Guillermo Cabrera Infante (1929-2005) Quedarse con el paraguas Por Arturo Arango Mark Twain dijo que un banquero es aquel que te presta un paraguas y te exige que se lo devuelvas a la menor amenaza de lluvia. El hombre del paraguas bien podría ser la posteridad. Guillermo Cabrera Infante De lo que se trataría, entonces, es de quedarnos con el paraguas, contar con un buen pretexto para que el banquero que es la posteridad no nos encuentre, o no tenga cómo quitarnos ese artefacto que ya, paradoja de paradojas, de poco nos podrá servir allí donde, que se sepa, no hay lluvia, sol ni nieve (o, si los hay, ningún paraguas podrá salvarnos de esa otra inclemencia). Y no importa que el escritor asegure que lo de menos es trascender, que sólo le interesa vivir al día o el criterio (el aplauso) de sus contemporáneos. Podrá ser sincero, intentará dar las espaldas a esa región por siempre desconocida, inalcanzable, que es la posteridad: incluso a pesar de él mismo, la obra a la que ha dedicado su vida continuará probándose, extendiéndose o extinguiéndose en otros ámbitos, en ese “incesante y vasto universo” que ya por siempre le será ajeno. Perseguir la posteridad es inútil (“Liebre huye; galgos la persiguen; ¡Dulcinea no parece!”); renunciar a ella es vano. Sin embargo, Guillermo Cabrera Infante cumplió, quizás, ambas acciones simultáneamente. Ofreció de sí mismo una imagen de aparente frivolidad, de renuncia de todo lo trascendente, de lo que está por encima, o por debajo, de los placeres mundanos (la del hombre que fuma y admira mujeres admirables mientras otros intentan atraparlo en la seriedad de una conversación en “Delito por bailar el chachachá”), y esa misma imagen alcanzó la densidad, la permanencia de un mito: la suya es la estirpe de aquellos que han hecho de sí mismos su primer, acaso mejor personaje, al igual que lo hicieron José Martí y Alejo Carpentier, dos figuras a las que, una y otra vez, Cabrera Infante se empeñó en oponerse, acaso en suplantar (y al contrario de dos escritores como Lino Novás Calvo y Virgilio Piñera, que le son más afines y que, en cambio, están siempre a la sombra de ellos mismos, ocultos, liberando de sí todo cuanto escriben). Pero, aunque unos y otro estén en las antípodas, el procedimiento es similar, sólo que aquéllos optaron por la solemnidad, por el hieratismo (por anticipar el bronce, el mármol, la pose —más risueña la de Carpentier; adolorida, sufriente, la de Martí— con que la posteridad debía acogerlos), y éste por el juego, la parodia, el no tomarse demasiado en serio. El seudónimo con que firmó sus críticas de cine en los años cincuenta, y que, de inmediato, pasó a ser el nombre de un personaje, de su primer alter ego, da fe de una temprana voluntad de auto mitificación, de uso de sí mismo (un uso que no lo abandonaría más: Cabrera Infante parece estar siempre escribiendo su biografía). Pero mientras, al menos en la tradición cubana, la auto mitificación implicaba también el saneamiento de la imagen propia (cierta aspiración de santidad, diríase), Cabrera Infante escoge, casi desde su nacimiento literario, el papel del malo (“malito”, quizás hubiera escrito él) de la película: no Abel, sino Caín, con lo cual se adscribía a otra tradición, esta sí compartida con Piñera, el de la “oscura cabeza negadora”, como lo calificó Lezama en el poema “Rapsodia para el mulo”: la de lo que se ha llamado el discurso (o la estética, según el crítico teatral Rine Leal) de la negación. Y, una vez más, si en Piñera ese discurso aparece desnudo en su angustia, en un dolor que ni siquiera su gracia irrefrenable puede atenuar, en Cabrera Infante se protege en la burla, en la ironía, en el desdén. Como Reynaldo Arenas, de quien Cabrera Infante declaró sentirse más cercano. El de la negación es un discurso sin dudas necesario, útil, pero también difícil, o de difícil reconocimiento (y enfermo de contemporaneidad cuando se mezcla con la política, como fue su caso, y también el de Arenas). Mientras quien lo ejerce está entre los vivos, parece estéril, vacío, e incomoda, alarma, provoca miedos y odios, rechazos: el malo siempre es malo aunque el guionista haya puesto en su boca los mejores chistes de la película. Si el mito es al hombre que nos ha prestado el paraguas lo que el ajo o la cruz al vampiro, Cabrera Infante supo protegerse. Al menos, son dos los mitos que se le deben: él mismo y una ciudad, llamada La Habana. Cometo un lugar común al repetirlo en un caso como el suyo, pero el estilo fue el cordón umbilical que unió un mito con el otro, alimentándolos de ida y de vuelta. Todo escritor que hace de sí un personaje fracasa si no lo sustenta en una voz, en un lenguaje singularísimo, irrepetible, y el suyo procede del oído, del escuchar una manera de hablar, un ritmo, una cadencia, una música que lo deslumbró, y también lo diferenció de los “nativos”, al llegar a La Habana y vivir “los diez años más importantes en la vida de un hombre, la adolescencia” (“Delito...”). “Todo el mundo canta”, concluye en esa otra memoria de sus primeros años habaneros que es La Habana para un infante difunto, cuando recuerda cómo su entonación de “oriental” (de nacido en la zona oriental de Cuba) lo hacía recibir la acusación de que cantaba al hablar. Su acercamiento, su seducción por La Habana (insisto, por una ciudad a la que no tengo más opción que seguir llamando La Habana: una ciudad idéntica y distinta de la original donde yo mismo habito, venido también de ese cercano Oriente) comienza por ese otro cantar al que tuvo que habituarse, que adaptarse, de seguro, para ser uno más, ya no un extraño, abandonar el estigma del campesino señalado con el desprecio con que se subrayan ciertas diferencias. La conciencia de esa oralidad conquistada permanece en su obra ya para siempre, y no sólo cuando cita, juega, parodia, imita, propone formas de escrituras, sino, y sobre todo, cuando el ritmo, la sintaxis, las lexicalizaciones y gramaticalizaciones de esa habla están ya en su prosa, la hacen, son ella misma sin esfuerzos mayores, sin poses, de la
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misma manera natural como se hablaría en el Parque de Trillo o en el Paseo del Prado. “¿Qué hora tú tienes?”, o “Cosa de diez minutos”, o ese “Más nada” que debió de sacar de quicio a más de un corrector de estilo (como si el estilo no fuera el arte de violar —o el violar con arte—, hubiera jugado Cabrera Infante), son expresiones que parecen escuchadas, no leídas, o que, al leer, escuchamos, los sentidos trastornados ya por la música, por el sabor de la música, por el olor de unas palabras donde está también el sudor, el hollín, el salitre que se respiraban en la cuartería de la calle Zulueta (una de las fronteras donde comienza su Habana) a la que llegó el 25 de julio de 1941, con doce años cumplidos. Y el acto de llegar no es menor en ese proceso donde lo ajeno seduce, atrapa, termina por poseer. Muchas de las mejores páginas escritas sobre La Habana se deben a autores que no nacieron en ella, y Cabrera Infante, junto al pinareño Cirilo Villaverde, al gallego Lino Novás Calvo o al también oriental Reynaldo Arenas, son de los que mejor la han escuchado, la han atendido: con una curiosidad similar a la de los conquistadores, exagerando, como Las Casas o Cabeza de Vaca, explicándola, como ellos trataron de explicarse las tierras desconocidas (explicarse para apropiarse de ellas), creando, al final, un ámbito otro, libresco, al que se llega por la realidad, o por el que se transita para llegar a la realidad. La ciudad duplicada, reproducida por Cabrera Infante, alcanza, tan sólo, una pequeñísima porción de aquella otra que le sirve ¿de modelo? Que le sirve. Bastaría acaso una hora para tomar un auto en la calle Zulueta, detrás del cine Payret, bajar por Prado, subir por San Lázaro (“bajar” y “subir”, sendos habanerismos que, a la vez, indican un sentido y establecen una topografía —una jerarquía—) hasta el Vedado, caer por La Rampa, subir, otra vez, hasta lo que él conoció como Radiocentro, bajar, de nuevo, a Malecón, y seguir, ya siempre cerca del mar, hasta la Playa de Marianao. Unas decenas de kilómetros, apenas dos decenas de años. (La Habana que Cabrera Infante escuchó no es la que nos habla hoy: su “quiubo”, su “abur”, por decir lo más cotidiano, son ahora “qué onda”, “qué volá”, y aún más: “qué volaíta, tigre”.) Si el descubrimiento, la conquista, fueron posibles por la acción del llegar, el mito también se sostuvo por las necesidades que impuso la partida: la lejanía, el desprendimiento, la nostalgia. Esos fragmentos de ciudad, como el Dublín de Joyce, se levantaron en una dimensión otra, se expandieron por cientos de páginas, fundaron una ciudad enquistada (y crecieron como lo haría un quiste) en sí misma, en retroceso. Como en un viaje a la semilla (y él no me perdonaría esta cita), la obra de Guillermo Cabrera Infante más cercana a la ficción fue avanzando hacia atrás, hacia el origen: de la intensidad contemporánea de Así en la paz como en la guerra, al mundo en desaparición de Tres tristes tigres, a los recuerdos, ya definitivamente idos, de La Habana para un infante difunto, tardío libro de formación. Ahora que el ciclo se ha cerrado, llegará el hombre del paraguas, a pedírselo. No sabemos si él lo entregará mansamente, si lo blandirá como una espada, si lo tirará al mar, con desprecio. Estamos demasiado cerca para saberlo. Bajo un chaleco que el calor de hoy mismo, en La Habana, no le hubiera permitido usar, o escondidos en ese tabaco que fue también una manera de construirse como personaje, lleva sus talismanes, curados, día por día (días nuestros, no ya suyos), de la contemporaneidad que pudo enfermarlos. Yo conjeturo que el señor del paraguas dará por perdida su prenda y nos dará por ganada su espléndida obra. Arturo Arango (Manzanillo, Cuba, 1955) es periodista y escritor. Entre sus publicaciones se encuentran los libros de cuentos La vida es una semana y ¿Quieres vivir otra vez?, las novelas El libro de la realidad y su más reciente Muerte de nadie. Como ensayista ha tratado sobre todo la literatura y la vida cultural cubanas
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