Cerrado por defunción

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Cerrado por

defunciĂłn AndrĂŠs Hurtado


CapĂ­tulo I El ministerio

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Cerrado por defunción. Capítulo I. El Ministerio

38’5º ¡Joder, otro día igual! Con frío, con calor, sudando a mares, sin apetito y con ganas de vomitar, atiborrado a pastillas, que si el antitérmico, el antibiótico... ...y la maldita fiebre que seguía sin bajar. Desde hacía varios días esta era mi rutina nada más despertar. La precisión de la escala del termómetro me recordaba una y otra vez que todo seguía igual. Estaba harto de esta situación, y es que cuando llevas cierto tiempo postrado en la cama a causa de una enfermedad, terminas por desesperar. Como siempre esperaba con ansiedad que mi compañera regresara del trabajo para que me atendiera mínimamente. Que si un zumito, un bollo para merendar y cosas así. En realidad lo que yo quería es que me hablase de lo que fuera, necesitaba escuchar su voz para salir de mis ensoñaciones, pues tanto tiempo solo, oyendo únicamente mis propios pensamientos, me tenía un poco desquiciado. – La fiebre no es buena compañera de sueños – me repetía a mi mismo. Y es que las alucinaciones y pesadillas que provoca, los sueños extraños y el malestar corporal así me lo recordaban constantemente. Oí que Pilar abría la puerta de la casa, esperé unos segundos y la llamé. No hubo respuesta. La oía hablar consigo misma enumerando la compra del hipermercado mientras iba colocando las cosas por los armarios de la cocina. Volví a llamarla, esta vez algo más fuerte. Nada, seguía sin contestar. – Está tan distraída – pensé – que no me escucha. Lo intenté de nuevo, pero en esta ocasión gritando su nombre. Seguro que esta vez hasta el vecino me había oído. Pues no! Tampoco hubo respuesta. Me agité nervioso en la cama y pegué un alarido que por fuerza tenía que haber escuchado. Pero seguía sin haber respuesta. Qué estaba pasando. ¿Acaso se había quedado medio sorda y no se enteraba de nada? – Eso es del todo ridículo – me dije – Tiene que haber una explicación razonable. Pero mis siguientes pensamientos se tornaron mucho más tenebrosos. – ¿Y si me estaba sucediendo algo a mí? En mi estado podría perfectamente haber perdido el sentido de la realidad y estar inmerso en algún tipo de alucinación – pensé algo asustado. – Incluso podría estar agonizando, quizá al borde del colapso, de la muerte. Debía apartar estas terribles ideas de mi cabeza, pues el palpitar de mi corazón se había 3


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disparado y respiraba con dificultad. La incertidumbre de no saber qué me ocurría sólo hacía que aumentar el terrible malestar. Me ahogaba y sentía el latido de mi corazón oprimiéndome las sienes. ¿Me estaba muriendo? Me moría y Pilar sin enterarse. La habitación se esfumó como por arte de magia y me encontré a oscuras. Eso es lo primero que pensé, pues a medida que transcurría el tiempo tuve la certeza de que estaba en un espacio inmenso. Aunque no podía ver nada sentía como a mi alrededor no había muros ni barreras, sólo espacio y vacío. Me di cuenta de que podía verme pese a la negra oscuridad. Veía mis manos y brazos, mis piernas, todo extrañamente iluminado por una fuente de luz inexistente. También noté con alivio que la sensación de ahogo y el incesante martilleo de mi corazón habían cesado. – ¿Habría muerto? ¿Dónde me encontraba? ¿Sería esta una zona de tránsito antes de acceder al más allá o lo que fuera que me esperara? – aunque estas oscuras y terribles ideas me asaltaban, no tenía miedo y estaba tranquilo. De pronto, vi un punto de luz que crecía o se acercaba hacia mí con extrema rapidez, era difícil precisar nada en aquel espacio dominado por el negro. Se detuvo frente a mí tan sólo a unos metros de donde yo me encontraba totalmente inmóvil. Ahora podía ver aquello con más claridad, al igual que yo, perfectamente iluminado. Una túnica negra de brillante tejido lanzaba destellos ondulantes y envolvía lo que me pareció la forma de un ser humano que sostenía en uno de sus cubiertos brazos una gran guadaña. – ¡Una guadaña! – me repetí algo perplejo. Aquello era ridículo, grotesco diría yo. Soy una persona demasiado pragmática como para dar crédito a semejante representación de la muerte, de mi muerte. Era absurdo, patético, y yo no estaba en absoluto dispuesto a aceptar esa parodia terrible e increíble a la vez. – Nadie se muere por estar convaleciente de una pequeña neumonía, y si muriese seguro que no iba a parar a un sitio tan grotesco – pensé mientras trataba de aclarar mis confusos pensamientos. Fuera lo que fuera aquello debía tener una explicación lógica. El extraño lugar, la patética figura, nada tenía sentido y yo tenía que demostrar que así era. Me armé de valor y me dirigí hacia la inamovible y terrorífica túnica, pues aunque no creo en estas cosas la verdad es que acojonaba un poco. Opté por la prudencia. – Ejem, perdone usted, Sr. o Sra. o lo que sea, pero creo que estoy siendo víctima de un terrible error. Yo no debería estar aquí, debe haber sido una equivocación.

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¿Entiende lo que digo? – le pregunté. Pero ni se inmutó, tampoco emitió sonido alguno. Sólo la tela ondulaba ligeramente. – No es que pretenda inmiscuirme en su trabajo – continué diciendo ante la impasibilidad de aquel ser, – entiendo que debe ser una labor muy importante y de enorme responsabilidad para usted el decidir a quién se lleva y a quién no, y no dudo ni por un instante de que desempeña su tarea extraordinariamente bien, es más, creo que representa su papel a la perfección, pero, y perdone que dude de su trabajo, creo, estoy totalmente convencido de que aquí se ha producido un gravísimo error. Perdone que insista, pero es que es mi vida la que está en juego y no estoy dispuesto a dejar mi futuro, y no se me ofenda, en manos de la ridícula y fantasmagórica muestra de la representación de su figura. ¡Por dios, que estamos en el siglo XXI! – exclamé. – ¿Que es lo que pretenden? ¿Que si algún pobre infeliz llega aquí, debatiéndose entre la vida y la muerte, le de un pasmo al verle?. Así se aseguran de que estemos bien muertecitos y no podamos replicar. Es una buena estrategia, no lo niego. ¿Pero no se dan cuenta de que se han quedado desfasados?. Ya nadie cree en estos tópicos, ahora todo es más esotérico, más romántico. Las cosas allá afuera ya no son como antes, y su figura y lo que representa han quedado obsoletas. De verdad que esto es ridículo, totalmente ridículo. – Muchos dicen lo mismo. La respuesta me pilló totalmente desprevenido. El ser había pronunciado estas palabras con una cavernosa y potente voz. Incluso me asusté un poco. Pero me repuse enseguida, y le repliqué. – Vaya, vaya, pero si se ha decidido ha hablar. Bien, bien, estupendo. Veo que mis palabras no le han dejado indiferente así que seré claro. Comprendo que está cumpliendo con su deber, y créame, lo hace francamente bien, impone respeto su presencia, se lo aseguro, pero resulta que yo no creo en estas cosas. Esta pantomima no me resulta creíble, y además, y vuelvo a repetírselo, estoy completamente seguro de que este incidente nunca debería haber sucedido. Es más, estoy dispuesto a demostrar que es así. – Estaba cogiendo confianza y mis palabras sonaban firmes, desafiantes. Nada ni nadie podría hacerme cambiar de actitud. – Presente una reclamación – contestó el ser con una voz mucho más natural – Y me va a perdonar, pero es la hora del café y no la perdono. En una media hora estaré de vuelta y si le parece bien continuamos con este asunto. – ¡La hora del café! ¿Pero se puede saber de que coño me está hablando? – repliqué malhumorado – Ni que fuera un funcionario. Y por favor se lo pido. ¿No tiene usted otro atuendo menos macabro? Esto es de locos. ¿Qué pinto yo aquí? Hágame usted el favor de devolverme a mi lugar de origen o le monto un pollo que se va a enterar – le exigí visiblemente cabreado.

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– No se excite, le repito que puede presentar una reclamación – me dijo aquel espantajo. En cuanto a mi aspecto le diré que es el modelo de presentación standard que está basado en las creencias populares desde hace cientos de años, por lo que podría mostrar algo de respeto... ...está bien, ya me lo quito – Conforme decía estas palabras fue cambiando de aspecto ante mi atónita mirada hasta convertirse en lo que denominaría como una persona bastante vulgar. Mediana estatura, complexión mas bien rechoncha, unos 40 años diría yo, rostro de ojos hundidos, muy cansados, algo de papada y unas amplias entradas que auguraban una inminente calvicie. Su piel era de un blanco sepulcral y lucía un impecable traje gris. Ante los ojos de cualquier persona podría resultar un ser fácilmente olvidable. – ¿Mejor así? – me preguntó – Eh, sí, sí, desde luego que sí – contesté. – Pero vamos a ver, entonces... ¿Puedo presentar una reclamación? ¿Y a quién? ¿Dónde? Francamente, me deja usted muerto. – ¿Pero no era eso lo que quería? – me apremió – Aclárese hombre. Y permítame que me presente, no quiero parecer descortés. Está usted ante el funcionario nº 5.166.839 del Ministerio de la Muerte, y le aseguro que si esa es su intención puede presentar cuantas reclamaciones estime oportunas. – Vamos a ver... ¡Ah, sí, aquí está! Apartado 168 punto 235, reclamaciones. No sé de dónde lo había sacado, pero estaba buscando en lo que parecía un grueso manual. – Veamos... – siguió diciendo – Debe rellenar el formulario 101, con letra clara, con todos sus datos y exponiendo el motivo de la reclamación. Una vez completo lo enviaremos al Tribunal de Quejas y Reclamaciones de este ministerio. Ante mí apareció un pequeño pupitre sobre el que estaba el citado formulario y un bolígrafo. Me dediqué a la tarea de rellenar el impreso mientras el funcionario permanecía de pie a mi lado sin decir nada, inmóvil. Una vez lo hube completado y firmado, el pupitre, el formulario y el bolígrafo, desaparecieron. – Bien – dijo – Ahora sólo queda esperar. Pero no se preocupe, la maquinaria burocrática de este ministerio funciona a la perfección y es muy rápida y fiable, se lo puedo asegurar. Todo este asunto me resultaba increíble, era absurdo. Seguramente era un sueño y finalmente despertaría y me reiría de todo. ¡Joder con la puta fiebre! Recordé que el enterrador del pueblo donde nací y en el que viví durante 15 años me felicitaba todas las navidades mandándome una octavilla donde se le veía apoyado en la entrada del cementerio, y en la que ponía con letra manuscrita y de una caligrafía bastante cuestionable que me deseaba una feliz navidad y que esperaba poder ofrecerme pronto sus servicios. Y paradojas de la vida, se daba el caso que el propietario de la funeraria La vida alegre, un hombre que siempre me había parecido triste y apagado, cuyo establecimiento se encontraba justo debajo de mi casa, había fallecido recientemente a causa de una apoplejía y a 6


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consecuencia de esto habían colgado un letrero en la puerta que advertía que estaba cerrado por defunción. Me quedé petrificado. Pero... ¿Y si era verdad? Puf, que cacao mental. En fin, ya se vería tarde o temprano, y como había dicho el funcionario, ahora sólo cabía esperar, y ya que parecía poco probable que colgaran el cartelito de completo, decidí que si debía esperar lo mejor sería pasar el tiempo de la manera más amena posible. – Perdone – le dije – Le parecerá una tontería lo que le voy a decir, pero... ¿Que pasaría si todo el mundo que llega aquí está en desacuerdo con su decisión y presentan una reclamación? Porque imagino que nadie querrá estar en este lugar. – Huy, desde luego. Imagínese. Estaríamos de papeleos por toda la eternidad – contestóel funcionario – Por eso es que nos presentamos ante ustedes con esa terrorífica apariencia, la mayoría se quedan impresionados, aterrados me atrevería a decir, y no alcanzan a pronunciar una palabra, lo cual a nosotros nos facilita el trabajo enormemente. Es un poco de teatro, pero es terriblemente eficaz. Si no hablan, no reclaman. Así de sencillo. – Pero... Si cometen un error y mandan a un inocente al mas allá, bueno, usted sabrá a donde nos mandan, entonces... – dije con curiosidad. – Bueno, tanto aquí como en la vida se cometen terribles errores, tremendas injusticias, pero ya sabe... Nadie es perfecto, ni siquiera nosotros. – Cuando dice nosotros... ¿Se refiere a que hay más de un funcionario representando el papel de muerte? – pregunté – Claro, buen hombre. Somos muchos. En cada país nos dividimos el territorio por regiones. Uf, imagínese que todo este titánico trabajo tuviera que hacerlo una única persona. Tendríamos que retrasar la fecha de defunción de miles, millones de personas, y no acabaríamos nunca. ¡Qué barbaridad! – Figúrese – continuó diciendo – en los países del tercer mundo ya no damos abasto, se trabaja 16 horas diarias en unas condiciones horribles, y eso sin contar cuando se produce una gran epidemia o estalla una guerra. Quite, quite. Cuando desde el ministerio anuncian que va a haber traslados nos echamos todos a temblar. Siempre hay falta de personal, pero por el momento yo he tenido suerte y no me puedo quejar, este país es muy beato y eso a mí me viene muy bien, hay pocas protestas. Pero basta ya de charla, le recuerdo que tengo un café pendiente. Venga, márchese ya – me apremió – no quería irse, pues venga, a qué espera. Y no se preocupe, ya tendrá noticias nuestras. Adiós. Y desapareció dejándome de nuevo sólo en aquel negro lugar. El sitio comenzó a desvanecerse para dar paso a la claridad, todo era blanco ahora, y oía un sonido, como un burbujeo. 7


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La vista se me aclaró y me di cuenta de que lo que estaba viendo no era otra cosa que el techo de mi dormitorio. Estaba tumbado en la cama boca arriba y me encontraba bien, sin ahogo y sin mareo, incluso sin fiebre. El sonido parecía provenir de algún punto a mi derecha, así que giré la cabeza en esa dirección y vi el portátil sobre la cama con el salvapantallas activado, una bonita representación virtual de una pecera repleta de pececillos de muchos colores, todo muy realista. Por debajo del incesante burbujeo pude oír con toda claridad el sonido de la campanita de aviso del programa de correo electrónico que indicaba que había recibido un mail, me incorporé y puse el portátil sobre mis piernas, de inmediato el salvapantallas se desactivó y en su lugar apareció la ventana del programa de correo. Efectivamente había recibido un correo nuevo. Leí el titulo, “Resolución del T.Q.R. del M.M.”. – ¿Que querría decir ese titular? – me pregunté esperando que no fuera un virus. Con la ayuda del track ball coloqué el puntero sobre el título del mensaje e hice un clic. Se abrió una nueva ventana que mostraba el contenido íntegro de aquel mensaje. Lo leí, y me quedé pasmado. Lo volví a leer unas cuantas veces más, y no terminaba de creer lo que leía. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo mientras mi aturrullado cerebro procesaba el mensaje. ¿Qué clase de broma era aquella? Esto es lo que decía en el mensaje. De: funci_1166839@masalla.com Asunto: Resolución del T.Q.R del M.M. Fecha: 1 marzo 2005 13:59:35 GMT+01:00 Para: andresu@hotmail.com Estimado Sr. Hurtado. Visto el formulario nº 101 presentado por usted ante el Alto Tribunal de Quejas y Reclamaciones del Ministerio de la Muerte, el día 28 de febrero de 2005 a las 11’35h., este ha resuelto lo siguiente: Fallar a su favor el motivo de la reclamación interpuesta por usted ante este tribunal, motivo que según alegó, declaraba que la fecha de su defunción había sido errónea y se había producido con adelanto, con lo cual no le quedaba otra opción que presentar la pertinente reclamación. Este tribunal, después de un concienzudo examen de su caso, dictamina lo que sigue: En primer lugar, corregir en todos los archivos habidos en nuestro poder la fecha prevista para su defunción, y en segundo lugar, y de forma compensatoria, concederle una prórroga de 5 años, única y definitiva, a contar de forma inmediata a partir del día, hora y minutos de su teórica muerte. Llegado ese momento, un funcionario de este ministerio se pondrá en contacto con usted para que sepa con toda certeza que la citada prórroga compensatoria se ha activado y la da derecho a disfrutar de otros cinco años de vida.

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Rogamos disculpe todas las molestias ocasionadas por este ministerio, deseándole una feliz vida. Atentamente El funcionario nº 1.166.839 del T.Q.R. del M.M. – De locos. ¿Que clase de locura era esta? ¿Demostraba acaso que todo lo sucedido había sido cierto? Eso no podía ser, no podía haber ocurrido – me repetía una y otra vez – Esa locura sin sentido no podía ser cierta. Me estaba angustiando por momentos y la cabeza me daba vueltas. No podía alejar de mi mente las palabras del terrible mensaje. Necesitaba descansar, dormir. Sí, eso era lo que necesitaba. Dormir, dormir...

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CapĂ­tulo II La Pistacho

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Cerrado por defunción. Capítulo II. La Pistacho

– Muy bien, Sr. Hurtado. Por lo que veo en la radiografía, está todo perfecto. Podemos decir que la neumonía ha remitido y que todo está bien. Por lo que me dice, respira sin dificultad, ya no se cansa y tampoco tiene mareos, así que yo creo que puede comenzar a hacer vida normal. Termine los días que le quedan de baja, y cuando quiera puede incorporarse al trabajo. – No sabe la alegría que me produce escucharle decir esas palabras, doctor – dije. Estaba ya harto de tanta medicación y tantas pruebas, incluso tenía ganas de trabajar, hablar con mis compañeros, tomar el cafetito matutino y todas esas rutinas de la vida diaria. Ansiaba reanudar mi cómoda y sana vida. – Pues nada, muchas gracias por todo – Le estreché la mano y me despedí. Por fin, esta iba a ser mi última consulta en el mes y pico que llevaba de enfermedad. Estaba contento, deseaba llegar a casa cuanto antes y darme una larga ducha, ponerme cómodo y descansar. Salí del edificio y miré el reloj. Las ocho de la tarde y qué calor hacía todavía. Tenía que ir hasta la estación de autobuses para regresar a Aguadulce, y como no estaba lejos decidí ir andando a pesar del pegajoso calor. – Lo mejor será tomárselo con tranquilidad – pensé – y me puse en marcha. Tardé unos 10 minutos en llegar, pero fueron más que suficientes para hacerme sudar. Tenía la ropa pegada al cuerpo y muchísima sed, pero me consolé al pensar que el autobús disponía de aire acondicionado. El edificio de la estación de autobuses estaba atestado de gente sentada en las butacas y por el suelo, quizá intentando hacer más llevadera la espera, pues por lo menos allí dentro el calor no era tan sofocante como en la calle o en los andenes. Me dirigí al mostrador donde se despachaban los billetes y pedí uno para Aguadulce a una de las chicas que estaban sentadas detrás. – A las 20’25 en el andén 21 – me dijo al entregarme el billete sin que yo le hubiera preguntado nada. – Eh, muy bien, gracias – dije mostrando una agradecida sonrisa. En el andén 21 había muchas personas esperando la llegada del autobús, y algunas ya estaban haciendo una fila, así que me puse el último. – Por lo menos aunque vaya lleno tendremos aire acondicionado – me dije a mí mismo. Enseguida llegó el autobús, y una vez se hubieron apeado todos los pasajeros, bajó el chofer y se colocó junto a la puerta delantera por donde debíamos subir, para recoger los billetes. Ya dentro busqué un asiento que estuviera hacia el centro, junto a la ventanilla y en el lado izquierdo para poder ir mirando el paisaje, la costa y el mar, hasta llegar a mi parada, a unos 11 kilómetros. El autobús se había llenado muy rápido, pero curiosamente junto a mí no se había sentado nadie. – Mejor – pensé – así viajo mas cómodo y fresco, si es que el chofer se digna a poner el aire 11


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de una puñetera vez. El conductor arrancó y el autobús comenzó a salir lentamente marcha atrás, pero de pronto frenó bruscamente y se abrió la puerta delantera para que subiera un pasajero de última hora, que al ponerse sobre la escalerilla hizo que todo el coche se balanceara hacia ambos lados. Por encima de las cabezas de las personas que ocupaban los asientos que tenía delante pude ver el rostro de la nueva pasajera, una chica mulata que parecía algo rellenita. Supuse que se sentaría a mi lado pues al parecer era el único asiento libre que quedaba. Terminó de subir la escalerilla, y ya una vez en el pasillo pude verla mucho mejor. ¡Dios mío! Que barbaridad. No era gorda, ni muy gorda... ¡Era gordísima! Tanto que casi no podía avanzar por el pasillo, se quedaba atascada entre las dos filas de asientos. Vestía un ajustadísimo vestido de lycra, de tirantes y de color verde pistacho que la hacían parecer una enorme morcilla embutida en un inverosímil pellejo. De repente tuve la absoluta certeza de que se sentaría a mi lado, si es que conseguía llegar hasta donde yo estaba, y pensé que si toda aquella enorme masa de carne apretada se ponía junto a mí me aplastaría irremisiblemente. El sudor resbalaba por mi frente a consecuencia del calor, ya que al parecer el chofer se negaba en redondo a conectar el puto aire acondicionado. No quería ni pensar cuando por fin la chica se sentara a mi lado y todo mi costado derecho quedara en contacto con ese gigantesco blandiblup. El autobús ya estaba en marcha, pero avanzaba muy lentamente debido al gran atasco producido por la cantidad de vehículos que a esas horas invadían la avenida donde nos encontrábamos. Andaba 5 metros y se detenía, otros 5 metros y volvía a detenerse. En uno de estos quiero y no puedo, pegó un frenazo en seco que hizo que todos los ocupantes nos desplazáramos bruscamente hacia adelante en nuestros asientos, todos menos la masa de carne verde y tostado que se había quedado empotrada entra las hileras de asientos, y creo que ni un terremoto podría haberla desatascado. Yo no hacía otra cosa que maldecir al conductor que se negaba a darnos el respiro del aire acondicionado, y me lo imaginaba como a un sádico pretendiendo que todos muriéramos asados. El autobús era un horno que emanaba efluvios de sudorosa humanidad, olores que no hacían mas que empeorar la ya de por si incómoda situación. ¡Incómodo! Así me iba a sentir como aquel pedazo de carne consiguiera llegar a mi lado. La cosa avanzaba muy despacio aferrada a los asientos con sus enormes brazos cuya carne se movía rítmicamente como si fuera gelatina. Tiraba con fuerza de su cuerpo, y en algún momento parecía que iba a arrancar los asientos. Por fin consiguió llegar hasta mi fila. Jadeaba y sudaba, no era de extrañar después del titánico esfuerzo realizado. Y se sentó, mejor dicho, se desplomó. Y ocurrió lo que me temía. Su masa carnosa se desparramó hacia ambos lados invadiendo más de la mitad de mi asiento y despachurrándome contra la ventanilla. El reposabrazos que separaba un asiento del otro 12


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quedó recubierto por imposibles michelines mientras su pierna izquierda, qué digo pierna, aquello era como una columna trajana, ocupaba el poco espacio que quedaba entre eso y yo. El vestido de lycra amenazaba con reventar y, a pesar de que no soy creyente, rezaba para que eso no sucediera pues podría haber causado una catástrofe de límites insospechados. Me lo imaginé reventando bajo la presión de la carne comprimida, como la rotura de una presa, y toda esa grasa desparramándose en oleadas, aplastando, estrujando, engullendo a los pasajeros y desbordándose por las ventanillas. Que terrible, atroz visión. Todo mi cuerpo estaba literalmente aplastado contra la ventana. Los michelines me desbordaban. Sudaba por todos los poros de mi cuerpo y estaba empapado. Noté una ligera y fresca brisa que provenía del techo. – ¡Por fin! – exclamé en voz baja – Se ha dignado a darnos un respiro, ha puesto el aire, menos mal, creí que no lo contaba. El autobús había conseguido salir de la ciudad y circulaba por la carretera de la costa, cerca ya de Aguadulce. Me sentía algo mejor, pues aunque todo mi ser se encontraba comprimido por las grasazas de aquella mujer, el aire acondicionado me permitía respirar. Tenía el rostro pegado a la ventanilla que estaba fresca y me proporcionaba cierto alivio. De repente, la inmensa zarpa de la mujer se aferró a mi muslo proporcionándome un sonoro palmetazo, muy, muy cerca de mi zona más íntima. Me volví hacia ella perplejo, asombrado ante tamaña osadía. Lo que ocurrió a continuación no se si podré describirlo con rigor, fue demasiado surrealista para mi pobre cerebro, no sé si encontraré las palabras adecuadas, no sé, no hay palabras. Como dije antes, me giré hacia la chica y me encontré frente a su enorme bocaza abierta de par en par que más parecía una tenebrosa caverna, y me lanzó una bocanada de su aliento en todos mis morros, como una húmeda y fétida ventolera que me dejó todo el rostro mojado. Me quedé sin respiración y con la mente en blanco, así que volví la cabeza hacía la ventanilla intentando comprender qué me estaba sucediendo. No podía ser real, era muy fuerte como para que fuera real. Me vino a la mente la idea de que esta podía ser una de aquellas armas de destrucción masiva de las que con tanto ahínco buscaban los americanos en Irak. De nuevo sentí aquella manaza presionando mi muslo con mas fuerza mientras se desplazaba hacia mi sexo, casi rozándolo. Me giré otra vez hacia ella para pedir una explicación a semejante comportamiento y me encontré por segunda vez con aquella enorme boca abierta. Y de nuevo me lanzó su apestoso aliento, y otra vez me dejó sin respiración. Atónito como estaba alcancé a oír que me decía con un ronco vozarrón. – ¿Huelo a tragos? Se dio cuenta de que yo no me había enterado de nada, no comprendía lo que me había dicho, y me mostró una amplia sonrisa carmín brillante. 13


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– ¿Huelo a tragos? – repitió. – Eh ¿Tragos? Eh, no, a tragos no – le respondí como pude, pues todavía estaba bajo los efectos de aquel nocivo aliento. Ni me había dado cuenta de que ya estábamos en Aguadulce y que el autobús se había detenido en una parada. La chica me propinó otro fuerte palmetazo y se levantó con mucha dificultad porque todos los pliegues de su cuerpo se habían adaptado, encajado por los huecos de los asientos. Toda la opresión que yo sentía por el cuerpo desapareció, pero me percaté de que estaba totalmente mojado. Las masa se despidió con un seco adiós mientras me mostraba una gran sonrisa. Yo no quería verla más, así que me volví hacia la ventanilla deseando llegar a casa y borrar de mi mente el terrible episodio. Tardó lo suyo en bajar del autobús. Éste se balanceaba de un lado a otro, y se podían oír las quejas de los pasajeros, supuse que a consecuencia de los golpes de michelín recibidos. La vi cruzar la carretera con un penoso andar y se introdujo en un cutre local situado en las galerías de ocio repletas de garitos de dudosa reputación, conocidas como El Conejo Viejo. – Vaya – pensé – Así que es una chica de alquiler – No quise ni imaginar al pobre desgraciado que cayera en sus garras, despachurrado por toneladas de carne y grasa. Por fin llegamos a mi parada y me bajé del autobús a toda velocidad. Necesitaba respirar aire puro. Hacía algo de viento que agradecí pues enfriaba el sudor de mi cuerpo. Me puse en camino andando muy rápido, deseaba llegar a casa cuanto antes para quitarme todo ese pegajoso sudor y poder relajarme. Abrí la puerta nervioso y subí corriendo al piso de arriba (vivo en un duplex) me desvestí y me metí en la ducha. Ah, qué placer sentir el agua fría resbalando por mi cuerpo. Me enjaboné concienzudamente y me froté fuertemente todo el cuerpo con la esponja, como queriendo arrancar hasta el más mínimo residuo del contacto con aquel ser. Todavía sentía su mano en el muslo, así que me ensañé con más fuerza. Mientras me secaba recordé con cierto humor lo sucedido, seguro que si lo contaba a alguien no me creería. – Ah, hogar dulce hogar – grité visiblemente contento. Ya en el salón, me tiré al sofá y encendí el televisor haciendo algo de zapping, pero el día había sido muy largo, muy intenso, demasiado surrealista. Y me quedé dormido.

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Capítulo III La Prórroga

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Cerrado por defunción. Capítulo III. La Prórroga

La mar estaba arbolada y las inmensas olas zarandeaban el pequeño buque como si fuera de papel. Yo me encontraba bajo la torre del puente de mando, aferrado a una gran palanca de la primera grúa de carga de las cinco que había alineadas a lo largo de la cubierta del barco, preguntándome cómo narices había llegado hasta allí. El agua pasaba sobre mí una y otra vez como queriendo arrancarme de mi asidero para ser tragado por alguna de aquellas grandes olas, no me daba respiro y continuaba golpeándo sin cesar con toda su bravura. Luchaba por no soltarme, esperando el momento, aunque fuera sólo por un segundo, para ponerme a salvo en algún lugar más seguro. Vi como el buque elevaba la proa y luego caía estrepitosamente y desaparecía bajo las aguas, para luego volver a emerger. Este golpe de mar había sido tremendo y yo no pude aguantar más. Rodé por cubierta de un lado para otro como una peonza sin poder agarrarme a sitio alguno hasta que me detuvo bruscamente la baranda de babor. Me había dado un fuerte golpe y me dolía todo el cuerpo, me sentía magullado por todas partes, no paraba de toser para expulsar el agua que no cesaba de tragar, y seguramente tendría algún hueso roto a juzgar por el intenso dolor. Otra gran ola golpeó el barco y me vi rodando de nuevo por la cubierta arrastrado por el agua que me llevaba en volandas. Recibí un golpe seco en la cabeza, no sé contra qué me lo había dado, y me quedé aturdido durante unos segundos, pero por suerte para mí había ido a parar justo debajo de la escalera de acceso al puente de mando y pude agarrarme a un escalón. No tenía tiempo que perder, así que pasé una pierna por encima de la escalera y luego la otra y me quedé colgado debajo como un mono. Coloqué mis brazos de forma que me permitieran impulsarme hacia arriba haciendo pulso, pero mis fuerzas estaban ya al límite y no conseguía voltearme sobre la escalera. Ya casi no podía sujetarme mas, pero de pronto otra fuerte sacudida escoró el barco a estribor de tal manera que salí despedido por encima de la escalera, dándome otro golpe contra esa pared del puente. No podía quedarme allí tirado sobre la escalera, así que la subí gateando como pude hasta el piso donde se encontraba la cabina de control. Abrí la estrecha portezuela y me lancé adentro. Por lo menos allí no corría el riesgo de caer al mar. Me senté en el suelo apoyado en una de las paredes e intenté relajarme para poder poner mi mente en orden. ¿Qué hacía yo en aquel barco? ¿Cómo había llegado hasta él? Y sobre todo... ¿Dónde estaba la tripulación? No me dio mucho tiempo para meditar pues otro fuerte vaivén me mandó dando tumbos hasta el otro extremo de la estancia. Esta vez me quedé tumbado boca abajo sin fuerzas para moverme y vomitando sin parar. Sabía que tenía que incorporarme y agarrarme a donde fuera o la siguiente sacudida acabaría conmigo. Me arrastré por el suelo hasta el centro de la habitación, me agarré a la base del timón y con un terrible esfuerzo logré ponerme de pie. Ante mis atónitos ojos se desataba la espantosa tormenta, el dantesco espectáculo que se me ofrecía a través de los cristales me tenía paralizado y pude ver como el mar ansiaba tragarse aquel buque fantasma y como la negra noche caía sobre él como queriendo aplastarlo, hundirlo para siempre en las profundidades del despiadado océano. El barco recibió otro fortísimo golpe de mar que abrió una brecha a estribor por donde entraba el agua a raudales. Como un fogonazo pasó por mi mente la idea de que iba a morir tragado por las aguas, y me agarré con mis exhaustas fuerzas al timón. No podía hacer otra cosa salvo esperar a que amainara la tormenta, o al terrible fin que casi con toda seguridad 16


Cerrado por defunción. Capítulo III. La Prórroga

me aguardaba. La brecha abierta en el casco se hizo mas grande y el barco comenzó a escorarse por estribor. Me abracé al timón en un último esfuerzo por sobrevivir, pero el barco estaba totalmente de lado y comenzaba a hundirse por la proa. Lo que hace tan solo un momento había sido el suelo, se convirtió ahora en una pared casi vertical que consumió la última chispa de voluntad que me quedaba. Y me solté. Caí atravesando los cristales de la cabina y lanzando una terrible maldición a aquel océano asesino que me esperaba con sus fauces abiertas de par en par. Me desperté chorreando sudor y me incorporé bruscamente. Advertí que estaba en la cama, empapada y extrañamente inclinada hacía la derecha. Tenía los ojos pegados y casi no percibía nada de lo que había a mi alrededor. Oí una voz que me llamaba por mi nombre y que me resultaba vagamente familiar, así que me volví hacía donde suponía que estaba la persona que me había hablado. – Andrés, Andrés, tranquilo ya pasó todo – me decía. Comencé a entrever una borrosa figura que me pareció muy grande y casi redonda, y me restregué los ojos para poder verla mejor. El desgarrador grito que surgió de mi garganta seguro que pudo oirse hasta en Pekín. Delante de mi tenía a la chica del autobús, a la cosa, y estaba allí sentada sobre la cama, sobre mi cama, con una amplia y tierna sonrisa que yo ya conocía, y lo que es peor, ¡en ropa interior! – ¿Qui, qui, quién es usted? ¿Y qué hace en mi cama y en mi casa? ¿Dónde están mi mujer y mis hijos? ¿Qué les ha hecho? – le pregunté desconcertado. – Tranquilo mi amor – me contestó – Corasón, soy yo, tu mujersita, tu Juana. Qué susto me has dado, chiquitín. – ¡Ni mi amor, ni chiquitín ni hostias! – grité encolerizado. – Andresito, por favor, cálmate – me decía mientras se quitaba el sujetador que muy bien me podría haber servido como paracaídas en caso de decidir saltar desde la azotea. – ¡Que me calme! – seguí gritando de rodillas en la cama y cada vez mas encolerizado – ¡No me da la gana calmarme! ¡Me despierto de una pesadilla para encontrarme en otra aún peor, y dices que me calme! ¿Quién coño eres y qué es lo que quieres? ¿Cómo has llegado hasta aquí? Jadeaba y tosía. Estaba como loco y empecé a dar puñetazos al colchón. – Yo me llamo Andrés Hurtado, soy dueño de un pequeño negocio, tengo 37 años y una familia maravillosa – chillaba con todas mis fuerzas, y con cada grito me convulsionaba sobre la cama. – ¿Qué locura es esta? ¿Acaso todavía sueño y debo despertar, o es que me he vuelto loco y ya no distingo lo real de lo que no lo es? – rompí a llorar con un llanto histérico, tenía el rostro desencajado y sudaba, sudaba mucho. 17


– ¿Es esta mi condena? ¿Estoy muerto y esto es el infierno? – me preguntaba – No puede ser, no puede ser – me repetía a mi mismo – ¡Quiero despertar! – grité – ¡Quiero despertar! Grité tanto y tan fuerte que perdí el aliento, me ahogaba y sentía un fuerte y agudo dolor en el pecho. Me dejé caer en la cama y supuse que me moría. La habitación comenzó a desvanecerse de una forma que ya me era habitual, y otra vez me encontré en aquel negro e inmenso lugar. Oía voces pero no podía ver nada. De pronto aparecieron ante mi dos figuras que mantenían una acalorada conversación. Para mi sorpresa pude ver al funcionario que discutía con un colega. – Él no debería estar aquí – alcancé a oír que le decía el funcionario a su interlocutor – se le concedió una prorroga de cinco años, no cometamos otra vez el mismo error. – ¿Una prórroga? – sus palabras resonaban en mi cabeza como un eco. – Vamos, devolvámoslo a su lugar de origen – dijo el funcionario mientras desaparecían. – Una prórroga, una prórroga... – Estas palabras no cesaban de repetirse en mi cabeza. Abrí los ojos. De nuevo estaba en mi cuarto, pero me mantuve tumbado mirando al techo pues no me atrevía a incorporarme por temor a lo que pudiera descubrir. – Oh, mi pequeñín se ha despertado. Hay que ver que sustos me estas dando – dijo la inconfundible voz de ella. Me levanté de un salto y la miré aterrorizado. – No puede ser, no puede ser cierto – grité otra vez – ¿Qué he echo yo para merecer esto? Y otra vez rompí a llorar como un niño asustado y abandonado mientras me convencía de que aquella era mi realidad, mi vida. – Ven acá, mi pequeñín – me decía mientras me atraía hacia si y me abrazaba en un gigantesco abrazo, me acurrucaba y mecía como a un bebé. – No llores más, mi niño, estás con mamá – me susurraba – Ya no te preocupes más mi amor, mamá te va a cuidar y no va a dejar que nada te ocurra. Me abandoné y me dejé llevar, estaba a gusto entre esos calentitos y mullidos michelines y no quería pensar en nada. Recordé lo que acababa de decir el funcionario. Disponía de cinco años, cinco intensos y largos años. Seguía llorando, pero ya todo me daba igual. Y me dormí.

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CapĂ­tulo IV El Infierno

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Cerrado por defunción. Capítulo IV. El Infierno

Me despertaron zarandeándome bruscamente. Sobresaltado, abrí los ojos para encontrarme frente a una enfermera que me gritaba para que me diera prisa. ¿Prisa para que? Me pregunté ¿Y qué coño hacía yo otra vez en un hospital? – Venga, dese prisa, que su mujer no puede esperar. – me apremió. – Mi mujer...¿Qué le ocurre a mi mujer? – exclamé casi presa del pánico. – Pero bueno, esto es el colmo! – me gritó. – Su mujer en el quirófano y usted durmiendo a pierna suelta. ¿No le da vergüenza? Desde luego que vaya calzonazos que está hecho usted. Lo que me faltaba. Mi esposa en un quirófano, yo sin saber porqué, y encima junto a una enfermera descarada que se permitía la licencia de insultarme a su antojo. – Pero...¿Qué es lo que ocurre? ¿Por qué está mi mujer en quirófano? Le aseguro que no entiendo nada. – le dije. – ¡Esto es increíble! ¿Quiere hacer el favor de espabilar y darse prisa? – me dijo mientras aceleraba el paso – el doctor no tiene todo el día y ya lleva un buen rato esperando. Entramos en un ascensor y bajamos al sótano del edificio. La enfermera salió como alma que lleva el diablo y enfiló por un largo pasillo que terminaba en una amplia puerta junto a la que se encontraba un hombre con bata y con cara de impaciencia. Yo la seguía de cerca dando traspiés pues estaba bastante aturdido con la noticia que acababa de recibir. – ¿Pero qué...? – No acababa de empezar la pregunta que me rondaba por la cabeza cuando el hombre que estaba junto a la puerta me cogió del brazo y literalmente me arrastró dentro de la antesala a un quirófano. – Tenga, póngase esto, y esto también – me ordenó secamente mientras se quitaba la bata y se ponía una mascarilla en la cara y un gorrito en la cabeza iguales a los que me había dado a mí. Y allí dentro, sobre lo que se asemejaba a un potro de tortura muy del estilo de las impresionantes ilustraciones de H.R.Giger, estaba ella. Enorme, con sus flácidos michelines descolgandose de su cuerpo y dando alaridos. Más que estar encima de aquel artilugio, despatarrada y con su peluda cavernosidad al aire, parecía que se derramaba sobre el. El corazón me dio un vuelco y se me hizo un nudo en el estómago. Mi mente no pudo soportar el mareo que produjo esa atroz visión y caí redondo al suelo dándome un fuerte golpe en la cabeza con una esquina del chisme infernal sobre el que ella esperaba dar a luz, que me abrió una pequeña brecha por la que empezó a manar la sangre con rapidez. Entre la impresión de verla a ella otra vez y en semejantes circunstancias, y el golpe que me acababa de dar, mi mente se quedo colapsada, era incapaz de pensar en nada y no alcanzaba a pronunciar ni una sola palabra. Me caía la baba por las comisuras de los labios, y la sangre que resbalaba por mi rostro se me metía en la boca y en la nariz impidiéndome respirar con normalidad, por lo que sólo podía toser y escupir. Por un momento creí que el espectáculo que tenía delante era producto del golpe, una alucinación, pero el dolor en mi frente me recordó que no era así. Y entre toses, estertores y escupitajos varios, me pareció entender que el doctor me ordenaba que me colocara junto a ella, mi supuesta esposa, y que ayudara cuanto pudiera.

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Cerrado por defunción. Capítulo IV. El Infierno

Como un autómata me limité a hacer lo que me había dicho el médico y me coloqué como pude al lado de aquella cosa chillona que inmediatamente se aferró a mi muñeca izquierda despachurrándola con su gigantesca manaza. – ¡Desgraciado! ¿Dónde te habías metido? – gritó. – ¡¡¡Iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!, ¡¡¡Ayyyyyyyyyyyyyyyyyyy!!!, ¡¡¡Ahhhhhhhhggggggrrrrrr!!! Mis tímpanos iban a estallar de un momento a otro como no cesara de inmediato el repertorio de alaridos. – Cabrón, hijo de puta!!! Tu mujercita a punto de parir y tu por ahí perdido. – me volvió a chillar con su rostro pegado al mío. A todo esto, el ginecólogo se afanaba rasurando con varias cuchillas de afeitar el robusto vello púbico de la mujer a la vez que rociaba toda la zona con un enorme botellón de yodo, mientras el matrón, un joven con poca experiencia a juzgar por la expresión alucinada en su rostro, intentaba por todos los medios calmar las dolorosas y cada vez más estridentes contracciones de aquel ser que yacía postrado boca arriba como un escarabajo pelotero, y que con cada grito, amenazaba con derrumbar el edificio. Sacudía sus enormes brazos en todas direcciones intentando atizar al médico que hurgaba en sus partes más íntimas y recónditas, mientras gritaba que ahí sólo la tocaba su marido, o sea, yo, que por otra parte con tantas sacudidas cada vez estaba más mareado. Acertó a asestar un tremendo sopapo en la cara del matrón con una fuerza hulkiana que lo envió en un perfecto vuelo parabólico al otro extremo del quirófano, dejándolo inconsciente, mientras que a mi me zarandeaba con bruscos movimientos con la mano que me tenía agarrado, como si fuera un sonajero en poder de un monstruoso bebé. En uno de estas descontroladas e impulsivas sacudidas me aferró por el cuello de la camisa y me elevó por los aires colocándome justo encima de ella, rostro frente a rostro, y la diabólica mirada hinchada de rabia y dolor que me ofreció me dejó aterrado. Pensé que me iba a devorar allí mismo, y la idea de ser comido en un quirófano por una mujer a la que no conocía y que estaba a punto de dar a luz a un hijo mío me terminó de revolver el estómago. Un frío glacial se apoderó de mi cuerpo y supe que si no hacía nada por remediarlo ese iba a ser el fin de mis días. Lo poco que había desayunado salió en una convulsa vomitona poniendo la cara de la mujer perdida de café con leche con trocitos de magdalena y agrios líquidos gástricos con un toque de color rojo carmesí procedente de la brecha que tenía en la cabeza que todavía seguía sangrando. La repugnancia que debió provocarle el tragarse parte de mi desayuno hizo que me soltara mientras lanzaba amenazas de que me iba a matar. Tantas impresiones le provocaron una gran contracción que se convirtió en una potente y sonora pedorreta que desplazó hacia atrás el intrépido ginecólogo. Pero el seguía a lo suyo, ajeno a todo lo que sucedía, y lo único que dijo es que hiciera el favor de no moverse tanto. – Venga, empuje ahora, que ya vienen – gritó. – Como que ya vienen? Es que hay más de uno? – alcancé a preguntar tímidamente desde el rincón en el que me había colocado, apartado de la mujer.

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Cerrado por defunción. Capítulo IV. El Infierno

Si tener un hijo con ella era de por si algo difícil de asimilar, dos, superaba con creces cualquier pesadilla que se pudiera imaginar. Desde esta nueva posición podía observar la escena con otra perspectiva, a salvo de zarpazos. No daba crédito a lo que veía. En un rincón, tirado en el suelo, estaba el pobre matrón todavía inconsciente, con gran cantidad de material quirúrgico esparcido a su alrededor y con la cara hinchada y amoratada a consecuencia del terrible tortazo que le había dado la mujer. Frente a mí quedaba el potro de tortura con ella encima, llena de sangre y vómito, cada vez más grande y más colorada, y con el ginecólogo entre sus grandísimos muslos. Comenzó a hincharse como un globo y pensé que iba a reventar, así que por prudencia, pues a estas alturas ya me podía esperar cualquier cosa, me parapeté detrás de un pequeño mueblecito metálico con ruedas que servían para dar movilidad al aparato que tenía encima. Por un momento recordé mis años locos de juventud, en los que casi a diario tomaba alguna sustancia ilegal. Durante ese corto pero intenso periodo de tiempo viví como reales un montón de experiencias de lo más absurdo, pero aquella empequeñecía cualquier otra visión que pudiera haber tenido causada por psicotrópicos en mal estado. – Ahora!!! Empuje con todas sus fuerzas!!! – la voz del doctor me devolvió de sopetón a la realidad. La mujer empujó con tanto ímpetu que el primero de los gemelos salió disparado golpeando al ginecólogo en el estómago y cayendo después a un gran cubo cubierto con lo que parecía una bolsa de basura de tamaño industrial que estaba situado bajo las piernas de la parturienta. – Pobrecillo, nada más nacer y ya se ha ido directo al cubo de los desperdicios. – Dijo bromeando mientras recogía al niño, lo secaba con una pequeña toalla y me lo entregaba. – Pe,.. pero... si es igualito que yo en tamaño reducido! ¿Como es eso posible? ¡Si acaba de venir al mundo! – exclamé perplejo. – Bueno, usted es el padre...¿No es cierto? Así que es bastante normal que se le parezca – me contestó con la mayor naturalidad. – ¡Por dios!, ¡Que tiene bigote! – grité asombrado. – No se preocupe, ya tendrá tiempo de afeitárselo. – ¿Como que no me preocupe? Pero, ¿Se da cuenta de lo que me esta diciendo? ¿De verdad encuentra normal que los niños vengan al mundo como si fueran Groucho Marx? El niño era horroroso y bajo su nariz se adivinaba un incipiente bigote. Su boca abierta mostraba una robusta dentadura poblada de afilados colmillos más propia de una piraña que de un ser humano. – Vaya, parece que la mamá se ha desmayado por el esfuerzo – dijo – Bueno, ya se despertará luego en la UCI. – ¿Y el otro niño? – pregunté. – Uy, es cierto, se me olvidaba. Habrá que forzar el parto, porque con la madre ya no podemos contar. Voy a buscar ayuda, usted no se mueva, espéreme aquí. Cuando dijo esto me puse a temblar. ¿A que se referiría con lo de forzar el parto? ¿Una 22


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cesárea? Desde luego me podía esperar cualquier cosa. Salió del paritório y me dejó allí sólo con la mujer, con mi hijo berreando en mis brazos y con el matrón que seguía tirado en el rincón. Me preguntaba a dónde habría ido mientras observaba a la chica detenidamente. Tenía el rostro cubierto por los restos de mi desayuno y de su boca colgaban unos legajos de saliva espumosa, suponía que a consecuencia del esfuerzo realizado. Su respiración era relajada ahora y daba la sensación de que dormía profundamente. Me atreví a acercarme y mi vista se posó en su enorme vulva rapada al cero por la que, intermitentemente, salían reflujos de sangre mezclados con lo que debía ser líquido amniótico. La verdad es que era una visión un tanto espeluznante, algo así como estar frente a la matriarca de alguna rara y espantosa especie alienígena. Me percaté de que su respiración ahora se volvía más acelerada y su barriga comenzaba a moverse con pequeños espasmos, cada vez mas continuados y rápidos, por lo que, instintivamente, me separé de ella deseando que volviera el ginecólogo cuanto antes. Estar allí sólo frente a ella y tener al engendro de su retoño en mis brazos era algo que verdaderamente asustaba. Podía escuchar unos extraños sonidos que provenían del interior de la mujer. Me estaba acojonando por momentos, pero en el fondo sentía una mezcla de curiosidad y terror a partes iguales que me impedían moverme de donde estaba. Los sonidos se hicieron más audibles, en sus entrañas algo se estaba removiendo, algo que quería salir. Imaginaba que sería el otro niño, pero en estas circunstancias mejor era ser precavido. Y de repente, como en una de esas películas de ciencia-ficción que tanto me gustaba ver, donde siempre llegan a la tierra todo tipo de seres alienígenas en las formas más diversas y disparatadas que la imaginación pueda crear, aparecieron unas manos que, entre viscosos líquidos se agarraban a los labios vaginales por los que poco tiempo después asomó la horrible cabezota del segundo niño con la babeante boca abierta y enseñando su asquerosa dentadura. Inmediatamente rompió a llorar y a agitarse nervioso, lo que provocó que también cayera al cada vez más lleno cubo de los desperdicios. Yo no sabía qué hacer, si recogerlo, si dejarlos allí tirados a los dos y salir corriendo o, lo que me pareció más sensato, esperar a que llegara el ginecólogo y se hiciera cargo de ambos. Pero tanto el niño que estaba en el cubo, como el que tenía en mis brazos, lloraban sin parar con un estridente y chirriante llanto y se agitaban con mucho nerviosismo. Parecía que tenían hambre, pero con su madre desvanecida quedaba descartada la idea de amamantarlos, y en el paritorio no había nada que sirviera como alimento. Verlos así me dio un poco de pena, porque aunque eran bastante repugnantes, con esa cara de adulto empequeñecido y con esa terrible dentadura, a pesar de todo, eran hijos míos. Recogí al que estaba en el cubo, casi ahogado por la cantidad de líquidos que habían brotado del vientre de su madre, y envolví a cada uno en unas pequeñas sábanas verdes que encontré plegadas junto a la banqueta donde minutos antes había estado sentado el ginecólogo. Así, con los todavía ensangrentados niños bajo mis brazos, salí corriendo del paritorio a buscar la cafetería del hospital. Me crucé con dos enfermeras que, al verme con la brecha todavía sangrante en la cabeza, con los dos chillones y revoltosos paquetes verdes bajo los brazos, evidentes signos de 23


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cansancio y desconcierto que se reflejaban en mi rostro que no ayudaban en nada a mejorar la escena, y corriendo como un poseso, se pusieron a gritar como locas pidiendo ayuda, muy probablemente pensando que yo era algún loco o psicópata asesino que deambulaba sembrando el pánico por el hospital. En cierto modo las entendía, cruzarse conmigo en estas circunstancias no era una imagen muy paternal y en absoluto tierna, nada que ver con lo que allí estaban acostumbradas a atender a diario. Pero yo seguía avanzando por los laberínticos pasillos sin saber por dónde debía dirigirme. Estaba perdido y no tenía ni idea de como salir de allí, y para colmo los niños seguían llorando y no tenía pinta de que se fueran a callar como no les proporcionara algo de leche. Uno de ellos se revolvió bruscamente y cayó al suelo desliándose de la sábana. Se aferró a mi pierna y como si fuera una lagartija trepó rápidamente hasta mi cuello para asestarme un mordisco en la oreja izquierda que me arrancó parte del lóbulo de cuajo. El dolor era insoportable, y seguía teniendo al niño enganchado en mi cuello masticando su presa. Lo cogí de un brazo y tiré de el, pero se había agarrado con tanta fuerza que pensé que me iba a desgarrar la piel de esa zona. Aun así conseguí quitarme de encima al pequeño caníbal que se debatía como si fuera un perro rabioso intentando morder mis dedos. Quedaba claro que no era leche precisamente lo que necesitaban, pero yo no estaba dispuesto a servirles de menú. No quería ni imaginar que podrían hacer estos pequeños monstruos cuando crecieran. Mi cabeza ya no aguantaba más sobresaltos, y mi pobre cuerpo magullado y mutilado, menos. Si tan sólo hacía unos instantes, la paternal compasión me había hecho plantearme el proporcionarles algo de alimento, ahora ese resquicio de afecto familiar había desaparecido por completo. Aunque era su padre, tenía que deshacerme de los dos, y rápido. Estaba al lado de una escalera de emergencia, así que envolví de nuevo al niño rabioso en la sábana después de una revoltosa lucha y tras recibir varios mordiscos en mis manos que afortunadamente no me causaron más que unos dolorosos rasguños, y subí por ella al siguiente piso. La escalera salía a un largo y ancho pasillo que hacia un lado, a unos veinte metros de donde yo estaba, giraba en ángulo recto, y en la otra dirección acababa en lo que me pareció un gran hall. Justo enfrente de mí estaban los servicios, y ese me pareció un buen lugar donde dejar abandonados a los terribles chiquillos. Entré en los aseos de señoras y me encerré con las dos diabólicas criaturas en un reservado. No sabía que hacer y el nerviosismo no me dejaba pensar con claridad, así que me dejé llevar por mis instintos. A uno de los niños le introduje como pude todo el papel higiénico que le cupo en su asquerosa boca para que, aunque no se callara, por lo menos amortiguara sus berridos y me protegiera de sus mortales dentelladas. A falta de una ocurrencia mejor al otro niño le metí la cabeza en la taza del water y tiré de la cadena. El persistente chillido se convirtió ahora en un agónico gorgoteo debido a la cantidad de agua que el pequeño estaba tragando. Pero su cabeza estaba obturando el desagüe de la taza y el agua había empezado a rebosar encharcando rápidamente el suelo de los servicios, por lo que temí que pudiera delatar mi momentáneo escondite. Intenté sacar al pequeño que ya no se agitaba con tanto ímpetu, pero su blanda cabezota se había encajado en el orificio del water y era imposible extraerlo de allí. Decidí dejarlo donde estaba, solamente asomando sus pequeñas piernas por encima de la taza. Al otro, que se estaba empezando a poner amoratado a causa de la asfixia provocada por el papel que le había metido en la boca, lo envolví con otros dos rollos de papel higiénico como si fuera una pequeña momia para dejarlo inmovilizado y que, de esta manera, cesaran sus convulsos movimientos que podían indicar mi presencia en ese lugar.

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Una vez acallados ambos, me enfrasqué en una frenética búsqueda de algo que me pudiera servir como arma de defensa en caso de ser necesaria, pero no había nada que mínimamente sirviera para mis deseos, así que cogí una escobilla del water, con empuñadura metálica, a modo de improvisada cachiporra. Me dirigí a la puerta de los servicios y la entorné ligeramente para poder echar un vistazo fuera y valorar la situación. Pero lo que vi no me tranquilizó lo más mínimo. Un singular tropel de personas compuesto por el cuerpo de seguridad local al completo, personal del hospital, infinidad de curiosos incluidos algunos pacientes y, encabezando esta partida de caza, el ginecólogo y la enorme mujer, que al parecer ya se había recuperado, venían presurosos por el pasillo, y con toda certeza, de eso no me cabía la menor duda, en busca de algún indicio sobre mi paradero. Por un momento me pareció que estaba dentro de una película de estas del mediodía, en la que los protas viven en una gran urbanización y en la que los vecinos siempre son gente extraña, con exactamente los mismos comportamientos anormales, y que además resulta que están como lobotomizados por otro vecino que siempre es algún científico o médico retirado que se ha pasado media vida investigando ilegalmente con embriones humanos para llevar a cabo sus planes de crear extraños mundo felices. Pensé en lo absurdo de toda la situación que estaba viviendo, o soñando, o lo que demonios fuera, en la manera en la que de repente todo da un giro, y lo que antes estaba bien, pues al fin y al cabo mi primera intención fue la de proporcionar alimento a mis “hijos”, ahora se volvía en mi contra, y aunque todavía nadie sabía nada de mis parricidas acciones, la confusión que se había creado al desaparecer del paritorio con los niños y posteriormente ser visto corriendo por los pasillos del hospital, haría pensar a todos que, efectivamente, mis propósitos no eran buenos. Noté humedad bajo mis pies, y me di cuenta de que me encontraba sobre un gran charco que se estaba esparciendo hacia el pasillo .Comprendí que esto era una señal inequívoca para las personas que se acercaban, de que allí sucedía algo fuera de lo normal. Recogí al niño momia y lo agarré como si fuera un pan bajo el brazo. Por lo menos me serviría como salvoconducto para intentar salir con vida del hospital si las cosas, como era más que probable que ocurriera, se ponían feas. Salí corriendo de los servicios hacia el gran hall que había al otro lado del pasillo, en dirección contraria a la “comitiva de recepción” que se acercaba. Nada más verme comenzaron a gritar y a correr tras de mí, pero al pasar junto a la puerta de los lavabos el ginecólogo resbaló a causa del agua e hizo caer a otras personas de las que iban delante, organizando un pequeño tapón como los que se forman en los encierros de San Fermín. Esto me dio algo más de tiempo, lo justo para llegar a un mostrador de forma cuadrada que estaba en el centro del hall, tras el que había sentada una enfermera que, nada más verme, y como ya iba siendo habitual, se unió al griterío general. Me metí en el mostrador de un salto sin dar tiempo a la chica a reaccionar, la cogí por el pelo y le puse la escobilla horizontalmente sobre el cuello, presionando con fuerza con la intención de ahogarla. Esto hizo que se me escurriera el niño y cayera en la papelera. – ¡No deis un paso más o me cargo a los dos! – grite encolerizado. – Dejad que me vaya, yo no quiero estar aquí, yo no he hecho nada, sois vosotros los causantes de este mal, sois todos unos monstruos... ...y tú, maldita seas, no eres sino el demonio disfrazado de mujer. ¿Porqué tuviste que subir a aquel condenado autobús? Has arruinado mi vida, y mis sueños los has corrompido con tu 25


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angustiosa presencia, incluso en mi muerte me persigues. ¡Yo ya estoy muerto y aun así quiero morirme! ¡Maldita zorra, déjame en paz y quédate con las dos alimañas que has engendrado! Casi sin darme cuenta, en mi acalorado discurso, había aflojado la presión sobre el cuello de la chica y esta había aprovechado la ocasión para escabullirse y unirse al grupo que ahora estaba comandado por la mujer de mis pesadillas. Los demás parecían enanos a su lado. Empezó a acercarse hacia mí muy lentamente seguida por la comitiva que se iba expandiendo a lo ancho del gran hall, sobre todo la policía, que iba tomando las posiciones de cabeza y situándose estratégicamente entre las demás personas. – ¡Quietos! – volví a gritar. Cogí la papelera con el niño dentro y la puse sobre el mostrador. Éste se estaba removiendo y ya había conseguido liberar una mano que agitaba para que los demás pudieran verlo. Al ver a su retoño de esta guisa, la mujer chilló tan estruendosamente que varios cristales de las puertas de acceso a las consultas que había repartidas por la estancia saltaron hechos añicos, al tiempo que se precipitaba en una pesada carrera hacía el lugar donde me encontraba. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, pues sospechaba que mi fin estaba cerca. Ya no tenía más aguante, todo aquello me superaba, así que, una vez más, me dejé llevar por mis instintos. Con la escobilla en ristre me lancé como un poseso hacia la mujer que tanta desgracia me estaba ocasionando, con un único pensamiento, matar. Pero se interpuso en mi camino el baby-killer que de alguna manera había conseguido escurrirse de sus ataduras y que, intuyendo mis asesinas intenciones hacia su madre, se abalanzó como un vampíro kamikaze hacia mi cuello asestándome otro tremendo mordisco que por poco no alcanzó mi yugular. Me lo arranqué de encima como pude y le asesté enloquecido varios escobillazos ante la atónita mirada de las fuerzas de seguridad, del personal del hospital y, de ella. Semejante escena dejó estupefactos a mis perseguidores, pero para la mujer, el ver a su pequeño golpeado, ensangrentado delante de sus narices por lo que ella consideraba un demente, le provocó un ataque de histeria que se tradujo en una serie de sacudidas a diestro y siniestro que dejó fuera de combate a las personas que estaban a su lado. Le quitó de un empellón el arma a un agente y comenzó a pegar tiros en todas direcciones presa de un estado de maternal esquizofrenia, con tan mala fortuna que hirió a varios policías y a la enfermera que me había despertado para que hiciera frente a esta locura. Por fortuna ya había vaciado el cargador y automáticamente las fuerzas de seguridad, que en ese momento no tenían muy claro a quien debían detener, hicieron frente a la mujer rodeándola y abalanzándose hacia ella, pero a pesar del número de agentes que la tenían agarrada, seguía debatiéndose como un ciclón y no dejaba de avanzar arrastrando a los policías hacía el lugar donde me encontraba yo, totalmente inmóvil, exhausto, pero con una sensación de triunfo que circulaba por todos los músculos, por todos los nervios de mi cuerpo. Con un último esfuerzo me dirigí a su encuentro todavía con la letal escobilla ensangrentada en la mano. La aferré con fuerza dispuesto a dar el golpe mortal que acabara de una vez por todas con esa pesadilla y me planté frente a ella con el rostro desafiante, pero era como estar frente a un terrible y gigantesco monstruo, titánico, con una expresión que hubiera dejado helado a cualquiera. Me miró fijamente a los ojos, y el odio que se reflejaba en su mirada me hizo vacilar unos instantes, pero más era el odio que yo sentía, y este odio me impulsó a dar un salto hacia ella con la intención de matarla. Un disparo frenó en seco mi psicópata trayectoria y caí al suelo a sus pies. Sabía que la bala había impactado justo entre mis cejas y atravesado el cráneo, y aunque no 26


Cerrado por defunción. Capítulo IV. El Infierno

podía moverme, no sentía dolor alguno. Todavía podía ver y oír al gran número de personas que se habían acercado a curiosear. Quedaba claro que mi destino estaba ligado al de esa chica, señora o cosa, ya fuera en vida o en sueños, (pesadillas mas bien) y que ni siquiera muriendo podría librarme de ella. Ya no tenía muy claro si prefería estar vivo o muerto, tampoco tenía opción, porque de una manera u otra siempre terminábamos juntos. Si esto era mi vida, era una auténtica pesadilla, y si estaba muriendo o muerto, entonces había ido a parar al peor de los infiernos y esta era mi condena. No creo que nadie pudiera imaginar que el infierno, si es que esto lo era, podía ser tan horrible sin necesidad de achicharrar a los infelices que como yo acababan sus días aquí. Siempre pensé que moriría en paz y que mi esencia se iría a vagar por el universo, y que así terminarían los problemas y las angustias vitales que persiguen a toda persona a lo largo de su existencia. Desde luego nunca supuse que acabaría de este modo. Con estas confusas reflexiones fui perdiendo la consciencia hasta que todo quedó de una oscuridad muy familiar. – Pero buen hombre! ¿Otra vez aquí? – exclamó una voz terriblemente conocida – Jamás imaginé que esto de morir podía crear adicción. – continuó diciendo – Desde luego que se esta convirtiendo en un problema. ¿Pero no le dijimos que ya se había resuelto su reclamación y que se le había concedido una indemnización de 5 años? Llevo media eternidad trabajando aquí y nunca se me había presentado un caso como el suyo, ni de lejos. Me va a traer problemas con su enfermiza insistencia de morirse cuando no debe. Hágame el favor, que esto es muy serio y yo me estoy jugando el puesto, que desde arriba ya están haciendo preguntas. ¿Por que no vuelve con sus amigos, con su familia, y me deja en paz? Ahora, que si esto continúa así, si persiste en su actitud, le puedo asegurar que la próxima vez se queda aquí, vaya que sí. Y dicho esto desapareció. Y otra vez me quedé sólo en el infinito y negro vacío.

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CapĂ­tulo V Insomnio

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Cerrado por defunción. Capítulo V. Insomnio

– Andrés, Andrés, despierta. Otra vez me estaban llamando y zarandeando, pero yo estaba asustado y no me atrevía siquiera a moverme. ¿Qué podía sucederme ahora? Mejor permanecer con los ojos cerrados, porque abrirlos podría suponer el iniciar otra delirante pesadilla. Yo ya no sabía que era sueño y realidad, no sabía si cuando despertaba, despertaba realmente o sólo en un sueño. Era totalmente incapaz de discernir entre lo real o lo que no lo era. Por lo menos, con los ojos cerrados todo era oscuridad y no veía nada de lo que me esperaba al despertar, y después de todo lo que me había ocurrido, en sueños, pesadillas o lo que fuera, era como para pensárselo dos veces antes de abrirlos. Desde luego, mejor estar con los ojos pegados, cosidos si hacía falta. – Andrés – repitió aquella voz tan familiar, tan conocida – Qué susto nos has dado. Pero ya no te preocupes, por fin ha pasado todo y no tienes fiebre. Ya no tendrás mas pesadillas. Esa voz, esa voz. Yo sabía a quien pertenecía. De un salto me incorporé y pude verla allí sentada, sonriéndome. ¡Era Pilar! ¡Mi Pilar! Y mis hijos correteaban jugando alrededor de la cama. – ¡No estoy muerto! ¡No estoy loco! ¡No es un sueño! – grité incorporándome bruscamente sobre la cama. Comencé a dar histéricos saltos mientras chillaba... – ¡Estoy vivo, vivo y soy feliz! Mis hijos también se apuntaron a saltar sobre la cama, y reían, y Pilar también reía, y yo saltaba y gritaba de alegría. Mi vida parecía recobrar el sentido otra vez y creía tener claro que no había muerto. ¿O es que todavía soñaba y tenía que despertar? (FIN)

¿Fin?...si, lo se, más de uno habrá pensado que esta historia no puede tener un final así, y no les falta razón, de hecho, tienen toda la razón, que más hubiera querido yo este final tan previsible, demasiado bonito como para ser cierto. Además, ni tengo una mujer que se llama Pilar ni dos hijos maravillosos, y por si fuera poco, ni siquiera me llamo Andrés; Máximo, ese es mi nombre, Max para los amigos. Pero otra vez me había despertado, o redespertado, o resucitado, y realmente estaba acojonado, de eso no tenía la menor duda. Se abrió la puerta de la habitación de hospital donde me encontraba postrado en una cama y entró una joven enfermera, que nada más verme se acercó con una agradable sonrisa en su bello rostro y me dijo. – ¡Vaya! Veo que ya se ha despertado. ¿Cómo se encuentra? Nos tenía preocupados. Ha estado toda esta noche delirando y dando gritos. Bueno, voy a llamar al doctor.

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Cerrado por defunción. Capítulo V. Insomnio

Y se fue dejándome otra vez solo. Cerré los ojos, estaba aturdido, pero al poco rato escuché otra voz de mujer que me dijo. – Muy bien Max, he venido a por usted. Hasta el momento se ha mostrado muy reacio a acompañarme, pero ya es la hora y no se puede demorar más. ¡Venga, sígame! No necesitaba mirar para saber quién era mi interlocutora, pero aún giré la cabeza y la vi, a ella, y la sentí, y supe que debía hacer lo que me decía. Incluso me pareció que era agradable, así que me fui cogido de su mano. Salimos al pasillo, yo descalzo y con el camisón del hospital abierto por detrás, con el culo al aire (en realidad esta nimiedad, después de lo vivido, me importaba un carajo), y ella con bata de un blanco inmaculado, y nos dirigimos hacia los ascensores que estaban al final, pero era como si en vez de andar nos deslizáramos flotando sobre el brillante suelo. Entramos en una cabina muy iluminada, excesivamente iluminada diría yo, y me quedé expectante. ¿A dónde iríamos?, ¿hacia arriba o hacia abajo? Bueno, la verdad es que es ese instante no me preocupaba demasiado. Se me pasaron por la cabeza los celebres versos que Segismundo, prisionero en una torre, pronuncia al final del segundo acto en La vida es Sueño de Calderón de la Barca. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. ¡Jooodeeer!, ¿cómo que no me preocupaba? seguir con ella podría ser la continuación de esta pesadilla, el principio del fin, o simplemente mi fin. Sin dar tiempo a que presionara un botón, le hice un corte de mangas y le dije... –¡¡¡Ahí te quedas!!! – Salí corriendo como alma que lleva el diablo por el largo pasillo, encontré unas escaleras y bajé a toda velocidad por ellas desembocando en el hall del hospital que atravesé como un ciclón en dirección a la salida. Era de noche y hacía una agradable brisa fresca, me sentía muy bien, así que seguí corriendo, y me perdí en la oscuridad.

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