El tiempo se agotaba y no podía permitirse el lujo de que ahora las cosas se torcieran.
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CAPÍTULO VIENTIDÓS DOS MESES ANTES DE LA CAÍDA
V
andel se encontraba agachado detrás de los arbustos del jardín del placer,
para que no lo vieran los elfos de sangre, quienes se reían y bebían a tragos etermiel en vasos de precipitados de cristal. Uno de esos jóvenes tenía a una cortesana bajo cada brazo, a las que besaba sucesivamente. Otra flexionaba un pequeño látigo imitando a los súcubos del Cubil de las Delicias Mortales. Una hermosa y alta muchacha sin’dorei tocaba un laúd de siete cuerdas e improvisaba unos versos acerca de un orco vil jefe y un guardia apocalíptico que no los dejaban en muy buen lugar. El Gran Paseo parecía hallarse a un mundo de distancia de esa guerra sin fin que tenía lugar más allá del Templo Oscuro. Esa era una de las razones por las que Vandel había decidido entrar a hurtadillas ahí esa noche. Los recintos de la parte interior del templo eran totalmente distintos al resto de la gran fortaleza, que tenía un aspecto severamente marcial. Estas estancias habían sido diseñadas Para que los seguidores elfos de sangre de Illidan pudieran relajarse. El paseo era tanto un refugio como una recompensa para esos elfos de sangre que habían seguido siendo leales a Illidan después de la desaparición de Kael’thas. Ese grupo de parranderos se hallaba tendido sobre el cuidado césped, donde unas muchachas ataviadas con unos vestidos de seda sostenían unos bocaditos de mantarraya a unos dedos de distancia de los labios de los varones. Si bien a los cazadores de demonios nunca se les había prohibido entrar en el Templo Oscuro, tampoco se les había invitado a hacerlo. Estos se mantenían apartados del resto de las fuerzas Illidari, así como de sus parientes elfos de sangre, los orcos y los
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draenei y los demonios. Nadie iba a visitarlos a las ruinas de Karabor si podía evitarlo y ellos no se relacionaban con nadie. Sin embargo, había momentos en que Vandel quería alejarse de sus colegas cazadores de demonios. Le gustaba perfeccionar sus habilidades realizando el ejercicio de esquivar la vigilancia de los centinelas del templo y entrar sigilosamente en los recintos impíos de aquel lugar. Se había encaramado a las grandes cadenas del Santuario de las Sombras y había contemplado asombrado esas enormes estatuas que destacaban en aquel lugar. Los guardianes sátiros habían huido acobardados al verlo, como si hubieran percibido que ansiaba su carne. Había recorrido raudo y veloz los recintos envueltos de penumbra por los que pululaban los orcos de la Vigilia de Sanguino y había eludido la mirada de incluso los más alerta del clan Sombraluna. Había inspeccionado esas forjas mágicas y sido testigo de cómo esos hechiceros dotaban de vida a los huesos de los muertos. Había escrutado la vasta zona de entrenamientos donde los demonios se reunían y formaban y los orcos Dragonmaw adiestraban a sus dragones entre gigantescas máquinas de guerra. Había trepado por las almenas y había contemplado las llanuras que llevaban a la Jaula de la Celadora; el lugar donde Maiev Shadowsong se encontraba prisionera. Pero el Gran Paseo era el sitio que más le gustaba. Las fuentes tintineaban. El ruido del discurrir del agua fue lo primero que lo atrajo, así como el aroma de las plantas, algunas de las cuales le resultaban familiares, pues procedían de los bosques de Vallefresno. Todo aquello le recordaba a su hogar, al elfo de la noche que había sido antaño. Era un dulce tormento, pues le traía recuerdos de su familia. Había momentos en que eso le calmaba, podía coger una flor, olería y recordar esos tiempos en que volvía Con ramos para su esposa cuando estaba embarazada de Khariel. En otras ocasiones, eso hacía estremecerse al demonio que anidaba en él y alimentaba su furia vengativa. Esta noche, le hacía envidiar las risas pecaminosas de esos retozones elfos de sangre. Extendió un brazo entre los matorrales y cogió una botella de etermiel de un cesto. Los parranderos estaban demasiado centrados unos en otros como para reparar en
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su presencia. La descorchó y le dio un sorbo. Notó un cosquilleo en la lengua y, por un instante, se sintió muy relajado. Durante un breve instante, se preguntó si el demonio le había animado a obrar así, pero esta noche eso le daba igual. Esta noche quería recordar cosas que no tuvieran nada que ver con las batallas de las últimas semanas ni con los rumores de que la Legión Ardiente estaba reuniendo a sus fuerzas para lanzar una nueva ofensiva. Captó el aroma a almizcle de los súcubos que el caluroso viento nocturno arrastraba desde los bancales inferiores. Se le hizo la boca agua. El ansia de matar iba creciendo en su fuero interno. Por mucho que esos demonios estuvieran sometidos, por mucho que hubieran jurado servir a Illidan y aunque pudieran ser unos aliados, para él seguían siendo unos enemigos, seguían siendo unas presas. Por el sendero que discurría cerca de esos parranderos, se acercaba Akama caminando fatigosamente. El Tábido, que venía de la cámara del consejo, cruzó el jardín en dirección a las profundidades del templo. Sin lugar a dudas, volvía de alguna reunión celebrada a altas horas de la noche con el propio Illidan. Llevaba la cabeza gacha, tenía la mirada perdida e iba encorvado, como si soportara un gran peso sobre los hombros. Uno de los elfos de sangre alzó la cabeza y gritó: —¡Acércate, viejo Tábido, toma una copa con nosotros! Una de las muchachas se rio de manera nerviosa. —Oh, Luzen. Es tan feo. —Cualquiera es feo si se compara contigo, Alesha. ¡Eh, viejo Tábido, deja de cojear por un momento y bebe con nosotros! ¡Maldita sea, Alesha! ¿Dónde está la botella de etermiel? ¿Te la has metido entre pecho y espalda mientras no miraba? Vandel alzó la botella hacia el elfo de sangre a modo de brindis burlón. Estaba tan sumido en las sombras que nadie podía verlo. El renqueante Akama siguió caminando. —Eh, viejo monstruo, ¿acaso nos consideras indignos y no quieres que te vean bebiendo con nosotros? —insistió Luzen, en cuya voz había cierta ira. Daba la impresión de que estaba dispuesto a reaccionar de un modo violento. 235
Akama se detuvo. Giró la cabeza y contempló a aquel grupo de elfos de sangre. No dijo nada. Todos los presentes fueron capaces de percibir el gran poder que bullía dentro de él. Dejó de ser un viejo y fatigado Tábido y se transformó en algo enorme, poderoso y terrible, en algo de lo que no podía burlarse un grupo de estetas sin’dorei. El velo de la amenaza cubrió la noche y los elfos de sangre se quedaron paralizados como unos conejos cuando ven la sombra de un búho. Por un momento, reinó el silencio y una gran tensión, que presagiaba un estallido de violencia, dominó el ambiente. Entonces, Akama se encogió de hombros, sonrió y los bendijo con una mano, como un viejo sacerdote senil bendeciría a un grupo de niños. Después de eso, los elfos de sangre permanecieron en silencio durante un largo rato. Vandel se escabulló mientras reflexionaba acerca de Akama y sus tristezas secretas.
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Akama tomó el sendero del jardín que llevaba al Santuario de las Sombras y, cuando pasó por el refectorio, tuvo que contener las ganas de apresurar el paso dando zancadas. Como le ocurría siempre que pasaba por aquel lugar espantoso una terrible sensación de terror lo dominó por entero. No quería ni mirar a esa cosa que sabía de Ceniza. Se trataba de una parte de él; era toda la oscuridad de su alma, así como una gran parte de su orgullo, ambición y fuerza de voluntad. La estaban alimentando con unas perversas energías mágicas y, si la liberaban, lo devoraría por completo y caminaría por el mundo portando su cuerpo. Esa cosa del refectorio se lo comería por dentro y utilizaría su voz para arrastrar a sus seguidores a las tinieblas. Muchos de ellos ya estaban recorriendo ese camino, pues eran más leales a Illidan que a los ideales de su propio pueblo. El pueblo de los Tábidos; qué acertados habían estado al darles ese nombre en su día. Los demonios habían quebrado el espíritu de todos ellos hasta tal punto que, prácticamente, ya no había vuelta atrás. Se habían acostumbrado tanto a dejarse llevar que seguirían a cualquier líder fuerte, y no había nadie más fuerte que el Traidor. Algunos miembros de su pueblo reaccionaban ante su amo como unos esclavos reaccionaban ante el látigo. Obedecían rápidamente, sin cuestionar nada, con total 236
obediencia. Habían perdido completamente la capacidad de pensar por sí mismos y eran capaces de realizar cualquier acto siniestro que se les ordenara, trasladando toda culpa y responsabilidad a aquel que había dado las órdenes. Akama contempló a los sátiros y demás demonios que profanaban lo que antaño había sido el lugar más sagrado de su pueblo, lo cual provocó que le entraran ganas de llorar, al igual que cuando había visto a esos arrogantes elfos de sangre retozando en lo que en su día había sido el hermoso jardín del templo, había querido gritar de furia. Lo que le había ocurrido al Templo de Karabor era un reflejo de lo que les había pasado a los draenei. Todo lo malo que les había sucedido jamás tenía su origen ahí, así como en todo ese séquito tenebroso que seguía a Illidan. Los demonios triunfales que se pavoneaban por el santuario se mofaban de él al pasar. Sabían lo que le habían hecho. Lo miraban y únicamente veían a un Tábido decrépito sometido a la misma voluntad monstruosa que los había subyugado a ellos. Veían lo que él quería que vieran. No podían ver el interior de las cámaras secretas de su mente, donde sus pensamientos seguían siendo del todo suyos. Los mantenía escudados incluso cuando dormía. Ni siquiera Illidan era capaz de ver lo que había en esas zonas tan protegidas. Al menos, eso era lo que se decía a sí mismo. Había veces en que se preguntaba si también lo había engañado con ese conjuro con el que lo había dominado. Tal vez el hechizo le permitía tener esos espejismos de libertad para lograr que se sometiera de un modo más sereno. Tal vez Akama se parecía más a su gente de lo que creía. Tal vez fuera, después de todo, el líder perfecto para un pueblo corrupto y extenuado. No. Se acercaba el día en que se volvería en contra de Illidan; eso era tan inevitable como que el sol se alzara cada día sobre Outland. Tenía que creerlo. Se valdría de esa red secreta de agentes que había ido tejiendo delante de las narices del propio Traidor. Hallaría nuevos aliados a los que utilizaría para oponerse a la voluntad de Illidan. El Traidor se arrepentiría de haber estado demasiado sumido en sus demenciales maquinaciones como para prestar atención a su humilde siervo Tábido. Akama apretó los dientes. Iba a hacer que Illidan pagara con creces por lo que le había hecho a las almas de los Tábidos en la Mano de Gul’dan. El Señor de Outland iba a tener razones más que de sobra para lamentar que le hubiera perdonado la vida a Maiev Shadowsong.
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Akama se detuvo y dejó de apretar los puños. Abrió la boca. Se cercioró de que una vez más pareciera un humilde y sumiso Tábido. El vacío que había en su alma se burló de él. Tal vez le estaban permitiendo que hiciera todas esas cosas. Tal vez él fuera el cebo que utilizaban para que picaran todos aquellos en los que Illidan no podía confiar. El señuelo que arrastraría a los enemigos de Illidan a una trampa, como ya había sucedido con Maiev. Inspiró hondo a través de esas fosas nasales tan planas y exhaló, tal y como le habían enseñado a hacer cuando solo era un novicio en el Templo de Karabor. Se acordó de cuando aquel lugar había sido un refugio de paz y pureza, un santuario para los enfermos y los débiles. Ese pensamiento lo serenó por un momento, pero entonces vio su propia sombra deforme proyectada sobre la pared. Ahora estaba tan destrozado como el templo y se preguntó si alguno de los dos algún día podría volver a ser lo que había sido antaño. Yo te maldigo, Illidan. Te maldigo a ti y a todas tus maquinaciones. ¿Qué es lo que tramas ahora?
***
El Sumo Abisálico Zerevor sostenía el Sello de Argus. Le daba vueltas una y otra vez en esas manos enfundadas en unos guanteletes de plata. La corona de plata del elfo de sangre relucía mientras ladeaba la cabeza. En unos ojos que parecían unos charcos de luz verde vil, brilló la chispa de la curiosidad. —Entiendo por qué has buscado esto durante tanto tiempo, señor. Debería permitirte hallar lo que estás buscando, ya que es una brújula que te permitirá dar con Argus. Illidan abrió súbitamente las alas, y acto seguido volvieron a reposar sobre sus hombros. A continuación, replicó con una cierta ironía que dejó translucir: —¿De veras? ¿Estás seguro? Zerevor se estremeció al captar el tono burlón de esa pregunta.
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—Tan seguro como lo puede estar siempre cualquiera cuando se trata de la magia de la Legión Ardiente. Las carcajadas de lady Malande tintinearon por toda la cámara del consejo. —Y, como siempre, intentas curarte en salud por si cometes un error, Zerevor. Gathios el Devastador, que resplandecía con esa reluciente armadura de paladín, abrió la boca como si fuera a decir algo, pero la acabó cerrando. Rara vez hablaba cuando no se trataban asuntos bélicos. Pero sí que intercambió una mirada de complicidad con Veras Darkshadow. El esbelto asesino sonrió a su vez. ¿Acaso habían estado conspirando contra sus compañeros de nuevo? Presa de la impaciencia, Illidan cerró el puño. —Deja que acabe, Malande. La hermosa sacerdotisa lo miró, dolida. Gracias a su belleza había logrado manipular a muchos elfos, por lo cual parecía considerar que la indiferencia con la que la trataba el Señor de Outland era todo un desafío. Una sonrisa gélida cobró forma de manera fugaz en el semblante de Zerevor. —Podríamos utilizarlo para que nos guíe a través de la red de portales y puertas de la Legión Ardiente. Podría llevamos hasta Kil’jaeden y la legendaria Argus. —Eso ya lo sé —replicó Illidan—. Eso es algo que siempre se ha sabido. ¿Por qué has sacado ahora este tema a colación? ¿Qué pretendes? El Sumo Abisálico contempló el esquema extendido sobre la mesa de caballete. Representaba la obra maestra de Illidan, pero sin duda alguna había algo en él que preocupaba a Zerevor. —Podríamos utilizar sus propios portales para llegar a Argus. No hace falta construir una nueva puerta, señor. Sí, es una obra digna de un genio, pero ¿para qué reinventar la rueda? Bastaría con hacerle una modificación muy sencilla a tu hechizo para que pudieras valerte del sistema de portales de la Legión. —Porque si utilizamos la red de la Legión, tendremos que cruzar múltiples portales, dando así la oportunidad a los demonios de bloquear nuestro avance en cada paso del camino. Este portal nos llevará a Argus de un solo salto. Nos permitirá atacar 239
por sorpresa. Nos permitirá establecer unas líneas de comunicación cortas que se podrán mantener con suma facilidad. Los otros tres consejeros asintieron como si estuvieran de acuerdo con todas y cada una de esas palabras. Sin embargo, Zerevor siguió insistiendo: —Siempre que el plan funcione, señor. Estás corriendo un riesgo tremendo. Necesitaremos una cantidad de energía necesaria inconcebible, como nunca antes hemos empleado. ¿No sería más sencillo aprovechar lo que ya existe? —Sería más sencillo, pero mucho más peligroso. La Legión nos supera en número varias miles de veces. Aunque sus fuerzas están dispersas, si les damos tiempo para reagruparse nos aplastarán. Zerevor sostuvo el sello a la altura de sus ojos, como si así pudiera ocultar su expresión ante las percepciones de Illidan. —Pero intentar abrir este portal podría suponer que este mundo acabara devastado de nuevo, al igual que Ner’zhul devastó Draenor. Si el conjuro no se lanza de un modo perfecto, si se comete algún error en los cálculos... Illidan extendió un brazo y le arrebató el sello. —No hay ningún error en los cálculos y el hechizo se lanzará de una manera perfecta, porque lo haré yo mismo. —¿Y si te equivocas, señor? —Yo no me equivoco. Illidan centró su atención por entero en el consejero. Se cernió sobre él amenazadoramente, haciéndole sentir la brisa que desprendí día al batir las alas lentamente. Zerevor miró para otro lado, se le hundieron los hombros y levantó ambas manos con las palmas hacia fuera. —No lo dudo, señor. No lo dudo. Entonces, el Sumo Abisálico palideció y unas gotas de sudor le perlaron la frente. Cerró los ojos y frunció el ceño mientras se concentraba. 240
—¿Qué ocurre? —inquirió Illidan. —Los hechizos de protección que coloqué sobre el Portal Oscuro se acaban de activar. El portal se encuentra totalmente operativo. Alguien ha abierto una puerta tan grande entre Outland y Azeroth que un ejército entero podría cruzarla. Y al parecer, eso es precisamente lo que está ocurriendo.
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CAPÍTULO VIENTITRÉS DOS MESES ANTES DE LA CAÍDA
D
esde la cresta de la montaña, tenían una vista perfecta del Portal Oscuro
que les permitía contemplar un panorama desolador, o eso pensó Vandel. El portal a Azeroth refulgía de un modo siniestro dentro de ese gran arco, al que se llegaba por las titánicas escaleras de los Peldaños del Destino. No obstante, el portal en sí no era lo más desesperanzados sino el ejército que lo rodeaba. Desde la confrontación con el Alto Señor Kruul, la Legión Ardiente había enviado sus fuerzas a Outland a tal velocidad que era imposible contenerlas. La mayoría de ellas parecían hallarse ahí abajo en esos momentos, tanto en el valle como a lo largo del camino que llevaba hasta el Portal Oscuro. Miles de demonios y decenas de miles de sus adoradores se encontraban acampados en ese lugar. Había venido desde decenas y decenas de portales, que se habían abierto simultáneamente en tal cantidad que no todos habían podido cerrarse. Daba la impresión de que intentaba demostrar a lord Illidan que sus planes de oponerse a ellos eran totalmente fútiles. Más y más tropas de la Legión marchaban por el camino que llevaba de la Marisma de Zangar a la Península del Fuego Infernal. Las fuerzas de la Legión avanzaban con un terrible objetivo en mente, que solo podía ser invadir de nuevo Azeroth. La puerta que llevaba a su mundo natal volvía a estar abierta y los destacamentos de la Legión llevaban días cruzándola. Eran tantos y a la vez tan pocos. Todos esos soldados y demonios y máquinas de guerra de allá abajo resultaban muy imponentes, pero como podía recordar la visión que había tenido durante el ritual de transformación, Vandel era consciente de que solo era una diminuta fracción del gran ejército de la Legión Ardiente. 242
Cada día llegaban más y más. Intentó imaginarse la inconcebible distancia que debían de haber recorrido para llegar hasta ese lugar, los vastos abismos entre mundos que debían de haber cruzado, pero le resultaba imposible. El Portal Oscuro era ya bastante sobrecogedor de por sí. Los dos gigantes de piedra vestidos con túnicas situados a ambos lados de ese arco titánico le recordaron a unas esculturas similares que había en el interior del Templo Oscuro; además, se apoyaban en unas espadas lo bastante grandes como para derribar las murallas de la ciudad de Stormwind. Unas luces refulgían dentro del portal, brillando como unas estrellas atrapadas. Otro convoy avanzaba por el camino para entregar su cargamento de soldados y municiones al vasto campamento que se hallaba bajo la sombra del portal. Los Illidari habían intentado impedir que llegaran más convoyes. A pesar de que les habían tendido emboscadas y los habían atacado de formas mucho más directas, todo había sido en vano. Sus enemigos eran demasiado numerosos y demasiado poderosos; además, estaban desperdiciando recursos que necesitarían para defender el Templo Oscuro cuando se produjera el ataque final. Esa bravuconada que Illidan había lanzado en la que afirmaba que llevaría la guerra a Kil’jaeden parecía ahora muy absurda, no sonaba más amenazadora que lo que le parecería a un soldado veterano un crío ataviado con la armadura de su padre que blandía la espada de su progenitor. Vandel contempló los rostros de la gente que había a su alrededor, Illidan tenía una mueca burlona dibujada en la cara, como si todo ese vasto ejército no se mereciera siquiera su desdén. Jace Darkweaver arqueó una ceja de un modo burlón, pero en cuanto la bajó, un gesto ceñudo de preocupación se quedó grabado en su rostro. Una amplia y demencial sonrisa, que obligaba a estirarse al máximo los hilos con los que tenía cosidos los labios, dominaba el semblante de Aguja. Elarisiel parecía hallarse francamente asustada y Vandel se preguntó si el demonio de su compañera se estaba haciendo con el control de su mente y manipulándola. Su propio demonio se sentía tremendamente satisfecho. Esa demostración de fuerza de la Legión Ardiente le agradaba. Ese poderoso ejército de allá le daría la bienvenida. Podría sumarse a sus invencibles filas en cualquier momento y podría jugar con mundos enteros hasta que el universo quedara reducido a ruinas y renaciera.
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¿Por qué estamos aquí?, se preguntó Vandel. ¿Acaso Illidan los había traído hasta ahí simplemente para que se deprimieran? No, eso no era propio de él. Debía de tener un propósito en mente. Parecía hallarse muy absorto, como si estuviera esperando a que ocurriera algo. Al mirar a la puerta, Vandel creyó entender qué sucedía, puesto que nunca la había visto con el aspecto que tenía hoy. Vandel se acordó de lo que el Traidor le había hecho al portal de Nathreza. Tal vez planeaba hacer lo mismo ahí; lanzar un ataque suicida contra la puerta y un hechizo de destrucción para hacer que explotara, de tal manera que todo ese ejército de allá abajo desaparecería. Pero también perecerían los cazadores de demonios; además, la Legión Ardiente siempre podría reunir más tropas. ¿Quién quedaría para oponerse a ella si las fuerzas de Illidan yacían en unas tumbas? ¿Por qué quieres oponerte a ella?, le susurró ese demonio que se hallaba dentro de él. ¿Por qué lo intentas siquiera? Perteneces a ella. Siempre lo has hecho. Mientras ese pensamiento cobraba forma en su mente, el flujo de poder alrededor de la puerta se incrementó por mil. Unas tropas procedentes de Azeroth surgieron del portal, en las que se mezclaban orcos y humanos, elfos de la noche y elfos de sangre. Unos grifos surcaron el cielo por encima de la puerta, acompañados de unos dracoleones. Los conjuros brillaron en el aire. Las armas mágicas horadaron la piel demoníaca. A pesar de que un pelotón de guardias viles intentó bloquear los Peldaños del Destino, un orco enorme armado con un gigantesco martillo se abrió paso entre ellos de un modo muy violento. Detrás de él avanzaba un humano que portaba un escudo y le cubría las espaldas. Resultaba increíble ver a toda esa gente tan dispar luchando unida. Sin lugar a dudas, la amenaza que suponían las fuerzas de Kruul había contribuido decisivamente a que decidieran colaborar. Daba la sensación de que la Alianza y la Horda estaban invadiendo juntas Outland. En cuanto la avanzadilla de los héroes cruzó el portal, siguieron emergiendo más y más tropas, que marchaban en grupos muy compactos con intención de asegurar el perímetro.
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Un colosal guardia de cólera enfundado en una reluciente armadura atravesó una de las líneas humanas, con un hacha descomunal en cada mano. Pero una compañía de orcos corrió a interceptarlo. Un relámpago crepitó y el guardia de cólera se detuvo por un momento. Los orcos acabaron con él. Más y más tropas de Azeroth cruzaron la puerta. A pesar de que sufrían muchas bajas, seguían luchando. Por cada humano u orco o trol que caía, otro ocupaba su lugar. Debe de haber un ejército enorme reunido al otro lado del Portal Oscuro, pensó Vandel, quien en ese momento recordó el tamaño del ejército de la Legión que había llegado hasta ahí. Todos los reinos de la Alianza y todos los dominios de la Horda debían de haberse quedado sin un solo combatiente. Las fuerzas de un mundo entero se habían unido para enfrentarse a la Legión Ardiente. Lo único que podía hacer Vandel era rezar para que eso fuera suficiente. En el centro del campamento de la Legión pudo distinguir al Alto Señor Kruul vociferando órdenes a sus tropas. ¿El combate lo deleitaba o se arrepentía de haber alborotado ese avispero? Illidan se acuclilló por un instante, con las alas extendidas al máximo, y ladeó la cabeza. Una expresión de desconcierto apareció fugazmente en su semblante. —¿Kruul esperaba esto? ¿Lo deseaba? Hizo esa pregunta en voz baja, como si estuviera hablando consigo mismo. —¿Para qué querría provocar un ataque simultáneo de la Horda y la Alianza? — inquirió Vandel. Illidan, que seguía con la mirada clavada en la batalla, respondió: —Tal vez para que Azeroth quedara desprotegida. Para alejarlos de su hogar, del terreno que mejor conocen, para llevarlos a un lugar donde puedan ser más fácilmente destruidos. —¿Acaso crees que se trata de una trampa, lord Illidan? —Tiene toda la pinta de serlo. La cuestión es quién es la presa. Hay algo aquí que me escama.
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Vandel comprendía esa sensación perfectamente. La satisfacción que sentía su propio demonio lo inquietaba. ¿Acaso estaba reaccionando de algún modo a algo que percibía en esa situación? Si Vandel se hallaba muy intranquilo, Illidan debía de sentirse mucho más desasosegado, puesto que era mucho más poderoso y estaba aún más curtido en estas lides. Por un momento, Vandel sintió algo muy parecido a la culpa. Al ver cómo ese contingente de combatientes elfos de la noche arremetía violentamente contra esa línea de la Legión Ardiente pensó que debería estar ahí abajo, luchando con ellos. Al fin y al cabo, era un cazador de demonios y allá abajo se encontraba el mayor ejército de demonios jamás reunido. Pero ¿qué dirían los kaldorei cuando lo vieran tatuado con las marcas de Illidan, su antiguo enemigo? No lo recibirían con los brazos abiertos como un amigo y compañero, sino que, probablemente, lo confundirían con uno de esos demonios contra los que luchaban. Se preguntó si habría algún conocido con ese destacamento y si iba a tener que bajar ahí a matarlo. No estaba seguro de qué haría si Illidan diera esa orden. A pesar de que era un cazador de demonios leal al Traidor, esta guerra era contra la Legión Ardiente, no contra esa gente que antaño habían sido sus hermanos. Él no era su enemigo, aunque ellos pudieran creer que sí. ¿Qué haría entonces? La respuesta era muy sencilla. Si se lo ordenaban, lucharía. Si los kaldorei lo atacaban, lo matarían. En cualquier otro caso, intentaría evitarlos. Más y más soldados descendieron por los Peldaños del Destino, cual avalancha de carne protegida por el metal de las armaduras. Un maremoto de violencia que se lo llevaba todo por delante. Por un instante dio la impresión de que el campamento de la Legión Ardiente podría ser arrasado. Entonces, el Alto Señor Kruul se sumó a la batalla y la ofensiva se detuvo. Paso a paso, los ejércitos de Azeroth se vieron obligados a retroceder por las escaleras. La melé era brutal y letal. No había espacio para agacharse o confeccionar hechizos, solo para intercambiar salvaje y rápidamente conjuros o golpes en medio de esa muchedumbre tan compacta.
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Paso a paso, la Legión fue empujando a las fuerzas enemigas y subiendo por las escaleras. Al final, ambos ejércitos alcanzaron un punto de equilibrio, en el que ninguno era capaz de avanzar o retroceder ni un solo paso mientras el combate proseguía con la misma furia que antes. Cuando la batalla se hallaba en un equilibrio precario, surgió una nueva amenaza para las fuerzas de Azeroth. Un destacamento formado por guardias viles, Señores del Terror, guardias apocalípticos y guardias de cólera se habían reunido en el extremo más alejado del campamento de la Legión y desplazándose luego por las colinas de allá abajo, sin que los que participaban en la batalla principal pudieran verlos en ningún momento. El mismo Alto Señor Kruul lo lideraba, flanqueado por sus canes del Núcleo. Su intención era clara, romper las líneas de las tropas de Azeroth al sorprenderlas por el flanco. Vandel no estaba seguro de cómo iban a hacer eso las fuerzas de Kruul. Tal vez los guardas apocalípticos pretendían volar hasta uno de los laterales de los Peldaños del Destino. También podrían usar sus alas algunos de sus otros esbirros, aunque quizá así perdieran el factor sorpresa. Lo más probable es que pretendieran mantenerse ocultos cerca de ese flanco empinado hasta que lanzaran el ataque. Podían usar portales mágicos para traer al resto del destacamento. Illidan también se había percatado de ello. —Si esos demonios logran que caiga el flanco orco, entonces la batalla estará perdida y los invasores serán enviados de vuelta a Azeroth; además, gran parte de su ejército se quedará aislado y será destruido. Hablaba con un tono meditabundo, como si estuviera sopesando las diversas posibilidades una y otra vez, examinándolas con sumo detenimiento para ver cuál era la que más le convenía. —No podemos permitir que eso ocurra. El propio Vandel se sorprendió al oírse decir esas palabras. Illidan volvió la cabeza hacia él. Ahora tenía toda la atención del Traidor, cuyas alas le envolvían rígidamente, como si intentaran esconderlo. Ladeó la cabeza y le dijo: —Por supuesto, tienes razón, Vandel. Ve con una compañía a interceptar a esos demonios antes de que lleguen a las escaleras. Detenlos.
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Vandel no estaba seguro de si le estaba recompensando o castigando por haber hablado. Aunque, en realidad, le daba igual. Hizo una seña a Elarisiel y un grupo de cazadores de demonios lo siguió. Aguja también lo acompañó. Bajaron por la montaña con la mayor celeridad posible para interceptar al destacamento de Kruul mientras seguían manteniéndose ocultos a la vista de los combatientes que peleaban allá arriba, en los Peldaños del Destino.
***
Los cazadores de demonios cubrieron esa distancia con la agilidad de unas panteras. Las tropas de Kruul, tal y como Vandel había sospechado que harían, se habían posicionado bajo la sombra de las escaleras. Los miembros alados de ese destacamento se estaban acercando volando a uno de los laterales de las mismas. Esos demonios eran un grupo pequeño pero poderoso, capaz de cambiar el signo de la batalla si llegaban a tiempo. Vandel profirió un grito de batalla. Los demonios se giraron para mirar en su dirección. Clavaron sus ojos ardientes directamente en él. El cazador de demonios lanzó un rayo de energía vil al más cercano, que atravesó el monstruoso cuerpo de la criatura a pesar de que llevaba armadura. Instantes después, se hallaba entre esos demonios, cortando y rajando, agachándose y rodando, esquivando las descargas que los guardias de cólera le lanzaban con esas extrañas armas que llevaban montadas en el pecho. El Alto Señor Kruul miró directamente a Vandel y lo atacó con una de sus mortíferas descargas de las sombras. Vandel la evitó de un salto y se acercó al gigantesco demonio. —Ah, pequeño, ¿acaso tu amo teme enfrentarse a mí en persona? —preguntó Kruul con una voz atronadora. —No. Simplemente cree que soy rival para ti —contestó Vandel. De inmediato se apartó a un lado para evitar la gigantesca espada de Kruul, que destrozó el suelo. Unas esquirlas de roca hecha añicos se le clavaron al cazador de demonios en el costado, haciéndole sangrar. Apuñaló a Kruul en una de esas piernas del tamaño de un tronco, apuntando a cierto punto situado tras la greba, y acertó con su
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hoja en el lugar adecuado. Tras sacarla, rodó hacia delante, con la esperanza de colocarse detrás del guardia apocalíptico y fuera de su campo de visión. Una batalla campal se había desatado a la sombra de esas vastas escaleras, sin que los combatientes de la parte superior se percataran de ello. Al rodar por el suelo, Vandel acabó justo en medio de aquella turbamulta. Volvió la cabeza y comprobó que Kruul ya se estaba peleando con otros cazadores de demonios. Uno de ellos cayó, partido por la mitad por esa hoja del tamaño de un ariete. A continuación, el guardia apocalíptico lanzó una salva de rayos mágicos que alcanzó al resto de atacantes. Los enormes canes del Núcleo que se hallaban junto a él gruñeron. Vandel se preparó para abalanzarse sobre la espalda de Kruul, pero antes de que pudiera saltar, los demonios se le echaron encima en tropel. Tuvo que hacer uso de toda su concentración para lograr mantenerse con vida. Aunque despachó al primer guardia vil y luego a otro, por cada uno que eliminaba, otro ocupaba su puesto. Se estaba quedando sin fuerzas e incluso sus dagas mágicas fueron tomándose romas. Luchaba en medio de una montonera de cadáveres, tanto de elfos como de demonios. Mató y mató hasta que se quedó sin energías, hasta que incluso dejó de oír la voz de ese agobiante demonio que se hallaba en el interior de su mente. Era consciente de que iba a morir y, realmente, no le importaba. Daría la vida feliz tras haber dado muerte a tantos demonios como pudiera. Por primera vez en muchos meses, se sintió como un elfo mortal, cansado y lento. Los demonios seguían acercándose de manera imparable e implacable. El curso de la batalla lo llevó de vuelta hacia el guardia apocalíptico. Una vez más, se halló cara a cara con Kruul. Vandel se agachó para esquivar la descomunal espada del Alto Señor, y acto seguido tropezó. La gigantesca anua del demonio atravesó el lugar donde hasta hacía unos instantes había estado su cabeza. A pesar de que intentó ponerse en pie, sabía que no podría hacerlo. Kruul se alzaba sobre él, con la espada levantada, y supo que le había llegado la hora. En la hoja se reflejó la luz sangrienta del sol de Outland, y acto seguido el arma trazó un arco descendente. Vandel se negó a apartar la mirada. Alzó ambas dagas en un último intento desesperado de defenderse. De repente, a Kruul le explotó el pecho. Ahí solo quedó un tremendo agujero por el que podía ver a Illidan sosteniendo sus gujas de guerra. Id 249
guardia apocalíptico se desplomó. Vandel se apartó rodando hacia un lado mientras el colosal demonio caía violentamente hacia el suelo. —Lo has matado —dijo Vandel. Illidan sonrió de un modo enigmático. —Tal vez. A su alrededor podía oír el fragor de la batalla. El resto de los cazadores de demonios había abandonado su escondite para enfrentarse a los demonios, sorprendiéndolos por el flanco, tal y como ellos habían intentado sorprender a las fuerzas de Azeroth. Como los habían pillado con la guardia baja y además carecían ahora de un líder y se enfrentaban a un número desconocido de adversarios, los demonios se fueron disgregando en pequeños grupos y, poco a poco, los hicieron picadillo.
***
Vandel se puso en pie. Todos los demonios estaban muertos. Aun así, el hambre lo azuzaba. Podría matar a un millar de esbirros de la Legión y nunca sería suficiente. Podría quemar un mundo lleno de ellos y se sentiría como si apenas acabara de empezar. Pese a que se dio cuenta de que ese mismo impulso era el que empujaba a la Legión, en ese momento no le importó. Solo quería seguir matando y matando. Curvó los labios para lanzar un gruñido y se preparó para buscar una presa una vez más. Illidan lo agarró del hombro. —Basta ya. No es el momento adecuado. Tenemos mucho que hacer en otra parte.
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Por un instante, Vandel se planteó la posibilidad de atacar al Señor de Outland, pero se contuvo y, poco a poco, su sed de venganza menguó hasta ser controlable. Exhaló y tuvo la sensación de que parte de su ira se iba con esa exhalación. —Hoy aquí hemos salvado a la Alianza y la Horda, pero nunca lo sabrán —dijo Vandel al fin. —No hace falta que lo sepan. Nos basta con que estén aquí. —Illidan sonrió de tal modo que dejó traslucir una inmensa satisfacción—. Mantendrá entretenida a la Legión Ardiente mientras nosotros preparamos su derrota. El enemigo de mi enemigo... Los cazadores de demonios se alejaron de la batalla y volvieron a ascender por esas pendientes hasta llegar a esa zona con unas vistas privilegiadas de la que antes habían bajado. Vandel se volvió para contemplar el combate. Más tropas del bando Azeroth se desplegaron para proteger los flancos de su ejército, conformando una avalancha colosal de combatientes y hechiceros que se dispuso a barrer a todo enemigo de esas escaleras. El signo de la batalla había vuelto a cambiar a su favor. Daba la impresión de que las fuerzas de Azeroth habían consolidado su posición en Outland. Illidan flexionó las alas de un modo triunfal. —Con suerte, la Alianza y la Horda mantendrán distraídos a los demonios mientras nosotros hacemos lo que hay que hacer. Ahora debemos dar con el Trono de Kil’jaeden.
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CAPÍTULO VIENTICUATRO DOS MESES ANTES DE LA CAÍDA
U
nos arroyos de lava verde fluían por esos riscos de basalto desmenuzado.
El aire resplandecía por las llamas, el calor y la magia vil, lo cual hacía sentir un cierto cosquilleo a Illidan y le llenaba los pulmones cada vez que respiraba. Recorrió con la mirada todo cuanto lo rodeaba y se fijó en que en cada peñasco, cada saliente, cada fragmento de roca que se elevaba hacia el cielo, había un cazador de demonios vigilando. Aunque habían ahuyentado a los guardias de la Legión, era más que posible que el ritual que iban a llevar a cabo atrajera la atención de los comandantes enemigos. Mientras se hallara en estado de trance, sería incapaz de luchar o huir. Estaba corriendo un riesgo terrible, pero tenía que asumirlo. Si uno solo de sus seguidores resultaba ser un traidor, o incluso excesivamente ambicioso, su existencia llegaría a su fin. El Trono de Kil’jaeden. El propio nombre ya reflejaba su poder, pues establecía un vínculo entre ese señor demoníaco y esa ubicación. Unas energías mágicas colosales fluían a su alrededor. Antes de la Primera Guerra, Gul’dan había llevado a cabo en esa montaña el gran ritual que había sometido a los clanes orcos al servicio de la Legión Ardiente. Los recuerdos de Gul’dan que Illidan había adquirido en su día le indicaban que ese era el lugar idóneo para lanzar el hechizo, puesto que ahí había una gran falla en el entramado del universo que llevaba a la guarida del mismo Falsario; además, esa noche, el flujo de energías procedentes del Vacío Abisal se hallaría en su máximo apogeo desde hacía años.
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Caminó por el borde de ese gran conjunto de símbolos en los que había inscrito unas letras de fuego sobre esa roca negra. Entonó las palabras que conformaban el encantamiento; se trataba de un cántico repetitivo, que invocaba unas fuerzas que podría controlar valiéndose de una mera fracción de su mente. A su alrededor, unas monstruosas energías se arremolinaban, a la espera de ser desatadas. Confeccionar ese sortilegio le había llevado semanas. Únicamente podía ser lanzado en esa localización exacta, en ese momento exacto, cuando todas las señales lo indicaran. Contempló detenidamente las oscuras nubes que cubrían ese cielo abrasador. Un colosal chorro de lava brotó de las atormentadas entrañas de la tierra, como si fuera sangre de demonio que manara de una herida titánica. Cogió el disco que se había llevado de Nathreza y centró todas sus percepciones en ese objeto que seguía impregnado del hedor psíquico de los señores demoníacos de la Legión Ardiente. En cuanto lo escrutó detenidamente con su extraña visión, se los pudo imaginar: al siniestro e intransigente Sargeras, un titán caído que irradiaba miseria y desesperación; a Archimonde, un demente señor de la guerra consumido por la furia y la ira, el puño de Sargeras; a Kil’jaeden, el maquinador, un experto a la hora de tentar y manipular que había corrompido a tantos. ¿Quién se creía que era Illidan para enfrentarse a ese espantoso trío? Acarició el Sello de Argus y rozó con sus garras las hendiduras de las runas hasta que el gélido metal chirrió. Resultaba muy extraño que pudiera permanecer tan frío incluso ahí, entre tanto fuego y tanta furia. Bordeó los límites del círculo mágico que había trazado, para comprobar que los hechizos de protección que había colocado ahí funcionaban, para cerciorarse de que la energía fluía correctamente a través de él, de que no había cometido ningún error. Estaba perdiendo el tiempo y eso era de necios. Si esperaba demasiado, el plazo de tiempo en que podía lanzar el hechizo se agotaría. Y no volvería a presentarse otra oportunidad en muchas lunas. Tendría que actuar ya. Aun así, era incapaz de decidirse a dar el paso final. Pronto, si todo iba como había planeado, se hallada mirando a la cara a aquellos que poseían tal poder que serían capaces de destruirlo por completo y se enfrentaría a ellos él solo. A pesar de que no había tenido una vida muy agradable, ahora que se acercaba su hora, se mostraba reticente a morir. Deambuló por el borde del círculo, sondeándolo con diminutos rastros de energía mágica. El destino que había sufrido Ner’zhul le advertía de lo que le podría llegar a pasar. En su día, el chamán se había vuelto en contra de sus amos demoníacos y 253
había pagado con creces su traición. Había veces en que Illidan se preguntaba si iba a acabar igual, si todo eso era únicamente un juego para los señores demoníacos, en que lo tenían todo a su favor y se divertían con esos insectos que se oponían a ellos e intentaban derrotarlos. Tomó aire y percibió el olor a azufre de esa lava verde. Era como si estuviera respirando el humo de un gran infierno que hacía que le ardieran los pulmones y sintiera un cosquilleo en ellos. Se le estaba agotando el tiempo. En un instante, antes de que pudiera detenerse o lamentarse de la decisión, pronunció las últimas palabras del encantamiento, desatando un diluvio de energía, el cual le separó el espíritu del cuerpo y lo arrojó directamente al Vacío Abisal.
***
El camino se abrió ante él. A pesar de que se sintió como si cayera hacia el interior de ese disco cubierto de runas, era consciente de que era una mera ilusión, un espejismo creado por su mente para que pudiera entender en cierto modo lo que estaba sucediendo. Aunque para un cerebro nacido en la realidad natural, eso era del todo imposible, su mente haría todo cuanto se hallara en su mano para proporcionarle un marco mental que pudiera dar sentido a aquello. Su espíritu emergió en el Vacío Abisal y contempló a Argus. Ese mundo flotaba en la frontera entre el Vacío Abisal y el universo físico y se hallaba impregnado de las energías viles de la Legión Ardiente. Se lanzó en picado hacia la superficie de ese mundo. Antaño debía de haber sido muy hermoso, un lugar de montañas cristalinas y mares relucientes, pero ahora era frío y cruel. Las tinieblas dominaban aquel lugar, así como una sensación de pérdida y corrupción. El sello palpitó en sus garras. Ya no era un disco real, sino una representación del mismo, creada con las energías mágicas del propio conjuro, que lo arrastraba hacia abajo, hacia lo que buscaba. A pesar de que el tirón era casi irresistible, luchaba contra él, mientras escrutaba el cielo, se fijaba en la posición de las estrellas y las constelaciones y las grababa en su memoria. Buscó desesperadamente algún astro familiar en el firmamento, pues sabía que así podría deducir en qué lugar del cosmos se 254
encontraba. También intentó dar con mareas de energía mágica, con las corrientes aurorales que discurrían por el Vacío Abisal. ¿Era este realmente el lugar que buscaba? Trazó una órbita a su alrededor rápidamente, fijándose en el paisaje, buscando alguna señal, todavía resistiéndose en todo momento al tirón del sortilegio que había confeccionado. Una vez más notó la fría distancia carente de toda emoción que lo separaba de su cuerpo. Una leve sensación de paranoia planeó sobre esa mente que poseía unos sentidos mágicos. Por un momento creyó percibir una presencia que lo observaba. Echó un vistazo a su alrededor pero no detectó nada. De repente, le vino una idea a la cabeza. Si él era capaz de percibir a Kil’jaeden a través de ese vínculo, ¿acaso no era posible que el señor demoníaco también pudiera intuir su presencia? Aunque había creado ese encantamiento de tal modo que a cualquier hechicero le resultara imposible detectarlo, ¿qué sabía realmente sobre las habilidades del Falsario? Era absurdo preocuparse por eso a esas alturas. Ya no había ninguna posibilidad de dar marcha atrás. Dejó que su espíritu descendiera en picado hacia esas escarpadas y cristalinas montañas y pudo comprobar que se habían desmoronado por culpa de la infección que las había corrompido por dentro. Vio cómo unos diablos de polvo nacidos de los restos de gemas pulverizadas se elevaban en el aire y se alejaban chillando por cañones de rocas dentadas de bordes afilados. La luz brillaba y danzaba al refractarse en todas partes. Delante de él había una ciudad que se alzaba imponente sobre unos cañones hechos de cristales fracturados. En su interior había muchas presencias; todas ellas capaces de destruir su alma.
***
Illidan percibió un incremento de energía en cuanto su alma cruzó los límites de la ciudad, la cual también debía de haber sido muy hermosa en el pasado, puesto que había sido diseñada siguiendo unas complejas reglas geománticas. Sus estructuras curvas le recordaban a los edificios de los draenei de Outland; no obstante, estas eran más intricadas y bellas. Las ciudades de Outland eran unos meros antros comparados 255
con esas fantásticas edificaciones que iba dejando atrás. Ahí también había unas gigantescas máquinas cuya función era concentrar magia. Antaño, según lo que había podido averiguar, habían sido unos instrumentos que habían proporcionado paz, armonía y salud al mundo entero; ahora, sin embargo, generaban una nube de miedo y desesperación que era visible para Illidan gracias a su visión espectral. En el centro de esa gran ciudad se alzaba un palacio imponente. Dentro de él merodeaban esas presencias colosales y ominosas, rodeadas de otras que eran levemente menos monstruosas. Era ahí adonde lo arrastraba el disco a Illidan. Su espíritu recorrió esas calles a la velocidad del pensamiento. En ese instante intentó frenarse, asumir el control de la situación, pues no quería avanzar tan rápido, y logró detenerse junto a las murallas del palacio. Percibió otra presencia. Algo acechaba por ahí cerca y lo estaba observando con detenimiento. Expandió todos sus sentidos al máximo. Sí, había algo ahí, pero era incapaz de precisar con exactitud de qué se trataba. Ese ser estaba tan escudado como él. ¿Era un centinela? ¿O algo totalmente distinto? Esperó y observó durante un rato, pero no ocurrió nada. Había llegado el momento de proseguir. Recorrió esos pasillos de cristal, dejó atrás unas runas que refulgían de un modo malévolo. Era como si el núcleo de esos conjuros que en el pasado habían propagado la luz y la armonía a lo ancho y largo de la ciudad y ese mundo hubieran sido reescritos para provocar justo lo contrario. En cuanto examinó con detenimiento esas runas, la ira y la desesperación anegaron su mente. A pesar de hallarse muy protegido, esos sortilegios le afectaban, lo cual provocaba que tuviera unas visiones de conquista y sintiera un ansia abrumadora de dominación y destrucción, una ira que lo llevaba a desear el exterminio de toda la existencia. Eso que se hallaba escrito ahí con runas de fuego, era el credo de la Legión Ardiente. Se fijó en el símbolo del sello. Sí, ese sería el ancla del portal entre Outland y Argus. Invocó la fase final del encantamiento. El disco palpitó en su mano, mientras absorbía las energías que lo rodeaban, fortaleciendo el vínculo que ya tenía con aquel lugar. En cuanto concluyera esa tarea ya no necesitaría abrir un portal desde el Trono de Kil’jaeden sino que podría usar el vínculo establecido ahí con ese sello. Unas energías tenebrosas penetraron en su forma astral. Notó una sensación de pesadez. Su espíritu se solidificó, adoptó una cierta corporeidad, como si se tratara de una sustancia glutinosa, lo cual no era más que una consecuencia del poder que lo rodeaba. Se acercó aún más al corazón de ese laberinto oscuro y percibió cada vez con 256
más intensidad el aura del Falsario. Sus movimientos se volvieron más lentos. Su forma astral descendió más y más. A pesar de todas las precauciones que había tomado, había acabado atrapado en una red hecha de una energía terrible. El laberinto de conjuros que lo rodeaba estaba haciendo que sus energías malévolas se fusionaran con su espíritu. La presencia que había detectado antes apareció de nuevo. Se giró e intentó localizarla, pero no lo consiguió. Lanzó una maldición. Fuera quien fuese lo había capturado y parecía que ahora solo era una mera cuestión de tiempo que su espíritu, ya totalmente desconectado de su cuerpo, flotara hasta hallarse en presencia del Falsario, quien lo esclavizaría o destruiría. Luchó desesperadamente contra ese hechizo. Aunque logró desprenderse de algo de ese plasma mágico y recuperó en parte la sensación de liviandad, seguía dirigiéndose a la vasta sala del trono donde Kil’jaeden se encontraba sentado y rodeado de su corte de demonios. El rojo, gigantesco y ardiente señor eredar se alzaba ahí imponente. Poseía unas alas similares a las de un murciélago, las cuales le brotaban de la espalda y parecían llegar hasta el techo del palacio. Unas colosales llamas ambarinas ardían en esas hombreras coronadas por unos pinchos. Unos ojos llameantes destacaban en el rostro de ese draenei mutado, que estaba envuelto en un aura que irradiaba un sobrecogedor y tremendo poder. No cabía duda de que Illidan había dado con el camino que llevaba hasta el palacio de Kil’jaeden en el mundo perdido de Argus. Por desgracia, el demonio posó su mirada ardiente en el lugar donde se hallaba el Traidor. Una sonrisa perversa se dibujó en esa cara monstruosa. Sus descomunales fosas nasales se ensancharon, como si estuviera captando el aroma psíquico de una presa. Illidan notó de nuevo esa otra presencia que lo vigilaba, la cual lo envolvió por entero. Aunque se resistió, no pudo quitársela de encima; entre tanto, en todo momento Kil’jaeden mantuvo clavada su mirada en él. El Falsario lo miró fijamente, con unos ojos que amenazaban con destruirlo, y súbitamente dejó de mirarle. Algo había hecho que apartara la vista de Illidan, al que le costó un momento darse cuenta de qué era ese algo. La presencia que lo había cubierto por entero lo empujaba ahora fuera de la sala del trono. Por un instante pudo percibirla con claridad. Se trataba de un ente de la Luz tan brillante que contemplarlo resultaba casi doloroso. Mientras asimilaba esa revelación oyó un rugido de rabia titánico que provenía de la sala del trono de Kil’jaeden, era como si el señor eredar pudiera percibirlo también.
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Las cadenas de ectoplasma que lo ataban se desvanecieron. Vete de este lugar. Aquí no podrás sobrevivir. Ahora no, oyó decir a una voz en su cabeza que desapareció de inmediato. El conjuro de translocación lo llevó rápidamente al Trono de Kil’jaeden. El espíritu de Illidan entró violentamente en su forma física y el impacto fue tal que resultó casi doloroso. Logró recuperar el control de sí mismo antes de caerse al suelo y se dio cuenta de que únicamente había estado ausente en ese mundo durante un latido, a pesar de que le había parecido una eternidad en el Vacío Abisal. El Sello de Argus brillaba con un fulgor carmesí en sus manos. Lo había conseguido. Había sobrevivido y había dado con lo que necesitaba. Había confirmado que Kil’jaeden se encontraba en Argus. Había localizado al corazón palpitante de la Legión Ardiente. Y había dado con otra cosa más, con un ser que lo había ayudado a escapar cuando todo parecía perdido. Pensó en la Luz que había sentido dentro de él y se percató de que no podía confiar en esa cosa. Kil’jaeden no era conocido como el Falsario por nada. Tal vez todo formara parte de una trampa mucho más amplia y elaborada.
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CAPÍTULO VIENTICINCO EL MES ANTERIOR A LA CAÍDA
I
llidan se encontraba de pie, junto a la cabecera de la gran mesa del mapa, en
la cámara del consejo del Templo Oscuro. Sus consejeros iban y venían, junto a mensajeros que traían las últimas noticias. Los elfos de sangre del consejo discutían con Akama y Vandel, así como con los demás líderes de los cazadores de demonios. El Señor de Outland se frotó las sienes justo por debajo de los cuernos. Casi había recuperado todas las fuerzas que había perdido durante el viaje espiritual a Argus, pero no podía aflojar. Tenía que seguir presionando, aprovechando la ventaja que le concedía todo lo que había descubierto. Tenía que enfrentarse a Kil’jaeden, y pronto, antes de que el Falsario se enterara de sus planes y se preparara en consecuencia. Se hallaba tan sumido en sus pensamientos que le llevó un rato darse cuenta de que lady Malande le estaba hablando. —¿Cuáles son tus órdenes, lord Illidan? —insistió Malande. Había un cierto tono de premura en su voz que requería que le prestara atención. El Traidor la miró con esas cuencas sin ojos, de un modo que sabía que resultaba perturbador a aquellos que carecían de visión espectral. —¿Sobre qué? —inquirió Illidan, que dejó que su irritación se reflejara en su tono de voz. —Sobre Reserva Colmillo Torcido. Las noticias al respecto no son nada buenas. Lady Vashj ha sido derrocada y las grandes bombas se han cerrado.
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Reserva Colmillo Torcido. Las imágenes de una vasta estación de bombeo repleta de máquinas mágicas irrumpieron en su mente. Se imaginó los kilómetros y kilómetros de tuberías que recorrían esas gigantescas cuevas subterráneas. Pensó en el plan de Vashj de hacerse con el control de todas las reservas de agua de Outland. Aunque ese objetivo había parecido muy importante en su momento, ahora que los acontecimientos se estaban precipitando con tanta rapidez no daba la sensación de que fuera algo a lo que mereciera la pena prestar atención, pues tenía cosas mucho más importantes de las que preocuparse. —¿Qué quieres que hagamos, lord Illidan? —preguntó Gathios el Devastador, quien se acarició la barba con una mano enfundada en un guantelete—. La Alianza y la Horda han establecido varias cabezas de puente en la Península del Fuego Infernal. Han saqueado la Ciudadela del Fuego Infernal y han destruido a Magtheridon. ¿Deberíamos contraatacar? Illidan meditó la repuesta a esa pregunta: ¿Qué había que hacer? Las fuerzas procedentes de Azeroth no solo se habían enfrentado a la Legión Ardiente, sino que habían tomado una de las fortalezas más importantes de los Illidari. Pero eso solo era el último revés de una larga serie de contratiempos. Este en concreto sería un gran quebradero de cabeza a largo plazo, puesto que sin la sangre del señor del foso no podría crear más orcos viles para sus legiones. Sin embargo, las consecuencias a largo plazo ya no importaban. Todo se decidiría muy pronto, y no se decidiría en Outland sino en Argus, el mundo natal de Kil’jaeden cuya ubicación exacta conocía, ya que lo había hallado con su forma espiritual. No obstante, ahora tenía que ser capaz de transportar todo un ejército de carne y hueso hasta ese lugar. Para eso habría que abrir un portal, lo cual requeriría mucha energía, unas cantidades muy vastas de energía, y solo contaba con una fuente de tanto poder: tendría que utilizar muchas almas, muchísimas más que las que se habían utilizado para abrir el camino a Nathreza. Gathios se irguió cuán grande era y se dio un fuerte puñetazo en el peto. —Lord Illidan, ¿qué deberíamos hacer? La Alianza y la Horda están avanzando en todos los frentes. Combaten contra la Legión, pero también contra nuestras fuerzas. ¿Deberíamos retiramos al Templo Oscuro? Ahí es donde podríamos plantarles cara y obligarlos a retroceder.
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Al parecer, Illidan se había equivocado al confiar en que las fuerzas de Azeroth se fueran a centrar únicamente en la Legión Ardiente. Como lo odiaban tanto, estaban dispuestos a ignorar la amenaza más importante con tal de darle caza. Kruul debía de haber sabido que estaban tan sedientos de venganza como Maiev Shadowsong cuando les hizo caer en la trampa de invadir Outland. Bueno, Illidan había logrado que el guardia apocalíptico pagara con creces aquello. Algún día, muy pronto, tendría que hacerle una visita a Maiev para demostrarle también lo enfadado que estaba con ella. Pero ahora no tenía tiempo para nada de eso. El destino de todo cuanto existía estaba en sus manos. —Hagan lo que sea necesario —contestó Illidan. A renglón seguido golpeó con una garra las fichas, que acabaron desperdigadas sobre el mapa—. Otros asuntos requieren mi atención. Un silencio sepulcral reinó en la cámara del consejo. Todos volvieron la mirada hacia él, pues querían que ejerciera el liderazgo. Había cometido un error. Todavía necesitaba que su gente tuviera fe en él, que lo siguiera hasta la batalla final. Illidan se inclinó sobre la mesa del mapa y los miró uno a uno: a los líderes de los cazadores de demonios, a Akama, a Gathios, al resto del consejo, a todos los demás. —Estamos luchando una guerra para proteger a todo cuanto existe de la furia de la Legión Ardiente —afirmó—. Da igual que logremos mantener a salvo Outland unos cuantos años más. En cuanto la Legión se reagrupe podrá atacamos con un ejército descomunal que nos avasallará. Lo que suceda aquí y ahora ya no es relevante, salvo en la medida que afecte al resultado de la verdadera lucha. El silencio se ahondó. Los cazadores de demonios asintieron con la cabeza, ya que habían compartido la visión del Traidor y sabían qué era realmente la Legión Ardiente, comprendían la magnitud de la amenaza que representaba. Los demás parecían vacilar, y eso inflamó las llamas de la furia en el corazón de Illidan. Quería sacudirles, golpearles en esas caras repletas de incomprensión. Sin embargo, recuperó la compostura e intentó ver las cosas desde su perspectiva. Ellos solo eran capaces de ver que estaban perdiendo el control de los feudos que gobernaban, el poder que ostentaban. Temían por sus vidas, como si esas vidas tuvieran alguna relevancia comparadas con la amenaza cósmica que suponía la Legión. No entendían que la victoria ahí, en Outland, solo serviría para que vivieran unos cuantos meses o años más. Pero todos acabarían pereciendo, a menos que Kil’jaeden fuera derrotado, a menos que la Legión Ardiente fuera destruida. 261
No era culpa suya que, únicamente fueran capaces de centrarse en los detalles más nimios y fueran incapaces de tener una visión general de lo que realmente estaba en juego. No obstante, lo cierto era que nunca se había tomado la molestia de convencerlos de que su perspectiva debía cambiar. Se había valido de sus ambiciones, de su codicia, de las cosas con las que podía tentarles para lograr que le fueran leales. Había llegado la hora de hacerles saber a los demás cuál era realmente la situación. —Tenemos que llevar la guerra a Kil’jaeden —aseveró. —Eso mismo ya lo has dicho en otra ocasiones, señor —replicó Akama—. Y, por supuesto, todo estamos de acuerdo. —Por el tono que había empleado y por las caras de los consejeros que se hallaban desperdigados por la estancia, no cabía ninguna duda de que, en realidad no estaban de acuerdo para nada—. Pero seguramente tendremos que defender nuestras bases para poder lanzar después nuestro gran ataque. Illidan negó con la cabeza y, en ese instante, supo que tenía toda su atención. —Tendremos que defender nuestras bases hasta que podamos abrir el camino hacia Argus. Akama lo miró con un gesto que se hallaba en un punto medio entre el espanto y el pasmo. —¿Estás dispuesto a reconquistar el hogar original de mi pueblo? —Lo estoy. Deseo ver a aquellos que lo han profanado muertos de una manera definitiva, para siempre —contestó Illidan—. Y sé cómo hacerlo. —Mi pueblo huyó de allí hace milenios. Cayó ante aquellos que se aliaron con Sargeras, ante los seguidores de Archimonde y Kil’jaeden. Debe de hallarse a un millar de mundos de distancia, habría que atravesar un millar de portales. El Sumo Abisálico Zerevor sonrió con suficiencia, como si ya supiera la respuesta. Veras Darkshadow escuchaba muy callado. Illidan notó que la emoción embargaba a sus cazadores de demonios. —Si siguiéramos los senderos a través de los cuales huyeron los draenei, estarías en lo cierto —señaló Illidan—. Pero yo propongo seguir una ruta más directa. —¿Planeas abrir un portal a través del Vacío Abisal que lleve directamente a Argus? Perdóname por ser tan rudo, señor, pero eso es imposible. 262
—No es imposible, Akama, sino extremadamente difícil. Puedo abrir un camino hasta ahí. Todo es posible gracias a la magia, siempre que uno posea el poder y los conocimientos necesarios. Dio la impresión de que el Tábido estaba haciendo unos cálculos muy rápidos mentalmente. —No existe tal poder, salvo que se trate del que utilizaste para llegar a Nathreza. Illidan asintió, lo que animó a Akama a proseguir con su razonamiento. Sin embargo, Vandel decidió hablar, lo cual sorprendió al Señor de Outland. —¿De verdad merece la pena, señor? ¿Realmente podremos acabar con la amenaza de la Legión Ardiente? Illidan recorrió con la mirada esos rostros. Lo cierto era que no lo sabía. Simplemente, estaba dando un salto a ciegas. Tal vez la Legión fuera invencible. Tal vez matar a Kil’jaeden no sirviera de nada. Aunque una cosa sí era cierta. —He reflexionado sobre esa cuestión durante diez mil años o más, Vandel — respondió—. Desde la primera vez que entré en contacto con Sargeras, desde la primera vez que comprendí de verdad qué era la Legión Ardiente. Se calló por un momento, rememorando todo aquello. Él había tenido la misma visión que había compartido con los cazadores de demonios, solo que la había experimentado de un modo cien veces más intenso. El fin de la misma había sido convencerle de que la Legión era invencible, que era absurdo oponerse a la voluntad de Sargeras, que lo mejor y lo único que podía hacer era unirse a la Legión para poder tener algo que decir cuando se fuera a recrear el universo. No obstante, no se había desmoronado mentalmente. Había seguido siendo quien era. Había utilizado lo que había visto como motivación para afrontar todos esos largos siglos de lucha. He tenido tiempo de sobra para meditar sobre tales cosas, pensó con amargura. —Estuve encarcelado diez mil años. En esos diez milenios no permanecí ocioso, sino que medité sobre todo lo que había aprendido acerca de la Legión. Consideré todas las posibles formas de oponerme a ella. Todas las maneras en que cualquiera podía oponerse a ella. Por eso me uní a la Legión. Porque pretendía aprender todo lo posible sobre ella. Renuncié a todo por obtener ese conocimiento. Sé más sobre la Legión 263
Ardiente que cualquier criatura viva salvo quizá sus dirigentes, si quieren considerarlos unos seres vivos. He aprendido muchas cosas, pero todo se reduce a una terrible y siniestra verdad. Descubrí que no hay ninguna manera de derrotar a la Legión si uno se limita a esperar a que venga a por él. La Legión es demasiado poderosa. Aunque uno consiga repelerla, acabará regresando. Si logras hacerlo un millar de veces, regresará una y otra vez. Y cada vez será más fuerte; además, sus comandantes habrán aprendido de sus errores, sus generales estarán preparados para enfrentarse a sus estrategias. Son inmortales. Sus almas no pueden ser destruidas en la mayoría de los lugares. Solo pueden ser arrojadas de nuevo al Vacío Abisal, donde al final renacerán, con todo el conocimiento acumulado en sus vidas anteriores. Imagínense que tienen que luchar contra un guerrero que cada vez que lo matas regresa. Si este guerrero recuerda el ardid que empicaste para derrotarlo previamente, regresará preparado para no caer de nuevo en él. Al final, te quedarás sin argucias. Se te agotará la suerte. Por eso, la Legión no puede ser derrotada en Azeroth. Los espíritus de esos demonios únicamente pueden ser destruidos en el Vacío Abisal, en esos sitios donde ese plano se une tangencialmente con el mundo de los mortales o en esos lugares totalmente impregnados de las energías demoníacas de la Legión Ardiente. Nathreza era uno de esos lugares. Argus es otro. Ha habido algunos que creyeron que habían derrotado a la Legión Ardiente. Ahora, los Señores del Terror caminan sobre las cenizas de esos mundos, los infernales profanan las tumbas de sus hijos. No se puede vencer a la Legión luchando según las condiciones que ella misma impone, ya que al final lo único que puedes hacer es perder. Solo hay una manera de ganar: atacando a la Legión Ardiente donde puede ser destruida. Sé que es una posibilidad muy remota, pero es la única que tenemos. No nos queda otra. Lo único que podemos hacer es resistir y aguardar a la muerte o podemos llevar la guerra a Sargeras y sus esbirros. Destruiremos a los tenientes que comandan y espolean a las fuerzas de la Legión. Mataremos a Kil’jaeden y a Archimonde también si es que ha renacido. Sargeras necesita comandantes que controlen a sus soldados. Sin ellos, los eredar acabarán luchando entre ellos y podrán ser destruidos poco a poco. Akama y la mayoría de los consejeros de Illidan lo miraban fijamente, presas del horror y el asombro. Los cazadores de demonios se limitaron a asentir. —Voy a llevar esta guerra a Argus, ¡así que óiganme, cazadores de demonios! —Illidan agitó un brazo para señalar toda la habitación, así como a los cazadores de demonios reunidos ahí—. Todos ustedes afirmaron que querían vengarse de la Legión Ardiente. Les estoy ofreciendo la mejor oportunidad que nadie ha tenido jamás de saldar cuentas con ella. Segaremos las vidas de esos demonios como el campesino siega el trigo y mataremos a sus comandantes en un lugar donde no puedan renacer. Pues todos han demostrado ser dignos de acompañarme. 264
Dejó que asimilaran esas palabras. No les estaba pidiendo que lo siguieran, sino que les estaba diciendo que eran dignos de seguirle, lo cual era cierto. Los miró a la cara uno a uno y estos asintieron. —Márchense. Díganselo a los demás. Prepárense para cuando se abra el camino a Argus. —¿Adónde vas? —preguntó Akama, cuya voz era poco más que un susurro ronco. El Tábido se mesaba los tentáculos de la barbilla, horrorizado. —A un lugar donde hay muchas almas esperando a ser disueltas, a Auchindoun. —¿Al mausoleo de los draenei, señor? Pero si es un lugar sagrado. Illidan centró su atención en Akama. ¿Acaso había detectado un atisbo de rebeldía en su voz? —Para mí no, leal Akama. El Tábido agachó la cabeza lentamente y se encorvó. El Señor de Outland era consciente de que no le gustaba lo que estaba ocurriendo, pero por el bien de su propia alma y de las almas de su pueblo, tendría que aceptarlo. —Sí, señor. Illidan extendió los brazos y las alas lo máximo posible. —Y, ahora, márchense. Todos tendrán un papel que desempeñar antes de que llegue el final.
***
Vandel observó cómo los demás abandonaban la habitación. Echó un último vistazo al gran tablero del mapa, con esas fichas que representaban a esos ejércitos desperdigados. Ahora parecía un juguete, un rompecabezas infantil que no tenía nada que ver con los problemas que tenían que afrontar.
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Mientras seguía a los demás hacia la salida de la cámara del consejo, pensó en lo que había dicho Illidan y en la visión que había tenido cuando había comido la carne del demonio. Ni por un momento dudó de que lo que Illidan había dicho no fuera cierto. La Legión Ardiente era invencible cuando uno se enfrentaba a ella valiéndose de medios normales. No había ninguna estrategia defensiva que pudiera derrotar a un ejército que contaba con unos recursos ilimitados y unos soldados inmortales. No obstante, la verdadera cuestión era saber si el plan de Illidan marcaría alguna diferencia o no. Durante los últimos meses había dado la sensación de que el Traidor estaba menos cuerdo que nunca. Pero ahora, Vandel comprendía por qué: porque todas sus maquinaciones se acercaban a su punto álgido. A Illidan no le importaba Outland. Tampoco le importaba la Ciudadela del Fuego Infernal ni la Reserva Colmillo Torcido. Nada de eso tenía relevancia para él. En realidad, nunca la había tenido, salvo como un trampolín para alcanzar su destino definitivo. Vandel era capaz de ver lo que muchos otros consejeros eran incapaces de ver: que Illidan no tenía ya ningún plan para más adelante. Se hallaba al borde de un gran abismo y estaba decidido a dar un gran salto para adentrarse en esas tinieblas. Todo lo que estaba ocurriendo, que las ciudades estuvieran cayendo, que la Alianza y la Horda hubieran llegado, eran unas meras distracciones. Vandel sabía que pasara lo que pasase todo iba a estallar por los aires en los próximos meses. Ninguno de ellos iba a vivir mucho más. Daba igual que siguieran a Illidan a Argus o se quedaran ahí a pelear contra la Legión o la Alianza y la Horda, pues todos iban a morir. Entonces la cuestión a plantearse era qué iba a dar más sentido a sus muertes. Si lo que había dicho Illidan era cierto, aunque solo fuera en una mínima parte, únicamente se podía hacer una cosa. Vandel acarició el amuleto que le había confeccionado a Khariel mucho tiempo atrás. Había llegado hasta ahí con un propósito muy claro en mente: oponerse a la Legión Ardiente y vengarse si era posible, lo cual estaba dispuesto a hacer hasta el final, por muy amargo que fuera. Recorrió con la mirada a los demás cazadores de demonios y comprobó que habían llegado a una conclusión similar. En el caso de los elfos de sangre, daba la impresión de que estaban pensando en sacar provecho de esta situación de algún modo, como siempre.
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Vandel sabía que sucediera lo que sucediese seguiría a Illidan. Miró hacia atrás y contempló la cámara del consejo. El Traidor seguía ahí, con los hombros hundidos y las alas plegadas, lo cual le confería un aspecto melancólico. Dio nueve pasos, y a continuación giró. Entonces, como si intuyera que lo estaba observando, Illidan se enderezó cuan largo era, flexionó las alas y cruzó los brazos. Mientras las puertas se cerraban silenciosamente, Vandel fue consciente de que las dudas también reconcomían a su líder.
***
Illidan contempló la sala de mandos vacía. Ese vacío hacía que esa gigantesca cámara pareciera más grande. La falta de bullicio provocaba que reinara un silencio sepulcral. Se acercó al mapa de la mesa y observó las fortalezas de su imperio de Outland que ya habían caído. Cada una de esas fichas y piezas talladas representaban millares de muertos, lagos enteros de sangre derramada. En ese instante, reparó en que tales cosas hacía mucho que habían dejado de preocuparle. En la partida que estaba jugando, el hecho de que se perdieran decenas de miles de vidas era un precio a pagar muy nimio. Hacía mucho, mucho tiempo, esas muertes le habrían afectado. Aunque era consciente de que de lo que suponían de una manera racional, eso ya no suscitaba ninguna emoción en él, ni siquiera era capaz de recordar cómo se había sentido antaño al respecto, y eso le inquietaba. Había pasado tanto tiempo creándose una coraza contra las dudas, obligándose a plantearse cuestiones que únicamente eran relevantes para su lucha que, ahora, en esa cámara vacía, solo podía escuchar los ecos de unas voces que ya no hablaban. Las dudas tanto de Vandel como Akama estaban justificadas. Tal vez estuviera equivocado. Tal vez estuviera realmente loco, de lo cual le habían acusado muchas veces. Cogió una de las fichas (un guerrero orco tallado con marfil de uñagrieta) y le dio vueltas y más vueltas entre los dedos. ¿Cuántos orcos viles había enviado a morir sin habérselo pensado dos veces? Si hubiera querido, habría sido capaz de calcular el número. Su mente de hechicero era capaz de recordar todos los planes de batalla, todas las listas de suministros. Pero eso sería absurdo.
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Pensó en los cazadores de demonios, que pertenecían a su propio pueblo. Sentía una afinidad con los elfos que no sentía con nadie más, pero incluso ese sentimiento parecía algo remoto y difuso, ya que había recorrido caminos que lo habían separado incluso de ellos. Había pasado diez mil años totalmente aislado del resto del mundo, con solo Maiev y sus Celadores como compañía, quienes apenas se habían relacionado con él. Diez mil años solo, acompañado únicamente por sus pensamientos y sus planes y sus visiones. Diez mil años de pesadillas tenebrosas, poniendo a prueba esas cadenas que no se pudieron romper hasta que, finalmente, Tyrande lo liberó. Se planteó la posibilidad de visitar a Maiev para infligirle un castigo, aunque solo supusiera una mera fracción del sufrimiento que se merecía. La ficha se deshizo entonces en su mano, pues la había apretado demasiado. Arrojó los fragmentos sobre el mapa. Ahora no había tiempo para distracciones. Tenía una guerra que ganar. Las dudas lo atormentaban. ¿Y si se equivocaba? ¿Y si había hecho mal los cálculos? Sus visiones no eran infalibles. Tal vez hubiera otra manera de ganar y no había sido capaz de verla. Tal vez estuviera tan ciego que no era capaz de ver esa solución que le llevaría a vencer en esa guerra sin llevar a cabo tantos sacrificios. Una y otra vez, había intentado dar con ella, pero no la había encontrado; sin embargo, eso no quería decir que no existiera. El Traidor. Así lo llamaban. Así es como lo recordarían. A pesar de que, si tenían la suerte de sobrevivir y recordarlo todo, sería porque los había salvado, aunque nunca lo supieran. Ese pensamiento le hizo sentir una sensación de satisfacción amarga por un momento. Se cuadró de hombros, flexionó las alas y salió de la cámara sin mirar atrás. Había llegado la hora de ir a Auchindoun y enfrentarse a los espíritus de los muertos sin descanso.
***
Akama se hallaba solo junto a la jaula de Maiev, puesto que había dicho a los guardias que se podían marchar. La celadora, que acababa de escuchar cómo había sido el último encuentro del Tábido con Illidan, estaba más pálida que nunca. Aunque 268
Akama estaba corriendo un gran riesgo al venir a verla en esos momentos, necesitaba hablar con alguien que compartiera el terrible odio que sentía hacia Illidan. Un espanto tremendo se había adueñado del corazón del Tábido. El Traidor tenía planeado profanar otro lugar sagrado para los draenei. No se iba a detener ante nada. Ni siquiera el cementerio más importante del pueblo de Akama se hallaba a salvo de la locura cada vez mayor de Illidan. Pasara lo que pasase, fuera cual fuese el precio a pagar, había que detener al Traidor. Akama lo tenía muy claro, todas las fibras de su ser le indicaban que debía hacerlo. Aunque eso supusiera correr el riesgo de perder su alma, había llegado el momento de llevar a cabo su plan definitivo, aunque fuera a la desesperada. —Está loco —afirmó Maiev—. Siempre lo ha estado. Pero esa es la estrategia más demencial que he oído nunca. ¡Abrir una puerta a Argus! ¿Estás seguro que no quería decir que pretende invocar refuerzos procedentes de ese lugar que lo ayuden a derrotar a la Alianza y la Horda? Akama negó con la cabeza. —Tú no has estado presente ahí. Tú no lo has oído hablar. Cree completamente en lo que dice. Planea seguir adelante con esa estrategia. Ya no le importa nada más. Durante las últimas semanas ha desatendido por entero su reino y ha trabajado febrilmente en este único plan. Lo único que ha hecho es intentar abrir ese portal. Ha confeccionado un hechizo tras otro, ha creado una carta astromántica tras otra. No ha hecho nada más, a pesar de que, mientras tanto, su imperio se desmoronaba. —Tal vez pretenda emplear ese portal para escapar —replicó Maiev, cuya voz se tiñó de cierta preocupación, como si seriamente estuviera considerando la posibilidad de intentar dar caza a esa presa sin ayuda de nadie—. Tal vez espera abrir un camino que lleve a un refugio situado lejos de aquí. Eso deberías comprenderlo, ya que tu propia gente hizo lo mismo en su momento. —Illidan no es de los que huye. Sinceramente, creo que de verdad planea dar con Kil’jaeden y luchar a muerte con él. Las carcajadas burlonas de Maiev resonaron con fuerza. —Perderá. Y todos sus esfuerzos habrán sido en vano. Y todos los tuyos también. Tu querido templo caerá en manos de la Alianza o la Horda. Libérame. Así, al
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menos, si el Templo acaba en manos de la Alianza, podré interceder a tu favor y cerciorarme de que se lo devuelven a tu pueblo. Akama la miró y sonrió. —No tienes que preocuparte por eso. He elaborado mis propios planes al respecto. Lo único que tienes que hacer es ser paciente. —¿Por eso me has visitado tan a menudo, Tábido? ¿Porque aún piensas que podrás utilizarme como una pieza más en tus maquinaciones? —Si fuera así, ¿qué más daría? Si pudiera liberarte de este sitio y ayudarte a dar los primeros pasos en el sendero de la venganza, ¿acaso importaría? —Has hecho tales promesas con anterioridad. —Ah, pero entonces no era el momento adecuado. Ahora sí. Akama se marchó, gozando del silencio meditabundo que dejaba atrás, mientras Maiev reflexionaba sobre las palabras de este. En la lejanía, la tierra tembló mientras la Mano de Gul’dan entraba en erupción. Últimamente, eso era muy habitual. Se trataba de un mal presagio.
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CAPÍTULO VIENTISÉIS EL MES ANTERIOR A LA CAÍDA
L
as cenizas crujieron bajo los pies de Illidan cuando este aterrizó delante de
las puertas destrozadas de Auchindoun. Sobre él se alzaban las ciudades de la ciudad mausoleo, que eran tan grises como los páramos del entorno. En la distancia, un enorme carroñero atizahuesos cruzó el cielo batiendo las alas. Un decrépito uñagrieta, al que le habían abandonado del todo sus colosales fuerzas, se tambaleaba por aquel erial. El frío viento levantaba y agitaba el polvo, lo que generaba unos riachuelos de arena que fluían en hilillos. Daba la impresión de que aquella ciudad había sido antaño una gigantesca cúpula, similar al casco de algún titán, a la que habían hecho añicos; cuyos fragmentos se habían esparcido luego por toda esa tierra árida situada tras él. Percibió el pulso distante de la magia palpitando entre las torres del espíritu que se elevaban sobre el Vertedero de Huesos. ¿Cuál era el propósito de esas construcciones? No lo tenía muy claro y eso le inquietaba, pues a pesar de que había estado toda la vida estudiando magia para poder dominarla, todavía había algunas lagunas en sus conocimientos. Incluso los orcos viles del clan Sombraluna, quienes normalmente eran unas criaturas extremadamente valientes y agresivas, se encontraban intranquilos. Había algo en ese lugar muerto que incluso era capaz de penetrar en esas mentes repletas de ira y despertar algo parecido al espanto en ellas. Eso en sí mismo resultaba bastante perturbador, ya que, de todos los clanes orcos que se hallaban a su servicio, el Sombraluna era el que más acostumbrado estaba a la nigromancia y la hechicería
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oscura. Su capitán, Grimbak Shadowrage, quien les arengaba y animaba entre gruñidos, logró calmar a sus tropas, que aguardaron sus órdenes. Illidan tenía la boca pastosa y un nudo en la garganta. Notaba un extraño sabor en el paladar y un raro olor en las fosas nasales, como si esas diminutas partículas de hueso que flotaban en el aire se le hubieran metido en la nariz y le hicieran cosquillas en la lengua. Era como si algunos pequeños fragmentos de todos los esqueletos enterrados bajo ese polvo hubieran hallado el camino hasta el aire. Decidió ignorar esa sensación y examinó las ruinas. Esa ciudad había sufrido algún desastre espantoso. Eso estaba claro, cuando menos. Unas descomunales rejas de metal retorcido emergían de la mampostería rota, como unas costillas que asomaran entre la carne putrefacta de un cadáver. Según Akama, ese era el lugar sagrado donde se habían enterrado los huesos de los draenei muertos. No obstante, ahí había sucedido algo horrible. Circulaban muchos rumores contradictorios al respecto: uno de ellos era que se había despertado a los muertos con un ritual tenebroso, otro decía que los orcos habían manipulado algo que más les valdría no haber perturbado y que habían desatado unas fuerzas terriblemente malévolas, otro distinto afirmaba que la Legión Ardiente había probado en ese emplazamiento un arma horrible y que las malévolas energías resultantes lo habían envuelto todo. Illidan sabía la verdad, pues esta se la habían revelado los recuerdos de Gul’dan, que había obtenido al absorber el poder de la calavera de este. El viejo maquinador había enviado a un grupo de brujos a la ciudad en busca de algunas reliquias enterradas ahí. Los supervivientes le habían contado que las cosas se habían torcido y habían invocado a una entidad muy extraña, la cual había devastado Auchindoun, destrozando la gran cúpula y esparciendo los restos de infinidad de muertos por una zona enorme del desierto. Illidan dio la señal de avanzar. Los orcos viles rugieron desafiantes y marcharon bajo la sombra de las puertas de la ciudad muerta. Sus pisadas pesadas y fuertes parecían profanar ese vetusto silencio. En las sombras, ciertas cosas antiguas y hambrientas aguardaban y esperaban. Daba la sensación de que un millar de ojos los observaban sin ser vistos. Cuando pasaron bajo un gran arco, el polvo crujió bajo sus botas, ya que se había acumulado de tal modo que hacía que a los orcos viles les costara caminar, aunque el Traidor podía desplazarse por encima, simplemente, batiendo las alas. 272
La ciudad había sido construida siguiendo un diseño de anillos concéntricos. En cuanto las fuerzas de Illidan cruzaron el arco se hallaron ante los restos destrozados de otra muralla. Unas escaleras los aguardaban ahí delante. Tanto a la derecha como a la izquierda, lo que en el pasado debía de haber sido una calle muy grande se curvaba y perdía en la distancia. En las murallas exteriores había muchas aberturas que indicaban que había caminos por los que entrar a las tumbas y mausoleos que se encontraban ahí dentro. Todo tenía un aspecto ruinoso y desolado. El viento gemía mientras acariciaba al Traidor y le henchía las alas. Subió por las escaleras desvencijadas, seguido por los orcos viles, y pasó por debajo de lo que quedaba de un arco de triunfo. En cuanto lo atravesaron, se encontraron mirando desde la parte superior de una muralla tan ancha como una carretera a otro anillo de ruinas. Como los anillos de un árbol, pensó Illidan. Desde donde se hallaba podía contemplar con claridad el centro de esa metrópolis muerta. En su día, esa ciudad se debía de haber construido siguiendo un esquema de círculos concéntricos y este había sido uno de ellos. Aunque todo podría haber sido un edificio colosal con muchas cámaras y pasillos. Sin embargo, ahora, suelos enteros se habían desmoronado y yacían allá abajo, en la tierra. Era desconcertante. Este lugar había sido construido por razones inescrutables para satisfacer las extrañas sensibilidades de los draenei. Quería alcanzar el mismo corazón de la ciudad, pero sabía que no iba a ser una tarea fácil. A pesar de que él habría podido descender volando hasta el nivel más bajo de la zona central, los orcos viles no habrían podido acompañarlo ni tampoco los porteadores de ese gigantesco féretro que contenía la succión de alma. Entonces se abrigó con las alas, como si estas fueran una capa, para protegerse del viento. Al parecer, había cometido un error al venir, puesto que esa misión no podía acabar bien. En ese instante, regresó uno de los exploradores, con una sonrisa triunfal de oreja a oreja. —¡Hemos hallado un camino que lleva al interior de las criptas, milord!
***
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Unos extraños braseros flanqueaban un pasaje abovedado, iluminando unos estandartes ornamentados con unas runas raras. Un esqueleto descompuesto yacía cerca. El aire olía a incienso antiguo y huesos viejos. El hedor nauseabundo de la putrefacción reinaba por doquier. Illidan notó en la garganta el picor del polvo de cadáver que le entraba por las fosas nasales. De inmediato, tras cruzar el umbral de esa cripta subterránea, las sensaciones cambiaron; fue como si Illidan hubiera atravesado una barrera que llevaba a otra dimensión. Los braseros de piedra refulgían con el color verde de la energía vil. Ahí delante caminaba el reluciente y casi traslúcido espíritu de un draenei, cuyos ojos se perdían en el olvido; a pesar de que despertaba más tristeza que miedo, había algo en él profundamente perturbador. Los orcos viles gruñeron de un modo amenazador, pero no hicieron ademán alguno de atacar. Como hechicero que era, Illidan se preguntaba qué eran realmente esos fantasmas. ¿Acaso se trataba de espíritus desencarnados que deambulaban por el mundo? Si era así, ¿por qué no recordaban nada y no actuaban libremente, como hacía su propio espíritu cuando se desplazaba por el Vacío Abisal? El fantasma se movía hacia delante y atrás siguiendo unos patrones muy predecibles, como un mecanismo que se hubiera roto y vuelto loco. Tal vez se hallara enfermo o demente o había perdido algo. O tal vez la magia que había transformado la ciudad mausoleo en un lugar para los muertos sin descanso también había causado eso. Pero tales especulaciones tendrían que esperar, pues había llegado el momento de avanzar. El destacamento de Illidan se adentró aún más en ese laberinto de corredores y criptas. Aunque toda Auchindoun era muy vasta y antigua, la parte subterránea de la ciudad era varias veces más grande que la que se encontraba en la superficie. Unas telarañas de energía espectral se extendían por los techos. Más braseros de energía vil iluminaban montones de huesos, que yacían en grandes pilas, como si un coleccionista demente los hubiera juntado de un modo desordenado. Aquí y allá, entre los adoquines destrozados, se vislumbraba que había unas minas bajo las criptas. En algunas, relucían pepitas de adamantita en bruto. No obstante, los únicos seres vivos visibles eran unas arañas del tamaño de un puño que iban correteando de una sombra a otra.
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Illidan y sus tropas dejaron atrás unos puentes muy extraños y unos enormes ataúdes de piedra. En cuanto entraron en una cámara gigantesca, repleta de sarcófagos colosales, Illidan detectó una presencia realmente escalofriante. Donde hasta hacía solo unos instantes únicamente había habido un pasaje abovedado vacío, se hallaba ahora una silueta brillante que recordaba a un draenei, la cual irradiaba una energía gélida que absorbía vida. Illidan lanzó un rayo y esa cosa se desintegró ante tal avalancha de poder. Como si eso hubiera sido una señal, unas figuras relucientes emergieron de las sombras, irrumpiendo súbitamente. Arremetieron contra los orcos viles y acabaron siendo despedazados en fragmentos resplandecientes de ectoplasma gracias a ciertas armas rúnicas y algunos conjuros muy potentes. Una pila descomunal de huesos cobró vida en cuanto pasaron junto a ella; los fragmentos óseos se reordenaron ellos mismos hasta formar esqueletos capaces de moverse por sí solos, en cuyas manos desprovistas de carne aferraban armas que tal vez hubieran blandido en vida. En los salientes de los muros que rodeaban la cripta, unos draenei vestidos con túnica confeccionaban unos tenebrosos hechizos. Aunque extraían energías de la novida, los que se aprovechaban de ella eran seres vivos, que con sus artes nigrománticas insuflaban vida a los muertos. Illidan ordenó a los orcos viles que acabaran con ellos. Poco a poco se fueron abriendo paso violentamente hasta el centro de la cripta. Mientras avanzaban, la llamada cautivadora y argéntea de los cuernos resonó. Retumbó por infinidad de corredores. Sin lugar dudas, se estaba dando la voz de alarma, se estaba llamando a los refuerzos. Bien, pensó Illidan. Así tendré más con qué alimentar la succión de alma. Las fuerzas del Señor de Outland avanzaron sin miramientos hasta llegar al centro de esa ciudad hechizada, mientras una oleada tras otra de extraños espíritus bramaban por encima de ellos y más y más orcos viles caían. Illidan pensó que era una pena, ya que no había tenido tiempo de preparar la succión de alma y, por tanto, sus muertes no tendrían una gran importancia dentro del gran esquema cósmico.
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No obstante, ahí se hallaba ese lugar al que tanto había ansiado llegar, en las entrañas de la ciudad, bajo esos pasillos y estancias donde había infinidad de cadáveres enterrados. Los orcos viles avanzaban en filas que rodeaban el palanquín sobre el que se hallaba la succión de alma, dentro de un sarcófago de latón, hierro vil y veraplata del tamaño de un elfo. Illidan se elevó de un salto en el aire y notó una oleada de aire frío bajo sus alas. Acto seguido, aterrizó encima del contenedor. Pronunció una palabra mágica y el féretro se abrió violentamente, mostrando la succión de alma. El poder palpitaba a través de esas tuberías de hierro vil, canalizado por las runas inscritas en el lateral de esa reliquia. Estaba orgulloso de esa obra de hechicería, ya que cuando había abierto el portal a Nathreza había logrado reproducir algunos de los efectos mágicos del ritual que se solía utilizar para absorber las almas de los muertos y los moribundos. En cuanto lo activara, la succión absorbería al interior de su vórtice los espíritus inquietos que deambulaban por la hechizada Auchindoun, los desmenuzaría y almacenaría su poder. Tres gemas con forma de lágrima yacían en el centro de aquel artilugio. Ahora mismo, esas gemas eran de un color negro muy apagado, pero en cuanto la succión se llenara, refulgirían con el poder absorbido. Cuando todas ellas brillaran intensamente, tendría el poder necesario como para abrir el portal a Argus. Invocó el poder de la reliquia y estableció un vínculo psíquico entre el artefacto y él mismo. Notó la presencia de este en su mente. Era como si se hubiera abierto un abismo colosal en su propio pecho; algo sediento de poder, ansioso por devorar todo cuanto encontrara. La succión poseía una conciencia agresiva y primitiva. En cuanto Illidan estableció contacto con él, el artilugio le empezó a succionar la fuerza vital cual vampiro. Primero confeccionó unos hechos de protección. Después, otros de dominio, logrando así que esa entidad se doblegara y se sometiera a su voluntad, como lo habría hecho con un demonio. Entonces llegaron más draenei ataviados con túnicas, encabezando la marcha de unas compañías formadas por esqueletos andantes. Al instante, ordenaron a sus tropas atacar. Los orcos viles rodearon a Illidan para protegerlo. —Conténganlos unos minutos y la victoria será nuestra.
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Los orcos viles cerraron filas y alzaron sus armas. Los muertos andantes se abalanzaron sobre ellos en oleadas. Aunque si los hubieran atacado de uno en uno, no habrían sido rivales para los orcos viles, como se les echaban encima en tropel y esas tropas no parecían tener fin, eran un enemigo muy a tener en cuenta. Mientras estos distraían a los orcos viles, los nigromantes lanzaban unas descargas de magia de las sombras. Lo peor de todo eran los espíritus. Iban deslizándose de aquí para allá sin ser vistos, y con sus frías manos espectrales agarraban a los orcos viles y les arrebataban la fuerza vital, dejando solo un cadáver gélido que caía al suelo. Illidan siguió activando la succión de alma para que funcionara a pleno rendimiento. Se concentró todo lo posible, pues sabía que no disponía de mucho tiempo. Los orcos viles no podrían resistir tanta presión durante mucho más. De hecho, unos cuantos cadáveres orcos ya se hallaban bajo el influjo de una artera hechicería nigromántica y arremetieron contra sus antiguos compañeros. Pero la succión se le resistía. Había algo en ese entorno que la ayudaba a hacerlo, prestándole un poder que le permitía luchar contra el Traidor, el cual apretó los dientes y vociferó las palabras de un encantamiento. Los esqueletos se desintegraron y, de inmediato, unas partículas que parecían hechas de sombra brotaron de ellos y fluyeron hasta las fauces de la succión. Al principio, los orcos lanzaron unos vítores, pero enseguida volvieron a estar muy ocupados luchando por salvar el pellejo como para percatarse de que, cuando morían, sus espíritus también eran absorbidos por esa máquina mágica. La avalancha de fantasmas fue absorbida por la reliquia, como cuando el agua se cuela borboteando por una alcantarilla. La succión mostró todo su tremendo poder, atrayendo hacia sí esas almas con su tenebrosa energía mágica, como si se tratara de un imán que atrajera unas limaduras de hierro. La primera de las gemas de la succión brilló con la intensidad de un sol demoníaco. Illidan echó un vistazo rápido y comprobó que la mitad de sus escoltas habían caído. Como no contaban con el apoyo de su magia, estaban perdiendo la batalla. Quiso ayudarlos, pero no podía; debía concentrarse en la succión de alma si no quería que se descontrolara, ya que si eso sucedía, podría explotar y los mataría a todos. Aumentó el ritmo de absorción, con la esperanza de destruir así más espíritus y reunir más poder con más rapidez para poder completar el ritual y cambiar el signo de la
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batalla. Las almas chillaron dentro de la succión. El mero hecho de mantener el sortilegio en pie le hacía sentir un dolor agónico. Entonces dio la impresión de que los nigromantes se acababan de dar cuenta de qué era lo que estaba haciendo. Concentraron sus ataques en él. Una descarga de energía mágica alcanzó a Illidan en un costado. Notó un dolor tan intenso que estuvo a punto de perder el control sobre la succión. Apretó los dientes con fuerza e hizo un gran esfuerzo por mantener activo el hechizo de vinculación. La succión volvió a plantarle cara. Illidan sintió que una parte de su propio espíritu era arrastrada hasta el interior del artilugio. El Traidor se concentró, con el fin de confeccionar un encantamiento de protección que le permitiera resistir el ataque y ralentizar el ritmo al que iba perdiendo su fuerza vital. Mientras hacía esto, notó que iba perdiendo el control sobre el hechizo con el que mantenía dominada la succión. De repente, la segunda gema relució de un modo deslumbrante. Unas chispas de energía espiritual lo rodearon como una ventisca de nieve negra. El poder bramaba ahí dentro, en estado bruto y con rapidez. Si pudiera aguantar solo unos instantes más... Ya solo quedaban en pie un tercio de los orcos viles. Grimbak Shadowrage rugió para insuflar ánimos a los que todavía resistían. Se giró para mirar hacia Illidan y, solo por un momento, la esperanza, la fe y una mirada suplicante planearon fugazmente por su rostro antes de transformarse una vez más en una máscara de guerra que insuflaba ánimos a sus soldados entre gruñidos. A pesar de que el Señor de Outland se planteó la posibilidad de lanzar un contrahechizo a los nigromantes, se dio cuenta de que eso era imposible. No podía mantener a raya la succión de alma, defenderse y lanzar un ataque al mismo tiempo. Ni siquiera él era un mago tan poderoso. A Illidan le flaquearon las piernas y le dio vueltas la cabeza. Las fuerzas lo abandonaban a una velocidad cada vez mayor y hacía todo cuanto estaba en su mano para mantener bajo control la reliquia, cuyo poder iba en aumento. Esto no lo había previsto. Jamás se hubiera imaginado que podría caer en ese lugar tan tenebroso. Iba a morir ahí y todas sus maquinaciones habrían sido en vano. Lo mejor que podía hacer era, simplemente, dejar de controlar el sortilegio que mantenía a raya a la succión de alma, con el fin de que sus energías provocaran una explosión que mataría todo cuanto rodeaba al Traidor. Al menos de este modo se vengaría de sus asesinos. 278
No. No iba a morir ahí. Aún tenía mucho que hacer. Debía cumplir su destino. Debía oponerse a la Legión Ardiente. Sacó tuerzas de flaqueza y mantuvo el artilugio en funcionamiento. Cayó de rodillas mientras le arrancaba la vida. Lentamente, la última gema se estaba llenando de energía. Aguanta. Aguanta, Una oleada de agonía asaltó a Illidan mientras unas descargas de energía oscura llovían sobre él. Grimback Shadowrage se tambaleó y cayó al suelo junto a él. Un puñado de sus escoltas habían logrado retroceder con el capitán sin dejar de luchar en ningún momento y ahora lo protegían con sus propios cuerpos, al mismo tiempo que los muertos andantes y sus amos hechiceros se acercaban. La última gema ya estaba repleta de energía. Illidan pronunció unas palabras que cortaron el flujo de energía y lo encerraron dentro de la reliquia. Se puso en pie con lentitud justo cuando caía el último de los orcos viles. Hizo uso de las pocas fuerzas que le quedaban para abrir un portal que lo llevara al Templo Oscuro. Lo último que oyó fueron los gritos iracundos de los nigromantes mientras tanto la succión de alma como él se desvanecían. Jadeando, se apoyó sobre la fría piedra de su sanctasanctórum. El sudor le perlaba la frente. Apenas podía respirar. Parecía que la habitación daba vueltas a su alrededor y perdió el conocimiento.
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CAPÍTULO VIENTISIETE EL DIA ANTES DE LA CAÍDA
I
llidan estaba sentado en el trono de la cámara del consejo. Aunque habían
transcurrido semanas desde que había regresado de Auchindoun, todavía seguía débil. No había recuperado el nivel de poder que había poseído antes de utilizar la succión de alma. Se volvió a plantear la posibilidad de enviar un destacamento a acabar con esos nigromantes, pero no podía malgastar recursos. Contempló la gran mesa del mapa. Sus ejércitos habían sido arrasados. Su imperio se desmoronaba. Entre la Alianza, la Horda y la Legión Ardiente habían devastado y dividido su reino de Outland. Lo único que podían hacer sus seguidores era resistir en los últimos puestos avanzados que aún seguían en pie en el Valle Sombraluna. Cuando se había sentido lo bastante bien como para oírlos, había escuchado los informes de sus capitanes, que no habían sido para nada alentadores. La culpa era única y exclusivamente suya, puesto que había decidido ir a Auchindoun acompañado solo por sus orcos viles escoltas, puesto que había optado por reservar a los cazadores de demonios para la confrontación final, porque no había entendido que el verdadero peligro lo estaba aguardando en la ciudad de los muertos. Ese exceso de confianza iba a pagarlo muy caro, y quizá también todos los seres vivos. Intentó no pensar en ello. No se podía permitir el lujo de pensar de ese modo. Debía de haber alguna esperanza, alguna pequeña posibilidad de vencer. Si no podía ganar la batalla él mismo, tal vez sus cazadores de demonios sí pudieran, ya que eran poderosos y habían sido adiestrados para librar esa lucha. Aunque quizá todos perdieran la vida, la victoria todavía podía ser suya. 280
Si sigues repitiéndotelo, pensó, tal vez llegues a creértelo de verdad. Esa reflexión amarga irrumpió en su mente, a pesar de lo mucho que intentaba evitarla. La duda era un demonio ante el cual no tenía defensa alguna. Uno a uno, sus consejeros elfos de sangre entraron en la cámara. Por sus expresiones pudo deducir que no le traían buenas noticias. Aunque se levantó del trono y disimuló lo mejor que pudo el dolor que le impedía moverse con soltura, todos tenían la mirada clavada en él, mientras lo evaluaban y hacían sus cálculos. Los ahí presentes eran unos seres despiadados y ambiciosos que no se regían por una moralidad convencional. Lo escrutaban como unos lobos podrían observar al líder enfermo de su manada. Si bien su imperio tal vez hubiera menguado, seguía siendo un imperio; sin lugar a dudas, muchos de los ahí presentes se consideraban más que capaces de gobernarlo e incluso creían que podrían reconquistar lo que se había perdido. Quizá tuvieran razón al respecto. Pero eso no importaba. Illidan se sentía molesto por tener que estar ahí, se sentía molesto por tener que participar en esa charada. Cada minuto que invertía en aplacar a sus consejeros era un minuto que no invertía en concretar esos planes con los que pretendía poner punto y final a la amenaza de la Legión Ardiente. Haciendo un gran esfuerzo, recorrió con la mirada la estancia, ya que todos los presentes debían enfrentarse a la poderosa ira de esas cuencas desprovistas de ojos. El Sumo Abisálico Zerevor fue el primero en hablar: —Nos han llegado unas noticias muy interesantes de Tormenta Abisal. El Castillo de la Tempestad y nuestro antiguo y traicionero príncipe han caído. Aunque no sé si esto es una buena o mala noticia para nosotros... Con suma impaciencia, Illidan hizo un gesto para ordenarle que se callara. Kael’thas se había aliado con Kil’jaeden, así que se merecía el funesto destino que había sufrido, fuera cual fuese. No era digno de que el Señor de Outland perdiera más tiempo con él. Se volvió hacia lady Malande. —¿Alguna noticia sobre las Montañas Filospada? —Lord Illidan, Gruul, el Asesino de Dragones, ha sido derrocado. Pero puedo buscar otros aliados. Solo necesitaré un poco más de tiempo.
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Malande se equivocaba. En esas montañas no hallaría ningún aliado. No obstante, el Traidor asintió como si la creyera. Esa era una cuestión irrelevante. Debía centrarse de nuevo en construir el portal hacia Argus. Tenía que llevar a cabo el ritual final que establecería el punto de destino. —Con todo respeto, lord Illidan —dijo Gathios—. El tiempo es uno de los muchos recursos que se nos están agotando. Debemos lanzar contraataques tanto contra la Alianza como la Horda, hay que enseñarles a tememos, tenemos que recuperar los territorios perdidos. Gathios llevaba semanas insistiendo en eso, desde que había quedado claro cuál era el alcance de las conquistas de los invasores. Desde un punto de vista puramente militar, tenía razón. Si la única preocupación de Illidan fuera defender Outland, debería contraatacar; aunque quizá las cosas habían ido demasiado lejos como para que eso fuera factible, puesto que no contaban ya con fuerzas suficientes como para luchar una guerra en tres frentes. Veras Darkshadow comentó eso mismo y añadió: —Podríamos aliarnos con un bando u otro. Manipularlos para que se enfrenten unos con otros. Eso podría hacernos ganar algo de tiempo. No cabía duda de que Veras creía saber qué era lo que quería oír Illidan. No obstante, también era una propuesta con la que Zerevor y Malande iban a estar en desacuerdo. Una discusión se inició entre los elfos de sangre. Entre tanto, Illidan repasaba mentalmente los planes del portal que lo llevaría a Argus. Todavía había mucho que hacer. Necesitaba más veraplata para las incrustaciones. Tenía que reforzar los hechizos de atenuación que transportarían la energía de la succión de alma hacia el portal. Tendría que cerciorarse de que el flujo de energía era constante y rápido, de que la puerta se abriera con suavidad. Tenía que lograr que la visualización fuera absolutamente clara. Nada podría ir mal, pues solo habría una única oportunidad. Por el momento, tal y como estaba la situación, tal vez pudiera abrir el portal, pero era imposible que pudiera permanecer abierto sin una fuerza de voluntad que lo mantuviera estable. Tenía que dar con la manera de asegurarse de que permanecería estable después de haberlo cruzado. Tenía mucho trabajo pendiente por delante. —¿Qué opinas, señor? —preguntó Gathios—. ¿Qué deberíamos hacer?
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De repente, se sintió muy harto de todo aquello. Estaba harto de oír esas patéticas y absurdas riñas sobre asuntos que ya no le incumbían. Estaba harto de esa sensación de debilidad y lasitud que lo invadía. El tiempo se agotaba y tenía mucho que hacer; además, todo esto era una distracción innecesaria. Illidan agitó una mano en el aire para indicarles que debían marcharse. —Fuera de mi vista —les espetó.
***
Illidan recorrió con la mirada la gran cámara de transferencia. Día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, había ido confeccionando el último y mayor sortilegio con el que generaría un portal. Había grabado cada línea en el suelo con su puño y letra. Él mismo había fundido la veraplata en los alambiques y había llenado con esa sustancia una línea tras otra. Había inscrito las runas por los bordes con icor de demonio que había mezclado con su propia sangre. Cada una de las paredes estaba repleta de unos símbolos de protección muy intrincados basados en sus propios tatuajes. En las zonas donde se unían los conjuntos de símbolos, había colocado unas calaveras de demonios y hechiceros, cada una de ellas tenía grabadas versiones en miniatura de esa sección del patrón para ayudar a canalizar el flujo de energía. Ciertos elementos extra simbolizaban los cuerpos celestes del firmamento de Argus que servían como puntos de referencia. En el centro de ese entramado se encontraba el Sello de Argus, que ahora palpitaba repleto de energía; un enlace directo con el mundo de Kil’jaeden que guiaría las energías desatadas del portal. Todo ello mostraba aún un aspecto incompleto, inacabado. Las grandes máquinas de conjuros que extraerían energía de la succión de alma para suministrársela al patrón no habían sido probadas. Los generadores, unas grandes máquinas de cobre, latón y hierro vil, tan intrincadas como los artilugios de los gnomos, ya casi estaban listos. Todo ese vasto patrón iba cobrando forma, pero muy lentamente. Por otro lado, había superado su debilidad gracias a la magia, que le había conferido la energía y la concentración de una docena de hechiceros inferiores a él; no obstante, eso seguía siendo insuficiente. Todavía iba a necesitar muchas lunas más para completar un 283
encantamiento tan vasto c intrincado; además, podía notar que las arenas del tiempo del reloj de su vida caían con demasiada rapidez. No era el momento más adecuado para dejarse llevar por el pánico. La impaciencia podía arrastrarlo a cometer errores, y en una tarea tan compleja como esa el menor error podría tener consecuencias catastróficas. Debía centrarse en el asunto que tenía entre manos, debía hacer lo que era necesario ese día, a esa hora, en ese minuto. Tenía que completar el enlace entre Outland y Argus. Debía de inscribir las runas que lijarían el punto de destino. Había colocado el incienso y entonado el conjuro. Una a una, las máquinas mágicas cobraron vida, llenando el aire con el hedor del ozono y el azufre. Unos hilillos de energía, una leve brisa de poder comparada con la enorme y rugiente galerna que señalaría que el portal se abría, brotaron de esos artilugios. Las líneas de veraplata brillaron. Por encima de ellas, una imagen especular del patrón, proyectada por el Sello de Argus, cobró forma en el aire. En ese instante, su espíritu abandonó ese cuerpo exhausto. La separación fue más fácil esta vez, era como si al haber usado la succión de alma en Auchindoun hubiera, de algún modo, debilitado el vínculo entre su alma y su cuerpo. Expandió su conciencia y moldeó los flujos de energía del patrón hasta transformarlos en unos hilos muy finos que unió después a su espíritu. Siguió las runas del intrincado patrón hasta el Vacío Abisal. Su alma cruzó ese vacío a una gran velocidad y, una vez más, Argus apareció debajo de él. Contempló ese mundo, que antaño había sido reluciente y hermoso, y acto seguido su espíritu descendió en picado hacia esos cañones de cristal y esas montañas de bordes diamantinos. Avanzó con la mayor cautela posible. En esta ocasión quería establecer el punto de destino del portal. Una telaraña de energía mágica lo mantenía unido a Outland, y aunque había hecho todo lo posible para ocultarla, un hechicero lo suficientemente diestro (ese mundo estaba repleto de ellos) podría ser capaz de detectar al Traidor a menos que este procediera con extremada cautela. Entonces, pensó en ese ser con el que se había topado la vez anterior y la inquietud lo dominó. Al parecer, lo había ayudado, pero sabía que los demonios de la Legión Ardiente podían llegar a ser muy sutiles y arteros. A Kil’jaeden lo llamaban el Falsario por una buena razón.
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Illidan se acercó volando a la ciudad palacio donde moraban los gobernantes demoníacos de la Legión Ardiente. Temía que las estelas de magia que dejaba a su paso cual cometa y que lo unían a Outland pudieran ser divisadas, a pesar de lo finas que eran, a pesar de lo bien que las había ocultado. Ralentizó su avance hasta progresar a paso de tortuga. Percibió algo en el umbral de sus sentidos espectrales que le advirtió de que estaba siendo observado. Intentó localizar a ese ente que lo espiaba, fuera cual fuese, pero este eludió sus percepciones, Su mente entró en estado de alarma. El hecho de que fuera capaz de esquivar sus agudas percepciones incluso cuando se hallaba alerta revelaba que era un hechicero tremendamente habilidoso. Esa cosa podría atacarlo por sorpresa cuando era más vulnerable, cuando estuviera colocando los puntos de resonancia del portal. Esperó durante unos largos instantes a que sucediera algo, pero no ocurrió nada. Tal vez se encontrara atrapado en la red de algún conjuro defensivo diseñado para provocar paranoia y dudas. Kil’jaeden era más que capaz de utilizar una magia tan sutil. Todo momento que Illidan pasaba ahí era un momento perdido, pues aumentaba las posibilidades de que fuera descubierto. Tenía que proseguir con el plan o retirarse a la espera de que llegara un momento más propicio. Era ahora o nunca. Se precipitó hacia el enorme y cristalino palacio de Kil’jaeden, dio con la parte que estaba buscando y confeccionó unos encantamientos. De manera fugaz, surgió un torbellino de energías, un diminuto eco del vasto patrón que se hallaba en el Templo Oscuro. Illidan echó un vistazo a su alrededor, a la espera de ser asaltado, ya que si lo habían detectado, ahora sería el momento idóneo para atacarlo; sin embargo, no se activó ningún hechizo de protección, no se disparó ninguna alarma, sino que el vórtice se esfumó, dejando atrás un rastro de energía prácticamente indetectable. Mientras eso sucedía, Illidan creyó que estaba siendo observado una vez más. Notó de nuevo la presencia de esa entidad que lo vigilaba y la sensación se intensificó. Se sintió como si algo estuviera observando lo que hacía con una curiosidad inmensa, pero cuando intentó localizarlo fue incapaz de hacerlo. Espera. ¿Qué es eso? Una tenue aura de una luz brillante. Aunque se centró en ella, aquello desapareció de sus percepciones, como si se hubiera ocultado, de alguna manera, bajo la piel del universo.
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Tenía que concentrarse en la labor que debía desempeñar. Se estaba distrayendo cuando menos se podía permitir ese lujo. Revoloteó velozmente a través del palacio cristalino hasta llegar a un nuevo destino, una vasta cámara en la que unos súcubos danzaban para entretener a unos generales demoníacos. Una vez más, invocó el sortilegio que anclaba el portal y colocó ese anclaje ahí lo más rápido posible. Como ahora se hallaba más cerca de la sala del trono de Kil’jaeden, el peligro de ser detectado se incrementaba. Intuyó que algo enorme y muy poderoso se cernía sobre él por detrás, con intención de observar qué estaba haciendo, de estudiar la forma en que invocaba el conjuro, de contemplar cómo el ancla se colocaba en su sitio. No se atrevió a interrumpir la confección del hechizo para intentar capturar a esa presencia, puesto que si lo hubiera hecho, todo el ritual habría quedado anulado. Lo único que podía hacer era centrarse en la tarea que tenía entre manos, puesto que, en cualquier momento, una descarga de energía podría acabar con él y enviarlo a las simas del olvido. Hizo un gran esfuerzo para concentrarse y finalizar el sortilegio de anclaje. A continuación, intentó obligar a ese observador a mostrarse, pero una vez más lo eludió. A pesar de que cuando se hallaba en su forma espiritual sus emociones eran menos intensas, la furia lo dominaba. No le gustaba que jugaran con él y tenía la sensación de que eso era precisamente lo que estaba ocurriendo: Kil’jaeden sabía que se encontraba ahí y estaba jugando con él; había dejado que se hallara a punto de completar el sortilegio para, en el último momento, capturar y aprisionar su espíritu. Únicamente le quedaban tres anclas más que colocar y, de un modo u otro, todo habría concluido. Una parte de él quería intentar escaparse o provocar que su atacante se mostrara para batallar con él, a pesar de que las posibilidades de triunfo se decantaran exageradamente a favor de su rival. Pudo colocar los dos puntos de anclaje siguientes con gran facilidad. Aunque en todo momento se sintió vigilado y notó que ese observador oculto contemplaba lo que estaba haciendo con una curiosidad enorme, por mucho que lo intentó, no dio con la manera de lograr que esa criatura se mostrara. Acto seguido, con suma cautela, se acercó aún más a la gran sala del trono, donde había una enorme concentración de poder demoníaco. Kil’jaeden se encontraba ahí, así como muchos de sus generales. Ahora, Illidan tenía que ser extremadamente cauteloso, puesto que esos demonios ahí reunidos podrían aplastar como un mero 286
insecto a su forma astral. No cabía duda de que todos esos hechiceros serían capaces de detectarlo a menos que se ocultara de una manera tremendamente habilidosa y lanzara el hechizo de anclaje con sumo cuidado. Se detuvo de nuevo y maldijo en silencio a ese observador oculto, pues sabía que pronto sería atacado, ya que se sentía furioso al ser consciente de que lo que estaba intentando era inútil, aunque sabía que no tenía otra alternativa. Tal vez otro pudiera ser capaz de completar su gran sortilegio aunque él acabara siendo capturado ahí mismo; no obstante, albergaba muy pocas esperanzas de que eso sucediera, ya que había muy pocos hechiceros con el talento necesario tanto en Azeroth como en Outland y era muy poco probable que pudieran concluir su encantamiento. Pero ¿qué podía hacer si no? Tras haber llegado tan lejos no le quedaba más remedio que continuar. Se armó de valor e invocó el último conjuro de anclaje. Ese era el momento más peligroso: porque en vez de cobrar forma y desaparecer sin más, este vórtice desprendería un pulso de energía mágica que saltaría hasta el ancla más lejana y luego a la siguiente, hasta formar un pentáculo, hasta completar el complejo entramado de runas, hasta replicar el patrón de energía mágica que se encontraba en su sanctasanctórum de Outland. El principio de resonancia armónica establecía una conexión entre los dos grandes símbolos. A pesar de sus recelos, lo embargó la emoción del triunfo. El vínculo entre Argus y Outland había quedado establecido. El portal podría ser activado en cuanto el patrón se hubiera completado. No obstante, solo pudo disfrutar de esa victoria por un latido, ya que, al instante, se produjo un ataque. Un ataque de un poder asombroso, que se llevó por delante su forma espiritual con la misma facilidad que un orco podría raptar a un niño. Era como un nadador atrapado por una resaca oceánica. Daba igual cuánto se esforzara, no podía luchar contra la corriente. Dejó de resistirse, dispuesto a guardar fuerzas para cuando llegara lo peor. Emergió en una llanura de luz. Ante él, relucía un ser de líneas geométricas perfectas, que se retorcían de tal manera que parecían desaparecer y reaparecer un instante después de un modo totalmente distinto. Su mente se sumió en el desconcierto, ya que era incapaz de asimilar tanto cambio tan rápido. Aunque Illidan se preparó para lanzar el hechizo más destructivo que podía lanzar en su forma astral, la criatura no atacó, En ese momento, se percató de que había 287
visto a un ser parecido en el Bancal de la Luz en Shattrath; no obstante, esta criatura poseía incluso más poder que A’dal y sus seguidores. —Eres un naaru —dijo al fin Illidan, cuando se hartó de tanto silencio. —Soy un naaru muy antiguo. Tal vez sea el más vetusto de todos los que quedan en estos universos. —¿Por qué estás aquí? ¿Acaso eres un sirviente de Sargeras o Kil’jaeden? Un dulce regocijo emanó del naaru. Unas chispas de luz rodearon su forma, como si fueran la manifestación visible de las notas de una risa. —No. Una leve sensación de alivio recorrió a Illidan por entero, a pesar de que podría tratarse de un truco para sorprenderlo más adelante con la guardia baja. —Entonces, ¿qué haces aquí? —Te estaba esperando. —¿Sabías que iba a venir? —Tú o alguien como tú estaba destinado a aparecer aquí. El universo arroja siempre campeones a la cara de aquellos que pretenden destruirlo. —Quizá podría haber escogido a uno mejor. Esas palabras brotaron de sus labios sin que pudiera impedirlo. —No lo creo. Eres lo que eres. La forja de los días vividos te ha moldeado tal y como eres. Como un arma que apunta al corazón de un gran demonio. —Me gustaría pensar que soy un ser más consciente que mis Gujas de guerra. —Eso es lo que te hace tan peligroso. —Así que el universo me ha elegido para que mate a Kil’jaeden —replicó con un tono sardónico, a pesar de que las llamas de la esperanza centelleaban en el fuero interno de Illidan. Al fin y al cabo, tal vez, si lo que este naaru decía era cierto, había alguna posibilidad de lograr la victoria. 288
Ese remolino de luces dio una respuesta negativa. —No. Tu enemigo está muy por encima de Kil’jaeden. Está muy por encima de, incluso, Sargeras y la Legión Ardiente. —Estupendo —contestó Illidan—. Y yo que creía que ellos ya eran muy poderosos... Una vez más, la sospecha de que todo eso podría ser una trampa sutil y burlona tendida por Kil’jaeden cobró forma en su mente. Intentó mantener a raya ese pensamiento tan amargo, pues si estaba en lo cierto, daba la sensación de que todos su sacrificios habían sido en vano; si se trataba de una trampa, la lucha ya había acabado; si no lo era, entonces las cosas estaban aún mucho peor de lo que creía. —El Vacío es un adversario mucho más poderoso que la Legión Ardiente. Es el rival definitivo de la Luz. Será necesario que todos los pueblos de Azeroth y Outland se unan para plantarle cara. —El naaru dejó de centellear—. ¿No me crees? Como veo que has perdido toda fe y esperanza, debes saber esto. Antes de que Illidan pudiera defenderse de algún modo, una descarga de Luz pura surgió del naaru. La energía alcanzó las cuencas vacías de sus ojos y las llenó de un fulgor dorado. El Señor de Outland se preparó para sentir una oleada de agonía que no llegó. En el pasado, un ataque realizado con esa clase de magia siempre le había hecho sufrir un dolor espantoso, como solía ser habitual en cualquiera que empleara la magia vil. Un brillo deslumbrante se adueñó de todo su campo de visión y, acto seguido, se desvaneció. De repente, se encontró contemplando un terrible campo de batalla. Entre esas montañas de cadáveres, una figura alada batallaba en la vanguardia de las legiones de la Luz. Un fulgor dorado envolvía sus gujas de guerra, con las que partía en dos a los demonios con unos golpes muy potentes. Los soldados que lo rodeaban miraban a su líder sobrecogidos y maravillados. A Illidan le llevó un rato darse cuenta de que las facciones de ese ser eran las suyas, ya que había mutado, pues sus ojos brillaban con la intensidad del sol. Este avatar de la Luz tan sereno y pacífico parecía ser muy poderoso. Su semblante reflejaba una gran confianza y estaba desprovisto de todo sufrimiento. Mientras Illidan observaba la batalla, esa figura alada se elevó en el aire, desafiando a esas gigantescas entidades de la oscuridad, a esas creaciones del mal del Vacío. Un halo le rodeaba la cabeza. Su cuerpo brilló entonces con más fuerza que el 289
sol y de sus brazos extendidos brotaron unos rayos de Luz dirigidos contra sus enemigos. Todo eso parecía tan justo y correcto, era como si estuviera teniendo una visión de un futuro aún no nacido. Por un momento, fue capaz de creer que era posible, pero entonces las dudas volvieron a atenazarlo. Eso no podía ser cierto, puesto que era un camino que nunca había emprendido. Él no era así. Él era un luchador y un asesino, que se dejaba llevar tanto por la oscuridad y sus propios deseos como por la necesidad de hacer el bien. —Desafiarás a la muerte —oyó decir al naaru, al mismo tiempo que la visión se desvanecía—. Yo lo he visto. Fueras quien fueses antes, seas lo que seas ahora, serás un campeón de la Luz en el futuro. El naaru hablaba con tal seguridad que disipó la incertidumbre de Illidan. Por un momento notó que la Luz lo abrazaba y una sensación de paz le invadió el corazón. Acababa de tener una visión de su propia redención, que superaba con creces todas sus esperanzas. Mientras entraba en comunión en silencio con el naaru, una sensación de paz lo dominó por entero. Si bien ese momento solo duró un instante, cuando acabó Illidan tuvo la sensación de que había transcurrido una vida entera. —Serás un héroe —le aseguró el naaru—. Pero pagarás un alto precio por ello. —Como siempre.
***
El momento terminó. Illidan se puso en pie, imbuido de una gran sensación de paz. Ese entramado de Luz, esa llanura deslumbrante, se desvaneció y Argus volvió a cobrar forma alrededor del naaru y él. Se dio cuenta de que siempre había estado ahí. La realidad en la que se había hallado inmerso había sido por entero un espejismo, una ilusión del poder de ese ente. De repente, notó una punzada de miedo. Tal vez lo hubieran detectado. Los esbirros de la Legión Ardiente podrían estar aproximándose en esos instantes. Daba igual que el naaru fuera amigo o enemigo, lo único de lo que cabía duda era de que los estaba poniendo a ambos en peligro. 290
—Adiós —dijo el naaru. Una extremidad de luz brotó centelleando de su cuerpo, con la que acarició a Illidan en la frente. El Traidor notó el contacto y tuvo la sensación de que acababan de hacerle otro tatuaje. Le quemó de un modo extraño, como si se luchara contra el poder vil que encerraban el resto de sus tatuajes; acto seguido, se fusionó con ellos y desapareció. El contacto se rompió y el naaru desapareció de su vista, como si nunca hubiera estado ahí. Una vez más, esa visión en la que se veía transformado se adueñó de su mente. ¿Acaso eso podría llegar a ser verdad? ¿Realmente lo aguardaba el camino de la redención? Jamás se había atrevido a imaginar que tal cosa fuera posible; aun así, el naaru creía que eso ocurriría. Creía en él. Solo por un momento, él también se lo creyó. Pero entonces apartó ese pensamiento de su mente, aunque reflexionaría al respecto más adelante, pues todavía había mucho que hacer. Illidan observó los puntos de anclaje del portal con detenimiento. Podía percibirlos, sabía que estaban ahí. Con suerte, ningún demonio los descubriría, aunque estuviera buscándolos. Era hora de marcharse, ya que llevaba ahí demasiado tiempo. Dio por terminado el conjuro de viaje astral. Al instante, su espíritu atravesó a una velocidad inusitada el Vacío Abisal y entró violentamente en su cuerpo. Delante de su frente flotaba una runa, que solo podía ver gracias a sus sentidos espectrales. Sabía que ese fulgor era un reflejo de la marca que el naaru le había dejado en la frente. Mientras lo asimilaba, esa runa se desvaneció y se tomó invisible, se esfumó como si el encuentro con aquel ser no hubiera tenido lugar. Se concentró e intentó recordar ese encuentro, empleando para ello todos los trucos memorísticos que había aprendido como hechicero. Estaba seguro de que había ocurrido realmente y de que la visión que le había revelado el naaru era verdad. No obstante, eso no quería decir nada, puesto que esa criatura podría haber estado jugando con su mente, por supuesto. Pero si era tan poderosa como para hacer algo así... Cualquier ser podría llegar a volverse loco si pensaba en tales cosas. Mientras se acostumbraba a tener un cuerpo de nuevo, oyó unos golpes; alguien estaba llamando a la puerta y esos golpes eran audibles a pesar de los conjuros de protección y defensa que había levantado. Pronunció las palabras mágicas que abrían el sanctasanctórum y la puerta se abrió; tras ella, se encontraban sus consejeros.
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—Lord Illidan —dijo el Sumo Abisálico Zerevor—, debes venir a ver lo que está sucediendo con tus propios ojos. El Templo Oscuro está siendo atacado. El Señor de Outland no le ordenó marcharse de inmediato porque detectó cierto tono de premura en su voz. Abandonó esa postura de meditación y se levantó, dispuesto a acompañarlos. Entonces, se dio cuenta de que uno de sus consejeros no se encontraba ahí. ¿Dónde se había metido Akama?
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CAPÍTULO VIENTIOCHO EL DÍA ANTES DE LA CAÍDA
M
aiev alzó la mirada y vio a Akama junto a la puerta que llevaba a su jaula
una vez más. —¿Has venido a hacerme promesas en vano de nuevo? —preguntó la celadora, a quien le resultó muy difícil que una cierta amargura se reflejara en su voz. Akama se acercó renqueando, ladeó la cabeza y la miró directamente a la cara. La intensidad de su mirada era tal que se sintió muy incómoda, aunque no lo demostró. —No —respondió el Tábido, quien no pudo impedir que su tono de voz revelara cierto agotamiento o miedo—. ¿Te sientes con fuerzas? —Déjame salir de esta jaula y te lo demostraré. Maiev llevaba meses reservando fuerzas. A pesar de que estaba segura de que nunca se había hallado tan fuerte, los conjuros que la retenían ahí todavía resistían. —¿Aún recuerdas cómo se empuñaba un arma blanca? —inquirió Akama. Maiev sintió la tentación de lanzarle una réplica desdeñosa, pero vio algo en su actitud que se lo impidió. —Eso es algo que jamás podría olvidar. —Eso espero —apostilló Akama. —¿Por qué has venido? 293
—Porque la Horda y la Alianza están asediando el Templo de Karabor. Se han aliado con los Aldor y los Arúspices. Incluso cuentan con la ayuda de algunos naaru. Pronunció esas palabras con suma rotundidad. —¿Acaso el Traidor te ha enviado aquí para que me mates? ¿Acaso carece del coraje necesario para hacerlo él mismo? Akama se llevó un dedo rechoncho a los labios. El líder de los Ashtongue meditó lo que iba a responder y, únicamente por un breve instante, una levísima sonrisa se dibujó en su rostro. —No eres tan importante para él. A pesar de que su imperio se desmorona y cae pasto de las llamas, parece estar más preocupado por otras cosas. Por suerte para ti y para mí. Aunque las llamas de la esperanza se avivaron en el corazón de Maiev, mantuvo un gesto impasible. No quería dar a sus enemigos la satisfacción de saber que habían pulsado la tecla adecuada a nivel emocional. —¿Crees que lo derrocarán? —¿Quién sabe? Incluso ahora sigue siendo el ser más poderoso de Outland; además, cuenta con unos tenientes de un conocimiento similar al suyo. Por otro lado, este templo es una fortaleza sin parangón en este mundo; podría resistir aquí dentro durante años. También cabe la posibilidad de que sus enemigos se acaben peleando entre ellos. Le conozco desde hace demasiado tiempo como para saber que no va a caer fácilmente. —Aun así, crees que podrían derrocarlo. —Si un pequeño destacamento con un poder suficiente pudiera infiltrarse en el templo, si contaran con la ayuda adecuada... —Y, por supuesto, tú estás en posición de prestar tal ayuda. Perdóname si me cuesta creerte. Tengo la impresión de haber oído esta historia antes. La última vez, las cosas no acabaron demasiado bien para aquellos que me acompañaban ni para mí. Ni siquiera para tu gente si la memoria no me falla. Si bien Akama al menos tuvo la dignidad de parecer avergonzado, siguió mirándola a los ojos. 294
—Esta vez, de un modo u otro, el final será muy distinto. —No te creo. —Tengo algo que tal vez pueda convencerte. —¿De qué se trata? —preguntó Maiev de la manera más desdeñosa posible, a pesar de que no pudo evitar que las llamas de la esperanza ardieran aún con más fuerza en su pecho. —Retrocede —le pidió Akama, quien aguardó a que la celadora se apartara y, a continuación, invocó un poderoso flujo de magia. Los conjuros que la mantenían encerrada cayeron. Como era incapaz de creerse lo que estaba viendo, Maiev empujó la puerta de la celda, que se abrió al instante. Aunque sintió la tentación de abalanzarse sobre Akama para partirle el cuello a ese traidor, estaba desarmada y el Tábido seguía siendo muy poderoso; además, estaba segura de que unos escoltas se hallaban cerca, dispuestos a responder de inmediato a su llamada. —Si me la estás jugando, te mataré, anciano. Esas palabras brotaron de sus labios sin que pudiera evitarlo. —Tal vez te resulte difícil, ya que careces de armas y de una armadura — replicó Akama. —Confío en que pongas remedio a eso de manera inmediata. —No te equivocas al depositar tu confianza en mí... esta vez.
***
Maiev se puso los guanteletes y, a renglón seguido, cogió el yelmo y se lo colocó en la cabeza, como si fuera una corona. Un complejo entramado de magia protectora se activó a su alrededor. Ahora volvía a tener poder y no iba a permitir que la
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volvieran a encerrar en una prisión. Esta vez, si se trataba de una trampa, más les valdría matarla. Akama se encontraba cerca de ella en ese cuarto de la guardia y sostenía la media luna umbría de la celadora. Maiev había podido comprobar que el camino hasta esa sala estaba sembrado de cadáveres de demonios. Los únicos carceleros que quedaban en pie eran Ashtongue. Los demonios estaban muertos, lo cual era una pena, puesto que le habría encantado haber podido matar ella misma a esas abominaciones. Extendió un brazo de manera autoritaria, exigiendo así que le entregara su arma. Akama contempló esa arma blanca, como si estuviera intentando adivinar qué iba a hacer la celadora con ella en cuanto la tuviera en las manos. —¿Temes que te vaya a matar? —Temo que lo vayas a intentar. —¿Por qué no debería hacerlo? —Porque no eres estúpida. No nos enredemos en jueguecitos propios de necios, Maiev Shadowsong. Si has recuperado la libertad es porque yo te he liberado. Puedes satisfacer tu infantil sed de venganza o puedes ayudarme a vencer a tu verdadero enemigo. —Puedo hacer ambas cosas. —No. No puedes. Solo yo puedo lograr que entres en el Templo de Karabor. Solo yo puedo guiarte hasta el Traidor. Decide ahora a quién deseas matar. A él o a mí. Tú eliges. —¿Por qué debería creerte esta vez? —Porque he arriesgado mucho más que mi propia vida al haberte liberado. He puesto en peligro a mi propia alma y a mi propio pueblo. Te he mantenido con vida con un propósito, Maiev Shadowsong. Te he protegido como si fueras mi mayor tesoro. Si me sigues hoy, te enfrentarás a Illidan y tal vez incluso lo derrotes. Si me matas, podrás huir, pero quizá nunca vuelvas a tener otra oportunidad de matar al Traidor. ¿Qué decisión vas a tomar? Sin mediar más palabra, Akama le lanzó el arma para que la cogiera. El Tábido permaneció alerta. Maiev sopesó la media luna. Le dio vueltas en la mano una y otra 296
vez. Si había algún conjuro capaz de convertirla en una trampa, era incapaz de detectarlo. Por un instante, sintió la tentación de clavarle esa hoja en el corazón al traidor de Akama, pero se contuvo. —Te perdono la vida. Haré justicia con Illidan. —No —le corrigió Akama—. Te vengarás de él. Creo que eso te hará sentirte más satisfecha.
***
Illidan examinó la situación desde las almenas. Una avalancha de seres de carne y hueso embutidos en armaduras se estrellaba contra las murallas del Templo Oscuro. Una lluvia de conjuros caía sobre los hechizos de protección. Millares de soldados avanzaban para batallar contra sus demonios. Allá abajo percibió la presencia de ciertos seres que no eran mortales. Discernió la luz palpitante de los naaru. Ya podía ir despidiéndose de esas promesas que le había hecho en Argus aquel vetusto naaru. Al parecer, solo uno de ellos tenía fe en su futuro. Sin duda alguna, esos seres de allá abajo estaban en su contra. Illidan se encogió de hombros y las alas enfatizaron ese gesto. —Da igual. Sus consejeros parecían hallarse estupefactos. Un par de ellos sonrieron y trataron de poner buena cara al mal tiempo, como si creyeran que su líder tenía un plan que podría salvarlos. —Confiamos en su buen juicio, señor —aseveró Gathios el Devastador. —Más te vale confiar en las murallas del Templo Oscuro —replicó Illidan—, así como en sus propios conjuros y armas. Bajen y prepárense para batallar. No creo que nuestros invitados vayan a marcharse en breve, así que deberíamos recibirles como es debido. El Señor de Outland se planteó la posibilidad de dar la orden de que Maiev fuera ejecutada antes de que pudiera ser rescatada. De ese modo, podría saciar su sed de 297
venganza, aunque fuera solo levemente; no obstante, tal vez fuera la única revancha de la que gozaría ese día. Pero ¿quién sería el verdugo? Akama tal vez. Pero ¿dónde estaba el Tábido? Illidan invocó el hechizo que había lanzado en su momento sobre el líder de los Ashtongue, puesto que seguía activo. Esa sombra todavía seguía en su poder y podría ser desatada si era necesario. Saber eso le proporcionaba una cierta satisfacción. Pero no. Aún no mataría a Maiev, no cuando todavía cabía la posibilidad de hacerla sufrir. Un grupo de paladines draenei, ataviados con tabardos de la Alianza, cargaron por el camino contra las puertas del Templo Oscuro. Como no podía ser de otra forma, esos patanes mojigatos lideraban el ataque, ya que creían que debían oponerse siempre al mal, allá donde lo encontraran, y él encajaba en la simplona concepción que ellos tenían sobre el mal; desde su punto de vista, encajaba a la perfección en ese papel. Los guardianes demoníacos del Traidor corrieron en tropel a enfrentarse con ellos. Unos martillos mágicos chocaron con unas armas demoníacas. En medio de toda esa terrible confusión resultaba difícil saber quién había ganado. Entonces pudo verse cómo los soldados de la Alianza retrocedían. Una compañía de trolls de aspecto brutal de la Horda entró en acción para reforzar a los paladines. Entre ellos se movían raudas y veloces unas figuras envueltas en sombras que atacaban con un poder asombroso y de un modo muy letal en cuanto los demonios les daban la espalda. Illidan era capaz de ver el brillo de los sortilegios que las ocultaban cuando se movían; sin embargo, daba la impresión de que sus aliados demoníacos eran incapaces de verlo. Parecía que los atacantes iban a imponerse, pero entonces una lluvia de meteoros impactó contra el suelo alrededor de la zona donde se estaba combatiendo, los cuales resultaron ser unos infernales al abrirse. Todo esto era obra de unos brujos que se hallaba en el interior del templo. Illidan evaluó la situación. El templo contaba con suministros suficientes y los hechiceros que estaban en él podían invocar ayuda demoníaca casi indefinidamente. No obstante, entre los atacantes había algunos magi, así como otros seres que podrían contrarrestar las acciones de sus brujos. Unas nubes de polvo se elevaban en la lejanía, anunciando la llegada de refuerzos para los atacantes. Contaban con la ventaja de la superioridad numérica y, con casi toda seguridad, cada vez serían más. La Alianza y la Horda contaban con todos los recursos de un mundo entero y con unos ejércitos curtidos en infinidad de batallas. Su
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presencia frente a sus murallas era una perfecta muestra de lo fuertes que se habían vuelto. Examinó sus propias defensas. En las zonas de adiestramiento se habían reunido los orcos del clan Dragonmaw. Por encima de él, los dragones volaban en formación. Sus tropas se habían congregado formando compañías alrededor de las máquinas de asedio. En la entrada del Santuario de las Sombras, se hallaba Supremus; el abisal se alzaba imponente sobre los gigantescos extiendemiedos Illidari que pululaban por el patio, batiendo las alas y con las armas en ristre. Cualquier atacante que fuera capaz de sortear a Supremus tendría que entrar en el Santuario de las Sombras, donde se enfrentaría a más demonios y hechiceros. Y después de estos, los aguardaban más y más barreras defensivas. Illidan volvió a contemplar aquel ejército que asaltaba el templo. Alrededor de las puertas se estaba produciendo una gran conmoción: unos enormes arietes avanzaban empujados por la hechicería, mientras una oleada tras otra de tropas Aldor y Arúspices batallaban contra los defensores demoníacos. No importaba lo fuertes que fueran las defensas. El enemigo contaba con fuerzas suficientes como para conseguir que el templo acabara cayendo. A Kil’jaeden lo apodaban el Falsario por una buena razón: al parecer, los había vuelto a engañar a todos una vez más. No había traído a sus propias fuerzas hasta ese lugar porque sabía que no le haría falta, puesto que la única manera de debilitar a sus enemigos era enfrentándolos unos contra otros. En cuanto esta batalla concluyera, la Legión intervendría y los destruiría. Al defender el templo con tanto empeño, Illidan lo único que estaba logrando era hacerle el trabajo sucio a Kil’jaeden. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Si se rendía, no conseguiría nada, ya que sus enemigos habían jurado matarlo. Lo único que podía hacer era resistir hasta que el portal estuviera acabado, y entonces... Illidan había cometido un error al centrar toda su atención en la Legión Ardiente y la búsqueda de Argus. Se envolvió con sus alas, las cuales apretó con fuerza por un instante, pero enseguida las relajó, aunque para ello tuvo que hacer un gran esfuerzo. Esto era una mera distracción. El Templo Oscuro era la mayor fortaleza de Outland. Tenía tiempo suficiente para abrir el portal hacia Argus, pero debía ponerse manos a la obra ya. 299
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Illidan regresó a la cámara donde estaba confeccionando el sortilegio. Le dolía la cabeza. Se sentía débil físicamente. Las dudas lo asolaban a muchos niveles. ¿De verdad iba a tener el tiempo suficiente como para completar el portal? ¿Y si las fuerzas que asediaban esa ciudadela daban con un punto débil en las defensas? ¿Y si había errado en sus cálculos incluso en ese aspecto? También podrían entrar por el alcantarillado, por lo cual debería enviar más nagas y elementales pare reforzar las tropas del Gran Señor de la Guerra Naj’entus. Observó el patrón a medio acabar, que habría podido llegar a ser su obra maestra. Cogió la Calavera de Gul’dan y le dio vueltas y más vueltas en las manos. ¿Te sentiste así al final, viejo orco? ¿Derrotado incluso antes de empezar? Se acercó al borde de ese patrón, contempló los símbolos escritos con su propia sangre y leyó esos mensajes de poder que, prácticamente, estaban a punto de cobrar vida y abrir un pasaje que cruzaría toda la faz del universo. Había creído que había tenido en cuenta todos los posibles factores a la hora de concebir su plan. Había pensado que contaría con el tiempo suficiente. Entonces giró el cráneo, de tal modo que pudo clavar su mirada en esas cuencas vacías. Esa calavera parecía burlarse de él con esa amplia sonrisa. En ese instante se acordó de la visión que el naaru le había mostrado. ¿Acaso eso también había sido una burla? Aferró con más fuerza si cabe el cráneo y a punto estuvo de hacerla añicos. La lucha no había acabado. Reorganizaría las defensas del Templo Oscuro. Haría él mismo las veces de ancla para el portal si era necesario. Podría mantener la puerta abierta haciendo uso de su fuerza de voluntad si tenía que hacerlo. No iba a fracasar ahora que se hallaba ante el último obstáculo. Iba a atacar el corazón de la Legión Ardiente y no importaba cuál fuera el precio a pagar.
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CAPÍTULO VIENTINUEVE EL DÍA DE LA CAÍDA
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aiev observó detenidamente las inmensas murallas del Templo Oscuro.
La fortaleza se alzaba imponente sobre ellos, mostrándose totalmente inexpugnable. Unos colosales pinchos de piedra emergían de sus muros como espadas hendiendo el cielo. Akama contempló la estructura como alguien que se moría de sed en el desierto podría mirar una fuente de agua espumosa. Su mira estaba teñida de esperanza y desesperación al mismo tiempo. Permanecía completamente ajeno al fragor y a la carnicería de la batalla que estaba teniendo lugar ahí cerca. Solo tenía ojos para ese lugar sagrado. Maiev, sin embargo, no podía ignorar el hecho de que se estaba librando una guerra a su alrededor. Las fuerzas combinadas de los Aldor y los Arúspices habían iniciado el asalto que serviría de maniobra de distracción para que Akama pudiera intentar infiltrarse en el Templo Oscuro. La amargura se extendía por el corazón de la celadora mientras el naaru Xi’ri confeccionaba unos hechizos para protegerlos tanto a ella como a Akama y a los nuevos aliados de Azeroth del Tábido. Los Sha’tar no se habían mostrado dispuestos a ayudarla cuando había ido a por Illidan. Si lo hubieran hecho, los acontecimientos podrían haber sufrido un giro muy distinto en la Mano de Gul’dan y sus compañeros tal vez seguirían vivos. Maiev echó un vistazo a esos aventureros procedentes de Azeroth. Percibió su poder y su nerviosismo. Llevaban semanas ayudando en secreto a Akama, actuando 302
como sus agentes para llevar a cabo misiones que él no podía realizar. Ahora se estaban preparando para atacar al mismísimo Illidan. Se sentían muy emocionados y asustados a la vez, pues iban a infiltrarse en el Templo Oscuro. La propia Maiev se moría de ganas de que el naaru terminara de confeccionar esos hechizos. La hora de su venganza había llegado. Y esta vez el Traidor no escaparía. Notó que cerca de ahí se hallaban unos demonios terribles, cuyo hedor a azufre impregnaba el aire, junto a la peste a carne quemada y a entrañas desparramadas. Había algo en ese olor que la estremeció hasta lo más hondo de su ser. Ese era el aroma de una batalla por la que merecía la pena luchar, una guerra en la que se decidía el destino de mundos enteros. Se protegió los ojos ante tanta luz y observó cómo una compañía Aldor pasaba corriendo junto a la forma reluciente de un naaru mientras se dirigía a enfrentarse contra un destacamento de demonios con alas de murciélago. Los sortilegios ardían en el aire, las armas encantadas alcanzaban sus objetivos. Los Illidari estaban retrocediendo y los espectadores los abucheaban desde las murallas del Templo Oscuro. Entre tanto, unos dracos abisales trazaban unos círculos en el cielo. Un escuadrón de esas criaturas descendió como un rayo, exhalando nubes de una devastadora magia arcana. La celadora permaneció en campo abierto y los retó a que intentaran hacerle daño, ya que gracias a su armadura era totalmente invulnerable a sus ataques. Notó que el naaru completaba los hechizos con los que iba a protegerla y vio que el aire refulgía a su alrededor. La tierra se estremeció en cuanto otra oleada de meteoritos se estrelló contra el suelo y otra oleada de infernales salió trepando de los cráteres que habían provocado. Unos diablos de polvo se elevaron sobre el lugar de la batalla. Una tropa de jinetes irrumpió a gran velocidad para sumarse a la contienda. Akama hizo un gesto dirigido a ella. —¡Ha llegado el momento, Maiev! ¡Desata tu ira! Maiev sonrió mientras echaba a correr. Tras ella, avanzaban a gran velocidad Akama y sus aliados de Azeroth, así como un potente destacamento compuesto por tropas Aldor y Arúspices. Delante de ella podía ver esa turbamulta de demonios que ocupaba esos campos de la muerte que se encontraban ante las puertas del templo. Sátiros, guardias viles y cosas peores cargaron contra ella, quien gritó exultante:
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—Llevo años esperando a que llegue este momento. ¡Illidan y sus perritos falderos serán destruidos! De improviso, de entre las tinieblas de la batalla emergieron unos Señores del Terror alados. Se cernieron sobre ella de un modo muy amenazador, repletos de poder vil. Apuntó con su media luna umbría al más cercano y le abrió un gran tajo, llevándose por delante primero parte de un ala y después una pierna. El demonio cayó violentamente al suelo y, al instante, la celadora se subió de un salto a su espalda, para clavarle esa hoja tan profundamente en la columna vertebral que la punta de esta acabó enterrada en la tierra. Mientras la vida abandonaba al demonio, extrajo su arma y se teletransportó detrás de otro, a la vez que imploraba ayuda a Elune para aniquilar a esa criatura. El aire crepitó lleno de energía mágica al mismo tiempo que Akama y sus demás aliados lanzaban un torrente de conjuros. Los Señores del Terror y sus demonios inferiores cayeron ante ese ataque salvaje, pero se fueron sumando más y más a la contienda. La magia vil vibró en el aire al abrirse un portal cerca. Un nathrezim descomunal emergió de él. La celadora reconoció ese gigantesco ser carmesí: se trataba de Vagath, uno de los peores carceleros a los que Illidan había encomendado la tarea de vigilarla cuando se hallaba en prisión. Se acordó de todas las veces que aquel monstruo le había prometido que la sometería a tormentos sin fin. De algún modo, había logrado escapar de la masacre de la prisión. Pero esta vez se iba a cerciorar de que no escapaba con vida. Akama exclamó: —¡Mata a todos los que nos vean! Illidan no debe enterarse de que estamos aquí. Maiev se abalanzó violentamente sobre el nathrezim. Intercambiaron una serie de golpes, y aunque Vagath era muy fuerte, la celadora lo era aún más. Al final logró que la hoja de su media luna atravesara la pesada armadura que protegía el pecho del Señor del Terror. —¡Ha llegado tu hora, demonio! Un incrédulo Vagath miró hacia abajo. Akama se acercó renqueando hasta Maiev. El nathrezim clavó sus ojos en el líder Ashtongue y dijo:
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—Has sellado tu destino, Akama. ¡El amo se enterará de que nos has traicionado! El Tábido negó con la cabeza. —Akama no tiene ningún amo, ya no. Al mismo tiempo que esas palabras salían de su boca, el portal palpitó una vez más y una avalancha de demonios brotó de él. Al verlo, una ira terrible dominó a Maiev, la cual arremetió contra ellos, golpeando a diestro y siniestro, abriéndose paso de manera violenta entre ellos, como la proa de un barco a través de las olas de un mar sangriento. El enemigo la rodeó por todas partes, con la intención de que quedara atrapada en medio de ellos. Unas hachas de acero vil rebotaron contra su armadura. Unas garras demoníacas se clavaron en su coraza. La celadora contraatacó furiosamente con su media luna, puesto que era consciente de que tenía que cerrar el portal del que salían esos demonios en tropel, ya que si no, su misión habría acabado antes siquiera de empezar. A sus espaldas creyó oír a Akama dar la orden de entrar en el Templo Oscuro. Daba la impresión de que iba a tener que cerrar ese portal ella sola. Vandel miró a través de una buhedera de las murallas del Templo Oscuro. Dio un sorbo a la etermiel que le había sustraído a esos elfos de sangre parranderos en el Gran Paseo y sintió un agradable cosquilleo en la lengua. Otra batalla masiva había estallado al otro lado de las puertas. Miró hacia abajo y vio cómo un destacamento de tropas Arúspices y Aldor cargaban contra los guardianes demoníacos. Se levantaron unas enormes nubes de polvo, que taparon el combate, aunque logró entrever parte de la batalla a través de ellas. Un guerrero elfo de sangre cayó ante un sátiro. Un sacerdote Aldor destrozó a un guardia vil con el cegador poder de la Luz. Al contemplar esa lucha, sintió una extraña emoción, pues era como tener un asiento privilegiado para contemplar el fin del mundo. Se percató de que, al parecer, los sirvientes de los naaru estaban ayudando a un grupo de Tábidos; además, ese no era... ¿Akama?
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Se rumoreaba que Akama se había esfumado, que se había sumado al bando enemigo y que, en esos mismos instantes, estaba conspirando para provocar la caída del Templo Oscuro con los líderes de los Aldor y los Arúspices. Por lo visto, el rumor era cierto. Un leve estallido de rabia surgió del demonio que anidaba dentro de Vandel. Unos recuerdos fugaces de batallas y muertes cruzaron su mente; no obstante, pudo mantenerlos a raya con suma facilidad. De todos modos, parte de esa furia siguió dominándolo al ver cómo esas fuerzas atacantes se congregaban. Qué necios eran. ¿Acaso eran incapaces de darse cuenta de qué era lo que estaba ocurriendo? Creían que habían venido a atacar al demonio que gobernaba Outland. Oh, ¡qué equivocados estaban! Pero era un error muy fácil de cometer. Al ver a esos demonios esclavizados que estaban defendiendo el templo, Vandel podía entender por qué los invasores pensaban de esa manera, ya que Illidan nunca se había tomado la molestia de explicar cuál era su propósito a cualquiera que no formara parte de su círculo más cercano. Aunque tampoco eso importaba demasiado, puesto que, con casi toda seguridad, nadie lo habría creído. Simplemente, habrían pensado que eso formaba parte de algún astuto ardid. Tal vez fuera así. Incluso ahora, después de todo lo que había visto, de todo lo que había hecho y había vivido, Vandel no lo tenía nada claro. ¿Quién sabía realmente qué pensaba el Traidor? Dio otro sorbo a la etermiel y contempló cómo las explosiones pirotécnicas de esos hechizos se abrían paso entre los conjuros de protección de las murallas. ¿Cuánto tardarían en llamar a los cazadores de demonios para que se sumaran a la batalla?
***
Akama guió a su pequeño destacamento hasta las murallas del Templo de Karabor. Mientras tanto, en la lejanía, Maiev luchaba para intentar cerrar el portal. Rezó para que tuviera éxito, o al menos mantuviera bajo control al enemigo durante el tiempo que tanto él como sus compañeros necesitarían para entrar al templo.
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A su alrededor, los demonios guerreaban contra los siervos de la Luz. Detrás de él, notó la presencia de los naaru, lo cual le partió el alma, puesto que eso le recordó a todos aquellos a los que había dado la espalda al pasar a servir al Traidor, a todos aquellos que habían dejado de fiarse de él y cuya confianza esperaba volver a ganarse. Contempló los rostros ansiosos de sus aliados de Azeroth y las expresiones confiadas de sus escoltas Tábidos. Examinó esos huecos vacíos de su fuero interno donde antaño se habían encontrado algunos fragmentos de su alma. Hacía tanto tiempo que sentía que le faltaba una parte de su ser. Prefería morir a seguir así. Lo cual era bueno, ya que eso era precisamente lo que iba a suceder si las cosas se torcían. De hecho, era lo mejor que podría pasarle. No obstante, durante las últimas lunas el Señor de Outland había estado distraído, totalmente absorto en su demencial y grandioso plan. Si se le podía considerar realmente un plan. Incluso ahora, Akama no estaba seguro de si el Traidor pretendía en serio abrir un portal hacia Argus o si todo formaba parte de un gran engaño. Aún se acordaba de cómo Illidan había utilizado la captura de Maiev como un medio de ocultar su verdadero objetivo (abrir un portal a Nathreza), así que no estaba dispuesto a fiarse de nada que le hubiera dicho. Akama se acordó de todos los Tábidos que fueron asesinados cuando se abrió el portal, cuyas almas fueron devoradas, así como de todas las almas draenei que sufrieron el mismo destino en Auchindoun. No podía permitir que Illidan volviera a cometer tales abominaciones. Delante de él se encontraba la entrada al alcantarillado, que estaba protegida por unos barrotes de acero vil y unos hechizos de defensa; no obstante, esas eran las barreras defensivas menos importantes, puesto que otras mucho peores les aguardaban más adelante. Lanzó el conjuro que les abriría el camino y entró. Tenía delante la red de cloacas del Templo Oscuro. El camino ascendía por un desfiladero largo y rocoso hasta llegar a una cámara repleta de elementales y nagas. En la lejanía, oyó rugir al campeón naga, al Gran Señor de la Guerra Naj’entus. Esperaba que sus tropas estuvieran listas para llevar a cabo esa misión.
***
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Mientras su espíritu flotaba sobre ese conjunto de símbolos, Illidan se percató de que alguien estaba llamando a golpes a la puerta del sanctasanctórum y gritaba para llamar su atención. Podía oír todo eso a través de los oídos de su cuerpo, que yacía debajo de él. Introdujo su espíritu de nuevo en su forma física y escrutó su entorno. Oyó una voz de mujer, que se hallaba fuera de la estancia. Al instante, pronunció unas palabras mágicas y el sello de la entrada desapareció. Lady Malande se hallaba ante él y contemplaba aquel enorme patrón con una mirada que reflejaba algo similar al asombro. —Lord Illidan —dijo—. Un destacamento enemigo ha logrado entrar. El Gran Señor de la Guerra Naj’entus ha caído en la entrada del alcantarillado. Nuestros adversarios avanzan. El Traidor tardó unos instantes en asimilar lo que acababa de escuchar. A Naj’entus se le había encomendado la misión de vigilar la entrada sellada de las alcantarillas, acompañado de un pequeño ejército; además, Illidan había enviado refuerzos, por lo que el campeón naga y sus fuerzas deberían haber sido capaces de mantener a raya a un ejército entero. Algo había ido terriblemente mal. Lo habían traicionado. Y lo habían hecho desde el interior del templo. Tal vez los responsables fueran unos elfos de sangre o algunos miembros del pueblo de Akama. Daba la impresión de que se le había agotado el tiempo. Illidan cogió la Calavera de Gul’dan, cuya sonrisa pareció burlarse de él una vez más. Solo le quedaba una cosa por hacer. Tendría que valerse del poder de la succión de alma. Aún podía utilizarla con un objetivo muy concreto.
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CAPÍTULO TREINTA EL DÍA DE LA CAÍDA
M
aiev se hallaba en la parte superior de una montaña de cadáveres de
demonios. Jadeaba de un modo estruendoso. El júbilo de la victoria ardía en su corazón. Había logrado cerrar el portal y detener esa aparentemente incesante avalancha de demonios. Aunque le hubiera gustado que llegaran más. Habría colocado sus cadáveres uno encima de otro hasta alcanzar lo alto de esas murallas y habría entrado en el templo por ahí en vez de por las alcantarillas, tal y como había planeado Akama. Percibió el estallido de una energía muy familiar en el seno del templo. ¡No! Sabía lo que eso significaba. Había notado algo similar anteriormente, en las laderas de la Mano de Gul’dan. En algún lugar del interior de esa fortaleza, Illidan estaba abriendo otro portal, uno mucho mayor que aquel que había atravesado Vagath. Una energía ominosa impregnó el aire al mismo tiempo que esa fisura en el tejido de la realidad se ensanchaba. Tal vez el Traidor estuviera invocando a algún nuevo demonio de las profundidades del Vacío Abisal, aunque lo más probable era que estuviera intentando escapar. No podía permitir que eso volviera a ocurrir. Tenía que entrar ya en el Templo Oscuro. Hoy tenía que poner punto y final a todo aquello. Valiéndose de su poder, se teletransportó rápidamente por todo el campo de batalla y a través del corredor que llevaba al interior de las alcantarillas. Esta vez, Illidan no esquivaría a la Justicia.
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Vandel observó cómo esa figura ataviada con una armadura plateada acababa de masacrar a un ejército de demonios. La reconoció por las historias que había oído contar sobre la batalla de la Mano de Gul’dan. Maiev Shadowsong se había fugado, pero eso debería ser imposible, puesto que la había encarcelado en la Jaula de la Celadora, vigilada por demonios, rodeada por varios círculos de unos terribles conjuros que impedían que huyera. Akama debía de haberla liberado. Vengan a mí ya, mis cazadores de demonios. Una voz reverberó dentro de la cabeza de Vandel. Era una invocación de nivel primordial, que vibró por todos sus tatuajes y penetró en su cerebro con una fuerza irresistible. La llamada trajo consigo la revelación de adonde tenía que ir: a un lugar situado en lo más profundo de la fortaleza, cerca de la cámara del consejo. Se alejó del puesto de observación de esa muralla y corrió hacia esa distante escalera. A su alrededor reinaba un gran bullicio. Las tropas se colocaban raudas y veloces en sus posiciones defensivas. Los cuernos atronaban y los tambores resonaban en el seno del templo a modo de advertencia: en algún lugar se había abierto una brecha en las defensas de la fortaleza. Oyó el fragor del combate en lontananza. El demonio que se hallaba dentro de él lo conminó a correr hacia la batalla, a tomar parte en esa matanza, a liberar unas cuantas almas de su envoltorio mortal. Vengan a mí ya, mis cazadores de demonios. Una vez más, esa orden resonó con fuerza. Esta vez notó cómo esa vibración le estremecía los mismos huesos. ¿Así era como se sentía un demonio cuando lo invocaban desde el Vacío Abisal? ¿Arrastrado por fuerzas que no podía comprender pero a las que intentaba resistirse? ¿Por qué se resistía siquiera? Se trataba de la voz de Illidan y había tanta premura en ella que Vandel estuvo a punto de echarse a llorar. En algún lugar, en lo más hondo de ese templo unas energías muy potentes se agitaron. El cazador de demonios las reconoció: se estaba abriendo un portal, pero no sabía adonde llevaba. 310
¿Acaso Illidan pretendía escapar? ¿O acaso esa abertura la habían creado sus enemigos? Tal vez los traidores que se encontraban dentro de la fortaleza estaban trayendo ayuda de algún otro lugar. Tal vez el mismo Illidan había abierto ese portal, ya que las energías de esa puerta eran muy parecidas a las que los habían llevado a Nathreza. ¿Acaso Illidan había abierto al fin el camino hacia Argus? Solo había una manera de que Vandel supiera la respuesta. En algún lugar de la oscuridad percibió que otros cazadores de demonios se desplazaban y notó la presencia de los demonios que llevaban dentro. Lanzó una maldición. Al parecer, era el que más se había alejado de su maestro, arrastrado por la curiosidad de saber cómo se estaba desarrollando el ataque. En cuanto alcanzó la parte superior de las escaleras, saltó. Vengan a mí ya, mis cazadores de demonios. Esa voz reverberó dentro de su cráneo como el tañido de una enorme campana, cuyos ecos fueron apagándose, haciéndole sentirse muy solo. La sensación de que lo estaban llamando desde las profundidades del templo se intensificó. Ese camino hacia algún otro lugar se encontraba abierto; además, no albergaba ninguna duda de que pronto se cerraría y que se quedaría sin ninguna posibilidad de alcanzar el portal. Descendió las escaleras de diez en diez, saltando de un peldaño a otro con la agilidad de una pantera; se lanzaba hacia delante de cabeza, rodaba por el suelo y se ponía en pie, aprovechando así la fuerza de la gravedad para incrementar su velocidad. Tenía grabada a fuego esa sensación de premura en su mente, que lo obligaba a correr. No se trataba únicamente de miedo, sino de la sensación de que el templo estaba a punto de caer. Tenía la abrumadora sensación de que si no respondía a la llamada, lo iba a lamentar eternamente, de que, de algún modo, no iba a cumplir su destino. Siguió corriendo hacia la zona de adiestramiento. Al otro lado de la entrada oyó al gigantesco Supremus lanzar un rugido de furia, era como si el abisal estuviera combatiendo con algún poderoso enemigo. Unos dragones surcaron el cielo por encima de él a la velocidad del rayo. Unos conjuros estallaron. Los demonios se aproximaron al Santuario de las Sombras; daba la impresión de que se estaban preparando para bloquear el paso a unos intrusos de gran poder. La confusión reinaba por doquier.
*** 311
Maiev salió de las alcantarillas y se topó con las secuelas de una batalla terrible. Se encontraba en un patio enorme. El cadáver de un draco abisal yacía en el suelo cerca de ella, cuya cola seguía retorciéndose, como si ese gran reptil aún no se hubiera dado cuenta de que estaba muerto. Akama y sus aliados se habían abierto camino a través de las defensas de Illidan. Cientos de cadáveres de orcos Dragonmaw y demonios yacían desperdigados por todo el suelo. Ahí se había hecho uso de una magia muy potente. A su derecha, había unas gigantescas máquinas de asedio. Más allá de ellas, había una escalera por la que habría podido subir un titán, la cual llevaba a las entrañas del Templo Oscuro. La celadora aún podía sentir el pulso de energía que desprendía ese gran portal que se estaba abriendo en las profundidades de la fortaleza. Furiosa, echó un vistazo a su alrededor y se percató de algo sorprendentemente extraño. Una figura demoníaca apareció de repente en un pasaje abovedado de la muralla situada a su izquierda.
***
Vandel se alejó corriendo de la escalera para adentrarse en el patio de la zona de entrenamiento. Ahí el aire hedía a muerte y magia desatada. Unos dragones y demonios yacían muertos por todas partes. Los cadáveres de los orcos viles yacían apilados en pequeñas colinas. Lo que en su momento había dado la impresión de ser una tuerza invencible había sido derrotada. Solo un ser vivo seguía moviéndose tras toda esa violencia inenarrable; una elfa de la noche vestida con una armadura plateada que empuñaba una hoja curva. Todo su cuerpo estaba protegido por esa poderosa armadura mágica. Se trataba de Maiev Shadowsong. De alguna manera, había conseguido entrar en el templo con la misma rapidez que él había descendido de las murallas. Eso debía de ser obra de una magia muy potente. Maiev clavó su mirada en él y alzó esa arma como si estuviera lista para atacar. Vandel se quedó paralizado. No deseaba luchar contra una congénere, contra una elfa de la noche. Solo quería dejarla atrás y responder a la llamada de Illidan. —Engendro del demonio, prepárate para morir —le espetó la celadora. 312
De repente, Maiev ya no se encontraba donde había estado. Vandel percibió una perturbación en el aire, a sus espaldas, y se lanzó hacia delante, rodando por el suelo al mismo tiempo que una hoja hendía el aire allá donde hacía solo unos instantes se había hallado su cabeza. Se puso en pie dando una voltereta y se encaró con la celadora. —No quiero luchar contra ti —replicó el cazador de demonios.
***
Maiev lanzó una maldición. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien había logrado esquivar uno de sus letales ataques. Aunque no debería ser posible, ese nauseabundo monstruo lo había logrado, lo cual indicaba bien a las claras lo poderoso que era. La celadora observó con detenimiento a ese engendro. En ciertos aspectos, se parecía a Illidan, aunque era menos monstruoso que este. Era alto, una abominación nervuda y fibrosa que antaño había sido un kaldorei. Tenía tatuajes como su maestro y la piel cubierta de escamas. Aunque tenía las cuencas de los ojos vacías, la luz verde de la magia vil brillaba en ellas. A pesar de que carecía de alas y pezuñas, había algo innegablemente demoníaco en él. No cabía duda de que en su día había sido un elfo, pero ahora era otra cosa, un espantoso híbrido de elfo y demonio; seguramente, era un miembro de ese ejército de horrores del que le había hablado Akama. Maiev arremetió con su arma contra el monstruo. El elfo poseído por un demonio saltó por encima de esa hoja. Mientras se volvía para atacarlo de nuevo, este brincó de nuevo hacia un lado y la eludió una vez más. —Detente, esto no es necesario —le dijo. La celadora detectó cierta ira en ese tono de voz áspero. No estaba dispuesta a caer en una trampa tan burda. Avanzó hacia él, con su arma en ristre. —Te daré muerte, monstruo.
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Una vez más, esa arma horrenda se acercó a gran velocidad hacia él. Saltó para esquivar esa hoja, giró en el aire por encima de Maiev y aterrizó a su espalda. Tenía un blanco muy fácil. Podía atacarla por detrás con un conjuro. Pero titubeó mientras la celadora se giraba para encararse con él. —No soy tu enemigo —le explicó. Maiev arremetió de nuevo con su media luna umbría y las chispas saltaron al detener el cazador de demonios el golpe—. Tú y yo estamos en el mismo bando. Por un momento, la celadora se detuvo. Acto seguido, sus gélidas carcajadas resonaron por todo ese patio arrasado por la batalla. —Tú sirves a Illidan. Y yo pretendo matarlo. Por tanto, no estamos en el mismo bando, evidentemente. —Estoy aquí para luchar contra la Legión Ardiente, no contra otros elfos de la noche. La punta de la media luna umbría se movió de un lado a otro, de un modo hipnótico. Vandel dio un paso atrás para tener más espacio. —Te has creído esa vieja mentira de Illidan —replicó Maiev. —No es una mentira. He masacrado a centenares de demonios. Y seguiré matando a más mientras me quede aliento. —Eso no será por mucho tiempo. Maiev se abalanzó sobre él, tan rápida como un sable de la noche. Vandel se apartó de un salto y la hoja de la celadora atravesó el lugar donde el cazador de demonios acababa de estar. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no contraatacar. A pesar de que su demonio lo empujaba a atacar, logró contenerse haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad. —La Legión Ardiente pretende destruir a todos los seres vivos. Debemos luchar unidos contra ella —afirmó Vandel. —Te unirás a tu maestro demoníaco en el reino de la muerte.
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El golpe de Maiev fue tan potente como un trueno. A pesar de que el cazador de demonios se echó hacia atrás, le alcanzó en la mejilla, en la que le abrió una herida, de la cual manó sangre que descendió hasta llegarle a los labios y la lengua, donde notó un cosquilleo. Vandel se había hartado. Había intentado razonar con Maiev. Aunque podía intentar huir, dudaba de que pudiera llegar muy lejos si le daba la espada, ya que era muy fuerte y rápida. No, tenía que enfrentarse a ella. Tienes que matarla, le ordenó la voz demoníaca que oía en lo más recóndito de su mente. O tú o ella. No te dejará salir con vida de esta. Aunque a Vandel le habría encantado poder llevarle la contraria, era consciente de que el demonio decía la verdad y eso le daba aún más la razón. Tras invocar una gran cantidad de energía vil, lanzó una descarga contra la elfa de la noche. Maiev la detuvo y la disipó sin hacer apenas esfuerzo alguno. Hasta ese momento, el cazador de demonios había creído que nadie, salvo Illidan o sus tenientes de más alto rango, era capaz de llevar a cabo tal proeza. Se dio cuenta de que ahora su objetivo no iba a ser matar a la celadora, sino lograr seguir con vida ante su terrible furia.
***
Maiev entornó los ojos. Por fin el demonio revelaba sus verdaderas intenciones, puesto que había intentado acabar con ella usando magia vil. Por un momento, casi se había creído lo que decía ese monstruo, ya que había sonado muy sincero y no había intentado hacerle daño, sino que se había limitado a defenderse. En la lejanía, la invocación estaba llegando a su momento culminante. Su presa se iba a escapar. Había llegado el momento de poner punto y final a aquello. Lanzó un ataque feroz contra ese elfo mutado. Su arma centelleó a tal velocidad que casi era imposible seguir sus movimientos con la mirada. Su atacante alzó sus dagas para defenderse.
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Vandel danzó a través de un torbellino afilado como una cuchilla. Era lo único que podía hacer para evitar los ataques de Maiev. Era imposible que pudiera contraatacar, ya que, simplemente, ella era demasiado rápida y fuerte. Le dolían todos los músculos del cuerpo porque debía protegerse continuamente de esos furiosos asaltos. Tenía la sensación de que, por culpa del esfuerzo que conllevaba bloquear esos ataques, se le iban a salir los brazos de su sitio. Apenas era capaz de seguir empuñando sus dagas. Se echó hacia atrás para apartarse de ella lo más rápido posible. No le preocupaba que pudiera tropezarse con algo, puesto que sus sentidos espectrales le permitían percibir todo lo que había a su alrededor, aunque también le indicaban que se le agotaba el tiempo. El demonio que llevaba dentro aulló para protestar, pues no quería escapar, sino que quería pelear y matar. Dejó que el poder de este ente fluyera a través de él. De los poros de su piel brotó una oscuridad que le envolvió el cuerpo con una armadura hecha de sombra. Notó un mayor vigor en los brazos. Notó que sus movimientos se volvían más rápidos. Respondió a cada golpe de Maiev con uno suyo, desviando el arma de la celadora con una daga y atacando con la otra. El metal chirrió cuando una de sus armas se abrió paso a través del avambrazo de la armadura de su adversaria. Atacó una y otra vez, obligando a la celadora a retroceder paso a paso hasta que recuperó todo el terreno que había perdido al verse empujado por el ataque inicial de su rival. Maiev arremetió contra él, pero esquivó de un salto esa afilada hoja. Acto seguido, desequilibró a su enemiga al golpearle el yelmo con una de sus dagas. Mientras caía, el cazador de demonios le lanzó una descarga de energía vil que la alcanzó en el pecho. El demonio le espoleó a seguir. Mátala. Mátala.
***
Maiev cayó al suelo. Más que hacerle daño, el impacto del rayo del Illidari la había sorprendido; no obstante, había sentido cierto dolor por culpa de esa descarga de energía vil a pesar de llevar armadura. El cazador de demonios envuelto en sombra se cernió sobre ella de un modo amenazador y un aura de energía le rodeaba las manos. 316
La celadora extrajo energías de la luz de Elune y se teletransportó.
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Vandel contempló cómo ese rayo de energía verduzca y amarillenta impactaba contra el suelo, en el mismo lugar donde Maiev se había hallado solo un instante antes. Notó un desplazamiento de aire justo detrás de él y se volvió para detener ese ataque, pero reaccionó un instante demasiado tarde. La media luna umbría de la celadora le abrió una herida en el brazo cual guadaña al sorprenderlo por la derecha. Un gran dolor le recorrió la extremidad. La sangre manó a raudales. Se echó hacia atrás, y entonces se dio cuenta de que el anterior ataque había sido una mera finta. Maiev le aplastó el cráneo con esa hoja curva. A pesar de que se apartó rodando en cuanto percibió el contacto, una terrible agonía lo dominó. Las tinieblas cayeron sobre sus percepciones. Lo último que vio fue a Khariel. El muchacho lo miraba decepcionado. Su muerte ya nunca sería vengada. —Al igual que tú, tu maestro también caerá —oyó decir a Maiev. Acto seguido, se sumió en la oscuridad.
***
Akama entró en el refectorio. Unos anaqueles hechos con huesos de monstruos flanqueaban la entrada. Un altar descomunal se alzaba sobre un pedestal al fondo de esa estancia. La luz trémula de unas energías sobrenaturales proyectaba unas sombras fugaces sobre el suelo de ese lugar profanado. Sus aliados ya habían masacrado a la mayoría de los enemigos que se encontraban dentro y ahora se enfrentaban a esa sombra que Illidan le había arrancado a Akama de su propio espíritu. Era como si hubieran dotado de una malévola vida y de tres dimensiones a la sombra del Tábido. Era perfecta
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a su manera, un milagro de la magia oscura, una muestra más del genio perverso de Illidan, su creador. La descomunal silueta de esa parte robada de su alma se alzó amenazadoramente sobre los aventureros de Azeroth. Al percibir la presencia de Akama, la sombra se movió hacia él y unos tentáculos de energía oscura brotaron de ella para clavarse en él. Sus aliados la atacaron directamente, machacándola con conjuros, atravesándola con sus espadas. El Tábido aguantó como pudo el dolor y se mantuvo en pie. A pesar de que quería chillar, apretó los dientes con fuerza. Examinó ese entramado mágico con el que estaba siendo atacado y comprobó que lo llevaba hasta su enemigo. Los aventureros procedentes de Azeroth habían hecho todo lo que Akama les había pedido: se habían abierto camino hasta el refectorio, habían asesinado a los Ashtongue renegados que vigilaban aquel lugar y, a continuación, habían matado, uno a uno, a los canalizadores que lanzaban el hechizo que garantizaba que ese fragmento tenebroso de su alma no escapara. Sin embargo, ahora esa cosa estaba libre e iba a por él. Pretendía matarlo si era posible, para poseer su cuerpo y, gracias a él, controlar a todos los Ashtongue. Contempló esa sombra un tanto maravillado. ¿Cuánta gente tenía el privilegio, a lo largo de su existencia, de contemplar todo lo malévolo que había en ellos? ¿Cuántos se enfrentaban a la oscuridad que se hallaba dentro de ellos? Para cualquiera que no fuera él, eso era simplemente su sombra malévola, pero Akama podía ver que estaba hecha con cada fragmento de maldad que alguna vez había formado parte de él, con todos los actos malvados y mezquinos, desde los más importantes a los más nimios. Al contemplarla, podía verse a sí mismo cuando solo era un crío y deseaba los juguetes de su hermano. Se vio a sí mismo regocijándose con la muerte prematura de alguien que rivalizaba con él por el liderazgo de su pueblo. Vio la sombra que acechaba tras todos sus alardes de piedad y bondad. Vio toda su vanidad y egoísmo, toda su ansia y sed de gloria. Al contemplar esa cosa, veía todos sus demonios, todo lo que le había empujado a ser quien era. En cierto modo, Illidan le había liberado de todo eso; no obstante, también le había arrebatado parte de sus fuerzas, puesto que en esa oscuridad había también muchas de las cosas que lo habían empujado a ser un maestro de la magia, que habían forjado su carácter para que se convirtiera en el líder de su pueblo. Siempre se había considerado humilde, pero al contemplar a ese monstruo, se dio cuenta de que esa
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humildad solo había sido una máscara con la que había engañado a aquellos que lo habían seguido. Aunque le hubiera gustado poder tener el consuelo de justificarse diciendo que esas visiones formaban parte del ataque de esa sombra, que con ellas intentaba minarle la moral, doblegarlo y ponerlo de rodillas, para obligar al resto de su alma a abandonar su cuerpo y poder alojarse en él, sabía que eso no era cierto. Esa sombra formaba parte de él. Tenía que recuperarla, ya que poseía gran parte de sus fuerzas; además, únicamente cuando la hubiera reintegrado en su ser, tendría el poder necesario para hacer lo que había que hacer. La sombra se estaba debilitando ante el feroz ataque de los aliados de Akama, que procedían de Azeroth. Como el Tábido acababa de desentrañar el conjuro, lo anuló y absorbió esas energías. El vórtice que creó arrastró a ese espíritu oscuro hasta su hogar, el cual entró en él. Por un momento, Akama se estremeció, presa de un pérfido éxtasis. Acto seguido, encadenó a su propia maldad, sometiéndola así a su voluntad, integrándola una vez más en su ser. Notó que recuperaba las fuerzas. Notó que el poder y el orgullo y la ambición fluían a través de él. Volvía ser Akama de verdad. Lo había logrado. Respiró hondo y notó que las fuerzas recorrían de nuevo su cuerpo. Una multitud de Tábidos Ashtongue entró en el refectorio y clavó su mirada en él. —¡Saludos, Akama! —gritaron.
***
El firme pulso de energía del portal que se había abierto se desvaneció. Maiev sorteó de un salto a su adversario caído. No tenía tiempo que perder. Tal vez incluso ya llegara tarde. Tenía que dar con Illidan antes de que huyera para siempre. Pasó corriendo junto al enorme cuerpo de piedra aún ardiente de un gigantesco infernal muerto.
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Entró velozmente en esa enorme estructura. Por toda esa colosal sala yacían muertos sátiros y otros demonios. Los Ashtongue que avanzaban en grupos se quedaron mirándola fijamente. Aunque no se trataba de unas miradas amenazadoras, tampoco había ni afecto ni compasión en esos ojos. Era indudable que sabían quién era. Se preguntó si se atreverían a atacarla. Solo había una manera de averiguarlo. Se aproximó al más cercano. —¿Dónde está Akama? —preguntó con el tono más autoritario posible. El Ashtongue la miró. Había algo distinto en la actitud de este. En el pasado, los Tábidos normalmente se habían mostrado serviles. Incluso aquellos que la habían vigilado en prisión nunca habían sido capaces de mirarla a la cara. Sin embargo, este sí lo hacía, al igual que todos sus compañeros. No daba la sensación de que tuvieran miedo. La miraban como si se consideraran sus iguales. —Se encuentra en las entrañas del templo. Pretende acabar con el Traidor. —Bien —respondió la celadora—. Iré a ayudarlo.
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CAPÍTULO TREINTA Y UNO LA CAÍDA
U
n fatigado Illidan entró en la cámara del Consejo. Los cazadores de
demonios se habían marchado. Había hecho todo lo posible. Ojalá hubiera podido ir con ellos, pero se había tenido que quedar para hacer las veces de polo místico del portal, para mantener el camino abierto. Ya solo era cuestión de esperar. Mantener abierto ese portal había agotado casi por entero sus fuerzas, así como todo el poder que contenía la succión de alma. Lady Malande lo miró. —Los Ashtongue nos han traicionado. Nuestros siervos se han vuelto en nuestra contra. Las puertas están abiertas. —Debían de tener planeado esto desde hace mucho —aseveró Gathios el Devastador. Illidan expandió sus sentidos de hechicero. El hechizo de vinculación con el que había aprisionado la sombra de Akama había sido anulado. Este se había liberado y, al hacerlo, había liberado a su pueblo. El viejo Tábido había sido mucho más astuto de lo que creía. Otro error de cálculo. El Señor de Outland había estado tan ocupado con el portal hacia Argus y sus cazadores de demonios que no había podido prestar atención a Akama. Aun así, hallaría la manera de que el líder de los Tábidos pagara lo que había hecho.
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—Había percibido que se había abierto un portal —señaló el Sumo Abisálico Zerevor—. Creía que habías escapado, milord. En su rostro se combinaban de manera compleja una serie de emociones: alegría al ver que su señor supremo seguía ahí y perplejidad ya que no comprendía por qué; no obstante, si quería una explicación, se iba a decepcionar. Illidan intuía que los acontecimientos estaban llegando a su punto culminante a su alrededor. La madeja del destino se desenredaba. Se sentía atrapado por el destino y sus planes se hallaban a medias. Pensó en esa visión que le había mostrado el naaru. Ahora mismo, dudaba de que fuera una criatura de la luz. Tal vez todo formara parte de una trampa que le había tendido Kil’jaeden, que le había dado una falsa sensación de seguridad en un momento crucial. Todos sus esfuerzos habían sido en vano. No había logrado lo que pretendía. Tal vez sus cazadores de demonios fracasarían. Tal vez, simplemente, los había enviado a encontrarse con un funesto destino. Se resignó, pues nunca sabría qué había sido de ellos. Ahora lo único que podía hacer era mantenerse firme. No iba a rendirse, no iba a dar esa satisfacción a sus enemigos. Nunca volvería a encerrarlo en una prisión. Posó su mirada en sus consejeros, quienes todavía esperaban que los liderara. —Defiendan este lugar —ordenó—. Protejan el camino que lleva hasta la cima del templo. He de lanzar un hechizo que tal vez logre que la batalla se decante a nuestro favor. Aún podemos vencer a nuestros enemigos. Aún no nos han derrotado.
***
Akama pasó por encima del cadáver del Sumo Abisálico Zerevor. Ahí delante se alzaba la puerta sellada que llevaba a la cima del templo. Para llegar hasta ese lugar, habían tenido que librar una dura y rápida batalla. Habían dejado un reguero de cuerpos destrozados y centinelas machacados a lo largo de los jardines perfumados y los aposentos palaciegos donde moraban los elfos de sangre. Ahora, delante de él, se hallaba la gran puerta negra, tras la cual Illidan realizaba su malévola magia. ¿Qué pérfido conjuro estaría confeccionando en esos instantes? Los aventureros de Azeroth aguardaron para ver lo que hacía. 322
Akama dijo: —Esta puerta es lo único que se interpone entre el Traidor y nosotros. Apártense, amigos. El Tábido examinó el hechizo que sellaba el camino a la cima; se trataba de un sortilegio de una complejidad fantástica, compuesto de múltiples capas de fuerza que se interconectaban. Un hechicero tardaría toda una vida en desentrañarlo. Por fortuna, no tenía que hacer eso, pues le bastaba con hacerlo añicos. Valiéndose de todo su poder mágico, lanzó una descarga de energía contra la puerta. De alguna manera, esa estructura de aspecto tan fácil resistió. Incrementó la cantidad de poder y su encantamiento rasgó y arañó el sello con todas esas energías que se hallaban bajo su control, pero siguió sin ser suficiente. Se encorvó. Después de haber llegado tan lejos, de haber arriesgado tanto... —No puedo hacer esto solo... Estas palabras brotaron de los labios de Akama empujadas por la frustración que sentía. Percibió la presencia de otros miembros de su pueblo: espíritus poderosos, animales totémicos y fantasmas de gran poder que recorrían el Templo de Karabor tras ser despertados por lo que estaba acaeciendo en ese lugar ese día. —No estás solo, Akama —dijo uno de los espíritus, que portaba la forma de su antiguo compañero, el vidente Udalo. —¡Tu pueblo siempre estará contigo! —exclamó otro espíritu, que había adoptado la forma del vidente Olum. Akama estaba sobrecogido. No esperaba verte tan pronto, viejo amigo. El vidente había sido uno de los aliados más estrechos de Akama, hasta que los nagas de Vashj descubrieron que Olum estaba conspirando para deponer al Traidor. Olum le había pedido a Akama que lo matara, para poder conservar las apariencias, para que diera la impresión de que los Ashtongue seguían siendo leales a Illidan. Akama había cumplido su deseo muy a su pesar.
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Esos espíritus añadieron sus energías a las del líder Tábido. Lentamente en un primer momento, el hechizo de vinculación fue desmoronándose, puesto que el torrente de poder que caía sobre él lo estaba haciendo añicos; un poder respaldado por la fuerza de voluntad de todo un pueblo que acababa de librarse de sus cadenas. El encantamiento se derrumbó por entero, los fantasmas se esfumaron y Akama dijo: —Gracias por su ayuda, hermanos. ¡Nuestro pueblo se redimirá! Si el Tábido hubiera tenido tiempo para reflexionar, habría llorado de alegría. Gracias al sacrificio que Olum había hecho en su día había podido llegar hasta esa puerta, y además ahora su espíritu había regresado para ayudarlo a abrirla. Eso era un buen presagio. Sin embargo, el espanto y el triunfo guerreaban en el alma de Akama. Pronto, tanto sus aliados como él tendrían que enfrentarse al Traidor. A pesar de todo el tiempo que había pasado maquinando y planeando, el líder Tábido no estaba seguro de si estaba preparado para ello.
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Illidan notó que el sello que bloqueaba el acceso a la cima del Templo Oscuro había caído. Akama se había vuelto realmente muy poderoso, puesto que lo había derribado en muy poco tiempo. El Tábido había aprendido mucho durante el tiempo que había estado al servicio del Señor de Outland, incluso había aprendido a confeccionar contrahechizos para combatir la magia de su maestro. Illidan permanecía acuclillado, envuelto en sus alas, mientras aprovechaba esos últimos instantes para absorber toda la energía posible antes de tener que afrontar la última batalla de su existencia.
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Akama entró sumamente inquieto en la cima. Incluso ahora la victoria no estaba de ningún modo clara. El Traidor podría hallar la manera de volver las tomas mientras la gente de Akama abría las puertas del templo para dar la bienvenida a los Aldor y los Arúspices y sus aliados. Illidan se encontraba acuclillado en la otra punta de la cima, en cuyo centro había un gran enrejado, el cual tapaba un hueco central que descendía hasta el corazón del Templo de Karabor. El Traidor sostenía una calavera en las manos, como si estuviera contemplando algo que le recordaba su propia mortalidad. Se hallaba totalmente inmóvil, tanto como un muerto, aunque seguramente no se había suicidado. Akama observó detenidamente el aura que envolvía a su antiguo maestro. No. Seguía vivo. Unas titánicas mareas de energía se agitaban en su interior. Simplemente, estaba reuniendo fuerzas. A su alrededor, los aliados Akama comprobaban el estado de sus armas nerviosamente. Daba la impresión de que Illidan estaba esperando a que todos sus enemigos entraran. Era como si quisiera que todos estuvieran en un solo sitio y no temiera que lo superaran ampliamente en número. Teniendo en cuenta la clase de poderes que podía invocar el Señor de Outland, Akama creía que la falta de preocupación que mostraba tal vez estuviera justificada. ¿Dónde estaban sus soldados mutados?, se preguntó el Tábido. A lo largo del transcurso de la batalla en el templo, Akama había dado por sentado que los cazadores de demonios aparecerían en cualquier momento, pero hasta ahora no había ni rastro de ellos. Tampoco había ni rastro del gran portal cuya apertura el líder Tábido había percibido. Había esperado que Illidan huyera a través de él. En verdad, si eso hubiera ocurrido, se habría alegrado en parte, puesto que así se habría evitado esta confrontación definitiva que, probablemente, sería fatídica. El hecho de que el Traidor hubiera dado tiempo a los intrusos para prepararse dejaba bien a las claras la confianza que tenía en sus posibilidades de triunfar. Akama descartó esos pensamientos y se dispuso a acumular energías.
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Illidan observó con detenimiento a las fuerzas que se habían congregado ahí para batallar con él. Ver a tantos enemigos en el mismo corazón del Templo Oscuro resultaba muy extraño. Y era aún más extraño ver a Akama entre ellos. Seguía sin poder creer que el viejo Tábido tuviera el valor de hacer algo así; no obstante, había logrado esquivar todas las trampas que el Señor de Outland le había tendido y se había librado de su yugo. Y ahora aquí estaba, rodeado de esos forasteros, dispuesto a luchar contra él. Las llamas de la ira ardieron con fuerza en el corazón de Illidan. Lanzó una mirada iracunda al líder Tábido, con un gesto de sumo desprecio. —Akama, tu traición no me sorprende demasiado. Hace mucho tiempo que debería haberlos masacrado tanto a ti como a tus deformes hermanos. El Tábido se estremeció ante el veneno que destilaban las palabras del Señor de Outland. Tardó un momento en recobrar la compostura, pero entonces replicó: —Tu reino ha llegado a su fin, Illidan. ¡Mi pueblo y todos los pueblos de Outland se librarán de tu yugo! —Hablas con audacia, pero... no me convences. —¡Ha llegado la hora! ¡Es el momento de la verdad! Illidan contempló con odio al Tábido y sus patéticos aliados. —¡No están preparados! De repente, un guerrero descomunal, ataviado con unas placas de armadura muy pesadas y envuelto en unos conjuros de protección, se separó del grupo. Illidan detectó una red de magia defensiva que unía a ese ser con los taumaturgos de Azeroth. El Traidor dio un salto hacia delante y lanzó un golpe muy potente con su guja de guerra. El guerrero alzó un escudo para bloquearlo. Illidan se aprovechó de que al hacer eso había dejado otra zona desprotegida para abrirle un tajo en la garganta con la hoja que sostenía en la mano izquierda. Si bien la sangre manó de esa garganta desgarrada, una poderosa magia sanadora entró en acción de inmediato; la sangre volvió a su cuerpo y tanto la carne desgarrada como las venas cortadas se recompusieron.
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Illidan invocó a un Maligno de las Sombras parasitario. La criatura emergió del Vacío Abisal y se adentró en la realidad. Acto seguido corrió hacia el taumaturgo que había sanado a su adversario. A menos que el Maligno de las Sombras fuera detenido al instante, pronto engendraría a otros como él. Aunque una lluvia de hechizos arreció sobre las defensas de Illidan, estas no cedieron. Para unos meros mortales, esos taumaturgos eran muy poderosos, pero el Señor de Outland les iba a enseñar que no eran rivales para él. Illidan extendió los brazos a los lados e invocó al fuego. Unas grandes llamaradas ardieron alrededor de él, abrasando a sus atacantes. Uno de ellos chilló y cayó, con la piel ennegrecida y los globos oculares fuera de su sitio por culpa del calor. El Traidor estalló en carcajadas. Esos taumaturgos que formaban parte de esa hueste enemiga tuvieron que redirigir sus hechizos a la desesperada para poder protegerse. El Señor de Outland percibió una presencia detrás de él, una figura envuelta en sombras que empuñaba un par de espadas. Esas armas estaban impregnadas de un veneno que hizo que frunciera la nariz. Se volvió justo cuando su asaltante se disponía a clavárselas en la espalda. Con una mano, lo agarró de la garganta. A continuación, pronunció una palabra mágica y un fuego muy persistente lo cubrió por entero. Acto seguido lo arrojó al suelo, donde se quemó hasta que solo quedaron unos huesos ennegrecidos. Una flecha voló veloz como un rayo hacia la cabeza de Illidan. Este se giró, de tal modo que rebotó en uno de sus cuernos. Súbitamente, una gigantesca bestia depredadora se abalanzó sobre él. Al instante invocó una muralla de sombras que fue absorbiendo la fuerza vital tanto de la bestia como de los atacantes más próximos. Esa vitalidad se adueñó de su ser por entero, proporcionando aún más energía a sus sortilegios. A renglón seguido tuvo que bloquear otro ataque y acabó con su asaltante. Un júbilo salvaje le recorría las venas. Cada muerte que provocaba era motivo de regocijo, ya que se alimentaba de las energías liberadas. Cada enemigo caído era una causa más de gozo, de un alborozo que lo empujaba a clamar victorioso hacia el cielo. Habían venido a matarlo, ¿verdad? Bueno, pues iban a descubrir que no iba a morir tan fácilmente.
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Akama tenía que admitir que el Traidor batallaba de un modo impresionante. A pesar de que sus aliados eran algunos de los mejores combatientes de Azeroth y de que los estaba ayudando como mejor podía, estaban cayendo uno tras otro. En esos momentos, atacar a Midan era como atacar a un lobo rabioso y herido. Sin lugar a dudas, pretendía llevarse consigo al otro mundo a todos los que pudiera. Y lo que era aún peor su implacable ferocidad podría cambiar el signo de la batalla y lograr que se alzara victorioso. Si triunfaba, podría abandonar ese lugar y reorganizar a los defensores del Templo Oscuro. Entonces, el panorama sí que se tomaría muy oscuro para el pueblo de Akama. —¡Vamos, esbirros míos! —vociferó Illidan—. ¡Ocúpense de este traidor como se merece! El Tábido percibió que se aproximaban unos refuerzos leales al Traidor. Si lograban llegar hasta ahí y flanqueaban a los atacantes de Illidan, el curso de la batalla cambiaría totalmente. Entonces Akama exclamó: —¡Yo me ocuparé de esos bastardos! ¡Ataquen ahora, amigos míos! ¡Ataquen al Traidor! Se alejó de ese combate para ocuparse de los centinelas que se acercaban raudos y veloces, dejando a sus aliados abandonados a su suerte.
***
Un descomunal centinela gólem se cernió de un modo amenazador sobre Maiev, a la que intentó atrapar con sus enormes manos metálicas. Maiev despachó a esa creación de los elfos de sangre con un solo golpe. A continuación, miró a su alrededor. Por toda la vasta extensión que ocupaba el jardín del placer, había claros indicios de que ahí se había desatado una lucha hacía poco. Unas concubinas muertas se encontraban tendidas sobre el césped cubierto de flores, con unas armas blancas impregnadas de 328
veneno en las manos. Los miembros cercenados y las cabezas decapitadas de los hechiceros sin’dorei yacían junto a ellas. Akama y sus aliados habían dejado un rastro de destrucción que resultaba muy fácil de seguir. Subió las escaleras corriendo. Percibía que se habían desatado unas energías titánicas en algún lugar situado por encima de ella. Supo enseguida que quien las manipulaba era el Traidor. Tenía la impresión de que la batalla final había empezado sin ella. Apretó el paso dispuesta a sumarse al combate, mientras imploraba a Elune que no llegara tarde para impartir justicia.
***
El paladín trazó un arco descendente con un martillo reluciente, que se estrelló contra el suelo justo delante de Illidan, haciendo añicos la mampostería. El Señor de Outland se elevó en el aire de un salto, batió las alas con fuerza y observó detenidamente a sus atacantes. Entonces extendió los brazos ampliamente e invocó una vez más a las poderosas llamas. Una enorme bola de fuego cayó violentamente sobre sus atacantes, justo en medio de ellos. Un guerrero huyó corriendo de esas llamas, de tal manera que su capa ardiendo dejó tras ella una estela similar a la de un cometa. El Traidor clavó su mirada en el suelo e invocó a un demonio azul de fuego. Una combatiente que avanzaba corriendo chocó contra él. El monstruo se aferró a ella, quemándola, a pesar de que la guerrera se tiró al suelo y rodó por él, para intentar apagar las llamas. Unos relámpagos brotaron del suelo e impactaron sobre Illidan. El aire se tomó muy gélido, gracias a un mago especialmente audaz que intentaba neutralizar el poder del Traidor con el poder del hielo. Illidan lanzó una andanada de descargas de las Sombras que cayeron sobre el taumaturgo como una lluvia que le desgarró la carne mientras aullaba de dolor. Había llegado el momento de enseñarles a esos necios qué era el poder de verdad. Arrojó sus gujas de guerra al suelo y, acto seguido, invocó el poder que anidaba dentro de ellas.
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—¡No voy a permitir que una chusma como ustedes me toque! ¡Contemplen las llamas de Azzinoth! Unos elementales del fuego gemelos brotaron de ellas en respuesta a su invocación. Estaban unidos por un cordón ígneo y arremetieron en tropel contra los atacantes, quienes se reagruparon en una formación en círculo para poder defenderse. Illidan aprovechó esta maniobra de distracción para descansar. Entre tanto, detrás de él, los invasores se enfrentaban a los seres que había invocado con unas armas encantadas y una salva de hechizos. Otro par de adversarios cayeron antes de que pudieran eliminar a esos elementales ardientes. El Señor de Outland sacó fuerzas de flaqueza, dispuesto a llevarse consigo al otro mundo a tantos enemigos como fuera posible. Arremetió contra sus atacantes, empleando de nuevo su poder vil, el cual envolvió todo su cuerpo, transformándolo en algo gigantesco, demoníaco e imparable. Lanzó llamaradas, que incineraron a sus rivales, que quemaron su carne, su sangre y su espíritu. Una bruja envuelta en una capa de hechizos de protección cargó contra él, sosteniendo en alto su bastón. Illidan contraatacó, pero los conjuros de defensa que la protegían neutralizaron en parte la potencia de su acometida. Sintió el impacto de un hechizo tras otro. Notó que en su cuerpo se había iniciado el proceso de putrefacción. Dotó a las sombras que lo envolvían de un fragmento de su voluntad y, a continuación, se desprendió de él para que atormentara a sus atacantes. Hizo esto una y otra vez mientras sus oponentes lo hostigaban. Lanzó una oleada tras otra de fuego infernal contra ellos. Cada vez le resultaba más difícil matar a sus enemigos, quizá porque se hallaba más débil que al comienzo del combate o quizá porque ya había acabado con los enemigos más fáciles de eliminar. Ese bombardeo constante de descargas de energía mágica estaba agotando sus fuerzas. La intensidad de los ataques del enemigo fue creciendo, ya que sus adversarios intentaban abatirlo desesperadamente. De repente reinó la calma por un momento. Había logrado capear el temporal. Se irguió, contempló con odio a sus oponentes y dijo: —¿Eso es todo, mortales? ¿Esa es toda la furia que pueden desatar contra mí?
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Entonces una voz gélida que le resultaba muy familiar reverberó a través de toda la cima. —Su furia palidece ante la mía, Illidan. Tú y yo tenemos que saldar cuentas. El Traidor volvió la cabeza. Una figura que conocía demasiado bien se hallaba ahí, con un arma en ristre. Al principio se preguntó si podía ser un espejismo, un espectro que había sido invocado desde las simas de su imaginación por medio de algún encantamiento; sin embargo, su visión espectral le indicaba que eso no era así. Esa figura tenía peso, masa y presencia. Conocía esa armadura perfectamente. Y esa media luna. Reconocía la arrogante superioridad de esa voz y esa actitud. No había ninguna duda. La celadora Maiev se encontraba ahí. La ira bullía en su interior. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder hablar. Durante mucho tiempo la había tenido a su merced y no la había matado. Y ahora estaba ahí. —Maiev... ¿Cómo era posible? Pero ya sabía la respuesta: Akama, al que había encomendado la misión de vigilar a la prisionera, había hecho justo lo contrario, la había liberado. Los ejércitos del Tábido se aproximaron formando una nueva línea de batalla. Al parecer, habían ganado confianza y fuerzas gracias a la presencia de Maiev y al desconcierto del Señor de Outland. Illidan casi pudo ver esa sonrisa cruel que se dibujó en los labios de la celadora bajo ese yelmo. —Ah, mi larga cacería por fin ha llegado a su fin —afirmó Maiev—. Hoy se hará justicia.
***
La celadora avanzó hacia él, mientras giraba su arma en la mano. Illidan intentó detenerla. Unas sombras malévolas la arañaron. Unas olas de fuego cayeron sobre ella. 331
Sin embargo, su armadura la protegía mientras recortaba esa distancia. Entonces arremetió contra el Traidor. Este paró el golpe. Por un momento, permanecieron muy juntos, pecho contra pecho, como unos amantes. Maiev podía percibir la furia que ardía dentro de él, todo ese odio acumulado, toda esa energía acumulada. Súbitamente lanzó el hechizo que había estado preparando durante los meses que había estado en prisión. El encantamiento brilló en el suelo, justo delante de ella, y la celadora dio un paso atrás para apartarse. El Traidor activó el conjuro al abalanzarse sobre ella. Unas cadenas hechas de pura energía surgieron de la trampa e iniciaron el proceso de absorción del poder de Illidan. Este esbozó una mueca de contrariedad al darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Los aliados de Akama se sumaron a la lucha de inmediato, con sus armas en ristre y los hechizos reluciendo en el aire. Esas armas alcanzaron su objetivo de manera violenta y certera. Aunque Illidan contraatacó con sus gujas, se giró y retorció para evitar los golpes y lanzó contrahechizos, había perdido parte de su furia. Se trastabilló hacia delante y cayó en otra trampa que le había tendido Maiev. Los combatientes de Azeroth no cejaron en su empeño de destrozarlo mientras se tambaleaba bajo el impacto de ese asalto mágico. La celadora solo tenía ojos para su antiguo enemigo. Sabía, al igual que él, que esta sería la última vez que batallaran. Uno de los dos no iba a salir vivo de ese combate. Pensó en Anyndra, Sarius y todos los demás que habían muerto por el camino que la había llevado hasta ese momento. Pensó en su estancia en prisión, que había avivado su sed de justicia. Su vida entera encontraba sentido en ese momento. Las armas de Maiev e Illidan centellearon a tal velocidad que ningún ojo era capaz de seguir sus movimientos. Cada una de esas hojas detenía a la otra. Los hechizos de protección contrarrestaban los conjuros de destrucción. Daba igual con qué lo atacara Illidan, ella lo neutralizaba. Cada uno de los golpes de la celadora anunciaba su inminente victoria. Maiev iba a ganar y podía ver en la expresión de Illidan que él también comprendía esa verdad. Más y más sortilegios arreciaron sobre el Traidor. La celadora quería pedirles a los demás que pararan, pues deseaba derrotarlo ella sola, para disfrutar de un solitario triunfo, pero ya era demasiado tarde para eso. Se tendría que conformar con que se fuera a hacer justicia. El final llegó de una manera repentina. El acero y los hechizos centellearon en el aire y su media luna alcanzó su objetivo, atravesándole las costillas, horadando la carne, 332
buscando ese corazón que todavía latía en esa masa de carne transformada de un modo demoníaco. Por un momento intentó contraatacar. Curvó los labios para mostrar una sonrisa desdeñosa y arrogante. Dio la sensación de que estaba a punto de pronunciar otro sortilegio, pero entonces se dio cuenta de qué acababa de suceder al mismo tiempo que el dolor lo invadía. Al instante, cayó de rodillas.
***
Un incrédulo Illidan alzó la vista. Su mirada se encontró con la de Maiev, quien lo contemplaba con frío odio. Esa mirada era como la un depredador que por fin había dado caza a su presa. Había satisfacción en ella, y locura, y algo más. Lo había matado, pero no era consciente de lo que había hecho. —Se acabó —dijo la celadora—. Has sido derrotado. Al notar esa terrible explosión de dolor en el pecho, al fin asimiló la verdad que encerraban esas palabras. Su existencia había llegado a su fin. Todos esos largos años de estudio, de lucha, de encarcelamiento habían concluido. La miró y, por un instante se compadeció de Maiev, puesto que no era consciente de que todo había acabado para ella también. Haciendo un gran esfuerzo logró que estas palabras brotaran de sus labios: —Has ganado..., Maiev. Pero la cazadora no es nada... sin su presa. No... eres nada... sin mí. La oscuridad lo envolvió. Por un momento, vio un sello, que era el mismo que el naaru le había dejado en su momento en la frente, cuyas líneas brillaron con una luz dorada por un instante. Acto seguido, el universo se sumió en la oscuridad.
***
Maiev observó detenidamente el cadáver de Illidan. Bajo su yelmo, sus labios se curvaron para formar una sonrisa. Entornó los ojos mientras examinaba a su presa para 333
cerciorarse de que estaba muerta. No estaba segura de qué esperaba que sucediera a continuación: que la embargara la emoción del triunfo, el placer de una victoria largamente postergada, pero no, no sintió nada de eso. Aquel cadáver se hallaba en un estado lamentable. Había sido despojado de todo poder, toda magnificencia. Ahí yacía otro monstruo que había acabado saciando la sed de sangre de su media luna. Al contemplar el cuerpo de Illidan, pensó: ¿Por esto he luchado tanto durante todos estos largos milenios que he vivido? No parecía suficiente para compensar todos los años que había invertido y todas las vidas que se habían perdido. Reflexionó sobre las últimas palabras del Traidor. ¿Acaso el derrocado Señor de Outland había lanzado un hechizo al pronunciarlas, una última maldición? Escrutó el entramado de conjuros defensivos que la envolvía y comprobó que se hallaba intacto. Si Illidan la había maldecido, lo había hecho con más sutileza que ningún otro mago en toda la historia. No. Esas palabras no habían encerrado ninguna magia, solo la verdad. Había consagrado gran parte de su vida a dar caza al Traidor y ahora se sentía perdida. Se sentía vacía. —Tiene razón —susurró—. No siento nada. No soy nada. Posó su mirada sobre los aliados de Akama. ¿Acaso eran ellos los responsables de que se sintiera así? ¿Acaso le habían privado de su triunfo por el mero hecho de hallarse presentes ahí? Por un instante, se encontró al borde del abismo de la locura y se planteó la posibilidad de atacarlos, pero enseguida desechó esa idea. —Adiós, campeones —les dijo. La celadora apenas miró a Akama mientras abandonaba la cima.
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Akama observó cómo Maiev se marchaba. El Tábido se había enfrentado a los refuerzos del Traidor con el fin de ahuyentarlos y de ganar tiempo para que sus aliados pudieran acabar con Illidan. Y eso habían hecho, con la ayuda de una poderosa elfa de 334
la noche. Aunque le habría gustado darle las gracias, también se alegraba de que se hubiera ido, pues era imposible saber lo que alguien tan violento, impulsivo y poderoso haría en tales circunstancias. Además, ella tenía razones de sobra para odiarlo, así que se alegraba de que no hubiera intentado vengarse de él también. Akama contempló el cuerpo de su antiguo maestro. Ahora parecía mucho más pequeño, y en cuanto se agachó para alzarlo del suelo le pareció más ligero que el cadáver de un niño, era como si se hubiera vuelto muy liviano tras partir el espíritu de su dueño. No obstante, todavía había un misterio que desentrañar. ¿Dónde estaban los cazadores de demonios? ¿Por qué no habían participado en la batalla? Había percibido que Illidan había abierto un portal. Si lo habían cruzado, ¿adónde los había llevado? ¿De verdad habían ido a Argus? Intentó no pensar en ello. Ya afrontaría ese problema algún otro día. Ahora debía afrontar las consecuencias de la victoria. Daba la impresión de que los demonios habían librado una guerra en esa cima, donde la piedra se había derretido y había fluido como la lava, donde unas sombras pendían en lugares donde no debería haber ninguna. Hay que purificar este lugar, pensó. Habría que levantar altares, habría que celebrar unos funerales en nombre de los caídos. Había mucho trabajo que hacer. Pero su gente podría hacerlo. Ahora que volvían a hallarse completos, ahora que volvían a estar unidos, no había nada que no pudieran conseguir. —La luz inundará estas lúgubres estancias una vez más —afirmó—. Lo juro. A continuación, se dio la vuelta y se alejó renqueando de ese lugar donde había caído el Señor de Outland.
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Vandel se despertó, si es que a eso se podía llamar despertar. Tenía una cicatriz ahí donde la media luna de Maiev lo había herido. Aunque las heridas se le habían cerrado solas, se sentía débil; además, le dolía la cabeza por culpa de un enorme tajo que tenía en el cráneo. Tras echar un vistazo a su alrededor se percató de que la zona de adiestramiento estaba repleta de combatientes Aldor y Arúspices, que entonaban canciones de victoria, 335
que bebían a tragos de las cantimploras que compartían unos con otros y se daban golpecitos en la espalda. Al parecer, toda rivalidad entre ambas facciones había quedado olvidada. Entre esos soldados se encontraban los Ashtongue. Los Tábidos parecían imbuidos de una gran confianza. Se movían con decisión, y no con apatía. Contemplaban aquel entorno como alguien que acabara de recibir todo aquello en herencia. Vandel comprobó si sus miembros y extremidades respondían como era debido. No parecía haber sufrido lesiones graves. A continuación, se adentró sigilosamente en una zona llena de sombras y se volvió invisible. —¡El Traidor ha muerto! —gritó de manera triunfal un elfo de sangre. Ese anuncio fue recibido con vítores. Pudo oír cómo retumbaba por todo ese vasto patio por el que anteriormente habían caminado los demonios que habían jurado servir a Illidan y donde los Dragonmaw habían reunido a sus potentes corceles. ¿Acaso eso era verdad? A su alrededor podía contemplar cuáles habían sido las secuelas de esa masacre, así que concluyó que eso era perfectamente posible. Pensó en la amenaza que suponía la Legión Ardiente. ¿Qué ocurriría ahora que el único líder que había comprendido jamás la magnitud de ese peligro había perecido? ¿Y dónde estaban sus compañeros? Expandió sus sentidos y los llevó al límite, para intentar localizar a algún otro cazador de demonios. Sin embargo, se habían esfumado, como si nunca hubieran existido. ¿Acaso habían muerto todos? ¿Era él el último? ¿Acaso la gran guerra de Illidan había acabado antes de empezar siquiera? Una terrible desesperación se adueñó de él. En medio de todos esos cánticos victoriosos, sintió ganas de llorar. Esos supuestos héroes no comprendían el tremendo daño que habían hecho. Todo estaba perdido. Ahí ya no había nada que hacer. Podría arremeter contra ellos, atacarlos a diestro y siniestro, hasta que acabaran con él para siempre esta vez. Contempló el amuleto que había confeccionado para Khariel mucho tiempo atrás. Ya no podría consumar su venganza. Se preparó para atacar e invocó una gran cantidad de energía vil que le permitiría matar sin parar.
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Entonces oyó una voz muy familiar; era la voz de Illidan, pero apenas era un susurro que podía proceder de los confines del universo, o del reino de la muerte o de los rincones más recónditos de su memoria. Debes estar preparado. Permaneció quieto un instante, conteniendo esas terribles ganas de ejercer la violencia. Esa voz sonaba demasiado real como para ser un mero recuerdo. Era como si el Traidor le estuviera hablando como cuando lo había llamado por última vez. ¿Era posible que algún vestigio de su espíritu hubiera sobrevivido? Ya habría tiempo para pensar en tales cosas más adelante. Ahora había mucho que hacer. Había muchos demonios que matar. Había que vengarse. Tal vez pudiera transmitir ese mensaje a otros, a los que y entrenaría con el fin de estar preparados para cuando llegara el día en que la Legión Ardiente reapareciera en busca de la victoria definitiva. Invocó unas energías demoníacas, se adentró en una sombra y se desvaneció en la noche.
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NOTAS La historia que acaba de leer está basada en parte en personajes, situaciones y escenarios del juego de ordenador World of Warcraft, un juego de rol online basado en el universo de Warcraft, galardonado con múltiples premios. En World of Warcraft los jugadores pueden crear sus propios héroes y explorar, aventurarse y adentrarse en un vasto mundo que comparten con otros miles de jugadores. Este juego, en constante expansión, permite a los jugadores interactuar y luchar contra (o junto a) muchos de los poderosos y fascinantes personajes que aparecen en esta novela. Desde su lanzamiento en noviembre de 2004, World of Warcraft se ha convertido en el juego de rol online multijugador al que se accede por suscripción más popular del mundo. La próxima expansión, Legión, mostrará lo ocurrido a Maiev y a los cazadores de demonios Illidari mientras luchan contra la Legión Ardiente en la última invasión de Azeroth. Más información sobre Legión y la expansión actual, Warlords of Draenor, en WorldofWarcraft.com.
SOBRE EL AUTOR
William King ha escrito más de una veintena de novelas y ha ganado un premio Origins como diseñador de videojuegos. Está casado, tiene dos hijos y juega a videojuegos de multijugador masivo en línea. Sus historias cortas se han publicado en Interzone y Years Best SF. Sus libros de Warhammer han vendido más de setecientos cincuenta mil ejemplares en inglés y han sido traducidos a ocho idiomas. Su novela Blood of Aenarion estuvo seleccionada entre las finalistas del premio David Gemmell Legend de 2012. 338
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