Thiago Jones y la Roca del Destino

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Thiago Jones Y la roca del destino


Panzitta, Alvaro Thiago Jones y la roca del destino / Alvaro Panzitta. 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Valores, 2018. 120 p.; 15 x 11 cm. ISBN 978-987-45411-8-5 1. Literatura Fantástica. I. Título. CDD 863.9282 Todos los derechos están reservados. Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Ilustraciones y diseño de tapa: María Teresita Cuomo. Ilustración del mapa interior: Alvaro Panzitta. Seguinos en: https://alvaropanzitta.wixsite.com/oficialweb Se terminó de imprimir en abril de 2018 en “Semilla Creativa”- Buenos Aires, Argentina.




Cazar dragones Thiago se había quedado mudo del asombro. Frente a él se elevaba la construcción más impresionante que sus ojos habían visto hasta el momento. No sabía si aquello era un colegio o un castillo, pero de algo estaba seguro: parecía propicio para la aventura. –¿Soñando despierto? –le dijo otro chico de su edad tomándolo por sorpresa. –¡Martín! –se alegró el primero–. Mirá esta fortaleza. ¡Es impresionante! ¿Qué creés que podamos encontrar dentro? –¿Compañeros y profesores? –intentó bromear. –Volviste más serio de las vacaciones… –Mamá dice que parezco más grande –añadió encogiéndose de hombros. Thiago entrecerró los ojos contemplando levemente a su amigo de la infancia y notó que la madre de éste tenía razón. Martín no sólo estaba unos centímetros más alto, sino que su rostro parecía más cuadrado y su semblante más seco. –Tendríamos que apresurarnos para entrar –aseguró el recién llegado mirando la hora en su celular. –Todavía faltan algunos minutos. Además, ¿te acordás cuando jugábamos a cazar dragones en la terraza de la primaria? ¡Mirá esta construcción Tincho! –volvió a observar extasiado su nueva escuela– ¡Parece mucho más mágica que la anterior! Thiago había hablado en un volumen tan alto que otro grupo de chicos lo había oído, y ahora se burlaban de su comentario.


–¡¿Qué mirás enano?! –le gritó uno de los que se mofaban de él–. ¡¿Seguís creyendo en cuentos de hadas?! –rio mientras encendía un cigarrillo. Thiago se angustió un poco por aquel trato, mientras que Martín se sonrojaba de vergüenza, ya que entre los otros había una chica que lo había derretido a primera vista. –Espero que no sean nuestros compañeros de grado –dijo el que había sido burlado. –Ya no estamos en la primaria –se enojó Martín para sorpresa del otro–. Ya no vamos a ningún grado, y no quiero que las chicas lindas no me miren porque “jugamos a cazar dragones” – concluyó, alejándose de él. Thiago se quedó helado por aquella respuesta de su mejor amigo y viendo que ya era la hora de entrar siguió sus pasos. Pero ni en la formación de la bandera, ni en el camino al aula, Tincho volvió a dirigirse a él. Recién en el curso intercambiaron una leve mirada, y fue para decidir sentarse juntos como siempre. Al fondo estaban los que se habían burlado, incluyendo la chica rubia en la cual se había fijado Martín. Por lo demás, el aula no era tan grande y la cantidad de alumnos promediaba los veinticuatro. –¿Le dijiste a la preceptora que no te gusta que nombren tu apellido? –le preguntó Martín volviéndole a hablar. –¿A quién? La respuesta entró por la puerta segundos después. Una joven de unos veinticinco años se presentó ante ellos como Lorena, y empezó a pasar lista para horror de Thiago. –¿Almeida Alejandro? –Presente. –¿Barcaza David?


Algunos se rieron por el apellido, hasta percatarse que Barcaza era el más alto de todos los allí presentes. –Perdone –interrumpió Thiago nervioso–. ¿Nos va a nombrar a todos? Las risas volvieron a alzarse. –¿No sabés cómo funciona el secundario, enano? –le dijo con desprecio el mismo que lo había burlado. –Es que no quiero que me nombre…–dijo algo preocupado. –Chicos…–dijo Lorena mirando a todo el curso–. Vamos a entendernos de buenas a primeras ¿sí? Acá el que se burla del otro es sancionado, y si molesta mucho encontramos la manera de que no moleste más –su cara intimidatoria pasó de una joven bonita a una adulta enojada–. Por lo demás, tengo que pasar lista cada mañana, así que lo siento –miró a Thiago–, pero te tengo que nombrar. Ambos amigos escucharon el pasar de los nombres y se enteraron que la chica rubia se llamaba Aldana Díaz y el que se burlaba de los demás era Rodrigo Fernández. –¿Juannette, Santiago? –preguntó Lorena finalmente, y ante la tímida mano que Thiago elevaba, gran parte del curso estalló en grotescas risotadas. –Presente –respondió frunciendo los labios–. Me dicen Thiago, de hecho, mi nombre rolero es Thiago Jones. Martín lo miró aterrado, no había llegado a atajarlo antes que se hundiera aún más. Ambos jugaban role playing, pero jamás hubiera revelado aquello ante un público tan agresivo como el que tenían detrás de sí. –¡Basta! –gritó Lorena para calmar a aquellos que se burlaban–. Fernández voy a tener que pedirle que me acompañe a la


dirección para que entienda cómo son las cosas en este establecimiento. –“¿Cómo son las cosas?” –se burló el joven de cabellera rubia–. Los sábados mi viejo juega al tenis con el director y después cenan en casa. Así son las cosas. El silencio inundó el aula y Lorena tragó saliva temerosa de que aquello fuera a costarle más a ella que al alumno. –López, Verónica…–siguió pasando lista, mientras Thiago bajaba la cabeza, apesadumbrado. El primer profesor entró al aula mientras la preceptora seguía con lo suyo. Era un hombre fornido, pero entrado en años, que por lo que se veía en los libros que llevaba, enseñaba historia. Su tez era blanca y su poco cabello imitaba a la nieve a la perfección. Sus ojos claros combinaban con el azul de su saco y de su pantalón. –Villareal, Martín. –Presente –dijo el amigo de Thiago, al tiempo que Rodrigo Fernández volvía a reírse. –¿Te pasa algo? –le preguntó furioso Tincho poniéndose de pie y mirando de mal modo al rubio. –Señor Villareal…–tronó la voz del profesor Stur, como se llamaba–. Cálmese y tome asiento… –Quiero saber de qué se reía Fernández –dijo irritado sin mirar ni obedecer al docente. –Me hizo gracia tu apellido –siguió burlándose el hijo del amigo del director, y poniéndose de pie agregó–: se me ocurrieron algunos chistes, pero pasado el rato ya no valen ni la pena decirlos. –Bueno, bueno –dijo el docente–. ¿Terminaste querida? – le preguntó a Lorena para pasar el momento. –Sí, profesor –respondió la preceptora y enseguida salió


del aula. –Saquen las carpetas –ordenó, y la clase comenzó. Al concluir la hora de Historia, Thiago estaba contento con la materia que tanto le gustaba, pero malhumorado por todo lo que había sucedido. Sin embargo, hizo un esfuerzo para olvidarse de todo y así poder disfrutar del recreo junto a su amigo de toda la vida. Eligieron dos bancos bien alejados, en el patio de atrás, para no ser molestados por ninguno de sus nuevos compañeros. Pero pronto tuvieron la visita de David Barcaza, quien medía varios centímetros más que ellos, tanto en alto como en ancho. –Me gustó tu apodo de role player –fue lo primero que dijo logrando romper el hielo y alegrar a Santiago Juannette. –Gracias –respondió el otro incorporándose, ya que estaba recostado sobre su asiento–. Podés llamarme así, si querés. –Desde luego –afirmó el grandulón haciendo un gesto con la mano, que los otros dos supusieron que significaba algo bueno– . Yo nunca encontré como combinar mi verdadero nombre con un buen apodo. –Si querés te ayudo –se ofreció Thiago Jones, para sorpresa de Martín. –Dale, y están más que invitados a rolear los viernes en casa –dijo, volviendo a hacer el gesto con la mano, para luego alejarse. –¿Nos vamos a convertir en frikis? – preguntó entre risas Tincho–. No sabía que te gustaba tanto “rolear” –bromeó. –Me gusta tener amigos –concluyó al tiempo que sonaba el timbre para avisar el final del recreo. Los días se sucedieron rápidamente entre materias y recreos cortos, teniendo algún que otro cruce con Rodrigo y sus ami-


gos, pero nada que fuera a generar una pelea contundente. Después de todo, los agredidos eran bastante pacíficos, Thiago más que Martín. Aquel primer viernes del año lectivo, los grupos ya estaban bien conformados en el aula, y eran pocas las posibilidades de que fueran a cambiar. –¿Sabés que me sorprende? –le preguntó Tincho al medio día–. Que en todos lados los grupos son iguales. Están los del fondo, los nerds, los frikis… –En serio que parecés más grande al hablar –rio Thiago al tiempo que devoraba su sándwich de milanesa. –Pero es la posta. Fijate que la tutora nos dijo que hay que romper la idea de estereotipos porque es prejuzgar y que sé yo que cosa más… Pero los que se sientan en el fondo siguen siendo los quilomberos, los que estamos adelante prestamos más atención, y así cada cual con lo suyo. –Creo que vos solo escuchaste todo lo que dijo la tutora. Y no es que no me interese, pero nos habla como si fuéramos adultos. La mayoría nos aburrimos al oírla hablar así. –Como sea. No quiero ser friki, pero creo que esta noche voy a ir a lo de David, me cae bien. –Buenísimo, vayamos juntos –se alegró Thiago. –Hecho. El atardecer encontró a ambos amigos regresando a sus respectivas casas, las cuales no quedaban tan lejos una de la otra. Un “hasta luego” y un choque de manos fue la despedida, ambos con ansias de reencontrarse junto a los otros a rolear. –Llamó el abuelo Juan –le dijo Viviana a su hijo mientras le servía la merienda. –Nos dijo que tenía ganas de verte, así que pensamos que podías ir esta misma noche para Ventana –añadió su papá, de


nombre Patricio, al tiempo que iba amasando una pizza para cenar. –¡¿Viajar a Villa Ventana esta misma noche?! –se sorprendió Thiago. –Si…–dijo el papá extrañado, porque sabía que su hijo se llevaba bien con el abuelo, pese a ciertas diferencias. –Creímos que te iba a gustar la idea –sonrió la madre mientras le agregaba chocolate en polvo a la leche–. ¿No era que te gustaban las montañas y los caballos? –Sí, pero el abuelo Juan es algo aburrido –se ruborizó–. Yo quería pedirles permiso para ir a lo de un compañero. Tincho va a ir también. Los labios fruncidos de Patricio dieron a entender todo mientras cruzaba una mirada con Viviana. –Ya te compramos el pasaje… de seguro habrá más días en los que puedas ver a tus amigos. –El abuelo no tiene señal de wifi ni computadora –respondió él–. Se la pasa tomando mate y escuchando folklore todo el día… –A mí tampoco me gustaba el mate cuando tenía tu edad –rio el padre–, pero eso no me quitaba las ganas de ver las sierras. –Son sólo un par de días –le sonrió su mamá–. Dale una oportunidad al abuelo que está grande y vive solo… Thiago Jones bajó la cabeza algo molesto, y tras fruncir los labios como su padre, terminó por asentir. Se tomó la leche chocolatada de un sorbo y se encerró en la habitación. Mensajeó a Tincho deseándole suerte con su primera salida con amigos nuevos y preparó la valija sintiéndose un niño de pecho. El enojo no se le pasó con la pizza paterna, ni con el cómic que le compraron para que leyera en el viaje. Se durmió junto a la


ventanilla y recién a las cuatro de la mañana que se despertó sobresaltado. Todo seguía igual en el micro que iba rumbo a Villa Ventana, sin embargo, en sus manos había aparecido un papel con lo que le pareció la letra de su abuelo; aunque eso era técnicamente imposible.

No te hace falta tirar los dados para vivir una aventura T.J. Abuelo Juan.


Prohibido pasar El asombro acompañó a Thiago el resto del viaje. Primero se paró en medio del micro, intentando ver si su abuelo le había jugado una broma, estando desde el principio junto a él. Pero no, Juan no estaba escondido en ningún rincón. Luego echó a volar su imaginación, con ideas fantásticas, pero pronto se dijo a sí mismo que seguro su mamá había imitado la letra de su propio padre, para dejarle un mensaje que lo alentara a visitarlo. “Aunque yo no les dije que iba a jugar rol” concluyó desconcertado. El amanecer lo encontró entre dormido, soñando un poco e intentando sacar conclusiones de aquel misterioso mensaje. Cuando llegó a la parada ya estaba un poco más despierto y con la firme intención de que su abuelo le diera respuestas. Pero junto a la ruta no había más que un puesto de tortas fritas y algún que otro pasajero que había ido de visita a la Comarca. A Thiago le extrañó que Juan no estuviera ahí mismo para recibirlo, y temiendo perder la señal del celular, envió un mensaje a sus padres para avisarles que había llegado. Sus labios se fruncieron dudando si dar aviso sobre la ausencia de quien debía esperarlo y sus dedos fueron de un lado a otro del celular, escribiendo y borrando. Finalmente, no lo hizo para no inquietar a Viviana y Patricio, y resoplando con enojo caminó pueblo adentro. Las primeras diez cuadras le resultaron tranquilas, con el aire con aroma a sierra y la brisa suave sobre su rostro. La segunda tanda de diez lo bajonearon de un hondazo. Y ya cumplidas las treinta, esperaba que su abuelo Juan tuviera una excelente excusa para no haber estado en la parada de micros. A esa altura del valle,


la señal de celular había desaparecido. La casita era acogedora, no tan lujosa como las de alrededor, pero conservaba el estilo campestre y estaba rodeada de un hermoso jardín. Las ventanas eran de madera, el techo de tejas, y la chimenea que sobresalía y bajaba hasta el suelo, era de piedra. –¡Abuelo Juan! –gritó algo molesto–. ¿Abuelo…? –repitió más tranquilo percatándose de lo alterado que estaba. Temiendo que algo le hubiera pasado al anciano y remordiéndose de culpa por dentro, Thiago empujó la tranquera y se dirigió a la puerta principal, la cual estaba entreabierta. –¿Abuelo? –preguntó por tercera vez atragantándose con sus palabras. No había señales de pelea alguna y todo estaba muy acomodado. El desesperado nieto dejó su valija junto a los sillones del living, y enseguida se puso a recorrer el lugar. Vio el mate gigante que su abuelo guardaba encima de la alacena, con la bombilla igual de grande que hacía juego con el primero. Siempre le había llamado la atención aquello porque no se usaba más que como adorno. Cerca de allí, el perchero estaba vacío, por lo cual se imaginó que Juan había salido, con su clásico poncho rojo y negro, y con su chambergo. “¿Nos habremos cruzado?” se preguntó el chico, y se puso a esperar, al tiempo que intentaba tomar wifi abierto de algún lugar. El sonido de una puerta abriéndose y cerrándose lo hizo sobresaltar rato después. Sigiloso y tímido se acercó al lugar, sorprendiéndose al ver que era la entrada al sótano la que estaba entreabierta. Seguía teniendo el cartel de “Prohibido pasar”, el cual habían puesto para él, aunque ya no era un niño. Pero los adultos


insistían, decían que podía tropezar y caer a la oscuridad más absoluta de un cuarto desordenado. Cosa que parecía incierta porque el abuelo Juan ordenaba bastante las cosas. La puerta se abría y se cerraba por un viento que no se explicaba de donde surgía, y del otro lado parecía provenir una luz radiante, como la del sol que brillaba fuera de la casa. Las ganas de saber más hicieron que a Thiago se le olvidaran algunas recomendaciones paternas, aunque se asomó al sótano con todo el cuidado posible. “¿Cómo puede ser?” se dijo a sí mismo, cuando del otro lado apareció la saliente de una montaña y un cielo despejado, pero a una altura diferente que la de Villa Ventana. “Estoy en un valle y esta puerta da a un risco” pensó. Algo temeroso, pero no por eso menos curioso, se acercó al vértice de aquel sitio, y al mirar atrás no vio la casa sino la montaña con una abertura que daba al comedor del abuelo Juan. “¿Estoy en otro mundo?” dudó, aunque recordando las palabras de Martín se sintió un verdadero tonto. Las garras de un águila gigante lo tomaron por sorpresa, lo agarraron de la ropa y lo alzaron sobre el nivel del suelo unos cuantos metros. Cualquier otro niño habría sentido el pavor de estar por ser devorado por un animal salvaje, pero extrañamente, Thiago tenía paz en su interior. El águila sobrevoló la Comarca, y en un giro inesperado soltó al muchacho para luego posicionarse debajo de él. Éste cayó sobre su lomo, pudiendo así viajar más cómodo. “Estoy volando sobre alas de águila” se dijo Thiago seguro de haber oído aquella frase en algún otro lugar. Se tomó fuerte de las enormes plumas marrones, y sin temor se dispuso a disfrutar del paisaje. Grande fue su sorpresa, cuando divisó los campos llenos de


centauros, los cuales arreaban vacas de un lado a otro, todos ataviados de ropas tan gauchescas como las de su abuelo. Ningún predio tenía cercos o divisiones, como si los territorios fueran compartidos o se administraran a conciencia de cada cual. El campo dio lugar a la pradera, y ésta a los lugares que parecían más poblados, aunque nada comparado con la gigante ciudad de Buenos Aires, de donde los Juannette eran originarios. Por el contario, eran pequeñas poblaciones en la que todos podían llegar a conocerse entre sí. “¿Faltará mucho?” se inquietó Thiago, y por primera vez en el viaje se preguntó si aquella águila sería tan amistosa como parecía. Se había imaginado que su abuelo lo estaría esperando en algún rincón de ese mágico mundo, ya que había sido la puerta de su casa la que lo había llevado hasta allí, pero ahora que lo pensaba… La inquietud de Thiago competía con el asombro de cada sitio que veía. A lo lejos se divisaba una roca gigante que coronaba la pradera, pero para llegar hasta allí, había que cruzar una grieta rocosa, casi tan grande como el Cañón del Colorado. La misma circundaba toda la región hasta llegar al océano, hogar de pescadores, sirenas y tritones. El chico montado en el águila divisó animales propios de la región, mezclados con algunos pocos que no eran del lugar, todos conviviendo libremente con los hombres. –¡Elfos! –dijo, esta vez en voz alta. La roca gigante se divisaba cada vez más cerca y su forma empezaba a denotarse en medio de la nada. Era semejante a la cabeza de un gran león de fauces abiertas y dientes en punta. Hacía allí se dirigió el ave rapaz y una vez dentro se reclino levemente para que Thiago descendiera, dejándolo completamente solo al


menos por un instante. El muchacho vio partir al águila algo inseguro de cómo continuar. Estaba dentro de la boca del león, que hacía las veces de balcón terraza para quienes se animaban a asomarse y mirar las lejanías. –¡Al fin llegaste! –le dijo una voz a sus espaldas. Era un hombre muy pequeño, su torso era escueto en relación al largo de sus piernas y brazos. Usaba la barba larga y en forma triangular, tan triangular como el poncho de alpaca que llevaba puesto y el sombrero coya, que terminaba en punta. En su mano derecha llevaba una vara larga, y sus pantalones parecían de gabardina azulada. –Me llamo Pumawari –dijo estrechándole la mano–. Soy un Coquena, hijo de Pacha, protector de los animales. –Thiago –respondió el chico con los ojos abiertos sin saber que agregar –Nieto de Juan, sí lo sé. –¡¿Conocés a mi abuelo?! –se alegró– ¿Él está bien? –Sí, claro. ¿Por qué habría de estar mal? –se extrañó el pigmeo–. Seguime que está reunido con los otros magos –dijo dando la vuelta para ir hacia adentro. –¿Con los otros magos? Pero él no es…–se quedó helado. La sonrisa del Coquena era ahora como la de un viejecillo que observa a su vástago descubrir un hermoso secreto. –Tu abuelo es un mago –prosiguió Pumawari–. Y vos también lo sos. De seguro te lo quería contar él en persona, pero sucedieron cosas terribles estos últimos días…–agachó la cabeza, compungido–. Espero que no se enoje conmigo por adelantarte la sorpresa, pero de todos modos hoy es la presentación. –¿Qué presentación?


–Seguime que te cuento. Ambos se encaminaron hacia dentro de la roca con cabeza de león. Thiago no podía más con su admiración y sorpresa. “¿Yo un mago?” se decía. Pero ni terminaba de pensar esto, que ya se asombraba por otra cosa. “No estoy en una cueva de leones” comprobó “esto es un castillo de verdad”. –La presentación –continuó Pumawari sacándolo de su ensimismamiento–, es el día en que toda la orden de magos del rey presenta a sus discípulos. Cada uno elige a algún descendiente en línea directa o indirecta, para que sea tomado como miembro en potencia. –¿Mi mamá es maga? –quiso saber. –Lo dudo… suele saltearse una generación. Y no te preocupes que ellos saben que estás acá –concluyó guiñándole un ojo, porque adivinaba sus pensamientos. Thiago sonrió más relajado y ambos siguieron un tramo más, caminando por el pasillo de paredes de piedra. Llegaron a un salón de puertas enormes. Las mismas eran tan altas como un gigante y para abrirlas eran necesarias dos manos muy grandes que empujaran las argollas de oro. Por lo demás, eran de madera rojiza y para decorar tenían dos cabezas de león de color dorado, símbolo de la Casa Real. Pumawari usó su bastón de caña para golpear tres veces el pórtico, pero no fue hasta después de unos minutos que alguien se acercó a abrir. El que lo hizo parecía un gaucho, lo que volvió a sorprender al chico. Pero en vez de usar un facón, tenía un estoque. –Es un caballero del rey –explicó el Coquena, al tiempo que pasaban.


La mesa en la que estaban sentados los convidados era redonda y enorme, estaba hecha de madera tan rojiza como la de la puerta, y su borde era dorado. En su centro no había un león para que no perdiera lo esencial: la igualdad de los integrantes de la orden, aun cuando uno liderara al grupo. La insignia pintada era un sol amarillo, que recordaba la melena de los felinos. No como el resto de los banderines e insignias que había en el castillo. Las paredes blancas vestían las banderas de la Casa Real y aunque no era la Sala del Trono, competía con ésta en hermosura. Pero en lugar de que estuviera el rey en persona, un inmenso cuadro reemplazaba su imagen. El monarca pintado en el cuadro se veía mucho más joven de lo que era. Sus ojos celestes impresionaban, como si el pintor hubiera querido detenerse especialmente en aquel punto. Por lo que todos los que no lo conocían, podían suponer que su mirada era inigualable. Su cabellera jugaba entre tonos dorados y rojizos, y realmente se asemejaba a la melena de un león. Lo mismo su barba, ni corta ni larga, pero cuadrada y completa. Todos los que participaban del encuentro en el salón estaban acompañados, excepto Juan, que se alegró enormemente de ver a su nieto. Pero si bien Thiago hubiera querido salir corriendo a los brazos de su abuelo, el líder de la orden lo miró mordazmente, con una cara que ni el profesor Stur sabía poner. –Llega tarde Juannette–le dijo, sin ver como el abuelo del chico le hacía señas por atrás para que no se preocupara ni le diera mucha importancia–. Mi nombre es Satura, líder de la Orden de Aryeh, ahora siéntate. Satura era el único mago que tenía una caña larga a modo de vara, mucho más imponente que la de Pumawari, quien se había esfumado ante la mirada del ofuscado líder. La misma mirada


que siguió al aprendiz hasta que estuvo sentado junto a su abuelo. –Bienvenido Thiago Jones –le sonrió Juan por lo bajo, antes de comenzar la reunión.


Legado heroico Satura había dejado de observar a Thiago y eso lo hizo volver a sonreír y prestar atención al extraño comité de magos. Ahora que los miraba detenidamente, todos se ataviaban con la misma ropa que su abuelo: camisa y pantalones negros, color que se repetía en las guardas del poncho rojo, el mismo que llevaba cruzado sobre sus hombros, haciéndolo caer sobre su espalda. –Como hay seis de ustedes que no sabían nada sobre Arreit y la magia, me veo obligado a contarles una breve historia antes que la presentación formal comience –dijo Satura pasándose los dedos por las cejas y ojos, molesto de recibir a la desinformada seisena. Y tras golpear la vara en el suelo, el sol del centro de la mesa comenzó a proyectar un holograma para que todos vieran–. Arreit es el mundo mágico –prosiguió–, el universo paralelo a la Tierra. >>Aquí vivimos los Elfos y los Enanos, los magos y los Orcos, los dragones y las águilas gigantes. Como se podrán imaginar, no todo es paz –sonrió con los ojos cargados de soberbia–. Hay desencuentros y guerras. Por eso cada reino tiene su orden de magos en todos los países del mundo. Nosotros en particular, defendemos el Reino de Seriaba, contraparte de Buenos Aires, en las tierras de Ag. Todos en el salón escuchaban atentamente excepto Joaquín, un chico que meneaba la cabeza y hacía muecas de desaprobación con su boca. Su mentor intentaba calmarlo, mientras que Thiago veía en él algo semejante a Rodrigo, su compañero de clase.


Satura hacía de cuenta que no lo escuchaba, pero un Elfo de cabellos rojos, de nombre Gael, no paraba de reprocharlo con la mirada. Junto a este, su hija lo imitaba. –¿Pasa algo pelirrojo? –le dijo de mal modo el chico, con ojos llenos de altivez. –Deberías prestar más atención –lo confrontó el Elfo-Rojo– . Y respetar a tus mayores –¿Sabés qué? –se paró de golpe–. Todo esto es una ridiculez, semejantes viejos jugando a ser magos, vestidos con ponchos. ¿Qué es lo que sigue? ¿La flauta mágica del folklore? –se burló. Gael no soportó más. Se puso de pie y apuntó con su varita mágica al joven. –¿Qué? ¿Vas a lanzarme un encantamiento? ¿En este mundo está permitido que un adulto maltrate a un menor? –¡Basta ya! –ordenó Satura golpeando el suelo con su vara. Ambos volvieron a sentarse, pero continuaron mirándose con desprecio. El tutor del menor, de nombre Adrián, no sabía dónde meterse. Mientras que Gala, la hija del Elfo, no les quitaba la vista de encima. –No voy tolerar ni la insolencia de un aprendiz –dijo Satura mirando furtivamente a Joaquín–. Ni tampoco el maltrato de unos hacia otros, en especial con adolescentes –concluyó, observando al Elfo-Rojo. –Lo siento –se disculpó éste compungido, porque el enojo lo había cegado. El silencio reinó unos momentos en la sala. Todos habían quedado algo tensos. Thiago pensó que Gael era algo exacerbado, por haberle apuntado a un menor. Mientras que su hija le había parecido una bella elfina, pensamiento que lo ruborizó. –Tal vez los que vienen de la Tierra estén acostumbrados a


los cuentos de hadas –dijo Satura mirando Joaquín–, donde los magos tienen objetos extraordinarios y todos son iguales, tanto en un reino como en el otro. Sin embargo, en la realidad, cada cultura tiene sus tradiciones, algo que evidentemente se ha perdido en muchos jóvenes–observó a Thiago como si pudiera leer sus pensamientos–. Nosotros vivimos en Ag, la otra cara de Argentina. Crecimos y fuimos formados en el folclore que dio origen a ambos territorios. En Inglaterra los magos usan capas largas y sombreros en punta, en Japón visten kimono y kasa, nosotros usamos poncho y chambergo. Si a algún aprendiz no le gusta, puede volver a su vida normal, no me molesta –sentenció–. Nosotros valoramos las culturas extranjeras, tomamos cosas de los demás, pero seguimos la tradición de nuestros ancestros –golpeó su bastón contra el suelo una vez más–. Por eso nuestras varitas son de ceibo, el árbol nacional –sonrió orgulloso. Thiago estaba cabizbajo y se sentía algo culposo por las veces que algunos gauchos habían visitado su escuela para el Día de Tradición. Él tampoco había podido contener la sonrisa, cuando los demás se reían de sus atuendos. No es que estuviera en contra del folklore, más bien tenía sentimientos desencontrados. Por un lado, quería ser como aquellos hombres de antaño: firmes y valientes. Y por el otro sentía vergüenza, porque todos decían que iban disfrazados. “¿Qué es lo que me parece tan raro?” se preguntó “los gauchos de la historia fueron hombres valientes, tan caballeros como los hombres del Rey Arturo, tan intrépidos que dieron su sangre por la libertad de nuestro país. Es cierto lo que dice el abuelo: si me cruzara a un cowboy pensaría que es genial, pero veo a un gaucho y lo desprecio. Soy un zapato”.


Thiago levantó la cabeza y al ver de nuevo a aquel grupo de hombres ataviados con ponchos, notó que algo en su mirada había cambiado, permitiéndole ver más allá de lo que comúnmente veía: eran magos, eran gauchos y eran héroes. Satura había seguido hablando mientras Santiago Juannette pensaba en estas cosas y parte de la conversación se había perdido sin llegar a sus oídos. Cuando volvió a prestar atención, el tema había cambiado. –Es nuestro deber proteger al Reino de todos aquellos que quieran hacerle daño. Y atrapar a los fugitivos que se esconden sin permiso en la Tierra. Además, los novatos tienen que saber que el cañón que separa el centro del Reino de sus afueras, es el hábitat de criaturas oscuras y repelentes, las cuales hay que mantener a raya. No les recomendamos ir ahí hasta que no hayan aprobado el seminario para magos. Al oír esto último, Joaquín tuvo la leve tentación de volver a reír, pero enseguida desistió, porque en el fondo se había asustado un poco. –¡Bertonet! –llamó entonces Satura, y un caballero del rey, ataviado como gaucho, entró. Cargaba en sus manos ponchos y varitas, los cuales comenzó a repartir entre los aprendices–. Cada vara lleva un nombre, a su momento sabrán cómo bautizarlas – concluyó el líder. Thiago tomó lo suyo y sonrió. La varita de ceibo fue lo primero que lo entusiasmó. Le pareció del tamaño perfecto y quedó asombrado del tallado artesanal de origen élfico. Al poncho se resistió un poco más. Hasta el momento llevaba su jean, su remera blanca y sus zapatillas de lona negra; todo eso lo hacía sentirse él mismo. Su abuelo lo miró paternalmente, animándolo. Por lo que


finalmente se decidió a ponerse el poncho rojo con guardas negras. Metió la cabeza, y al dejarlo caer sobre sus hombros lo invadió una alegría honda. Aquello no era una ridiculez, por el contrario, era recibir un manto sagrado, un legado heroico. Miró a su abuelo y se sintió reflejado en él. Ahora sabía que tenían en común, mucho más de lo que había creído. Cuando todos estuvieron vestidos, cada mago, a excepción de Satura, presentó a su pupilo. Y tanto Adrián como Gael hicieron una demostración de ego y adulación hacia los suyos, lo que empalagó a todos los demás. –El siguiente tema que nos incumbe –prosiguió Satura–, aunque no tanto a los aprendices, es la desaparición de la Roca del Destino. –Creo que deberíamos contarle a los nuevos de qué se trata –solicitó Juan–. Aun cuando no vayan a participar directamente de su búsqueda. –En efecto –asintió Satura, aunque un poco disconforme–. Nuestro amado rey Yitzhak está ciego, bastante sordo y en general muy enfermo. Pronto partirá a tierras mejores, pero antes tendrá que coronar a su hijo, según la costumbre. >>El problema es que ya no reconoce a nadie. Hasta ahora solo admitía al príncipe porque la joya que éste llevaba en su corona, lo hacía ver con claridad las cosas. Pero la gema, conocida como Roca del Destino, desapareció de la noche a la mañana sin ninguna explicación posible. Dada esta circunstancia, el hijo del rey no se puede acercar a su padre sin que este lo rechace, y mucho menos esperar su bendición. –Como si fuera poco –prosiguió Gael, pidiendo la palabra con la mirada–. Apareció una profecía que nadie recordaba, la misma dice que es posible que el rey corone a alguien que no es


su propio hijo. –La Roca del Destino siempre fue la joya de los príncipes, porque estaban destinados, justamente, a ocupar el trono. Pero en las manos equivocadas puede traer la perdición al Reino –prosiguió Satura–. Como sanador de la Corte y médico del rey, es mi deber decirles que nuestro amado monarca está más débil que nunca. Por lo que se me ha ocurrido una solución que a muchos disgustará, pero creo que no nos queda otra opción. Los doce magos restantes lo miraron extrañados. Satura siempre había sido frío, pero también muy correcto en sus decisiones, por lo que dudaban que algo de él pudiera llegar a disgustarles. –Todos sabemos que, a los pocos meses de nacido, el príncipe fue extraviado en las aguas del río Luján, cerca del Pantano del Jaguar. El rey movió cielo y tierra para que apareciera. Y cuando finalmente lo encontró, hizo una fiesta tan grande que duró todo el mes. Él más que nadie quiere que su hijo lleve la Corona y reine en sus tierras. Por supuesto que la tradición es clara: el monarca debe dar la bendición para que la sucesión sea legitima. Pero si la joya no aparece, y nuestro bien amado rey muere. ¿Quién nos liderará? Creo que es necesario que el príncipe sea coronado con o sin consentimiento de nuestro amado monarca – sentenció para asombro de todos–. Sabemos que Yitzhak va a estar feliz cuando, desde algún lugar del Firmamento, vea a su hijo coronado. Todos bajaron la cabeza y enseguida la volvieron a levantar. Sonrieron, y dieron el visto bueno a Satura. Todos menos Juan.


Enlauchado Luego de que los magos acordaran que el rey fuera sucedido por el príncipe, más allá de la famosa joya del destino, los discípulos fueron llevados a sus habitaciones, teniendo la tarde del sábado libre, para descansar. A la hora del mate, Thiago y su abuelo coincidieron en la Boca del León, para compartir la infusión de las tierras del sur. Una mesita, dos sillas y bizcochos de grasa, habían sido suficientes para que todo se viera perfecto. Desde el balcón terraza, las praderas alcanzaban el horizonte. –Debe ser hermoso vivir acá – dijo el menor de ambos. –Si te acostumbrás sí –sonrió su abuelo–. Pero pensá que allá abajo hay animales sueltos por todos lados, y hasta que no aprendés a defenderte, estás en riesgo de ser cazado. No es como la ciudad. Además, está el cañón, la grieta que viste al llegar. Ahí viven criaturas capaces de cualquier cosa –sorbió un mate. –No estabas muy de acuerdo con Satura ¿no es cierto? – preguntó su nieto cambiando de tema. –La decisión de Satura me parece la más lógica, en cuanto al entendimiento humano, pero no la más sabia, en cuanto a la profundidad de las cosas. Thiago miró asombrado a su abuelo porque nunca lo había oído hablar así. Algo en él se veía distinto, como un anciano del cual hay mucho por aprender. –Me sorprende que Satura haya decidido desde la razón y no desde la sabiduría –prosiguió Juan con la vista perdida en el horizonte, entrecerrando los ojos–. A veces las tradiciones parecen cosa de otra época, o los jóvenes las ven como tonterías, pero


esconden significados profundos. –¿Qué sería en este caso? –La bendición de un padre a su hijo es mucho más que una sucesión de bienes materiales o de un título real. Es concluir la obra que comenzó cuando aportó lo propio para traerlo al mundo. Es darle el impulso final para que el hijo pueda seguir, para que pueda sucederlo. El príncipe deberá hacer lo mismo un día. –Pero es imposible –dijo Thiago haciendo una mueca. –Nada es imposible para el Bien –sonrió su abuelo–. Es por eso que te pido dos cosas, primero que hablés de esto con Gala, la elfina –su sonrisa aumentó aún más y el joven se sonrojó–. Ella sabe más sobre magia de lo que debería para su edad y podrá enseñarte lo básico. Lo segundo que necesito que hagas, es ir con ella en busca de la Roca del Destino. El aprendiz de mago se quedó boquiabierto del asombro. Se sentía con todos los dones necesarios para jugar rol y salir ganando. Pero en la vida real parecía mucho más complicado. Finalmente aceptó, pero no fue hasta el atardecer que encontró a la elfina, sentada en el salón común, donde los jóvenes podían disfrutar sus ratos libres. El sitio era espacioso, contaba con una pequeña biblioteca, varios sillones, una cocina para prepararse algo de tomar, una chimenea y dos ventanas que daban a los ojos del león tallado en la roca. –El fogón se divide en dos y sale por las orejas –le contó ella mientras ambos compartían un café con leche y medialunas. Thiago le habló de las cosas que su abuelo le había dicho, intentando no mirarla a los ojos mucho tiempo, porque el verdor que destellaban aquellos, a la luz del atardecer, era precioso. Ella por su parte parecía muy madura, amistosa pero distante a la vez, en otras palabras: imposible de alcanzar.


–Mi papá piensa algo parecido –le dijo luego de que éste concluyera–, sólo que se dio cuenta luego de la reunión y no ve otra salida posible. Claro está que encontrar la Roca es la mejor solución, pero hace días que lo vienen intentando sin éxito alguno. –¿Tienen alguna pista? La charla fue interrumpida cuando Joaquín entró de sopetón y sin pedir permiso. Se había sacado el poncho, aunque hacía algo de frío, y vestía un buzo de reconocida marca. Sus pelos estaban bañados en gel y mascaba chicle alevosamente. Su mirada estaba por arriba de la del resto y observaba con superioridad. –¿Interrumpo tortolitos? –rio–. Que rápido que hacen relaciones en este mundo. La elfina no soportó un segundo más, se puso de pie y caminó hacia él con la varita en la mano. El recién llegado se volvió a reír, desafiando la capacidad de la primera en actuar, pero los ojos de ella no bajaron por un instante. –Retractate –le dijo la Roja. –No –volvió a reír él, mostrando el chicle que mascaba. –¡Enlauchate! Un rayo de luz salió disparado de la varita de ceibo y fue a parar a Joaquín. El chico empezó a cambiar de forma para asombro de Thiago, hasta convertirse en una laucha gris que miraba desde el suelo muerta de miedo. –Espero que hayas aprendido algo –dijo Gala, y agregó– : ¡Humanizate! –, pero el ratón salió disparado evitando el encantamiento por temor–. ¡Volvé! ¡Tengo que humanizarte! –pidió desesperada, pero Joaquín ya había alcanzado las cuevas del castillo. –¿A dónde fue? –preguntó Thiago acercándose a la chica. –No sé. Me van a echar de la Orden antes de entrar, pobre, sólo quería darle una lección…


–Tal vez fuiste un poco dura –dijo con una mueca en el rostro, sin querer ofenderla ni enfadarla. –Lo se… Gala agachó la cabeza sintiéndose de mal en peor. Había heredado de su padre esa forma reactiva hacia todo el que la molestaba. Pero quería ser más tranquila, como su madre. Eso no significaba renunciar a ese espíritu aventurero y lleno de coraje que ambas tenían, sino dejar de lado la violencia. –Ánimo –le sonrió Thiago–. Vayamos tras Joaquín, aunque eso nos retrase la investigación sobre la Roca–. Ella le devolvió el gesto y ambos se pusieron en marcha. Gael le había contado a su hija, que la corona del príncipe tenía muchas gemas preciosas, pero la del Destino era la principal, ubicada en el frente de la diadema. Había desaparecido una noche en la que el heredero al trono dormía. Las ventanas estaban abiertas y suponían que por ahí podía haber entrado el saqueador. Pero no había ninguna huella alrededor. Los guardias no habían visto nada extraño, sino que por el contrario la noche estaba serena. –¿A dónde van a estas horas? –les preguntó Pumawari, quien venía todo sucio del exterior del castillo. –No sabíamos que no se podía salir después del atardecer –dijo Thiago haciéndose el desentendido. –No es que no se pueda –se encogió de hombros el Coquena–. Es que afuera hay animales peligrosos y otras bestias – siguió mirándolos como si supiera que escondían algo. –Bueno, de hecho, estamos buscando a una laucha que se nos escapó de las manos –dijo Gala. –Vos me habías dicho que eras el protector de los animales ¿no es así? –le preguntó el chico.


–Sí, así es. Conozco a todo el bicherío de la zona –rio gustoso–. Yo hablo con las fieras –explicó con cierto orgullo. Los chicos se quedaron asombrados de que tuviera el don de hablar con los animales. Gala conocía bastante de los seres que habitaban su tierra, pero no demasiado de aquel personaje diminuto y con sombrero gracioso. –Y ¿para qué habían atrapado al pobre roedor? –quiso saber el que protegía a los bichos. La Elfina miró a su amigo con culpa y temerosa de que el Coquena le hiciera algo si respondía la verdad. Era cierto que ella sabía usar la varita, pero la vara que Pumawari llevaba de bastón, no parecía ser sólo un cayado de pastor. –Quise darle una lección a otro chico –se avergonzó–. Lo enlauché, y se escapó antes de que pudiera humanizarlo de nuevo. Los ojos del diminuto personaje se abrieron de par en par, incrédulo de aquello que la joven había hecho. Sobre todo, porque a su edad no debería saber cómo hacer ese tipo de encantamientos. –Un niño laucha suelto por ahí es un peligro para él sobre todas las cosas –se lamentó el Coquena, y sin más decir se llevó dos dedos a la boca y chifló fuerte cinco veces. Un bloque de piedra de la pared se corrió, dando lugar a un pequeño pasadizo, del cual salió una laucha muy parecida a Joaquín y a todas las que existían. Aunque Thiago había notado que alguno de los rasgos originales del enlauchado, perduraban luego de volverse roedor. Pumawari habló al recién llegado en una extraña lengua llena de chirridos. Éste pareció comprender a la perfección lo que se le decía, asintiendo con su peluda y diminuta cabeza, para luego y responder en el mismo idioma.


–Tienen suerte de que Rikkitac haya visto por donde se fue su amigo–señaló al animalito–. Enseguida va a intentar convencerlo de que vuelva para ser reconvertido. Y señorita –dijo mirando a la Elfina–, evite volver a hacer semejante desmán. Gala bajó la mirada una vez más, apenada de lo que había hecho, y los tres esperaron en silencio el regreso de los dos ratones. Minutos después, Pumawari había menguado su enojo, haciendo aparecer de la nada un equipo de mate para pasar el rato. Rikkitac reapareció al cabo de media hora, cuando las campanadas sonaban anunciando la cena. Joaquín estaba con él. Al principio el muchacho miró con desconfianza al trio, pero ante la insistencia del otro ratón, se animó a dejarse convertir por Gala. –Lo siento…–se disculpó ella cuando el chico estuvo de vuelta en su forma normal. –Me enojaría si fuera otro momento –aseguró un Joaquín mucho menos canchero que la última vez–, pero antes de que todo pasara, escuché a escondidas que iban tras la Roca del Destino. Y en las cuevas de los ratones se habla de una joya semejante, que rodó cloacas abajo días atrás. El trío se quedó mudo del asombro ante las palabras de aquel que había sido humanizado nuevamente. –Eso significa que el que robó la Roca no se la llevó, sino que se deshizo de ella –intuyó Thiago y un escalofrío le recorrió el cuerpo. –Pero ¿quién querría deshacerse de la Roca? Si es alguien que quiere ser nombrado rey debería habérsela quedado –opinó la Elfina. –Al menos que hubiera sido sorprendido y en el apuro decidiera tirarla por el inodoro –dijo Pumawari pensativo.


–Ahora somos cuatro los que sabemos esto, estamos juntos en la búsqueda –quiso determinar Thiago para asegurarse que todos tiraban para el mismo lado. –Yo no –se negó Joaquín–. Prometo guardar el secreto – tragó saliva mirando a la elfina, lleno de pavor–, pero me voy a descansar luego de todo lo que sucedió. El resto asintió comprensivo y Pumawari se ofreció a guiar al dúo en su empresa, porque conocía el reino mejor que nadie. –¿Pasa algo? –le preguntó Gala a Thiago, mientras iban a cenar, ya que el muchacho parecía enrarecido. –Por un momento, durante la charla con Pumawari, tuve un escalofrío y me pareció que alguien me observaba. Una mirada que había sentido antes, pero no recuerdo cuando.



Cruce de miradas Luego de la cena, común a todos los habitantes del castillo, Thiago y Gala siguieron a Pumawari hasta donde vivía la familia de Rikkitac. Éste se había encargado de averiguar algo más sobre el asunto de la joya perdida, y todas las lauchas coincidían en que un pez bagre se la había tragado, llevándosela río abajo hasta los pantanos del río Luján. –Qué raro –dijo el Coquena. –Sí –aseguró Thiago–, no conocía pantanos en el río Luján. –Arreit es diferente a Buenos Aires –le explicó el hombrecito con bastón–. Allá está el Delta del Tigre, acá los Pantanos del Jaguar. De todas formas, me refería a que es raro porque los bagres son peces sabios, no harían algo así, la habrían devuelto – concluyó mientras su mirada se perdía en pensamientos. El trío se despidió de la familia de Rikkitac y bajó de la Roca del León por una escalinata estrecha, junto a las fauces del animal tallado. Las praderas los recibieron con el cantar de los grillos y el ulular de los búhos. El Protector de los Animales los guiaba con el extremo de su vara encendido mágicamente y ellos le seguían el paso. Caminaron hacia el contrafrente del castillo, cruzaron las dársenas, pasaron la Laguna de los Coipos y la de los Patos, y se adentraron en el bosque que se anticipaba al Río de la Plata. Una vez en la orilla, Pumawari volvió a chiflar, pero en esta oportunidad sólo una vez. –¿Por qué una y no cinco? –preguntó Thiago curioso. –A los peces los llamo con un chiflido, a los anfibios con


dos, a los reptiles con tres, a las aves con cuatro, y finalmente a los mamíferos, como nuestro querido Rikkitac, con cinco. Un pez de bigote pronunciado y rostro algo intelectual, apareció en la superficie del río y volvió a meterse al agua. El Coquena se arrodilló junto al afluente y también sumergió la cabeza para hablar con su amigo. Thiago y Gala se miraban sin entender qué estarían diciendo. No se oía ningún sonido, sólo se veían las burbujas que salían de sus bocas a la superficie. Pumawari volvió a sacar fuera del agua su cabeza triangular de orejas en punta. Estaba empapado hasta el sombrero y su rostro permanecía meditabundo. Los otros no se animaron a preguntarle nada antes que él mismo dijera la primera palabra. –Esto es muy extraño, los bagres son peces sabios –dijo una vez más –, pero llevaron la joya al Pantano y no terminan de contarme con exactitud el por qué. –Tal vez el que descartó la Roca manipuló a los peces para que se la llevaran lejos –se encogió de hombros Thiago Jones. –Es una idea –sonrió Pumawari, y llevándose una vez más dos de sus dedos a la boca chifló tres veces–. Vayamos a averiguarlo –les guiñó un ojo amistosamente. El agua del Río de la Plata era marrón a la altura de la orilla y más transparente hacia el horizonte, desde allí vieron venir al enorme reptil. Era una especie de tortuga gigante con cuello extremadamente largo. Su mirada parecía tranquila y su sonrisa asemejaba la del abuelo Juan. –Les presento a Berto –dijo el Coquena y varió su lengua para dialogar con el recién llegado. Estaban por subirse al caparazón del animal, cuando Thiago volvió a sentir un escalofrío, como quien se cree observado. Se dio vuelta de golpe y vio como un enorme jaguar se le


iba al humo desde la espesura. –¡Rápido, suban a bordo! –ordenó el Coquena, poniéndose entre la fiera y los aprendices. La tortuga de cuello largo emprendió la travesía hacia los pantanos con los dos jóvenes a cuesta. Mientras la luz de la luna iluminaba la batalla que estaba dando comienzo junto al Río de la Plata. Pumawari se había percatado enseguida que aquel no era un jaguar común y corriente, y había lanzado el hechizo humanizador en vano. El licántropo lo había esquivado y ahora peleaba en dos patas, con una vara en la mano. Los jóvenes estaban ya muy lejos como para ayudar a su amigo. Y ningún hechizo de la Elfina hubiera dado en el blanco. –¿Por qué no desaparece cómo hizo cuando me presentó ante la Orden? –se preguntó Thiago nervioso. –Tal vez el jaguar no lo está dejando transportarse –supuso Gala–. Pero al menos tampoco puede saltar sobre nosotros. Los jóvenes se quedaron entristecidos por la suerte que estaría corriendo el pequeño Coquena. A izquierda y derecha de la tortuga no se veía absolutamente nada, aunque Berto parecía saber a dónde iba. Cada tanto algún movimiento de peces los asustaba, pero amén a eso la calma retornó a su tiempo. –Estamos por cruzar la frontera –dijo Gala cuando a lo lejos se divisó una grieta en la costa. –¿Cómo es eso de las fronteras? –quiso saber Thiago. –Seriab viene a ser la capital del Reino. Termina en un cañón de enormes dimensiones, dentro del cual también hay un río. Allí habitan los lobisones desterrados y toda clase de criaturas de la noche –se estremeció al pensarlo y se tapó aún más con el poncho–. Así que cuando oigas hablar de la Frontera, seguramente hacen referencia al cañón. Obviamente también están las


fronteras provinciales. Thiago asintió, pero ya no escuchaba las palabras de la Elfina. Al verla tiritar, su corazón había dado un vuelco, queriendo abrigarla contra sí. Era la primera vez que le pasaba, aunque obviamente se había fijado en otras mujeres, pero esta vez había sentido algo completamente distinto. Algo propio del comienzo de una nueva etapa en su vida. La frontera interna del Reino se terminó de ver a lo lejos sin noticias del peligro. Y rato después se divisó la entrada a los Pantanos del Jaguar. Berto los arrimó a una roca y se despidió a su modo con un lenguaje que sólo los Coquenas conocían. Un ruido sobresaltó a Thiago y a Gala, poniéndolos en alerta. Habían bajado de la roca y sus pies ya estaban hundidos en las frías aguas. Sus ojos miraron de un lado a otro, intentando averiguar qué era lo que se había movido. Y de pronto se encontraron con la mirada de un venado de las pampas, que estaba tan paralizado como ellos, pero en tierra más firme. Los jóvenes suspiraron pensando que el cérvido se había asustado de su presencia y viceversa. Pero desde las profundidades del estanque natural, apareció un ser mitad hombre mitad lagarto. Medía casi tres metros, algo más que un yacaré negro, y caminaba sobre sus patas traseras. Su rostro era el de un caimán, y sus brazos el de un campeón de peso pesado. –¡Humanizate! –le gritó Thiago mientras le apuntaba con la varita, intentando aprender su primer encantamiento. Pero ni un destello salió de la rama de ceibo tallada por elfos. Si hubiera sido otro momento, su amiga se hubiera reído de buena gana por aquello. Pero el Hombre Caimán, que se había quedado expectante por una milésima de segundo, ahora se abalanzaba sobre ambos como un león lo haría sobre su presa.


Pantano adentro La Elfina, entrenada desde su más tierna infancia para convertirse en una poderosa maga, reaccionó a tiempo. –¡Pial! –gritó mientras le apuntaba con su varita al enemigo. Un rayo de luz con forma de lazo salió disparado de la varita, se solidificó a tiempo y envolvió al Hombre Caimán como si fuera un matambre. El sorprendido licántropo cayó de bruces al pantano y enseguida empezó a hacer fuerza para liberarse. –¡Rápido! –dijo Gala tomando del poncho a su amigo, haciendo que éste la siguiera pantano adentro. La cuerda que ataba al enemigo crujió tres veces antes que éste lograra romperla, cegado por la ira. Thiago y Gala estaban a una veintena de metros, empapados, tropezando a cada rato a causa de la vegetación que crecía debajo de las aguas. El Hombre Caimán se lanzó a la carrera hacia ellos una vez más. Ya sentían su putrefacto aliento cerca, cuando oyeron el zumbido que hacen las flechas al cortar el aire. Las saetas se clavaron en la carne del licántropo frenándolo un momento más, obligándolo a retorcerse de dolor. Los jóvenes vieron a un extraño personaje oculto en entre los árboles, pero no llegaron a identificar a que pueblo pertenecía. Gala no esperó un momento más, tomó de la mano a Thiago y apuntándose con la varita exclamó: –¡Gufún! El joven sintió una vez más que se estaba enamorando, entretanto el encantamiento los hacía desaparecer y transportarse a


otro lugar del Pantano del Jaguar, varios kilómetros más al norte. –Eso fue genial –dijo Thiago Jones una vez a salvo, sin poder soltarle la mano, aunque ella la quitó rápidamente. –Muy bien –le sonrió la Elfa luego de cerciorarse que todo estuviera tranquilo–. Es hora que aprendas a usar la varita mágica. Enseguida se pusieron en camino, hasta un lugar que parecía más sólido que pantanoso. Se sentaron sobre la rama de un árbol a descansar y Thiago pudo contemplar por primera vez lo sucios y desorientados que estaban. –Yo no sé nada de este mundo –expresó él un tanto confundido–. ¿Algo de todo lo que pasó te resulta familiar? –Arreit está lleno de licántropos –se encogió de hombros ella–. El jaguar que atacó a Pumawari era un mago, de eso no hay lugar a dudas. Pero hay otros que son naturales, como el Lobisón, el Hombre Caimán… son parte de los pueblos autóctonos de este universo. Obviamente cada región tiene los suyos y de seguro vos conocés de nombre a aquellos que se fugaron a la Tierra y hoy son leyenda. Sobre todo, las que te llegan desde el Viejo Mundo, me imagino. –Puede ser –supuso–, de todas formas, allá hablan de Lobisones y otras criaturas “locales”. Cambiando un poco de tema, dijiste que el jaguar era un mago. Yo creía que sólo existíamos los de la Orden de Aryeh u órdenes extranjeras, según le entendí a Satura. Aunque obviamente Pumawari también tenía una vara mágica. Gala hizo una pausa para contemplar el paisaje iluminado por la luna. El croar de las ranas les daba la tranquilidad de que ningún caimán, ni hombre ni animal, estuviera cerca. –La teoría es tal cual vos la describís: una Orden de magos benévolos protege las tierras del reino. Además, otros servidores


como el Protector de los Animales, tienen licencia para portar su bastón. Sin embargo, existen muchos traficantes de varitas mágicas en este mundo. Y aquel que las compra no siempre es un niño explorador –rio al nombrar algo de la Tierra. –Pumawari me había dicho que sólo aquellos que teníamos una suerte de genética mágica podíamos usar las varas. –Todos los arreitanos tenemos esa genética –volvió a sonreírle–. Lo que te dijo Pumawari vale para los de tu mundo. –Entiendo… –Bueno –dijo poniéndose de pie–. Creo que ya descansamos suficiente, es hora de ponernos a practicar. Thiago asintió y enseguida se puso a disposición de su circunstancial mentora. Algo en él se encendió apenas comprendió que usar la varita no era sólo decir unas palabras mágicas, sino creer en lo que se estaba diciendo. Así, luego de unas horas de práctica, el aprendiz estaba un poco más avanzado que al principio. –Son muchas las palabras que hay que aprender –dijo cansado, notando que hacía demasiadas horas que no dormía. –La mayor parte de ellas están relacionadas con nuestra cultura criolla –le explicó la Elfina, iluminada por el espejo del sol y por las luciérnagas–. Es por eso que no son tan difíciles de recordar. –¿Por ejemplo? –Si querés que la varita levante un viento fuerte contra tu oponente, basta con decir pampero. O si querés que al otro se le trabe la lengua para no poder hechizarte, podés gritarle bozal; aunque si sabe encantar sin pronunciar palabras estás en el horno –rio.


–Y hay palabras que no son criollas –supuso él. –En efecto, los pueblos nativos tienen sus propios magos y palabras mágicas. Está bueno aprendérselas porque son trucos mucho más prácticos a la hora de estar en una situación peligrosa como es esta. –¿Por ejemplo? –Cuando huimos del Hombre Caimán yo dije “gufún”, que es una palabra elfopampeana. La idea es pensar en un lugar donde quisieras estar y al mismo tiempo lanzarse a uno mismo el hechizo. Pero lleva mucha práctica, y las primeras veces sólo te aleja del lugar unos cuantos kilómetros. –Tengo mucho que aprender –sonrió Thiago. –Mirá, ya amanece –dijo preocupada la Elfina–. Espero que podamos encontrar la Roca antes de la próxima luna. –Pero puede que el rey viva más años –dijo despreocupado el aprendiz. –Nuestra última teoría fue que alguien dentro del castillo se deshizo de la joya, no sabemos si va a querer deshacerse también del monarca. Thiago Jones no se había percatado ni de eso ni de lo siguiente que se le vino a la mente: era domingo y al día siguiente tenía que estar en el colegio a primera hora. Gala apuntó la varita al agua y pronunció dos nuevas palabras “acull camalote”. Enseguida, una gran planta verde, redonda y flotante, salió volando por los aires y llegó junto a ellos. –“Acull” es cartero en la lengua pampeana explicó. Cuando le agregás lo que necesitás te lo trae –rio. La hoja de camalote parecía lo suficientemente fuerte como para transportar a un tapir.


–Intenta este hechizo –le dijo a Thiago–. Apunta al camalote y pronuncia “baquiano”. El joven hizo lo que su amiga le decía y para su sorpresa, el rayo de luz azul de su varita empezó a dibujar un mapa en el aguapé. –Increíble… parece un plano de este sitio –se percató–. Podríamos subir a bordo y recorrer el lugar. –Buena idea. El mapa mostraba el pantano desde arriba, los afluentes y los obstáculos mayores para recorrerlo. Más al norte, una construcción llamó la atención de Thiago, quien por inercia usó la varita como si fuera el mouse de su computadora y tocó dos veces para acercarse. El hechizo funcionó y vieron una casa derruida y llena de musgo y algas. –¿Cómo hiciste eso? –preguntó asombrada la elfina. –Pensé en la compu –dijo algo nervioso, porque era la primera vez que ella admiraba lo que hacía. –¿La qué? –¿No usan computadoras en Arreit? –se sorprendió el nativo de la Tierra. –Algo oímos acerca de esas cosas…–su mirada estaba entre confundida y compungida–. Pero nos dijeron que la gente pasa horas frente a esos objetos, como si fueran espejos mágicos que no te dejan huir y vivir la vida. –Nunca lo había pensado así. Ambos amigos ya estaban a bordo del camalote y tras aquel descubrimiento de cómo profundizar el uso del hechizo, se quedaron un buen rato contemplando opciones. –Las compus nos muestran qué hay en cada sitio, excepto algunos que no conocen o no se animaron a ir –sonrió.


–¿Esperabas que la choza que vimos dijera “casa encantada”? –rio. –Creía que en Arreit estaba todo encantado –volvió a bromear Thiago y esta vez se animó a mirar profundamente los ojos de su amiga. Ella creyó entrever los sentimientos que se habían despertado en el joven y sin saber que hacer miró hacia otro lado, dejándolo solo en su enamoramiento. Él bajó la mirada apesadumbrado por no ser correspondido y tragando saliva cambió de tema. –Tal vez ahí viva el que nos defendió del Hombre Caimán – supuso, y sin mirarla le preguntó–: ¿cuál es el hechizo para navegar? –Ninguno, sólo tomemos unas varas largas y naveguemos –dijo mientras buscaba con que hacer remos naturales. El clima de la conversación había pasado de alegre y bromista a tranquilo y pacífico. No era un silencio incómodo, pero sí un momento en el que era preferible no hablar y dejar que la situación pasara. Sólo el croar de algunas ranas acompañaba el remar y el sonido de algunas aves de la mañana.


Rey rana La improvisada embarcación con mapa incorporado, avanzó por las aguas en busca de aquella casa donde esperaban que supieran algo de la desaparición de la Roca. –¿No podemos invocar a la joya con un “Acull”? –dijo después de un rato Thiago. –Es la piedra fundamental de la corona del príncipe, está protegida contra esa clase de hechizos. Thiago asintió para volver al silencio, pero sus orejas se pararon ante un sonido que le pareció algo extraño. –¿Es mi idea o se oyen más ranas que antes? La Elfina detuvo la embarcación y prestó atención también. No sólo se oían más ranas cerca de ellos, sino que en la lejanía parecía haber un sinfín de batracios acercándose cada vez más. Y de pronto, no se oyó más que el profundo silencio. Ambos amigos volvieron a cruzar sus miradas por primera vez en extensos minutos, denotando la extrañeza del suceso. De pronto, un número extraordinario de ranas antropomorfas apareció. Salían del agua, de los árboles, de su propio camalote. Saltaban hacia ellos y a medida que lo hacían lanzaban lianas por sus manos, como la araña lo haría con su tela. Los jóvenes, asustados, no llegaron a tomar sus varitas, ni a poder hacer comentario alguno. Las ranas los habían atado, amordazado y ahora los llevaban aprisionados sobre el aguapé. Thiago vio como Gala se desmayaba del susto y tuvo miedo por ella. Era la primera vez que la veía atemorizada. Observó a sus captores sin sorprenderse tanto. Eran tan antropomorfos como el


Jaguar y el Caimán, caminaban en dos patas y sus ojos daban al frente, pero no tenían el tamaño de un hombre sino el de un batracio. Sus brazos y piernas estaban vendados como si fueran deportistas. Y llevaban armas ninjas en sus manos de pulgares oponibles o colgadas a sus cuerpos. El batracio que tenía más cerca poseía un bō y otro que había más lejos llevaba dos shuriken. El joven meneó el cabeza un poco cansado de aquellos personajes exóticos que parecían traerle tantos problemas. Pero dejó de pensar en ello cuando se percató que los estaban llevando a la casa que figuraba en el mapa. A esa altura, el pantano parecía dejar de serlo para convertirse en un arroyo profundo y la escalinata del derruido hogar daba a las aguas. Las ranas tomaron a los presos llevándolos entre varias como harían las hormigas con su comida. Subieron las escaleras de madera y entraron al único ambiente que tenía la vivienda. Toda apestaba a musgo y algas. En el fondo, un sillón de rey hecho con rocas y ramas, dejaba entrever a un hombre de mirada adusta y corona de juncos. Los batracios croaron entusiasmados y arrojaron a los prisioneros a los pies descalzos del monarca. Gala despertó del sacudón. Y ambos, desde el suelo, pudieron contemplar al sujeto. Era un joven de unos veinte años de edad, vestía un jean tan rotoso como su remera blanca. Sus cabellos eran tan abundantes como la melena de un león, pero tenía rastas naturales y el pelo enredado. En la corona llevaba la Roca del Destino, atada apenas con unos tallos. Cuando miró a los jóvenes, sus ojos celestes centellaron recordando a la mirada del rey Yitzhak. –Vos sos el verdadero príncipe…–dijo Thiago entrecortadamente porque la mordaza no le permitía hablar. –¡Retractate! –le ordenó una rana golpeándole la cabeza


con su vara ninja–. ¡Él no es el príncipe, él es el rey de las ranas! – concluyó haciendo una reverencia ante su señor. El joven hizo una mueca con sus labios y ordenó a las ranas que trajeran unos troncos para que los prisioneros se sentaran. Parecía que le costaba expresarse bien, pero luego se llegaba a acostumbrarse y entenderlo. Una vez cumplido el pedido, él mismo les sacó las mordazas. –No sé cómo aprendí la lengua de los hombres –dijo el que estaba en el trono–. Pero también se las enseñé a ellos y a su vez aprendí a hablar anfibio –explicó. –Nos dijeron que el rey había perdido a su hijo en los Pantanos del Jaguar –recordó Thiago–, pero que lo había recuperado. –Mi querido padre adoptivo –prosiguió mirando a un monumento que había en honor a una rana con corona–, me encontró flotando sobre un canasto. Cuando se acercó para confortarme, fue atacado por un mago-jaguar. El enemigo quería matarme, pero mi padre me defendió. Cientos de ranas cayeron sobre el que intentaba asesinarme. Muchas murieron, pero al final de la jornada lograron rescatarme y confundir a aquel que nunca me volvió a encontrar. El mago se llevó el canasto y por lo que dicen las ranas de la pradera, fue a parar a manos del Rey de todas las Tierras. O como ustedes lo llaman “Yitzhak”. –Yitzhak es tu verdadero padre –dijo Thiago y la rana que lo había golpeado estuvo a punto de volver a hacerlo, pero su monarca lo detuvo. –Así parece ser. El mago me cambió por otro niño y convenció a mi padre biológico de que era yo. –¿Cómo puede ser que Yitzhak no se diera cuenta? Si el príncipe no tiene tu color de ojos –expresó Gala–. Tendría que haberlo notado enseguida.


–No lo sé, tal vez el hombre jaguar lo hechizó. Yo tampoco llego a comprender del todo las cosas –se agarró la cabeza–. Hace algunos días los peces trajeron esta joya y me dijeron que era hora de que tomara mi lugar. –¿Por qué no regresaste antes? –lo cuestionó la Elfina. El joven se paró y ordenó que desataran a los prisioneros. Luego fue hasta la piedra con forma de rey rana y apoyó su frente contra la del animal de roca. –Mi padre adoptivo, el rey de las ranas, me crio como si fuera su hijo biológico. Las praderas no tenían nada que ver conmigo. Mi lugar está acá. –Te entiendo –dijo Thiago Jones–, pero si el mago corona al falso príncipe, entonces ni las praderas ni los pantanos estarán a salvo. Los ojos del joven parecieron abrirse por completo, su corazón se encendió como el del hombre más sabio y comprendió que no podía permitir que eso sucediera. –Gracias –sonrió– y perdón por la descortés bienvenida. –No es nada… ¿Cómo te llamás? –le preguntó Gala, porque hasta ahora ninguno se había presentado. –Yakov –respondió éste. –Muy bien –dijo el aprendiz–. Creo que es hora de irnos. –Y ¿cómo planean regresar? –quiso saber, mientras las ranas se inquietaban por la partida de su señor. –Puedo probar chiflando –dijo mientras llevaba dos dedos a su boca y al igual que cuando usaba la varita, creyó posible aquello que deseaba. Llamó cuatro veces pensando en el águila que lo había llevado de las montañas hasta allí y sintió que su llamado sería respondido. No pasó mucho tiempo para que esto se confirmara. Las ranas se alborotaron al ver semejante ave. Pero Yakov


las calmó. Thiago, Gala y el príncipe subieron a bordo del extraordinario animal. Y una vez que estuvieron en vuelo, los más jóvenes empezaron a conjeturar sobre quién sería aquel mago desertor. –Satura quería coronar a Benisac, de seguro es el traidor – sostuvo Thiago. –Adrián tampoco me cae muy bien. –El sentimiento va a ser mútuo si se entera que enlauchaste a su sobrino –rio el joven sintiéndose algo más seguro de sí mismo. Yakov, que viajaba sentado detrás de ellos, también sentía que su confianza iba en aumento. Había sido un buen monarca luego de la muerte de su padre adoptivo y ahora podría proteger no sólo a los habitantes del pantano, sino a todo el reino.



Volverse a encontrar La roca tallada con forma de león volvió a verse en la lejanía, como la primera vez que Thiago llegara a aquel lugar. El águila entró por las fauces del animal y depositó al trío en la terraza balconada. Pero luego de que ésta se fuera, un gran número de caballeros del rey, ataviados con pilchas gauchas y estoques desenvainados, aparecieron para detenerlos. –Somos aprendices de la Orden de Aryeh–dijo Thiago poniéndose entre los hombres del rey y sus amigos–. No hay motivo para que nos detengan. –Sí los hay jovencito –expresó el capitán del ejército–. Tu abuelo y Gael resultaron traidores, y no hay motivo para pensar que ustedes no lo sean. Los ojos de los aprendices se abrieron de par en par. “No puede ser que ellos fueran los desertores” pensaron para sus adentros. –Hay una confusión –dijo Gala–. Están por coronar al príncipe equivocado. ¡Él es nuestro futuro rey! –afirmó señalando al andrajoso Yakov. Los caballeros rieron de buen gusto y la Elfina comprendió que se habían hundido aún más, diciendo de algún modo, que no querían a Benisac. Los aprendices sacaron sus varitas mágicas y apuntaron a los soldados, dispuestos a pelear antes que ser apresados. Sus oponentes se volvieron más serios y haciendo un paso atrás mantuvieron la guardia. –Llamen a Satura –pidió Thiago para sorpresa de Gala,


quien anheló que el líder de la Orden no fuera el traidor y aclarara las cosas. –No hace falta que me llamen –dijo el mago apareciendo por detrás de la guardia, más serio y amargado que de costumbre– . Ya estoy acá. Los soldados lo dejaron pasar y el hombre de la vara se acercó a ellos sin temor alguno. –¿Querías decir unas últimas palabras antes de ir a prisión con tu abuelo, pequeño traidor? –le sonrió maliciosamente. –Sí…–le devolvió la sonrisa–. Acull rey Yitzhak. Los ojos de Satura y los de Gala se abrieron de par en par. Desde el fondo de la boca del león y volando por los aires, apareció el rey sentado en su trono. El hechizo de Thiago lo había atraído sin que éste pudiera entender cómo ni por qué. Pero al ver a su verdadero hijo y sin siquiera notar la Roca del Destino que llevaba en su corona de juncos, lo reconoció y salió corriendo a abrazarlo. –Imposible… –dijo Satura, quien sabía que el monarca estaba en las últimas. –No hay nada imposible para el Bien –respondió Thiago con una sabiduría que comenzaba a despertar en su interior. El rey, abrazado a su hijo, le dio su bendición. Luego se miraron con ternura infinita y dos lágrimas corrieron por aquellos ojos que eran idénticos en ambos. –Siempre supe que Benisac no era hijo mío –dijo para asombro de todos, y luego miró a Satura para añadir–: sé que es tuyo, pero creí que al criarlo como propio podría liberarlo de ser educado por tu maldad. –No entiendo –dijo el líder de los magos entrecerrando los ojos–. Si pensabas que yo era malvado ¿por qué me dejaste en la Orden?


–Creí que mi hijo había muerto y te di la oportunidad de sacar lo mejor de vos mismo. Ahora llama a tu vástago para que pueda hablar con él también. –Estás demente –sentenció apuntándole con su vara–. ¿Creés que esto es un cuento de hadas donde todos nos abrazamos y hacemos de cuenta que nada pasó? –Nunca pierdo la esperanza de que la gente se convierta en la mejor versión de sí misma. –Su Majestad –interrumpió el capitán del ejército que no terminaba de saber qué hacer porque su rey hablaba amablemente con el enemigo–, dé la orden y lo arrestamos. La mano izquierda de Satura, aquella que no tenía la vara, hizo un movimiento brusco hacia atrás y arrojó un vendaval sobre los soldados, quienes terminaron en el fondo de la cueva. Thiago y Gala quisieron intervenir con sus varitas, pero la diestra del enemigo se las quitó de las manos, al tiempo que su mente pensaba “aflús”. –Esto acaba ahora mismo –sentenció Satura volviéndose un enorme jaguar, que al galope se arrojó contra el rey. –Te quiero hijo –le dijo por lo bajo Yitzhak a Yakov, quien no terminaba de comprender. El jaguar apartó del camino a los aprendices, al tiempo que el monarca hacía lo propio con su vástago. Cuando Satura alcanzó a Yitzhak, ambos estaban al borde de la boca del león y desde ahí cayeron por el precipicio. La caída duró unos segundos, pero de algún modo el tiempo se detuvo lo suficiente para que Satura, vuelto hombre, comprendiera que el rey se estaba poniendo entre él y las rocas que los esperaban en el suelo. –¿Estás intentando amortiguar mi caída? ¿Aun cuando te


arrojé al vacío te estás sacrificando por mí? –Así es amigo mío, sigo esperando por el bien que hay en ti. El corazón de piedra del mago de pronto se hizo añicos, ablandándose hasta comprender que no hay mayor amor que dar la vida por los demás. –Lo siento mucho…–dijo entre lágrimas Satura–. Perdóneme Su Majestad. –Todo esta perdonado –sonrió por última vez el rey, al tiempo que alcanzaba la tierra cubierta de rocas. Aquellos que habían permanecido en el balcón, no vieron ni oyeron nada de lo que ambos moribundos habían hablado. Pero cuando encontraron sus cadáveres, notaron con asombro que ambos tenían el rostro sereno y sonreían como si esperaran volverse a encontrar en otro tiempo, en otro lugar. Los soldados dieron testimonio en favor de Yakov y la bendición que su padre le había dado. Éste por su parte habló con Benisac, a quien con cariño llamó “medio hermano”, esperanzado de que permaneciera con ellos. Sin embargo, el hijo de Satura, que sabía lo que había planeado su padre, aludió cierto remordimiento al respecto y pidió que se lo condenara al exilio. Yakov aceptó y despidió al joven con muchas provisiones, tantas como para cruzar todas las fronteras que creyera necesarias para su redención. Luego del exilio de Benisac y del entierro de Yitzhak, el príncipe fue coronado en medio de hombres, elfos y ranas, entre otros convidados. Todo había sido muy de prisa, y las ceremonias no fueron ni tan tristes ni tan alegres. –Tu padre hubiera querido que fueras feliz en su Día del Paso –le dijo Juan a Yakov–. Aunque entiendo que sea difícil. –Y yo quisiera que tu fueras el nuevo líder de la Orden –le


sonrió él–. Porque sé que descubriste a Satura mientras tu nieto iba por mí, y terminaste acusado de traición. –En realidad la codicia de Satura lo delató por sí solo. Hizo una copia de la Roca del Destino intentando que tu padre bendijera a su hijo, no podía esperar a que las cosas se dieran naturalmente, como él mismo había propuesto. O tal vez se veía venir que el bien terminaría ganando. Thiago entretanto disfrutaba de un mate amargo sentado sobre una roca, mirando el atardecer. Pronto tendría que volver a su casa y al colegio. No podría decirle más que a sus padres aquello que había vivido, pero tenía la esperanza de poder hablar con Gala en la semana. –Dicen que prepararse un mate para uno mismo es signo de haber madurado –lo sorprendió la Elfina por detrás, para sentarse junto a él. –Acompañado siempre es mejor –respondió. –Parece que vamos a ser compañeros de colegio –le dijo. –¿Cómo? –Tu abuelo fue nombrado líder de la Orden de Aryeh y no va a poder seguir siendo tu tutor a tiempo completo. –¿En serio? –se lamentó el nieto, encariñado con su abuelo. –Sí. Así que mi papá fue transferido como profesor a tu colegio, como una especie de encubrimiento para ser tu nuevo mentor. Aunque creo que yo voy a ser la que te termine dando clases –rio. –Buenísimo, así que vas a conocer mi mundo –dijo mientras se le dibujaba una sonrisa con cierta picardía. –¿Pasa algo? –No… sólo que no vas a poder enlauchar a todos los que te


molestan –concluyó entre risas. Ambos siguieron mateando y antes de que el día terminara volvieron a visitar a Pumawari, que había sido internado en la Casa de Socorro, una especie de enfermería entre mágica y medieval. –Yo sospechaba del viejo Satura –dijo molesto–. Me atacó con todo, pero sobreviví gracias a los peces que vinieron en mi ayuda. ¡Quiero salir de acá cuanto antes para cuidar de los animales! –Tranquilo Puma –le dijo Thiago con más confianza al Coquena–. Tiempo al tiempo. –¿Así que estás hablando más seguro de vos mismo? –sonrió. –¿Te parece? –preguntó porque no lo había notado tan patente. –Dicen que hiciste volar al rey y no te apresaron, si después de eso no tenés confianza…–rio con gusto, aunque al pensar en Yitzhak se puso un tanto más serio, y le dedicó una respetuosa sonrisa por si estaba mirándolo desde algún lugar. El abuelo Juan no tardó en aparecer para decirle a los jóvenes que se tenían que despedir por unos días de Pumawari y del rey Yakov. –Nos vemos en el cole –se despidió Thiago. –Nos vemos –dijo ella besando su mejilla, de modo tal que al joven le agarraron más confusiones que certezas.


Cambio de rol Aquel lunes a la mañana, Thiago volvió a mirar su colegio y sonrió. La construcción ya no le generaba tanto asombro, ni le encontraba tanto parecido con un castillo. Al menos no con el que él conocía. –¿Admirando el lugar? –le dijo una chica tomándolo por sorpresa. –¡Gala! –se alegró el primero–. Este es nuestro colegio. ¿Qué te parece? –Asombroso –dijo ella–. ¿Qué aventuras nos esperarán dentro? –preguntó. –No creo que demasiadas, más allá de los exámenes –sonrió. –¿La Tierra te vuelve más serio? –lo bromeó amistosamente –Mamá me dijo anoche que había vuelto más grande –añadió encogiéndose de hombros. Gala entrecerró los ojos contemplando levemente a su amigo y notó que la madre de éste tenía razón. Thiago ya no era aquel chico que había llegado tarde a la reunión de magos sin saber dónde meterse. Algo en él había cambiado para bien, y eso lo volvía distinto a sus ojos. –Tendríamos que apresurarnos para entrar –aseguró él mirando la hora en su celular. –Todavía faltan algunos minutos. Además –se colgó de su brazo tomándolo por sorpresa–. Yo sigo imaginando que aquí dentro hay más de una aventura esperando. No te acordás que nos


dijeron que en la Tierra había fugitivos de Arreit ¡Mirá esta construcción! ¡Seguro que se esconden en lugares como este! Gala había dicho la última frase en un volumen tan alto que otro grupo de chicos la había oído, y ahora se burlaban de su comentario. –¡¿Qué mirás pelirroja?! –le dijo Rodrigo–. ¡¿Todavía jugas a los detectives?! –rio mientras encendía un cigarrillo. La Elfina miró con enojo al grupo de bromistas y cerró su puño derecho, deseando poder usar su varita. –Tranquila –la calmó Thiago–. Son solo unos tontos, nosotros estamos para otro tipo de cosas. Gala se apaciguó, y enseguida entraron al colegio para no bancarse al grupo de chicos que seguían comentando tonterías. –En Arreit no se permite que te tomen de “chivo expiatorio” –dijo enojada en la formación de la bandera, antes que pidieran silencio. –Acá en teoría tampoco y ya no le llaman así. Ahora le dicen “hacer bullying”. –Como sea… –Ahí viene Martín, un amigo de la primaria –dijo sonriendo–. Vení que te lo presento. –¡Thiago! ¿Cómo pasaste el finde en lo de tu abuelo? ¡No sabés como roleamos con David! Martín estaba entusiasmado con una adrenalina que hacía tiempo no se veía en él. Su sonrisa blanca contrastaba con su tez morena y sus ojos oscuros parecieron confundidos al ver a la Elfina. –Ella es Gala. –Martín –dijo él–. ¿Nos conocemos? –preguntó el muchacho.


–No lo creo, sería imposible –sonrió ella mirando a Thiago para que la ayudara. –Gala no es de Buenos Aires –le explicó lo mejor que pudo sin querer delatarla ni delatar a Arreit. –Claro… seguro me confundí –concluyó Tincho, alejándose para hablar con David. –Es un fugitivo –sentenció la Elfina para sorpresa de Thiago–. No lo conozco, pero se dio cuenta que soy de Seriaba. –¡¿Qué?! No, imposible. Nos conocemos desde que nacimos. –¿Y sus padres? –Bueno, ellos y los míos también tienen cierta amistad, o la tuvieron… –Es decir que tus papás, que saben de la existencia de Arreit, son amigos de sus papás que probablemente sepan… Los ojos de Thiago Jones se abrieron de par en par llenos de incertidumbre, al tiempo que la preceptora pedía silencio para izar la bandera. “Si fuera mago lo habrían convocado este fin de semana como a mí” se dijo. “Además, ¿por qué mis papás ocultarían a un fugitivo?”. Ninguno de los tres volvió a hablar con el otro hasta que estuvieron en el aula, cuando Thiago descubrió que Tincho empezaría a sentarse junto a David Barcaza. Por lo que él tendría que hacerlo al lado de Gala. No le molestaba en absoluto estar cerca de ella, pero no comprendía cómo su mejor amigo se había apartado hacia otro lugar. –Tenemos que hablar –le dijo Martín en el primer recreo, luego de la hora de historia. –¿Qué pasa? –preguntó temeroso.


–Necesito que me ayudes a liberar a mi gente de la esclavitud. –¡¿Qué? –Thiago. Perdoná que nunca te haya hablado de Arreit, pero al verte con una Elfina me doy cuenta que heredaste el don de tu abuelo. No podía contarte nada porque no sabía que ibas a heredarlo. Es fácil para mí descubrir a los nativos del otro mundo. De hecho, Gala no es la única Elfa del colegio. –¿Quién sos? –preguntó extrañado–. ¿Qué sos? –Soy Martín, el de siempre. Tu abuelo ayudó al mío a huir de las tierras donde lo tenían esclavo. Pero ahora la cosa está que arde en ese lugar. Yo no soy mago y Juan está grande para odiseas. Te necesito –apoyó una mano en su hombro–. Y si Gala es de confiar los necesito a los dos. Thiago asintió sin saber en qué nuevos líos se estaba por meter, pero si Juan le había dado una mano al viejo Villareal, entonces él tenía que hacer lo mismo. –Confío en Gala tanto como confío en vos –le dijo, aunque algo inseguro por los secretos de su amigo. –Entonces cuando puedas hablá con Juan y nos ponemos en marcha hacia la tierra que encadena a mis ancestros. –¿Vos vas a venir? Entendí que no eras mago, aunque tenés la genética… –Es algo más complicado de explicar –le sonrió. El timbre volvió a sonar y Thiago Jones volvió al aula, dubitativo de cuántos secretos más quedaban por descubrir.




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