Habían ya acabado las fiestas patronales en el pueblo de Naya y Julián estaba un poco desorientado por el agotamiento, tanto físico como mental, se podría decir que aún era novato por aquellos lares; en fin, no sabía cómo llegar a los Pazos de Ulloa. Julián, ebrio de tanta algarabía, se sumergió entre árboles que le parecieron formar una selva, que se agudizaba con la humedad que penetra en los huesos en aquellos recónditos lugares de Galicia. Era noche sin luna y se podían escuchar aullidos lejanos que no parecían provenientes de ningún lobo, sino más bien de un zorro con la mira muy aguda, los dientes afilados y la escopeta a punto. La hojarasca crujía a los pies del capellán con tal estruendo que Eco se hacía presente a modo de sombra, de fiel acompañante. Sin embargo, el solitario caminante creía escuchar algo más que el eco de sus pasos; creía escuchar otros pasos, unos pasos que no eran los suyos, unos pasos que le seguían como sigue la luna a los andantes, la misma luna que ahora se esconde con miedo de presenciar algo que pudiera turbar sus ojos color de plata. A lo lejos, las campanas de alguna parroquia resonaban marcando una hora punta que el cura no sabía distinguir si eran las 3 o las 4 de la madrugada; quizá hubo una campanada que no llegó a penetrar en las caracolas de sus oídos. El hecho, en fin, es que el cansancio importaba más que el tiempo. La respiración de Julián empezó a mezclarse con el compás de sus pasos y de su respectivo eco. Miraba atrás, a lado y lado, como buscando una pista que le asegurase de que estaba solo, ya que todo le hacía creer que el zorro, quizá un primo lejano del lobo del bosque de Caperucita, le acechaba seguro de sí mismo, seguro del miedo de la oveja; oveja del rebaño del Señor que parecía descarriarse al entrar a pasturar en Ulloa. Ahora sí. Estaba seguro el cura de haber escuchado unos pasos cercanos y se detuvo con tal de cerciorarse de que aquellos pasos no eran ni los suyos ni Eco, travieso y perverso, queriéndole jugar una mala pasada. En efecto, los pasos no eran del cura y era imposible que Eco lo remedase; había otra persona acechándolo. El corazón de Julián se detuvo por tres segundos cuando unas manos le taparon los ojos, quizá a modo de juego. Eran unas manos cálidas y tiernas; acaso el zorro imitaba a su primo disfrazándose de abuelita, pero esta vez de mujerzuela.
Julián, asustado, no sabía qué hacer. Aquellas manos que le agarraban eran, aunque sucias, suaves y alargadas. Quería girarse, pero su instinto se lo impedía. No tenía ni idea de quién podía ser; quizá era una simple broma; quizá no. Las manos se convirtieron en risas que le erizaron la piel por completo. Tomó uno, dos y hasta tres respiros; de pronto, se giró con celeridad y no descubrió a nadie. Dos pasos inseguros llevaron a Julián hasta una cruz negra que le era familiar, la misma cruz que le invocó dos padrenuestros la primera vez que la vio, que era cuando llegaba a los Pazos. Ahora la cruz le indicaba el camino hasta su nueva morada y se sentía a Salvo. Después de un tiempo vacío encontró al niño Perucho rondando por allí. El chiquitín no se veía asustado ni mucho menos; al contrario, ayudó a Julián a calmarse un poco contando lo que le había pasado durante este día a modo de cuento, con voz alargada y algún hecho inverosímil. Julián parecía absorto en sus pensamientos y no prestaba mucha atención a las palabras tiernas de Perucho. Su mente divagaba en quién podía soltar aquella carcajada que, por el timbre soprano, era más propia de una mujer o un niño, quizá Perucho. Pero, puestos a pensar, el niño no tenía las manos tan largas como las que había sentido y, además, no le hubiese llegado a los ojos; es muy pequeño. Por fin. A lo lejos se veía la oscilante luz de antorchas y velas que dibujaban una alargada sombra que se dirigía a los dos noctámbulos. La voz del marqués preguntando quién era fue como un jarro de agua cálida que hizo respirar al exhausto cura. El marqués lo recibió con los brazos abiertos y lo esperaba con risas y emoción. Una vez dentro de la casa, en el salón, lo invitó a tomar asiento y descansar. Don Pedro parecía no darle importancia a la hora; hablaba de unas elecciones próximas, de un tal Barbacana, un cacique que lo había fichado para ser el próximo candidato, de la ayuda que Julián le podía prestar. El cura, por su parte, escuchaba vagamente la conversación y solo se dignó a responder que él no estaba muy fino en política, y menos en aquella hora, con el cansancio a cuestas y una mala pasada. ¿Acaso aquellos pasos, aquellas manos y aquella risa eran producto de su imaginación, perturbada por el cansancio? Ya estaba cansado, no podía más. Julián decidió irse a su habitación, pero al mirar hacia la planta de arriba se percató de que estaba más oscura que de costumbre; quizá era por el hecho de que era luna nueva. Al poner las manos en la barandilla de las escaleras, unas voces retumbaron desde el piso de arriba, unos ruidos extraños, unos ecos que le recordaron a los sucesos en el bosque.
Subió las escaleras sigilosamente. Cada paso era una tonelada para Julián, a cada vez más agotado, a cada escalón más débil; daba la sensación de que él menguaba mientras las escaleras se hacían más grandes, más eternas. Jadeaba y el aliento le salía desde su misma garganta. Solo dos pasos; tan solo dos zancadas más para llegar a la planta de arriba, pero sus rodillas se doblaron con un ángulo más cerrado a cada milésima de segundo hasta que las fuerzas le vencieron y rodó escaleras abajo hasta llegar a la planta baja, donde la cuesta empezaba. El cura quiso ser fuerte, varonil; quiso sacar su parte más viril y levantarse por sí mismo. Imposible. No sentía las piernas. La melodiosa voz me intentó tranquilizar, pero el susto de Julián era tal que no podía pronunciar palabra alguna. La dulce voz se convirtió en una flor para rozarle la mejilla y húmeda y cálidamente. ¡Qué belleza innata! ¡Qué rostro fino! ¡Qué melena ondulante! ¡Qué mentón de capricho! Sabel se había convertido en ángel para buscar al cura y llevarlo al cielo o, por lo menos, a algún paraíso terrenal. Don Pedro se acercó rápidamente, con celos y preocupación; quizá más lo primero que lo segundo; quizá solo lo primero. La voz del marqués sonó como un trueno sin rayo, pero que fulminó a Sabel con palabras ininteligibles para el cansancio y el magullamiento de Julián. El ángel fulminado se levantó con destreza, dejando la cabeza del cura a merced de la gravedad, la cual chocó contra un zócalo.
Julián quedó inconsciente. Nunca supo por cuánto tiempo. Nadie le atendió; lo dejaron allí a su suerte. Cuando por fin despertó, se vio rodeado de perros sucios y malolientes que no paraban de chuparle la herida de la cabeza. Tardó unos segundos o, quizá, minutos (había perdido la noción del tiempo) en recuperarse y recordar dónde estaba y qué había pasado. En cuanto pudo, se levantó y reinició su camino hacia la planta de arriba, esta vez con más cuidado y con precaución absoluta. El ascenso fue rápido, puesto que el cansancio ya no estaba presente. Ahora solo había un poco de desazón y ponía los ojos un poco achinados tratando de reconocer cada objeto y situarse en el espacio-tiempo. Una vez arriba, notó una presencia. Quizá era el sexto sentido, que hay quienes dicen que existe y son los mismos que dicen que es la sensación de sentirse observado, pero el hecho es que aquella supuesta presencia tenía sus ojos clavados en él, quién sabe dónde y desde dónde. No, esta vez no era esa dulce mujer, ni tampoco el niño. “¿Quién anda ahí?’’ preguntó Julián varias veces, a cada cual más alto y con la voz más temblorosa. Pero nada, nadie respondía. “¿Cómo puede ser? ¡Ahí hay una sombra!’’ añadió para sí. No le quedó más remedio que acercarse. Acercarse o no acercarse, esa era la cuestión. La cuestión se resolvió al cabo de unos segundos: el aullido del zorro se enroscó en las caracolas auditivas de Julián hasta dar un golpe seco en el tambor de su oído. Era un aullido que ya conocía, un aullido que sonreía en la oscuridad del mediodía.