Aquí vivía yo

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Bombas para desayunar 053 2018


RE-AMBULARE


Hay caminos que recorremos a diario y entendemos después. Es el camino que va de casa al colegio. Desde el autobús, proyecto sobre el paisaje un mundo en cambio: discos, mensajes de texto, películas para todos los públicos. Recorrerlo en coche devuelve una emoción distinta: encender las luces, acelerar en las rectas, trazar bien las curvas. Hay lugares que visitamos por un motivo concreto. Cuando estudiaba Derecho había días en los que cogía el Bicing y bajaba hasta Sants por

la c/ Numancia. Lo hacía de vez en cuando. Era algo especial. Me sentía libre pedaleando ingenuamente la emoción de crecer. Más tarde decidí cambiarme a Letras y dejé de pasar por allí. Excepto cuando M. me llevó a su casa, en la esquina con la c/ Berlin, donde dormí tan pocas veces. Al cabo de mucho tiempo acudí a la esquina de enfrente, en el lado Besós. En aquella dirección estaba el relojero capaz de arreglar el Citizen de mi tío. Cuando le doy cuerda, el segundero dibuja un trazado hipnótico y deliciosamente discontinuo. Cuando un minuto termina, otro empieza; y así hasta la vez siguiente. Jamás imaginé que al final de la calle esperaba – incluso antes de que empezara Derecho – la agencia de prestigio a la que desde hace un año dedico toda mi atención, tiempo, energías y esmero. Es increíble recorrer el mismo camino. Hay veces que voy silbando y otras, en silencio.

Alessandro Ulivieri Klein

Si el mapa es el pentagrama, la melodía es el camino que recorre sus lugares. Los hay que son como notas alegres y rápidas, que levantan el corazón como los niños jugando a las cosquillas. También los hay graves y sostenidos, que dejan un final largo y se paladean hasta la vez siguiente. Extensiones delimitadas por números en una calle cualquiera, espacios que cobran brevemente el sentido al compás de nuestros pasos.


MI VENTANA Siempre he pensado que la calidad de vida se mide en las ventanas que tiene tu casa y en el tiempo en bici existente desde la barra del bar que frecuentas y la cama en la que dormitas. El lugar físico no existe. Lo que no se concibe, se transita, pero no se vive. No lo digo yo, lo decía Lefebvre. Es como ese escalón que se mantuvo invisible hasta que tropezaste, y tropezaste, y otra vez, tropezaste. ¿Por qué, maldita tú, por qué tropezamos una y otra vez? Hermosa, porque no callas, por otra parte. Me interesan los espacios que se viven, los cuerpos que atrapan mi atención. El lugar físico se produce a través de la interacción, es meramente social, como todo, como el género, como el amor, como los cuerpos que no son nombrados, como la tristeza que hoy aglutino en la biblioteca del barrio por ese cuerpo que se convierte en sombra. La biblioteca es un lugar de conexión donde internet nos une en espacio físico y nos separa en dimensión. Yo pienso en Madrid, con los pies en Copenhague, y rompiéndome la cabeza por vernos en Berlín. Mi barrio es fragmentado, porque mi cabeza está llena de árboles de acá y de allá. Mi casa tiene más de veinte ventanas y diez minutos en bici me separan de Bumzen, uno de mis lugares favoritos, pero no siempre quiero dormir en la misma cama. Esto no es, pues, calidad de vida. Frente a mí, una mujer

cubre sus ojos con fuerza, sus manos, aprieta con furia su rostro, evita mostrar el llanto, no puede parar. Yo escucho música, frente a una pantalla, me oculto, pero su llanto es sonoro desde el silencio, lo atraviesa, la escucho desde la imagen, nos une y separa. Quiero abrazarla y no lo hago. Continúo aquí sentada. Su compañero, a su lado, la mira, estático, no hace nada, no dice nada. ¿Qué espacio real existirá en los apenas treinta centímetros físicos que les separan? ¿Cuándo el espacio se convierte en distancia? ¿Cuando el espacio olvidó la distancia y dio paso a lo cercano? Me gusta que en Copenhague los barrios se nombren por su localización geográfica. Yo vivo en el Noroeste, en el barrio de Nordvest. Llévame al Noroeste. Te espero allá, donde el sol termina de ponerse. Allí, en el Utterslev Mose, donde los pájaros descansan y el fervor de la ciudad se olvida. También allí, donde duermen los muertos cuerpos, los cuerpos muertos, en el cementerio de Bispebjerg. Es un barrio de migrantes, gentes de bien y aspirantes a modernos. Unas ignoran los nuevos cafés, otros los aplauden y las últimas, los disfrutan en silencio para no ser tachadas de gentrificadas o, mucho peor, gentrificadoras. Yo vengo de Madrid, del lugar donde los bares sin ser concebidos, se viven. No da lugar al tránsito. Es por ello, que sin ser moderna,


con chaqueta, corbata y tutú. Las duchas serían compartidas para vernos los cuerpos y habría una cafetería gratis en la esquina. Sí, en la esquina donde Jackson, el gato del barrio, tiene su casa. En mi barrio ideal no habría coches y las bicis no necesitarían candados. En mi barrio ideal, yo le daría un abrazo a la mujer de la biblio, ella aparecería en bici sonriendo y yo tiraría por la ventana este teléfono que no suena para comérmela a besos y empezar de nuevo.

Laura Blanco

ni aspirar a ello, sin ser gente de bien y, con el color de mi pelo como bandera migrante, sí, reconozco, que aplaudo un café en el barrio, cual moderna sin vergüenza. Behov, es decir, necesidad, así se llama. Voy y vengo en bici, no entiendo forma mejor de vivir los espacios, de comprender distancias y construir cercanías. Otras veces camino, para entender otros tiempos y atentar otras aceras. Mi barrio ideal es silencioso y travestido. Mi vecino iría en botas de montaña


LAS TORRES DE VALDEACEDERAS La mayor de las ventanas de mi estudio verde mira al sur. Abajo, en la plaza, los alcohólicos de la Ventilla (supervivientes de la embestida del caballo de los ‘80) rebuscan ávidos entre los arbustos las bolsitas de hachís que ayer noche dejaran caer por si los maderos. Arriba, urracas, mirlos y algún jilguero extraviado picotean las ramitas y las bolas de semillas en las alturas de los plátanos. Algo más allá, pasado este falso parque, la línea Capitán Blanco Argibay vertebra el barrio desde el límite oeste hasta Bravo Murillo: bares de pacos fumadores, bares de dominicanos, locutorios de filipinos, docenas de fruterías y peluquerías; columnas de ancianos, de mirada siempre impúdica y modales variables como el tiempo (como el tiempo en otra ciudad sin boina protectora), chatarreros con carritos de la compra, repartidores de publicidad semiesclavos, agentes de campo de la especulación inmobiliaria, señales acústicas, olfativas y táctiles de los perros rata de moda. Cerca de Bravo Murillo se puede disfrutar de un respiro: La Remonta, gran plaza rectangular, el mayor espacio abierto de todo el distrito de Tetuán. Aquí es donde he aprendido hacia dónde mirar en las templadas noches de invierno para localizar a Cástor y Pólux, al Cazador, al Can, a las Siete Hermanas. Un plan

urbanístico absurdo va a acabar con esta apertura para llenar la plaza de microsubdivisiones, cosas y jaleo. Tampoco el ayuntamiento se desmarca de llenar los espacios públicos de actividad constante y exasperada, sin dejar un solo hueco al descanso mental. En este barrio sucio, inevitable, básico, hay mucho que aprender. Tiempo atrás, en otra juventud más reclusa e ignorante, salía frecuentemente a explorar la zona, por ejercicio físico y no por verdadero disfrute. Por aquel entonces, llegado de distritos más céntricos, pasear por estas calles suponía casi una autolesión sensitiva: en verano rara es la calle que no apesta a meados y descomposición en un punto u otro; residuos del tipo o tamaño que sean sencillamente se abandonan y se olvidan, incluso frente al propio portal; los vecinos, llenos de generosidad, abren las ventanas para que el sonido de su música llegue a todos aquellos sin alegría. En esta atmósfera abrumadora tenía que esforzarme diariamente para superar la repugnancia física y moral. Pero claro, a todo se acaba acostumbrando uno. Pasada la fase más aguda del choque cultural, descubrí en mis vagabundeos por qué Arthur Machen dijo que «all the wonders lie within a stone’s-throw of King’s Cross Station». El barrio


Álvaro Mielgo Gallego

fue antaño un montón de casas bajas agrupadas a la ladera de una colina, algunas sin ni siquiera agua corriente. Durante distintas fases del franquismo y la democracia, nuevos edificios de viviendas fueron surgiendo y ocupando los descampados, sin superar el cuarto piso. Debido al desnivel y desde ciertos puntos de vista, muchos de ellos se yerguen como verdaderas torres. Siempre he encontrado, al pasear por este laberinto, sorpresas y maravillas que conviven con lo común y lo vulgar: travesías con personalidad individual, edificios de viviendas como fortalezas de clase media, palacios góticos de ladrillo (el mal gusto ha producido grandes obras de arte en toda España), patios sugeridos a los que nunca

se puede acceder, jardines comunitarios secretos, árboles atrapados llenos de fruto, restos de antiguas formaciones urbanas. A lo lejos, desde la parte norte, se pueden ver otras cuatro torres; estas grandiosas horteradas manchan el cielo nocturno con sus focos y sus luces temáticas, e invitan merecidas comparaciones con Barad-Dûr. No sé cuántos inviernos más me quedan aquí, ni adivino en qué circunstancias comenzará la criba de libros para empaquetar. Ahora mismo los borrachos prosiguen con el botellón perpetuo de su edad madura. Las urracas se llaman unas a otras, se posan en los cables tendidos, vuelan con elegancia más allá de los tejados.


DE TODA LA VIDA


Volviendo al barrio, concretamente a las costumbres de mi casa, veo que han cambiando. Antes, en mi infancia, éramos de visitar al quiosquero, Gorka y la pescadería que había junto a éste y la confitería de detrás de la plaza, pero no ha cambiado el supermercado, el de toda la vida, aunque ya no está el carnicero de siempre, ese sí que sabía. Poniendo rumbo a otra calle y en busca de la nueva pescadería, vemos que los dueños van a ampliar el negocio, debe ser que se han asentado en el barrio. La farmacia, que era

una auténtica maravilla cuando era un crío, ahora es moderna, no sé si tildarla de las de toda la vida. Hay varias panaderías en la zona, una carnicería que vende a restaurantes, una lutería con aires clásicos a la par que modernos que lleva ya sus años, una frutería, Faustino, que debe estar haciéndose de oro, porque hay que ver lo que era y lo que es. La peluquería, de barrio de siempre, aún recuerdo al padre del dueño afeitando barbas. No han cambiado ni la fachada. La tienda de los congelados siegue con las tenderas de siempre que despachan con gracejo. Los bares de la zona, ya se sabe, van y vienen, ya nada es lo que era. Y la tienda de música de la esquina, todo un clásico avejentado, pero es uno de esos eternos negocio de barrio. En la otra plaza, poco queda de lo que fue, un par de bares de toda la vida que no frecuentamos, la pequeña administración de lotería, otra farmacia, que antes era una caja de ahorros y la tienda de veinte duros que ahora, claro está, es un chino. El resto de negocios pasaron con gloria y finalmente con pena a echar el cierre. La tienda de muebles, la mercería, otra tienda de ‘todo a 100’. Lo único que se mantiene es el estanco. Éste es mi anónimo entorno en el que crecí de la mano de mi padre, que nos sacaba de paseo a hacer mil recados. Ahora es otro cantar, pero es mi barrio de toda la vida.

Fernando Fom

El barrio de San Antonio, lugar donde crecí sigue como siempre, 7 años después de mi marcha respira ese aroma de barrio de gente que se da los buenos días, que se hace un gesto de vez en cuando y que agrada. Me gusta y no, ser foráneo de mi casa. He vuelto, pero espero estar de paso, las cosas como son. Me siento bien aquí, pero me gusta vivir en otros lares. Las ventajas de no vivir en el centro de Madrid son, sin duda, ese hola Pepe en la frutería Casa Pepe, los alegres ‘buenos días’ en ‘las niñas’, como se llama de manera casera a dos muchachas que tienen un ultramarinos o el hasta luego Maricarmen a la panadera. Esa falta de prisas, ese compadreo, esa confianza que cuesta encontrar en el corazón de la capital, donde un ‘miarma’ a un chino no tiene ningún sentido o un chiste al turco del kebab no te sale.


TENTATIVA PARA AGOTAR MI BARRIO Unas obras sin terminar desde hace más de dos meses. Pavimento nuevo. Edificios de protección oficial. Universo, Planeta, Astronomía… Los aspersores y las baldosas sobrantes amontonadas en una esquina. Un conejo, dos conejos, tres conejos. El hombre que camina hacia atrás. Las margaritas en primavera y la maleza seca en invierno. Un pedazo de campo en barbecho. Esos coches siempre aparcados en la calle que no va a ninguna parte, las caravanas y quienes vienen a limpiar las tiendas de campaña en junio. Los vecinos que tienen piscina. Hierbajos y césped. Lavanda. No huele a nada salvo cuando cambia el aire y trae lo de la depuradora. Aparatos de gimnasia para personas mayores, arena y un pozo donde se oye el paso del agua. Un pastor alemán, un bulldog, un golden retriever y un husky. La silla rota en la parcela donde pasan el tiempo los perros. Algunas parejas jóvenes con críos. La gitana anciana que se sienta al sol con su marido tras gritarse mutuamente. El recuerdo del coche de caballos en verano. Los caballos de la policía que venían a pasear un rato. El conejo que encontré muerto y seco en el hueco del garaje. Los envoltorios del Mc Donald’s en la acera y algún que otro condón en Satélite. El único río con nombre en femenino. La preocupación

por los patos recién nacidos que desaparecieron cuando empezó el calor. Algunos señores que pescan y los chavales que fuman porros en la orilla. Mi cráter. Los huertos del ayuntamiento y el huerto ciudadano un poco más allá, del otro lado del río. Un gran gimnasio, tres bares, una pequeña peluquería, dos guarderías y el MERCADONA. Ese sitio que todo el mundo recuerda como el lugar donde se hacían geniales conciertos. La farmacia de arriba y la farmacia de abajo. El único buzón de correos amarillo. La escarcha y el hielo en Diciembre. El final de la línea E3 del autobús que sale 3 veces al día y vuelve 1 a la glorieta. El gran tronco del árbol caído. Las putas de la rotonda y la vía del tren cortada desde hace más de un año. La extraña caseta de ladrillo del fondo, la nave que parece abandonada y el campo repleto de pañuelos y condones usados. Las sillas y piedras donde se sientan mientras esperan. El galgo que un día cruzó corriendo la calle cuando volvíamos con el coche. Las vallas publicitarias. Solvia. El paso subterráneo de la parada del tren del Campus Universitario que me da tanta inseguridad. Las flores de plástico de la gasolinera que acaban de renovar donde cobran por hinchar las ruedas de la bici. La asociación de vecinos y el local de Parados en Movimiento. La parada de bicis del ayuntamiento y la pasarela


monos naranjas. Los contenedores de orgánico, inorgánico, cristal y papel y cartón. El contenedor de ropa junto al gimnasio, los de aceite vegetal y el punto limpio móvil que viene los jueves. Las primeras nieblas densas en otoño. Asfalto y algunos árboles como cerezos, arces japoneses o álamos. Los trailers que aparcan a veces, las furgonetas de los gitanos y los coches tuneados con música a todo trapo. El conductor que vi tirado en la calle y dormido en una extraña posición en verano. Runners, ciclistas y hombres que caminan rápido y madrugan. El sendero verde hacia el salto de agua y la carretera 1 que circunvala y la carretera 2 que de nuevo circunvala.

Marta Álvarez

de andamio para salvar la vía que desmontaron antes de estrenar. El centro cívico junto a la vía y la Iglesia cristiana evangélica. La casa de apuestas que abrieron hace poco. El mesón donde sirven ricas hamburguesas y un restaurante árabe donde nunca hemos entrado. También un kebab donde no me gusta parar. Uno, dos, tres, cuatro solares vacíos. El merendero, el montículo, el carril de bici interrumpido y las canchas junto al río, el parque infantil al otro lado de Cometa. Las fiestas de la comunidad gitana, sus cantos y bailes en las tardes de verano. El roneo. Otra vez los perros, los patos, alguna rata y más cemento. El equipo que vino a limpiar el río en octubre con sus


NO TIRAR BARRO La calle donde vivía antes está ahora llena de árboles. Tiene varios parques cerca: con columpios y toboganes para los niños, para pasear perretes y con aparatos de gimnasia para la gente mayor. También hay tiendas, supermercados y edificios de viviendas detrás de aquel en el que me crie. Hace muchos años no tenía nada que ver. Era la última calle del pueblo; detrás solo había huerta y justo al lado se extendía un descampado infinito lleno de maleza y escombros. En ese descampado y sus montones de electrodomésticos reventados y vidrios rotos me adentré una vez con la bici y me caí de morros. No me di cuenta hasta un rato después, cuando subía a casa en el ascensor, de que me había cortado en la mano con unos de esos cristales. No me dolía, pero llevaba toda la camiseta manchada de sangre. Todavía tengo la cicatriz, dura y grisácea. Si te adentrabas en las huertas cercanas y recorrías los entramados de acequias te daba la sensación de que abandonabas el mundo real y que, si continuabas caminando durante un rato, solo un rato más, podrías perderte irremediablemente y nadie te encontraría jamás. En un muro que daba al descampado había una pintada, escrita en letras muy rectas, grises y rotundas, que rezaba: No tirar barro. Siempre me intrigó, porque no decía No tirar basura, o No tirar escombros. Decía No tirar barro, y yo me imaginaba a gente haciendo barro, mezclando agua y tierra en

un cubo, y lanzando paladas del engrudo pringoso a la pared. Una tarde, cuando teníamos unos once años, una amiga y yo rescatamos a unos gatitos de un campo cercano. Unos brutos les pegaban patadas y les tiraban piedras, así que estrujamos entre nuestros brazos a varios cachorros llenos de colmillos y uñas afiladas y atravesamos los sembrados a todo correr hasta mi casa. Los brutos que les querían hacer daño decidieron que la evolución lógica de la situación era hacernos daño ahora a nosotras, y nos tuvimos que esconder de ellos durante semanas. Compartí habitación con mi hermana mayor hasta los trece años más o menos, cuando el dormitorio de mi hermano, que estaba junto al comedor, se quedó vacío al marcharse él. Dormí durante años en un cuarto con pósteres de Robert Smith en las paredes, y luego con imágenes de The Cult y más tarde con fotos de Pulp, Blur, Suede, The Smashing Pumpkins y Babylon Zoo. Teníamos estrellitas fosforescentes en la pared. Dibujaban formas y palabras en puntos estratégicos de esos mismos pósteres y los recortes de la NME. Cuando apagábamos las luces brillaban durante un rato antes de ir apagándose poco a poco. Casi nunca las veía apagarse, en realidad; me dormía antes. Era pequeña para comprender del todo las crónicas de noches desenfrenadas de mi hermana, pero me lo pasaba en grande de todas formas; con eso y con las


Yolanda Camacho

interminables sesiones de música demasiado adulta para mí. En verano subíamos a la terraza comunitaria a tomar el sol. Nos llevábamos chucherías, bebidas y el radiocasete para poner música a toda hostia. A veces subía alguna vecina a tender sábanas y nos sorprendía allí, haciendo topless, cantando a voz en grito y riéndonos como si estuviéramos borrachas aunque no lo estuviéramos. Una vez nos encontramos toda la terraza con las paredes, que siempre habían sido blancas, pintadas de color rojo sangre. Nos imaginamos que a partir de entonces iba a ser de ese color, y que tal vez los vecinos

se habían vuelto locos y les había entrado una vena psicópata. Lo estuvimos pensando hasta que, obviamente, alguien nos dijo que era solo la pintura antihumedad y que, cuando secara del todo, volverían a aplicar el blanco de siempre. Fue una decepción; me gustaba más nuestra versión. Hace años que ya no vivo en esa casa ni en ese pueblo. Siempre que voy, aunque no es algo que haga muy a menudo, me entran ganas de acercarme a comprobar si la pintada de No tirar barro sigue allí. Pero al final no lo hago, supongo que porque me da miedo que ya no esté.


AQUÍ VIVÍA YO


Arriba estaba mi casa. Me fui muy lejos, después volví y paso a veces a dar una vuelta. La abandoné y entregué las llaves. Debería existir pena de muerte para eso. Dejé polvo y tablas, cartones por el suelo y ceniza.

(Mi padre ya se había llevado los pomos de bronce, aunque hace poco me ha vuelto a regalar mi florete). Paso a diario cerca de allí, raras veces me acerco a la puerta. A veces llamo, saludo, pero nunca entro. Recuerdo todo todos los días, y lo intento olvidar siempre que puedo.

Javier Cenzano

En la azotea y en el césped vivía. En un enorme bloque con calefacción central y meriendas en casa de los vecinos. La luz de las cocinas cada vez más brillante. El parque, cada día más frío y cada día con más cerveza.


YO VIVÍ EN MUCHOS LUGARES Yo viví en muchos lugares. No todos fueron mi lugar, pero todos terminaron siéndolo un poco.

librera octogenaria sentada con sus libros en una plaza dispuesta a contar lo que una quisiera oír.

No me parece que pueda expresar cuán bello es llegar a un lugar remoto, lleno de promesas y de novedad.

La casa de Bourg-la-reine, era fría. Grande, silenciosa y quieta, no pasaba nada. Eso sentía cuando llegué. Adolescente con ganas de salir , de andar por ahí. Esto era la mismísima muerte.

Es una sensación de infancia, de belleza trascendente. No se pierde nunca. Me vuelve a pasar cada vez que me mudo. La inocencia al descubrir los paisajes, sus colores, la luz de cada lugar, las caras de la gente, es una inocencia primigenia. Me reencuentro conmigo misma, vuelvo a ser una niña salvaje y curiosa otra vez frente a una nueva lengua, a un clima nuevo, a un aire nuevo, a una casa nueva. Al mudarme a París a los 17, mis padres eligieron vivir en las afueras, en una casa. Yo había crecido en el corazón de una ciudad enorme y bella, Buenos Aires. Los autobuses dejaban hollín negro en mi ventana y el murmullo de la avenida era constante y arrullador. Me parecía que todo podía suceder allí y que todo estaba siempre a punto de suceder en mi ciudad. Nada tenía mucha lógica y vivía sorprendida y atenta a los giros inesperados que me proponía cada esquina, ya fuera escapar corriendo de un perro enorme que salía de quién sabe dónde a encontrar a una

No podía andar sola, no entendía NADA de lo que me decían, no sabía ir en el metro gigantesco, laberíntico y frenético de París. No sabía volver a casa. No hablaba Francés. Nadie hablaba otra lengua que no fuera esa ininteligible y disonante para mí. La casa me brindó la oportunidad de un encuentro con la naturaleza, un encuentro que sólo había tenido en la hermosa casa de mi madrina (un caserón en los suburbios de Buenos Aires) que fue, durante mi infancia, el escenario de mis juegos y el refugio ante la intensidad familiar. Mi madrina es una señora que quiero mucho, muchísimo. Es la tía de mi padre, su jardín era reflejo -para mis ojos infantiles- de su jardín interior, lleno de flores y frutos salvajes, todos disponibles para mí. Me convidaba de las moras que cogía de su jardín, lleno de un cariño simple y sincero, sin palabras trascendentes ni grandilocuentes. Todo relucía con la simple sabiduría de lo natural. Le tengo tanto cariño a ella que,


Mis vecinos tenía dos hijas muy majas, terminé siendo su babysitter cuando sus padres tenían que salir. Las señoras del barrio iban al mercado los miércoles por la mañana, el pequeño centro de esta ciudad de suburbio me parecía un pueblo. Todo era muy adorable y sencillo. Pero me faltaba el sol, me faltaba la gente hablando en el bus para contar cosas que no tenían nada de trascendente. Empecé a sentir mucho frío. Nada era como lo había imaginado. Era extranjera, la

casa y su jardín, siguieron siendo los únicos lugares donde no lo era. Este primer desarraigo marcó muchas cosas en mi vida y en perspectiva, fue el motor para seguir buscando una y otra vez nuevos lugares para encontrarme frente a cosas nuevas, incluirlas en mi vida y aprender a apreciarlas. Los lugares en los que viví han sido todos mi lugar y volver a ellos es, de alguna manera, volver a mi. Como dice Naná en “Vivre sa vie”: “Après tout, tout est beau, il n’y a qu’à s’intéresser aux choses et les trouver belles” (después de todo, todo es bello, sólo hay que interesarse en las cosas y encontrar en ellas su belleza).

Carolina Doll

de una manera extraña, transferí ese cariño a la casa que, del otro lado del océano, me acogió en su espacio Intimo y arbóreo.


LA CICLOGÉNESIS TRAS EL CRISTAL Miro por la ventana esperando la ciclogénesis explosiva, que debe ser una borrasca en los tiempos de todo más y todo sofisticado ¿Frío pelón y aire de desgajar tejas? Un diciembre mesetario que sabe a poco a los catetos que hemos nacido en Madrid. Tras el cristal, como siempre, tejados tristes, cacharros apilados en una azotea y antenas que sirven de cota para imaginar la profundidad del cielo. Detrás de las ventanas de ciudad no hay horizonte. Hoy hay también algunas hojas surcando el suelo polvoriento del descampado, llevadas por el viento silvante, y ese tono pre atardecer que, no sé por qué, es el color del frío. Tras el cristal, es raro, no hay hoy gente. Ni la comunidad de los tirados -hablando con voz ronca, calentando las manos en el vidrio helado de la cerveza-, ni los papás del huerto urbano, ni la secta de los paseadores de perros, ni el merodeador de los ojos inquietantes, ni tan siquiera los gatos, los primeros que llegaron al descampado. No, hoy, parece, todos miran desde alguna ventana, esperando la ciclogénesis explosiva. Contemplo la nada única de cualquier descampado y me acuerdo de mis vecinos nuevos. Viven en otra parte del descampado donde mis ojos no llegan. Son jóvenes, filipinos -creoy han levantado dos pequeñas barracas sobre la superficie

abrupta del aparcamiento abandonado tras un pufo urbanístico, encallado en una charca fangosa del capitalismo de amiguetes. Antes de los filipinos hubo un par de chatarreros rumanos que dormían casi al raso, bajo un leve tejado de plástico hecho con el tablero de juego del Enredos (Twister). Era verano y, como muchos veranos, la maleza que lucha contra el hormigón del aparcamiento ardió de noche. Un vecino comentaba que los chatarreros lo habían incendiado “para ampliar sus dominios”. Lo juro. Los nuevos vecinos, un par de parejitas (no sé si alguien más), son asombrosamente cuidadosos con su mísero entorno. Barren todas las mañanas y limpian el voluptuoso exterior grisaceo del aparcamiento, bajo el que hay varias plantas abandonadas (toda una ciudad subterránea con la que fantasear). Vienen, van en bicicleta y visten mucho mejor que yo. Si no fuera obsceno juzgarlos, podría decirse que llevan su miseria con más dignidad de la que muchos llevamos nuestra opulencia mocha. J. y D. tiran de mi pantalón mientras miro por la ventana. Me recuerdan que aún no hemos puesto el belén. Un nacimiento ateo que ponemos, religiosamente, cada año. Ateo porque lo digo yo: tiene su niño Jesús, la Virgen María, sus Reyes Magos y hasta un ángel (con un


Luis de la Cruz

ala rota, eso sí). No como el de R., que pone un nacimiento con la cunita vacía. Un belén que es chufla de amistades y cincel de mis arrugas de expresión más satisfechas. Pienso en mis vecinos del descampado, ellos, me ha parecido ver, han puesto también un árbol de navidad y, bajo la conífera de plástico con lazos rojos, una figuritas que en la distancia parecen un misterio como el que ponía mi abuela en la casa grande. - Terminad de colorear eso, ahora bajamos a por la caja del belén al trastero. Sigo mirando (hacia fuera y hacia dentro). Esta mañana pasé frente a la verja metálica tras la que está la chabola. Hoy casi no se ve el hábil entrelazado de desechos

con que han levantado su hogar. Una densa malla de plásticos y lonas la recubre. Un parapeto brillante dispuesto a la espera de la ciclogénis. Del frío pelón, del viento lacerante de diciembre en la meseta. Miro tras el cristal, me fijo en las ramas de las malas yerbas triunfantes, convertidas en árboles. Se mecen algo más que antes, aún sin la violencia de “un pequeño ciclón extratropical”. Miro el color indescriptible del frío, el cielo plomado, la luz en fuga… A mi espalda, expuestos a la noche, mis jóvenes vecinos esperan tras los plásticos la llegada de la ciclogénesis explosiva. Aquí un belén, afuera: el frío.


EL SOFRITO DE MI BARRIO


Mi torre es una espiral con muchas ventanas que parece una colmena, o uno de esos edificios de la antigua URSS, si no fuese por el ladrillo visto y porque la construcción es del ’95, que eso es muy madrileño y de soviet no tiene nada. Tiene tantas ventanas que no sé ni cuantas vecinas somos, que en el ascensor siempre conoces a alguien ya lleves viviendo aquí décadas. Hay una señora con un perro que me cruzo mucho, que es muy maleducada o tiene alzheimer porque siempre que la saludo me mira de arriba abajo, desconcertada, como si no fuese con ella; y la verdad que no parece tener alzheimer así que yo creo que es más bien maleducada. Mi frutero, Paco —de “Frutas Selectas PACO”— no tiene alzheimer, y tanto él como su señora me saludan siempre amablemente cuando pongo un pie en su comercio —que queda a pie de calle y renombra el toldo con la misma tipografía que el diario “EL PAÍS”, así, en mayúsculas también—. Cerca de casa tengo muchos supermercados: un

Mercadona, un Lidl, un Ahorramás (el súper del barrio); y ahora van a abrir un Carrefour, pero a mí la verdura y la fruta qué quieres que te diga, me gusta comprárselas a Paco. Hace meses cerraron el “E.Leclerc”, que también había, y ahora van a abrir un Carrefour y eso ha causado mucha espectación en el barrio, porque está toda la estructura tapada con lonas blancas y siempre que bajo a ver si consigo vislumbrar avances entre telas hay lo menos otras cuatro personas fisgoneando, y entre nosotras nos miramos en plan: “tú también aquí, fisgoneando ¿¡eh!?”, y así llevamos ya meses; que si no se ve nada, que si ya se ve algo, que si esto ya está a puntito… el otro día me dijeron dos señoras que les había dicho un señor que el chaval del comercio de enfrente decía que abrían ya el 12 de este mes. Así que tú verás, el día 12 bajaré rodando desde mi torre —tras cruzarme seguramente con la vecina del perro y saludar al vacío— a la gran inauguración, porque será la novedad del barrio y me gusta a mí estar a la última. Pero eso sí, los calabacines se los seguiré comprando a Paco y Señora, porque el sofrito no queda igual.

PEGA

Vivo en una torre muy, muy alta, y desde mi piso veo todo madrid sur y todo madrid norte, y toda la contaminación de madrid sur y norte.


NÚMERO 56, 3ºC La imagen del vértigo de los días arriba y abajo era un monte viejo relamido por el viento y la tarde roja agonizando por mi ventana. Juguetes en un bote de Colón. Juguetes que olían a detergente y encima un relojero con despertadores soviéticos que jugaba a rodar canicas en las madrugadas. Mis primeras nocheviejas. El torso de una muñeca a la que había que peinar. Un piso de distancia era una eternidad. Debajo calor de Andalucía con Chanel número 5 y celofán rosa como parasol. Mucho tiempo después de su muerte el rosa empalideció, y en mi casa todos nos pusimos tristes. Tacones de Lorca, tacones de Alfacar a Viznar. Jamás nadie volvió a esa casa. Jamás nadie la habitó. Tras el televisor había un hueco donde escondía el tabaco. Había otro también en el techo del ascensor. Cuando detuvieron al malo fumamos en el baño y los espejos se empañaron. Si algún día vuelvo por el número 56 dejaré una copia de este poema en prosa en ese hueco del ascensor. Nunca se sabe. Mi primer recuerdo es caerme de la mesa de mármol de la cocina. Sangre en una toalla. Una herida que sirve de referencia cuando me peino. Alguien que al darme la papilla se descuidó.

Creo recordar también el Mundial 82, pero quizás con los años el verbo se hizo mentira y mi cerebro se la creyó. En la habitación del fondo rezaba mucho cuando murió mi madrina. Dejaba de estudiar o hacer los deberes e iba a hacerlo compulsivamente justo antes de que anocheciera. Jamás nadie se enteró. Al parecer Dios no me escuchó. En la cocina ponía mis cintas de The Doors. People are strange mientras desayunaba un colacao pálido sobre un mantel de hule. También tenía un póster troquelado de Sofía, la sobrina del Inspector Gadget. En una foto yo llevo corbata y un jersey azul horrible y salgo con ella sosteniendo, paradójicamente, un superhumor. Quizá aquellos fueron los días más tristes de mi vida. Teníamos una carbonera que inspiró una vez mi primer cuento. Nos la llenaba un tal Lito y sus empleados, todos con mono azul, todos silenciosos, todos jorobados. Le pagábamos con un vale, el mítico vale de carbón. En el cuento aquel lugar se convertía en un refugio nuclear y en otro lugar muy lejano un dictador pulsaba de manera equivocada un botón. Antes de escribirlo fui un niño que para entretenerse ponía el gancho al rojo vivo en las brasas al rojo


Tuvimos un vídeo Beta como una sonrisa del destino llamándonos perdedores. Apostamos mal. En la cinta en la que lo probamos quedó grabado Gimferrer presentando uno de sus dietarios. Aquella imagen quedó marcada en mí para siempre y aún hoy soy interludio

azul y agente provocador, verso retorcido y extraño, un alma con capa negra en una churrasquería. Un genio en el arte de no saber hacer la cama. Construyeron un edificio justo enfrente y jamás volvió a hacer sol. En quinientas veintiocho palabras no puedo decir mejor que allí, en el número 56, un día habité yo.

David Fueyo

vivo de la cocina de carbón. Allí quemé las cartas que nunca nadie me escribió.


CENCELLADA Cencellada sobre la ballena rosa y lágrimas heladas sobre las mejillas al cruzar el Pisuerga por el Puente Colgante. Nunca nos visita la nieve pero sí las heladas y por eso es aconsejable llevar siempre sal en los bolsillos y lana arropando el corazón. Aquí vivía yo. Y ahora siempre me acompaña. Recuerdo cómo los pavos reales se fugaban del Campo Grande y el tráfico paraba, gentil, dejándolos pasar, adorando un emblema viviente de la ciudad. Mi madre dice que ella se cruzó con Delibes muchas veces, es posible que yo también, ojalá hubiera prestado más atención, pero ya no importa. No recuerdo qué fue lo que hice antes de abandonar la ciudad pero ahora siempre tomo nota de todo lo que quiero que hacer al volver. Me gusta mirar por la ventana de mi antigua habitación y rememorar cómo, en las tardes de estudio, yo simplemente observaba el parque y soñaba con irme de allí. Una vez hubo una tormenta, quizá yo tendría quince años y muchos pájaros en la cabeza. Los truenos comenzaron su concierto y, de pronto, un rayo partió la noche. El cadáver de lo que una vez fue un sauce yacía sobre la hierba, humeante. Cuánto lloré. También me gusta pasear frente a mi colegio, todo hecho de ladrillos rojos, y decir en voz alta “Ese es mi colegio”. Incluso a veces me cruzo

con mi profesora de parvulario (antes era parvulario, no infantil), Escoli, y me sujeta la barbilla con sus dedos aún fuertes y me mira a los ojos y sé que ella puede leer mi alma. Otras veces disfruto observando a los ancianos por el Paseo Zorrilla, deteniendo el tráfico a golpe de cachaba, los miro y fantaseo con el hecho de que algún día seré como ellas y ellos, y blandiré mi bastón al cruzar la calle y me colaré en los supermercados poniendo cara angelical. Cerca de este termómetro se encuentra un edificio fascinante y enigmático, el antiguo hostal Lucense. Lleva cerrado desde hace veinte años, y abrazado por los andamios desde hace, quizá diez. Era nuestro punto de encuentro, nunca supimos muy bien para qué servía, simplemente quedábamos ahí para dar vueltas inocentes por la ciudad, comiendo pipas y hablando del futuro oscuro e incierto. Supongo que para todas existe un lugar como el que menciono. Próxima al hostal había una pastelería, ya no sé si todavía continúa abierta, pero ahí, con la propina de la semana, nos comprábamos unas cajas de pequeñas pepitas de chocolate negro, y luego nos íbamos a pasar la tarde a los scouts. Todo siempre cerca del termómetro que marca grados bajo cero. Ahí vivía yo y ahora añoro los


Claudia SP Rubiño

grados bajo cero pero, ¡qué frío se pasaba de vuelta a casa tras una noche de fiesta! Las fuentes, superficies de agua congelada, nos daban casi los buenos días y cruzábamos los puentes hasta

el otro lado, directas a hogares calentitos. La cencellada se quedó atrás pero, cuando regreso, dejo que bese mi frente para que el recuerdo dure hasta el invierno siguiente.



de película y a lo lejos siempre aparece mi vecina Lucía, frustrada por volver tarde a su casa pero con una gran sonrisa que contagia ganas y buen rollo. He olvidado mencionar que nací a 13.000 km de mi barrio. Que quienes más me abrazaron y quisieron en mi vida, no están aquí. No les he contado tampoco que he perdido a mi madre recientemente y que en mi interior llueve más que en cualquier invierno. Pero aprendí a ver lo que me rodea con los mismos ojos con los que admiramos las pequeñas cosas de la vida. Hoy mi refugio es pertenecer a mi barrio, saludar a las señoras que van temprano a la panadería de José, a los niños, a Lucía. Admirar la mañana antes de ir al trabajo, reencontrarme con el atardecer en el parque y, por la noche, materializar unos besos en el portal. Hoy creo más que nunca que todo nuestro entorno es como queremos que sea. Y que cuanto más nos involucremos en él, por necesidad o por elección, más nos abrazarán sus calles, sus luces, sus veredas y su gente. “ MAMINA

Mariana Curti

“Barrio Estrella, Distrito Retiro. Mi refugio en la ciudad mágica de Madrid. Las calles, adornadas con las hojas del otoño, me abrazan en cada paso que doy. Camino lento y voy respirando la paz que me genera el ver a los niños jugar juntos en las urbanizaciones linderas. Ellos sonríen con la inocencia de una vida en la que sólo les preocupa hacer un gol en ese arco improvisado con banquitos de madera. Yo sonrío también, porque sólo en mi barrio puedo volver a sentirme una niña pequeña. Cada fin de semana espero con ansias el atardecer: salgo de casa y apuro la marcha hacia el Parque Roma. Hay un lugar especial en él, donde el sol brilla más que en cualquier sitio y la perspectiva visual devuelve un momento que parece irreal: se iluminan al mismo tiempo mi cuerpo sobre el césped y los veloces autos que recorren la M-30. Y así llega la noche como si alguien apagase la luz: cierran la farmacia, el colegio, la peluquería y la panadería. Mi barrio da esa insólita sensación de que todos nos vamos a dormir junto con el sol. Pero la noche… ¡Menuda noche! Las luces encendidas de la calle Pez Austral regalan un paisaje


El sitio donde vivo es un lugar que odio con pasión. Llegué aquí por puro accidente. Después de un periplo por el extranjero aterricé en Madrid, una ciudad siempre hostil en cuanto a vivienda se refiere. Tras varios alquileres, nos aventuramos y compramos un pequeño pisito en una tercera planta sin ascensor que, tras unas obras, quedó muy bonito para una pequeña familia con una criatura recién nacida. Era todo lo que podíamos permitirnos. Con lo que no contábamos era con el infierno viviendo justo arriba. Broncas y movidas constantes todas las noches. Cuando digo TODAS quiero decir TODAS. Y cuando digo NOCHES quiero decir TODA LA NOCHE. Un horror contra el que no podíamos hacer nada, por lo que no nos quedó más remedio que venderlo y salir huyendo de ahí. La burbuja inmobiliaria estaba inflándose y, sin dinero, sin tiempo, sin apoyo familiar y con empleo precario, no encontrábamos nada en una zona más o menos céntrica, por lo que comenzamos a investigar por la periferia… y aquí nos plantamos, a 17 kilómetros del centro de Madrid. En un principio nos atrajo la posibilidad de tener parques, una vida sin ruidos y que, con un poquito más de ayuda interesada por parte del banco, podíamos vivir en una casita adosadísima al lado de unos columpios, con su lago y sus patitos. Soñábamos con una especie de peli de esas en las que alguien llama a tu puerta y te obsequia con

una tartita de bienvenida. Muy pronto, la realidad nos dio una patada bien fuerte para zambullirnos en un entorno donde las parejas y las familias se rompen constantemente y donde el egoísmo y el individualismo se convierten en auténticas formas de supervivencia. Ni tartitas ni vecinitos simpáticos: la urbanización era una jungla de falsedad y mentira. El ambiente nos asfixiaba y nos oprimía. Necesitábamos salir de allí. De nuevo. Otro cambio de casa. Otra decepción. Y volvimos a un piso, esta vez, con la menor cantidad de vecinos posible, aunque eso tampoco nos ha librado de una sociedad antagónica a nuestro ideal de vida. Y hasta aquí hemos llegado. Este pueblo es un horror. No he encajado y creo que no voy a poder encajar jamás en esta filosofía de vida. No he logrado hacer ni una amistad, incluso después de años llevando y trayendo a nuestras criaturas de centros educativos varios… y me doy por vencido: no hay nada que hacer. He aprendido a hacer mi vida de puertas adentro e ignorar en lo posible a todos los seres humanos que tengo a mi alrededor. He normalizado que la gente no me salude por los pasillos de un edificio que compartimos, que ni siquiera salgan de sus casas cuando estoy dando patadas a mi puerta cuando se me quedan las llaves dentro, que a nadie le importe nada de los demás e incluso a que la


Federica Pulla

gente fallezca y te enteres meses después. Y me sienta mal. Me duele. Éste es un lugar donde no hay comercios locales, ni bares, ni fruterías de barrio, ni panaderías. La gente se evita y solo se reúne por motivos meramente circunstanciales y pasajeros. Cuando las circunstancias desaparecen, te ignoran, como si nunca hubieras existido en sus vidas. La convivencia en este lugar es dura y cruel. Soy consciente de que hay gente a la que le gusta e incluso elige esta forma de vida, la del anonimato, la falta de empatía, la carencia de sentimientos, la soledad, el ensimismamiento social, el individualismo, y que

necesitan lugares para ellos, para cultivar su mal rollo y salir a la calle dispuestos a diseminar sus malas vibraciones allí por donde van, pero esto no es para mí. Este sitio nos ha endurecido y nos ha enseñado muchas cosas de la vida, de los demás y de nosotros mismos. En mi mente siempre idealista sigo soñando con un entorno todo lo opuesto al que sufro a diario. Quiero pensar que, en algún rincón del planeta, existe ese lugar donde los vecinos se ayudan, donde las comunidades se reúnen pensando en el bien común y en donde la convivencia es pacífica y hasta placentera. Sigo buscando.



A veces aquí vuelve la agorafobia, pero no me dura mucho tiempo, a lo sumo cinco días. Cuando me noto fuerte, salgo a la calle y doy una vuelta a la manzana o me bajo a sentar a un banco de la plaza. Si se me pasa del todo, camino hasta el Ayuntamiento y me siento en la terraza alcahueta, la terraza más grande por donde pasa todo el mundo camino del tren, de la iglesia, del colegio (de ahí que sea la terraza alcahueta, la de ver y comprobar). Allí en Madrid ¿qué podía hacer cuando el afuera se convertía en tierra ignota poblada de monstruos? Todos mis recuerdos en la calle de ese tiempo tienen lluvia y la sensación de apretar el paso. Muchas veces salía con los cascos puestos y ruido blanco para tener el sonido controlado y no una cacofonía de cláxones, acelerones, gritos y melodías que se escurrían desde los comercios. Aquí no tienes que apretar el paso y agachar la cabeza, los cascos rara vez salen de casa. De hecho no he vuelto a creer que vivo en un laberinto. Si me pierdo creyendo que lo de afuera es demasiado grande para mí, vuelvo la cabeza y ahí está, el cielo. Bocanada de aire fresco. Yo no quería bucear en Madrid pero Madrid me obligaba a hacerlo, una inmersión profunda con un tanque defectuoso a la espalda. Aquí en los días peores siento simplemente que hago snorkel. Solo tengo que levantar la cabeza para poder coger aire.

María del Castillo

Querida B.: Aquí los cielos son más azules porque veo más cielo. Cruzo una calle, miro hacia la carretera y ahí está: el cielo. Las casas tienen como mucho cuatro pisos. La nuestra tres pero contando los locales y la azotea hacen cuatro. ¿No te he contado? Tenemos azotea y se ve el Castellar. El Castellar no es mucha cosa pero hace las veces de vista a las montañas. Es una especie de tajo que talla el Ebro a su paso. Abres la puerta de la azotea y ahí está, de los mismos tonos que un conejo de monte. Principalmente ocre pero también dorado y con unos pequeños destellos en un blanco casi irreal. No es una montaña verde, no hay nieve y desde luego no es un bosque, pero es tener vista. Desde mi ventana de Vallecas se veían bajar los autobuses y el letrero de la tienda de la esquina “Cambiamos su bañera por plato de ducha”. Vallecas no fue hostil de primeras, de hecho, me mudé con mucha alegría. Al fin y al cabo es el barrio de origen de mi familia y mi compañerx de piso era un amor comparado con el infierno que había sido la casa de Carabanchel. Pineda también se alegró de la mudanza una vez pasado el susto del viaje. Vallecas, como te decía, no fue hostil pero seguía siendo Madrid aunque se disfrazara de periferia de almendra. Y Madrid ya tenía el plan de expulsarme.


DESPEDIRSE DEL COSMOS Me estoy mudando. Y no porque yo quiera, sino porque, desde hace un tiempo, el barrio en el que vivo se ha revalorizado –“reva-lo-ri-za-do”, esa palabra– y mis caseros han decidido que este es el mejor momento para vender el piso que ha sido nuestro hogar durante los últimos cuatro años. En estos meses, al menos cinco pisos más del edificio se han puesto a la venta –y se han vendido–, y ahora que estamos a punto de irnos, ya hay otros dos carteles de “se vende” colgados en el portal. En enero colgarán el nuestro, el del 2ºA.

esta incertidumbre me ha hecho pensar mucho sobre los espacios, los que habitamos y los que sentimos “nuestros”, aunque sea de forma temporal. Mientras hago cajas, me he encontrado con un libro de Gaston Bachelard que no recordaba que tenía, donde habla, entre otras cosas, de cómo los espacios que habitamos también nos habitan a nosotras. Este señor dice: “La casa es nuestro rincón del mundo. Es –se ha dicho con frecuencia– nuestro primer universo. Es realmente un cosmos. Un cosmos en toda la acepción del término”.

¿En qué momento tu casa deja de ser tu casa para convertirse en una casa anónima? ¿Es cuando por fin se queda vacía y echas un vistazo alrededor antes de cerrar la puerta por última vez? ¿O es cuando te dicen que te tienes que ir, el momento en que empiezas a ver todos esos rincones familiares como extraños, casi ajenos? Es una sensación muy rara, porque al fin y al cabo, esta seguirá siendo tu casa hasta que salgas por la puerta y entregues las llaves, pero saber que hay una fecha de fin, hace que dejes de percibirlo como lo que había sido hasta ahora, tu lugar en el mundo.

Claro Gaston, por eso me está costando tanto despedirme de este espacio. ¿Cómo se le dice adiós al cosmos?

Durante todos estos meses, a la angustia existencial de tener que irte de un sitio del que no quieres irte, se ha unido una angustia aún más grande, que es la de encontrar piso en el salvaje mercado inmobiliario de Madrid. El caso es que, toda

Escribo esto mientras camino por la casa, una de las últimas veces antes de marcharme. Pienso en todo lo que ha pasado aquí. Un montón de imágenes dispersas que van y vienen, asociadas a cada rincón. En la mesa de la cocina se ha quedado para siempre una marca de aquella noche en la que, bastante borrachas, nos empeñamos en abrir nueces a base de golpes. Me recreo un poco en el crujir del viejísimo suelo de madera, que ha sido la banda sonora cotidiana de esta casa. En el sofá que ya no está, han dormido colegas de todas partes, se han superado resacas épicas y encadenado siestas infinitas. Sentada en esa silla, un novio me dejó por Skype. En el suelo de la terraza aún quedan restos de las


María Arranz

velas que encendimos cuando hicimos la queimada en la última noche de San Juan. Me acuerdo del día en que un caracol gigante apareció dentro de la nevera y de cuando mi gata me dejó un pájaro muerto a modo de trofeo debajo de la cama. De cuando reventó la tubería o de cuando organizamos un concierto en el salón con aforo completo. Me acuerdo también del día que pensamos que la casa tenía una maldición y que había que hacer un conjuro para acabar con ella. Nunca lo hicimos, por cierto. Esta casa pasó de ser un lugar anónimo a albergar universos enteros. Y no se le puede decir adiós a un universo así como así.

Vuelvo al libro: “Las diversas moradas de nuestra vida se compenetran y guardan los tesoros de los días antiguos. Nos reconfortamos reviviendo recuerdos de protección. Y al acordarnos de las ‘casas’, aprendemos a ‘morar’ en nosotros mismos. Se ve desde ahora que las imágenes de la casa marchan en dos sentidos: están en nosotros tanto como nosotros estamos en ellas”. Esta casa, con su cosmos al completo, se vendrá conmigo. Es la octava mudanza de mi vida, así que a este paso, si Bachelard tiene razón, acabaré llevando un multiverso a mis espaldas.



Tenía 25 años y vivía en un lugar que no importaba. En 30 metros cuadrados inmensos, donde construimos la certeza de un futuro incierto juntos. Un lugar donde, como gatos escondidos, nos lamíamos heridas y esperanzas, y combatíamos la incredulidad de quienes nunca creyeron en nosotros. Me pregunto quién se entregará ahora a unas sábanas nuevas, que ya no serán mías, en el colchón donde soñamos que todo era posible. Quién se mirará en el espejo de aquel viejo ascensor donde nos besamos como adolescentes, con falta de cordura y exceso de pasiones. Ese ascensor donde también callábamos con los otros, desde donde mirábamos de reojo a los lunes, un primer lugar cómplice del sexo húmedo que comenzaba al bajar la calle Monteleón en el verano cálido e irritante de ciudad. Me pregunto si quien abre cada día la oxidada puerta sentirá el frío de esas calles que, como arterias que no encuentran su norte, recorríamos sin terminar de prestar atención a las vidas ajenas que nos rodeaban. ¿Habrá alguien haciendo café y leyendo frente a la ventana por la que apenas entraba el sol? ¿Se escuchará la voz de Johnny Cash para ensordecer a ese Madrid que se convirtió en mi laberinto preferido? Nunca más tendremos 25 años y viviremos en Malasaña, me dijiste al mes de conocerme. Y efectivamente, tenías razón.

Notanguay

AQUÍ VIVÍA YO.


Una de las cosas que me ha hecho darme cuenta de que me estaba haciendo mayor ha sido sentir por primera que necesito tener un hogar. Durante tres años y medio lo tuve y ahora ya no, así que lo echo de menos todos los días. M. y yo fuimos por primera vez a la calle Rogent de rebote: vimos un piso horroroso pero nos encantó la calle, y en el último minuto encontramos otro que nos alucinó. Era un piso modernista enorme, a un precio de risa para lo que son los alquileres ahora, pero sin ningún lujo y con todos los contras de los pisos viejos, claro. Poco a poco, y gracias sobre todo a la dedicación de M., convertimos un piso demasiado grande (para lo que estábamos acostumbrados) en eso que no sólo llamas “mi casa”, sino que lo sientes como tal. Desde que me había ido de casa de mis padres en el extrarradio, había pasado por 3 barios bastante céntricos de Barcelona, y tanto a ella como a mí nos pareció estupendo mudarnos a uno más alejado. ¡Además tenía el lujo de poder ir andando a trabajar! Recuerdo salir de casa todos los días pensando que iba tarde y encontrarme siempre a las mismas 5 o 6 personas en el mismo sitio. Calculaba si iba bien o mal de tiempo según el momento del trayecto en el que me los cruzaba. Al salir de trabajar pasaba algo parecido, y siempre solía coincidir con la misma gente. Evidentemente, no podía evitar acordarme de “El Show de Truman”.

M. salía más tarde de trabajar que yo, así que al mediodía me daba tiempo de ir a comprar y de cocinar antes de que ella llegara. Era uno de mis momentos favoritos del día: pensar en algo rico que le pudiera gustar y alegrar al volver del trabajo, y cocinar mientras escuchaba música. Cuando M. entraba por la puerta, le miraba a los ojos para ver si había tenido buen día o no. Ella me preguntaba qué había de comer y al oírlo solía sonreír y relamerse. Luego comíamos juntos en la galería con el sol dándonos en la cara y casi cada día dormíamos la siesta. Algunas tardes salíamos a comprar juntos por el barrio. La calle Rogent es peatonal y hay bastantes tiendas buenas para comprar, así que es un sitio agradable para tomárselo con calma y buscar cosas que te gustan y no son muy caras. Nuestros sitios favoritos eran la frutería de Laura (muy maja y con cosas de calidad) y la tienda italiana en la que comprábamos café. En los alrededores había mil cafeterías y bares, pero ninguno demasiado bueno, así que no solíamos ir (por eso y por pasta, claro). Sí que hay algunas bodegas chulas, pero sólo solíamos ir cuando venía alguien a visitarnos. Al ser una calle peatonal, durante el día había bastante ruido, y las noches de verano eran lo peor: pasaban borrachos paseando arriba y abajo y muchas parejas discutiendo que te hacían poner los pelos de punta, gritar por la ventana y llamar a la policía


más a menudo de lo que nos habría gustado. También estaba Pitingo, un tipo que se pasaba días y noches enteras de fiesta recorriendo el barrio gritando y cantando, y que pedía dinero con las historias más inverosímiles del mundo. En los días de invierno costaba mucho calentar el piso, así que nos solíamos encerrar en una de las habitaciones, leyendo o cada uno con sus cosas. Normalmente yo estaba haciendo música y, aunque ella cambiaba, siempre le recordaré bordando

a la luz de la lámpara mientras escuchaba con sus auriculares Radio Clásica, tarareaba alguna canción de Chicho Sánchez Ferlosio o escuchaba el youtube de Diana Uribe (una historiadora colombiana muy entusiasta). Hace unos meses se acabó la relación con M. y me mudé, aunque sólo a 5 minutos. Parece muy mala idea, ¡y lo es!, pero a veces las cosas suceden así. Y no es nada fácil hacerse a la idea de que ese, el único hogar que he elegido en toda mi vida, y ya no lo es ni lo volverá a ser.


RENACIMIENTO


la biblioteca más cercana. Renací mientras el cuello de mi útero se dilataba. Y así hasta que Leo nació y con él una nueva yo. Y con él, una perspectiva nueva. Ahora el Paseo Renacimiento adquiere un mayor sentido, cada vez que mi bebe, después de sorprenderse con las ramas de los árboles se queda dormido y en calma. Y ahora que ambos hemos renacido, nos saludan los vecinos incluso desde la otra acera. La vecina del primero nos reconoce en los bares donde vermuteamos, la del tercero nos regaló un cartón de huevos y la del séptimo nos recomienda abrigarnos ahora que llega el invierno. Ahora estoy, ahora estamos más acompañados paseando por el barrio hasta la hora en la que papá llega de trabajar.

Raquel López

Decidí vivir aquí cuando supe que Leo decidió vivir en mí. Vine a vivir aquí un mes de marzo, mes en el que yo nací. Aquí volví a hacerlo, 36 años después. Renací en el Paseo Renacimiento, junto al Pisuerga, porque no concibo vivir en una ciudad que no tenga rio. Renací mientras Leo crecía dentro y yo paseaba por fuera, recorriendo la ribera de norte a sur de arriba abajo esnifando la primavera. Practicando yoga en los embarcaderos o meditando sobre la hierba fresca. Renací con el calor insoportable, dicen que por culpa del cambio climático, refrescándome por la arboleda, sin conocer a nadie. Cruzándome con perros de varias razas y con un montón de runners. Renací mientras las vecinas veían los cambios en mi barriga desde la ventana cada vez que yo salía a


Hace tiempo que no escribo nada por el puro placer de escribir o con el simplísimo propósito de ordenar pensamientos y sentimientos. Pero hoy me animo, en este tiempo que le robo a mis “deberes” en un espíritu 100% procrastinante (inventándome palabras si hace falta), porque el tema del hogar, de dónde vivir, no es un tema para mí, es EL TEMA. Por dar un poco de background sin ser excesivamente pesada (hoy he leído la frase “más pesada que un collar de bombonas”), decir que mis padres son cada uno de un país, y que yo por mi parte he tenido mis largas épocas errantes, con lo cual el hogar ha terminado por ser algo difuso primero, y luego una elección. Como quien llega y planta una bandera y se hace una choza en plan pionero. Siempre guiada por humanísimos motivos. Voy entonces al grano, escribo de carrerilla. Vivo en el Puerto de Santa María, en Cádiz (aunque cada otoño vivo un poco en Sevilla, y cada primavera otro poco en A Coruña). Antes de vivir aquí había estado de visita y este lugar siempre ha tenido algo balsámico para mí. Por esa luz tan bonita, por los pinos atlánticos (así me pensaba yo que se llamaban: en realidad son pinos piñoneros: pinus pinea, pino manso, pino doncel, nombres que encienden el corazón), por el mar, por el color de las cosas y por

cierto aire anárquico que tiene, no me preguntéis por qué. Ahora vivo en un bloque de edificios al lado de un bazar chino gigantesco, sobre una avenida. No me gusta vivir sobre una avenida, pero lo cierto es que aunque he elegido vivir aquí no he elegido yo la casa. También es cierto que mi casa da a un patio muy grande, en usufructo nuestro y de nadie más, que da a su vez a un solar vacío detrás del edificio. Milagrosamente, pues, no oigo coches en casa sino pajaritos que cantan, las campanas de la Iglesia Prioral, y los gritos que dirige la vecina a Triana, su hija de tres años. El piso está en el Barrio Alto del Puerto, que se supone es el barrio-bajero del centro, pero en realidad es un barrio más, donde la gente baja a comprar en pijama, bata y zapatillas. Hay que subir la única cuesta del pueblo para llegar a mi casa. No conozco apenas a los vecinos: vivo en un bajo, no cojo el ascensor, saludo a Triana, a su madre y a su abuela (que es sordomuda), y a una pareja de jubilados que viven al lado. De los de edificios contiguos, hay un señor que se sienta a la puerta de su casa cada día y te dirige miradas aviesas. Cerca está el cementerio, y un barrio nuevo al otro lado de la avenida (he empezado a ir a una frutería que hay allí). En cinco minutos cuesta abajo te plantas en el mercado de abastos, y también en el Bar Vicente, ricos desayunos. A la


entre mi casa y el Moma. Los fines de semana desayunamos junto a la playa, bebemos vino en el centro al sol, paseamos en bici, o simplemente vemos películas en casa. Hace ya casi tres años que planté aquí mi banderita, cansada de vagar. Mis gatos me han seguido también. Oigo el cloqueteo de las cigüeñas de la Prioral, florecen las mimosas cuando toca, a veces llega el viento de levante y pone todo patas arriba. Y aunque sé que no soy ni parezco de aquí (siempre voy a ser forastera en todas partes), el Puerto es cada día un poco más mío.

Elena Duque

vuelta de la esquina tenemos el Cuatro Vientos, un lugar tapizado de fotos de Camarón y de toreros, con mesa de billar y futbolín y un patio enorme, y donde te ponen a Triana (al grupo, no a la niña), según dice Jesús (mi novio) “un espacio de libertad” donde se bebe lo que hay y no lo que uno quiere. Para ver el mar hay que coger la bici (o el coche), pues el centro del Puerto da al río, no al mar. Como mi casa es muy pequeña, tengo una oficina en un sitio a diez minutos andando, “el Moma”, que comparto con Pablo y Mari Carmen, y donde tengo todo mi cacharraje de trabajar y animar. Mis días se pasan, pues,



AQUÍ VIVÍA YO se realizó en varios puntos del planeta entre noviembre de 2017 y febrero de 2018. Lo ideó, diseñó y maquetó Andrea Galaxina en Madrid. AQUÍ VIVÍA YO es el nombre de un disco del grupo Le Mans, editado en 1998. La imagen de la portada forma parte del libro The County Seats of the Noblemen and Gentlemen of Great Britain and Ireland. vol. 1, 2. (Vol. 3-5. A Series of Picturesque Views of Seats of the Noblemen ... of Great Britain and Ireland. With descriptive letterpress.) de Francis Orpen Orris publicado en 1866. Está sacada del flickr de la British Library [https://www.flickr.com/ britishlibrary] Todos las imágenes y textos pertenecen a sus autorxs, si quieres reproducirlos contactalxs. Gracias a todxs lxs que han participado con sus textos e imágenes <3 Lo edita Bombas para Desayunar. Primera edición impresa en febrero de 2018. Segunda edición impresa en abril de 2018.


053 http://bombasparadesayunar.com bombasparadesayunar@gmail.com




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