‘UELTA DE LOS DÍAS
EL CARPENTIER QUE CONOCI por Heberto Padilla LA ESCASA BIOgrafía de Alejo Carpentier que se conoce es casi falsa. Lo poco que se dice es que nació en La Habana en 1904, hijo de un arquitecto francés y de una rusa que emigraron a Cuba a comienzos de siglo. El propio Carpentier nos propone una infancia europea al decirnos: “Mi abuela era una excelente pianista, alumna de César Franck. Mi madre lo era también, y bastante buena. Mi padre, que quiso ser músico antes que arquitecto, empezó a trabajar el violoncello con Pablo Casals. Aprendí música a los once años. A los 12 tocaba páginas de Bach, de Chopin, con cierta autoridad. Utilizaba el piano como medio de conocimiento de la música. Nada más”. Pero en Cuba nadie tuvo noticias de su abuela, ni de su madre como pianista bastante buena; mucho menos aún de ese padre que trabajó el violoncello con Pablo Casals, pero si que Alejo aprendió y am6 la música desde su más temprana infancia. Su infancia no tuvo la armonía que se desprende de sus declaraciones. Vivió hasta la adolescencia en el campo, en las cercanías de Alquizar, un pueblo bastante pobre, a varios kilómetros de La Habana. Su padre desapareció del pais cuando Alejo era casi niño en pos de unacubana, mestiza, y se perdió para siempre en un trabajo en el Canal de Panamá. Su madre quedó en Alquizar realizando tareas agrícolas; a los 16 años Alejo vendía leche de casa en casa, acaballo. Cuando se trasladaron a La Habana, su madre se dedicó a dar clases privadas de francés. La conocí en sus
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últimos años, cuando aún era profesora particular; recuerdo su gran estatura, su delgadez huesuda y sólida, su rostro un tanto afilado y su tersa piel blanca y pelo rubio que diferían de los de su hijo. Pero como él, era alta y algo encorvada. Las relaciones con su hijo era alta y algo encorvada. Las relaciones con su hijo eran estrictas, sin gran intimidad. Había vivido sola en La Habana durante la ausencia de Alejo en Venezuela por casi catorce años. Alejo se casó en dos ocasiones y con ninguna mujer tuvo hijos. Como su padre, su primer matrimonio lo fue con una europea, Eva, de origen francés, y finalmente con una criolla mestiza, hija del único aristócrata negro con que cuenta la historia cubana. Eva, fue el matrimonio de su juventud; la conoció en Francia y con ella regresó a La Habana cuando los nazis estaban a las puertas de Paris, pero fue un matrimonio turbulento con una joven mujer interesada en el arte tanto como en los artistas, de modo que su cuerpo desnudo pertenece a muchos cuadros notables de la pintura nacional. Aquella relación terminó pronto. Cuentan que una tarde Alejo fue a buscarla a la casa de un famoso pintor cubano de los que ambos eran puntuales asistentes y cuando comenzó a llamar a la puerta oyó la voz que venía desde un dormitorio que ocupaba la parte superior de la casa: “Ya es tarde, Alejo...” Pero estas cosas no parecieron afectarle nunca. Muchas veces conversé con él sobre estos temas y noté que no buscaba vínculos tradicionales con una mujer. En su madurez,
Lilia fue la mejor compañera con que pudo vivir y así lo hizo hasta la hora de su muerte, pero en la práctica era un sensual que buscaba en las muchachas, no en las mujeres jóvenes, la energía animal, sin sosiego, que era respuesta inmediata de la naturaleza. Y sin embargo, no tenía un porte mundano, y en Cuba andaba siempre vestido deportivamente, con una camisa y un pantalón de colores enteros, un par de mocasines y el pelo lacio siempre ajustado al cráneo. Parecía destinado a la calvicie, pero aparte de las amplias entradas y la gran frente despoblada, conservó su cabeza idéntica a la de su juventud. Cuando lo conocí en La Habana en 1959, venía de Caracas, precedido de la peor reputación política. Los exiliados cubanos destacaban su indiferencia ante la causa revolucionaria, y los venezolanos radicales le reprochaban su colaboración profesional con el dictador Pérez Jiménez, que acababa de ser depuesto. Pero Alejo no llegó a Cuba paraobtener reconocimiento político. Lo hacia como editor de libros, acompañado de Manuel Scorza, administrador de un capital peruano que no revelaba su nombre, para hacer en Cuba un festival de libros cubanos como lo había hecho en otros países latinoamericanos. Los últimos habían sido los de Colombia y México. Se trataba de una colección de libros de bolsillo, diez libros en total de libros clásicos de cada país conjuntamente con los de figuras oficiales de la cultura que apoyaban de inmediato el proyecto al ver sus nombres unidos a los ilustres del país y en ediciones baratísimas con tiradas de 150.000 ejemplares que se distribuían en kioscos multicolores, lo mismo que en las ferias. Alejo y Scorza se aliaron al joven matrimonio propietario de la libreria La Tertulia. Leo era suiza y Reinaldo un cubano que había vivido en París por largo tiempo, de modo que constituyeron el mejor grupo que pudo encontrar el proyecto editorial. Carpentier y Scorza aprovecharon el momento políti-
co. Como el país estaba gobernado por una fiebre de solidaridad, los kioscos del Primer Festival del Libro cubano se llenaron de muchachas pertenecientes a las familias más conocidas del país, que colaboraban como vendedoras. Las hijas de Carlos Rafael Rodriguez fueron también valiosas vendedoras. Alejo y Scorza ganaron miles de dólares. Un lujoso apartamento junto a la bahía, en la zona de la Puntilla, al comienzo del reparto Miramar, fue el lugar donde se hospedaron Alejo y Lilia al llegar. Desde allí empezó Alejo su diestra ofensiva para lograr el reconocimiento oficial, creando las condiciones que ningún enemigo podría interferir. Incluso quienes lo censuraban por su indiferencia hacia los grupos revolucionarios cubanos que radicaban en Venezuela, apenas tuvieron oportunidad de impugnarlo, pues fueron destruidos políticamente, debido a sus posiciones. Alejo no tenía otra que no fuera apoyar al gobierno, cuya radicalización no parecía perturbarlo. En una de las muchas invitaciones a cenar que nos hizo, nos mostró por primera vez el manuscrito de El siglo de /as luces, y nos leyó varios capitulos que nos deslumbraron a todos. La primera edición cubana de este libro no fue hecha por la Editora Nacional de Cuba, como hubiera sido lógico, sino por las Ediciones R, del periódico Revolución, con un bello diseño de Raúl Martínez. Aquel apartamento moderno resultó demasiado estrecho para la nueva vida social de los Carpentier. Se mudaron para una casa extraordinaria, de amplio y bello jardín que daba al río Almendares, junto al Bosque de La Habana. En el gran patio Alejo reunia a los invitados de mayor relieve mezclándolos con nosotros, “los terribles de Lunes de Revolución”, como él decía. Las casas de Alejo que conocí eran muy sobrias. Un mobiliario estricto, casi instrumental. Las necesarias sillas para que se sentara el número limitado de personas, un comedor amplio, una cocina distante y casi decorativa (porque toda la comida era traída de restaurantes), una biblioteca donde no habría más de mil volúmenes, agrupados en la habitación más pequeña donde había un sofá, dos butacones y una mesa de escribir situada junto a la puerta. Sus escrito-
rios o mesas de trabajo siempre estaban junto a una puerta. Cuando fue director de la Editorial Nacional de Cuba, su mesa ocupaba una esquina frente a la entrada principal de su despacho, que daba acceso al salón de reuniones. En esta mesa sí había montones de libros, pero todos suyos, ediciones de lenguas extranjeras de cada una de sus novelas. Los jóvenes visitantes las palpábamos lentamente y con fruición, sobre todo las que venían de países distantes, que hacía más notorio el interés que suscitaba su obra. En su despacho de la Editorial Nacional Alejo trabajaba poco, era su secretaria, Pussy, la ejecutora de los planes editoriales que consistían en la edición de clásicos o de traducciones enviadas por los países socialistas, pero desde aquella oficina proyectaba él hacia las altas esferas oficiales las muestras de su importancia intelectual, y en realidad impresionaban las bellas ediciones extranjeras de sus obras, con títulos distintos al original, que las hacía de algún modo más atractivas. El siglo de /as luces, fue publicada en inglés con el título de Explosión en la catedra/, Los pasos perdidos apareció en francés como La división de las aguas, yen alemán, como Camino hacia Manoa. El único rival de Alejo era Nicolás Guillén, queamontonaba también en su despacho de la Unión de Escritores las ediciones de sus poesías en otras lenguas, pero la mayor parte de los países socialistas, que nosotros llamábamos “países cómplices”, pues no otorgaban un reconocimiento válido como el de los países de mercado. Algo que llamaba la atención en las casas y despachos de estos dos escritores era la diferencia de gustos. La biblioteca privada y el despacho de Nicolás Guillén en la Unión de Escritores estaban atiborrados de libros y fotografías donde el joven mestizo, con el pelo grueso y lacio de indio y la gran boca africana, aparecía acompañado de gente célebre en los congresos internacionales o en sus viajes por el mundo; las de Alejo apenas tenían libros y ni una sola foto suya o de su familia. Al Alejo de la juventud tuvimos que descubrirlo a través de sus compañeros de generación, que fueron pródigos en difundirlas en líbros y revistas. No colgaba una sola foto en las paredes de las casas de Alejo. Muy pocos
saben cómo era su padre, cómo su madre, cómo la abuela alumna de César Franck; nada sabemos tampoco de Su infancia, no se conocen fotos en que aparezca con sus padres; sin embargo, a partir de la casa junto al rio Almendares se vio aparecer una tarde, súbitamente, un gran óleo colocado entre dos puertas del comedor que daban al jardín. Era un negro, vestido a la manera de los haitianos descritos en El reino de este mundo, colmando todo el espacio de la tela. Supimos que se trataba del padre de Lilia, el único marqués negro de Cuba, que gobernaba el ámbito familiar de los Carpentier. En la tercera y última casa en que vivió en La Habana (la del Vedado), comenzaron a aparecer sus cuadros, traídos de Venezuela. En una pared del comedor fue colocado el impresionante óleo de Wilfredo Lam, La silla, y después apareció toda su colección de pintura. Alejo había decidido instalarse en Cuba. En 1966, un nuevo embajador de Cuba en Francia decidió que Alejo lo acompañase como Consejero Cultural y que yo fuese con un cargo menos importante. Fue una ocurrencia de Carlos Franqui. Alejo la recibió con entusiasmo. El embajador propuso otros nombres para desempeñar distintas funciones, porque él había pasado algunos años en París como representante personal de Fidel Castro y creía necesario elevar la eficacia de nuestra embajada en Francia. En Cuba, una frase ingeniosa lanzada desde un alto cargo puede arruinar de golpe el encanto del mejor proyecto. Cuando el embajador mostró la lista de nombres al entonces ministro de Relaciones Exteriores, Raúl Roa, éste exclamó con su sorna característica: “Pero, hermano, si te llevas a toda esta gente, ¿cómo crees que va a funcionar el país?“. Así que Alejo se fue solo a París y allí vivió lo mejor y lo peor de sus últimos años, y allí tuvo que asumir posiciones políticas que había sido un experto en eludir públicamente; allí se vio acosado por exigencias que el mundo comunista le planteó y él no rechazó. La correspondencia que sostuvo con las autoridades francesas a propósito de la situación del fotógrafo y poeta francés Pierre Golendorf, que estuvo siete años preso en Cuba por el odio personal de Fidel Castro, es grotesca. Igualmente se alejó de sus mejores amigos y defendió desde Europa, sin Septiembre de 1985
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Vuelta 106 necesidad de hacerlo, los planteamientos más arbitrarios del gobierno cubano; se convirtió en un burócrata del totalitarismo; cedió a las presiones del Departamento Cultural de la Seguridad del Estado de Cuba para que escribiese El recurso del método para contrarrestar El otoño de/ patriarca, de Gabriel García Márquez, que en Cuba se consideraba un ataque contra Fidel Castro, porque el dictador de El otoño exhibía los rasgos de las aberraciones típicas de Fidel. En uno de sus viajes a La Habana, ya mortalmente enfermo, lo encontré en la librería de la calle 27, muy cerca del viejo Havana Hilton, y estuve a punto de evitarlo; el escándalo internacional de mi caso había contribuido a que su vida se hiciese más difícil en Paris y yo lo sabía; pero él me descubrió y avanzó hacia mí con decisión, con una sonrisa fatigada, fatigado todo él, sudando, él, que apenas sudaba en el trópico. Me pidió que lo siguiera y entramos en uno de los bares abiertos del hotel, nos sentamos y dijo: “Lo que yo quiero es una cerveza, porque me estoy ahogando, ¿tú qué vas a tomar?” Pedimos dos cervezas. -Todo lo que ha ocurrido pudo ser peor -me dijo-. Por lo menos estás vivo y libre. ¿Tú qué piensas? ¿Qué importancia tenía lo que pensaba? En última instancia, su rapto afable en plena calle sólo servia para agravar su situación. En tales circunstancias, lo mejor es callar. -¿Vienes para quedarte? -le pregunté. -Mira, chico. Yo ni siquiera sé cómo he podido llegar. En estos casos uno no sabe nada del futuro. En París me tratan loe mejores especialistas. Esto da siempre una vaga esperanza. Tengo que regresar, no me queda más remedio. En estas expresiones se prolongaba como un lamento. No queda más remedio que estar en la izquierda. No queda más remedio que admitir que la literatura revolucionaria cubana aún no ha surgido. No queda más remedio que volver. En Madrid, siete años antes, lo había acompañado hasta la escalerilla del avión de Iberia, conjuntamente con dos funcionarios y amigos cubanos, Vicente Baez y Adrián García Hernández-Montoro. Antes habíamos almorzado los tres en el restaurante del hotel. Recuerdo
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los suculentos espárragos que pidió, gruesos y frescos, que iba hundiendo en la mayonesa con sus dedos largos, finos, ya viejos, por un momento ausente de la conversación, como si rumiara una intensa preocupación. -Estoy pensando en lo que pasará mañana por la noche con Lilia. Ya debe saberlo todo. Era inevitable que lo supiera. Le habían comunicado de maneraoficial el temor de que algo pudiera haberle ocurrido durante su estancia en Europa. Se pensaba en un secuestro. Todos los funcionarios de la embajada de Cuba en París y los organizadores de conferencias que debía dictar en la Sorbona, habían quedado esperándolo. El poeta Nicolás Guillén, de paso por la ciudad, lo habíaesperado y hasta buscado en su hotel inútilmente. La habitación continuaba alquilada, pero no había señales de Alejo. Después se supo todo: el propio Alejo había llamado desde el pueblo de Suecia donde se encontraba fornicando con una jovencita norteamericana, con quien mantenía relaciones desde Cuba y a la que invitó secretamente a París para correr una aventura en los países nórdicos, adonde ellos aportarian “el color calor antillano”, como nos contó ese mediodía. Guillén fue el encargado, por orden expresa del embajador, de redactar el informe “donde actuando irresponsablemente como un viejo verde... (Alejo pudo leer años después el informe), el señor Carpentier desatendió sus obligaciones para ira fornicar a Sueciacon una adolescente becada en Cuba, y, además, familia de un gran dirigente del Partido”. Alejo no pudo evitar sincerarse con nosotros. Nos contó la aventura con lujo de detalles, hasta con el número de veces que ambos tuvieron el orgasmo. -Todo se acabará antes del amanecer, Lilia gritará y me insultará y me clavará las uñas. Coño, yo tengo sesenta años -gritó-. Lo que tiene que hacer es dejarme templar. Era un día tibio de primavera; decidió viajar en mangas de camisa. Estaba fatigado, huesudo, aún más grisáceo su rostro meridional, pero avanzó con nosotros hasta la escalerilla y nos abrazó lentamente. El empleado de la compañía aérea que nos condujo y que regresó con nosotros hasta el andén, nos preguntó: “¿ES vuestro padre?”
Le respondimos que era un gran novelista, amigo nuestro. -Pues el hombre está que no vale un cabo - e x c l a m ó . Pocos días después tuvimos noticia de Alejo. Nos llegó a través de un funcionario de la Unión de Escritores de paso por Madrid. -Nicolás Guillén está hecho una furia con Fidel. -¿Por qué? -le preguntamos. -Le mandó un regalo a Alejo Carpentier y le dijo que se cagara en la noticia. Que había que templar mucho. Imagínate, eso ha desmoralizado a Guillén. Pensó que su informe hundiría a Alejo. Por eso ahora anda de un lado a otro con su secretaria y le escribió un poema que ha impreso en 13 ejemplares. Se llama “En algún sitio de la primavera”. -¿Qué tal es? Nos respondió riendo. -Romanticismo con cierta habilidad musical. Alejo solía llevara sus amantes jovencísimas al apartamento que Adrián Garcia Hernández tenía en el edificio Foxa, del Vedado, un sitio estratégicamente situado de modo que nadie podía ver al que entraba o salía. Ambos eran profesores de la Universidad, y Alejo le tenía gran admiración intelectual a Adrián. Cada vez que estaba en el apartamento con una muchacha, le dejaba una nota, de su puño y letra (no sé si Adrián aún las conserva). En todas ponía siempre una frase ingeniosa y una firma distinta: “iQué voluntad de representación, hermano. Cincoestrellas. Tuyo, Shopennhauer”. Otras veces, los punzantes comentarios eran firmados por Kant, Hegel, Max Weber. Un día le preguntamos: “Oye, Alejo, ¿y por qué no Marx o Engels, o Lenin?” Nos respondió con picardía. -Qué va, esa gente es de la que tumba el palo. Pero el que estaba frente a mí aquel mediodía, en el Hilton, fue un Carpentier que nunca pude imaginar. Normalmente era de una naturaleza a la defensiva, sobre todo cuando estaba entre jóvenes; exponía sus ideas y uno sentía que su articulación precisa estaba cubriendo a un tímido genuino. Como todo escritor que alcanza el éxito en la madurez, Alejo era experto en las ambiciones y angustias, pero las baladronas y jactancias del joven las consideraba como un derecho de la edad. Solía decirme
una y otra vez, en cada ocasión en que me excedía en mis juicios brutales contra cualquier escritor y al final deponía mis anatemas: “Los jóvenes terribles no lo son realmente. Sus blasfemias son cándidas”. -Tú tienes la culpa de todo lo que ha pasado. Te lo dije más de una vez, pero, claro, los jóvenes se cagan en todas las advertencias de los mayores. Mira, chico, no podemos pelearnos con la izquierda. No hice ningún comentario; él se apresuró a continuar: -No podemos pelearnos con la izquierda aunque sea coja, tuerta y fea. ¿Dónde está la derecha? ¿Qué nos ofrece? A mí, por lo menos, no medio nunca nada. Eran los que decían que el pobre es pobre porque Dios así lo quiso. ¿A ti qué te han dado? A ver, ¿a ti qué te han dado? Lo preguntó con tal vehemencia que le respondí que no me habían dado absolutamente nada y que nada esperaba de ellos. Entonces vi en su cara el único rapto de energía de aquella conversación. -Bueno, pues te han dado el peor prestigio que puede tener un escritor de nuestro tiempo. El prestigio que esa gente confiere lo único que hace es cagarnos. -Yo no tengo ningún prestigio, Alejo -le grité. Se echó a reir; dijo en voz baja: -Eres el niño lindo del OPUS DEI en España, y de toda la recalcitrante derecha europea. -¿Por qué? -volví a gritar. -iAh, vaya usted a saber! Tal vez lo sepas tú. -¿Qué mierda quieres decirme? Estaba a punto de romperle una botella en la cabeza. Mis nervios estaban destrozados, no podía continuar soportando los reproches típicos de todos los que hubieran preferido verme en una cárcel pagando un crimen que no había cometido, que resultaba preferible a la confusa libertad que disfrutaba. Por primera vez en mi vida lo vi adoptar el tono del verdadero cómplice, experto en el análisis y en la mafia. -¿No te das cuentas de que no han podido meterte de cabeza en la cárcel como han hecho con muchos otros, a quienes no les han dejado opción alguna, simplemente porque no les respetan, porque no les temen? Me eché a reir. Para mí un presidiario político era un adversario que ha-
bía demostrado serlo con la acción. -No -dijo él-..En política, a los adversarios se les elige. Un agente de la CIA no es un adversario, ni tampoco lo es un terrorista, un activista elemental de cualquier oganización contrarrevolucionaria con sede en Miami. A esos se les agarra y se les mete en la cárcel (están condenados por la historia); pero un joven surgido en el proceso revolucionario, que se ha manifestado partidario de sus propósitos, que, como tú, ha estado presente en situaciones críticas, no es lo mismo. Te han dejado libre porque no era necesario meterte en prisión. Tienes que detenerte en la deferencia y estudiarla. Por un instante, mientras hablaba con nerviosismo, y bebía la cerveza, pensé en la deferencia, pero no sentí ánimos de estudiarla. Para mí se trataba de una autodegradación provocada, típica del mundo comunista, que Alejo conocía perfectamente bien, mejor que yo. Era un hombre de mucho más edad. ¿Por qué me hablaba de ese modo? Y, además, convencido de que toda
conversación era espiada, de que este encuentro a la luz del día sería conocido inmediatamente por la policía? Pienso ahora que fue uno de sus últimos actos de independencia. Había sido nombrado miembro de la Asamblea Nacional, mediante el simple expediente de colocar su nombre en la boleta oficial, y única, había actuado con la férrea disciplina de un miembro del partido cuando fue necesario romper con los amigos izquierdistas, pero no miembros de los partidos comunistas, con motivo de las cartas en protesta por mi detención. Y estaba sobre todo enfermo, que en el mundo comunista es el único salvoconducto de valor. Es difícil, aunque no imposible, conservar un diálogo como aquel en la memoria. Alejo hablaba como escribía, pero no me es difícil memorizar los textos redondeados y precisos como los suyos. Todavía me parece tener frente a mí a este Alejo Carpentier que, más que hablarme, parecía razonar consigo mismo, su propia actitud moral.
SANDOVAL Y ZAPATA: UN SONETO DESCONOCIDO por Gabriel Zaid 1. Recado a Gerardo Torres GRACIAS POR EL rescate del Panegírico a la paciencia de Luis de Sandoval y Zapata (Vuelta 102), que no se había vuelto a publicar desde 1645 y parecía perdido. Gracias por decir cómo lo encontró: catalogado en el fichero del Centro Condumex. Muchas cosas se encontrarían si hubiera quién tuviera interés en buscarlas. Se extraña usted de que Alfonso Méndez Plancarte no lo publicara. Tampoco publicó todos los sonetos de Sandoval y Zapata, aunque dejó dicho donde estaban. Quizá pensaba armar un libro (que usted debe hacer, sin esperar demasiado: ya podrá mejorarlo en futuras ediciones; hay que empezar por una edición como la que hizo Antonio Castro Leal con la poesía de Francisco de Terrazas, por cierto agotada y muy reeditable). Al-
fonso y Gabriel Méndez Plancarte murieron jóvenes (a los cuarenta y tantos años ambos, a mediados de siglo) para desgracia de los estudios novohispanos y de la cultura católica. Es asombroso cuánto hicieron en veinte años, ahora que la pasión de investigar parece derrotada por el modus vivendi. Vaya usted a la biblioteca del Instituto Tecnológico de Monterrey, que guarda sus archivos. Estoy seguro de que en los materiales, pistas y proyectos que dejaron a medias lo esperan otras sorpresas. No deje de incluir, como curiosidad, los seis sonetos de Sandoval y Zapata traducidos al ingles por Samuel Beckett, gracias a la antología de poesía mexicana que preparó Octavio Paz para la Unesco, cuya versión francesa usted menciona. Pero no fue Paz el primero en secundar a Méndez Plancarte, como usted parece creerlo. Antes lo hicieron Reyes en Septiembre de 1985
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