El huérfano La noche caía tibia y lentamente. La guerra tiene estas cosas; es capaz de trastocarlo todo, el tiempo, el espacio, la vida y la muerte. Caminábamos mi madre y yo por aquellos campos envueltos en una extraña y tenebrosa niebla. Hacía dos días que no habíamos probado bocado. La gente huía rápido, pues el enemigo, las tropas del faraón Ahmose, estaban cerca. El cielo era negro, pesado y siniestro. No se oía nada más, en el mortecino resplandor del crepúsculo, que un ruido confuso, impreciso y, sin embargo, desmedido de ganado y personas en marcha, un pisotear sin límites, mezclado con un entrechocar vago de escudillas y de armas. Los soldados, civiles y animales, en retirada, encorvados, cargados de espaldas, sucios, a menudo harapientos, se arrastraban, se apresuraban por el camino polvoriento, con pasos extenuados. Aquel ejército olía de una forma extraña, olía a derrota. La piel de las manos se pegaba al metal de las armas, pues helaba espantosamente aquella noche en el desierto. A menudo se veía sentarse en el suelo a algún desdichado soldado, con los pies ensangrentados, allí acurrucado, como un pajarillo, tembloroso y desvalido, el principio del fin, todo aquel que se sentaba no volvía a levantarse. ¡A cuantos de aquellos hombres vi morir esa noche! Nosotros los seguíamos a distancia, tratando de pasar desapercibidos, buscando a mi padre por entre aquel ejército sangrante y derrotado. Creíamos que había sido capturado por ellos durante la batalla. En un momento dado, mi madre me ordenó que me quedara un poco más rezagado; pretendía acercarse más al camino para intentar conseguir algo de comida. La vi alejarse entre la maleza, poco podía sospechar las consecuencias de aquel acto. No se escuchaba nada más en aquella mortecina noche. El extraño resplandor del crepúsculo lo embargaba todo. Pude discernir entre la nube de polvo la silueta de mi madre, acercándose cada vez más a un grupo de soldados hicsos rezagados. Aquellos hombres fuertes y rudos se habían convertido en espectros; casi podía decirse que en la batalla no sólo habían perdido su honor sino también su alma. La derrota suele tener este aspecto: hambrientos, agobiados, y esa sensación de abandono. Traté de seguirles a una distancia prudencial; lo mejor en estas circunstancias es pasar desapercibido. Arrastrándome llegué hasta un grupo de tamariscos situados al borde del camino. Allí pude contemplar como capturaban a mi madre. Dos soldados la tenían sujeta por los brazos. Otros comenzaron a llamar a gritos a un oficial. Al principio no entendía nada de lo que ocurría, pero pronto descubrí que pensaban que mamá era un espía. La palabra “espía” corrió enseguida entre los rezagados, ávidos de descargar su odio y frustración sobre alguien, no atendían a las explicaciones Boletín de la Asociación de Egiptología Iteru 19