Fernando Aramburu

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Ernest Lluch Kultur Etxeko Liburutegia Biblioteca del Centro Cultural Ernest Lluch Literatur Solasaldia Junio 2013 Junio

Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959 - ) Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza, participó en San Sebastián, su ciudad natal, en la fundación del Grupo CLOC de Arte y Desarte, que entre 1978 y 1981 editó una revista e intervino en la vida cultural del País Vasco, Navarra y Madrid con propuestas de índole surrealista y acciones de todo tipo caracterizadas por una mezcla particular de poesía, contracultura y sentido del humor. Desde 1985 reside en Alemania, donde ha impartido clases de lengua española a descendientes de emigrantes. En 2009 abandonó la docencia para dedicarse exclusivamente a la creación literaria. Colabora con frecuencia en la prensa española. Se ha dedicado asimismo a la literatura para niños y a la traducción de autores alemanes. Sus libros han sido traducidos a diversos idiomas y han obtenido varios premios como Fuegos con limón (Premio Ramón Gómez de la Serna 1997), Los ojos vacíos (premio Euskadi 2001), Los peces de la amargura (premio Real Academia Española 2008, Premio Mario Vargas Llosa NH 2007, Premio Dulce Chacón 2007) y Años lentos (Premio Tusquets de novela).

Años lentos A finales de la década de los sesenta, el protagonista, un niño de ocho años, se va a San Sebastián a vivir con sus tíos. Allí es testigo de cómo transcurren los días en la familia y el barrio: su tío Vicente, de carácter débil, reparte su vida entre la fábrica y la taberna, y es su tía Maripuy, mujer de fuerte personalidad pero sometida a las convenciones sociales y religiosas de la época, quien en realidad gobierna la familia; su prima Mari Nieves vive obsesionada por los chicos, y el hosco y taciturno primo Julen es adoctrinado por el cura de la parroquia para acabar enrolado en una incipiente ETA. El destino de todos ellos –que es el de tantos personajes secundarios de la Historia, arrinconados entre la necesidad y la ignorancia– sufrirá, años después, un quiebro. Alternando las memorias del protagonista con los apuntes del escritor, Años lentos ofrece además una brillante reflexión sobre cómo la vida se destila en una novela, cómo se trasvasa el recuerdo sentimental en memoria colectiva, mientras su escritura diáfana deja ver un fondo turbio de culpa en la historia reciente del País Vasco.

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Fernando Arambururen idazlanak / Obra de Fernando Aramburu NOVELAS: Fuegos con limón (1996) N ARA Los ojos vacíos (2000) N ARA El trompetista del Utopía (2003 ) N ARA Vida de un piojo llamado Matías (2004) N ARA Bami sin sombra (2005) N ARA Viaje con Clara por Alemania (2010) N ARA Años lentos (2012) N ARA RELATOS: No ser no duele (1997) N ARA El artista y su cadáver (2002) N ARA Los peces de la amargura (2006) N ARA El vigilante del fiordo (2011) N ARA CUENTOS PARA NIÑOS: El ladrón de ladrillos (1998) I-82-3 A Adreilu lapurra (1998) I-82-3 A Mariluz y los niños voladores (2003) I-82-3 A POESÍA: El librillo (1981) I-82-1 ARA Ave Sombra / Itzal Hegazti (1981) CONSULTA Bruma y conciencia / Lambroa eta kontzientzia (1977-1990) CONSULTA Yo quisiera llover (2010) 860-1 ARA

Zinemarako egokitzapenak / Adaptaciones cinematográficas Bajo las estrellas / Felix Viscarret (2007), basada en “El trompetista del Utopía” ZIN 4 BAJ •

Signatura dauzkatenak Donostiako Udal Liburutegi Sarean aurkitu ditzazkezu / Encontrarás en la Red Municipal de Bilbiotecas de Donostia-San Sebastián las obras marcadas con signatura

Fernando Arambururekin elkarrizketa / Entrevista con Fernando Aramburu Fernando Aramburu: “La función del escritor no es la verdad histórica” El autor publica la novela 'Años lentos', con la que ganó el premio Tusquets La Vanguardia.com / Libros 08/05/2012 Pedro Vallín Hay entrevistados elocuentes e increíblemente precisos, pero hay muy pocos que en su forma de elaborar las respuestas transmitan la impresión de que para ellos se trata de un asunto serio y no un mero acto de promoción, y menos aún que a la vez inviten al periodista a posproducir con criterio el resultado de la conversación en la que desmenuza los mecanismos genuinos de la ficción. Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), es en muchos sentidos un escritor excepcional, açåçëíá~=hìäíìê~ açåçëíá~=hìäíìê~ bêåÉëí=iäìÅÜ=hìäíìê=bíñÉâç=iáÄìêìíÉÖá~=√=_áÄäáçíÉÅ~=`Éåíêç=`ìäíìê~ä=bêåÉëí=iäìÅÜ ^åçÉí~I=T=√=OMMNQ=açåçëíá~=J=p~å=pÉÄ~ëíá•å íÉä=EMMPQF=VQP=QU=NU=ST=√=~ã~ê~äáÄìêìíÉÖá~]Ççåçëíá~KçêÖ


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y en este también. Con la novela ‘Años lentos’ (Tusquets) ganó el premio que lleva el nombre de la editorial merced a una historia sobre un niño pamplonés en el San Sebastián de los años 1968 a 1978, relatada por su protagonista desde el presente y entretejida con unas interrupciones que son los apuntes que el propio Aramburu escritor toma sobre cómo ha de construirse la novela. ¿Todo escritor debe hallar la forma de volver sobre su infancia, aunque sea de forma diferida, a través de una ficción? Sólo puedo hablar por mí, no por el conjunto de los escritores. Uno intenta entender la realidad que tiene más cerca o que quedó atrás en el tiempo, comprenderla, poner el lenguaje, y si es posible transmitirla. Entonces llega a cierta edad en la que ha acumulado una cantidad considerable de memoria personal y a mí me parece legítimo, e incluso natural, que un ser humano acostumbrado a expresarse mediante la palabra escrita trate de dejar un testimonio de su propio pasado, de vivencias que tuvo. Y de ese modo aportar un poco de comprensión o dar algunas respuestas a posibles lectores interesados por conocer cómo se vivía en un determinado tiempo. Hay un esfuerzo en la novela por tomar distancia, por evitar un discurso nostálgico sobre una arcadia infantil. No es irrelevante porque en la literatura vasca menudean los casos de una nostalgia que tiene una dimensión supraliteraria. Pero yo dudo de la que la nostalgia sea necesariamente negativa a la hora de escribir literatura. No veo por qué no expresar la nostalgia. A mí no me animó la nostalgia a escribir este libro. Los hechos narrados transcurren en un barrio de las afueras de San Sebastián donde yo viví, y en un tramo de tiempo durante el cual yo fui niño. Era inevitable que yo abriese el cofre de mis recuerdos para sacar de él todo lo que me resultara provechoso para construir una historia que no es la mía. Me parecía que en la narración de vidas privadas en un contexto determinado, las postrimerías del franquismo, incluir pacotilla nostálgica, detener la narración para introducir elementos costumbristas o folclóricos, no me lo permitía la literatura. De hacer un ejercicio de este tipo habría estropeado la novela. De hecho, en los pasajes de la novela en los que toma la voz Aramburu el escritor se ironiza con la introducción de ese tipo de pasajes costumbristas. Yo decidí que toda la novela consistiera en la alternancia de dos discursos. Por un lado, el del informante, que a petición del escritor le transmite por escrito sus recuerdos de una historia posible. Y por otro lado, los apuntes del escritor que recibe dicha información y se plantea la posibilidad de convertir esa información en una novela. Todo el juego hace pensar que lo que llega a las manos del lector no es una novela terminada sino los preparativos para una novela. Claro que esto no impide que la historia esté completa. Y los apuntes no se limitan a comentar la información del hombre narrador... ...sino que incluyen pasajes, también... ...sino que llenan huecos, e incluso contienen desacuerdos con respecto a lo que narra el informante. Y también, como le decía, son apuntes preparatorios para una posible novela, que en la última página el escritor decide escribir. Aunque ya está hecha. Claro, esto contiene un juego dialéctico entre lo que es la ficción y las realidad. Ilustra esa confrontación. Mostrando los mecanismos en que se da esa pugna. Sí, y se permite al lector que construya su propia novela a partir de los elementos previos que se le dan. Esto lleva a una paradoja porque la figura de ficción que narra una gran parte de la novela postula la verdad, mientras que el escritor que defiende lo suyo, que estaría dispuesto a sacrificar la verdad a la literatura, en nombre del arte, en realidad es el auténtico. Porque entre el que escribe los apuntes y yo no hay ninguna distancia, ni siquiera en la manera de escribir. Se expresa como expreso yo en mis escritor privados. En el ejercicio del recuerdo, a menudo uno es un intruso de su propia memoria. Usted eligió un niño que en cierto modo es un intruso en el hogar de su novela.

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El personaje que narra la historia es un testigo, y además se comprometió a escribir lo menos posible sobre sí mismo, puesto que el escritor le pidió que no lo hiciera. Por eso él trata de interponerse el menor número posible de veces, y cuando lo hace, lo justifica e incluso se disculpa. Hay que tener en cuenta que un relato, largo o corto, consiste en la voz que cuenta. Esto a veces se pierde de vista, pero no son sólo los hechos narrados lo que constituye una narración, sino también el aire, el tono, el registro literario, la estructura con la que se sostiene todo el relato. Estas cuestiones conviene que el escritor las tenga resueltas antes de escribir la primera línea. Después el trabajo, si está bien planeado, fluye con mayor facilidad que si uno lo delega a la improvisación. Sin usar la expresión “ajuste de cuentas” con la infancia, es la suya una visión de esa sociedad bastante inmisericorde. El relato que se hace de la Iglesia, las vecinas, los ideales políticos juveniles que luego sabemos que derivaron en el terrorismo... Pienso que si la novela al final da una imagen negativa de aquella época no es porque yo haya introducido ese negativismo, sino que todo lo que tenía de gris, de pobretona, aquella época permanece como una adherencia en mi recuerdo y ha salido de una manera automática. No todo era malo, creo yo, particularmente si lo comparamos con la primera parte de la posguerra. En los años sesenta ya no había tanta miseria, había mucho trabajo, recuerdo yo. Tengo la idea de una infancia sana, de continuo movimiento, de juegos muy populosos porque por entonces nacían muchos niños. Pero los tiempos tampoco daban para grandes euforias, pienso yo. Titulé la novela Años lentos por una sensación personal que guardo de lentitud, de falta de acontecimientos, de marasmo histórico... Quizá entonces no nos dábamos cuenta de esto, pero comparado con los tiempos actuales, donde todo ocurre tan rápidamente, uno tiene la sensación de que el tiempo transcurría muy lentamente entonces. Y no hay más que mirar los periódicos de la época, que consulté para documentarme, para darse cuenta de que la vida colectiva transcurría con una especie de lentitud. Claro que estamos hablando de una época de dictadura, durante la cual había un control férreo de la población, con las posibilidades de libertad de expresión y de agrupación muy limitadas. En todo caso yo considero que en mi libro no faltan rincones de diversión, de juego... yo pasaba mucho tiempo en la calle, con las piernas arañadas, los brazos ortigados y subiéndome a árboles. Por eso mi visión de aquella época, visión desde la infancia, claro, no es de desgracia continua, ni de tiempo tenebroso. Ni mucho menos. Hay un elemento geográfico, que es casual, porque parte de su propia biografía, que sirve muy bien al relato de esos años, lentos o detenidos entre dos tiempos, entre una dictadura que agoniza y unos tiempos nuevos que aún no han asomado. Me refiero a esa característica de Ibaeta como barrio fronterizo, a caballo entre lo rural y lo urbano. El azar quiso que yo viviera en la última casa de la ciudad de un barrio de las afueras que por entonces estaba un tanto aislado. Estaba en una de las salidas de la ciudad. Era un grupo de edificios de protección oficial, para inquilinos de clase obrera. Y por los tiempos en que yo vivía allí, entre el barrio y el casco urbano había todavía una zona de campo. Las casas se repartían por sorteo y a mi familia le tocó la última, la que ya daba al campo. Había días en que me asomaba a la ventana y veía segar la hierba al casero, que tenía el caserío muy cerca. El casero con su burro, su guadaña y su saco a modo de capucha cuando llovía. Era en cierto modo un espectáculo ver una actividad agrícola, vamos a decir, desde un edificio de tres plantas. Y este vínculo entre el campo vasco y la ciudad lo he vivido de una manera natural y lo incorporé a la novela, no con la intención de formar un contraste entre dos maneras diferentes de vida, sino porque estaba dentro de mis recuerdos, como tantas otras cuestiones que salen en la novela pero no están colocadas ahí como cuestiones sino como elementos que repercuten en la vida de seres privados. En su novela casi parece que a los personajes adultos les oprime, más que la falta de libertades políticas, una especie de moral social muy severa, la moral del chisme de barrio. Sí, claro, sí.

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¿Esto era más opresivo entonces que la propia situación del país? Yo recuerdo que había una evidente paz social entonces, pero, claro, era impuesta. La gente se dedicaba a su trabajo y en los ratos libres a sus diversiones y demás, y había muy poco interés político, aunque empieza por entonces. Mientras la gente fuera a misa y no se metiera en política, se decía entonces, no había problemas. Lo que sí había era unas convenciones sociales y religiosas que pesaban mucho sobre la gente. Se percibían mucho por aquel temor al qué dirán. Cuando la hija de los protagonistas de mi novela se queda embarazada a una edad adolescente, esto supone para la familia una catástrofe total. Para el barrio, un tema de comidilla y de alegría maligna, de rumores y comentarios. Recuerdo algunos casos de este tipo que hoy día pasarían inadvertidos pero entonces suponían una vergüenza para la familia donde ocurrieran. Y luego estaba el peso religioso, la asistencia a misa, el temor al pecado… que aquello determinaba los comportamientos de las personas de una manera mucho más fuerte que hoy día. El personaje más claramente negativo de la novela es el sacerdote del barrio, que recluta gudaris... En mi novela hay dos sacerdotes. Uno, que cumple una función muy importante en la novela, es el párroco del barrio. Este cura es un personaje de ficción, me lo he inventado para que lleve a cabo una serie de episodios que tienen una repercusión en la trama. Hay otro cura que es real, es un personaje histórico, aquel cura que recolectaba el dinero de la extorsión. Ese no me lo he inventado sino que está sacado de los documentos públicos que existen. Y el cura del barrio desempeña un papel negativo dentro de la novela, eso es verdad, pero esto no quiere decir que yo piense que todos los curas de entonces fueran así. Una novela no funciona con generalizaciones, sino que yo necesitaba ese personaje para que moviera a otros a acción. Sabiendo también que ha habido curas que han actuado de manera similar. Pero no todos, claro. El destino de uno de los jóvenes que se alistan a esa primera ETA y que vuelve de Francia rodeado de oprobio y silencio, sin que nunca se sepa qué ha pasado, hace pensar en esa sociedad marcada por silencios y sobreentendidos, por asuntos que no se despachan en voz alta. No, no. Yo creo que no es necesario contarlo todo en un libro escrito para lectores inteligentes, capaces de añadir de su parte lo que no está explícito en la obra pero es adivinable. Pero que no se cuente todo de Julen Barriola se debe al hecho de que está escrito desde la perspectiva de un niño de 8 años. Un niño no sólo no lo ve todo, sino que tampoco lo entiende todo. Además, la novela, para que la función sea coherente, no descansa sobre los hombros de este narrador sino que él proporciona los datos de su recuerdo al escritor y le cuenta lo que recuerda, sin añadir nada más de su parte y sin hacer cábalas de lo que pudo pasar. Por eso quedan zonas oscuras dentro de la historia, lo que, por cierto, justifica la introducción de los apuntes, donde el escritor tiene dos opciones: O añadir datos que él haya descubierto por su cuenta y que completan la historia del niño, o inventarlos para que la historia sea posible en una novela y no en un tratado de historia, puesto que la función del escritor no es la verdad histórica, sino el arte de la palabra, la representación de las conductas humanas por medio del arte de la palabra. En su anterior novela, “Viaje con Clara por Alemania”, usted ya usó el mecanismo de introducir una reflexión irónica sobre el hecho literario, pues se trataba del diario de viaje un joven que acompaña a su esposa mientras ella escribe un libro. ¿Es un deber de toda novela contemporánea? Que va, eso tiene que ver con obsesiones mías, no se le puede exigir a todo el mundo. La tarea en el fondo es muy sencilla y además es una constante del género que no cambia con el paso de los siglos: uno, mediante palabras, simula la realidad. Uno tiene que conseguir que el lector olvide que tiene en las manos un artefacto de papel o cualquier otro material con signos, que leyendo esos signos tiene que hacerse la ilusión de que aquello está ocurriendo realmente. Y de esta manera se puede emocionar, en el sentido de que algo se mueva dentro de él, que puede ser la risa, la diversión, etcétera. Eso no puede fallar nunca. Uno maneja las palabras de acuerdo con ese fin. Si

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el lector se encuentra con que se introducen elementos sobre la manera como se transmite la ficción, se puede lograr ese fin. Alguien, por el hecho de que se cuestiona de una manera explícita la forma, el recipiente de la ilusión literaria, puede obtener una impresión de verdad. Aunque en el fondo es el mismo truco en toda clase de narraciones, largas o cortas. Por ejemplo, cuando el narrador de mi libro le pide al escritor que por favor cambie los nombres de los familiares por si pudieran leer el libro y enfadarse, lo cual es un clarísimo juego cervantino, en realidad está indirectamente demostrando que lo que ha escrito es verdad. Entonces el lector al ver el pasaje, piensa: “Ah, propone que introduzca alguna mentira para que la verdad no se contenga completa”. Y entonces lo toma por verídico. Al lector lo estás embaucando. ¿Decía que ese tipo de juegos literarios obedecen en su caso a una obsesión? Bueno, es algo que trabaja en mí, que me sigue planteando preguntas y que no considero definitivamente resuelto por el hecho de haberlo tratado en un libro. No sé, es mi música, mi manera de representar la ficción, de hacer novelas. Forma parte del menú que yo compongo. ¿Existe un riesgo de pasarse de listo cuando uno desnuda el mecanismo de la escritura? Uno puede pasarse de listo y uno puede pasarse de tonto. Sí. El mecanismo puede fallar: una contradicción, una acción inverosímil, un pasaje excesivamente ñoño o sentimentaloide, y toda la ilusión narrativa se cae por tierra. Es que además es lo más frecuente, lo más habitual es que los libros no sean geniales. Todos intentamos hacerlo lo mejor posible. También porque el lector está muy resabiado, está muy familiarizado con los mecanismos de la narración y a veces se transparentan y no funcionan. Claro, los trucos son conocidos y hay que cambiarlos, hay que actualizarlos. Pero lo que es constante es que siempre hay trucos para montar una ilusión. Tengo que confesar que soy un pésimo lector de novelas ajenas. Bueno, y propias. Y es precisamente porque me fijo en los aspectos formales. Soy incapaz de leer una novela, salvo raras excepciones, sin fijarme en cómo está introducido el capítulo, si los diálogos están bien construidos... Así no se puede disfrutar de una novela. Yo lo reconozco. Envidio aquellas lecturas que hacía de joven cuando no podía soltar el libro, cuando lo cerraba y seguía con los personajes en la cabeza, me creía todo lo que estaba allí dentro. Con el tiempo, se me ha embotado la sensibilidad para disfrutar de las historias, en cuanto empiezo la lectura me fijo en si la puntuación es adecuada, o si la adjetivación es así o es asá. Es una pena.

Erabilitako iturriak / Fuentes utilizadas http://www.escritoresdeeuskadi.com/asociados/104-fernando-aramburu http://www.elplacerdelalectura.com/2012/04/anos-lentos-fernando-aramburu.html http://es.wikipedia.org/wiki/Fernando_Aramburu http://www.lavanguardia.com/libros/20120508/54290521399/aramburu.html http://www.youtube.com/watch?v=iXLv_vtHr0c

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