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LA HISTORIOGRAFÍA ANARQUISTA EN CATALUÑA Y EL PAÍS VALENCIANO. UNA LARGA TRADICIÓN ENTRE EL DESCONOCIMIENTO Y LA VITALIDAD

Xavier Díez

[Anarquismo en PDF]


La historiografía anarquista en Cataluña y el País Valenciano Una larga tradición entre el desconocimiento y la vitalidad

Xavier Díez


Traducción y adaptación de un ensayo publicado en la revista académica Afers. Fulls de recerca i pensament, Núm. 59, 2008. Xavier Díez, 2008 Editado por La Congregación [Anarquismo en PDF].

Rebellionem facere aude!


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Sería difícil, entre el colectivo de los historiadores, recono-

cer y definir una historiografía de larga tradición, no siempre presente en los debates académicos, y con un importante volumen de publicaciones y reflexiones historiográficas recientes. No resulta extraño. Reconocer y definir el adjetivo anarquista tampoco es precisamente fácil, especialmente entre quienes llevamos unos cuantos años dedicados a su investigación. Sin embargo, lo cierto es que la historiografía anarquista, no siempre reconocida en su especificidad, ha sido sólida y potente, cumpliendo a la perfección las finalidades de toda ciencia social: el conocimiento profundo del pasado para los análisis de las complejidades del presente. Buena parte de las razones de su desconocimiento radican en la ausencia de un reconocimiento explícito de sus autores, puntos comunes y obras de referencia. Es cierto que existen importantes dificultades de análisis: irregularidad cualitativa, problemas de fuentes, marginación política de sus núcleos… No resulta extraño, si admitimos además, que el anarquismo, que representa uno de los hechos diferenciales que singularizan política y socialmente los territorios ibéricos de habla catalana, ha recibido una atención defi-

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ciente por parte de una historiografía académica durante muchos años dominada por una epistemología marxista a la que incomodaba la dificultad de encaje respecto a sus esquemas prefijados. Enlazando con esta cuestión, y teniendo en cuenta que el éxito de determinadas opciones historiográficas mantiene correlación respecto a la proximidad con los diferentes niveles de poder, la actual condición periférica del anarquismo organizado tanto a nivel político como sindical, a partir de su exclusión y marginación durante el proceso de la Transición, así como también su progresivo debilitamiento posterior a la Guerra Civil, ha comportado una escasa entrada en el mundo de las publicaciones oficiales. Paralelamente, el mundo editorial, donde las diversas entidades más o menos anarquistas han continuado manteniendo unos canales de comunicación y de difusión de su ideología y obra cultural con militantes o ciudadanos afines, aunque también como una plataforma pública abierta a la comunidad, se ha caracterizado por una amplia vitalidad, tanto en el momento de eclosión y efervescencia libertaria como en los de resaca, mientras que esta proliferación a menudo es escamoteada por una distribución bibliográfica que excluye del mercado convencional a la disidencia intelectual. Precisamente, la letra impresa ha sido el verdadero vehículo a través del cual se ha podido canalizar una historiografía propia. Y han sido precisamente los libros de historia los más leídos entre los ambientes libertarios, aunque a menudo desde la forma de memorias, biografías o testimonios escritos, porque la lectura de textos historiográficos, especialmente los coherentes con sus principios filosóficos, representa una actividad intelectual de las más ampliamente practicadas entre los círculos anarquistas. En el pasado, y en el presente, ha habido intentos externos de explicar la historia del anarquismo. Algunos de ellos,

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como los de historiadores más comprometidos con esta temática —sería el caso de Pere Gabriel, Javier Paniagua o Susanna Tavera— cuentan con algunos consensos inconscientes entre quienes nos dedicamos a investigar el anarquismo. Otros lo han intentado desde el campo de la patología social —es el caso de, por ejemplo, el policía Comín Colomer— y el asociado revisionismo de divulgadores como Pío Moa o César Vidal, aunque también es cierto que otros han intentado interpretar su lógica interna a partir de su compromiso como historiadores. Sin embargo, una cosa es la historiografía sobre el anarquismo, y otra, muy diferente, es, cambiando el orden de la preposición, indagar sobre la historiografía anarquista.

La obsesión por la historia: anarquismo e historiadores Paralelamente a su irrupción en el campo político y social, hacia mediados del siglo XIX, el anarquismo ha mostrado su interés permanente por narrar la propia trayectoria del movimiento y la ideología. Desde Max Nettlau (18651944), conocido como el Heródoto de la anarquía, y Fernando Garrido y Tortosa (1821-1883) en el caso español, hasta los trabajos de un Francisco Pi i Margall (1824-1901), próximo a los postulados libertarios y con una obra historiográfica destacada y leída abundantemente entre los diversos grupos anarquistas han sido conscientes que su pasado era un patrimonio compartido que era necesario preservar. A partir de aquí, y desde el mismo momento en el que la I Internacional llega a Barcelona de la mano de Giuseppe Fanelli, poco después de la Gloriosa de 1868, ha habido la voluntad y la necesidad de registrar los acontecimientos del pasado, y a la vez, de proceder a una lectura interpretativa, para dotarse así de una narrativa propia, y de preservar el patrimonio documental del movimiento. Es también así que,

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muy pronto, en Barcelona aparecen instituciones como la Biblioteca Arús (1895) o el Ateneu Enciclopèdic Popular (1902) vinculados de una manera directa o indirecta al movimiento, que, además de su obsesión educativa, se convierten en un espacio de conservación hemerográfica y archivística de primer orden. La historiografía anarquista, pues, se constituye de manera paralela al resto de narraciones históricas generadas, a su vez, a la de los estados que tratan de configurar historias nacionales unívocas con la finalidad de hallar la adhesión incondicional de una ciudadanía diversa como las de las disidencias nacionalistas. Por tanto, también bebe de la misma fuente positivista a la hora de tomar sus primeras opciones epistemológicas, especialmente en sus orígenes. De todas formas, encontramos algunos puntos que singularizan desde un principio a los autores que empiezan a identificarse como anarquistas en un universo de efervescencia revolucionaria donde las fronteras de todo tipo no resultan del todo claras. Desde un buen principio, existe la conciencia común que el pasado, especialmente el vinculado a las vicisitudes del movimiento libertario, así como también el de las experiencias individuales y colectivas, se trata de un territorio demasiado valioso para dejarlo en manos de profesionales ajenos a su universo particular. Es evidente que la exclusión política vivida por los movimientos y la exclusión social experimentada por los grupos sociales adheridos, implican una exclusión intelectual, una expulsión de la memoria colectiva, que efectivamente se produce cuando el poder y las clases que lo sustentan escriben el pasado. Nos encontramos, pues, con la clara determinación que la narración histórica debe ser construida desde el propio espacio, y sin intermediarios. La experiencia de la manipulación intelectual elaborada desde las instituciones del poder es demasiado evidente para delegar. Y es obvio que los principios de

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acción y participación directa propios de los libertarios no soportan bien el verbo «delegar». Es por ello que la misma idea de profesionalización historiográfica es rechazada ampliamente y la figura del historiador profesional, contemplada con suspicacias. Suelen ser escritores, publicistas, militantes intelectualmente dotados y partícipes de ideas y cotidianidad los narradores del propio pasado. Por otra parte, su concepción anti jerárquica propicia una insumisión ante cualquier tipo de canon —y canonizadores— que puedan pontificar sobre narraciones históricas. Para los anarquistas, la única autoridad culturalmente tolerable es aquella que concede el lector crítico ante la obra histórica. Esta desconfianza no resulta extraña. Gran parte de la marginación de la historia anarquista que ha pretendido borrar del mapa la propia narración ha sido responsabilidad de una historiografía del siglo XIX en la que sus «historias positivas», o más claramente las nacionales, han resultado ser un invento eficaz de la nación surgida de la mano del estado, a la búsqueda de consensos y fidelidades entre los habitantes de un determinado territorio. Y en el siglo XX, con corrientes intelectuales no siempre favorables al espíritu de la I Internacional, no mejoraron las cosas. Desde su inicio, la historia anarquista ha existido con una conciencia clara de narrar desde dentro, de analizar el pasado desde premisas similares al análisis de la realidad presente. En cierta manera, el pasado también constituye un patrimonio intangible que representa la base de la memoria colectiva, y esta, a la vez, fundamenta la identidad de grupo e ideas. Es por ello que buena parte de la liturgia libertaria, desde sus orígenes hasta hoy en día, está constituida por un culto respecto al propio pasado, por la construcción de los propios mitos, por la generación del propio imaginario cohesionador. No es extraño que la CNT del exilio tuviera sus

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propios espacios de memoria simbólicos en las celebraciones del 19 de julio, ni que la organización anarquista encargara una obra de gran transcendencia, como su historia, a uno de sus mejores intelectuales, Josep Peirats, mediante su obra de referencia La CNT en la Revolución Española, o que actualmente, buena parte de los esfuerzos culturales de los diversos núcleos libertarios estén dedicados a recuperar la memoria propia y preservar su documentación.

Memoria e historia, el difícil equilibrio conceptual Llegados a este punto, puede resultar difícil discernir entre dos conceptos en apariencia próximos, sin ser intercambiables, a pesar de amplias intersecciones. Para poder aproximarnos a la historia de las ideas y el movimiento libertario nos hallamos ante anarquistas historiadores e historiadores anarquistas. En el primero de los casos, diversos militantes actúan de notarios de la realidad y fiscales que indagan sobre los antecedentes para explicar la realidad. Su tendencia consiste en acentuar la memoria sobre la historia, aunque, como buenos anarquistas, ni creen en fronteras geográficas ni en las intelectuales. En el segundo se trata de una actividad mucho más parecida a la historiografía convencional, con fuentes, métodos y formas similares, aunque sin ignorar unos principios filosóficos que devienen sofisticados elementos de análisis ni ocultar su participación e ideología. Los historiadores marxistas sobreutilizaban técnicas excesivamente mecánicas, mediante las cuales la realidad debía adaptarse, más allá de toda racionalidad, a sus esquemas preconcebidos. Los historiadores libertarios suelen enfrentarse a la realidad con menores prejuicios, a pesar de realizar una lectura donde las claves sociales suelen conjugarse con las filosóficas y todo lo relacionado con la condición humana. Y esto lleva a menudo a cuestionar o relativizar sus

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mitos, como puede ser el caso del figuerense Marciano Cárdaba, en su análisis sore las colectividades agrarias. Al fin y al cabo, el anarquismo desde su diversidad, suele tener presentes las variadas dimensiones del teatro de la realidad. La considerable cantidad de literatura memorialística escrita y publicada, tanto entre destacados protagonistas como entre anónimos militantes, ha propiciado críticas incisivas con acusaciones de parcialidad, ausencia de métodos claros de análisis y falta de rigor. Ciertamente, la necesidad de explicar experiencias personales y colectivos, en un contexto en el que resulta difícil hacer llegar mensajes al público, ya sea por la censura explícita e implícita, ya sea por la marginación de un movimiento siempre incómodo al poder real y a la oposición oficial, comportó que el relato egohistórico, acompañado de una interpretación contextual, haya sido una tendencia omnipresente en el discurso. Sin embargo, y a menudo, los críticos no han dudado en utilizar como fuentes principales muchas de estas obras, de lectura por otra parte obligada, porque les permite disponer de suficiente luz sobre hechos, situaciones y fenómenos de gran complejidad y siempre difícil comprensión. Una lista exhaustiva debería comportar una investigación doctoral condenada siempre a quedar incompleta. Los títulos y autores más conocidos implican recordar textos de gran transcendencia historiográfica como pueden ser las obras memorialísticas de los reusenses Joan García Oliver (Reus, 1902 – Guadalajara, México, 1980) El eco de los pasos (1980), Joan Montseny (Reus, 1864 – Salon, 1842), Mi vida, 1932, su hija Federica (Madrid, 1905 – Toulouse, 1994) , Mis primeros cuarenta años, 1987, u obras de historia inmediata sobre la experiencia de la Guerra Civil, como el caso de Baudilio Sinesio García Fernández, pseudónimo de Diego Abad de Santillán (Reyero, 1897 – Barcelona, 1983), ¿Por qué perdimos la guerra?, 1940, y en otros espacios de menor protagonismo político y

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mayor incidencia intelectual, la extensa obra autobiográfica de Diego Camacho, quizá el historiador anarquista más leído. En otros niveles, hallaríamos un amplio abanico de militantes anónimos que quisieron dejar registrado su testimonio personal, sobre todo, a partir de la autoedición. Sin embargo, en la escritura de la historia, no siempre centrada en el autoanálisis de las ideas y los movimientos, sino abriéndose a temáticas y espacios mucho más amplios y generales, encontramos la aplicación de la filosofía libertaria en un discurso histórico que, por bien que no pertenezca a un movimiento historiográfico consciente y formal, sí resulta identificable, en su diversidad, a partir de elementos cohesionadores.

Algunas características básicas De la misma manera que hay historiadores anarquistas, también existe una historiografía anarquista, aunque los límites entre el conocimiento y las ideas dibujen una geografía variable e imprecisa. A pesar de la diversidad entre los heterogéneos historiadores anarquistas, evolucionados desde un perfil tradicionalmente autodidacta hacia la más estricta de las formaciones académicas, hallamos un conjunto de elementos comunes que permiten trazar características más o menos cohesionadoras de grupo. La primera constatación es el eclecticismo metodológico. El anarquismo, con su profundo individualismo, se traduce por una extensa flexibilidad en sus planteamientos y formas. Y sus narraciones y narradores lo expresan así. En términos de actualidad filosófica, podríamos inferir que su capacidad de constante adaptabilidad la hace apta, líquida, según palabras de Zygmunt Bauman, para una contemporaneidad con los dogmas quebrados. Aunque también es cierta la percep-

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ción de objetivos convergentes con sus análisis políticos, sociales y culturales. En general, la ausencia de rigidez conceptual es otro de los elementos que suelen coincidir entre los escritores libertarios de la historia. Como que la libertad e igualdad son principios que apelan directamente a la conciencia y el subconsciente de los historiadores anarquistas, se dejan impresionar más bien poco por los mitos. De hecho, más allá de algunas «vidas ejemplares», existe constante revisión y escepticismo ante algunas creencias que alimentan a otras escuelas historiográficas. Por otra parte, y como ya hemos señalado, no existe ni la intención ni la voluntad de construir un canon, dado que como ideología no jerárquica, la historiografía libertaria no aspira a constituir deliberadamente un panteón intelectual, sino que los principios libertarios invitan al lector a escoger sus criterios para diferenciar a los trabajos prescindibles, de los imprescindibles. El canon existente se pasa, pues, en situaciones informales, en análisis personales, y no porque una élite haya categorizado autores en un ejercicio voluntariamente consciente. La autoridad, en el anarquismo, se acepta desde algunas figuras reconocidas por su trayectoria personal e intelectual, y de una manera lo más directa posible, nunca desde imposiciones derivadas desde el poder, aunque estas se presenten desde la sutilidad. De hecho, a menudo las relaciones entre historiador anarquista y militante de base, suelen ser directas, sin liturgias especiales ni aureolas generadas artificialmente. Otra de sus características básicas consiste, a pesar de la diversidad expuesta, a leer la realidad en función de la dialéctica entre poder y libertad, formas de autoridad e igualdad; todo ello desde un policentrismo que reúne diversas categorías de análisis que rechaza la unidimensionalidad. Si hubiera alguna escuela historiográfica próxima a las fórmulas anarquistas -dentro de su eclecticismo metodológico-

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sería la de unos Annales con una gran capacidad de transversalidad, en la que conviven las antítesis sociales a la vez que una predilección por temas culturales y filosóficos, con un importante componente de historia de las ideas, aunque también una gran tendencia a la biografía y la egohistoria, a partir de lo que sería el importante componente memorialístico destacado anteriormente, tanto entre desconocidos militantes de base como entre los nombres más conocidos de la intelectualidad libertaria. Evidentemente, la historia de los movimientos sociales posee también su peso, como también la reconstrucción de episodios épicos como la Revolución del 36, la Guerra Civil, el exilio y la resistencia armada al fascismo europeo y el hispánico, a la vez que un fuerte componente de antropología social e historia oral. Una última cuestión que puede implicar cierta controversia es la del marco nacional y lingüístico. Es un hecho que la gran mayoría de obras de la historiografía anarquista catalana están escritas en castellano, y mayoritariamente mantienen un marco hispánico —más propiamente, debido al anacionalismo libertario deberíamos considerar de alcance internacional— a la hora de centrar sus investigaciones. Desde un principio, el movimiento anarquista organizado en nuestro país, ligado a la Primera Internacional, y con estrechas relaciones —no siempre armónicas— con el republicanismo del siglo XIX, considera el castellano como una lengua que facilita la comunicación y difusión de sus ideas. Además de la península, es necesario tener presente un amplio y continuo contacto con el continente americano, a menudo con la diáspora libertaria, en forma de una extensa red. El anarquismo en el conjunto del área de habla catalana, además ha sido un espacio de acogida e integración de una inmigración proveniente de las áreas rurales hispánicas. La misma Escuela Moderna de Ferrer y Guardia utiliza el castellano como lengua vehicular de la enseñanza y este gesto se extiende por la irregular red de escuelas racionalistas.

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Ello no implica que el movimiento y la historiografía anarquista mantengan una vocación española. España, antes que nada, es un estado, y por tanto, enemigo de la libertad, un obstáculo para la acracia. La lengua no deja de ser un simple vehículo que facilita la comunicación. La catalanidad es un elemento presente de manera subyacente, en la manera de ser de buena parte de unos historiadores que mayoritariamente abjuran de los mitos nacionales, que no creen en la religión nacionalista presente en el discurso legitimador hispánico. La cuestión de la lengua no resulta conflictiva, dado que se utiliza indistintamente en diferentes contextos. El espacio nacional no existe, a pesar de resultar evidente que las fronteras estatales poseen una cierta incidencia en el subconsciente colectivo. Federica Montseny es una admiradora del catalanista Guimerà, Salvador Seguí se muestra, ante un auditorio madrileño, partidario de la independencia catalana, Joan Peiró se expresa habitualmente en catalán, García Oliver lo hace en función de la lengua de su interlocutor. Esta ausencia de fronteras, por otra parte, dificulta la delimitación del marco entre la historiografía propiamente hispánica y la catalana. Además, el desigual peso del anarquismo a lo largo de la península hace que la mayoría de militantes, historiadores y editoriales tengan lugar en los territorios de expresión catalana (además de una fuerte implantación en Andalucía, y núcleos activos de Madrid, Asturias, País Vasco y la costa gallega). A la hora de seleccionar a los historiadores hemos utilizado criterios de mantenimiento de una relación personal con esta área nacional, ya sea por nacimiento o residencia.

Una aproximación a sus tendencias y evolución Convencionalmente, se considera que el anarquismo catalán posee su acta de nacimiento en el momento en el que el antiguo garibaldino Giuseppe Fanelli contacta con un nú-

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cleo de republicanos federales durante el otoño de 1868. El impacto de la visita, y la predisposición de núcleos disidentes con el orden monárquico y liberal-burgués, propicia la creación de una de las secciones de la Internacional más activas y probakuninistas. La espiral acción – represión generada por la primera Restauración, y a la vez, la vitalidad de la oposición al régimen propicia una efervescencia cultural traducida en un considerable número de publicaciones periódicas y literatura revolucionaria, que enlaza con la mejor intelectualidad fin-de-siècle. En este contexto aparecen los primeros historiadores anarquistas, motivados por registrar y justificar la aparición del movimiento y proclamar su inocencia respecto a la propaganda emitida por el estado, que sirve a su vez, para pretextar las oleadas de despiadada represión contra los anarquistas en el momento en que la violencia nihilista golpea a algunas de sus instituciones. De hecho, los procesos de Montjuich (1896-1897) resultaron el catalizador de numerosas obras de gran influencia en un ejercicio de lo que podríamos calificar de «historiadenuncia». Así, nos hallamos ante obras de la transcendencia de Fernando Tárrida del Mármol (La Habana, 1861 – Londres, 1915), autor de Les inquisiteurs d’Espagne, publicado en parís en 1897 por el mismo editor que denunció el Affaire Dreyfus, lo que genera un escándalo internacional que obliga a la monarquía hispánica a liberar a centenares de presos confinados en el Castillo de Montjuich, sin rectificar la parodia jurídica que permite fusilar a cinco inocentes. En la misma dirección se halla el relato de historia inmediata exhaustivamente documentado de Ramon Sempau (Barcelona, 1871-1909), Los victimarios. El Proceso de Montjuich (1900), donde tras indagar sobre los precedentes y exponer los crímenes cometidos por el estado y su aparato jurídico-militar, establece una interpretación coherente que explica el procesamiento de centenares de disidentes. Ambos libros marcarán camino y registraran la experiencia colectiva de toda una generación. Paralelamente, otro de los

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procesados, Joan Montseny (Reus, 1864 – Salon, 1942), inicia aquí su obra intelectual y editorial que le permitirá convertirse en uno de los máximos representantes del anarquismo cultural hispánico, y autor de obras de temática histórica y biográfica como la ya citada Mi Vida (1932) o La evolución de la filosofía en España (1933). Además, será el principal contacto y anfitrión habitual del historiador austriaco Max Nettlau (Viena, 1865 – Amsterdam, 1944), maestro de historiadores anarquistas que realiza varias investigaciones en los generosos archivos de la Biblioteca Arús sobre los orígenes de la Internacional y el movimiento anarquista en España. En esta primera fase, pues, nos hallamos ante una serie de personalidades que han vivido en primera persona los principales acontecimientos de la historia libertaria, que poseen una formación entre autodidacta y convencional, y que en numerosos casos se dedican al periodismo. Algunos años después aparecerá una segunda generación de historiadores, la mayoría nacidos en las primeras décadas del siglo XX, algunos de ellos provenientes de familias de tradición libertaria, con una sólida formación inicial adquirida en la red de escuelas racionalistas, y que a menudo combinarán su oficio blue collar con una formación autodidacta rigurosa, en la que la lectura de los clásicos se reforzará con cierto eclecticismo en que la literatura, la filosofía coetánea, las obras de Kropotkin y Malatesta se mezclarán con divulgaciones científicas, naturismo o economía, habitualmente vehiculadas mediante revistas culturales de alta calidad como Estudios o La Revista Blanca. Aquellos que acabarán siendo los historiadores ácratas de mediados del siglo pasado, pues, dispondrán de un bagaje ideológico que impregna su discurso, mucho más elaborado que en etapas anteriores, aunque influidos por las opciones y prácticas epistemológicas de la historiografía coetánea. Y, por supuesto, vivirán traumáticamente las experiencias de la con-

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vulsa segunda república, la Guerra Civil, el exilio, la clandestinidad y la oposición armada al franquismo. Hallaremos pues, el ya citado Peirats (La Vall d’Uixó, 1908 – 1989), ladrillero, destacado intelectual, director de revistas como Acracia o Ruta, además de redactor de Solidaridad Obrera a quien la CNT encarga, por su experiencia como escritor e historiador, su monumental historia oficial en tres volúmenes: La CNT en la Revolución Española (Toulouse, 1951 – 1953). Además del encargo y otras obras de divulgación en una línea similar —es suya la entrada «CNT» en el proyecto de la Enciclopedia Anarquista— Peirats será autor de una amplia bibliografía no centrada exclusivamente en el mundo libertario.

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