Rutas & Viajes
Ambidiestro Taller editorial
ETC 7 ‘Rutas & Viajes’ Periocidad semestral Juan Francisco Carrillo Editor Cesar Jaramillo Corrector de Estilo Soma Difusa (Colombia) Instagram: @somadifusa Ilustración de portada www.tallerambidiestro.com info@tallerambidiestro.com Bogotá | Colombia 2018 Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported ( CC BY-NC-ND 3.0 )
“No sabia a donde ir excepto a todas partes.” On the Road - Jack Kerouac
“Viajar, dormir, enamorarse son tres invitaciones a lo mismo. Tres modos de irse a lugares que no siempre entendemos”. Ángeles Mastretta
“Cuando me quedo mirando como si estuviera ausente Es porque estoy viajando, no pienses que voy a perderme” Tierra - Xoel López
• Presentación •
El Viaje Fabián Mauricio Martínez G.
Hace unos años, mientras hacía un viaje largo por los Estados Unidos, una amiga que recién había conocido (de esas personas que uno se cruza en una ciudad extraña y al instante se vuelve cómplice), me regaló una fotografía de una expedición que ella hizo al Tíbet. La foto mostraba un campo de pastos verdes, una cabaña de madera oscura y una montaña amarilla, sobre un cielo azul ovalado sin nubes. Al respaldo de la foto, mi amiga, con una caligrafía elegante y alargada, escribió en inglés: “nunca dejes de viajar, incluso cuando estés en la sala de tu casa”. (Viajar, desplazarse, vencer el estado de reposo inicial, poner el mundo patas arriba, desordenar las estrellas con el fuego fatuo de tus dedos en una noche de aguaceros de vodka y hogueras en el bosque). La foto y el mensaje se convirtieron en un talismán. Una suerte de amuleto el cual he colgado en las paredes de las distintas casas en las que he vivido, como símbolo y recordatorio de que el viaje es uno de los principios que rigen la vida. Esa vida privada y subjetiva, esa vida pública y social, esa vida secreta y onírica, esa vida caótica y colectiva. Incluso en los meses en que me he quedado recluido en casa –saliendo solo para comprar víveres- no he dejado de desplazarme: a través de libros, de películas o de enteógenos capaces de desdibujar las fronteras entre el sueño y la razón. (Viajar, desplazarse, vencer el estado de reposo inicial, poner el mundo patas arriba, bogar en mar abierto con Santiago, el viejo marino; caminar descalzo junto a Lena Grove, bajo la canícula de agosto; asistir con vergüenza a un baile al que nadie quiere ir, inventado por Iréne Némirovsky). Así mezclé dos de mis pasiones favoritas: viajar y leer. De este modo encontré textos memorables que me han llevado a recorrer sus escenarios con un asombro devoto, creciente. El viaje por los Estados Unidos lo hice siguiendo las rutas descritas por Jack Kerouac en On the road y Big sur. En París seguí los pasos de Johnny Carter y entendí su viaje dentro de las estaciones del metro, me interné 6
en el Jardin de plantes para conocer al axolotl, y me perdí varias veces buscando la placita de Las babas del diablo de Julio Cortázar. En Cali, seguí los rastros de la obra de Andrés Caicedo; en el Amazonas, comí y bebí a placer guiado por un par de novelas de Mario Vargas Llosa; a los pueblos fantasmas del Cañón del Chicamocha, llegué después de caminar por horas, imaginando que arribaba a Comala, a “la mera boca del infierno”; y en Berlín, viajé a Wannsee con el único fin de visitar la tumba del poeta romántico Heinrich von Kleist. (Viajar, desplazarse, vencer el estado de reposo inicial, poner el mundo patas arriba, cruzar los cables de la ficción y la realidad, halar de los hilos de la memoria e hilvanarlos con los de la poesía y el viaje, caminar sin pausas a través de los senderos y las autopistas tanto de adentro, como de afuera). En esta entrega del fanzine #ETC, sus hojas se reparten entre rutas y viajes, con los trabajos de varios artistas que interpretan y redescubren este tópico desde la fotografía, la poesía, el dibujo, la ilustración y la narrativa. Una oportunidad para viajar y adentrarse en las múltiples propuestas provenientes de las geografías interiores y exteriores de cada uno de los autores. (Viajar, desplazarse, vencer el estado de reposo inicial, poner el mundo patas arriba, porque como dice la máxima filosófica, que alguna vez alguien se inventó en el respaldo de una vieja fotografía: “nunca dejes de viajar, incluso cuando estés en la sala de tu casa”).
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“Caminos paralelos, viajes enlazados” / “Allende” Dimas Melfi (Argentina)~ dimasmelfi@gmail.com
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El caminar por el Ie1 Juan Felipe Vásquez Campos (Colombia) ~ juanvc795@gmail.com
Transitar por el Ie, implica distinguir cada rastro de la vida como nuestro acompañante más fiel. Caminar entre el verde vivo y volar por el azul transparente, permite entender el viaje cósmico que el tiempo desde su nacimiento ha recorrido para poder generar este universo consiente y lleno de vida, que nos abriga en su realidad. Antes, cuando nuestros antepasados caminaban, sembraban por su camino legados que aún persisten. Cada paso de los aborígenes por su mundo otorgaba al tiempo los inicios del viaje, del conocer nuevos horizontes; sus píes en la tierra, el barro, el agua y la pierda dejaban marcas de historias únicas que poco a poco sentenciaban su rastro a lo inolvidable. Ellos (el pasado) y nosotros (el presente) caminamos y abrimos el Ie para aletargarlo en la historia, pero muy posiblemente de forma inconsciente. En ocasiones no nos percatamos del paso y su repercusión en la tierra viva y consiente, siendo solamente un transitar más. Por esto, al igual que aquellos del pasado, nosotros del presente podemos dejar huellas inolvidables en cada viaje, dejar el mundo que nos rodea mejor de como fue encontrado, así sea de forma inconsciente como nuestros antepasados. El Ie o el camino va más allá de la ruta demarcada en un mapa, es en realidad un viaje de historias y universos culturales que se encuentran bajo la tierra y las piedras. Caminar por los trayecto indígenas, permite comprender sus píes durante el trote o el paso. En ese sentido, proteger y cuidar los caminos prehispánicos es de suma importancia para la cultura y el entendimiento del viaje no solamente físico, también ancestral.
Ie, significa en lengua chibcha “camino” (Gonzáles de Pérez, 1987) Diccionario y gramática chibcha. Manuscrito anónimo de la Biblioteca Nacional de Colombia. Colombia: Instituto Caro y Cuervo 1
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Sin tĂtulo Jhon GomĂŠz Carrillo (Colombia) ~ jhongomezcarrillo@gmail.com 12
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Casi en el malecรณn Juan Pablo Nieto (Colombia) ~ Instagram: @pabpb 14
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Piscinita - Playita Mar GarcĂa (Colombia) ~ linitax3@hotmail.com 16
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“Repercusiones del espacio público, el caso de una Isla” Miguel Angel Pérez Quiroga (Colombia) ~ miguelangelpq4@gmail.com 18
Eterno Retorno Álvaro Claro (Colombia) ~ horrorva@hotmail.com
Desterrado de uno mismo por fin volver y no reconocerse en ningún amigo no sentir nostalgia por ninguna esquina no perderse en el smog de las calles no alegrarse en el abrazo de los padres no contar con ella Embriagarse y no sentirse cómodo en ningún rincón de la cama no pagar los recibos de casa no poder salir de la rutina no tolerar ninguna burla ni burlarse Anhedonia ante todo suceso intolerancia con el clima y la desazón de la cocina no entender nada de esta arquitectura percibir toda infraestructura como una ruina Sentirse atrapado desgastado malinterpretado envilecido… No contar ni querer contar con la paciencia para ser parte de la decadencia Rehacer la maleta cuando todos estén ensimismados con su mierda comprar un tiquete volver a marcharse y mantenerse en movimiento Para que nunca más anochezca 19
Vivir es esforzarse Omar Mauricio Moreno Bernal (Colombia) ~ argonauta136@yahoo.com 20
Ambas se escriben con EME Gerson Vanegas Rengifo (Colombia) ~ gersonvanegasr@gmail.com
A las hermanas Barrios González La aeronave aterrizó a las cuatro pe eme. Se detuvo enfrente del edificio principal y, luego de unos segundos de espera, la tripulación nos dio la orden de desabrocharnos los cinturones y salir al pasillo. Unos veinte minutos después, recogí el morral que traía la banda transportadora y dejé la Terminal. Afuera, el día estaba bastante soleado, sin nubes casi, y con brisa. Sentí el viento caliente en mi cara durante unos minutos, pero como no tenía prisa en llegar al hotel, que estaba situado en inmediaciones del estadio de fútbol, decidí caminar. Me puse el morral sobre la espalda, cuidando bien de distribuir el peso, para iniciar mi recorrido con calma y no ocasionarme una lesión innecesaria, y atravesé la avenida. No era un sector muy transitado. Hace mucho que no venía a Medellín. La última vez me llevé para La Habana una imagen mental más propia de una película de terror que otra cosa: una ciudad fantasmal, en permanente estado de sitio, en donde el miedo y la resignación eran el pan de cada día, y el riesgo de morir por una explosión o una ráfaga de ametralladora eran tan latentes como reales. La ciudad dormía una larga y dolorosa noche de violencia y muerte que no distinguía apellidos, circunstancias ni lugares. Por suerte, la pesadilla terminó pronto, y regresé a los Estados Unidos luego de haber escrito un extenso y complejo reportaje sobre la lucha antidrogas por parte del estado colombiano contra los capos del narcotráfico. Meses después, la agencia para la que trabajaba me trasladó a Orlando y, desde entonces, vivo en esa ciudad dictando clases en la universidad y haciendo reportajes de vez en cuando sobre la comunidad latina del lugar. El motivo de mi visita en esta ocasión es recibir el Premio de Periodismo que tiene el nombre de mi héroe de infancia: Gabo. Como un amigo me había dicho que el otro aeropuerto quedaba muy lejos de la ciudad, me recomendó comprar los pasajes para Bogotá y de ahí tomar un avión más pequeño para no perder tiempo y asistir sin demoras a la ceremonia la noche siguiente. También mencionó que no había una línea entre el aeropuerto e Industriales, la estación más próxima del Metro, pero sí varias rutas de guaguas que lo conectaban con el centro de la ciudad. 21
También puedes coger un taxi, chico, pero son más baratas, seguras y rápidas las guaguas, me dijo por teléfono antes de subir al Airbus que me traería a Colombia desde La Florida. El sector, residencial en su mayoría, estaba muy arborizado y contaba con anchos andenes para transitar. Hacía mucho calor, así que bajo uno de esos frondosos árboles me detuve un momento para tomar agua del termo que traía junto al morral. Lo único que me llamó la atención fue ver que muchas de esas viviendas estaban enrejadas, y que algunas tenían una pequeña terraza delantera. De alguna forma me recordaban una vida que hace mucho había abandonado Cuando terminé de tomar el último sorbo de agua, me pareció notar la presencia de una figura por el rabillo de mi ojo derecho. Al volverme para comprobar si era cierto o solo producto de mi imaginación, no encontré a nadie. Me sequé el sudor de la frente con mi mano derecha. Seguí caminando, tratando de conservar la calma, a pesar del susto que sentía. Se me ocurrió que cuando llegara a una avenida o calle grande tomaría una guaga que me dejara en la estación Industriales. Creo que me faltaba poco. Soplaba el viento como una cascada de frescura dirigida hacia mi rostro, e instintivamente, solo por un momento, cerré los ojos. Unos treinta segundos después escuché el sonido de pisadas sobre algunas hojas amarillas que se habían desprendido de sus ramas detrás de mí, y el corazón empezó a latirme más rápido. Aumenté el ritmo que llevaba para llegar lo antes posible a la esquina, y enfrentar a mi posible acosador con un golpe de boxeo improvisado. Al finalizar la cuadra me detuve, respiré profundo y me volví sin pérdida de tiempo sobre mis pasos para propinarle a mi agresor su merecido, pero me encontré con la mirada sonriente de una niña que, sin decirme nada, extendió sus brazos para mostrarme un libro. Por la cubierta, lo reconocí de inmediato. Era un viejo ejemplar de los cuentos de García Márquez, el mismo que mi amigo santiaguero me había prestado antes del viaje a Colombia. Busqué en el fondo de mi morral –donde lo había visto por última vez-, y cuando me di cuenta que no lo tenía, le pregunté torpemente por qué me había seguido todo este tiempo. Tal vez había caminado tanto como yo, supuse. Ella me respondió que frente a la terraza de su casa se me había caído, y que luego de ojearlo un poco, pensó que iba a echarlo en falta y eso me pondría triste. Como no sabía mi nombre, decidió seguirme en silencio hasta que me detuviera, para entregármelo. - ¿Qué es Macondo? -me preguntó, de repente. 22
Me tomé unos segundos antes de pensar la respuesta y decirle: - Es un árbol, un pueblo, una metáfora, una invención de Gabo; ¿sabes quién es Gabo? En ese instante, volteé el libro, me agaché un poco y le señalé con el índice la contraportada, con la esperanza remota de que lo reconociera: una fotografía a color del Nobel colombiano frente a su máquina de escribir, sonriéndole a un interlocutor imaginario. La niña, que debía tener unos once años más o menos, negó con la cabeza. No pude menos que agradecerle la ayuda que me prestó tocando con la yema de los dedos de mi mano derecha su inexpresivo rostro. Seguí mi camino. Avancé unos metros hasta que alcancé a ver que se aproximaba una guagua. Estiré el brazo y se detuvo a unos pasos de donde estaba. Corrí y al volverme, busqué con la mirada a la niña, pero ya había desaparecido. Sin más demora, subí. El sol se comenzó a ocultar detrás de una montaña. El calor de la tarde se suavizó un poco con una corriente de aire que atravesó la estación mientras esperaba el tren. Había muchas personas en ambos andenes, oficinistas, mujeres y jóvenes en su mayoría. El cielo estaba encapotado. No tardé en subirme. A pesar de encontrar el vagón lleno, no me quejé. Incluso, cuando uno de los asientos quedó libre, le cedí el puesto a una señora que se acercó de la mano con una niña parecida a la que había visto antes. La niña se sentó en el regazo de su madre, y sin más le pregunté su nombre. Isabel, me dijo, con una tímida sonrisa en su rostro. Macondo y Medellín se escriben con eme, ambas empiezan con eme, pensé. Aunque estábamos lejos del mar, el agua se filtraba a través de las gotas de lluvia que el viento traía hacia los vagones, semejando las olas del océano al chocar con cualquier embarcación que lo cruzara. El vidrio de la ventana empezó a empañarse a medida que el tren se acercaba a la estación San Antonio, la próxima parada, donde debía hacer transbordo para tomar otro rumbo. Parecía que la sequía de la tarde había desaparecido, al fin. Y la tristeza, también.
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“Te dejo” María Chucena (Colombia) ~ Instagram: @mariachucena88 24
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El miedo tiene los ojos grandes Ana Mardoquea (Colombia) ~ mardoquea.blogspot.com
Envidiaba la vida de Eugenia. ¿Cómo podía haber hecho tanto? Ella podía atravesar el mundo con la mera fuerza de su convicción, se ganaba la vida día a día sin que le pesaran las nostalgias o la aplastaran las expectativas de otros. Porque los demás siempre quieren cosas de uno, incluso los que no están, y eso esclaviza. Eugenia no le paraba bolas a eso. O eso creía yo, que ella era libre, una mexicana que se propuso viajar el continente sola, pero mirada de cerca, así como cuando una mira a un tipo a ver si aguanta o no, la vida de Eugenia daba tristeza y hasta rabia. Eugenia decidió abandonar la universidad y salió a rodar tierras. Arrojó por la ventana los pequeños modelos de edificios en los que llevaba semanas trabajando. Lanzó contra su padre el título de bachiller que colgaba enmarcado en la sala. No la detuvo el llanto de su madre cuando cruzó la puerta sin fecha de regreso. Cargaba una mochila repleta de cosas inútiles que luego tuvo que botar para quedarse con lo esencial. De eso se trataba todo, de aprender a vivir con lo básico: consigo misma. Se dirigió al único hostal del centro de Ciudad de México y permaneció allí varios días aprendiendo de los viajeros experimentados. Cuando nos conocimos en Bogotá, ella me hablaba con alegría de estos primeros días en que comenzó su conversión hacia “las alternativas para vivir al margen de una existencia tiranizada por el dinero”. Yo reía. Le respondía que yo quería una montaña de plata y tal vez así haría un viaje como el que ella planeó ¿Cómo pretendía llegar lejos con apenas dos o tres mesadas ahorradas? Es cierto que escribía y dibujaba unos cuentos para niños muy bonitos, pero no hay que pedirle pan y techo al arte. También me contó que esa primera noche fuera de casa soñó que volaba sobre las selvas centroamericanas, luego se trepaba a las alturas andinas y saltaba a las pampas patagónicas. Despertó con la vida que le desbordaba el cuerpo. Cada año nuevo corro con mis maletas alrededor de la cuadra. De nada ha servido. ¿Tendré algún karma, como solía decir Eugenia de ella misma? Dizque andaba pagando yo no sé qué maldición. Tardó unos días más en Ciudad de México antes de enrutarse al sur. Platicaba con los huéspedes del hostal que se quedaban una o dos noches. Todos iban y venían, a excepción de un colombiano invariable que en silencio observaba el vaivén de viajeros desde el maloliente sofá del lobby. No hablaba con nadie, no salía a turistear, no trabajaba. Si intentabas 26
amistarte con él, regresabas asqueado del tipo. No por sus desagradables monólogos sino por su aliento. Eugenia decía que era una enfermedad, yo creo que las tripas se le habían podrido ahí aplastado como estaba en ese sofá. Cuando hablaba lo hacía cubriéndose la boca con la mano, ninguna tapa de cañería hubiera ayudado. Sus obsesiones no eran menos nauseabundas: siempre montaba un monólogo sobre las masacres en Sinaloa, los desmembramientos en Sonora, los derretidos en ácido a los que se refería como pozole. Día y noche leía periódicos que mandaba traer por cajas. Coleccionaba las noticias más sangrientas, las recortaba con cuidado y luego cubría las paredes del hostal, antes adornadas con imágenes aztecas y promociones para turistas. Eugenia lo contemplaba como a un misterio. Recuerdo que lo llamó “encanto aterrador” pero su nombre era Camilo. El día que se conocieron Eugenia desayunaba intranquila, estaba por decidir si marcharse ese mismo día de la ciudad. No sabía bien a qué lugar. Atravesaba el lobby cuando tropezó con un libro. Lo levantó y leyó con notable placer y familiaridad, hasta que sintió la mirada fría del colombiano. El invariable Camilo se veía perturbado por la extraña imagen de una mujer tumbada sobre el suelo, demasiado cerca de él, gozando de manera descarada del único libro que le pertenecía. ―¿Te gusta eso?― preguntó Camilo, despectivo. ―Es la mejor novela de Roberto Bolaño. ¡Besaría a cualquiera de los detectives salvajes! ―Me lo regalaron antes de salir de Colombia. No entiendo a esa parranda de vagos perdidos en la vida que sólo follan y hablan de poesía. Eugenia escuchó este comentario como un halago a la novela y rió. Me la imagino así como es ella, con ese habladito dulzón hablando sobre su amor a los libros, abierta a altas intensidades espirituales y a la contradicción de sus emociones. Y al idiota de Camilo oyéndola como quien oye el viento. ―Entonces no conoces nada de México, ¿cuánto tiempo llevas aquí? ―Unos dos meses, poco más, pero sí, sí conozco gracias a los periódicos que leo. Eugenia miró con preocupación los recortes de noticias que oscurecían el lobby y empequeñecían cada vez más el espacio en el que Camilo se atrevía a moverse con soltura. Ella lo invitó a tomar una cerveza al bar de la esquina y Camilo, con la mano sobre la boca, la rechazó. Entonces Eugenia decidió marcharse esa misma tarde a Xochimilco. Antes de despedirse, intercambiaron números de celular.
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En los alrededores del zócalo de Xochimilco, Eugenia extendió un trozo de tela sobre el que mostraba sus productos. No vendió ningún libro en dos días. Al final del segundo día se marchaba derrotada y comenzó a recoger la tela cuando un joven se acuclilló para ver los librillos. Compró dos y además invitó a Eugenia a una fiesta que organizaba en su casa para el sábado. Le dijo que podía ir acompañada, ojalá de amigas viajeras porque él deseaba viajar por el mundo. Dos días después ―un miércoles―, Eugenia recibió una llamada a las tres de la madrugada. El timbre la despertó de un brinco. Era Camilo, llamaba para decirle que Roberto Bolaño era un loco. Si me hacen eso a mí, yo lo puteo; la mexicanita, en cambio, le montó conversación y acabó por invitarlo a la fiesta del sábado ¿Qué tenía esta mujer en la cabeza? No sé cómo lo convenció pero logró mover al tipo que se había asentado como piedra en un sofá y le había rechazado una cerveza. Camilo aseguró que llegaría a la mañana del día siguiente y, a pesar de tanta insistencia, no apareció. En la mañana del sábado, Eugenia empacó sus cosas y eligió su siguiente destino. Consideró que la fiesta de aquel chico ―su único comprador en Xochimilco― sería una pérdida de tiempo y que mejor buscaría suerte en otro sitio. Justo a la salida del hostal se encontró con Camilo, vestido con una larga gabardina, un sombrero negro de ala ancha y gafas de sol. Algo ocultaba pero a ella no le importó y lo abrazó. Creo que desde ahí tuvo que acostumbrarse al hedor que salía de la boca de Camilo y lo envolvía como una niebla verde. La fiesta fue en una casa de dos pisos llena de estudiantes universitarios. Camilo se negó a quitarse la gabardina y todo ese atuendo aterrador, y no se molestó en moverse del sofá más recóndito que encontró. Eugenia, por su parte, se liberaba en la pista de baile improvisada en una pequeña sala. La marihuana la relajó al punto de moldear su cuerpo de acuerdo a las ondulaciones del aire. Pensó que por fin había comenzado el gran viaje y bailó con más frenesí. Unos chillidos de dolor interrumpieron la música. Eugenia dudó, pero, sí, eran chillidos y golpes lo que escuchaba. Abrió grandes los ojos y vio, sobre el suelo, el sombrero de Camilo, rajado a la mitad. En la siguiente habitación, un puñado de estudiantes pateaban a Camilo. Él, desnudo, se revolcaba en su propia mierda y gritaba que Roberto Bolaño tenía las piernas flácidas. Un estudiante flaco le disparó con un rifle de balines metálicos y otro levantaba un bate sobre su cabeza. Eugenia lo detuvo antes de que lo dejara caer en el cuerpo desnudo de su amigo. Fue engorroso cargarlo malherido de regreso al hospedaje. Tendido ya en la cama, temblaba y seguía diciendo incoherencias. Decía ver a su propia madre 28
untada en las paredes, como embarrada, y mantenía una insólita conversación con esa mancha. No respondía a las preguntas de Eugenia, quien le curaba las heridas y limpiaba su cuerpo con un trozo de seda blanca que había rasgado de una de sus blusas. La mano de Eugenia recorría el torso lastimado y delineaba con cariño la figura de Camilo. Pronto la tela se tiñó de rojo y café. Eugenia se inclinó, puso sus pechos sobre el cuerpo cubierto de sangre y mierda seca, y preguntó: ¿qué hiciste, qué pasó? Camilo respondió: probé la marihuana. Eugenia lo cubrió con una cobija, lo besó en la boca y se acostó a su lado. No sé qué pudo haberle visto a ese tipo que, además de feo, siempre la metía en problemas. Eugenia planeó seguir con él hasta la frontera con Guatemala y luego continuar su propio camino. Por esos días despertaban juntos, ocultos por una nube verde que Camilo exhalaba cada noche. Este tipo era un cobarde que no salía de la habitación sino para trasladarse a otra habitación en el pueblo siguiente. Salía anidado en su gabardina, lanzando miradas para todas partes para cerciorarse de que nadie los persiguiera, y leía ―con actitud de espía― el periódico frente a la parada del bus. En una ocasión Eugenia, sentada en el zócalo de Tetecala con sus libritos, recibió un buen susto. No sintió el momento en que llegó Camilo detrás de ella, la alzó del suelo y la cargó sobre su espalda. Él no había soportado la habitación del hotel y no consideró seguro ningún lugar en la ciudad, entonces se cargó a Eugenia fuera de la ciudad. Una madrugada en Oaxaca Camilo arrojó a Eugenia ―envuelta en cobijas― por la ventana del hospedaje. La inquietud paranoica de Camilo no la dejaba ni dormir, pero Eugenia, que es puro amor del torpe, le agradeció porque huyeron sin pagar. Pocos días después Camilo quemó los libros de Eugenia y le dijo que no trabajara más porque los estaba exponiendo demasiado y que él se encargaría de los gastos. Ella aceptó y con eso su viaje cambió. Ahora Eugenia tampoco saldría del hotel. Las paredes se repetían como los canales de televisión. De día dormían desnudos y aprovechaban la noche para huir quién sabe de qué. En Tamaulipas Camilo se hizo con algo de valentía. En horas de la tarde el bar del pequeño hotel de Tamaulipas hervía de gringos y chilangos ebrios. Bebían en mesitas de madera ubicadas sobre la vereda. A media noche la barra cerró y las mesas se guardaron, sin embargo los turistas insistieron con el mezcal sentados a la orilla de la calle. Desde el interior del hotel, Camilo vigilaba a Eugenia, quien conversaba alegre entre el círculo de turistas. Ella le insistía con gestos para que saliera a tomar aire pero no quiso salir. Camilo conversaba con un gringo 29
borracho que tampoco salía. Se cubría con la mano para no molestar con su aliento hediondo y discutía su nueva obsesión paranoica con los bancos, que lo perseguían sin cesar, eso decía y cada vez más emocionado, al punto que olvidó cubrir su boca y la nubecilla verde golpeó el rostro del gringo, que acabó vomitando del asco sobre Camilo. Camilo continuó indiferente su monólogo cubierto de una costra de indigestión y sólo volvió en sí cuando el tumulto de turistas que antes vigilaba entró al hospedaje en asustadizo tropel. Todos, excepto Eugenia que estaba afuera peleando con un policía. ―Señorita gringa, beber en espacio público es ilegal― dijo el policía a Eugenia. ―Esta vereda le pertenece al hostal y no, mamón, no soy gringa. ―¡Donde yo pueda escupir es espacio público!― gritó y escupió en el zapato de Eugenia. ―Señorita― continuó el policía― yo la puedo robar y violar, nadie me va a tocar. ―¿Cuánto quiere?― preguntó Eugenia con miedo. Sabía que no tenía dinero. En ese momento Camilo se acercó y levantó la voz al policía. Sin embargo no logró pronunciar palabra alguna, tampoco levantó el puño, cuando ya miraba satisfecho cómo el policía huía completamente asqueado, repelido por la nube verde de tripas podridas y vómito que Camilo traía como espíritu guardián. Resultó ser un policía bastante delicado. Camilo, por su lado, se siente audaz y en un consecuente acto heroico decidió regresar a Colombia, el terruño del que nunca comentaba nada con Eugenia. Sometido a la intensa curiosidad de ella, Camilo callaba casi como si no tuviera pasado. Decidió regresar a su país y llevarse a Eugenia consigo. El bar A seis manos es conocido en Bogotá. No nos pagaban mucho pero a Eugenia le daban mejores propinas que a mí por su acento mexicano. El sueldo yo lo gastaba en nimiedades de estudiante, en cambio Eugenia contaba con cuidado los billetes al final de cada jornada para pagar la habitación del hotel que compartía con Camilo―un orinado hotel de la Avenida Jiménez― y la deuda que él había adquirido con los pasajes de avión. Vivían mal esos dos, si no fuera porque en el bar nos regalaban comida del menú, Eugenia se hubiera muerto con eso de ahorrar embobando el hambre a punta de arroz. Camilo volvió a ser el mismo miedoso que en Ciudad de México: se hundió en el catre del hotel a leer periódicos financieros. Tenía las paredes de la habitación empapeladas, esta vez con gráficas del alza de las acciones de empresas petroleras, las variaciones del dólar, el peso mexicano y el argentino. Solía asomarse por la ventana agitando un cuchillo y 30
usando un viejo casco de bicicleta ―que había encontrado roto en la calle― para preguntar a los que por allí caminaban si eran banqueros o espías. Yo estiraba el descanso que nos daban a las meseras con un cigarrillo que fumaba en el zaguán. Algunas veces Eugenia me acompañaba y me contaba todo esto. Llegó a decirme que se marcharía pronto hacia la Patagonia sin Camilo. Creo que sentía compasión por ese idiota, como si pudiera aportar al mundo una imperceptible fracción de justicia arreglándole la cabeza a Camilo, o había confundido el amor con el miedo, porque en verdad podía largarse en cualquier momento con el dinero que ganaba. Una noche Camilo nos sorprendió. Salió de su encierro porque venía a darle una buena noticia a Eugenia. Ella no lo vio entrar, sólo se percató de que algo sucedía porque todas las meseras estábamos murmurando frente a la barra desde la que despachábamos los pedidos. Era inconfundible con su casco de bicicleta y le dije hasta a los de la cocina que había llegado un personaje. Me disponía a llevarle una cerveza que había pedido cuando Eugenia sorprendida me detuvo, me quitó la botella y se la llevó a Camilo, que era la mesa dieciséis. ―Me gusta que me visites en el trabajo, pero ¿cómo vas a pagar esto?― preguntó Eugenia a Camilo y él extendió un billete de cincuenta. ―Tengo lo suficiente para irnos a Perú. En el otro extremo del bar una mesa de seis amigas, la mesa número cuatro, solicitaba a Eugenia a gritos. Ya la conocían como la mesera chilanga. ―Camilo, ¿de dónde sacaste dinero? No te oigo… Espera, ya vengo, tengo que atender a las chicas de la cuatro. El bar se quedaba pequeño para tanta gente que venía a bailar y escuchar salsa en vivo. En los trayectos que maquinalmente Eugenia hacía de una mesa a otra, se detenía por instantes para susurrarle algo a Camilo, me imagino que cosas de enamorada, pero ante todo le hizo prometer que no gastaría su dinero en alcohol, ni aunque se haya ganado la lotería. Las meseras teníamos la orden de Eugenia de no vender nada a Camilo y, sin embargo, lo vi tomarse cerveza tras cerveza. Parece que un par de marranos le invitaron la borrachera esa noche: un calvo y un gafufo que se iban quedando sin asiento. Camilo los invitó a compartir su mesa y conversaron como viejos amigos. En realidad era una escena poco común. El calvo mantenía un silencio imperturbable y se movía en cámara lenta. En cambio, el gafufo embalado se estrujaba la nariz a cada rato. El más normal ―Camilo― usaba
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un casco roto de bicicleta. El gafufo intentaba hilar sus sentimientos hacia una mujer: ―Yo la amo, en verdad que amo a esa malparida. No sé dónde está ahora, quizá follando porque eso sí que le gusta. ¿Ya le conté que nos vamos a casar en un mes? Sí, sí, me voy a casar con una australiana. El calvo rió en silencio. ―No es gracioso, no lo es, puede estar ahora en una orgia o en una fiesta con veinte manes echándole los perros, y así como es ella que la conocí en una rumba salvaje… El calvo hizo entonces un gesto y formó una pequeña prisión con las manos. ―¿Quiere que la encierre en un calabozo? No es mala idea― rió el de gafas. ―¿Para qué quiere a su mujer encerrada? Mire a la mexicana esta ―dijo Camilo y señaló a Eugenia que correteaba entre las mesas―, ella me enseñó la libertad. ¡Mire lo lejos que ha llegado! El calvo insistió con el gesto de la prisión y rió sin emitir voz alguna. ―No, encerrarnos los dos tampoco es la solución― reflexionó el gafufo, enfadado―. Quizá Camilo tiene razón, tiene sentido eso de que el amor es libertad, que ella agarre para donde quiera y yo haré lo que me entre en gana y en el encuentro de esos caminos se dará el amor. Y yo pensé: “¿Y si no se encuentran?”. Me mantuve cerca para escucharles la conversación y por poco me les acerco a decirles eso, a botarles leña a los borrachos para que se entretuvieran. El gafufo había pedido una botella de whisky, el calvo se puso el casco de Camilo y siguieron sus filosofadas. Eugenia se acercó a Camilo riendo. Venía de la mesa cuatro. ―Esas chicas son unas coquetas, pero la más linda es la de nariz perforada. ―¿Nuevas amigas?― centellearon los ojos de Camilo. Eugenia reanudó la entrega de cervezas y Camilo detalló a las chicas de la cuatro. A cinco de ellas les brillaba una argolla en la nariz. Se quedó pensando en silencio con la mirada trastornada. Nada más le dijo a la mexicana que seguía pasando una y otra vez a su lado, comentándole rápidamente y por lo bajo cualquier cosa que estuviera pasando en el bar. Luego de una de esas veloces visitas, el calvo extendió el dedo medio y el índice en forma de V y pasó la lengua por el medio. Camilo no le dio importancia porque tenía los ojos amarrados a la mesa cuatro. Entonces caminó tambaleante hacia las seis chicas de esa mesa, levantó un billete sobre su cabeza y gritó: 32
―¡Lesbianas, les invito un trago! Pero no me quiten a mi mexicanita, areperas, yo les curo la maricada con una dosis de verga. ¡Puedo con todas! La música se detuvo y por un momento observé seis botellas de cerveza flotar en el aire, antes de que estallaran en el pecho y en las piernas de Camilo. No cayó al suelo, seguía halagando su hombría a gritos. Un orgullo de diablo ebrio lo mantuvo en pie hasta que las chicas de la cuatro lo aplastaron arrojándole la mesa. Eugenia detuvo al vigilante que levantó a Camilo del cuello de la camisa. Lo convenció de que no lo tirara a las bolsas de basura de la calle pues ella lograría calmarlo. Los dejaron solos. La pareja conversaba en el zaguán pero todos escuchábamos. La costilla rota, que seguramente no sentía por la borrachera, no le quitaba el tono pedante a Camilo. Sin vergüenza confesó que no había trabajado esa plata. No se había ganado la lotería, simplemente echó mano a los ahorros que Eugenia, muy confiada, dejaba en el cuarto del hotel. Como sabía que ninguna de nosotras le venderíamos una cerveza más, Camilo pasó el dinero por debajo de la mesa al gafufo para que comprara la botella de whisky y las cervezas. Cuando dijo eso se levantaron rumores dentro del bar. Fue entonces que vi el casco de bicicleta en ráfaga por los aires que golpeó la cara de Camilo. Ahora sí se desplomó y sus dos amigos ―el calvo y el gafufo― aprovechando el despeje del zaguán huyeron con dos botellas de vodka. Eugenia trabajó el resto de la noche sin escuchar ningún consejo. No oía nada del mundo exterior. Esperó a que los jefes le pagaran el día, contó sus propinas y se marchó al hotelucho con Camilo al hombro, que había estado esperándola como un cadáver en la acera de enfrente. No le volvieron a dar trabajo en el bar. A la mañana siguiente la visité. Ni me volteó a mirar, pensaba únicamente en cómo cuidarle la resaca a Camilo. Salió a comprar limones porque son más baratos que las naranjas. Eso me dijo al cruzar la puerta del hotel, y yo encaminé en otra dirección.
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Viaje sin tĂtulo LapĂź (Colombia) ~ lapu.grafik@gmail.com 34
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Del amor y otros viajes Michael Benitez Ortiz (Colombia) ~ https://michaelbenitezortiz.wordpress.com/
Soy hijo de padre obrero que no sabe que lo es, aunque tampoco lo niega. Se llama a sí mismo un “ruso”, aunque tampoco sabe nada de la revolución bolchevique. Mi mamá trabaja haciendo aseo en los edificios del norte aunque el trapero no le alcanza para limpiarles la consciencia a los burgueses. Recuerdo esos días que se pasaban entre sueños mojados: pensando en la entrepierna de mis compañeras del colegio: viéndolas ahí sentadas, reciclando palabras inútiles de cualquier profesor, con un pie subido sobre la silla de adelante; imaginando el clima perfecto bajo esos calzoncitos transparentes. En el colegio está de moda fumar, pues todos creen que el cigarrillo es como una pequeña máquina del tiempo con filtro con la que pueden crecer un poco más. Nadie crece: el cigarrillo nos queda grande. Siempre esperamos la ruta del colegio, un bus verde que parece una gran pipa metálica, al medio día; el paradero de la ruta queda a dos cuadras de unas canchas de microfútbol, donde casi todos los días matamos el tiempo a patadas. Hoy no tengo muchas ganas de jugar así que voy a ver el partido desde esta pequeña tribuna improvisada con piedras y alambre, una red llena de peces-rocas, mientras le escribo algo —pues, les cuento, me gusta escribir— a la niña de 7b —creo que se llama Katherine— que tanto me gusta: No apagues la luz amor, enciende el fuego en tus venas llenas de gasolina, no cierres los ojos amor, cierra las ventanas que dan a las calles que huelen tanto a smog, y dame un beso antes de que caiga la noche como un avión al que se le tragó un pájaro el motor 36
…Vuelvo al partido: les estamos ganando a los de octavo, siempre hemos sido mejores que ellos, o somos igual de malos, pero tenemos un jugador que hace la diferencia: liviano, buen pegue, piernas cortas, individualista… es más bien bajito, le hace honor a su apellido: Chaparro. Así sencillamente le decimos. Es como mi mejor amigo, juntos comenzamos a capar clases jugando The King Of Figthers en las maquinitas... 2 a 0. 4 a 0. 5 a 0… Esto no tiene sentido… Se nos está haciendo tarde. Soy el único, creo, consciente del tiempo… ¿Qué es el tiempo?... El juego hace olvidar lo que no importa. — Se nos va a hacer tarde y nos va a dejar la ruta —les digo, gritando. Recogemos rápido las maletas y salimos corriendo… veo la ruta, a lo lejos… acaba de arrancar. Gritamos que nos paren… ¡Malparidos!... Nos dejaron. Nos toca subir caminando. El colegio queda en un pueblo que Bogotá absorbió, con su basura, al sur. Muy al sur: Usme. Un amigo me contó que allí se formó la banda de rock colombiano Génesis y que vivían en una comuna hippie muy grande, donde cultivaban papas que comían con hongos al almuerzo… (Hay que pensar en algo para olvidar las piernas en esta subida que es más vertical que una escalera al cielo, hablando de hippies). Llegamos tarde. Qué mierda. No nos quieren dejar entrar, ¡qué calor! Me dicen que a la segunda hora, es decir como a las dos y media, nos dejarán entrar… ¿Qué hacer mientras tanto? Hace poco está de moda jugar “tapete”; es un juego de Play Station que se llama Dance Revolution, o algo así. Se trata de bailar, sobre un control que está en el piso, al ritmo de unas flechitas que se mueven por el televisor hacia arriba, arriba arriba, abajo, izquierda, arriba… La gente que juega tiene que quitarse los zapatos para no dañar el control, de ahí ese olor tan hijueputa que, por defensa, olvido. A mí no me gusta jugar esto. No me gusta casi nada. Lo casi es por la soledad. Me gusta la soledad… y la poesía que es mi paracaídas para tirarme en su abismo. Voy a escuchar música mientras tanto. Tengo un discman muy usado pero que aún sirve con Cds originales y/o nuevos: ¡qué descanso! …Sólo busco un lugar donde las gotas de la lluvia de la muerte no lleguen a mí 37
Donde el silencio atrape las palabras que vuelan dentro de mí… — Venga, Michael, ¿no va a entrar a clase? — Creo que no porque voy a escribir algo para regalarle a Katherine —es mentira pues, como sabemos, ya le escribí—, nos vemos a la salida… Es usual que alguno de nosotros cape clase. Se van y no me dicen nada más. Me voy a sentar en una de las sillas de cemento del parque principal del pueblo. Tan verde la tarde. La soledad otra vez es un zapato en la garganta. Algunos niños jugando con globos que vuelan mientras comen algodón de azúcar rosado, manzanas de dulce… Para qué habrán nacido estos niños, para qué nací yo… Por qué los veo como niños si yo también lo soy: tengo casi su misma edad… Recuerdo una vez que mi mamá fue al pueblo donde nació, San Antonio, Tolima, y trajo muchos racimos de plátanos, que estaban un poco verdes, entonces los envolvió en muchos periódicos para que maduraran… ¡Así es que yo he madurado!, sólo que, en vez de papel, he estado envuelto en soledad, ¡tanta soledad! Pero bueno, y si a Katherine le gustara mi poema, seguro le gustaría yo: yo lo escribí, ¿o no es lógico, señor Aristóteles?... ¡Que tus afirmaciones se parezcan, por primera vez, a la vida!... Y si yo le gusto a Katherine, ella me podría decir “venga, Michael, por qué escribe tantas locuras, no se da cuenta que si tuviera las venas llenas de gasolina ya me hubiera muerto, pero me gusta la idea de morirme con las venas llenas de gasolina, de inyectarme un galón de gasolina en las venas porque me siento tan sola como presiento está usted”… Y yo le hubiera dado un beso sin decirle nada, como aconseja Fernando González: “El beso se da y no se pide.”… ¿Sí ve, señor Aristóteles, que la filosofía sirve para algo, y no sólo como purina del ego? En fin, vencería la soledad, le diría: “ven, señora Soledad, viuda de Aristóteles, ven que te quiero dar un regalo”… Y cuando viniera emocionada corriendo la devolvería con un escupitajo en la cara. Y ya no necesitaría de ella para escribir poemas porque le diría a Katherine “préstame tu cuerpo para escribir sobre él un poema con mis labios”… ¡Sí que fantaseo!... voy a dormir, mejor, un rato debajo de este árbol, para seguir soñando. (…) 38
— Michael, despierte que ya son las seis… — (…) — Chino malparido, despiértese pues. — Esperen… ¿Qué hicieron en clases? — Nada raro, toca buscar unas cosas en unos libros, los presidentes de Colombia desde 1958… Unos mapas… Valientes tareas… — Vamos a coger la ruta antes de que nos deje otra vez —les digo. — No, paila, no podemos, nos dijeron que los que no se subían al colegio en la ruta no podían cogerla a la bajada… — ¡Se dan mucha garra esos hijos de perra!, ¿cómo así que no podemos?… — Eso nos dijo la profesora Graciela —la de contabilidad, una señora malgeniada que administra la ruta, y que aplica el método pedagógico más antiguo del mundo: la letra con sangre entra. — Cogemos bus o qué —pregunta Freddy, otro amigo… Entre los conductores de bus que trabajan en Usme y los estudiantes de nuestro colegio existe una especie de pacto imaginario: siempre nos llevan a trescientos pesos por cabeza, digo, persona… hablo como si fuéramos ganado… bueno, en los buses, todos lo somos. Decidimos no coger bus y gastarnos las monedas comiendo pan hawaiano, uno delicioso que venden al frente del parque, y que siempre está caliente cuando salimos de clases, e irnos caminando. Terminamos de comer. Tengo mucha hambre… — ¿Y Chaparro, Camilo y Wilder? —pregunto. — Ellos ya bajaron, cuando nosotros lo fuimos a despertar… — Ah… — Mire a Katherine, marica —me dicen. — (…) — Vaya y háblele, ¿no es que le gusta tanto?… Ahí viene, es tan bonita: tiene unos ojos tan transparentes que puedo ver la sombra de su alma de niña, de mujer, y ese cabello… Se va a ir… será actuar y no pensar tanta maricada… — Hola —le digo.
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— Hola —me contesta como mirando a las amigas que se van y nos dejan solos; volteo la mirada y mis amigos aún están ahí, esperándome con risas entre los dientes. — ¿Cómo estás? ¿Qué tal tus clases? — Bien… ¿Y usted por qué no entró al colegio?... No lo vi en todo el día… — Es que tenía pereza. No… mentiras, es que todo el día estuve pensando en ti, y te escribí esto… —y le doy el papel que está arrugado porque lo tenía en el bolsillo de atrás y dormí encima de él… — ¿Qué es eso? — Un poema. — Ah… ¿Cómo los de Pablo Neruda? — No, a mí Neruda no me gusta. — Es que yo no sé nada de poesías, son como palabras bonitas que salen del corazón de los enamorados —siento que tiene razón, porque siento que la amo… — A ver:… ¿y el título? — No tiene. — ¿Por qué? — Porque aún no he bautizado con ningún nombre lo que siento… — Mmm… ¿por qué no me lo lee? —¡No!, a mí me da mucha pena leer en voz alta. — (…) — Está bien: pero tengo un poco de miedo: No apagues la luz amor, enciende el fuego en tus venas llenas de gasolina, no cierres los ojos amor, cierra las ventanas que dan a las calles que huelen tanto a smog, y dame un beso antes de que caiga la noche como un avión al que se le tragó un pájaro el motor. 40
— (…) — No te quedes tan callada, dime algo… ¡Por favor! — Muy bonito. ¿En serio usted escribió eso? — Sí… pero pensando en ti. Es como si tú me lo hubieras dictado, como si lo hubiéramos escrito juntos… — Pero yo no escribo nada. Usted es muy lindo por pensar eso de mí. ¿En serio quiere que le dé un beso? A mí hasta se me había olvidado que yo le había pedido un beso en el poema. ¿Será que la cagué? — (…) — No se ponga rojo que así no se ve tan bonito. ¡En serio!… De todas formas se lo voy a dar, venga… Me acerco, la abrazo, le cojo la cinturita, ¡ese olor!... cierro los ojos… (…; …;…;…) — ¿Le gustó? —me pregunta… ¡Esas preguntas!, que si me gustó: ¡si Dios debe de ser como un beso suyo!… — Sí, muchísimo. — Qué bueno porque a mí también. Besa como escribe, pero en mis venas tengo sangre, no gasolina… — Mejor… ¡Más calor, más calor!… —nos reímos juntos. — Pero nos vemos mañana porque mis amigas me están esperando… — Sí, a mí también. — Entonces… chao. — Chao. (…) — Ah, pero mi poema. Démelo. — Chao. — Gracias, chao. Estoy volando, siento… — Mírenle la cara a este man —me molesta mi primo Jhon. — ¿Cómo le fue? —me preguntan todos. Yo sabía que habían visto todo, entonces… — Mal, ni con un poema cedió. Nos reímos mucho porque todos sabemos lo que realmente pasó.
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Comenzamos a bajar un poco rápido. El atardecer: en el cielo hay un incendio forestal de nubes. El frío llega con el viento que mueve nuestros cabellos peinados con gel, gelatina y hasta aguapanela, ¡para que no crean que la pobreza no es dulce! No tengo ni idea de qué hablarán. Ni me interesa. Me les alejo un poco para no escucharlos tanto y sus palabras no se mezclen con el recuerdo de ese beso, que fue como sentir que todo el mundo giraba en torno a nosotros dos, bueno, todo el universo… Porque cuando se ama es como si se le hiciera bataneo a la muerte. Parece que el rojo del paisaje nos quiere tragar de un mordisco. Los carros bajan como si fueran lanzados por una bodoquera… Ahora entiendo que Katherine y yo hemos estado sintiendo, en silencio, lo mismo todo este tiempo… — ¡Ojo, marica! —me gritan y me agarran del brazo halándome hacia el pedacito de andén de la carretera. — ¡Casi lo coge ese bus! —¡hijueputa, sí!, y yo englobado pensando en ella: ahora las nubes tienen alambres de púas: casi me pinchan. — Sí, qué miedo. —les digo un poco asustado, volviendo desinflado a la realidad. Vamos por un barrio que se llama “El Oasis”, donde viven muchos de niños que estudian en mi colegio. Ahora vemos cómo el bus que casi me atropella baja muy, muy, rápido… — Miren que va derechito a la quebrada… —dicen. Y claro que va, pero antes de atravesar una cerca, de romperla, el bus gira bruscamente y se pierde detrás de unos árboles: hay una curva cerrada y no podemos ver nada más. — Sí, ¿qué tal se hubiera ido por la quebrada?... —dice Jhon. Hablamos de lo terrible que pudo haber sido un accidente, pues era, aparentemente, una ruta de nuestro colegio… Seguimos bajando y, cuando cruzamos la curva en la que se había perdido el bus, escuchamos muchos gritos y vemos que la ruta está metida entre los arbustos... Ahora siento mucho miedo: el rojo del cielo se convierte en sangre; la noche cae, se tropieza, nos aplasta: sí es una ruta de nuestro colegio. — Corramos a ver qué pasó —dice alguien… La muerte fue la que nos hizo bataneo: el bus que tenía que llevar a mis amigos a casa, se los llevó para otro lado.
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Sin tĂtulo Celia del Pilar PĂĄez (Colombia) ~ pilar.dela@gmail.com 43
De paso Carolina Latorre Rojas (Colombia) ~ Karolato@gmail.com 44
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Alkmaar: tranquilidad para #CheeseLovers Natalia Go-go (México) natillagomez@gmail.com
Llegar a Alkmaar parece no ser novedoso. Una estación de tren convencional recibe a visitantes y trabajadores que todos los días llegan a esta pequeña ciudad neerlandesa que a primera vista no encanta. Pero salir de allí es el primer paso para conocer un lugar maravilloso, no sólo por sus canales, sino también por sus pequeñas calles adoquinadas, con casitas de techos inclinados que bien podrían ser la escenografía de algún cuento, o el lugar perfecto para que Wes Anderson filmara una de sus películas.
También es oportunidad perfecta para cuestionar el uso de las maletas de ruedas y su andar por los adoquines: créanme, son prácticas pero ¡qué incómodo son el ruido y los inevitables tropezones!
Alkmaar es fascinante para quienes valoran la tranquilidad y prefieren la vida en modo ralentí, y quizá por eso es difícil ser ajeno a sus maravillas y no dejarse llevar por el particular ritmo con el que transcurren los días en esta ciudad ubicada a 40 minutos de Amsterdam por el norte.
Elegir Alkmaar fue una extraña coincidencia, y como ya lo mencioné, un accidente: en la planeación del viaje, mi amiga y yo decidimos buscar hospedaje a través de AirBnB, una excelente posibilidad para el bolsillo y la comodidad. Amsterdam sería destino obligado, pero allí las alternativas que nos ofrecía este sistema se pasaban de presupuesto. Entonces, la denominada “ciudad del queso” apareció como el destino más cercano para dormir: fue así como la elegimos, en principio, como lugar de paso y, luego, como lugar imprescindible para disfrutar con todas las de la ley.
Comenzar a caminar por sus calles, desde la estación hasta el centro histórico, es descubrir que un accidente de ruta puede ser una posibilidad para disfrutar otros paisajes y experiencias.
Al llegar, en el camino que va desde la Estación hasta la calle Clarissenbuurt, el paisaje urbano se transforma con los pasos. La arquitectura varía y con ella, la aparición de los canales — tan típicos 47
en las ciudades holandesas— , y luego los adoquines, que marcaban la ruta a la casa número 25 donde nos alojaríamos.
holandés), curiosidades y artesanías producidas en la zona. Justo a las 10:00 a.m. inicia el show, claro, porque es la esencia del mercado de quesos: una representación de la comercialización de este producto lácteo en el siglo XVI, aunque la primera báscula data de 1365. Los protagonistas, sin duda, son los llamados ‘portadores’, que se encargan de trasladar los quesos desde el centro de la plaza hasta la balanza.
Un pez en piedra fue la indicación para identificar la casa de Michel — nuestro anfitrión — , construida en 1915, ubicada en un callejoncito de viviendas similares. La tranquilidad regresaba luego del caos y efervescencia de la estación central de Amsterdam para extenderse por 3 noches.
Pero no es necesario detallar lo que sucede en el mercado durante las 2 horas y 30 minutos que dura la representación, sino más bien destinar los ánimos y el paladar para probar las más de 10 variedades de queso que se encontrarán en los puestos de venta ubicados alrededor de la plaza. (Ver más información sobre tipos y clases).
Durante la estancia fue posible coincidir con el último Cheese Market del año, un evento sin precedentes que se realiza todos los viernes desde la primera semana de abril hasta la primera semana de septiembre, y que debe ser de asistencia obligatoria para quienes visiten Alkmaar. La Waagplein o plaza del peso público de la ciudad se viste —literalmente— con variedades de quesos, trajes tradicionales, personas de diferentes lugares de la región y del mundo, así como pequeños puestos de venta de kass (como se le denomina al queso en
En definitiva: caminar, comer aquí y allá, descubrir los stroopwafel (de tarea les queda descubrir qué son), el Museo del Queso, el paseo por los canales, las bicicletas, la biblioteca pública, son algunas de las actividades claves para 48
relajarse y disfrutar de Alkmaar y su cadencia, suave y serena… Porque de vez en cuando vale la pena equivocarse para sorprenderse. ¿Qué más hay por hacer en Alkmaar? •
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Si el interés está en fumar marihuana legalmente, no hay que dudar en visitar los Coffee Shops de esta pequeña ciudad, donde sólo venden hierba y no distribuyen ningún tipo de alcohol: ante todo el consumo responsable. Solo para aficionados que le quieran dar la talla al dueño, The Beatles Museum es un lugar imperdible. Para los curiosos, geeks y nerds, la Biblioteca Kennemerwaard les parecerá soñada. Con apariencia de librería, los visitantes querrán devorar — leer— todo a su paso.
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Sin tĂtulo Fauro (Colombia) ~ faurodz@gmail.com 50
Sin título Karen Julieth Méndez González (Colombia). ~ julieta.photography@gmail.com 51
Senderos Fernando Hernรกndez Silva (Colombia) ~ alcayata07@hotmail.com 52
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¿Por qué viajas en el mejor sistema de transporte? Lesly Tatiana Sierra (Colombia) ~ leslytatiana82@hotmail.com
Déjame decirte querido ciudadano, que, en Transmilenio, nunca viajarás solo y nunca sentirás frío. Siempre estarás rodeado de bellas personas que te trasmitirán su calor. Aquí aprenderás a viajar sin sostenerte de nada, como un ejercicio de confianza y desarrollo del equilibrio. También te enseñaremos a ser más precavido con tus cosas; viajarás sin nada en los bolsillos y desconfiarás de cada persona, porque recuerda que tus papás te enseñaron a no hablar con extraños. Nuestros articulados están especialmente diseñados para estar retrasados diez, veinte, treinta minutos y hasta una hora si quieres. Pero no te preocupes; esto ayudará a cultivar tu paciencia y tu capacidad de esperar. Y si te preocupa el tráfico, tenemos una sección exclusiva de trancones, un carril solo para ti. Nos preocupamos por tu bienestar, por eso, si tienes sueño, una voz te estará recordando cada parada y no te dejará dormir. Además, las sillas no son acolchadas, son incomodas y estarás resbalando a cada rato. Eso sí, si te quedas dormido, ya es tu responsabilidad. Para pagar el pasaje, tendrás tu propia tarjeta, porque nos parece genial el dinero plastificado. Eso, si tratas de no perderla y tenerla siempre con saldo, aunque tengas que hacer fila o caminar por toda la ciudad buscando un punto en donde recargarla. Creemos que de esta forma harás ejercicio y conocerás tu ciudad. Sé que te parece caro. En realidad, esto puede ser una excusa para probar tus habilidades trepando estaciones, saltando torniquetes o despistando a la gente que cuida que no te vayas a colar. Ahora, si lo prefieres, puedes coger un bus o caminar. Aunque, al final, siempre regresarás; sabes que nosotros somos los menos lentos. Semana a semana, te entrenaremos para que camines con más cuidado. Si logras pasar por nuestro bello piso en mal estado sin caerte, considérate afortunado porque ya no tendrás miedo de sufrir un accidente en la calle. Además, formamos gente madrugadora y responsable. Nuestros servicios están disponibles desde la 5 a.m. y pasan llenos apropósito para que aprecies el verdadero valor de una silla. Pensamos siempre en ti, así que, si te sientes preocupado porque tus seres queridos no llegan temprano a casa, nosotros cerramos a las 11:00 p.m. para que no 54
se trasnochen y duerman bien. Igualmente cerramos a esta hora porque queremos dejarles algo de trabajo a nuestros amigos taxistas. Siempre nos interesa tu entretenimiento. Por eso, encontrarás varios cantantes y cuenteros. También tenemos una serie de productos al alcance de tu mano como: maní, dulces, chocolates, galletas, manillas y hasta cepillos de dientes. En las estaciones, esquivarás miles de personas y vendedores a la vez. Y si algún día te pierdes, puedes preguntarle a alguno de nuestros policías; ellos con mucho gusto te ayudaran a perderte más. Así que: mejor pregúntale a alguno de tus compañeros de viaje y quizá consigas hacer un amigo. Eso sí, ten mucho cuidado. Tenemos un mapa que con el tiempo aprenderás a leer; serás un experto combinando colores, letras y números. Luego, para mejorar tu sentido de ubicación y tu memoria, a veces, decimos las paradas mal o no las colocamos. Solo verás la hora y la fecha, quizás ya no necesitas llevar reloj. Y cómo olvidar que lo que tú más sabes: Es que con este sistema ganamos mucho dinero. Con tu generoso aporte, día a día trabajamos para mejorar tu entrenamiento de supervivencia. ¿Qué esperas para viajar con nosotros? Sigue, son solo $ 2.200
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Pasa - Tiempo SaĂşl Serrano interviniendo a Rosabel MartĂnez (Colombia) ~ rosabelmartinez@hotmail.com 56
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Horizontes El blog para los viajeros de verdad.
Duelo de titanes en el mapa virtual Por: Guillermo Angel - nómada, enamorado de la vida y cazador de ocasos. CEO en ukeleles4peace. En una rueda de prensa celebrada en el Foro Internacional de la Industria del Turismo, llevado a cabo en el hotel Emperador de Barcelona, el CEO de la compañía TravesIA (NASDAQ 6.2), Bill D’Jour, anunció la instauración de una demanda por violación de propiedad intelectual y prácticas de monopolio en contra de la nueva empresa emergente (start-up) californiana Virtual Patio (NASDAQ 5.1), fundada por el nuevo wunderkind de Silicon Valley, el programador chino Luk Chuan. En la demanda, que fue radicada en el tribunal comercial tecnológico de Bruselas, a través de su subsidiaria alemana TravesIA AG, la compañía —con casa matriz en Seattle— presentó evidencias obtenidas en tres laboratorios de ingeniería reversa ubicados en Moscú, Ciudad del Cabo y São Paulo, que apuntan a que el nuevo sistema de simulación vacacional de Virtual Patio usaría aproximadamente 15% del código fuente del motor de inteligencia artificial de redes sociales de la compañía de D’Jour. TravesIA irrumpió en el mercado de las aplicaciones de big data hace cinco años, cuando ofreció el novedoso servicio de planificar y presentar, en distintas redes sociales, viajes vacacionales inexistentes por distintos parajes exóticos, donde selfis, comentarios, registros virtuales en sitios de interés, recomendaciones, fotos de platos de comida, suvenires, etc. estaban basados en un perfil preciso y creíble del usuario, construido a partir de las interacciones anteriores del mismo. Sin embargo, fue el módulo envidIA de la aplicación el que marcó la diferencia al tener la posibilidad de generar videos en tiempo real, donde una imagen calculada por la inteligencia artificial y con las características físicas del usuario interactuaba con uno de los quinientos destinos turísticos más populares, construidos a su vez a partir de videos de turistas reales. Justamente es una parte del código de envidIA, compañía de origen irlandés que fue adquirida por D’Jour como otra de sus adiciones a la plataforma de alojamiento colaborativo MaloKASA (NASDAQ 4.3), el que 58
está en disputa. Por su parte Chuan, quien se encontraba de vacaciones en una finca lechera en los alrededores de Bogotá, Colombia, tomó un vuelo directo a Los Ángeles donde, se presume, presentaría una contrademanda por prácticas desleales por parte de TravesIA, alegando el pánico financiero provocado por D’Jour al sugerir que Amelia Kockman, la inversionista suiza y propietaria del 20% de las acciones de la compañía de Chuan, tendría relaciones comerciales con Kahr Tbunga, el magnate congolés del Coltán. Y es que los rumores apuntarían a que el interés de Kockman y de Chuan en el Coltán estaría asociado a la reciente adquisición por parte de su compañía Virtual Patio del fabricante de chips Malacom, ubicado en Malasia y pieza clave para las nuevas tarjetas de realidad virtual. Todo esto solo permite concluir que Virtual Patio ya tiene listo su programa de turismo virtual y que con esto el monopolio de la pretensión, fundado por TravesIA (que en las encuestas pareciera tener pocos usuarios comparados con los 100 millones que ellos reportan) y sus narraciones multimedia de vacaciones falsas en redes sociales, serían reemplazados por las mentiras más elaboradas de Virtual Patio. Viajar es una experiencia genuina que el silicio no puede reemplazar. El hecho de que millones de personas quieran hacernos creer que sus videos frente a la torre Eiffel son reales —por más convincentes que los haya generado la IA—, no apunta sino al patetismo del querer parecer, mas no ser; como si no fuera suficiente con las marejadas de turistas no cultivados que tenemos que soportar en los parajes otrora casi sagrados, triunfos místicos del viajero perseverante. En cuanto a los viajes de realidad virtual, algunos podrían argumentar que son una alternativa que, mediante su simulación, pondría la experiencia del viaje al alcance de todos. Pero no se puede llamar experiencia a un cielo de pixeles para el que necesitas un casco. Por más potencia que tenga el programa de simulación, por más envolventes que sean los sonidos, no hay comparación con respirar el incienso en un monasterio Nepalí, el olor de las flores alrededor de las pagodas de Camboya, el sabor de las especias del Bazar de Estambul o incluso el vomito afuera de un rave en Manchester. El verdadero viaje no se puede medir con dinero o tiempo, pues es un ejercicio de autodescubrimiento que te enriquece sin paralelo. Es una inversión de vida. Cuando te comportas como un verdadero local, podrás entonces acceder a esa consciencia que significa el ser humano. El resto serán torpes imitaciones, como la artesanía de fabricación china más barata que compra el turista ignorante creyendo que se trata de una expresión genuina del país que visita. Por ello, amigos lectores 59
de este blog, verdaderos viajeros, no se dejen enredar por estos mercachifles de las experiencias virtuales y tomen su morral, su cámara y su pasaporte y salgan a describir el mundo por ustedes, que solo así encontrarán la belleza. Porque solo los verdaderos viajeros conocemos el camino. Guillermo Angel. Notas relacionadas: “Debido a la nueva restricción en los viajes aéreos transatlánticos por cambio climático, acciones de TravesIA se incrementan en un 30%”. Luscus (Alemania) ~ luscus9@gmail.com
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Elogio al mar Santiago Mahe (Colombia) ~ sanmahe.tumblr.com
Bajé la ventana trasera del carro, tengo puestos tres sacos sobre mi pecho y no siento una pizca de calor sobre mi ser. Es la primera vez que vengo a este lugar, no conozco la razón de este viaje, pero igual me emociona salir de casa y conocer un nuevo espacio. El pasar de las horas activa la voz de mi madre y susurra 3 palabras: “miren al horizonte”. Mi cabeza gira noventa grados y veo una inmensidad, un liquido azul que cubre toda la superficie, la más grande creación del mundo, la vida materializada y envuelta en mis ojos. Brillando con ayuda del sol, el mar me abraza y me hundo en el placer de la vida.
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Los viajes de oriente RapiĂąa (Colombia) ~ dibujosmuyanimados@gmail.com 62
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La última parada Sorelestat Serna (Colombia) ~ el69conde_sorelestat@hotmail.com
…a Martha, gracias por ser mi compañera de viaje. Se sentía estúpido. Hacía más de treinta años que se había marchado para iniciar el largo viaje que fue su vida, convirtiéndose en uno de los mejores escritores del país. A su vez sabía que debía estar aquí en este momento. Arrojó el cigarrillo, trató de arreglar la bufanda que tenía alrededor de su cuello y entró a la iglesia. Allá estaba ella, esperándolo, aguardando su regreso. Él dio un suspiro y se acercó al ataúd. Cuando Sandra Aguirre le conoció supo de antemano que él jamás se quedaría a su lado. Era un alma libre, no estaba hecho para hacer de algún lugar su casa. Así que ella se apresuró a entregarle su cuerpo, su vida, su amor. Cuando él dijo: —Llegó el momento de marcharme. Ella lo rodeó con sus brazos y le deseó suerte. Él jamás sabría que ella estaba embarazada. Que se casaría cinco años después de su partida, tendría dos hijos más, y aunque hizo feliz a su marido, jamás dejó de amarlo. Él pudo sentir que lo observaban, que las personas que estaban en la iglesia murmuraban entre ellas, lo habían reconocido, sus fotos estaban en todas partes, seis meses atrás habían lanzado la última novela inspirada en su estadía en Corea del Norte. Lo que no podían explicarse era qué hacía una tan persona famosa en aquel lugar y por qué estaba tan afectado por la muerte de Sandra. Ella fue feliz, jamás lo buscó. Nunca le dijo a su hijo que su padre era el hombre del cual hablaban en las noticias. Compró cada uno de sus libros y por cada premio le prendió una veladora a San Antonio. Sus hijos y su esposo jamás entendieron por qué una vez al año ella compraba una botella de vino y se la tomaba sola, escuchando su vieja colección de música blues que nadie podía tocar. Le escribió una carta en un momento de debilidad, diciéndole que lo amaba, que regresara por ella y la llevara en su periplo por el mundo. Carta que jamás envió. Danilo Cárdenas, escritor de renombre, lloró con pasión sobre el rostro inerte de ella. Ni las arrugas, ni el tiempo habían podido borrar lo hermosa que era. Recordó el aroma de su piel comparado con los viñedos de Piamonte, Italia. La suavidad de piel se parecía a la agradable brisa en un atardecer en el Mediterráneo. Sus ojos tenían un brillo sin igual, solo parecidos a una noche de caminata por las 64
calles de París. Los paisajes de Nueva Zelanda no sería tan magníficos como tenerla desnuda a su lado. Susurró su nombre mientras limpiaba sus lágrimas. Su viaje había terminado. Jamás se marcharía de esta ciudad. Tuvo que darle la vuelta al mundo, escribir veinte novelas, conocer los lugares más espectaculares del planeta, disfrutar de muchas mujeres para darse cuenta de que él hubiera sido feliz a su lado. Escribirá un último libro, dedicado a ella, esperando la muerte. Mientras tanto recorrerá las calles de la ciudad, tratando de revivir los momentos, de guardar los recuerdos que lo ataban a ella.
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Chiva Bicho (Colombia) ~ bichoyya@gmail.com 66
Rumbo a la Isla Gruterium (Colombia) ~ Instagram: @gruterium 67
El caminante Alejandro Chirino (México) ~ chirino_castillo@hotmail.com
Antes de que pasara, estaba lejos de casa. Salía mucho del país por mi trabajo, pero no me importaba dejar la casa sola. Sin ustedes ahí ya se sentía vacía aunque yo estuviera dentro. Aún me acuerdo, fíjate. Fue un periodo muy complicado. Tus tíos se la pasaban peleándose entre ellos, no podían ponerse de acuerdo en nada, y por eso preferían gritarse y apuntarse con el dedo. Y yo, al final, sin que metiera las manos al fuego también terminaron quemándomelas. Éramos puros Caínes. Y todo por las mismas pendejadas de siempre. Que la casa, que mi mamá, que yo merezco, que tú no, que yo, que tú. Un desmadre, en pocas palabras. Y tu abuela. Ya en ese entonces entraba y salía del hospital con más frecuencia, y todavía llegaba a la casa y puros problemas. Estaba muy delicada, y en medio de las peleas todos sabíamos lo que iba a pasar, pero nadie decía nada, o tal vez nadie quería decir nada sobre lo que ya era inevitable. Igual y por eso peleábamos tanto. Qué terrible es el odio entre hermanos. Termina matando a nuestros padres. Pero fíjate, qué curioso. Que a pesar de todos los gritos, los insultos y los azotes de puertas o teléfonos, a pesar de toda esa insensatez, siempre que iba al extranjero me sentía, cómo decirlo... Había como una nostalgia que me punzaba. Cuando se viaja lejos eso pasa. Uno empieza a recordar. Extrañaba a mis hermanos, que no quería ver ni en foto; los extrañaba a ustedes, que sólo podía ver en fotos; y extrañaba a tu abuela, porque pronto, invariablemente, sólo me quedarían sus fotos y su recuerdo. Cuando regresaba al país veía por la ventana del avión mientras aterrizaba, y mi primer pensamiento era: “Ojalá que mi madre no haya muerto”. Al volver aquí, a la casa, intentaba dormir, descansar un poco, pero de nuevo pensaba: “ojalá que mi madre no haya muerto”. Y no lograba conciliar el sueño. Me acuerdo también de algo que tu abuela nos había pedido, casi advertido, por ese tiempo: “Si me muero, no quiero que nadie se entere”. Creo que así pasa cuando uno envejece. Empieza a verse la muerte, y la vemos tan de cerca que nos apresuramos a hacer planes de último momento. Es todo muy dramático; hasta parecemos actores de teatro, hacemos gestos y queremos ver una reacción, una muestra de que aquí estamos aunque pronto ya no será así, y a veces no la recibimos. Es como si fuéramos adolescentes de nuevo. Igual y ese es nuestro 68
primer vistazo a la muerte, por ser tan distante. El siguiente encuentro es más intenso, más contundente, y como es más visible duele más. Al menos así lo he visto. ***** Fue a principios de marzo. No me avisaron cuando falleció. Así lo dijo tu abuela, así se cumplió. Tampoco a tu abuelo ni a tu tía Asunción. Ella se enteró por chismes de vecinos, y yo me enteré por ella. Nunca supimos cuándo ni dónde iban a ser el velorio o el entierro. Poco después me habló tu tío Pedro. Me dijo que él quería que yo asistiera, y me dijo dónde sería. Le respondí que no iba a ir. Si tu abuela dijo que no quería que nadie se enterara, y yo me enteré, ¿qué iba a hacer yo ahí? Dos meses después fui al panteón a verla. La habían enterrado junto a tu tía Estela. Ahí estaban mis dos Estelas. Pero no sabría decir dónde estaban ahora; había perdido su rastro. Lo habían arreglado, el sepulcro pues, para que pareciera nuevo. Vi las tumbas de al lado. Casi todas estaban quebradas y sin flores. En algunas los nombres ya se habían borrado de la lápida. Recuerdo que me dije a mí mismo que no dejaría que la tumba de tu abuela terminara así. Pero sabía que habría de pasar algún día, como pasó con tu tía Estela. Y que algún día tú o tu hermano o los dos pensarían lo mismo al ver mi tumba, y que tarde o temprano también me volvería una pila de rocas abandonadas. Pero pues qué le vamos a hacer, así pasa cuando sucede. Al final así va a pasar de todos modos. Pero después uno entiende que todas las lápidas alguna vez tuvieron nombre. Les había llevado flores nuevas; las flores de los panteones siempre se marchitan rápido. Hay que cambiarlas a cada rato, para que al menos se vea bonito un tiempo. Ahí me quedé con ellas un buen rato. Les platiqué a tu abuela y a tu tía cómo me estaba yendo. “Aquí, reportándome”, les decía. Después dejé de hablar sin darme cuenta. Estaba atardeciendo. Me sentía agotado, pero me regresé caminando de todos modos. Aún cuando ya estaba lejos del panteón, no voltee hacia atrás. No hubiera podido. No tenía fuerzas, pero no me detuve. Todos tenemos recuerdos que nos perseguirán por siempre, recuerdos que siempre estarán detrás de nosotros como sombras ajenas. Uno de mis mayores temores era no poder despedirme de tu abuela. Quería hacerlo antes de que la 69
internaran en el hospital, cuando todavía me era permitido ver a mi propia madre. Pero nunca lo hice. No quería que ella tomara mi despedida como una sentencia de muerte, como si yo, el verdugo, le diera permiso para morir y la apresurara, como admitiendo que no tenía caso tener esperanza. No me importaban los problemas con mis hermanos, ni tampoco lo que hubiera dicho ella. Yo quería despedirme, decirle adiós, cuánto la amaba y cuánto le estaba agradecido, pero no pude. Ahora sólo quería descansar los ojos, ver si podía despejar la mente, olvidar aunque sea un rato. Pero cuando los cerré empecé a recordar. Un día, cuando yo todavía estaba chavo, en la prepa, llegué a la casa ya en la tarde. Venía de la escuela y de entrenar con los Cherokees. Ya quería dormirme, pero tenía más cosas que hacer, y encima estaba molesto por alguna tontería, ya ni me acuerdo qué. Tu abuela me llamó: “¡Janito!”; “¿Qué quieres?”, le contesté secamente. Me preguntó si tenía hambre, que si quería que me calentara la comida. Me habló con una voz bajita, pero dulce y sin reproche. No le dije nada y nomás bajé a comer. Me di cuenta de lo que había hecho, y quise disculparme, pero después, no sé por qué, después no encontré una oportunidad, ni siquiera después de tantos años y mientras más pasaba el tiempo todo se volvía más lejano y disculparme por el berrinche de un mocoso me parecía cada vez más torpe e innecesario, pero el recuerdo todavía me atormentaba sin que me diera cuenta. Pero bueno, ¿en qué me quedé? En lo de que me dormí, ¿verdad? Pues cuando lo recuerdo ahora ni cuenta me di de que ya estaba dormido. No te das cuenta cuando pasa. Cierras los ojos, desvarías un rato, pero de repente los abres de nuevo y el tiempo ya pasó como si nada, sin avisar, nomás ya es de día y a seguir adelante. Pero esta vez creo que no fue así. Cuando volví a abrir mis ojos, no estaba el techo blanco de siempre. No recuerdo bien dónde estaba, pero vi sobre mí una nube lavanda, y caían pedacitos de nube al suelo. Era una jacaranda, de las que le gustaban a tu abuela. Yo estaba un poco encorvado, con los dedos entrelazados sobre mi estómago. Sentí algo en mi espalda, no el árbol, sino algo más suave, como una persona. Una mano acariciaba mi cabello. Lo hacía de la misma forma que mi mamá me acariciaba los chinos, como peinando el mar para formar olas. Una voz ronca pero suave, bien quedita, me dijo: “No te preocupes, hijo, todo va a salir bien. Ya descansa”. Me desperté sobresaltado, en mi cuarto esta vez. Ese sueño pareció, se sintió tan real. Me levanté, y vi que sólo habían sido las almohadas. Esa misma semana fui a ver a tu abuela y a tu tía de nuevo. Limpié la tumba y les cambié las flores. Platiqué un rato con ellas, y después me quedé ahí, sin decir 70
nada, nomás pensando. Estaba atardeciendo cuando vi acercarse una señora. Como el sol se ocultaba detrás de ella, su sombra se extendía casi hasta mis pies, y parecía más bien que su cuerpo salía de su sombra y no al revés. Cuando llegó vi que ya era muy grande. Estaba vestida de luto, con un crucifijo de oro en el cuello y un rosario de madera en la muñeca izquierda. Traía un ramillete bajo el brazo y cargaba una cubeta llena de agua en la mano derecha. Empezó a limpiar la tumba de al lado a cubetazos, esa tumba que yo había dado por abandonada. Le ofrecí mi ayuda. Aceptó y terminamos rápido. La señora se quedó de pie frente a la tumba mientras yo terminaba de limpiarla y poner las flores. Tenía la mirada baja. Me imaginé que ella también se estaba reportando. “Bueno, joven. Ya ve cómo son las cosas”, me dijo después por fin. No estaba poniéndole mucha atención, le respondí con un “sí, ya lo creo”. “¿Esos son los suyos?”. “Sí, es mi familia. Bueno, es la tumba familiar”. “Ya veo. Lo siento, joven”. “¿Por qué lo dice?”. “Es que se ve muy nueva la lápida”. “Gracias, no se preocupe”. “Así pasa. Ya ve cómo son las cosas. Esta de aquí es mi familia. Pero ya ha pasado mucho tiempo, mucho tiempo. Por eso se ve así, vieja y medio dejada a la gracia de Dios, casi como yo”, dijo con una risa llena de polvo. “Pero ya ve que aquí sigo yo todavía. Aquí están mis padres, mis hermanos y hermanas, incluso mi marido, que en paz descansen. Pronto estaré yo ahí también, y otra vez se verá nueva, no tan solitaria”. No supe qué responderle. “A usted todavía le falta mucho, joven. No tiene que andarse preocupando por estas cosas ahorita. ¿Tiene hijos usted? ¿Sí? Pues debería de irse con ellos en lugar de estar aquí, en este lugar, antes de tiempo. Ya después volverá, dentro de muchos años si Dios quiere, y podrá quedarse aquí todo el tiempo que guste, e incluso sus hijos lo visitarán si no son muy ingratos. Pero no todavía. No, no todavía, joven. Sabe, llega un momento en que a nuestros muertitos ya no hay que llorarles. Hay que dejarlos descansar. Uno lo aprende con el tiempo. Yo sé de eso. Pero seguro ya le aburrí con tanta sandez que digo. Nomás soy una vieja loca hablándole a un extraño. ¡Pero óigame bien y mejor sí váyase con sus hijos, eh! No quiero verlo cuando yo ya me venga a vivir aquí. No quiero verlo tanto, pues. Uno también debe descansar, le digo. Pero bueno, adiós, joven. Vaya con Dios”. Se fue sin esperar respuesta. Al poco tiempo me fui yo también. Alguien me había dicho algo similar cuando falleció tu tía Estela: “Ya no les llores, déjalos descansar”. Creo que tienen razón. Nosotros querremos dormir algún
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día, y antes de eso tendremos que dejar descansar a muchos más. Así sucede, en su momento. A partir de ese día, comencé a distanciarme más y más del panteón. Sólo iba de vez en cuando, si había algo importante que reportar o si era tiempo de darle mantenimiento a la tumba, de poner flores nuevas. Cuando me regresaba a la casa, podía voltear por fin. Y mientas más dejaba descansar a tu abuela, más tranquilo me sentía yo. Algo así dice la canción, ¿no? “Todo pasa, y todo queda”.
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Jugar i jugar Juan Fco. Carrillo P. (Colombia) ~ Instagram: @juanfranciscocp 73
PequeĂąo Viaje Escafandrux (Colombia) ~ hursull@hotmail.com 74
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Cuatrocientas curvas a Pamplona Felipe Meneses Ballesteros (Colombia) ~ felipemenesesballesteros@gmail.com
1 No dejes para hoy el viaje puedes hacer mañana. Era una noche de viernes atípica en la ciudad de Bucaramanga. El rumor de la gente anclada frente a los bares de la Universidad Industrial de Santander suele producir una ola de calor húmedo difícil de ignorar. Pero esa noche no. La sensación térmica era tibia y seca, como si un concierto más de Edson Velandia estuviese próximo al enfieste. Uno más. –¿En cuántas horas estoy en el pueblo de Pamplona? – pregunté al barman mientras bebía mi tercer trago de Bolaegancho, cortesía del pub en el que esperaba por las agallas, disminuidas horas antes por el vacío de mi primer viaje al departamento de Norte de Santander. –Esa ruta no se mide en horas ni kilómetros –me dijo el joven sin reparar en mi cara de novato, mientras batía una copa de cristal con abundante hielo para preparar un Gin Tonic. – Ese camino se mide en curvas amigo – afirmó–. De inmediato pedí el cuarto trago de licor artesanal típico del pueblo de Ocaña, mezcla de anís y oxido destilado, pero el coraje no apareció. Salí de allí caminando deprisa hacía la zona de confort instalada en mi casa, bajo la amenaza auditiva de los vehículos que transitaban a gran velocidad por la carrera veintisiete. Odio el Gin Tonic. 2 Cinema solo hay uno: el Teatro Cecilia. A Paola la conocí mientras rodábamos un cortometraje en las ruinas del viejo Cinema Riviera. Yo trabajaba como actor en el más ingenuo de los personajes que he encarnado, y ella era la bella asistente de dirección de arte en esa única jornada de grabación en interiores. Luego de ese día no nos volvimos a ver, pero cuatro meses más tarde coincidimos en el cumpleaños numero veinticinco de Camilo Marconi, un risueño director de cine lo mas parecido al querido Bud Spencer. Estuvimos en su apartamento toda la noche bebiendo ron añejo de tres años, riendo como tontos con todos nuestros dientes, bailando a tumbos en extraños espasmos sin retirar la mirada de nuestras caras un solo instante. Paola es un 76
desvarío cósmico de brazos tatuados y ojos azules (cree que los tiene verdes) que maneja el ritmo de su cuerpo con deliciosa maestría. Gracias a ella se que en las estaciones de servicio hay tinto gratis para todos a las cinco de la mañana, y que los días pueden empezar a las doce con el sol quemando desde arriba. Después de esa noche construimos nuestra sonrisa juntos para invadir todos los planetas del universo al mismo tiempo. Un amor de colchón manchado y dieta callejera, lleno de juego, desparpajo, Rick y Morty, Marlboro rojo y How I Met Your Mother antes del Amor después del amor. – ¿Quieres un tinto?, –sí. Un día en la madrugada perdí por completo la capacidad de concentración en temas serios mientras veía con descaro sus senos rosados. –Antes de que te conociera había decidido vivir seis meses en Pamplona –me dijo arrugando mi corazón con cada fonema– y tengo todo listo para viajar esta semana. Mierda, pensé. Me encantan sus pezones iluminados por el televisor. –¿Hay cinemas en Pamplona?- le pregunté. Fue así cómo consentí el libre desarrollo de un amor intermunicipal, a treinta mil pesos cada pasaje con parada intermedia para comer queso fresco con agua de panela caliente en la casa Paraíso. Al día siguiente encontramos treinta y seis encendedores de todo tipo mientras empacábamos sus cosas en cajas de cartón. No nos hará falta el fuego nunca más. 3 Las estrellas nunca mueren. Sábado, siete de la mañana. –Un bus de pasajeros que cubría la ruta Cimitarra / Barrancabermeja chocó de frente con una tracto camión dejando un saldo de diez muertos y seis heridos– noticia en desarrollo desde el lugar de la tragedia, anuncia el reportero de cuerpo robusto con tenis blancos bajo la lluvia espesa. No tiene paraguas. Él y su camarógrafo se encuentran a veinte metros del aparatoso accidente, y yo, a tres horas del próximo pueblo donde me espera Paola con las ganas abiertas. Hoy no tengo hambre. He decidido viajar de día para mirar sin reparo la curva que decida tragarme. En mi maleta contramarcada con el logo de Soda Clausen pongo lo mejor de mis calzones junto al libro Nada es para siempre del poeta nadaísta Jotamario Arbeláez y la película Carandirú del bravísimo director Hector Babenco, como seña irrefutable de mi pasión en vida para quien me encuentre muerto, insignificante en la carretera. Me pongo las botas altas color café, el black jean ceñido a las piernas y una camiseta que reza I hate mornings 77
estampada junto a un león joven que bosteza. Demasiado bello para morir. En mi bolsillo una única frase a modo de testamento escrita con marcador a prueba de agua sobre papel: Joven promesa del cine nacional fallece en penoso accidente. ¿Puede poner eso en su programa señor periodista? Cuando desaparecemos solo nos queda el rumor que crea la gente. ¿Cuántas curvas hay en 124 kilómetros? Voy a contarlas para no dormirme. Tengo hambre. 4 La carretera es una serpiente. – Este es un pastel de alverjas. ¿Quieres? – Seis de los doce pasajeros que viajaban conmigo decidieron compartir lo que habían desayunado con el resto de nosotros. – ¿O prefieres probar las melcochas que mi mamá hizo en casa esta mañana? – Empacaban los trozos de comida junto a un liquido café en bolsas de plástico que arrojaban por la ventana. – Hay arepas venezolanas en la otra esquina. – Eran bombas, ¿sabes? Proyectiles gástricos dirigidos a los autos que venían atrás. – Moría por verte. – Necesito aire. 5 No dejes para mañana el viaje que puedes hacer hoy. – Me encantan Pamplona y sus dos mil doscientas razones sobre el nivel del mar para dejar de fumar– le digo al barman que sigue ignorando mi cara de Niño Huerfanito mientras me prepara un Gin Tonic. –En el asilo San José –prosigo– murió Vicente Rojas Lizcano, abandonado como delincuente en mil novecientos cuarenta y tres- el joven me mira con mugre en sus ojos. –Vicente Rojas –pausa¡Biófilo Panclasta! –pausa– ¡el anarquista colombiano que trotó por el mundo haciendo estragos con Lenin! –pausa larga– ¡Lenin! El chiquitín que hizo estallar la revolución bolchevique en octubre de mil novecientos diecisiete en la Unión Soviética! –pausa- me sentí como un idiota. Debo conseguir más amigos en Bucaramanga o terminaré como Doña Amelia Delgado, velada en el mismo asilo, 78
rodeada de un grupo reducido de ancianos agitados por los tanques de oxigeno. Sí, cientos de amigos, como los que envenenaron al general José Antonio Anzoátegui en mil ochocientos diecinueve el día de su cumpleaños y en su propia casa, convertida ahora en museo. Sí, millones de amigos como los del maestro Ramírez Villamizar para que publiquen mis hazañas en periódicos dominicales que nadie lee. Sí. Iremos todos juntos a golpear las puertas de la Casa Colonial para ver los restos óseos de la independencia. ¡Sí! luego bajaremos a tomar sorbete bajo el techo de la plaza de mercado construido en mil novecientos dos. ¡Sí! ¡Sí!. En este pueblo se cruzan tantas historias como fluidos entre Paola y yo mientras caminamos tomados de la mano frente a la antigua catedral de Santa Clara. –¿Quieres una cerveza?, -Claro. La ultima noche en el pueblo bailamos como Dylan Frost cantando el tema How to fly en la pista de un bar recién inaugurado sobre la Calle Real. Luego hicimos el amor en la madrugada. –Sabe cuantas curvas conté mientras viajaba? Cuatrocientas antes del Páramo de Berlín. Volveré para contarlas todas– le digo al barman que bosteza mientras me sirve una copa de Bolaegancho sobre la barra maltrecha del pub. Odio el Gin Tonic.
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“Es la única manera de llegar...” Gallo (Colombia) ~ amgm13@gmail.com 81
integrado, un escáner pequeño y, en el centro, un computador portátil. A un lado, sobre una mesa desarmable, hay una taza de café y un termo. Una silla reclinable de rodachines está junto al escritorio, y detrás, dos puestos de sofá, un puf y una mesa pequeña, donde reposan un cenicero y una pipa, ambos de madera, rodeados por hojas trituradas. Un teléfono cableado con teclas numéricas está en el piso. Cansada, una chica de veinticinco años entra súbitamente al lugar para hablar con el hombre que habita el recinto. La vestimenta de la joven es ordenada, pulcra. Su cabello alisado a los hombros, su maleta de cuerina, su blusa de seda. El contorno de los ojos levemente maquillado en un tono pastel. Su nombre es Marina. El hombre que habita el recinto es su padre, con quien vive. El padre la escucha bajo obligación, sintiéndose alterado y asimismo resignado. Está sentado en uno de los sofás, con su camisa abierta, el cabello despelucado y sus gafas a maltraer. Es un hombre costero visiblemente acomodado en tierras del altiplano. Si bien tiene el cabello corto, es lo suficientemente largo como para que de su despeluque se formen notorios círculos en su cabeza. Esos círculos contrastan con la apariencia planchada de su nuca, síntoma de que anduvo durmiendo por un tiempo prolongado. Posee una barba descuidada, y antes que barba parece pelambre, la muestra de su falta de aseo. Limpia las gafas
Bodas de oro del viejo hippismo Juandiego Serrano Durán (Colombia) juandserrano@yahoo.es
I’m (not) hip to that, I’m hipping you, man. (No) soy consciente de ello; te estoy haciendo sabio, hombre. ACEPCIONES POPULARES ESTADOUNIDENSES (MODIFICADA) DRAMA MICROTEATRAL EN UN ACTO & CUATRO ESCENAS PERSONAJES (En el orden de aparición) MARINA 1. GONZALO. MARINA 2. Primera escena Sala de estar. La sala es pequeña y consta de un escritorio antiguo con una cajonera bajo llave. En el escritorio reposan varios papeles, vinilos viejos, un sistema de audio 82
sale de la sala y, con un portazo, que se escucha desde la puerta de la entrada, desaparece de la escena. Gonzalo se queda apuntando palabras en una nota, sin mayores gestos de conmoción).
mientras su hija lo increpa. Su nombre es Gonzalo. MARINA — “¡Alepruz¡ ¡Ropavejero! ¡Gamín!”. Eso me dicen mis amigos cuando me hablan de ti. Y me duele, viejo. ¿No te has dado cuenta? Mírate, por favor. Quítate ya ese arete de lata, bota esa trusa bordada que huele a picho; ya no más pantaletas de lino ni mochilas, viejo. Ya no más. Está bien que me hayas dejado vestir bien, y que no me prohibieras muchas cosas, pero ¡no me digas cómo es el mundo! Debes saberlo: «El que piensa, muere», y este es mi mundo. El mundo es una basura de la que tengo que salir adelante. En algo tenías razón: el mundo de ahora es de las mujeres, pero, por eso mismo, no me digas que corro el peligro de parecer un hombre. No me digas en qué consiste mi vida. Deja ya esas vainas, viejo, que me tienes harta con esa manía de decirles a todos que el mundo es bonito, cuando lo único que veo en ti es neurosis, obstinación y mal genio. (Marina le da la espalda y realiza un gesto de ironía con su rostro. Mira hacia el cuarto contiguo, que es la habitación de dormir de Gonzalo y que no es visible en la escena). ¿Bonito? ¡Mírate! Anda y bota toda esa ropa y vístete bien por sólo un día, a ver qué me dices al día siguiente, ¿sí? Es posible que algo nuevo encuentres. (Marina
Segunda escena Sala de estar. Han pasado dos días desde el encontronazo entre Gonzalo y su hija. Gonzalo relee la nota que escribió días antes, sentado en uno de los puestos de sofá. Gonzalo la lee con detenimiento. Mientras sus ojos pasan por las líneas, una voz ajena las lee: «Hubo un tiempo en que todo bostezo valió la pena. Un tiempo en que los buses no tenían aire acondicionado ni sillas cómodas. Hubo un tiempo en que el desvío de una carretera principal se convertía en un nuevo hogar. De una ruta interestatal abandonada, tomamos el impulso para perdernos en nuestra propia Ruta 66. Entre los pueblos que de la costa llevaban a la capital, yéndonos por las trochas, viajábamos tú y yo. Los más aventureros se fueron al llano, dibujando la desviación de la rectitud. Quienes cruzaron la cordillera, se dieron cuenta de la dificultad, al hacerlo a lomo de mula. ¿Lo recuerdas? Fue un tiempo de aretes, cuerpos desnudos, trusas largas, jeans arriba de la cintura. ¡Qué bello! ¿Cómo describirlo? Vaya época. Una donde los partidos políticos salieron de las universidades, bien sea de los estudiantes o de quienes iban a la universidad a crear 83
apiña sobre su nariz). ¡Por favor! No me vengan a joder. Si el progreso se llenó de godos, no es mi culpa. Si las casas se convirtieron en templos de alabanza, tampoco es mi culpa. Si los partidos políticos se convirtieron en antros, ¡mucho menos es mi culpa! Si el arte y la música son apenas el ocio, ¿tengo yo la culpa? (Gonzalo mira hacia el techo, como esperando encontrar un espejo). Fumo marihuana, tengo aretes, no tengo celular, no manejo dinero plástico y no tengo ni un solo tatuaje elaborado. ¡No es mi culpa que a todos se les haya olvidado lo único que vale la pena vivir! (Gonzalo vuelve su mirada a la posición horizontal, y prosigue su cuestionamiento). ¿Y qué es? ¿Qué es eso tan bueno para vivir? (Gonzalo cambia de silla y se sienta en el puf. Como respondiendo a quien aguardaba en la silla anterior, prosigue). Bueno: lo que no es real… lo que merece un aplauso, nunca una palmada en la espalda. (Gonzalo piensa. Se impacienta y, tras pensar un poco sus palabras, bota al suelo la tasa de café, que reposaba en la mesa). ¡Déjense todos de joder! Premoderno no es aquel que vive en la añoranza del ayer; es el que, siendo del hoy, vive como los siglos de los siglos en un tiempo presente. ¡Mándenme a la policía si quieren! (Gonzalo se siente momentáneamente seguro. Después de un sorbo de humo, concluye con una
algo, en su entorno único. Un tinto, un porrito, una ginebra; todo se valía tras bambalinas. ¿Lo recuerdas, Marina? A mí me cuesta cada vez más hacerlo.» Gonzalo se inclina hacia el piso y agarra el teléfono. Marca un largo número con seriales al extranjero, y espera. Al contestar al otro lado, Gonzalo prefiere no dejar recado. Se dirige a su computador y escribe un correo electrónico que dice: “Marina: te llamé esta mañana. Me contestó tu criada. No quiero molestarte, pero te llamé porque te he pensado durante dos noches seguidas, en una línea de pensamientos que ya no sé cuántos años acumula. Llámame, por favor.” Gonzalo se sienta en una de las sillas de sofá de la sala de estar, y prende su pipa. Habla en voz alta, y construye un monólogo. GONZALO — ‘Yo también fumé marihuana’, dicen todos cuando, en la confianza, pretenden complacer a alguien al escuchar música liberadora, con la narrativa al desnudo. ‘Yo también me puse aretes’, dicen los otros, cuando en la intimidad entran en sintonía con la confesión. Ahora yo me pregunto: ¿Qué dirán en unos años? (Gonzalo realiza un gesto de burla insidiosa, recreándose como una persona que no es él). ‘Fui uno de los que nunca me tatué’. ‘Yo tuve celular Nokia 1100’. (Gonzalo mueve la cabeza hacia los lados, y su ceño se alza y 84
sonrisa degenerada). ¡Llámenla! ¡Ja! De seguro me dirán, cuando me conozcan: ‘Yo también fumé marihuana’.
café, espera a que algo inesperado ocurra. Transcurren dos horas, y la imagen de Gonzalo es impasible. Su figura apenas se mueve para inhalar y exhalar, para servir café y tomar. No hay música reproduciéndose, pero se escuchan ecos sus sonidos corporales. Justo cuando decide ir por un trago de ginebra, destapando la botella, bota la tapa hacia un rincón y se sienta rotundamente sobre su asiento. Mira el computador con atención. Lo mira como si desde el otro lado surgiera, de la nada y en contra de toda ley de la distancia, una figura que colma sus angustias. La figura es de una mujer alta y blanca, con una cabellera canosa que llega hasta su baja espalda. Es de una presencia magistral, pues a pesar de su notorio encorve corporal, su rostro es altivo, brindando una sensación positiva. La figura se erige para hablarle de frente.
Tercera escena Han pasado varios días más. Es fin de semana y Gonzalo se encuentra en su sala de estar, visiblemente aburrido. Cuando se percata de que su hija ha abandonado la casa, al escuchar el portazo, Gonzalo repentinamente cambia de humor. Su malgenio se convierte en emocionante impaciencia. Revisa el computador, y se percata de que no ha recibido respuesta alguna en su correo electrónico. Se sirve un café del termo que reposa en la mesa al lado del escritorio, apila y prende su pipa, y de repente salta del asiento. Recoge la nota que escribió a mano, que estaba en la mesa central, y sale corriendo hacia su dormitorio. Corriendo, vuelve a escena con su billetera en las manos. La abre, hurga dentro de los compartimentos interiores, y saca una foto. Se sienta en la silla a rodachines. Abre el escáner, pone la foto boca abajo y encima la nota, también boca abajo, y escanea. Tras hacerlo, envía un nuevo correo electrónico que dice: “Marina: si mi llamado no es suficiente, entiéndeme mejor. Si después mis palabras no llegan a ser suficientes, por favor mira la foto. No necesito que vengas, ni que te alteres. Necesito de tus palabras”. Gonzalo envía el correo electrónico, y fumando y tomando
MARINA — Te vi a lo lejos, mi querido Fénix. ¡Te vi! Cómo nos ha cambiado el mundo, ¿no es así? Es increíble que tu bella estampa persiga la voz de otros poetas, cuando tú mismo eres la poesía. ¿A quién le deben importar tus pensamientos si no es a ti mismo? Y te miro de nuevo. ¿A quién le podía molestar tu barba? Cuando te vi, fue de las cosas que más me gustaron. No la barba, sino la capacidad de llevarla, cuando tus genes no te dieron una tupida y recibiste a la comedia para 85
desvergonzarte, y ser feliz con ella. ¡Qué feo eras! Y qué bello te veías. Así como tú, yo lo intento. Lo hago, mi querido. Mis aretes de plumas los llevo en soledad, de cuando voy a la casa de campo a estar sola, de cuando me alejo para encontrar mi centro espiritual y la esperanza de vivir. No es todo el tiempo, pero lo intento. Y llegan pensamientos. Como cuando me recostaste en aquel árbol y no paraste de hablarme cosas maravillosas al oído; como esa vez, cuando entraste en mí de una manera indescifrable. ¿A quién le interesaba si tus versos habían sido publicados, cuando lo importante era escuchártelos? A mí me tiene sin cuidado. Ayer y hoy, fue y será lo mismo. Varía la mirada. Entonces mírame, y así sabrás que es a mí a quien debes declamar. Soy yo quien quiere escuchar tu mandíbula peluda moverse, escupiendo pájaros rosados para enamorarme. Mírame, mi querido Fénix. Mírame, y lo sabrás. (Cuando termina de leer, Gonzalo regresa a sus cabales, y la figura que había salido del computador vuelve a perderse en la pantalla. Gonzalo se apoya en el espaldar de su asiento y, respirando profundo, termina de leer el mensaje). Escríbeme mañana en la noche. No me llames. Estaré sola, pero no deseo escucharte. Me pondré liviana, y me vestiré, y seré libre, mientras escucho
algo de música. Estaré atenta si escribes algún mensaje, para responderte sin demora. (Gonzalo salta de la emoción. Se sirve un trago de ginebra, que empuja sin esperas y hasta el fondo, y se arrodilla en frente del computador, queriendo hablarle al ente que hace instantes lo hizo ante él). GONZALO — Mi Dulcinea del Toboso, ¡mándame al Coco de mis sentimientos! Ponme óleo y aceite en todo mi cuerpo. Esculpe las dulzuras de tu corazón en mis pupilas, y hazlas realidad. Yo también lo recuerdo todo. Aún recuerdo cuando dibujabas haditas en carboncillo, y cuando el movimiento del aire era tu obsesión. Ser famosos era una excusa; si lo pienso, el problema fue precisamente serlo. Ahora que no lo somos, cuesta mucho la teterada de vivir. Pero dulce mujer: dicen que el amor se cocina a fuego lento, y desde que comencé a recibir tus cartas del consejo suroccidental del partido no has salido de mi mente. De Sartre pasaste a Piero, de Miguel Ángel a Walt Disney. De la impecable oradora, pasaste a la indudable susurradora. Cada día que ha pasado, has venido nítida, cada vez menos febril. ¡Cuánto me costó tenerte en frente! ¡Cuánto me gustó conocerte! Cuán poco me costó… (Gonzalo ha dicho todo esto en voz alta, de rodillas. En la frase final, que ha enunciado 86
en un tono decadente, ha parado de recitar. Un leve pensamiento ha frenado su súbito impulso, y silenciado su boca. Se siente triste y errático. Instigado por un deseo de no perder sus palabras, se sienta de nuevo en frente del computador, y escribe). Mi Dulcinea del Toboso: no me dejes de escribir. La infidelidad quizás sea una gran mentira; acuérdate de que nunca existió en nuestro mundo. Sé que ya no física, pero por lo menos espiritualmente ofréndame con algo de tu fiel reflejo. A la distancia, permíteme sentirme enamorado, en esta sopa de recuerdos en la que no he dejado de cocinarme en ti. Te escribiré, y haré lo mismo.
unas gafas redondas que reflejan pequeños brillos en su marco platinado. Con un peine de brocha culmina su empenache, levantando un copete en su frente. Alza sus manos a la estatura de sus hombros, abre sus palmas y da un aplauso. Atiborrado de artefactos de un valor que para él es espiritual, se sirve un trago de ginebra y prende el computador. Marina, por otro lado, viste una túnica blanca y enteriza, en la que se dibuja un cisne por todo su cuerpo. Prende lentamente cinco inciensos, ubicados en cinco puntos cardinales en las esquinas de su cuarto y, dejando que la aguja caiga en el vinilo que pone sobre el tornamesa, se escucha la pista “El moco” de Pablus Gallinazus. Comienza a bailar en círculos y con los ojos cerrados. Sus manos van de aquí para allá, con una leve sonrisa en su rostro. Las dos escenas se combinan y ocurren a la vez. Cuando Gonzalo cierra la puerta para despedir a su hija, se iluminan las dos estancias. Puestos de lado ante al auditorio y direccionados de frente, entre sí, a los dos los separan dos metros de distancia, extremados por las dos espaldas de la pantalla de sus computadores. Marina se encuentra a la izquierda y Gonzalo a la derecha. La música suena, y Gonzalo toma ginebra y sus cachetes se ponen rosados. Marina baila ensimismada, e intenta suspender sus pies del suelo. Es allí cuando Gonzalo se sienta y, tras mover sus dedos en el aire con un ademán cursi, comienza a escribir.
Cuarta escena Son las 9:15 de la noche de un día de descanso. Gonzalo finalmente ha podido quedarse solo, tras convencer a su hija de salir de la casa. Así la despidió, con un beso en la frente y un fajo corto de billetes, que puso en sus manos antes de salir. Cierra la puerta. Entra a su dormitorio y sale de la escena. Regresa a la sala de estar momentos después, a donde llega con un bulto de ropajes. Pone el bulto en el piso de la sala y se cambia todas y cada una de sus prendas. Cuando se ha puesto una camisa holgada de estilo hawaiano y el ancho cuello ha caído sobre sus hombros y su pecho, tras ajustarlos con la yema de sus dedos, se pone 87
GONZALO — ¿Estás, mi Dulcinea? Yo estoy. Si la vida fuera mi cuarto, estoy en la playa… llamándote.
MARINA — No. Bailo. No necesito de más. GONZALO — Mi Dulcinea: es una dicha saber que, en la claridad de esta distancia, entre nosotros huele a algo más que a humo… huele a viento.
MARINA — ¡Mi Fénix! Por un momento creí estar muy lejos de la playa. Estaba en el bosque, escuchando a los pajaritos cantar, mientras los destellos de la luz iban y venían por entre las hojas, como si pasaras por encima de las copas y me dejaras ver que por allí andas volando.
MARINA — Nadie dijo que no había humo, mi Fénix. Hay inciensos. GONZALO — Bendita vejez…
GONZALO — ¿Cómo vistes?
MARINA — ¿Vejez? ¡Por favor! No seas insolente, ¡mocoso! (Gonzalo pausa la conversación. Empuña su pipa, apiña un puñado de hojas trituradas y la enciende. Se queda pensando reclinado hacia su espalda, con la mirada al techo. Marina realiza movimientos de arriba a abajo con sus manos, moviéndolas en serpentina, de su cabeza a los pies. Gonzalo se incorpora, y escribe de nuevo).
MARINA — Cisne. Soy un cisne blanco. GONZALO — ¡Por dios! ¿Un cisne? ¿Es verdad? MARINA — No voy a dejar de bailar para tomarme una foto. Usa tus gafas, hombre playa. GONZALO — Es muy temprano para alucinar, pero es muy tarde para soñar. Mis ojos danzan sin estar cerrados. Te veo, cisne. Te veo claramente. Yo abro mis brazos, porque nada más que el aire se entromete en este viaje.
GONZALO — Tienes la razón. Se me han caído los mocos por la nariz, y no ha sido llorando. ¿Puedes decirme algo, bebé? ¿Algo desde el corazón? MARINA — ¡Por supuesto! Mi corazón es la única parte de mi cuerpo que puede hacerse pasar por mi lengua. Dime.
MARINA — ¿Fumas? GONZALO — Bebo. Todavía no. ¿Fumas? 88
GONZALO — ¿Qué es la juventud? ¿Qué es la juventud, bebé?
importa poco lo que pienso que es la juventud. Pero querida, quiero saberlo y escucharlo de tu boca. ¿Qué es la juventud? Dímelo, bebé.
MARINA — Dímelo tú primero, mocoso con barba.
MARINA — La juventud es la belleza, esa que distraemos con la vista. La juventud es la esperanza, esa que atoramos con la razón. La juventud es la pereza, que alteramos con afanes. La juventud eres tú, soy yo; no es para alguien más. Es para todos los que la toman por bandera, y se hacen amigos. La juventud habita en mí. Son los años que pesan en mi cuerpo, que se acumulan por décadas cuando escucho los vinilos viejos. Son también la cascada de sonrisas, que me hacen bailar cuando los pongo en el reproductor. Me hacen sensual. La juventud soy yo, y si no lo soy, habita en mí. La juventud soy yo, toda vez que cada día que pasa lo sé menos.
GONZALO — ¿Cómo sabes que tengo barba? MARINA — Lo sé porque me llamaste. ¿Qué crees? Debes tener una barba horrible para escribirme con tanta urgencia. (Gonzalo ríe. Se toma la barba y, por un instante, se siente bien frotándola, como si la suya tuviera un metro de largo). GONZALO — Ay, bebé. La juventud. Es algo que me preocupa. No sé muy bien qué es la juventud. No son los genes. De un padre energúmeno salí yo, un hombre bonachón. Ninguno de los dos resultó fotogénico. Tampoco son los enredos. Vine a enredarme cuando dejé de ir de aquí para allá, cuando no me quedó otra que asentarme en este lugar sórdido de la quietud. No es el terciopelo, no es una piel suave. Áspero se hizo mi atuendo cuando, de tanto barro y mochila, nos hicimos todos tierra, campo, viaje; piel seca y alma humedecida. Es posible que no sepa qué es la juventud. Pero tampoco me resigno a perderla. Drenado como estoy, me baña tu agua en este momento, y me
GONZALO — ¡Sí! La juventud eres tú. (Gonzalo abre sus ojos, y ofrece un rostro capaz de corporeizar los sueños). Suenas, hueles… y te ves como la juventud. Dime: ¿Dónde habré dejado la mía? MARINA — Es posible que esté por ahí, haciéndote maromas. No seas ciego, querido. Mira hacia tus adentros, si en lo inmediato no la puedes ver. (Gonzalo 89
GONZALO — Sí. No importa si el tiempo te hizo única, y a mí también. Necesito sentirla, pues ya no escaparé de ti, pero tampoco está tan lejos como para encontrarla contigo, al buscarte por todos lados. Tal vez de eso se trate. No importa si no somos capaces de hacer sentir a los nuestros tan bien como nos hicimos sentir alguna vez. Puede que seamos únicos; es la recompensa de nuestra libertad. ¡Llámala!
baja su cabeza. Cuando comienza a sentirse abrumado, un pensamiento silencioso reconforta su semblante y con la cabeza asiente hacia sí mismo). GONZALO — La juventud, lo sé. Es el tiempo bien vivido. Es el recuerdo inmanente, el poder de la aventura. Eso es la juventud, bebé. Sólo déjame sentir nostalgia, pues me cuesta vivirla fuera de casa; tal vez permanezco demasiado tiempo encerrado porque a mi juventud le pusieron un castigo, y un candado. A mi juventud se la comió el suceso, y ya no encuentro sus murmullos en mi cajón. Sé que anda por aquí, pero no la encuentro. Hazme el llamado de la juventud, por favor. ¡Llámala por mí! (Marina lo piensa un momento. Exhibe un rostro de pesar, aunque rápidamente cambia a un semblante reactivo, emocionada. Frota sus manos. Antes de escribir, frena nuevamente la emoción, y ofrece un rostro de tregua. Lo hace como si se acordara de que lo que estaba viviendo ya lo había vivido).
MARINA — ¿Preparado? Voy a hacer un llamado, y nada más. GONZALO — ¡Preparado! MARINA — ¿Convencido? GONZALO — ¡Sí! ¡Hazlo! ¡Sácame de esta costumbre, que de costumbre dejó de ser mi acto! (Marina mira hacia el cielo. Piensa si lo que va a decir podrá herirlo, o de si en efecto le llegará el aura de su mensaje. Lo hace ensimismada, muy a su estilo. Lo duda por un instante, escribiendo y borrando lo escrito en dos ocasiones. Gonzalo aguarda, y de la impaciencia se toma tres tragos seguidos de ginebra, y fuma de su pipa sin cesar. Marina escribe un mensaje largo y lo relee antes de oprimir el botón de enviar. A Gonzalo, mientras tanto, le han
MARINA — Creo poder ayudarte. Pero debo advertirte. Si logras encontrarla, sabes que no necesitarás más de mí. ¿Puedes vivir con eso? (Gonzalo se altera. Aunque inconforme con la idea de cerrar el intercambio de mensajes, no lo duda. Se nota decidido).
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temblado los pies. Ha dado golpecitos con los dedos, se le han salido gritillos de incertidumbre y ha terminado emitiendo un grito de algarabía. Se siente fenomenalmente excitado).
tenuemente iluminado, sin la luz reflejo de Marina. Ha quedado leyendo, o releyendo. En la relectura, su propia voz es la que repite el diálogo, que recita con un tono extraño; con un sosiego macabro, con una ternura incómoda. Gonzalo termina de leer con su voz, y se limpia los cachetes. Prende por sí mismo la luz de la sala de estar. La luz se lo traga vivo).
MARINA — Porque lo único que te pido es que dejes de llorar, y pedir leche de una teta, ven a mí. Ven para probar el sentido de la juventud. Ya no patalees más; sé autosuficiente, aprende a vivir tus propios sueños. Todo lo nuevo es nuevo porque nunca nada se le pareció. Y si la novedad ha dejado de ser interesante para ti, y si para el mundo has dejado de ser algo interesante; entiéndelo: si es por morir, nosotros ya lo hicimos. Las utopías nadaístas ya no son un vanguardismo. Pero esa no es la noticia. Fíjate bien; en esencia, lo nuevo ya no es nuevo para ti porque aún no has renacido, mi Fénix. Estás hecho cenizas. Como una inesperada sorpresa, es la muerte la que te ha tomado desprevenido, y es lo que te duele. Entonces muere, y nace de nuevo. ¡Rejuvenécete, mi Fénix! Crece sólo un poquito más. Tira por la ventana el retrovisor, y celebra que nada fue real. Si renaces: crece, y móntate en el bus mágico. Hazlo junto a mí. (Al oprimir el botón de enviar, Marina desaparece, difuminándose en un baile de sombras por entre la luz, yéndose con ella. Gonzalo ha quedado
TELÓN *** Drama microteatral en un acto y cuatro escenas
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Sin título Laura Lupi (España) ~ www.lauralupi.com 92
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Seis bitácoras de notas, seis años de viajes Francisco José Casado Pérez (México) ~ ing.arq.fco.casado@gmai.com
Desde algunos cientos de años, viajar ha sido una parte esencial de la formación profesional en diversas áreas del conocimiento. De entre ellas destacaría con especial atención a la arquitectura. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, aquellos que pudieran costearse el pasaje de barco abrían de par en par las puertas de las oportunidad para hacerse de renombre una vez que regresaran a casa. De cierto modo, puede que seguramente ello aún siga igual. Incluso hoy en día, éste ritual de apertura hacia el mundo continúa vigente, debido a las distintas implicaciones y finalidades que representa para la definición de uno como arquitecto y como persona. En este caso, la concepción de viajar no se refiere únicamente a cruzar límites estatales o fronteras geopolíticas, sino que también significa atravesar las escalas del entorno inmediato: cuadra, manzana o colonia. Viajar no implica ver, sino observar. Por diversas circunstancias, cuando salimos de casa se nos olvida el paisaje, lo que nos rodea; generalmente los damos por sentados, perdiendo la noción de vitalidad, riqueza y diversidad que nos rodea. En consecuencia, durante la carrera, los maestros han recurrido con incólume persistencia al uso frases tales como “abran los ojos”, “observen”, o como llegó a decir en alguna ocasión el Dr. Jorge Alberto González Pozo durante las clases que recibí de él: “hay que poner los ojos como platos”; palabras que querían retirarnos el velo de la cotidianeidad para percibir de nuestro entorno tanto lo general como lo particular, sentir cómo los pequeños detalles componen cada instante, fijar la mirada más allá de lo evidente, sensibilizar nuestra percepción; en cierto modo, reencarnar los ideales impresionistas de los maestros Monet, Degas, Renoir o del mismo van Gogh, sin embargo, es imperante destacar que el acto de percibir no sólo se reduce a notar, es analizar, comprender y replantear, hecho que había demorado en aclarar. No fue sino hasta uno de mis primeros viajes durante la carrera de arquitectura cuando me inicié en dicha filosofía. Íbamos en el autobús de la escuela con dirección hacia Jalisco, fue viendo hacia la ventana el momento en que decidí ceder y ampliar mi panorama. En el momento en que abrí mis ojos, inmediatamente se hicieron notorias decenas de diferencias a lo largo del camino recorrido: los postes, los árboles, matorrales, casas, anuncios, cerros, entre otras cosas, tanto de 94
ida como de vuelta, no me parecían ser los mismos; es como si me hubiera ido con mi nombre de pila, pero al regresar me habían renombrado Teseo. Gracias a ello, comencé a desarrollar una mayor atención a distintos fenómenos, a cómo las horas pasan cuando el sol alarga o recorta las sombras, a cómo los tonos del firmamento marcaban la pauta para dormir o despertar, a cómo detectar el amenazante riesgo de la lluvia, a cómo dejar divagar la mente dándole formas a las nubes errantes. Fui aprendiendo a ubicar dónde estaba, de dónde venía y hacia dónde debía ir. Todo eran áuricas gotas de sabiduría, aunque todavía me hicieran falta absorber otras tantas más, porque a pesar haber sacado cientos de fotos, cuando volví a casa y las revisé, era sólo ver fragmentos. No podía decir dónde era aquél sitio, cómo había llegado, qué fue lo más importante que había visto; de qué manera me había sentido y así cómo también ello me ayudaría a ir mejorando mis habilidades. Mis memorias estaban incompletas. Con el paso del tiempo y otros viajes, volvía a suceder lo mismo, perdía santo y seña de los sitios a donde había viajado, al igual que todo detalle importante a destacar. Hay ocasiones en que no puede fiarse de la memoria; eventualmente muchos recuerdos habrían de marchitarse para ser cegados del bosque de la mente por la guadaña del olvido. Fue justo en esos momentos en los que aprendí el valor de cargar siempre con una bitácora. Con ella podía estar tranquilo, porque desde ese momento en adelante, ni la más mínima idea podría perderse el aire, además, en ella no había por qué limitarse a sólo custodiar palabras, también en ella caben dibujos, bocetos y garabatos; estampas, etiquetas y boletos, así como también hojas, flores y semillas recogidas durante los viajes. Desde ese momento en adelante todas las bitácoras que he ido utilizando son la viva esencia de un Ireneo Funes tamaño de bolsillo, un amigo con quien discutir acerca de las marcas sobre su piel celulosa para analizar, replantear y abstraer lo visto los días que lo ameritaban; alentando a que se hicieran al vuelo los pájaros del ingenio hacia el oriente de un nuevo pensamiento, posibilidad o propuesta, tanto para mí mismo como para la gente del sitio donde todo habría surgido. Han tenido que pasar seis años para dar constancia de lo que he comentado al volver a sacar mis viejas bitácoras de su resguardo a la sombra en el interior de una gaveta. Una tras otra, sus páginas dejan en evidencia un progreso consecutivo donde escuálidas letras fueron tomando horizontalidad en el blanco lienzo. Las palabras cobraban mayor sentido y peso con la práctica mientras que los viajes se hacían cada vez más lejanos. Han sido los ojos ajenos que han visto sus 95
contenidos. En cónclave me han dicho que las últimas dos bitácoras son las de mayor admiración a razón de la confesión de que he viajado, de que he aprendido a conocerme, de mi letra y mis trazos. Durante el viajar he dejado de lado muchas ideas erradas, se me ha abierto el alma para comprender con mayor razón lo propio y lo ajeno, no olvidar dónde estaba, de dónde venía y hacia dónde debía de ir. Detrás de toda esta palabrería ha quedado otro viaje más, aunque sólo haya sido hacia el pasado a través de seis bitácoras resguardadas a la sombra en el interior de una gaveta.
Un viaje fuera de la capital Al son del alba alistamos la marcha. Huimos del monstruo metropolitano, con los ojos cerrados para no ver sus garras de humo y sus ropajes asfaltados. No fue sino hasta el ocaso del regreso en que pudimos percatarnos que de noche se transforma en alucinante mar de luces; ensueño del capital, sol eléctrico e incandescente de tiritantes y sinuosas avenidas. Retumba tu centro, ruge, con bravío desvelo, resurge, arropada de historia. El monstruo metropolitano, nuestra tierna y afanada morada. La ciudad de los pobres, más pobres, el imperio de los ricos, más ricos.
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Trinomio Viajar, suerte echada al aire; adicciรณn, necesidad, deseo. Esperar: incรณgnita repetitiva; meditaciรณn, lecciรณn, proceso. Vivir: metamorfosis inevitable; absoluciรณn, trascendencia, logro.
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Fin del viaje Cristiam Camilo Muñoz Diaz (Colombia) ~ https://gatoiletrado.blogspot.com.co/
Todo queda lejos. Desde que hui de casa todo es lejos porque no tengo destino. Camino sin pausa y llego a ninguna parte, cansado y con hambre me duermo; en la mañana empiezo a caminar sin pausa y llego a ninguna parte... y así todos los días. Cuando se viaja sin destino se deja de reconocer el paisaje, ya no sé dónde estoy, ya no me interesa dónde estoy. A veces la fortuna me sonríe y encuentro buenas sobras en la basura, normalmente lamo restos que solo engañan el hambre por un par de minutos. Quisiera llegar a algún lado, llegar a cualquier lugar, con un propósito, llegar y decir: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, eso o cualquier cosa. Quisiera tener una razón para dejar de moverme, para dejar de viajar. Quizás el propósito de los lugares son las personas, conocerlas o reencontrarlas; quizás los paisajes escondan de mí algún tipo de belleza que solo está reservada para los demás. Quisiera llegar a algún lado en el que me estén esperando, un lugar al que pueda llegar y me digan “ I’ve been expecting you, Mr Bond”, eso o cualquier cosa. Sin importar la razón, solo que me esperen. El agua es un medio curioso para desplazarse, para viajar. Veo a los patos que no causan ondas con sus movimientos, veo las pequeñas balsas sobre el rio, veo personas pescando en las orillas. El aire es otro medio increíble. ¿Por qué se nos ocurrió imitar a las aves? ¿Practicidad o envidia? Desde el puente veo tierra al fondo, aire al frente y arriba, agua abajo. He decidido no viajar más. Con la seguridad de que no voy a conocer ni a reencontrar a alguien, con la absoluta certeza de que nadie me está esperando, convencido de que la belleza del paisaje se esconde. Salto, me desplazo por el aire, me desplazo por el agua, llego al fondo de tierra y termino mi viaje.
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V. Luna Llena ~ El diario de Dalana Terravena Dalana Terravena (Chile) ~ dalanaterravena@gmail.com
A dónde ir si la incertidumbre se llama camino las montañas se unen los valles se mueren la pasión es atadura y la pluma su castigo. ¿A dónde ir?
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En otro lugar del mundo MarĂa Camila Amado (Colombia) ~ camiamado@gmail.com 100
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Retazo Pájaro (Colombia) ~ cgandres31@gmail.com
He aprovechado en la medida de mis posibilidades, que a veces parecen escasas, viajar. Y lo he hecho por tres: en este tramo largo de cinco meses, fuera de lo que llamo casa allá a los dos mil seiscientos metros de altura en la cordillera oriental de Colombia; viajar por México, al Sur, buscando su Sur cuando pienso que México es el norte del sur latinoamericano; y como siempre lo he hecho, o casi siempre: a través de los libros, de las historias, de las palabras. Lo que escribo debería ser un resultado académico, pulido, con fuentes. Mas ante la imposibilidad de citar en APA la voz de un obrero o un indígena, prefiero aventurarme a escribir —aprovechando el margen de libertad dado en la academia— un relato disperso de las cosas, sucesos, geografías y calendarios que han tenido cabida en este viaje. *** El aeropuerto en Panamá me pareció horrible; con animadversión y extrañeza crucé rápido sus iluminados pasillos, abarrotados de gente y cosas extrañas. Voces y rostros: unos con marquillas de las más prestigiosas firmas en sus muñecas, pechos, frentes. Otros o yo, con desaliento, sin saber dónde ver o qué decir. La mejor seña de amabilidad es la de las encargadas de revisar tu documentación: dicen buenos días y te desean suerte: es su trabajo y nada más. Por la ventana del avión alcancé a ver el Canal interoceánico, el que perdió mi país porque se lo robaron, por allá en 1903 cuando terminaba la Guerra de los días; Mil días que no son, ni cerca, sesenta años. ¿La geografía de un colombiano será la guerra? Después de sesenta años todo ha sido tocado por una bala, una palabra, un silencio. Consciente de ello sabía que en México tendría que intentar explicar sesenta años que yo no viví. Ha de ser un tipo de psicosis nacional, de paranoia bélica involuntaria. Sentí que iba rumbo al exilio y que el silencio en el exilio no es una opción.
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*** No me engañé, sabía que en México encontraría la misma necesidad de reconocimiento del otro. Las preguntas en doble vía de cómo nos ven aquí a nosotros los de allá, ¿nos parecemos? ¿Qué imaginan de México? ¿Qué opinas de…? Es triste, en todo caso, saber que nos asemeja en buena medida la violencia. Que la vorágine del narcotráfico se presente en México con un ensañamiento igual o peor al que vivimos los colombianos en los años ochenta —de donde salen las series que nos hacen famosos en Netflix— y que todavía hoy no nos suelta. El narco parece una boa, mata sin veneno: asfixia. “Ella no tiene veneno”, me dice la señora mientras bebemos un té en la sala de su casa, “un día me mordió, tuve que esperar dos horas para que fuera soltando sin hacer daño; si fuera venenosa no la tendríamos”. Si el fenómeno de las drogas te matara horas después de su mordida, habría que exterminarlo, pero no, te asfixia y te muerde y se prolonga por décadas. Una de las tantas funcionarias del inmenso aparato burocrático que tiene esta ciudad me preguntó dónde me iba a hospedar durante mi estadía. Le dije que en Santo Domingo, cerca a Delfín Madrigal, y para más señas: en la primera cerrada de Jilotzingo. Se me quedó mirando, me dijo que me cuidara, que después de las nueve de la noche mejor no llegara o saliera. A la larga lo entendí como una salpicadura de Iztapalapa en los bordes de la casa de estudios más importante de Latinoamérica. A un costado el Pedregal de San Ángel, también conocido como “el Pedregal”, donde vivió el mismísimo Gabo, y al otro el Pedregal de Santo Domingo, también conocido como “Santocho”, (porque eso sí no pueden ser gemelos ambos pedregales), hogar de los mismísimos nadie, como yo, o como la mujer transexual y santera que es mi estilista de cabecera. La verdad es que en Santocho me siento a gusto, iba caminando buscando donde rentar, di con este lugar y la señal para quedarme fue ver toda la fachada llena de plantas y árboles. Mi papá decía “a la mujer que no le gusten las flores, los jardines, no vale la pena”. Pienso que no es asunto de mujeres exclusivamente, y se vale que, aunque no tengan flores, al menos tengan uno que otro bosque en forma de libro. Me gusta salir a caminar los días de tianguis, salir sin mirar reloj, pensar que los mercados recrean a la gran Tenochtitlan, tantos colores y aromas te embriagan, tanta vida en el barrio popular. De ahí vengo. Ahora sé que la nacionalidad y la patria tienen que ver con tu origen de clase. Un comentario muy 103
marxista, si se quiere, pero el hogar que me he hecho en México ha sido de este lado de la balanza. Peligroso Santocho, porque varias de sus esquinas tienen dueño, venden drogas y te pueden asaltar. Nos advierten a los extranjeros, más a los del Norte que a los del Sur; se preocupan de que viva aquí porque es la otra cara del país, de la ciudad. Al fin y al cabo podemos tolerar la incomodidad de hablar de los peligros de la vida cotidiana en un salón de clases, pero es menos difícil tolerar que los extranjeros vivan en el mismo lugar que los expendedores de poca monta, de los posibles violadores y asesinos de mujeres, de ladrones, del México deteriorado resultado de esa parte del mundo que parece echada a perder. *** He contado con suerte en este viaje, la he visto materializarse en su gente, en un par de hermanas mexicanas que conocí en mi último trabajo en Colombia, me tiraron esquina los primeros días en este país dándome hospedaje y señas necesarias para no perderme. Suerte que creo no es fortuita, se hace por las propias manos, y no hay nada tan confiable en el mundo como lo hecho por uno mismo. El lugar eterno y la verdadera patria son las manos, el humano son las manos, las Manos son la alegoría de nuestra especie. Mi mamá, sin ser materialista o bióloga, me lo supo explicar: si quiere vivir, trabaje. Y vivir para mí es conocer y curiosear, es viajar y como lo anuncié, quería el Sur: Chiapas y Oaxaca, y no quería tanto el turismo porque los lugares ya están en catálogo. ¿Y el Santocho de Chiapas y el de Oaxaca? Cuántos lugares se dejan de conocer por conocer los más conocidos. A Chiapas fui en semana santa, un escapecito, un viajecito. Fui solo, por puro antojo, por safarme de los planes turísticos y de las caras conocidas —aunque poco conocidas— que me invitaban a viajar en compañía. No viajes solo, me decían unos, es la Sierra. Otros me decían: Ah no, es supertranquilo, ve, no dejes de ir. Y otros dicen que es bonito, ni yo conozco que soy de aquí. Y pues claro, el aquí de uno cuando está en el país en el que ha vivido, es el “aquí” de los amigos, del su barrio de uno, de su casa y a lo mucho de su ciudad y de una parte de ella nada más. Un aquí pequeño. El país jurídico es un lugar de ficción, es un aquí inmenso que desconoce muchos aquís, y es un invento como la patria.
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Pero, ¿para qué ponerse tan anarquistas e incendiarios? Si hasta estoy de acuerdo con una mexicana, que de voz suave y rostro angelical bien supo decir ¡que los gringos chinguen en otra parte! Y pues sí, ahí sí la patria se hace material, en la boca, en la dignidad y justicia histórica que nunca hemos sabido exigir a los gigantes agigantados. Me escapé al sur del país, a ampliar el aquí. Y Chiapas me dio noches de luna roja, conciertos de saraguatos, unos monitos como de 50 centímetros de estatura con la voz de un cantante de death metall y la potencia pulmonar de un estéreo en fiesta de 15 años, caminé las calles de Palenque y sus mercados, probé su pozol de cacao, antídoto para el Sol de mediodía. Pude acercarme a uno u otro indígena, cortos en palabras, tácitos, implícitos, reservados y todo lo que defina un caparazón de tortuga con la sabiduría de una ceiba adentro y la malicia de un coyote que se asoma apenas en los ojos. Sé ahora que México es muchos méxicos, como pasa en mi país. Hay muchos aquís y muchos ahoras. Tengo noticias: las ceibas-coyotes tienen otro tiempo, además. No hay que viajar por todo el país para percatarse de eso. El viaje de regreso se hizo tortuoso, la carretera que comunica a Palenque con San Cristóbal de las Casas estaba bloqueada por quién-sabe-quién y por quién-sabe-cuál-razón. El regreso implicaba dar vuelta por Ococingo y bajar hasta Comitán de Domínguez ya mero en la frontera con Guatemala y, ahora sí, lanzarse hasta la Ciudad de México. El resultado fue triste por quedarnos con el antojo de San Cristóbal, tortuoso por estar metido un día entero en una van. Viajando siempre se aprende, cuando el cansancio y la modorra daban tregua podía conversar y estrechar la amistad con los compañeros de viaje —compañeros que tendrán protagonismo más adelante en estos retazos de historia—, de ver los paisajes de las sierras verdes y de pueblos improbables sucios de propaganda electoral, de sitios sórdidos como Ococingo, y Comitán. A esta última llegamos a la madrugada, serían casi las dos y el conductor necesitaba, por bien de todos, dormir aunque fuera una hora. Alimentados con la mediocre y desagradable dieta que ofrecen los OXXOS, iluminados a la sombra de su luz y la de una gasolinera, el único movimiento era el de los taxis y el de los cuerpos menudos, de hembra joven, demasiado joven, de las prostitutas de Comitán, y el movimiento de espectro de los ilegales, que estiran la mano buscando cosechar monedas o comida. Al primero que apareció se le dieron unos pesos: salen de la noche, dan su explicación, su historia de quiénes son y para 105
dónde van y la ayuda que esperan de los buenos corazones, regresan a la noche, como si volviera una pluma a un cuervo: ni se nota. Al segundo se le dice que lo sentimos, pero que ya le dimos a su hermano, un atisbo de duda se prende en sus ojos ¿hermano? —piensa— ah, sí, que pena, sí…sí... Apenas son susurros, vuelve a la noche, seguramente su hermano, que no es, difícilmente le compartirá de su cosecha, se parecen: flacos, tostados por el sol, y con una maletica a la espalda con la vida empacada, vendas en las manos, desconcierto en los ojos; pero son diferentes: uno llegó primero, uno tiene en sus bolsillos monedas, una esperancita de avanzar. Cruzar fronteras a los hombres les implica rebasar el límite de su humanidad. Hay quienes se pierden, hay quienes se ganan, hay quienes que ambas y todo al tiempo. La impresión me marcó, como La Fila India, una novela que retrata el drama de los centroamericanos cruzando México. Tenía la novela fresca en la cabeza, y yo no fui quien dio los pesos a ese guatemalteco. Sólo abrí los ojos, los oídos y dejé que el cigarrillo se consumiera en mi mano, así de despiadados somos los cientistas sociales haciendo trabajo de campo. *** A la semana siguiente fui a Oaxaca, a la mixteca alta, un lugar erosionado de todas las formas posibles. El silencio, la soledad, son arte y parte de la derrota que sufre el suelo en esta región. Los únicos testigos que van quedando son las cactáceas de miles de años de existencia y las cigarras que hacen su ruido o su música desde el fondo de los valles y las cárcavas. Esa Sierra de Los de abajo, se materializó, y esperaba ver bajar por algún filo a hombres en sus monturas, alzando el polvo, con el sombrero calado, con sus guaraches o andando a raíz, su máuser o el 30/30 cruzado en la montura gritando ¡abajo los carranclanes, viva Zapata! Y no pasó. ¿Cómo? Si en Santo Domingo Yanhuitlán a duras penas hay gente como para decir que hay pueblo. Los adultos y jóvenes se han ido en desbandada a las ciudades, a otros estados, se han ido a los dominios del Gigante Agigantado, porque la tierra que es árida para poder sembrar, suele ser árida para poder soñar. Un cerebro sin qué comer no sueña; y de las cactáceas sólo los nopales, y no es que abunden de esos. En ese paisaje donde el verde calla, la belleza no es menor a la de un bosque o una selva. En Cerro Verde —porque no dejan de ser paradójicos los topónimos 106
frente a la realidad que los rodea— se juntan la Sierra Madre Sur y la Sierra Madre Oriental, es el Nudo Mixteco. El mapa se ilumina en mi cabeza; aunque son pocos los que aquí viven, tiene una hospitalidad hacia los visitantes que me sorprende. Atole, café, pan, tortillas, que su sopa, su salsa roja, su agua, que sus sopas tres veces al día. El viaje a Oaxaca no fue una aventura, más bien las ventajas de ser estudiante, para no alargar: se llama Geoparque Mixteca Alta, y que cada quien averigüe qué chingados es un geoparque. Los guías son de las comunidades, uno de ellos se llama Jorge: cabello largo y negro, delgado pero no flaco, y un sui generis por ser un adulto joven que no ha dejado su tierra. Jorge, sorprendido de que un colombiano llegara hasta allá, le sacó foto a mi billete de dos mil pesos —que no son ni veinte pesos mexicanos—; decidí regalárselo y de regalo pasó a trueque; obtuve a cambio una vasija de barro hecha por su mamá. Así de suertudos somos los cientistas sociales. Estas pocas personas hacen de la triste suerte de la erosión su posible sustento. Ojalá más rápido que tarde, juntándose le dan salida al laberinto. Jorge me lo dijo: por aquí pasarón Zapata y su ejército, y por donde está el pueblo fue que frenamos a los franceses cuando intentaron invadirnos. Quien quiere ver señales, las ve. En mi escuela la maestra de literatura dejó de lado Cien años de soledad y nos ofreció Los de abajo escrito por Azuela. Una de mis novelas favoritas y, ¡carajo!, pisé la Sierra, y vi el polvo que alzaron los hombres de Demetrio Macías, y ¡carajo! ¡Abajo los carranclanes y que viva Zapata! *** El Viejo, ojos azules, barba y cabello casi totalmente blancos, nariz ancha, cejas pobladas y no muy extensas, atravesando la sien dos arrugas profundas paralelas a la nariz, surcadas por varias más que se desprenden del cierre de los párpados. Tiene poco menos de sesenta años, vive en un rincón de Iztapalapa y es una caja de sorpresas. De su boca se desprende un otoño de palabras rojas, ocres y naranjas que tapizan el tiempo durante y después del trabajo. A la compañía de varias tazas de té de limón y de algunos delicados sin filtro, me la he pasado horas escuchando a El Viejo. Me ofreció su casa, una cama, un algo que comer: camaradería y una tregua a la soledad, que aunque no es nociva, se torna monótona. Si alguna vez se te ofrece algo de lo poco que tengo, me avisas. Recurrí a él más temprano que tarde, el Oaxaco que conocí en Chiapas es compañero de trabajo de 107
El Viejo. Los dos intercedieron por mí para conseguirme una chamba. Necesitaba trabajar de manera urgente, mi hermana siguió el ejemplo de su hermano pródigo y decidió tomar maletas y hacer camino. Pasó del centro de Colombia al sur, a Leticia, la capital de la Amazonía colombiana. Total, en su viaje gastó dinero con el que yo contaba para la recta final de mi estadía en México. Por ende decidí trabajar. Mis dos intercesores son herreros, me invitaron a seguir a su taller. Funciona en un departamento en obra negra, está ornamentado con un sartén usado colgando del techo, tabiques y botes que son sillas improvisadas, vajilla italiana de unicel, una hornilla de dos fogones y una escuadra para medir ángulos, batir huevos y usar como cuchara. En la mesa improvisada, donde nos reunimos a la una de la tarde, las gafas sin un lente de El Viejo —como quien dice mejor: un monocular de la culta clase trabajadora— reposando al lado de “La guerra de los chichimecas”, un libro gastado y sucio. Lo señala con la mano: para que te ilustres, y toma asiento. Lo que pasa, explica el Oaxaco, es que los obreros no se apropian de su espacio, no se hacen de un lugar aquí en la obra. Con poco se hace mucho, y el taller es una pequeña casa donde hablar, reposar, descabezar un sueño y comer lo mejor que se puede a bajo costo. El resto del día no estoy junto a ellos, mi tarea ha sido otra y he acompañado al carpintero —que se encarga del cemento, hierros, instalaciones para la electricidad, y un largo etcétera—, en sus labores. Entre alcanzarle bovedillas, manejar el malacate, taponar mangueras, divago pensando en el anonimato de la obra. No somos estrellas de la televisión y cuando se entregue la obra no va a haber una placa con nuestros nombres. Seguramente nunca se enterarán los que vivan en este quinto piso que hubo un colombiano instalando su techo. Es la primera vez que trabajo en esto, muchas de las tareas me las tienen que explicar. Casi todos los obreros tienen lesiones en su cuerpo por soldar, cargar, caerse, respirar entre el polvo y la tierra. Mucho del cansancio acumulado hora tras hora en esos cuerpos es ahorrado por la técnica y el ingenio que yo no tengo, o bien, por la costumbre de los años llenos de esas horas. Así que, con mis dos días continuos a la semana en la obra, termino exhausto y molido. La ventaja de tener al Oaxaco y a El Viejo cubriéndome la espalda es que no sólo se traduce en tener dónde dormir y qué comer —para ahorrar dinero y tiempo—, sino también en la de conocer con quiénes trabajo y cómo tratar con ellos.
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Haber trabajado allí representa una ruptura en este viaje. Por fin las cosas dejaron de ser sencillas y pasmosas, y en la generosidad del Oaxaco y El Viejo descubrí otra ventana al mundo y a la humanidad. Ninguno de ellos tenía porqué cargar con la responsabilidad de alimentarme, atenderme y guiarme. O me equivoco. Sí tienen una obligación, una disciplina en el corazón a pesar del mundo. Y yo tuve la suerte de dar con la rigurosidad de su militancia por lo humano. **** El Viejo merece una atención especial. Lo que sus ojos han visto es la aventura de un errante que va de trabajo en trabajo y de geografía en geografía. Fue minero en Pachuca, pescador y trabajador en los muelles, obrero en muchos oficios, y terminó casándose con la herrería. Ahora es maestro en ello. Alguna vez en su casa le pregunté si le gustaba vivir en este monstruo de ciudad. Me gusta el campo, me gustaría ir allí, soy del frío. Poder cultivar… pero ya eres de ciudad, ¿entiendes? Si en el campo te pasa algo no hay un hospital, estás aislado. El campo, pero con las comodidades de la ciudad. Creí que vivía en Iztapalapa desde siempre, pero no es así, se va moviendo; aparecí en el momento en que su papel en la obra terminaba. Tendrá que salir y moverse, como las gaviotas, donde mejor sople el viento, ese es su verdadero aquí. En su vida ha recopilado muchos aquí. Se suman además esos que les ha sacado a los libros, en la tregua que han tenido sus ojos después de soldar puntos y ver chispas. He visto entre sus cosas clásicos rusos y la misma Guerra de los chichimecas. Puede hacer un perfil psicológico de los pueblos de Oaxaca a través de la Historia y de su experiencia chambeando. Es una paradoja: hallar claridad lejos —¿o cerca?— de la luz que enceguece de su trabajo, luz que quema los ojos; claridad en la penumbra de las horas libres, del negro de las palabras, del cansancio de la jornada. Esas conversaciones son las que hubiera querido tener con mi papá o mi abuelo, que por alguna razón estas personas representan la heroicidad que no debe acabarse, la aventura. Quisiera retener toda la información compartida por El Viejo, pero pesa más la el hecho de saber que estoy en un momento único que debe ser aprovechado. Se entiende la imposibilidad de ahondar más en El Viejo, no es el momento o simplemente no puedo. Nadie hace un atlas de la vida de estos
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personajes, además sería imposible aunque fascinante. En lugar de eso, uno se queda con retazos que te devuelven a su totalidad. Uno de esos retazos es la concreción, el arte final de una filosofía de vida más profunda de que lo que las palabras parecen decir. El Viejo, ante la imposibilidad de mover una roca, de hacer encajar una tabla, ante el estancamiento de la historia y el pensamiento de la humanidad, suelta una frase “que es una verdad como un salmo”: ¡dale un putazo y que chingue a su madre! *** Este retazo va llegando a su fin. Lo sé, es una historia fascinante la de El Viejo, pero cada quien tendrá a sus viejos, a esos enormes atlas de historia y geografía apilados en calles, tiendas, chambas. El enorme México, inasible, inconmensurable, sólo se puede captar a través de su gente. Una selva sin indios, una ciudad sin obreros, una cama sin parejas no se cuenta igual. Quien quiere ver señales las ve. Alguna vez leí sobre aztecas y mayas; los libros con sus ilustraciones me dejaron fascinado pero consternado ante la idea de que un guerrero jaguar no podía con un español montado a caballo. Años después me topé con Confieso que he vivido de Neruda, entre sus líneas encontré una definición imborrable que hablada de un “México florido y espinudo”, ese fragmento quedó en mi memoria con su sentido encontrado. Nunca pude tener entre mis manos ese libro, y no busqué esa frase de nuevo. En una de las lecturas dejada por la maestra me encontré maravillado y feliz al reencontrarme con ella completa: “México, con su nopal y su serpiente; México florido y espinudo, seco y huracanado, violento de dibujo y de color, violento de erupción y creación, me cubrió con su sortilegio y su luz sorpresiva”. (Neruda, 1974:213). Le debo a varias personas quién soy, lo obtenido y logrado. Las gracias nunca son suficientes, y la gratitud la he de pagar con la generosidad con la que fui tratado. Sin embargo es la primera vez que contraigo una deuda con un país, con un pueblo: a México le debo haberme convertido en obrero.
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Deriva #1 L. Fernanda Orozco ~ lufero.ord@gmail.com
https://goo.gl/ZFKJVh
Ojoxojo | El diario del Extraño Paula Andrea Durán Jaramillo ~ paduranj@unal.edu.co
https://vimeo.com/216424173 https://vimeo.com/218419089
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Bogotรก es un Mundo Lorenza Vargas (Colombia) ~ Instagram: @bogotaesunmundo 112
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El viaje Andrés Rueda Verdugo (Colombia) ~ andresruedav91@hotmail.com
Sentado en la esquina fresca de jolgorio permanente miraba al horizonte como cual sorpresa me esperase hablaba con la convicción de ser paulatino a mi despiste si siento la compañía de quien a mi ánimo no desertara Decidí a bocajarro abrir mis ojos antes del alba coger la maleta llenarla de migajas decidí ser elocuente en mis actos y pregonar con hechos mi templanza Una cuita no fue más triste que nada no alarmo ni fue opresora de la calma por eso en mi maleta cupo el alma desgajada Llegué temprano y me fui a destiempo dije hola y hasta luego se marcó la banca en mi espalda el polvo en mis pulmones el aguerrido mundo en mi pupila ¿Qué viajero no me habla del propósito en la mañana? ¿Quién no escruta en los sueños para arrancarles la realidad sosegada? Aquí, soy acogido siempre aunque tenga la energía apartada Allá, solo soy una brisa que susurra al paso su añoranza
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AsĂ es el mundo en el que vivo asĂ es mi vida, mi horizonte es un viaje hacia la muerte nunca se sabe cuĂĄnto falta.
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Participantes: Dimas Melfi (Argentina)~ dimasmelfi@gmail.com ..........................................................................................................................9 Juan Felipe Vásquez Campos (Colombia) ~ juanvc795@gmail.com ..........................................................................11 Jhon Goméz Carrillo (Colombia) ~ jhongomezcarrillo@gmail.com ..........................................................................12 Mar García (Colombia) ~ linitax3@hotmail.com ................................................................................................................................16 Álvaro Claro (Colombia) ~ horrorva@hotmail.com ...........................................................................................................................19 Gerson Vanegas Rengifo (Colombia) ~ gersonvanegasr@gmail.com .....................................................................21 Ana Mardoquea (Colombia) ~ mardoquea.blogspot.com ........................................................................................................26 Michael Benitez Ortiz (Colombia) ~ https://michaelbenitezortiz.wordpress.com/ .............................36 Celia del Pilar Páez (Colombia) ~ pilar.dela@gmail.com ......................................................................................................43 Natalia Go-go (México) ~ natillagomez@gmail.com ................................................................................................................47 Fauro (Colombia) ~ faurodz@gmail.com .....................................................................................................................................................50 Karen Julieth Méndez González (Colombia). ~ julieta.photography@gmail.com ....................................51 Fernando Hernández Silva (Colombia) ~ alcayata07@hotmail.com .....................................................................52 Lesly Tatiana Sierra (Colombia) ~ leslytatiana82@hotmail.com ..................................................................................54 Saúl Serrano / Rosabel Martínez (Colombia) ~ rosabelmartinez@hotmail.com .................................56 Luscus (Alemania) ~ luscus9@gmail.com ..................................................................................................................................................60 Santiago Mahe (Colombia) ~ sanmahe.tumblr.com .........................................................................................................................61 Rapiña (Colombia) ~ dibujosmuyanimados@gmail.com .........................................................................................................62 Sorelestat Serna (Colombia) ~ el69conde_sorelestat@hotmail.com ......................................................................64 Bicho (Colombia) ~ bichoyya@gmail.com .................................................................................................................................................66 Gruterium (Colombia) ~ Instagram: @gruterium ................................................................................................................................67 Alejandro Chirino (México) ~ chirino_castillo@hotmail.com ............................................................................................68 Juan Fco. Carrillo P. (Colombia) ~ Instagram: @juanfranciscocp ....................................................................................73 Escafandrux (Colombia) ~ hursull@hotmail.com .............................................................................................................................74 Felipe Meneses Ballesteros (Colombia) ~ felipemenesesballesteros@gmail.com ................................76 Gallo (Colombia) ~ amgm13@gmail.com ......................................................................................................................................................81 Juandiego Serrano Durán (Colombia) juandserrano@yahoo.es ......................................................................................82 Laura Lupi (España) ~ www.lauralupi.com .................................................................................................................................................92 Francisco José Casado Pérez (México) ~ ing.arq.fco.casado@gmai.com ............................................................94 Cristiam Camilo Muñoz Diaz (Colombia) ~ https://gatoiletrado.blogspot.com.co/ ..............................98 117
Dalana Terravena (Chile) ~ dalanaterravena@gmail.com ....................................................................................................99 María Camila Amado (Colombia) ~ camiamado@gmail.com ........................................................................................100 Pájaro (Colombia) ~ cgandres31@gmail.com ......................................................................................................................................102 L. Fernanda Orozco ~ lufero.ord@gmail.com ......................................................................................................................................111 Paula Andrea Durán Jaramillo ~ paduranj@unal.edu.co .........................................................................................................111 Lorenza Vargas (Colombia) ~ Instagram: @bogotaesunmundo ..................................................................................112 Andrés Rueda Verdugo (Colombia) ~ andresruedav91@hotmail.com .................................................................114
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Este fanzine se terminรณ de imprimir el 21 de abril de 2018 en el Taller Punto Grรกfico.. Bogotรก - Colombia
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