En blanco y negro: Capítulos 28 y 29

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Capítulo 28 Especial Irrumpió en su propia habitación, mientras pensaba en que, por fin, había algo positivo en su compromiso con Ariadne. Gracias a que se iba a convertir en el rey de los ladrones, su abuela le había dejado La espada de la verdad, lo que, seguramente, les sacaría de aquel embrollo. La sacó de su escondite, el doble fondo del armario donde tenía más de una espada, y no tardó en echar a correr hacia el dormitorio del señor Olarte. Se movió con tanta velocidad por el pasillo, que incluso derrapó al detenerse y estuvo a punto de caerse, pero logró mantener el equilibrio a duras penas. Sosteniéndose en el marco de la puerta, entró en el cuarto, donde encontró al señor Sanz saliendo disparado en dirección a la pared. El chico acabó aterrizando violentamente en el suelo, hecho una auténtica madeja humana. Pudo levantarse, aunque se tambaleaba, por lo que Kenneth le apartó levemente con un gesto, instándole a quedarse junto a la pared, mientras contenía la respiración. Nunca había hecho algo así. Detestaba las armas, a decir verdad. Pero

lo

hizo.

Primero

se

acercó

al

señor

Olarte,

que

seguía

aporreando las teclas de la máquina de escribir de forma desesperada, como si la vida le fuera en ello. Después, afianzó sus manos entorno a la empuñadura de la espada, antes de levantarla por encima de su cabeza. Soltó el aire de sus pulmones con parsimonia, suplicando al cielo al universo o a quien fuera que le escuchase, que aquella alocada idea fuera certera, que funcionara. Entonces dejó caer la espada. El mandoble funcionó, pues el filo atravesó limpiamente el aire, el espacio, cortando la conexión entre la máquina y el muchacho. Éste, cayó hacia atrás, chocando contra el suelo, mientras, poco a poco, el gris se esfumaba...

... Para dar paso al color, a la normalidad, a la realidad que conocían. El extremo de la pesada espada descendió hasta quedarse clavado en la madera del suelo. Kenneth, apretando todavía más la empuñadura, intentó sacarla, lo que le costó una buena cantidad de esfuerzo. De hecho, cuando la liberó, no pudo evitar sonreír un poco para sí, ya que se había sentido como Arturo sacando a Excalibur de la piedra.


- ¡Profe! ¡Lo ha conseguido! - exclamó el señor Sanz alegremente. Se volvió hacia él, asintiendo con un leve gesto de cabeza como única celebración de su victoria, pues había algo que le llevaba carcomiendo desde hacía un rato: - ¿Qué habrá pasado para que el señor Sterling reaccionara así?

 Lo había hecho. Había disparado el arma. Había disparado a alguien. A una persona. Desde su niñez, Erika Cremonte había estado en contacto con armas. Su familia cazaba, ella había ido al campo de tiro, le habían enseñado a disparar... Pero nada le había preparado para eso. Para lo que estaba sintiendo. Culpa. Remordimiento. Miedo. Temblaba. Estaba temblando de pies a cabeza. No podía hacer nada, ni siquiera moverse o salir corriendo, sólo temblar. Y, mientras tanto, no dejaba de mirar su obra. Todo se había salido de madre. Había querido hacer todo el daño posible a La princesa de hielo, devolverle todo el dolor que ella le había hecho antes. La princesa le había arrebatado a Rubén, ella quería quitarle a Deker Sterling, pues sabía que nadie le reprendería por matar a esa persona, no era importante en realidad. Sin embargo, una vez más, la maldita Princesa de hielo la había sorprendido. De alguna manera, había sido más rápida, poniéndose delante de Deker Sterling para protegerle con su propio cuerpo, llevándose una bala que no tenía su nombre escrito. Lo peor del caso era que no podía hacerle daño. A ella no. Había visto, completamente paralizada y asombrada, como la chica se dejaba caer de forma lánguida y como, acto seguido, Deker Sterling la imitaba para poder sostenerla. Ahí estaban, sentados en el suelo, ella descansando sobre él mientras se desangraba. Sterling no parecía él. Estaba pálido, asustado, de hecho abría y cerraba la boca sin que ninguna palabra abandonara sus labios. Con manos temblorosas, apartó una de las ondas del pelo de La princesa de hielo que, aunque volvía a ser la de siempre, llevaba tanto el peinado como el vestido de su versión de novela negra.


- Rapunzel...- logró susurrar con voz áspera.- ¿Pero por qué...? - Porque... No... No iba a permitir que me acosaras como fantasma - a La princesa le costaba mucho articular sonido, pero logró decir aquella frase y eso que estaba mirando a Sterling a los ojos. Entonces sonrió con tristeza, sonrió de verdad, con sinceridad.- Tú no... Cualquiera menos tú... Tú no... Sterling echó la cabeza hacia atrás, soltando una carcajada amarga, antes de volver a clavar su mirada en la de ella. Parecía al borde de un ataque de nervios. De hecho, sus ojos, que solían ser del color del café solo, de ese marrón oscuro y profundo, se estaban volviendo acuosos, al mismo tiempo que cubría sus manos con sangre al intentar taponar la herida de bala. - Eres una idiota, Rapunzel. Una idiota sentimental. - Quien fue a... Y los hechos se precipitaron. Por un lado, Sterling se puso en pie de un brinco, cargando a La princesa de hielo en brazos, antes de salir corriendo escaleras arriba. Por otro, ella misma fue consciente de lo que acababa de pasar, así que tomó la dirección contraria. El frío de febrero la abrazó, calmándola un poco. Aún así, seguía sintiendo el cálido tacto de la pistola al dispararla. ¿Por qué le había abrasado el gatillo? Las armas eran de metal, el metal no era caliente, entonces... ¿Por qué? ¿Y por qué seguía sintiéndose culpable por disparar a La princesa de hielo? Al fin y al cabo, la odiaba. La detestaba. Estaba harta de ella, bastante la había soportado. Pero... La había matado. Daba igual cuanto intentara olvidarse, apartar el recuerdo de su cabeza, no importaba nada, pues seguía viendo el rojo de la sangre en su cerebro. Aquella imagen carmín se había grabado en su retina, en su cabeza, en su cuerpo... En su todo. Corriendo había llegado hasta el borde de los terrenos, hasta el viejo muro de piedra que señalaba el final del internado. Estaba sola. La oscuridad la envolvía, al igual que el frío. No había nada, nadie podía verla. Por eso, se detuvo. Se permitió caer. En cuanto la hierba seca, la tierra y alguna que otra piedrecita se clavaron en sus espinillas, su torso se vio impulsado hacia delante, mientras sentía las intensas convulsiones que lo rebosaron hasta que, al final, vomitó hasta quedarse vacía. Entonces, y sólo entonces, cogió su teléfono móvil. - ¿Papá...? ¿Puedes venir a por mí, por favor?




- ¡AYUDA! ¡QUE ALGUIEN ME AYUDE! La voz de Deker Sterling hizo que un escalofrío recorriera cada centímetro de su ser, pues jamás había escuchado semejante desesperación. No podía significar nada bueno. El señor Sanz debió de pensar lo mismo, pues compartieron una mirada de pánico, antes de asomarse al pasillo. - ¡Ariadne! - chilló el señor Sanz a su lado. Nunca antes había experimentado algo así. Era algo raro. Por un lado, en cuanto había oído aquel grito atormentado, había sabido de qué se trataba, como si fuera una profecía; por otro, al asomarse sintió que no estaba procesando lo que estaba ocurriendo, lo que era un tanto desconcertante. El señor Sterling estaba en medio del pasillo, las piernas le temblaban tanto que parecían hechas de mantequilla, aunque ésta tenía más color que el muchacho en aquel momento. Entre sus brazos, reposaba inconsciente Ariadne, cuyo vestido blanco estaba teñido de escarlata a la altura del estómago... Donde manaba tanta sangre que se precipitaba hacia el suelo. Podía ver todo eso, pero no era capaz de asimilarlo. Era como si lo leyera, no como si lo viviera. - ¡¿QUÉ COJONES HAGO?! ¡¿CÓMO COÑO LA SALVO?! ¡JODER, AYÚDAME, KENNETH...! No sé qué hacer... Le bastó el que el señor Sterling se derrumbara, pues, aunque seguía ahí de pie casi como si no se inmutara, Kenneth pudo ver que se estaba rompiendo en miles de pedazos. Le bastó aquello para poder reaccionar de una maldita vez. - Señor Sanz, vaya a por el profesor Antúnez. Nosotros vamos a la enfermería. Sabía que con que se moviera, el muchacho le seguiría, así que se dirigió hacia la sala a toda velocidad. Sólo se detuvo al llegar a la puerta, viendo por el rabillo del ojo al señor Sterling, que, visiblemente descompuesto, soltó: - ¡Somos unos putos inútiles! ¡No tenemos la jodida llave! ¿Qué vamos a hacer...? Kenneth alzó ambas manos, mostrándole las palmas para relajarle, ya que no se atrevía a soltarle un buen bofetón. No sabía cómo reaccionaría Deker Sterling. - Aunque lo olvidéis a todas horas, soy un ladrón. Las puertas no suponen un problema para mí, ¿de acuerdo? - el muchacho asintió con un gesto torpe, por lo que Kenneth se acercó a ellos para coger una de las horquillas que tenía Ariadne en la cabeza y estirarla. Se acuclilló frente a la cerradura, empuñando la improvisada ganzúa.- Sé que está asustado, pero... Los nervios no llevan a nada en una situación, sólo con tiento y paciencia logramos solucionarla.


Había hablado con calma, con suavidad, mientras enredaba con la horquilla hasta que, al final, la cerradura hizo clic y la puerta se abrió. Se puso en pie para precipitarse hacia el interior, donde no fue capaz de ver nada del mobiliario, a excepción de la camilla. - Túmbala ahí, ¿de acuerdo? - Voy. El joven la colocó con toda la delicadeza del mundo sobre la camilla, quedándose después a su lado para apartarle el pelo de la cara. Lo hizo con tanto cuidado, con tanta suavidad que Kenneth se quedó impresionado. Pero no tenía tiempo para aquello. Evidentemente la enfermería no estaría equipada para poder tratar algo así, pero iba a tener que improvisar para poder salvarla. Primero, abrió el armario para hacer un registro rápido. Se sorprendió, al final iban a tener más suministros de los que había pensado en un primer momento. Cogió unas tijeras que le lanzó a Deker. - Córtale el vestido. Rápido. - Pero... - ¡Hazlo! A toda velocidad, se quitó la chaqueta y la corbata. Estaba arremangándose por encima de los codos, cuando llegaron Gerardo y el señor Sanz. Éste último estuvo a punto de abalanzarse sobre la chica, pero el ladrón lo detuvo antes de que lo hiciera. - ¿Alguno de los profesores cuenta con experiencia como cirujano? - inquirió entonces. - ¿Además de ti? No - respondió Gerardo. - En cuanto acabé la carrera, dejé el bisturí. ¡Nunca he ejercido! Por el amor de Dios, soy bibliotecario, no cirujano - le recordó con frialdad, mientras sentía que los nervios comenzaban a hacer mella en su pulso.- Nunca quise estudiar medicina, lo hice únicamente por mi abuela. Los demás permanecieron en silencio, sin saber qué decir. Kenneth miró a su alrededor, anhelando un monitor al que poder conectar a Ariadne. No había ninguno, así que se obligó a sí mismo a no desear nada, a bastarse de lo que había para salvarla. - Mantenla con vida. Te conseguiré a un cirujano que nos ayude. Para su sorpresa, Gerardo se marchó tan rápido como había llegado. No se detuvo a pensar en ello, se inclinó sobre Ariadne para examinar la herida. Se quedó lívido. La bala seguía dentro de ella, alojada junto a su estómago... Taponando un poco la perforación que había hecho al impactar.


Fue a pedirle al señor Sterling que le trajera un tratado de magia de su habitación, además de un maletín que había junto a ellos, pero seguía pareciendo inestable, así que se volvió hacia el señor Sanz, que estaba apoyado en la pared con aspecto de desmayarse en cualquier momento. No obstante, en cuanto recibió las órdenes, reaccionó. Salió corriendo, dejándolo a solas con la muchacha y el señor Sterling, que se había aferrado a la inerte mano de ella. Fue en ese preciso momento cuando se percató de la manera en la que el joven le miraba, ceñudo, como si estuviera a punto de explotar. - ¿Magia? ¿A eso recurres? - escupió. - Es lo mejor que tengo... - ¡Eres un puto cirujano! ¡Opérala! ¡Es fácil! Sacas la jodida bala y la coses... ¡No puede ser tan difícil! - No es tan sen... Antes de que pudiera hacer nada, el señor Sterling lo agarró de la pechera de la camisa para estamparlo contra uno de los armarios de instrumental médico. Durante un momento, se le cortó la respiración. No por el golpe, sino por la mirada de odio del chico. - ¡Ni se te ocurra decirlo! - siseó.- Es fácil. La vas a salvar porque es fácil. Se sorprendió de no asustarle. Quería decir, el señor Sterling era más alto que él, lo más seguro es que también fuera más fuerte y era un Benavente, por lo que sabría inflingir daño; además, estaba furioso, histérico, así que podría hacerle mucho daño. Pero, a pesar de todo eso, no se quedó aterrorizado, sino que se mostró frío. - Si quieres que la salve, deberías soltarme. No puedo tratarla desde aquí. El muchacho obedeció, aunque después se quedó muy quieto, como atontado. Le ignoró. En ese momento, además, el señor Sanz llegó con el libro, por lo que Kenneth se puso manos a la obra. - Uno de los dos tiene que taponar la herida. El otro ayudarme. El señor Sanz cogió las gasas para hacer lo primero, pero su amigo acabó quitándoselas de las manos para hacerlo él. Les dio la espalda a ambos, por lo que el señor Sanz se le quedó mirando, turbado, aunque acabó ayudándole a preparar el ritual. - ¿P-para qué sirve esto? - inquirió el señor Sanz con un hilo de voz, mientras encendía velas y las colocaba entorno a la chica. - Quiero cortar la hemorragia, nos dará tiempo. - Pero, profe, eres un médico... - No es tan sencillo.


Justo en aquel momento, Gerardo regresó corriendo. Ni siquiera se molestó en explicar qué estaba haciendo, se dedicó a apartarlos a todos, mientras empuñaba un diamante de color azul... Un momento... ¿Era una de las Damas? ¿Era la Dama de Azul? - La ayuda está en camino - explicó.- Ahora dejadme trabajar. Y se quedaron los tres en la parte más alejada de la enfermería, viendo como Gerardo hacía brillar aquel diamante cian. Aunque él no se fijo mucho en lo que estaba haciendo el hombre, se volvió para mirar a Deker Sterling. El chico estaba muy quieto, todavía más blanco que antes y Kenneth no sabía interpretar la expresión de su cara. - No se va a morir... ¿Verdad? Tanto el señor Sterling como él se giraron hacia el otro muchacho. El señor Sanz era la viva imagen del terror, parecía mucho más pequeño que de costumbre, como si el pánico, además de hacer mella en él, le hubiera encogido. Kenneth se limitó a sujetarle de un hombro. ¿Qué podía decirle en aquel caso? Cualquier palabra que pronunciara sería hueca, falsa y no quería mentirle. Por eso, dejó su mano ahí, intentando reconfortarle, al mismo tiempo que miraba al señor Sterling, que seguía con aquel aspecto ido, perdido, como si le hubieran abandonado. Sin saber muy bien por qué, una pregunta salió de sus labios: - ¿Por qué estás tan afectado? - Porque ella es especial para mí.

 Seguía esperando. Su padre no tardaría mucho... O eso esperaba. Había salido del internado trepando por el muro. Aquello la puso triste. Mientras seguía aguardando la llegada de su padre, sentada en el borde de la carretera, se le escaparon unas cuantas lágrimas. Si sabía escapar del Bécquer no era porque la hubieran entrenado para ello, sino porque hubo un tiempo en que Rubén la amó, un tiempo en el que le enseñó a sortear aquel grupo de piedras llenas de polvo para poder estar con ella a solas. ¿Por qué había dejado esos días atrás? ¿Por qué Rubén había dejado de quererla? Muchos días se preguntaba si la había querido alguna vez y otros tantos recordaba la expresión de Rubén al descubrir su traición y se dio cuenta de que sí, que la había amado y que ella misma había terminado con aquello. ¿Por qué siempre acababa jodiendo todo? Rubén siempre la había hecho sentirse especial.


A medida que había crecido en el internado, se había terminado convirtiendo en una de las alumnas indispensables. Hubo un tiempo en que las chicas la envidiaban y los chicos la anhelaban, pero sólo Rubén había hecho que se sintiera especial. Rubén... Le quería tanto y le seguía pareciendo tan maravilloso, que todavía se sentía especial al saber que, al menos alguna vez, le había querido. Por eso, no podía soportar que ella se lo arrebatara. Precisamente ella... Todavía seguía odiando con todas sus fuerzas a Tania Esparza por robárselo, por conquistarlo con su cara de niña buena y sus modales de mosquita muerta. Pero aquello era distinto. Era completamente distinto. Desde el momento en que La princesa de hielo había puesto un pie en el Bécquer, le quitó todo lo que tenía. Erika dejó de ser la más querida, la más deseada, la especial, para que lo fuera Ariadne Navarro, La princesa de hielo, aquella chica que ni siquiera intentaba llevarse bien con la gente o fascinarlos. Eso era lo peor, saber que le había superado sin ni siquiera proponérselo. Los faros de un coche rompieron la oscuridad de la noche y, antes de que pudiera darse cuenta, el elegante Mercedes de su padre aparcó junto a ella. El hombre se apeó del coche para tenderle una mano. Erika la aceptó, poniéndose en pie. Se quedaron así, uno frente a otro, en aquella carretera oscura y vacía, iluminados únicamente por las luces largas del vehículo que les envolvieron. Fue entonces cuando no lo pudo soportar más. Se abalanzó sobre su padre, que la abrazó. - Perdóname, papá.

 No sentía nada y sentía todo. El tiempo estaba perdiendo todo el sentido o, quizás, él había perdido toda noción, toda razón y sentido. No podía dejar de mirarla. Tan quieta, tan callada... Rapunzel no era así, ella no callaba nunca, ni aunque le fuera la vida en ello. ¿Pero por qué no llegaba la ayuda? ¿Por qué no podía hacer nada? ¿Por qué era tan rematadamente gilipollas? Observó como Kenneth seguía mostrándose calmado, aunque en su cara podía leerse el miedo y la ansiedad. En aquel momento le odió. Kenneth Murray iba a casarse con Ariadne, era


su puñetera prometida, ¿por qué no podía ni sacarle una bala de mierda? ¿Por qué se mantenía tan tranquilo? ¿Y por qué él no? La puerta de la enfermería se abrió y cortó el hilo de sus pensamientos. Para su sorpresa, un hombre alto, moreno y con ojos almendrados entró. Durante un momento perdió la capacidad de raciocinio. Conocía a aquel hombre, no lo había tratado, pero sabía quién era. Mikage. El rey de los asesinos. - ¡¿Esta es la ayuda que estábamos esperando?! - estalló entonces, volviéndose hacia el viejales como impulsado por un resorte.- ¡Este el puto rey de los asesinos! ¿Cómo cojones la va a salvar? ¡Querrá matarla! Mikage se volvió hacia él, enarcando levemente una ceja, además de torciendo los labios un poco, como si se estuviera burlando de él. Estuvo a punto de lanzarse para pegarle la paliza de su vida, pero seguía pegado al suelo. - No te preocupes, chaval, además de todo eso, soy un gran cirujano. - ¡No permitiré que la toques! Gerardo se colocó frente a él, mirándole con la misma dureza con la que le habló. - No eres nadie para decidir. Además, Ariadne está en buenas manos. Mikage cumplirá con su palabra porque le conviene, ¿no es así, su majestad? - ante la pregunta del viejales, el asesino asintió casi imperceptiblemente.- Ahora vete. Jero, llévatelo. Te prometo que en cuanto terminemos, te aviso. Sintió las temblorosas manos de su amigo entorno a su brazo, lo que hizo que dejara de darle vueltas al odio visceral que sentía hacia El viejales en aquel preciso momento. De hecho, decidió dejarse llevar por Jero, que le guió hasta el pasillo. Sin embargo, en cuanto escuchó que su amigo cerraba la puerta, todo volvió y con más intensidad. Recordó cada momento de esa noche, cada estupidez cometida, por lo que dejó aquel anodino estado de apatía para verse superado por las circunstancias. Comenzó a caminar con rapidez, en dirección hacia la tercera planta. - ¿Pero a dónde vas? - le preguntó Jero a sus espaldas. No le respondió. Fue directo hasta el dormitorio que Erika compartía con Tania, que estaba vacío pues la primera había escapado y la segunda estaba en Madrid. Tampoco le importaba. - Deker... ¿Qué ha...? Encima del escritorio vio el portátil de Erika, el cual cogió y, acompañándose de un aullido que salió de lo más hondo de su ser, lo tiró contra la pared con todas sus fuerzas. El


ordenador provocó un estruendo: primero al chocar contra el tabique, después al aterrizar en el suelo con violencia, descacharrándose. Deker sólo lo escuchó, pues lo siguiente que hizo fue barrer el resto del contenido del escritorio. Pasó a golpear el armario, a abrirlo, a arrancar de él toda la ropa de Erika y rasgarla con sus propias manos, todo ello mientras gritaba como un poseso. No podía evitarlo. De hecho, necesitaba hacerlo. Necesitaba la violencia y la destrucción tanto como necesitaba que Ariadne saliera de esa. Destrozó cada posesión de Erika, hasta los calcetines. Y, cuando acabó, la adrenalina dejó de fluir por su cuerpo. Su afán de destrucción había arrasado con las cosas de Erika al igual que con su ira, lo que le dejó desnudo y solo ante la verdad de su profundo dolor. Por eso, abandonó la lucha, rindiéndose ante la evidencia de una vez por todas, mientras se dejaba caer y acababa arrodillado en el suelo. Estaba así cuando Jero apareció. Se había acuclillado frente a él, mirándole a los ojos sin más. Nada de reproche, ni de compasión, ni de juicio. Sólo su amigo. - ¿Te sientes mejor? - Soy un estúpido y un gilipollas. Soy un hijo de puta. Ante aquella sincera confesión, Jero ladeó la cabeza con aire pensativo, antes de esbozar una débil sonrisa de comprensión. - Creo que sólo eres humano. Un chico asustado. - La besé, Jero. La besé, aunque sé que es una estupidez porque nunca podremos estar juntos. El día de la boda llegará y todo terminará, lo que nos costará a ambos más de lo que podemos dar. Pero la besé, sin que nada me importara, sin pensar... La besé porque la quiero, porque la quiero más de lo que puedo permitirme, más de lo que he querido jamás. La expresión de Jero fue la de “al fin te diste cuenta”, lo que le llevó a cerrar los ojos. - Fue con ese beso cuando lo comprendí. Cuando me percaté de que no sólo estaba enamorado, sino que... Que era ella, ¿sabes? Que jamás había experimentado algo así, un amor tan... Profundo... Sincero... Apasionado... Nunca sentiré algo así, nunca querré a nadie como a ella. Jamás. Y eso hizo que la destrozara, que provocara todo esto. - Tú no... - ¡No lo entiendes! ¡Me tiré a Erika! ¡Me la he tirado esta noche! Y Ariadne nos ha visto... Y soy un hijo de puta. Era consciente de todo. Quería herirla, Jero, ¡quería romperle el corazón para que huyera! ¡Quería herirla! Y ahora va a morir y yo... Lo... Lo último que hice fue clavarle un puñal, le hice lo peor que le podía hacer y... Va a morir y... No quiero que muera... No podré soportarlo, no... Porque será culpa mía, porque yo lo he provocado... Como siempre.


Recordó a Silver, recordó cómo se suicidó y él no pudo hacer nada por salvarla, al igual que Ariadne estaba muriendo por salvarle a él, a alguien tan indigno como él, y seguía sin poder hacer nada. Se desplomó del todo. Jero le recogió, ofreciéndole unos cálidos brazos que seguía sin merecer, pero que lograron que la congoja, que rebosaba su cuerpo, disminuyera un poquito. Entonces lo hizo. Se echó a llorar como un niño pequeño: las lágrimas eran un torrente que empaparon tanto su rostro como el hombro de Jero, sus gemidos eran un auténtico lamento y estaban acompañados de un hipo histérico que no podía controlar. - No eres un hijo puta y no tienes la culpa de lo que Erika ha hecho. Ella ha disparado. Ella, no tú. Y Ariadne se ha interpuesto porque, aunque tú no te lo creas, eres una persona que merece la pena. Eres una gran persona, Deker Sterling. Lo que pasa es que el miedo ha podido contigo, a todos nos pasa alguna vez, pero aprenderás, lucharás y la próxima vez serás tú el que ayude al que tiene miedo. A pesar de la llorera, logró reunir las fuerzas suficientes para susurrar: - Gracias. - Los mejores amigos no se agradecen nada, sólo están ahí.

 En cuanto su padre aparcó el coche en el garaje de la casa que tenían en el pueblo, se volvió hacia ella para mirarla fríamente, lo que quería decir que, una vez más, había dejado de ser su padre para convertirse en aquella especie de superior. - ¿Qué ha pasado? Y, Erika, quiero todo. Absolutamente todo. Durante el trayecto había ido ideando una historia alternativa, pero sabía que su padre sabría que no era toda la verdad, así que se resignó y le contó absolutamente todo: que La princesa de hielo se estaba viendo a escondidas con Rubén, por lo que ella se había acercado a Deker Sterling hasta el punto de acostarse con él únicamente para herirla. - Espera...- la interrumpió en ese preciso momento, mirándola con más interés del que le había demostrado nunca.- ¿Le importa? Quiero decir, ¿Ariadne Navarro está interesada en Deker Sterling de verdad? ¿Hasta qué punto? - Le quiere. - ¿Estás segura? - Vi su mirada cuando nos descubrió...


... Era la misma que tenía Rubén cuando me pilló a mí junto a Jero. Le siguió explicando el resto de la historia: cómo había confirmado que, tal y como creían, La princesa de hielo era capaz de hablar con fantasmas; que la había intentado detener, pero que todo se había salido de madre hasta el punto de que la había herido de muerte. Al llegar a ese tramo, observó que su padre palideció y que la miraba con desdén, como si más que decepcionarle o sorprenderle, simplemente le hubiera enfadado; de hecho, parecía que su padre se había temido algo así, lo que la hirió profundamente. ¿Es qué ni siquiera había confiado en ella? ¿Siempre había sabido que la cagaría, que era una inútil? - Has disparado a Ariadne Navarro - musitó. - ¡Por accidente! ¡Quería matar a Deker Sterling! Su padre colocó las manos sobre el volante para estrujarlo, mientras su cara pasaba del blanco al rojo de ira. Sus ojos se transformaron en dos pozos oscuros de odio al mirarla. - Eres una completa y rematada estúpida. - Yo no... - ¿Tú no querías? - siseó, rabioso.- ¡Me importa una mierda lo que querías! ¡Tenías una misión, Erika! ¡Y fuimos muy claros contigo! Sólo debías espiar a Ariadne Navarro, controlarla para saber si veía fantasmas o no y, en caso de que así fuera, debías detenerla. Apresarla. No matarla, ni matar a Deker Sterling. - ¿Y qué importa Deker Sterling? - Es un Benavente, estúpida. Es el nieto de Rodolfo Benavente. De hecho, es uno de los dos nietos varones. ¡Por supuesto que es importante! - Pero... Yo no sabía... - ¡Sabías que Ariadne es especial! Que no podías matarla porque es única. No existe nadie en el mundo que pueda hablar con fantasmas, a excepción de ella. Y, precisamente por eso, la queremos - volvió a fulminarla con la mirada, antes de masajearse las sienes.- Vete. Largo. Tengo que llamar al señor Benavente para explicarle lo sucedido y esperar órdenes. - ¿Qué me pasará a mí? - Por suerte, has conseguido algo que les interesará, así que supongo que nada. Asintió con un gesto antes de abandonar el coche. Se sentía tan humillada. En cuanto había descubierto que La princesa de hielo hablaba sola en su habitación o, lo que era lo mismo, que se comunicaba con espíritus, había llamado a su padre para comunicárselo y él le había dado luz verde para detenerla. Pero no estaba capacitada, no era una ladrona ni una asesina ni nada, por lo que era terriblemente injusto que la culparan de todo.


Al subir a la casa, se encontró a Rubén en el salón. Su novio estaba histérico, daba vueltas por el salón como un animal enjaulado hasta que la vio. Apreció su sorpresa al instante. - ¿Qué haces aquí? - le preguntó. - He tenido que dejar el internado... - ¿Por qué? - insistió, mirándola con frialdad.- Puede que lo penséis, pero no soy idiota. Primero desaparece tu padre, después Mikage y ahora apareces tú. No hace falta ser demasiado listo como para saber que todo está relacionado. ¿Qué ha pasado?

Si te lo cuento, te perderé para siempre. Y no quiero perderte. A ti no. Has sido el único que me ha querido de verdad, el único que ha logrado que me sienta especial y que no me demuestra lo mediocre que soy. Eres el único al que quiero, a pesar de todo. Por eso, puedo soportar tu frialdad, el hecho de que no me quieras, pero no podré con tu ausencia. Eso no. - ¿Erika? ¿Me vas a...? ¿E-estás bien...? A medida que había ido pensando todo aquello, se había hundido más y más. No podía más, ya no le quedaban fuerzas. Al principio, su misión de espiar a La princesa de hielo le había parecido un juego, se había sentido como una atractiva espía en una película. Pero tras lo sucedido ya no quedaba lugar para la diversión, ni para la sensación de estar jugando, todo lo contrario: era algo serio, algo muy duro que le pesaba como una losa. Por eso, negó con la cabeza, sintiendo que los labios le temblaban. - Ey, Erika... Rubén se había acercado a ella, la miraba con preocupación e, incluso, había alargado un brazo en su dirección para acariciarle el suyo. Erika no pudo evitar mirar la mano de Rubén. Era la primera vez en mucho tiempo que la tocaba por iniciativa propia. Lo echaba tanto de menos. - Rubén...- logró decir con un hilo de voz, sintiendo que las lágrimas se escapaban de sus ojos y el aire de sus pulmones.- Sé que me odias. Pero... Por favor... Abrázame y bésame como si me quisieras. Por favor. Sólo por esta noche. Engáñame sólo por esta noche... O no podré más, no lo soportaré... - ¿Soportar el qué? Erika, ¿qué ha pasado?


El chico le había hablado con suavidad, todavía preocupado, incluso asustado. Ella sólo pudo llorar en silencio, sintiendo que se rompía en miles de esquirlas, como un jarrón de cristal al impactar contra el suelo. - No debería tenerte compasión, tú no la tienes conmigo - susurró él, confundido. - Pero los dos sabemos que tú eres la buena persona de los dos. A decir verdad, Erika no sabía por qué, pero la cuestión fue que Rubén tiró de ella hasta que se fundieron en un cálido abrazo. Entonces le apartó el pelo de la cara, antes de besarla y, aunque sabía que era un mero espejismo, Erika volvió a sentirse especial.


Capítulo 29 Lo que te conté mientras te hacías la dormida Apenas había dormido aquella noche. No podía conciliar el sueño en parte por el miedo y en parte por las dudas. Estaba seguro de que la actuación tan extraña de Erika se debía a qué algo malo había sucedido. Eso le asustaba. Además, se había pasado horas besando y abrazando a la chica, consolándola a ciegas y no sabía dónde le dejaba aquello. Por un momento, la vieja amistad con Erika había resurgido. Jamás podría amarla, no tras haber conocido a Tania, tras saber lo que era estar enamorado, pero al verla tan frágil y tan herida no había podido evitar sentir cierto cariño. ¿Dónde le dejaba aquello? A decir verdad, entre la conversación con Mikage y la rara noche con Erika, se sentía más que nunca un inútil que no sabía absolutamente nada. La fría luz del sol de febrero se coló a través de las rendijas de la persiana, iluminando con timidez el dormitorio donde estaban. Las paredes eran de un rosa pálido, el mobiliario blanco y estaba llena de cajas, cajitas, joyeros y, sobre todo, fotografías de Erika. Se incorporó en la cama, pasándose los dedos por el pelo, mientras observaba la evolución que la chica había sufrido a lo largo de su vida. Aquello le recordó que hubo un tiempo donde incluso le gustaba, que fueron novios porque así lo desearon, más allá de intrigas y obsesiones. Pero todo había quedado atrás, no podía hacer borrón y cuenta nueva. Tampoco quería hacerlo. Miró hacia la derecha, Erika seguía dormida en su lado de la cama. Todavía vestía ropas anticuadas y la rubia melena estaba esparcida sobre la almohada con forma de tirabuzones. Seguía preguntándose por qué tendría un aspecto tan curioso. Se encogió de hombros, olvidándose de aquello, puesto que tenía cosas más importantes por hacer: la primera, marcharse de ahí cuanto antes, no quería alimentar las fantasías de la chica y volver a herirla de nuevo. Estuvo a punto de irse sin más, pero hubo algo que lo detuvo. No sabía si se debía al cansancio o, quizás, a la melancolía, pero se sintió obligado a hablar con ella. Se puso en cuclillas junto a la cama, observando el rostro de Erika, que parecía calmado, incluso dulce, como siempre que dormía. Le pasó una mano por los rubios bucles, aunque sus


ojos estaban clavados en una fotografía de los dos que había en el cabecero: era de cuando comenzaron a salir, estaban felices, él llevaba el pelo más largo y ella todavía no se había teñido. - Hubo un tiempo en que sentí algo por ti, ¿sabes? Erika no respondió, seguía durmiendo. - Siempre dices que he cambiado. Y es verdad. He pasado por ciertos momentos difíciles, he perdido cosas y ganado otras... He crecido, he cambiado. Pero tú también - suspiró, alzando una mano para acariciarla, aunque no se atrevió a hacerlo al final.- Te miro y no te reconozco. No sé qué te ha pasado, no sé en qué momento del camino nos convertimos en extraños, pero es así. Y por mucho que me obligues a permanecer a tu lado, no va a cambiar. No volveremos a estar unidos, ya nunca será lo mismo... Se quedó callado un instante. Por algún motivo que no alcanzaba a comprender, se sentía triste. De todas las cosas que había perdido, Erika era de lejos la que menos le importaba. Había demasiado dolor, demasiado rencor... Y, aún así, se sentía triste.

Si es que soy idiota. Cerrando los ojos, pues aquel mural de fotografías era demasiado para él, puso voz a un pensamiento que llevaba tiempo rondándole: - Nunca los recuperaremos, por mucho que quieras. Ni tú volverás a ser esa chica morena con problemas afectivos, pero cariño que dar, ni yo volveré a ser ese chico despreocupado e inocente. Creo que de eso se trata hacerse mayor, ¿sabes? No de perder cosas, eso lo hacemos sin querer, sino de comprender que ya no volverán. >>Es hora de crecer, Erika. Se puso en pie para abandonar la habitación y, cuando cruzó el umbral, se sintió liberado por primera vez desde que comenzara todo aquello. Estaba en paz consigo mismo. Por fin. Aunque siguiera sin poder estar con Tania, aunque siguiera prometido con Erika, sentía que todo estaba en su lugar. Le había dicho la verdad a la segunda sin recurrir a ataques, ofensas o insultos, mientras que Tania... Bueno, Tania nunca conocería la verdad por lo que sería feliz. Eso era lo único que de verdad le importaba.

 Llevaba más de un día sin dormir, pero estaba tan nervioso que estaba experimentado una falsa sensación de euforia, como si nada pudiera detenerlo. Guiado por dicha sensación, había conducido desde Madrid hasta el internado más rápido de lo que las señales permitían, pero lo único que le importaba era la llamada que había recibido por la madrugada.


Nada más aparcar el coche, fue directo al dormitorio de Ariadne. Entró sin ni siquiera llamar. La euforia se estaba transformando en ansiedad, podía escuchar el ruidoso latido de su corazón en los oídos, como un tambor. Lo primero que vio fue a la chica tumbada en su cama. Tenía los ojos cerrados, la piel muy pálida y el claro cabello extendido sobre la almohada. Primero Felipe y ahora Ariadne. ¿Pero qué estaba sucediendo? - Álvaro... Estás aquí. Antes de que pudiera reaccionar, Gerardo acudió a su encuentro. Se volvió hacia él, sin saber qué hacer o qué decir. El cansancio y el miedo habían hecho mella en su antiguo maestro, a quien vio más anciano que nunca con aquellas ojeras y aquella mirada apagada. - ¿Cómo está? - fue lo único que acertó a pronunciar. Gerardo miró por encima del hombro para contemplar al hombre alto que permanecía recostado contra el escritorio. Mikage se pasó una mano por el pelo, alargando el maldito silencio que iba a acabar con Álvaro. - Estable. Y teniendo en cuenta la situación, es todo un logro - dijo al fin. - ¿Se recuperará? - Creo que sí. Mikage pasó a explicarle la operación de urgencia que había perpetrado la noche anterior, aunque Álvaro no escuchó ni una sola palabra. Se limitó a mirar a Ariadne, mientras recordaba cada instante de la noche anterior: la llamada de Gerardo, el miedo, el llamar a Mikage para que acudiera a salvar a la muchacha... Cuando su jefe terminó de hablar, Álvaro se agachó junto a la chica para acariciarle la mejilla con suavidad. Sintió alivio al apreciar el calor que emanaba su piel.

En cuanto arregle unas cuantas cosas, volveré. Te lo prometo. - Gerardo, ¿puedes pedirle a Kenneth que venga? Entonces se puso en pie, girándose un poco, lo suficiente para ver como el hombre asentía con un gesto, antes de desaparecer por la puerta. Se quedó a solas con su jefe. Se pasó ambas manos por el dorado cabello, recuperando el aliento. - La espada está en mi despacho - le informó con seriedad. Mikage alzó las cejas levemente, antes de arrugar los labios de forma sardónica y de ladear la cabeza un poco, como si le estuviera examinando. El hombre iba arremangado hasta los codos, además de despeinado. Parecía cansado. Nunca lo había visto así. - Supongo que me la darás ahora.


- ¿Te vas a ir? - Ella ya no me necesita - observó, concentrándose en Ariadne de nuevo.- Sólo tiene que descansar. Bueno, hay que hacerle unas curas, pero vuestra nueva adquisición es capaz de hacerlas - sentenció, comenzando a bajarse las mangas.- Me ayudó mucho anoche. Abrió la boca para pedir información sobre la familia Cremonte, pero entonces la puerta se abrió. El primero en entrar fue Kenneth, que sonrió con cierta timidez, un poco nervioso, mientras parecía vacilar; Álvaro tuvo la sensación de que el joven no sabía qué hacer con sus brazos. Al final, le tendió una mano temblorosa, lo que quedó demasiado formal, aunque también torpe y encantador, por lo que Álvaro se sintió un poco mejor. - Estás aquí... - Y tengo que pedirte un favor - asintió él, estrechando los dedos del recién llegado.- He de despedir a Mikage y hablar con Gerardo, ¿podrías quedarte con Ariadne mientras tanto? - Por supuesto. Le dio las gracias con un gesto, antes de abandonar el dormitorio para dirigirse hacia su despacho, seguido de Gerardo y Mikage. Una vez ahí, hizo pasar únicamente a su jefe, que se acomodó en una de las sillas que había frente al escritorio. Álvaro, por su parte, se acercó a la bolsa de viaje que había dejado sobre uno de los sofás; de ella sacó, envuelta en un paño de hilo, la espada que había pertenecido a Napoleón. - Guillermo Benavente está muerto - dijo, mientras le tendía el arma. - Lo había supuesto. Mikage asintió con un gesto distraído, pues estaba muy ocupado quitando la tela para poder contemplar la espada en todo su esplendor. Durante unos segundos pareció maravillado, sobre todo cuando, con un movimiento seco, la desenvainó. No obstante, algo así como dos segundos después, Mikage cambió por completo. Dejó atrás aquella actitud calmada, para levantarse de un salto y abalanzarse sobre él. Antes de que pudiera darse cuenta, Álvaro se encontró estampado en la pared con su jefe cogiéndole de las solapas de la chaqueta y mirándole con tanta fiereza que parecía un león muy, muy cabreado. - Debería matarte - siseó, iracundo. Desde el mismo momento en que, por la noche, había llamado a Mikage para hacerle chantaje, había sabido que acabarían así. Al fin y al cabo él le había dicho que, si no acudía de inmediato para operar a Ariadne, destruiría la espada. - Y perderías al mejor de tus sicarios. - Te crees intocable, Álvaro - susurró Mikage con los ojos entrecerrados, seguía hecho una furia, pero él siguió sin inmutarse, limitándose a mirarle.- Te crees especial. Crees que, de


algún modo, tengo debilidad por ti... Y puede que te prefiera, puede que tengas más talento que nadie que haya conocido para matar. Pero - el hombre alzó un dedo, antes de cerrar una mano entorno a su cuello.- Otra escena como la de anoche y te juro que te mato. Tras apretar todavía más, tanto que Álvaro temió que le rompiera el cuello, Mikage le soltó y se alejó, dándole la espalda. Él, por su parte, se quedó ahí quieto, acariciándose la garganta al mismo tiempo que recuperaba la respiración. - Tenía que salvarla. Su jefe cogió la espada en silencio. Después, se dirigió hacia la puerta también en silencio. La abrió y, entonces, se volvió un poco, sólo durante un instante, el tiempo suficiente para decir: - Eres un sentimental, Álvaro. Eso acabará costándote la vida.

 - ¿Por qué no vamos a ver a Ariadne? Jero había bajado el libro que tenía entre las manos para mirar a su amigo, que no mostró signos de haberle escuchado. Deker seguía tumbado en su cama con los ojos clavados en el techo, aunque él dudaba mucho que lo estuviera viendo. No le gustaba ver a Deker así, pero tampoco se atrevía a presionarle, no tras la noche que había pasado. Por eso regresó a su libro. La noche anterior, tras haber logrado que Deker se calmara, habían ido a su habitación, donde habían esperado en silencio y con el corazón en un puño. Al final, el profesor Murray se había pasado para informarles de que, por suerte, todo había ido bien y que Ariadne estaba fuera de peligro. Se sintió tan agradecido y aliviado, que no pudo evitar abrazar a su profesor, además de darle un sonoro beso en la mejilla. Deker, por su parte, se había quedado en aquel extraño estado, por lo que Jero acabó cogiendo un viejo libro que le había prestado el profesor Antúnez y estaba leyendo. Tras que su amiga fuera curada por una de las Damas, decidió intentar aprender todo lo que pudiera sobre ellas. Le fascinaban. De repente, unos golpes en la puerta. - ¿Puedo pasar? Dio un respingo al escuchar la voz. Se puso en pie de un salto para abrir, recibiendo así a Álvaro Torres. Tania le consideraba su tío, él una persona a la que admirar y a la que tenía cariño;


al fin y al cabo, Álvaro le salvó la vida en Salamanca. Quizás se debiera a aquello, no estaba muy seguro, pero la cuestión era que lo veía como un héroe, se sentía seguro estando él cerca. - ¡Álvaro! ¡Estás aquí! El hombre primero sonrió, después se fijó en Deker, por lo que frunció el ceño. Acabó volviendo a mirar a Jero, como preguntándole qué ocurría. Él se limitó a encogerse de hombros, no quería contarle a nadie las intimidades de su amigo. - Gerardo me ha contado lo que pasó anoche. Alguien tiene que hablar con Santi, así que he pensado que, quizás, querríais acompañarnos a Kenneth y a mí. - ¿Vas a hacer el poli malo, poli bueno con Sapietín? - ¿Algún problema? - Salvo que vais a parecer una versión con menos laca de Los pecos, ninguno. - Cuando está enfadado o deprimido es más encantador de lo habitual - susurró Jero, acompañándose de una mueca para disculparle. Sin embargo, Álvaro no se achantó. En su lugar, se encogió de hombros un instante, apretando un poco los labios, como si estuviera de acuerdo con la afirmación. Pero, después, le miró con malicia al añadir: - Al menos no parecemos un Emo. Es más de lo que tú puedes decir. Curiosamente, aquello sí que debió de afectar a Deker. Su amigo se incorporó, frunciendo el ceño, al mismo tiempo que se alborotaba un poco el oscuro pelo. Se acercó a ellos. En su rostro quedaban rastros del drama vivido por la noche, pero al menos volvía a parecer él. - Eso ha sido un golpe bajo. - ¿Y lo de Los pecos no? Soy mucho más guapo que los dos juntos. En el pasillo les estaba esperando el profesor Murray, que se estaba limpiando las gafas, aunque Jero tenía la teoría de que, en realidad, se estaba haciendo el sueco. Le dedicó una radiante sonrisa, al mismo tiempo que agitaba la mano para saludarle, gesto que el profesor le devolvió, algo cortado. Al encaminarse hacia el dormitorio de Santi, Jero se sintió culpable. No había pensado en su amigo en toda la noche, ni siquiera se había acordado de él y eso que lo había visto poseído por una máquina de escribir.

El pobre Santi a lo Ginny Weasly en Harry Potter y la cámara secreta y yo pasando de él. Menudo amigo, con lo mal que lo ha tenido que pasar Santi... Uh... Espero que Voldemort no exista. ¿Si Voldemort existiera sería capaz de sentir que pienso en su nombre?


En aquel momento, Álvaro abrió la puerta de la habitación, por lo que pudo ver como Santi abandonaba la silla frente a su escritorio, dando un salto. Su amigo estaba despeinado, tenía los ojos enrojecidos y parecía cansado. - ¡Director! - exclamó.- ¡Menos mal que ha llegado! ¡El profesor Antúnez se ha vuelto loco! ¡Completamente loco! - Santi estaba asustado, podía verlo en sus ojos, en sus gestos, que eran exagerados, no como los de siempre.- ¡Me ha encerrado aquí! ¡Y me ha amenazado! - Menudo chungo El viejales, ¿no? Álvaro se volvió hacia Deker para mirarle con severidad. Le recordó a Felipe Navarro, ya que puso una expresión de esas de profesor, como de advertir que le iba a reñir sin parecer enfadado. - Gerardo sigue siendo tu profesor, así que sé más respetuoso. - ¡Pero está loco! ¡Como una cabra! - insistió Santi. - Mucho me temo que el profesor Antúnez no está loco, Santiago - Álvaro exhaló un leve suspiro, mientras se acomodaba en una de las camas.- ¿Te importa que te tutee? - el chico negó con la cabeza, sorprendido, seguramente no estaría entendiendo nada.- Bien. Vamos a ver... Eh...se pasó las manos por el pelo, como si estuviera dudando.- Verás, nunca me ha tocado hacer esto, lo suele hacer Felipe, pero él no está. Buff, ¿cómo te explico lo que ha sucedido? - Tu maquina de escribir está encantada, te ha poseído y cada palabra que escribías, se volvía realidad, por lo que, además de provocar una especie de Apocalipsis, casi matas a Ariadne. - Qué conciso... Y directo... Y sin tacto - Álvaro puso los ojos en blanco. Deker se encogió de hombros, como diciendo que no tenía importancia. - Yo... Yo...- con la nueva información, Santi había perdido cualquier rastro de queja o de miedo para pasar a estar pálido, muy quieto y sudoroso... Incluso un poco verdoso.- Voy a vomitar... Les costó que el pobre Santi vomitara, se desmayara y tomara un par de infusiones que el profesor Murray se encargó de hacer, pero al final pareció entender todo lo que había pasado. Estaba sentado en su silla, mirando al infinito, mientras Jero estaba a su lado, apretándole un hombro con cuidado, indicándole que estaba ahí también... ¿Metafóricamente? ¿Se decía así? - ¿Y qué va a pasar ahora? - logró preguntar Santi. - Nada - respondió el profesor Murray, agachándose a su otro lado.- Mientras no vuelvas a usar la máquina, no pasará nada. - Pero... No va a ser tan fácil. - Puedes escribir en otras, hombre. Creo que hay alguna Olivetti por ahí abandonada...


- No, no - le cortó Santi, acompañándose de un gesto de cabeza, tozudo.- Yo siempre he escrito, pero... No lo hacía a menudo. No sé, empiezo a pensar que todo es una mierda y borro palabras, tacho palabras, las cambio, las vuelvo a tachar y acabo dejándolo. Sin embargo, cuando empecé a usar esa máquina, la historia fluyó, sin más. - Eso se debía a que se basaba en la realidad - apuntó Álvaro.- Tú elegiste usar a la gente que te rodeaba como personajes, así que la máquina se vio influida por eso. - Hablando de lo cuál, ¿por qué me elegiste de narrador? Una parte de él siempre había sentido curiosidad por saber los motivos de convertir a cada uno en el personaje que era. ¿Por qué Deker era el detective molón y él el aprendiz torpón? - Bueno...- Santi parecía buscar las palabras adecuadas. Al final, se encogió de hombros, antes de hacer un gesto para quitarle importancia.- Arthur Conan Doyle usaba a Watson de narrador, que era un personaje más accesible. Te elegí a ti de ayudante y, por tanto, de narrador por eso mismo, porque eres transparente. No tienes secretos con nadie, ni con el lector, así que era fácil escribir contigo sin revelar más información. Además... Eres simpático, la gente enseguida se encariña contigo y, no sé, me pareciste el ayudante ideal: amable, leal, un poco torpe, sí, pero dispuesto y bienintencionado. De repente, le alegró ser el torpón de la novela. - Jo, Santi, que cosas más bonitas me dices. ¿Y los demás? - A decir verdad, no elegí a todos. - ¿Qué quieres decir? - se interesó el profesor Murray. Santi se sonrojó, pasándose una mano por el rostro. Al final, se limitó a mirar al vacío, mientras, con un hilo de voz, respondía: - Ariadne siempre fue la chica porque... Bueno, responde a ese perfil. Es muy guapa y... Es misteriosa e interesante... Y... Bueno, al principio el detective era yo, pero... Esto... Comprendí que... Pues que... Que no tenía lógica, que yo no podía ser ese personaje, así que...- tragó saliva, antes de mirar durante un segundo a Deker.- Te elegí a ti. Alto, no eres feo, traes a las chicas de calle y... Ella te mira como siempre he deseado que me mirara a mí. Al escuchar aquello, Jero dio un respingo y se volvió hacia el profesor Murray. El hombre estaba prometido con Ariadne, por lo que, claro, no sería plato de buen gusto para él escuchar que su futura esposa estaba enamorada de otro. Sin embargo, el profesor Murray no hizo nada más que removerse, incómodo. - El resto de personajes vinieron solos. No sé, cuando llegaba el momento de ponerle cara o nombre, simplemente... Aparecía en mi cabeza. Por ejemplo, cuando escribí el principio usé a la


profesora Duarte y al antiguo director sin darme cuenta. O cuando usted apareció, supe que debía de ser abogado y apellidarse Torres. - Fue la máquina - sentenció Deker.- Cogía la información del mundo real. - Entonces, el lazo entre la máquina y el señor...- comenzó a decir el profesor Murray. - Eso es lo que intentaba deciros - le interrumpió Santi, cerrando los ojos.- Muchas veces no quería escribir, pero tenía que hacerlo. Yo creía que era inspiración, que era yo quien decidía escribir, pero... Ya no estoy tan seguro. De hecho, llevo desde anoche pensando en escribir en esa máquina, no me lo puedo quitar de la cabeza. Se hizo el silencio. El profesor Murray y Jero lo contemplaron preocupados, pero, una vez más, fue Álvaro el que los calmó a todos al decir: - He visto Objetos como este otras veces. No te preocupes, Santiago, todo irá bien. Será como dejar de fumar, que te costará, pero mientras no vuelvas a estar cerca de la máquina, no pasará nada. Y, por suerte, ya está en un lugar seguro donde no volverá a molestar a nadie.

 - En algún momento deberás ir a verla. Ignoró la voz de Jero de nuevo, mientras pasaba la página de la novela. Por fin se había hecho con la última parte de la tetralogía de Eragon, Legado, y estaba muy ocupado con batallas épicas como para pensar en la realidad. Antes de que pudiera terminar la hoja, Jero se plantó delante de él y le quitó el ejemplar de manera muy brusca, por lo que Deker enarcó una ceja. - Dame un motivo para que no te estrangule - musitó fríamente. - Ariadne sigue sedada, pero creen que despertará por la mañana - le explicó Jero sin titubeos, aunque estaba un poco pálido.- No es cuestión de que esté sola, ¿no? Además, alguien tiene que hacer el turno de noche y tú no has hecho ninguno. Era domingo por la noche. No había visto a Ariadne desde que el terrible momento en que la malnacida de Erika Cremonte le había disparado. Eso había sido el viernes. No quería verla, no se sentía ni capaz ni merecedor de hacerlo... Pero se moría de ganas por ver la curva de su nariz, de sus pestañas, por tocarla... Jero le estaba mirando a los ojos, pero él se limitó a mostrarse inexpresivo, esperando que su amigo se diera por vencido y acudiera él a velar a Ariadne. Sin embargo, aquel carácter que tenía escondido, salió a la luz de nuevo. Primero lo notó en la dura mirada que le dedicó, después


en la forma en la que le devolvió el libro, casi estampándoselo en el pecho. Al final, se descalzó, se quitó la ropa hasta quedarse en calzoncillos y se metió en su cama. - Como quieras. Yo voy a dormir. Si se despierta y está sola, sólo será culpa tuya.

Esos jueguecitos no funcionan conmigo. Se acomodó en la almohada, que había doblado por la mitad y apoyado contra la pared, para retomar su lectura. Sin embargo, no lograba enterarse de lo que leía, sus ojos resbalaban por las palabras sin procesarlas. Puso los ojos en blanco.

¿A quién pretendes engañar? No se debe a los tediosos capítulos de Roran... Puta mierda. No sé cuál de los dos es peor. Él por manipulador o yo por blando, idiota... Y cobarde. Sobre todo cobarde. Resignándose, colocó el libro debajo del brazo y se encaminó hacia el dormitorio de la chica. Una vez ahí, se esforzó por no mirarla. Seguía sin poder hacerlo. En su lugar, se concentró en encender el flexo que había sobre el escritorio, apagar el resto de luces y acomodarse junto al primero para seguir leyendo. Había avanzado un par de capítulos, cuando resopló y dejó caer la cabeza sobre las páginas, cerrando los ojos. Todo aquello era una tontería. Colocó uno de los bolígrafos de Ariadne entre las páginas, antes de arrastrarse con la silla por la habitación hasta quedar al lado de la cama donde la chica dormía. Estaba boca arriba, lo que ya era algo anómalo, pues Ariadne siempre dormía de lado. Su melena estaba esparcida por la almohada de una forma tan curiosa y bonita que resultaba irreal. Los brazos le descansaban a ambos lados, inmóviles. Al mirarlos, pensó que le faltaba tenerlos doblados, con las manos sosteniendo una flor sobre el pecho para parecer la viva imagen de la princesa Aurora, la versión que Disney había hecho sobre el cuento de La bella durmiente. Al pensar eso, no pudo evitarlo. Se puso en pie para poder inclinarse sobre Ariadne. Durante un momento, un solo momento, se dedicó a contemplar su rostro, a recrearse en él como nunca lo había hecho. No sabía qué iba a ocurrir así que, al menos, quería atesorar un recuerdo perfecto sobre ella, vasto en detalles y, sobre todo, especial. En cuanto estuvo seguro de ser capaz de haber memorizado hasta el último poro de su piel, sonrió de forma torcida y acercó su rostro al de ella. Al principio, sus labios acariciaron con levedad los de Ariadne; después, la pasión le rebasó, por lo que el beso se volvió mucho más apasionado hasta el punto de que se quedó sin aliento. Pero no sirvió de nada.


Ariadne no despertó. Y él se derrumbó en la silla de nuevo, pasándose las manos por el pelo, mientras echaba la cabeza hacia atrás y una amarga carcajada abandonaba sus labios. - Se me olvidaba que no soy ni príncipe ni mucho menos encantador. Se quedó en esa posición unos segundos, después volvió a mirar a Ariadne. No soportaba verla tan quieta, tan callada. Exhaló un profundo suspiro al comprender que no iba a abrir los ojos, que no iba a despertar... No iba a escucharle. No iba a escuchar nada. Aquella certeza le infundó tanto valor que creyó que se había vuelto loco. En realidad, eso no importaba porque Ariadne no iba a escucharle. - Tú no te das cuenta, pero desde que te conocí, no he dejado de mirarte. Todos los días, todas las horas, todos los minutos... Y, si no puedo verte, entonces pienso en ti. ¿Sabes la de estratagemas que he ideado para poder encontrarme contigo? ¿Sabes la de canciones que escucho y me recuerdan a ti? ¿Sabes que cada noche sueño contigo? Se quedó un instante callado, antes de negar con la cabeza. - No, no lo sabes. No sé si lo sabrás algún día... Porque ahora te tengo aquí, a mi lado, pero no puedes oírme, no puedes ser consciente de mis palabras... Y yo... Yo soy capaz de lo que sea por ti, Ariadne. Soy capaz de enfrentarme a mi familia, de recorrer el mundo entero, de traerte la luna o renunciar a todo lo que tengo. Haría cualquier cosa por ti. >>Pero no puedo decirte que te quiero. No soy capaz de hacerlo porque, si lo hiciera, tendría que ser consecuente y eso me llevaría o bien a alejarme de ti o bien a acercarme todavía más. Y no puedo. Simplemente no puedo. Te veo ahí, dormida, tan preciosa como ninguna otra, y no puedo evitar darme cuenta de lo frágil que puedes llegar a ser. Y quiero cuidarte, quiero estar ahí, pero... Tengo miedo. Tengo tantísimo miedo de que te rompas, de perderte... No puedo perderte, Ariadne. A ti no. Porque te quiero. Te quiero más que a nadie. Aunque nunca lo sepas. Se sintió tan idiota, tan avergonzado, que enterró la cara entre sus manos. Y no vio como Ariadne, despierta desde hacía un par de minutos, giraba la cara para ocultar un par de lágrimas que escapaban a su control.


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