1980 Discurso del Presidente Carazo Odio

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LIC. RODRIGO CARAZO ODIO MENSAJE PRONUNCIADO ANTE LA ASAMBLEA LEGISLATIVA 1º de mayo de 1980 SALUDO Señor Presidente de la Asamblea Legislativa; señores Diputados; señor Presidente de la Corte Suprema de Justicia; señor Presidente del Tribunal Supremo de Elecciones; señores Magistrados; señores Ministros y Viceministros de Gobierno; señores miembros del Honorable Cuerpo Diplomático; Excelentísimo y Reverendísimo Arzobispo de San José; señores Contralor y Subcontralor de la República: Nos congregamos en una hora especialmente significativa para el mundo, para el hombre, para el costarricense. Ordena la Constitución Política al Presidente de la República, presentar en esta fecha un informe anual escrito conforme a su artículo 139. Séame permitido, en primer término, formular votos para que los Poderes del Estado y las instituciones públicas, así como los partidos políticos, instrumentos fundamentales de la democracia, se replieguen sobre sí mismos y se pregunten sobre su origen, su destino y su papel en la historia actual de Costa Rica. SITUACIÓN MUNDIAL En el mundo de hoy, cada amanecer nos ofrece radicales e inesperados cambios, que obligan a los gobiernos, a las empresas, a los ciudadanos, a modificar su rumbo; a desdeñar, por inaplicables, decisiones de ayer y a intentar abrir nuevos caminos y buscar nuevos horizontes para que, a veces, a la hora siguiente, una decisión tomada a millares de kilómetros de distancia, obligue a echar marcha atrás, a detenerse o a emprender otro sendero. En medio de este relativismo mundial, cuán importante y necesario es, señores Diputados, aferrarnos a los valores absolutos para sobrevivir y progresar. Me refiero, entre ellos, a la necesidad de fortalecer la libertad y la democracia, lo que exige evaluar nuestra acción frecuentemente, tarea que, por cierto, resultaría vana, si una firme voluntad de colaboración mutua no preside nuestras labores. Los problemas del mundo desbordan la división clásica de funciones de los Poderes del Estado, tomados en forma aislada, así como la de los partidos políticos. Si la democracia es esencialmente colaboración, por ser participación, el Estado o el país sometido a la división interna está destinado, inexorablemente, a perecer. La acción partidista es, fundamentalmente, una fórmula democrática que, para conservarla y disfrutarla, exige la supervivencia de la democracia. Ningún político debe olvidar que de nada sirve lo circunstancial, si se pierde lo esencial. Os invito a meditar sobre la situación actual del mundo no sólo a la luz de sus problemas tradicionales, sino de cara a la historia de la humanidad y del momento actual, en el que pareciera habérsele agotado al género humano toda capacidad de asombro o de sorpresa. Para los antiguos la sorpresa fue admiración e impulso para el descubrimiento de los secretos de la naturaleza y fuente del despertar del camino intelectual. Pareciera que para el mundo de hoy, la sorpresa no es regocijo ante lo nuevo, sino sólo medida de evaluación ante la tragedia y el dolor. Y la acumulación de la tragedia y el dolor ha llevado al hombre a un punto sin precedentes en la historia: el peligro del agotamiento de su capacidad de sorpresa y, por lo tanto, la indiferencia ante el mal, cuyo efecto más inmediato es el desgaste, la impotencia de la voluntad. Ante esta vorágine de superficialidad y de acoso permanente, anclemos en aquellas verdades y principios que, no por viejos, son menos revolucionarios en el mundo actual, pues son los únicos que pueden salvarnos, si sabemos remozarlos con un esfuerzo permanente de imaginación creadora en el trabajo diario. En este recinto se encuentran aquellos que, en el orden político, están llamados a la visión de conjunto, que deben ser indiferentes a la mezquindad, a la pequeñez, al indigno triunfo político sin perspectiva y sin razón de bien común, que tantas veces ha destruido las más bellas creaciones del hombre. En esta hora de la humanidad, nadie tiene derecho a la victoria pírrica, ni a la venganza, ni a los celos, ni a la creación de obstáculos para que el adversario sucumba o, simplemente, para que no triunfe. La crisis energética, con sus secuelas económicas y sociales, ha destruido en poco tiempo tesis, teorías y doctrinas, planes y proyectos, y, diariamente, reduce a cenizas el esfuerzo de gobiernos, partidos políticos y de sociedades enteras, al punto que puede aniquilar hasta la fortaleza misma del régimen democrático. La inflación que inunda al mundo, presente en todas las naciones, ante la cual tiemblan potencias e imperios; la violencia febril y sin fronteras, que todo lo envenena y que ha suplantado a la racionalidad y sensibilidad del ser humano; la división de la humanidad en bloques ideológicos y políticos poderosos, algunos de los cuales son portadores de un mensaje de salvación y de liberación por medio de la fuerza, y por lo tanto, del incremento del dolor y de la pobreza en el mundo, son fenómenos que no dan tiempo para la duda, la división, la indiferencia, la mezquindad o el derroche del tiempo, tan gratos para algunas personas en el viejo estilo político, pero innobles en la hora actual. Nuestro país, al igual que todos los países de la tierra, sufre en su elevado grado de dependencia y recibe del resto del mundo, las fluctuaciones de los precios de exportación de nuestros artículos básicos, las presiones del encarecimiento financiero, el aumento de precios constante de las materias primas, de los insumos, del material de empaque, del transporte, de los gastos de seguros y financieros, y, en general, todo lo que se relaciona con los hidrocarburos, elemento imprescindible de nuestra civilización.


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