Gente de pueblo

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GENTE DE PUEBLO

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Francisco Correa Figueroa 1


NOTA DEL AUTOR.RAZÓ Y CO TE IDO DE ESTE LIBRO. Ya desde mis años de estudiante he sentido siempre la afición por escribir y de hecho lo he venido haciendo, unas veces con más intensidad que otras. Me impulsa el puro placer personal y la necesidad de plasmar por escrito las sensaciones que en cada momento me han ido sucediendo y los pensamientos que se me han ido ocurriendo. Debo confesar que, en muchas ocasiones, la pereza y la desidia me han podido muy por encima de mis propios deseos y decisiones. No obstante, aunque haya sido de forma discontinua y esporádica, no he dejado nunca de alimentar el gusanillo de la pluma. Una vez jubilado y con mucho tiempo para explayarme en esta afición, he retomado la escribanía con algo más de continuidad, con el único objetivo de alimentar mi propia satisfacción y así rellenar mis días con un entretenimiento que me gusta. Concretamente este libro nació de una foto instantánea que se reveló en mi mente y de la que salió una idea primigenia. Hasta aquella primera fotografía fueron acudiendo flashes y poco a poco se fueron concretando trazos, que me llevaban hacia una persona real, a la que yo conocí y de la que además me contaron algunos retazos de su vida. Esta persona, a la que confiero el principal protagonismo del relato, fue una persona real y que existió, aunque ya falleció hace algunos años. En esta historia le he llamado con su nombre verdadero, Rafael, y le he endosado unos apellidos ficticios Bermúdez Contreras. El mencionado Rafael, más que camionero, tal y como se relata en esta historia, fue conductor de turismos y furgonetas y su vida se vio marcada por un hecho singular relacionado con su camión y cambió de rumbo con la Guerra Civil española de 1.936. Las peculiares circunstancias que se le dieron en cierto momento de aquella nefasta guerra le desbarataron todos sus esquemas. Se vio obligado a dejar a su primera novia y hubo de casarse por las circunstancias devengadas de sus flirteos durante la contienda bélica con una muchacha, hija de un mando militar, y, una vez viudo, volvió a unirse con su antigua novia. Esa fue la idea primigenia que me inspiró a escribir este relato y es realmente el trasfondo de esta historia. Todos los demás personajes, a excepción de uno llamado Ramón Cabezas, son ficticios e inventados, aunque algunos están inspirados en personas que he conocido o de las que me han contado sus anécdotas. He querido hacer un homenaje a aquel muchacho, de existencia real y verdadera, contando el final trágico de su vida, ya que la injusticia de la historia lo ha olvidado en el más cruel ostracismo, por haber cometido el pecado de pertenecer a una familia sin descendientes directos que hayan mantenido encendida la vela de su recuerdo. En el relato le llamo Ramón Cabezas, porque ese era su nombre real, y vivió en Chucena, siendo asesinado en los primeros días del Alzamiento del 36, por rencillas personales, aprovechando sus enemigos la ocasión del río revuelto de la política para quitárselo cobardemente de en medio. Tampoco la Ley de Memoria Histórica se ha ocupado de restablecer su honor y, al menos, levantar su recuerdo, porque nadie lo ha reclamado. 2


Voy reseñando las salpicaduras de algunos hechos históricos totalmente reales, a los que reflejo del color del cristal con el que yo los miro. Por tanto, con ellos se entremezclan reflexiones, pensamientos, vidas y anécdotas adaptadas de batallitas que me han contado y otras que me he inventado yo. El pueblo de Dehesilla Nueva, lugar en el que se desarrolla la mayor parte del relato, bien podría identificarse con mi pueblo, Chucena, o con cualquier otro de los tantos pequeños pueblos del rico arco andaluz. Francisco Correa Figueroa.

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Í DICE I TRODUCCIÓ .-…………………………………………………………..5 ECLOSIÓ DE LA VIDA CAPRICHOS DEL AZAR CIRCU STA CIAS DICHOSAS O ADVERSAS CAPÍTULO I.- “AGITADO AMA ECER”………………………………11 DECEPCIÓ DEL 98 GUERRA DE MELILLA SEMA A TRÁGICA DE BARCELO A MAG ICIDIO DE CA ALEJAS DEHESILLA UEVA, DESCRIPCIÓ RURAL Y URBA A CAPÍTULO II.- “E LA VIEJA REBOTICA”…………………………..18 TERTULIA OS DE LA REBOTICA PRIMERA GUERRA MU DIAL REVOLUCIÓ BOLCHEVIQUE CAPÍTULO III.- “FRUTO DEL AMOR”………………………………….30 LA PA ADERÍA ACIMIE TO DE RAFAEL CAPÍTULO IV.- “DETALLES DE PELA TRÍ ”……………….............37 JOAQUÍ BARRIGATRAPO LA VIÑA, EL OLIVAR Y LA ERA TOMÁS EL TOLETE CAPÍTULO V.- “LA BARBERÍA”………………………………………….45 TERTULIA OS DE LA BARBERÍA MUERTE DE JOSELITO EL GALLO REFERE CIAS TAURI AS CAPÍTULO VI.- “SOBRESALTOS E LA SOCIEDAD”………………..51 MAG ICIDIO DE EDUARDO DATO DESASTRE DE A UAL DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA CAPÍTULO VII.- “FALI RELAMPAGUITO”……………………………58 EXPOSICIÓ DEL 29 DE SEVILLA CRACK DE UEVA YORK FALI RELAMPAGUITO, U PERSO AJE PECULIAR VIAJE A HUELVA CO LAS SOBRI AS LOS TOROS E DEHESILLA UEVA CAPÍTULO VIII.- “DESPREOCUPADA IÑEZ”………………………...66 MORTA DAD I FA TIL Y JUVE IL MAESTROS DO HIPÓLITO Y DOÑA REMEDIOS TRAVESURAS I FA TILES E LA ESCUELA Y E LA CALLE CAPÍTULO IX.- “I QUIETUDES DE JUVE TUD”…………………….76 VUELTA DE LA MO ARQUÍA PROCLAMACIÓ DE LA II REPÚBLICA LA “OSCA” (ORGA IZACIÓ SI DICAL CAMPESI A) DECISIÓ OCUPACIO AL: CO DUCTOR DE CAMIÓ . CAPÍTULO X.- “LA LLAMADA DEL AMOR”…………………………...83 CLARITA LA DE RODRIGÓ ESTRE O DE RAFAEL E EXPERIE CIA SEXUAL LA OVIA CATALI A. 4


CAPÍTULO XI.- “CO MOCIÓ E EL PUEBLO”.……………………89 HALCO ES Y GAVILA ES ASESI JATO DEL MELLIZO GORDO I TE TO DE QUEMAR LA IGLESIA DEL PUEBLO ESTALLIDO DE LA GUERRA CIVIL DEL 36 REPRESALIAS “PASEO” A RAMÓ CABEZAS ACCIDE TE E LA CARRETERA DESTRUCCIÓ DE LA COLUM A DE LA CUE CA MI ERA CAPÍTULO XII.- “SERVICIO MILITAR E GUERRA”……………..102 EXTRAÑA I CORPORACIÓ DE RAFAEL A FILAS PRIMERAS MISIO ES DE APOYO LOGÍSTICO AMISTAD CO EL I I ¡ESA ES MI CHACHA! CAPÍTULO XIII.- “LA FUERZA IRRESISTIBLE DEL AMOR JUVE IL”…...……………………………………….115 MISIO ES LOGÍSTICAS POR EXTEMADURA EL TE IE TE MACÍAS Y SU HIJA EUGE IA ATRACCIÓ E TRE RAFAEL Y EUGE IA CAPÍTULO XIV.- “¡AY, EL AMOR”……..……………………………….123 E CUE TROS DE RAFAEL CO EUGE IA ESCE A DE E TREGA AMOROSA CAPÍTULO XV.- “E CUE TRO CO EL AMIGO A TO IO”…….129 CAMARADERÍA E TRE A TO IO, RAFAEL Y EL I I CHARLA DE AMIGOS SOBRE GUERRA Y AMORES CAPÍTULO XVI.- “FI DE LA GUERRA. PRI CIPIO DE U A UEVA VIDA”…………………………………………………136 CO SECUE CIAS I MEDIATAS DE LA GUERRA PARA U O Y OTRO BA DO ACTITUD DE LA JERARQUÍA DE LA IGLESIA CATÓLICA BODA I ESPERADA SITUACIÓ DE POSGUERRA. CAPÍTULO XVII.- “DE VISITA E EL PUEBLO”……………………..146 LA GUARDIA CIVIL DE U CIA A BARRIGATRAPO BARRIGATRAPO CAZADO E EL ESTRAPERLO CAPÍTULO XVIII.- “MA OLILLO ARVEJA A”……………………...152 EL MAESTRO DE LA CHAPO A MA OLILLO ARVEJA A Y SU MOTO CO FIDE CIAS MATRIMO IALES DE A TO IO VILLA CAPÍTULO XIX.- TERTULIAS, PARLAME TOS LIBERTARIOS….160 CHISTES TERTULIA OS REFLEXIO ES SOBRE LAS CREE CIAS RELIGIOSAS E LA TERTULIA DE LA PA ADERÍA DEL SEÑOR MODESTO TERTULIA E BARBERÍA DE ROGELIO ARIZA EL TARTA Y EL CRIME DE LAS ESTA QUERAS CAPÍTULO XX.- “CARA Y CRUZ DE LA VIDA”………………………172 TRAS EL FU ERAL DE DO ESCOLÁSTICO: A CURA MUERTO, CURA PUESTO. EL CURA DO EULOGIO Y EL PULI. MUERTE DEL SEÑOR MODESTO Y LA SEÑORA HERMI IA 5


REVUELO E LA ORIA DE LA FERIA CAPÍTULO XXI.- “VICIOS CO FESABLES”…………………………182 EL PASEO EL CI E, EL CIRCO Y LOS TEATRILLOS LOS CHATOS E LOS CASI OS LOS JUEGOS DE AZAR: CARTAS, DOMI Ó Y CHAPAS SALIDA A SEVILLA ESCAPADA A HUELVA CAPÍTULO XXII.- “PERCA CE CO U OS CHATARREROS”…….194 PEDRO DÍAZ “EL PIRIPI” FRASQUITO CA ASTOS I CIDE TE E TRE CHATARREROS, PEPILLO BOHÍGUEZ Y LA GUARDIA CIVIL CAPÍTULO XXIII.- “SOBRESALTOS EXTER OS E I TER OS”…..202 MAG ICIDIO DE CARRERO BLA CO TRA SICIÓ DEMOCRÁTICA ESTABLECIMIE TO E SEVILLA TRAS LA JUBILACIÓ E FERMEDAD DE EUGE IA EXCURSIO ES DE JUBILADOS MUERTE DE EUGE IA. CAPÍTULO XXIV.- “U A APUESTA ARRIESGADA”…………………209 LA SOLEDAD U A MIRADA AL PASADO LA CARTA CAPÍTULO XXV.- “U A RESPUESTA ADECUADA”…………………213 CARTA POR CARTA CAPÍTULO XXVI.- “TARDE PERO CIERTO”…………………………218 E CUE TRO E EL PARQUE DEL FUEGO DEL AMOR SE REAVIVÓ EL RESCOLDO EPÍLOGO…………………………………………………………………….222

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I TRODUCCIÓ .ECLOSIÓ DE LA VIDA. CAPRICHOS CIRCU STA CIAS DICHOSAS O ADVERSAS

DEL

AZAR.

¡El amor siempre por bandera! En el principio de todo siempre está el amor. Todo comienza con un acto de amor. La Naturaleza misma es una explosión de amor: la majestuosidad de las altas montañas, la serenidad de los valles, los misterios de los mares, la inmensidad del espacio, el paso cansino e incesante de las nubes, el resurgir alegre de cada amanecer, la tibia tristeza de cada crepúsculo, la eclosión de la vida mil veces repetida desde los seres más diminutos hasta los más grandes, la sonrisa pura de la inocencia, el encuentro inesperado de dos miradas que se enamoran, el abrazo de una sincera amistad y así los ejemplos pueden llegar hasta el infinito. Concretando esta idea en el hombre habremos de convenir que toda vida humana empieza a construirse a partir de un acto de amor, al menos así ocurre en la mayoría de los casos. Y con toda seguridad así ocurrió en las que, sirviendo como hilo conductor y como telón de fondo a este trocito de historia que el autor de estos renglones se propone describir, ocuparán este relato en el plano individual y familiar. ¡Qué sabia es la Naturaleza! Esta madre universal, para perpetuar la vida, en todas las especies y, obviamente, también en la humana, dispone de un mecanismo más fuerte aún que la inteligencia y la voluntad. Se trata del instinto de conservación y de la continuación de la especie. Ese impulso, ese instinto, se convierte en una fuerza irresistible, que brota y empuja a los individuos a cumplir el mandato soberano de su inexorable ley. Para ello, en la especie humana, une a esa fuerza material, la fuerza inmaterial y arrolladora del amor. Y, a veces en una fusión inseparable, ambas fuerzas se confunden y se unen en el momento más maravilloso en la experiencia de las personas. Y hasta ha conseguido introducir esta confusión en el propio lenguaje y ha hecho que los humanos, sin pararse a hacer distingos, llamen “hacer el amor” a un acto en apariencias meramente carnal, que puede hacerse por puro instinto o necesidad corporal o también puede llevar el deseable aditamento del amor. Estos dos poderes, el instinto carnal y el sentimiento del amor, confluyen en un punto mágico y provocan la chispa de una explosión nuclear indefinible: la vida. También es cierto que cada vida humana es el producto caprichoso de un toque fortuito del azar, que da la oportunidad a uno entre varios millones de opositores al puesto, o sea, espermatozoides aspirantes a alcanzar un óvulo con el que formar el embrión que se desarrollará para convertirse en feto y en etapas sucesivas, ambos, espermatozoide y óvulo, conformarán un nuevo ser, una nueva persona. Así explican los sabios y los expertos de la ciencia el acto de la concepción y el proceso de gestación. Pero la vida ha comenzado ya antes de este proceso en el impulso instintivo o en la intención deliberada de los progenitores. Ya sabemos que en la gran mayoría de los casos hay un deseo más o menos vehemente de engendrar esa nueva vida, en otros casos interviene la pura casualidad o el error de cálculo y en no pocas ocasiones esa eclosión se produce contra la voluntad de uno o los dos intervinientes. 7


En todos los casos posibles, deseados o no, irrumpe la fuerza inconmensurable de la Naturaleza, que, ajena a esas casuísticas de pasiones instintivas, de deseos amorosos o de errores humanos, impone su ley inexorable. Y la vida sencillamente surge, irrumpe, retoñece, emerge, se presenta, se prolonga y permanece. Pero, aunque el amor sea el principio, luego el discurso de cada vida irá tomando derroteros bien distintos, de modo que en unas el amor permanecerá y se incrementará y en otras, desgraciadamente muchas, aparecerán y se desarrollarán hasta grados más o menos notorios de virulencia el odio, el rencor y todas las variantes malignas de los más perversos egoísmos. ¿Piensa el lector que en estas páginas encontrará la narración de unos hechos reales, aunque novelados, o quizás nacieron como producto de la fantasía del autor y por tanto sólo sean pura ficción? Yo no me atrevería a apostar por una u otra opción. Tal vez sea más acertado pensar que habrá un poco de todo. Y es que creo que la mente humana es capaz de inventarse cosas tan fantásticas que parecen, o al menos merecen, ser reales. En cambio otras veces la realidad es tan hermosa o tan sorprendente que parece fantasía. Lo cierto es que toda mente ha de acudir al soporte de la realidad y ante ella puede tomar varios caminos. Puede plasmarla en un escrito, en una pintura o en cualquier otra forma de expresión, tal como se le presenta, e intentar exponerla lo más fielmente posible tal como es o tal como la cree ver. Puede adaptarla, distorsionarla y recomponerla a su capricho y, así, de una realidad existente crear otra inexistente. Y hasta, basándose en la misma realidad, puede inventar otra, que, aunque parezca real y tenga soportes reales, sea totalmente irreal y haya nacido como fruto y producto de las elucubraciones de una mente. Personas, hechos, tiempos y lugares conforman un todo que dan como resultado esta historia, que nos va a ocupar en el discurrir de estas páginas. ¿Realidad? ¿Ficción? No merece la pena ni siquiera plantearlo o discutirlo, mucho menos calificarlo. Obviamente aparecerán datos rigurosamente históricos en el transcurso del relato, que ayudarán a situar o delimitar, no exclusivamente pero sí orientativamente, el marco en el que se desarrolla la trama narrada. El propósito del autor es echarse a andar por los senderos de la narración y contar cosas, sin grandes pretensiones ni literarias ni, por supuesto, docentes, porque no trata de dar lecciones, aunque sí pretende, dentro de la modestia, presentar unos hechos ni reales ni ficticios, como antes se ha indicado, junto a otros rigurosamente históricos, que ayuden a conocer e inviten a pensar. La propuesta para el lector será la de dejarse llevar simplemente, introducirse en los personajes, reflexionar con los hechos, hacer volar la fantasía por entre las nubes de las historias expuestas, disfrutar con la exposición del relato y, obviamente, aprender, porque de todo siempre se aprende. ¡Aprender! Nunca se debe perder el afán por aprender ni descuidar la actitud dispuesta para abrir la mente en cualquier momento y en cualquier lugar, porque con esta disposición se aprende de todos y de todo, de los 8


mayores y de los pequeños, de la escuela y de la calle, de los éxitos y de los fracasos, de los grandes momentos y de las cosas sencillas, de los admiradores y de los detractores, de la familia y de las amistades, de la vida con el paso natural de los años y, por descontado, ¡de los libros! Ya sé que cumplir este objetivo, que apunta alto, tal vez resulte pretencioso por parte del autor. Pero esa es precisamente la intención del que escribe, abrir el espectro, ampliar el horizonte, abarcar las máximas cotas y, en definitiva, abrazar la utopía. Luego cada cual, al encontrarse con este libro entre sus manos, elegirá su opción con toda la libertad, que puede resultar desde despreciar el producto, pasando por conformarse con unas migajas en una breve ojeada o recoger unas florecillas con puntuales y distraídos momentos de lectura, hasta beberse y empaparse todos los aspectos propuestos, discerniendo críticamente los acuerdos y los desacuerdos. Centrando la atención en cualquier ser humano y reflexionando sobre su espacio vital, observamos que, cuando el recorrido de la vida es generoso en años, dará lugar, unas veces conscientemente y otras en la más absoluta inconsciencia, a momentos de amor y desamor, vicios y virtudes, certezas y dudas, congruencias e incongruencias, sentimientos e intereses, alegrías y tristezas, euforias y desánimos, alturas y bajezas, congruencias y contradicciones, aciertos y errores, propósitos y arrepentimientos, carreras y tropiezos, caídas y levantadas, al fin y al cabo y en definitiva, luces y sombras inherentes a toda vida humana que, en el transcurso de su devenir y en los sucesivos momentos de su trayectoria, conjuga aspectos coherentes con actitudes contradictorias. Cuando el recorrido es corto, a veces no hay tiempo para la aparición, y mucho menos el desarrollo, de ninguno de ellos y a veces apenas asoman y llegan a aflorar unos cuantos de esos aspectos. Cada persona nace en una familia, que puede ser tradicional y estructurada o no convencional y tal vez desestructurada, en un lugar concreto del planeta Tierra y en un momento histórico determinado. Para bien o para mal, ninguna de estas circunstancias las ha escogido. Una vez en el mundo, tampoco prevé su recorrido. Sencillamente se ha presentado de repente en un lugar, en un tiempo y en unas circunstancias concretas y ha de embarcarse en una apasionante singladura sin preguntarse siquiera cómo ha llegado hasta allí. Sólo busca con ansia aire para respirar y alimento para sobrevivir. ¡Vivir! Inmerso en la vorágine del momento que le ha correspondido, no hay tiempo para dudas, sino que se plantea la acción, y, sin solución de continuidad, se impone echarse a andar. Ha brotado la vida y no hay más narices que vivirla. En un principio, al menos a corto y medio plazo, todo parece previsible. Luego, el caminar de cada instante irá marcando la ruta, que con toda seguridad diferirá poco o mucho de la planteada. Las circunstancias externas siempre determinan y marcan el desarrollo de la vida, pues ya lo advirtió el gran filósofo y ensayista español, principal exponente de la “Teoría de la Razón Vital”, don José Ortega y Gasset con su famosa sentencia: “yo soy 9


yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”. A la situación inicial se irán incorporando cambios por regla general inesperados. Muchas vidas humanas ya comienzan con el estigma de graves taras físicas o psíquicas. Estas personas, víctimas inocentes de los caprichos o de las arcanas leyes de la Naturaleza, deberán soportar de por vida el duro Taigeto de sus limitaciones y cargar con la tara que les deparó la mala suerte. Pero lo que no se debe admitir es la amenaza licurgiana de abandonarlas en la estacada y despeñarlas por los riscos de una comunidad insensible a sus taras físicas o psíquicas con sus sufrimientos anejos. La sociedad no puede arrojarlas por la ladera del fatídico monte espartano, sino que debe arbitrar los mecanismos para paliar en lo posible y solucionar, si hay solución, los problemas de dichas personas. Los avances de la ciencia no tienen soluciones curativas para todos los casos, pero en muchos sí que obtiene resultados de mejora de calidad de vida y en todos se han de arbitrar actuaciones paliativas del sufrimiento. Porque ante todo son vidas, personas, y tienen todo el derecho a vivir y a gozar de su existencia más allá de sus carencias y de sus límites. Para la mayoría de los humanos, los que no cargan con graves taras ni físicas ni psíquicas, los llamados normales, en el curso y el devenir de sus vidas pueden encontrarse a veces con unos determinantes muy crueles y obviamente los más inoportunos y menos deseados, como pudieran ser el nacer en lugares de extrema pobreza y de endémica hambruna, o, al abrir por primera vez los ojos, encontrarse en una familia desestructurada o en una sociedad fuertemente dominada por elementos férreamente marcados o descaradamente represivos, o tropezarse en su camino con dolorosas e inesperadas desgracias y tragedias familiares, o verse inmerso a las primeras de cambio, y sin comerlo ni beberlo, en el escenario de una guerra. El encontrarse con una guerra al inicio o a mitad de camino no parece escrito en el guión soñado a comienzos de ninguna andadura vital. Pero a muchos les ha tocado, les toca y les seguirá tocando esa horrible desgracia y, desafortunadamente, han nacido, nacen y nacerán en medio de revueltas o conflictos bélicos. Fuera de guión o por crueldades del destino, el caso es que el protagonista principal de este relato va a tropezar con unas condiciones circunstanciales de lugar y tiempo no precisamente las más idílicas, como las que se describen en las páginas que siguen, y con una guerra a las puertas de su casa y cuando la vida le empezaba a florecer. Le tocó ser actor directo en aquel nefasto escenario y pasar todas las calamidades inherentes a la guerra y, aunque físicamente salió indemne de la refriega, en su alma quedaron grabados los horrores de la cruel lucha fratricida. Por eso, una mueca de sonrisa irónica le saldría con el correr de los años al pensar en aquella contienda y el nombre con el que se la conoció y se la conoce, tanto en los libros de historia como en el habla popular, la Guerra Civil Española, por tratarse de un enfrentamiento entre los propios españoles, contendientes vecinos y hermanos, burla grotesca del lenguaje, cuando en realidad debería tacharse de incivil, por bárbara, cruel e injustificable, como todas las guerras. La Historia da nombre a los acontecimientos, porque de alguna manera habrá de llamarlos, pero también se habrá de convenir en que no siempre bautiza los hechos con 10


apelativos afortunados o acertados. Desde luego, para el leal saber y entender de nuestro protagonista no cuadraba esa denominación, porque la vivió en carnes propias y, aparte sus vivencias personales en la contienda, la calificaba como un gran desastre en todos los sentidos. Sólo la palabra guerra le producía horror. La guerra cambia el destino de mucha gente y hasta el de los territorios y naciones. A unos los encumbra, porque “de la guerra vive el soldado”, a otros los destroza y los hunde. Los que quedan en las trincheras, en el campo de batalla o simplemente caen en el camino por encontrarse en un lugar inadecuado en un momento inoportuno, ya no cuentan, sólo se les recuerda, al menos durante un tiempo. Los muertos no hablan, pero acusan desde su silencio. Los muertos del bando vencido, además de perder la vida, perderán la honra y hasta se les denigrará, al menos mientras los vencedores puedan alardear de su victoria. También los vencedores intentarán que sobre ellos caiga el más absoluto olvido. Pero el tiempo, juez fiel e implacable de los acontecimientos y de los actos de los hombres, más temprano o más tarde, reconduce la situación, coloca a cada cual en su lugar, restablece el honor a quienes injustamente fueron agraviados y baja del pedestal de la gloria a quienes se subieron indebidamente a él. Los muertos del bando vencedor, perderán la vida y ganarán el reconocimiento a su honor, a su entrega y amor a la causa. ¡Fatua gloria, laureada triste y vana hipocresía! También a nivel individual una acción concreta, la adecuación o inadecuación del lugar y la oportunidad o inoportunidad del momento determinarán el resto de la vida. Además no se deben obviar las secuelas inherentes a la refriega como los casos de mutilaciones físicas y marcas psíquicas. Si al finalizar la contienda caíste del lado del vencedor, volverás a casa orgulloso, con la cabeza bien alta por la gloria del triunfo, muchas veces transformada en vanagloria. Algunos, subidos al carro del triunfador, medrarán y reorientarán sus vidas, treparán escalas sociales y, arrastrados por la inercia, alcanzarán cotas privilegiadas, aprovechando el empuje de los vientos favorables del acomodamiento al nuevo estado de las cosas y las aguas a favor de corriente. La victoria para unos, fervientes correligionarios de los que empuñan la vara de mando y, por tanto, amparados al sol que más calienta, será de buen provecho y para otros, menos fervorosos con el poder pero callados y sumisos, será de ausencia de molestias. Si caíste del lado del vencido te esperará como poco la deshonra, si no la cárcel, el exilio, el pelotón de fusilamiento, la opresión o la más dolorosa desconsideración. Pero el capricho, el azar, el destino, el tiempo, la suerte o la Divina Providencia, para aquellos que creen y confían en ella, vuelve a encauzar o corregir, enderezar o determinar o simplemente recomponer lo que unas circunstancias concretas e inesperadas convirtieron en una situación excepcional. Por paradójico que parezca, la nueva situación, llamémosle final, también resulta inesperada, al menos no será la prevista, consintiendo que la vida siempre es 11


imprevista. Lo apasionante y bello de ella es que por muy bien que se programe, el resultado siempre difiere de lo proyectado, unas veces a favor y otras en contra de los intereses deseados. De todos modos y en cualquier circunstancia vital y personal, cada individuo constata, al despertarse a la vida cual frágil barquichuela amarrada a puerto, que ha de soltar las amarras de la ilusión y, al mismo tiempo, de la incertidumbre y aventurarse a su particular singladura. Apenas el práctico que le guio por las tranquilas aguas del puerto de la niñez le deja en la bocana de la adolescencia y la juventud, empieza a probar los mareos provocados por los vaivenes de las primeras contrariedades de aguas abiertas. Ya en la mar oceánica, las embravecidas olas de la lucha diaria y las tormentas de las dificultades le irán curtiendo la piel hasta doblar el cabo de Buena Esperanza que le conducirá a la solidez de la madurez, cumpliendo o dejando atrás objetivos marcados. Se sucederán los días de borrascas entremezclados con los de bonanza. El acierto o el desacierto en la elección de la ruta y en muchos casos tal vez la suerte o la desgracia, determinarán la placidez o la tortura del viaje. Lo que es incuestionablemente cierto es que el viaje algún día termina, bien en estrepitoso naufragio o bien en feliz arribada a la otra orilla, que bien pudiera ser playa de suaves arenas, altas rocas de escarpados acantilados o puerto predeterminado. La vida del personaje que aquí se propone como protagonista y todos los avatares que le rodean irán transcurriendo por tiempos de cariz bien distinto en el trascurrir de los años. Comienza la andadura en un momento oscuro y convulso de la historia de España y de Europa, cual fue el primer tercio del siglo XX. Por tanto el entorno donde nace y los primeros pasos de nuestro hombre avanzan en la nebulosa de una sociedad atrasada y gris, la llamada España negra y profunda. Va cubriendo etapas en la feliz inconsciencia de la niñez y la juventud hasta tropezarse con la dura realidad del desastre previsible de aquella sociedad cerrada y oscura. Pero en el plano puramente individual fue un camión el elemento determinante que condicionó el rumbo de su vida, la circunstancia caprichosa que selló su destino. Sin ni siquiera esperarlo y mucho menos proponérselo, el camión marcó los derroteros por los que caminaría el resto de sus días. Aquel momento histórico, aquel lugar, aquel día, aquel viaje, aquel camión...

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CAPÍTULO I.AGITADO AMA ECER. DECEPCIÓ DEL 98. GUERRA DE MELILLA. SEMA A TRÁGICA DE BARCELO A. MAG ICIDIO DE CA ALEJAS. DEHESILLA UEVA, DESCRIPCIÓ RURAL Y URBA A

El siglo XX apenas ha terminado de desperezarse con el despertar de sus primeros años. Tiempos revueltos de luchas e intrigas campean por los territorios de España y de la vieja Europa. Las altas esferas de la política y, en general, la sociedad española, se envuelven en la neblina de un pesado complejo de tristeza e impotencia. Nuestra nación dormita atolondrada, vaga decaída y llorosa sin recuperarse durante todo el primer tercio del siglo XX del varapalo que supuso la pérdida de las últimas colonias de ultramar en 1.898, cuando se desgajaron del tronco del árbol patrio Cuba, Puerto Rico, Filipinas, las islas Marianas y las Carolinas. Este fracaso, la definitiva defunción de aquel añorado imperio donde, según alardeaban orgullosos los más acérrimos patrioteros, no se ponía el sol, marcó el devenir histórico de España en todo el primer tercio del siglo XX. Ayudaron también a enturbiar el ambiente de la sociedad española los tristes avatares y los graves sobresaltos que fueron sucediéndose a lo largo de aquellos años. Estos aconteceres, unos más significativos que otros, fueron golpeando los estamentos sociales y minando la moral del pueblo, ya de por sí sufrida, vilipendiada y decaída. Unos tras otros los acontecimientos martilleaban las entrañas de la nación en aquellos momentos difíciles. En aquella España reina Alfonso XIII, es un decir. La realidad nos muestra la alternancia pactada de gobiernos liberales y conservadores, que, más mal que bien, desgobiernan un país cansado y empobrecido, roto, hastiado y revuelto. Para hacerse una idea de la magnitud del desgobierno baste consignar el siguiente dato rigurosamente cierto y fácilmente constatable con sólo consultar la historia: desde 1.900 hasta 1.936 se sucedieron en España la friolera nada más y nada menos que alrededor de cincuenta gobiernos, presididos por veintiséis presidentes, algunos de los cuales repitieron mandatos en varias ocasiones y otros tuvieron tan efímero paso por el cargo que apenas les dio tiempo de calentar el sillón presidencial. Una consentida proliferación de engreídos y fieros caciques, junto a caciquillos de tres al cuarto, mangoneaba y oprimía a la masa de la población en ciudades, pueblos y aldeas, convertidos en gran silo de súbditos con todas las obligaciones impuestas y bien señaladas y apenas los mínimos derechos reconocidos de ciudadanos libres. Sobre la vieja piel de toro pesa la losa del hastío y la desgana tras tantos años, ¡qué digo años, siglos!, de sacrificada historia con su pesada rémora, al mismo tiempo que sobre su gente se enseñorea tristemente la miseria de la pobreza y de la incultura. 13


Se hace notar el cansancio de las innumerables guerras sufridas de oscuros intereses. Desmoraliza la fatuidad del sueño de un imperio perdido que nunca fue real. Con imperio o sin él, la plebe carga con el yugo del sometimiento a los poderosos ególatras. El pueblo llano, ese al que el gran escritor e insigne poeta romántico, natural de la localidad pacense de Almendralejos, José de Espronceda, llamaba cariñosamente “la canalla”, está cansado de sufrimientos y hambrunas por el despilfarro de la riqueza pública mil veces malgastada ante la incompetencia y los caprichos de nefastos reyes y voraces validos. En las conciencias bulle la locura quijotesca de tantas batallas perdidas contra los molinos de viento de una realidad irreal. Como muestra sólo vale con un botón, reza el dicho popular. Vendría bien repasar varios botones de muestra para hacernos cargo de la situación. Desgracias y tristes acontecimientos, unos tras otros, fueron persistentemente martilleando y literalmente machacando a aquella sociedad, una y mil veces maltratada, agrandando la herida cada vez más. El repaso a algunos de ellos tal vez ayude a comprender mejor el momento histórico y la atmósfera que lo envolvía. El año 1.909 da el primer aldabonazo trágico del siglo XX en España y sacude los cimientos del siglo todavía niño. La agitación endémica, que lleva estigmatizando a esta nación desde tiempos inmemoriales, se continúa y se confirma en la sufrida “piel de toro” con el estallido de la Guerra de Melilla, que desgasta aún más las arcas del Estado y las fuerzas de los soldados españoles. Al mismo tiempo tienen lugar los graves sucesos de la llamada Semana Trágica de Barcelona, ocurrida entre el 27 de julio y el 8 de agosto de aquel mismo año. El gobierno de España, presidido entonces por el político del Partido Conservador don Antonio Maura, toma la decisión de enviar las Brigadas Mixtas de Cataluña, Madrid y el Campo de Gibraltar, así como otras unidades militares al norte de África para sofocar la rebelión rifeña que originó la citada Guerra de Melilla. En la orden de movilización se incluía a reservistas de reemplazos de años anteriores y prácticamente reducía el contingente a las clases obreras, padres de familia en su mayoría, ya que los pudientes se acogieron a la exención de incorporarse a filas mediante el pago del canon de los seis mil reales requeridos para librarse de tal obligación y que, ni en sueños, estaban al alcance de los estamentos de población más desfavorecidos, o sea, el pueblo llano. Esta decisión caciquil soliviantó los ánimos de las clases populares y motivaron su levantamiento en Barcelona. Los disturbios arrojaron un saldo de casi un centenar de muertos, medio millar de heridos y casi dos centenares de edificios incendiados. La subsiguiente represión, propiciada y ordenada por el Gobierno, resultó durísima y arbitraria y se cerró con más de dos mil procesados, dos centenares de 14


destierros, más de medio centenar de penas a cadena perpetua y cinco condenas a muerte. Estos sucesos provocaron la caída del Presidente del Gobierno, don Antonio Maura, una más de tantas, que fue destituido por el rey Alfonso XIII y sustituido en la Presidencia del Gobierno por el liberal gaditano Segismundo Moret, uno más que añadir a la larga lista de gobiernos en tan corto espacio de tiempo. Entre intrigas políticas y luchas callejeras van trascurriendo aquellos inicios de siglo hasta desayunarse el país con otro sobresalto el 12 de noviembre de 1.912 con la noticia del asesinato del entonces Presidente del Gobierno don José Canalejas, cuando tres disparos a quemarropa de un exaltado anarquista, llamado Manuel Pardiñas Serrano, acabaron con la vida del gran político regeneracionista y liberal, uno de cuyos firmes objetivos era acabar con el caciquismo, ardua y utópica tarea, al menos en aquellos momentos y en aquellas circunstancias. El suceso ocurrió en la madrileña Puerta del Sol, cuando paseaba, según su costumbre antes de la reunión del Consejo de Ministros, y distraía el tiempo mirando tranquilamente el escaparate de la librería San Martín, contemplando el mapa de la Primera Guerra de los Balcanes. Como se puede deducir “en todas partes cocían habas y en mi casa a calderadas”. Al instante el Pardiñas, sintiéndose acorralado por los guardias que mal custodiaron al Presidente asesinado, se suicidó con su propia arma. Y este no fue el primer magnicidio, ni sería el último, que ocurría en España pues que ya habían sucedido varios. Por mencionar los inmediatamente anteriores al señalado existían los precedentes de los magnicidios ocurridos en el último tercio del siglo XIX, como fueron el asesinato del Presidente del Consejo de Ministros, el General Juan Prim, en 1.870, poco antes de la llegada a España del rey Amadeo I de Saboya, y el de otro Presidente del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, en 1.897. Se cumplía así el vano e inútil empeño del hombre de solucionar los problemas por la tremenda. Digo bien en empeño vano e inútil, pues ya se encarga el refrán castellano de corroborar dicha fatuidad: “a rey muerto, rey puesto”. Se elimina a un individuo, se pone otro en su lugar, pero el problema continúa. Todas estas noticias llegaban tarde y envueltas en una espesa nebulosa de incomprensión y lejanía hasta el pequeño pueblo de Dehesilla Nueva, lugar donde se ubica la historia que nos ocupa, pero los efectos sangrantes de la triste situación social sí que acuchillaban las carnes de los sufridos habitantes. Al igual que este modesto pueblecito, las demás ciudades, pueblos y aldeas que conforman el suelo patrio sufren entonces ferozmente en sus carnes los desmanes de las reyertas políticas con unas durísimas condiciones de vida, completamente arrastradas por las carencias de los más elementales pilares para la subsistencia e imbuida de la más absoluta miseria. No obstante, ajenos la mayoría de sus habitantes a las luchas de intereses de gobiernos y partidos políticos, se afanan en el quehacer diario en un esfuerzo sobrehumano para superar el estigma de la esclavitud que suponen la incultura, la pobreza, el atraso y el subdesarrollo. 15


En grandes ciudades y núcleos industriales saltan chispas de revueltas callejeras y huelgas sectoriales que reclaman mejoras en las condiciones de vida y de trabajo. En los pueblos pequeños y en las aldeas la vida transcurre monótona y aparentemente tranquila. Sólo preocupa el pan de cada día y el conformismo de contar con lo sucinto para la supervivencia, sin alargar las miras más allá del siguiente amanecer. Éste último es el caso de Dehesilla Nueva, pueblo de unos dos mil habitantes, plantado sobre unos ribazos de leves ondulaciones en la comarca de las Tierras Llanas de la provincia de Huelva. Sus orígenes más remotos tal vez se remonten a alguna villa romana en las cercanías de las importantes ciudades de Ilipla, luego capital taifa de la musulmana Cora de Labla, la actual Niebla, e Ituci, Tejada, junto a la actual Escacena del Campo. Pero el asentamiento actual nace realmente con la aparición de los señoríos tras la Reconquista de estas tierras por Alfonso X, el Sabio, en el siglo XIII. Varios pequeños asentamientos de labriegos y pastores se fueron formando, repartidos por las tierras de los señores, próceres de las artes de la guerra, que se adueñaron de los territorios conquistados, como premio o botín a su cuota de méritos y participación en la victoria de las huestes cristianas sobre las musulmanas. Estos pequeños focos de población se fueron poco a poco diluyendo y desaparecieron para concentrarse sus habitantes en un núcleo mayor, que con el paso de los siglos llegó a formar la actual villa de Dehesilla Nueva, topónimo que basa su denominación en las características ancestrales del terreno, configurado por dehesas de vegetación mediterránea. En la actualidad Dehesilla Nueva es un pueblecito blanco y coqueto, recostado sobre una loma suave, a caballo entre la sierra y el mar, vergel que huye de la desarbolada y calva campiña, para asomarse al verdor de los pinares que preludian el Coto de Doñana. En lontananza encuentra siempre como referencia grisácea las montañas fuertemente erosionadas de la Pata del Caballo, siluetas ondulantes de las viejas y desgastadas sierras béticas en la cordillera de Sierra Morena. El viento del norte le hace llegar su perfume y los susurros misteriosos de sus alcornoques y encinas, castañedos y frutales, brezos y palmiteras. Por el sur el cálido viento solano trae murmullos de olas y sabor a salitre marinero, envuelto en el aroma embriagante del romero, el almoradux, la retama y la resina de los pinares. Por el este le llega la alegría del Aljarafe y la Campiña sevillana y al oeste le ilumina la tenue luz del ocaso del sol que muere cada tarde soñando rutas marineras junto a la capital de la provincia, Huelva. El viajero que pase por los campos de Dehesilla Nueva descubrirá una isla paradisíaca de cultivos variados y variopintas tierras. Apreciará en su vegetación sutiles contrastes de colores: verdes claros de viñedos, verdes pardos de olivares, trigales verdes, dorados girasoles y rica mies, blancos, amarillos y rojos de margaritas y amapolas en las veredas, campos rotulados por serpenteantes caminos y estrechas lindes. 16


Un encanto entrañable presenta el colorido de sus tierras calmas: oteros negruzcos de generoso humus, duros barros colorados, amarillentos albarizos y blancas areniscas. Todas ellas rivalizan en fecundidad. Los cultivos enraízan con ansia para extraer de sus entrañas el preciado fruto que luego regalan con esplendidez. En definitiva, ésta es una tierra ubérrima, de humus fértil y terrones fecundos, regados con los sudores de tantos y tantos labriegos, ascendientes antepasados de los actuales habitantes del lugar, que en ellos se dejaron la piel a tiras en el duro trabajo a lo largo de los siglos pretéritos. Los tiempos han ido cambiando el decorado al paisaje, unas veces a capricho de la Naturaleza y otras, las más, por la intervención del hombre. Sus primitivas y ancestrales dehesas de encinas, pinos, alcornoques, carrascas, acebuches, lentiscos, brezos y retamales fueron cediendo el sitio a los viñedos, olivares y campos de cereal, que se doran de trigo, avena, cebada y centeno. Junto a éstos productos agrícolas, que representan la base y sustento económico de la población del lugar, han convivido siempre en perfecta armonía los más variados cultivos. Cercados, viñas y huertos están salpicados de árboles frutales como higueras, perales, albérchigos, melocotoneros, ciruelos, manzanos, amascos, granados, almendros, guindos, naranjos y limoneros. En cualquier trozo de tierra se acomodan las leguminosas como habas, guisantes, garbanzos o altramuces. Las zonas bajas y los corrales se aprovechan para las hortalizas como tomates, pimientos, pepinos, lechugas, acelgas, rábanos, zanahorias, coliflores, berenjenas, calabazas, cardos, alcauciles, cebollas y los tan sufridos ajos. Con las calores los matos deleitan y endulzan el paladar con sus refrescantes frutas de verano como sandías y melones. Serpean por entre los campos buscando la ancha Marisma del Guadalquivir dos tímidos arroyos, el Tajuelillo y el Carbajón, en cuyas orillas de desmelenan las zarzas y las adelfas, los mimbrales y las gamboas. La frondosidad de tan suaves correntías saluda al viandante con la frescura de sus chopos y álamos, juncos, aneas y carrizos, al tiempo que embriaga con sus olores a romero, mastranto, malvavisco y almoradux. La población se acomoda en unas cuatrocientas casas repartidas en apenas una docena de calles estructuradas en forma de estrella a partir de una plaza central, denominada de mil maneras y cambiada su rotulación según el parecer o capricho del politicastro de turno, pero conocida popularmente como la Plaza del Trompero, auténtico foro de la villa y centro neurálgico de la vida social de sus habitantes, presidida por el vetusto edificio del ayuntamiento, reducto de una antigua bodega reconvertida en casa consistorial. En los aledaños de la plaza se asientan las viviendas más lujosas de la villa, domicilios de los riquitos de la alta alcurnia local, y se ubican los casinos y tabernas más concurridas de la localidad. La apariencia de las distintas fachadas delatan la categoría o estatus pecuniario de cada familia: ventanas con rejas y segunda planta con balcones para las familias más pudientes, casas de una sola planta con ventanuco de ventilación del sobrado para las

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familias más humildes y algunas chozas diseminadas en el descampado del extrarradio denuncian a la pobrería más desfavorecida. Las familias de clase alta disfrutan de las mínimas comodidades que la época ofrece a los hogares. En el caso de los obreros, braceros y dependientes de un jornal, el sólo hecho de disponer de un techo para no dormir al raso a la luz de las estrellas colma las aspiraciones, pues todo lo demás se puede resumir en una sola palabra: carencia. También se dan no pocos casos de hacinamiento, pues en una sola casa, a veces, conviven varias familias. Los gruesos muros de las viviendas están construidos en su mayoría de tierra prensada. Los tejados de las casas, sostenidos a base de palos y tablas, se cubren con las típicas tejas moriscas, redoblones y canales, engarzadas unas sobre otras y dispuestas en leve pendiente con la endeble sujeción de pelotones de barro y relleno de troncones de maíz. Los gorriones aprovecharán el más mínimo resquicio en la disposición de las canales para introducirse bajo las mismas y poner a buen recaudo sus nidos, aunque en muchos casos su escondrijo se convertiría en una trampa fatal para los inocentes pajarillos, pues al ser descubiertos por algún gato correrían indefectiblemente la peor de las suertes. El estropicio llevaría aparejada a la muerte segura de los pajarillos, arrancados a garfadas de sus nidos de pasto, el levantamiento de los redoblones y las canales a base de arañazos gatunos (nombrados en la jerga pueblerina con la palabra de libre e inventado uso local de “garfañones”) con la consiguiente consecuencia de aparición de goteras en el techo en los días de lluvia. Las aceras de ladrillos macizos colocados en sardinel rotulan el empedrado de las calles. Destaca como denominador común el blanco de la cal en las paredes de todos los edificios, bajo el gris parduzco de las socorridas canales. Un rosario de bodegas, lagares y cuadras se reparte, calle a calle, por entre las viviendas familiares. También se reparte por las calles un buen elenco de tabernas y pequeños casinos, única y exclusiva válvula de escape y diversión para los lugareños. Sobre los tejados del pueblo emerge la iglesia parroquial, edificio de un sencillo estilo barroco de finales del siglo XVIII, con su torre, de coqueta figura apuntando al cielo con presuntuosos aires de giraldilla. En su interior y colocada en un camarín en el centro de un magnífico retablo barroco, también del siglo XVIII, se expone para su veneración la imagen de la Virgen, Nuestra Señora de la Asunción, patrona de la villa, y que cuenta con una leyenda que relata su aparición desprendiendo destellos de luz cegadora sobre el tronco de una encina a un humilde labriego de aquellos contornos en tiempos remotos, lo que propició que allí se alzara el templo y se formara el primer asentamiento y núcleo de población. Todos los grandes imperios y las grandes civilizaciones postulan su origen en un hecho portentoso que implica a la divinidad en su nacimiento. También todas las grandes devociones marianas de la cristiandad colocan sus inicios en milagrosas apariciones o en algún suceso prodigioso o hecho destacable acaecido en un determinado momento y por el que la señora celestial expresa sus deseos de plantar en aquel lugar sus reales divinos, si no véanse los casos de la Virgen del Pilar, Covadonga, Guadalupe, Lourdes, Fátima o Rocío.

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Este pueblo es muy pequeño y humilde, pero en fantasía no le iba a ganar ningún imperio, por muy grande que hubiese sido ni ninguna otra advocación mariana por mucha resonancia que haya llegado a alcanzar, así que también fija sus orígenes en un hecho milagroso con la clara y expresa intervención divina. En la parte más alta del otero en el que se halla emplazada la villa se alza el monumento más antiguo de la localidad. Se trata de un pilar de ladrillos coronado por una sencilla cruz de hierro. Se le conoce con el nombre de “La Crucita” y, en tiempos no muy remotos, constituyó el lugar de encuentro de los mozos en las tardes de asueto, donde se acostumbraba a ensayar canciones y departir en ameno divertimento. En muchos otros pueblos también existen monumentos similares a éste y que son el reducto de lo que en épocas antiguas fue “la picota” y también “La Cruz del Humilladero”. Hoy luce su silenciosa presencia únicamente como testigo de nuestros ancestros, olvidada de instituciones y vecinos. Tres clases sociales bien definidas y bien separadas conformaban a principios del siglo XX la población en Dehesilla Nueva. Por un lado se distinguía una reducida burguesía acomodada, de apenas cuatro familias, propietaria de extensas tierras con haciendas y cortijos. Por otro lado existía una minoría de pequeños propietarios con unas pocas hectáreas de tierras, agricultores autónomos, denominados pelantrines entre la gente del pueblo, que se bastaban solos o con los miembros de la propia la familia y a veces con algún que otro obrero de confianza a sueldo, para cultivar sus tierras. Y por último estaban los braceros, gente escaecida, sin más capital que sus brazos, masa campesina desprotegida y maltratada, que malvivía subyugada y pobre de solemnidad, resignada al dicho de “hay más días que olla”, en clara referencia a la dependencia de un mísero jornal, que no se ganaba todos los días, así que sólo se comía cuando se trabajaba y, por tanto, el día que no se trabajaba no había nada que llevar a la olla, o sea, no se comía, así de claro y así de duro.

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CAPÍTULO II.¡EL MU DO DESDE U A REBOTICA! TERTULIA OS DE LA REBOTICA. PRIMERA GUERRA MU DIAL. REVOLUCIÓ BOLCHEVIQUE

En la trastienda o rebotica de la farmacia del Licenciado don Restituto Carreño Infante, único establecimiento de este tipo que existía en el pueblo, se llevaban y traían todos los asuntos de la actualidad en boca de media docena de tertulianos, representativa y única muestra de la intelectualidad local, minoría que podía servir como ejemplo de la burguesía pueblerina de Dehesilla Nueva. A diario algunos y esporádicamente otros, daban rienda suelta a sus lenguas para comentar, discutir y desentrañar los distintos avatares que se iban sucediendo en el pueblo, en España y en el mundo mundial, que para eso el viejo boticario disponía del ejemplar de prensa de “El Correo de Andalucía”, periódico, que, aunque llegaba al pueblo con retraso de varios días, constituía el lazo más importante y fidedigno de la información sobre lo que ocurría en el patio exterior, porque de lo que se cocía en el patio interior, o sea, en el propio pueblo, ya habían lenguas más que suficientes entre comadres y correveidiles que se encargaban de tener puntualmente al día al personal de los dimes y diretes, chismes y habladurías, novedades y acontecimientos de la crónica local. El negocio de don Restituto, a los sucintos jarabes y potingues de una precaria apoteca, o, para entendernos mejor, una endeble y poco surtida farmacia, añadía otros artículos de droguería, ferretería, espartería, cacharrería, pinturas y coloniales, lo que la convertía, además de su función principal como expendeduría de medicamentos, en un revuelto a medio camino entre la quincalla y el mercado todo servicio. La farmacia se ubicaba en el propio domicilio familiar del boticario don Restituto, justo en una esquina de la Plaza del Pescado frente a la iglesia parroquial del pueblo. Se accedía al ella desde la calle por un enorme portón de madera de dos hojas, pintado de color marrón, claveteado ornamentalmente con unas chapas metálicas de color negro y provisto de un aldabón en forma de puño cerrado que cumplía las funciones de llamador. Para la guardia y seguridad de la casa disponía de una cerradura de llave de paletón por su parte exterior y un resistente cerrojo de hierro en la parte interior, con el refuerzo de dos resistentes pestillos para asegurar las jambas, uno arriba y otro abajo de cada una de las hojas de las mencionadas jambas. El zaguán hacía de recibidor para la clientela. A la derecha, conforme se entraba desde la calle, se disponían, colgados de la pared y del techo o en desordenada marabunta sobre el suelo, utensilios tanto de labranza como de ferretería: azadas, escardillos, rejas de arado, horcas, rastrillos, sierras y serruchos, martillos, tenazas y tenacillas, limas y escofinas, hoces, guadañas, tijeras de podar, jáquimas para las caballerías, sogas y cordajes de todo tipo. En el interior de la casa, en el último portal, como en una especie de almacén, se guardaba otro tipo de artículos, no expuestos al público por falta de espacio, pero que 20


todo el pueblo sabía de su disposición, como eran los chismes propios para aventar la parva en la era como horquetas y palas de madera, rastros, cribas, escobas de ramas y cuartillas, así como otros artículos que por su tamaño serían un estorbo en la tienda propiamente dicha, entre los que se encontraban cubos de cinc, escobas y escobones de palma, recogedores de madera, aljofifas de pita, cestas de esparto y de empleitas de palma, canastos de cañas y de varetas de olivo y mimbre, esteras de esparto, ollas, peroles, cacerolas, moldes de latón para la confección de tortas y dulces caseros, calderas de varios tamaños, garrafas y damajuanas de cristal de distintas capacidades, tapones de corcho, lebrillos, tinajas, cántaros, orzas, cedazos, botes de pintura y pellejos para el vino. A la izquierda del zaguán se encontraba el mostrador que separaba a la clientela de la botica con la exposición de sus productos específicos. En la esquina del mencionado mostrador se podía observar una colección de tubos de cristal y probetas graduadas para la medición de colonias y otros líquidos que se despachaban a granel. El habitáculo tras el mostrador ocupaba el espacio de lo que en un principio debió ser una habitación de la casa. En una estantería de la pared del fondo de dicho habitáculo se exponía un más que bien surtido botamen o conjunto de tarros, frascos y albarelos antiguos de la vieja farmacia. El objeto primordial de estas vasijas era guardar y conservar las materias primas para la elaboración de remedios y fórmulas magistrales, así como almacenar los potingues y medicamentos ya preparados. Poco a poco aquellos tarros fueron perdiendo su utilidad conforme la farmacia fue pasando de ser el lugar donde se elaboraban in situ la mayoría de los medicamentos para ir convirtiéndose con el paso de los años, como ocurre en la actualidad, en el lugar donde simplemente se dispensan y venden los medicamentos fabricados en los laboratorios de las grandes multinacionales farmacéuticas. En aquellos entonces la ciencia farmacéutica era casi una alquimia, aunque ya despuntaban algunas novedades e iban apareciendo importantes avances en los productos medicinales. Don Restituto era un gran aficionado coleccionista de los mencionados botes y disponía sus adquisiciones para vista y admiración de toda su parroquia. Algunos le servían todavía de envases a sus productos medicinales y otros contaban solamente como simples adornos, aunque, eso sí, todos, ya estuviesen ocupados o sólo fuesen ornamentales, llevaban rotulados sus respectivos nombres. A un lado tenía dispuestos unos hermosos tarros de cerámica de bellos y artísticos dibujos y variadas formas. Los que estaban ocupados albergaban hojas, semillas o polvos de plantas medicinales y los que estaban vacíos solamente ocupaban un espacio decorativo en la estantería, pero en cada uno se podía leer su supuesto o real contenido: jengibre, ajenjo, cicuta, beleño, lavanda, aloe vera, tomillo, romero, espliego, orégano, valeriana, caléndula, manzanilla, hinojo, consuelda, muérdago, genciana, poleo, verrucaria, espino albar, salvia, malvavisco, etc. Al otro lado de la estantería se ubicaban en botes de cristal de distintas formas y tamaños los productos medicinales ya aderezados para cada dolencia o malestar físico, por supuesto que también marcados con su respectiva rotulación: ácido tartárico, clorato potásico, hoja de quinina, raíz china, raíz pelitre, aceite de hígado de bacalao, sirope de higos, crémor tártaro, aceite de castor, castóreo, raíz de jalapa, árnica, asafétida, cassia 21


angustifolia, litargirio, cloruro amónico, ácido cítrico, polvo de regaliz, polvo de acíbar, alcohol de romero, esencia de eucalipto, etc. Una vitrina sobre la pared de la derecha, conforme se coloca el cliente frente al mostrador, custodiaba los botes de jarabe para las molestias estomacales, unturas para los dolores musculares, preparados para la tos y las fiebres, grajeas y pastillas para diferentes dolencias, aceite de ricino y tabletas achocolatadas para purgantes, esencias de vapores para las afecciones de las vías respiratorias, brillantina, alcohol y agua oxigenada, algodón, esparadrapos y gasas para apósitos, parches y todo tipo de cataplasmas, perillas para lavativas, etc. En la pared de la izquierda, ocupando el escaso hueco que dejaba la ventana que daba a la calle, se ubicaba un mueble con baldas y cajones para variados productos y menudencias como colonias a granel, pastillas de jabón, talco, polvos y coloretes, clavos, puntillas, cuchillos, navajas, tijeras, asperones para afilar, pinzas, cordones para las botas, botones, alfileres, agujas, dedales de costura, cintas de adornos y tiras de encajes, etc. y échele imaginación a la oferta de la vendeja que lo que no tuviera don Restituto en su botica no lo iba a encontrar usted en ninguna parte. Una sencilla puerta de cristales separaba el zaguán del primer portal, que, a su vez, cumplía las funciones de trastienda y rebotica, una estancia espaciosa en la que don Restituto tenía montado su reino, tanto para la dedicación a su oficio con su rudimentario laboratorio para desarrollar compuestos medicinales, como recibidor para los contertulios que le proporcionaban distensión y esparcimiento. Para atender a su primer objetivo disponía de una mesa con balanzas de precisión, probetas y vasijas de vidrio donde administraba sus preparados farmacéuticos, curativos los menos, paliativos los más e inocuos algunos. Las paredes de este salón se adornaban con varios cuadros de escenas bucólicas. Presidía la estancia un artístico aparador repleto de platos, vasos y una bien surtida colección de copas de cristal. Colocado a cierta elevación sobre el suelo en un pie de hierro de esmerada cerrajería, lucía un macetón grande de cerámica, que solía albergar alguna maceta de flores de interior y ocupaba el paso cerca de la puerta a la que flanqueaban dos maceteros de madera coronados por sendos tibores con floreros. En el centro se ubicaba una mesa camilla con sus correspondientes sillas y junto a ella había dos cómodos sillones, más bien butacones, con sus respectivos cojines para acomodo del boticario o de cualquiera de los asiduos tertulianos que frecuentaban la rebotica. En el rincón del fondo una amorosa chimenea aguardaba el calor de la leña y de la presencia los conspicuos conversadores que ante ella se reunían un día sí y otro también, porque allí se juntaba la flor y nata de la intelectualidad local. No faltaba ni un solo día el párroco don Escolástico Carballeira Feijoo, cura gallego, autoritario y grandilocuente, de celebrada y portentosa voz de barítono floreado salmodiando motetes gregorianos en solemnidades litúrgicas y sentidos responsos en entierros y funerales, así como de excelente boca a la hora del yantar, cosa que se intuía

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contemplando su gruesa y bien rellenita figura que en nada tenía que envidiar a la oronda estampa de Sancho Panza. Fijo como un clavo acudía también cada día el señorito don Francisco Pérez de la Roca y Sánchez del Olmo. El pueblo llano le concedía el calificativo de “don”, no por sus títulos académicos ni nobiliarios, horro de ambos, sino por su acomodada situación económica y su larga lista de propiedades rústicas y urbanas de hermosas casas y cortijadas y de extensas fincas de viñas y olivares. Aunque sus padres le obligaron en su adolescencia a cursar el bachillerato, no consiguió graduación académica alguna y sólo cosechó una buena ración de calabazas, que se sucedían unas tras otras y cada vez más gordas en los sucesivos exámenes, pues a su incapacidad para los estudios unía una total despreocupación, desinterés y desidia por los libros. Se pasaba la vida, soltero vocacional e irredento, espigando amoríos y picoteando de flor en flor, hasta el punto que, según comentaban las malas lenguas, tenía repartida una buena colección de churumbeles, por supuesto que despreocupado y desocupado de ellos, por todos los cortijos y pueblos de los contornos. Su dedicación se limitaba a pasear a caballo por sus campos, disfrutar de la buena mesa y hablar pamplinas allá donde se presentara, porque palabrería barata atesoraba por quintales y más que un buen conversador se mostraba como un pesadísimo charlatán. Sus amistades más allegadas le suprimían el don y le nombraban más afectuosamente como Paco Pérez. El médico don Pedro Cabezuelo Ayllón también solía frecuentar la tertulia, aportando mesura y cordialidad a los debates, aunque sus asistencias eran esporádicas, pues, llevado por su celo profesional, sus atenciones a la consulta médica y sus visitas a los domicilios de los enfermos que requerían su cuidado le ocupaban mucho tiempo. De pocos medios quirúrgicos podía disponer, ya que la medicina de la época se encontraba en pañales con respecto a los grandes avances de años posteriores y la disposición a atender al ramo por parte de las instituciones públicas dejaba mucho que desear. Pero don Pedro ponía en práctica la medicina de su abnegada preocupación, convencido de que su sola presencia y solícita atención al enfermo, con su contacto personal tanto en la consulta de su propia casa como en sus continuas visitas a los distintos domicilios donde se le requiriese, constituía la mejor garantía, si no de curación, sí de alivio para el sufrimiento de sus pacientes y consuelo para los familiares. Cada mediodía también solía presentarse en la rebotica el maestro, don Hipólito Rejón Cantueso, quien, tras cerrar la escuela, acudía a la tertulia con la esperanza de apañar algún bocado de las viandas que se churruscaban en las ascuas de la socorrida chimenea que el boticario tenía dispuesta para tal uso además de calentar el saloncito de la trastienda. Sus emolumentos como profesional docente no alcanzaban para socorrer todos los días el perol de su escuálida cocina y nunca venía mal la ayuda extra de un pellizcón en tan generosa chimenea y con tan conspicuos compañeros. Al respecto de la precaria situación económica del maestro cabe reseñar que si la dejación de las administraciones públicas con la medicina resultaba endémica, la despreocupación y abandono de la enseñanza se podría calificar de sangrante. “Pasa más hambre que un maestro de escuela”, pregonaba el vulgo cargado completamente de razón. Otro de los tertulianos asiduos era Manuel Montiel de los Cobos, riquito venido a menos y pelantrín de mil fatigas, que, a pesar de haber dilapidado casi todo su capital dinerario y de fincas rústicas en vicios y francachelas, no había perdido ni un ápice de su orgullo ni sus ínfulas de grandezas. No obstante, nadie le llamaba por su nombre de 23


altisonantes apellidos, sino que le nombraban por Lolo Canana, como homenaje a su gran afición, rayando en enfermiza, a la cacería. Uno de los tertulianos esporádicos de aquella reunión era también el panadero Modesto Bermúdez, que acudía a la botica para llevar unas hogazas de pan que le encargaban y aprovechaba, al menos un rato de vez en cuando, para inmiscuirse en la charla que se encartase en el momento. El señor Modesto gozaba de gran estima y respeto en el pueblo, tanto por parte de los tertulianos, como de su clientela y paisanos en general. De carácter afable, de pensamiento moderado y sereno, de genio alegre y pausado sin concesiones a la chabacanería, le acompañaba la fama de hombre bueno, educado e inteligente, tesoro que se había ganado en base a su rectitud de vida, ejemplaridad en su comportamiento, su innata sagacidad y su acendrado espíritu de observación en todos los aconteceres y circunstancias que se le fuesen presentando en la propia vida. Obviamente el alma de la tertulia no podía ser otro que el anfitrión, don Restituto Carreño, el farmacéutico, más bien llamado boticario, aunque, como ya se ha detallado, su negocio abarcara tanto los productos medicinales como los más peregrinos artículos. Este buen señor, de carácter bonachón y simpático, se mostraba con un desplante siempre alegre y generoso, lo que le había granjeado el afecto de todos los vecinos, que valoraban altamente su genio abierto y solidario, a cada momento dispuesto para atender a todos sus parroquianos. El boticario Carreño había casado, ya madurito, con la señorita Claudia Rosales, linda muchacha, que había entrado en la casa contratada como dependienta del negocio y terminó unida al jefe compartiendo el tálamo nupcial. La naturaleza no les concedió hijos. Tal vez por eso el boticario, tan de buen genio por norma general, sólo alteraba su ánimo con una pizca de mal humor, cuando se veía rodeado de niños. Sólo la presencia de algún chiquillo le cambiaba la cara. Mucho menos soportaba sus juegos y travesuras. Pero como dice el refrán que “no quieres caldo pues toma dos tazas”, en su pecado llevaba la penitencia, pues bien servido estaba de castigo con la patulea que tenía obligadamente que aguantar, pues, aplicándole también el otro refrán de “a quien Dios no le da hijos San Pedro le da sobrinos”, se veía rodeado de dichos molestosos elementos, además con la inquina de no ser sobrinos carnales suyos, sino de su mujer. Durante todo el primer tercio del siglo XX perduró aquella tertulia, que llegó a prolongarse hasta bien culminada la mitad de dicho siglo, cuando la edad fue haciendo mella en cada tertuliano hasta ir eliminándoles uno tras otro, por ley inexorable de la vida, incluido el propio boticario, con cuya desaparición se extinguió también la tertulia, bien aplicado el dicho de que “muerto el perro, se acabó la rabia”. Durante largos años fue raro el día que no se encartara la charla acompañada del correspondiente aperitivo y regado con su no menos preceptivo trago de vino. - ¡Pum, pum pum! ¡Morir, morir, vamos chiquilla, que estos dos conejitos van derechitos a la parrilla! –las voces de Lolo Canana retumbaban por la puerta de entrada de la botica de don Restituto, al tiempo que mostraba en alto dos conejos que llevaba prendidos por las patas y que acababa de cazar en las dehesas de algún cortijo cercano-. - Ya viene este Lolo travieso dando tiros –murmuraba el cura don Escolástico en voz baja arrellanado en un butacón de la trastienda, gozando a la vez de los encantos de un hermoso puro habano y del calorcillo amoroso del fuego encendido en la 24


chimenea-. No tenemos bastante con la que hay formada en toda Europa que éste se entretiene haciendo más ruido con la pólvora. - ¡No se queje usted, don Escolástico, al menos el Lolo no pega tiros en las trincheras matando personas y además bien que nos aprovechamos de su afición a la cacería –comentó el maestro don Hipólito mientras se le hacía la boca agua pensando en el bocado de conejo asado que iba a disfrutar-. - ¡Anda, Lolita -ordenó don Restituto a la muchacha de servicio de la casa-, limpia los conejos que ha traído el Lolo que les vamos a hacer los honores, asados en las ascuas de la chimenea! - Desde luego que, aunque da grima solamente nombrarlo, ciertamente corren tiempos de tiros y cañonazos. Así que el señor cura párroco lleva razón –apostilló don Pedro, el médico, interesado en abordar este asunto en el tema de conversación-. No dejo de pensar en la que hay liada en todo el viejo continente con esta maldita guerra, que aunque nos pille lejos conviene no perderla de vista, porque nunca se sabe hasta dónde llegan estas cosas ni cómo van a acabar, ni, por supuesto, cuáles serán sus consecuencias. La guerra es como la enfermedad que se sabe cuando empieza, pero nunca se sabe ni cuándo ni cómo termina. - Mirad, aquí en el periódico podemos constatar las noticias con los últimos acontecimientos –se apresuró a mostrar don Restituto abriendo el último ejemplar de prensa llegado al pueblo y que tenía entre las manos-. ¡Cuántas criaturas están muriendo por esta locura desatada! Ya van para tres años de lucha y no parece que esto tenga visos de un final cercano. - Ya veo, señor boticario, que sigues fiel a tus principios y buscas información en la buena prensa –intervino adulador el cura don Escolástico y resaltando con énfasis el nombre del periódico que sostenía en sus manos don Restituto-. ¡El Correo de Andalucía! ¡Buena prensa y no como otros panfletos de información sesgada, tendenciosa y subversiva que corren por ahí! Éste es de los míos, pues fue fundado en 1.896 por el que fue Cardenal de Sevilla, Monseñor Marcelo Spínola. - Vaya, señor cura, -saltó irónico el señorito Paco Pérez- cómo se nota que barre para casa y que le satisface el periódico. ¡Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho, y entre sotanas anda el juego! Porque no me negará que el monseñor y usted van enganchados a la misma cuerda. - ¡Como no podía ser de otra manera, amigo! –contestó don Escolástico con decisión, para continuar manifestando la preocupación por los sucesos del momento-. Pero la prensa debe ser siempre objetiva al contar los hechos que se van sucediendo. Lo cuente quien lo cuente y como lo cuente, esta guerra no deja de ser un horror. ¡La Gran Guerra Europea! Así la llaman y con razón porque está implicada prácticamente toda Europa. La Humanidad siempre anda de broncas, cuando sale de una se mete en otra. - Pues menos mal, toquemos madera, que España no ha participado en esta contienda, porque el desastre de la Guerra de Cuba y la pérdida de las otras colonias de ultramar ha dejado al país como para meterse en nuevas batallas -sentenció el médico don Pedro-. Dios quiera que acabe pronto esta pesadilla o, al menos, que las bombas y 25


los tiros sigan sonando lejos y no nos alcancen a nosotros, que aquí nos conformamos con los del Lolo. La tertulia seguía comentando los acontecimientos del momento mientras se daba buena cuenta de los dos infelices conejos, chorreados con unos vasos de vino. Con nuestros tertulianos relamiendo los últimos trozos del asado y apurando la última copa de vino, siguen los comentarios sobre el devenir de aquella Gran Guerra. - Efectivamente –volvió a la carga de los comentarios don Restituto-, las naciones europeas dirimen sus diferencias, o más bien sus voraces intereses, a cañonazos. - Lo verdaderamente triste –continuó el cura don Escolástico- es que en los campos de batalla corre la sangre valiente y el sudor generoso de miles de soldados empujados a la refriega a bayoneta calada. - También hay que considerar la destrucción de campos y ciudades –apostilló el maestro don Hipólito- con la pérdida de las cosechas y el derrumbamiento de hermosos edificios, muchos de los cuales no se recuperarán jamás por mucho que se reconstruyan cuando todo esto termine. - Y a esta barbarie humana se la llama la Gran Guerra Europea o la Primera Guerra Mundial, y así se la reconocerá en los años venideros cuando se cuente la historia –metió baza en la conversación el médico don Pedro-. Fijaros que se enfrentan prácticamente todas las potencias actuales del mundo, divididas en dos bandos de nombres rimbombantes. De un lado están los “Aliados de la Triple Entente”, que alinean a Inglaterra, Francia y Rusia, y del otro bando se posicionan los “Aliados de las Potencias Centrales de la Triple Alianza”, que juntan a Alemania y con el Imperio Austro-Húngaro. - Dicen que el detonante de esta fatídica guerra o el hecho que encendió la chispa del comienzo de las hostilidades fue el asesinato del Archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo –detalló Paco Pérez-. - Así se ha comentado y así seguramente se expondrá en las escuelas cuando se proponga a los alumnos para sus estudios en las lecciones de historia –argumentó don Hipólito-. Pero ese suceso realmente sólo ha sido la excusa, cuando la causa subyacente y verdadera es la voracidad insaciable e insolidaria de los imperialismos. - Pues sí –terció el panadero Modesto que había permanecido callado escuchando las opiniones de los contertulios-, el señor maestro lleva toda la razón y por las ansias de grandezas de los poderosos mueren los pobres de los pueblos. Dicen que la cifra de muertos se acerca a los de diez millones de criaturas. Los combatientes son abatidos en su mayoría por las bombas y la metralla de modernos cañones y fusiles, producto de los avances tecnológicos de la industria armamentística, que ha lanzado toda su carga artillera contra una infantería usada de forma masiva y temeraria, pues, según tengo entendido, esta ingente tropa de muchachos ha seguido siendo adiestrada para otro tipo de batallas de tiempos pasados y, por tanto, se ha visto sorprendida por la ferocidad destructora de las nuevas armas.

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- Está usted muy bien informado, señor Modesto –aseveró el cura-. A esta guerra se la considerará y así se la estudiará, según ha dicho con buen criterio don Hipólito, como una gran gesta con tintes de hazaña, por supuesto para los vencedores y, obviamente, un desastre para los vencidos. En realidad se la puede calificar como una nueva derrota de la Humanidad como comunidad de seres autodenominados inteligentes, pues la guerra es la asignatura pendiente que todavía no ha aprobado el hombre desde que vivía en las cavernas hasta nuestros días y demuestra su fracaso como ser sociable. - Estoy completamente de acuerdo con usted, padre cura –intervino de nuevo el maestro, animándose a exponer una nota de erudición-. Me atrevo a afirmar que todavía la Humanidad no ha superado el viejo adagio romano del “homo homini lupus”, “el hombre es un lobo para el hombre”, que ya naciera en la mente del escritor y comediógrafo romano del siglo III a.C, Tito Maccio Plauto, y que recogiera en su obra Asinaria. Me vais a perdonar que me extienda con estos datos, aunque no pretendo presumir de erudito, pero siempre viene bien acudir a los grandes pensadores que nos antecedieron. Siglos más tarde, esta sentencia fue popularizada por el filósofo inglés del siglo XVII Thomas Hobbes en su obra Leviatán, que sostiene que el egoísmo es básico en el comportamiento humano, aunque la sociedad intenta combatir y corregir dicho comportamiento para favorecer la convivencia. Ciertamente el hombre obtiene éxito en este empeño a duras penas y las leyes cada vez se acercan más al objetivo de la paz. Pero no es menos cierto que la frase sigue con total vigencia en los tiempos que corren. ¡A las pruebas me remito! - Ya que el señor maestro se nos ha vuelto filósofo, seguiré el argumento contrastando con otras opiniones –siguió el hilo de la argumentación del maestro don Escolástico-. Ese pesimismo obviamente se sostiene con visos de verdad, al menos parcialmente. Yo me inclino a pensar que poco a poco, ¡pero demasiado lentamente y muy poco a poco!, se va imponiendo la idea de otro gran pensador romano, el cordobés Lucio Anneo Séneca, quien, en contraposición a la afirmación de Plauto y defendiendo otro punto de vista y otro concepto de la convivencia entre las personas, escribió que “el hombre es algo sagrado para el hombre”. - ¡Y en ésas estamos! –intervino el boticario-. A lo que se ve, entre estas dos concepciones se ha venido debatiendo la sociedad desde siglos pasados, aún se debate ahora en estos principios del siglo XX y se debatirán las naciones de los siglos venideros, pues el hombre, obviamente, todavía no ha superado el dilema. Tal vez la causa de esta cerrazón siga siendo la eterna dicotomía de la lucha y el choque de intereses entre una minoría poderosa, rabiosamente apegada a sus privilegios, y el resto de la comunidad humana, muchas veces mayoría silenciosa y otras veces conciencia generosa y defensora del bien común. - ¡Ojú! –cortó el Lolo Canana, que no había podido meter baza al reconocerse ignorante al lado de personas tan instruidas y ante el cariz que había tomado la conversación-. La cosa está que arde y, por lo que estoy escuchando, las llamas han ardido desde siempre, siguen ardiendo y, según lo que decís, el incendio continuará por los siglos de los siglos, amén. Pues yo voy a apagar el fuego ahora mismo con una copita de vino que el cuerpo hace ya un rato que me la estaba pidiendo y con la tensión de tantos males se me estaba secando la boca. ¡Salud, amigos!

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El Lolo escanció vino en su copa y en las de los demás y, alzando en alto su vaso, se lo empurró de un trago y dio fin al asunto del día. Ciertamente las guerras son el cáncer de la humanidad y una vez aquí y otra vez allí, brota, rebrota, se establece, persiste, muere y vuelve a renacer. Es la eterna maldición que pesa sobre el hombre. Para ello no hay más que echar una ojeada a la historia tanto antigua y pasada como a la reciente y actual en distintos puntos de la geografía del planeta y se constatará cómo se han ido sucediendo y se suceden los conflictos y brotan, perviven y se eternizan nuevos focos bélicos en las naciones de los distintos continentes. Parece un problema insoluble, una losa imposible de levantar y un estigma grabado a fuego en la piel de la especie humana. Pasan los días en la monotonía de las reuniones distendidas en el saloncito de don Restituto, cambiando arbitrariamente el tema de conversación, según la actualidad o el azar lo fuese demandando. La tertulia estaba servida con los mismos asistentes de costumbre y con la correspondiente vianda, que en la ocasión que ahora nos va a ocupar la aportará el ricachón Paco Pérez. Aquel día se había presentado con unos chorizos de la matanza casera, a medio curar y aptos para un leve paso por la parrilla. El panadero Modesto Bermúdez dejó unos bollos de pan recién salidos del horno y el boticario sacó un par de litros de un vinillo de solera de una bota de roble que tenía en la fresquera de una oscura alacena y que cuidaba como oro en paño. Con los chorizos chorreando su pringue sobre pellizcos de pan y sus correspondientes tragos intermitentes del generoso vinillo, la situación se antojaba propicia para una nueva charla. Los ecos de acontecimientos muy lejanos en el espacio, pero coetáneos en el tiempo, seguían llegando hasta la peculiar tertulia en aquella trastienda de aquella humilde botica de aquel apartado pueblecito. - Pues en Rusia sí que la han liado parda –inició el tema de conversación el señorito Lolo Canana-. Dicen que ha estallado una revolución y han matado al rey y a toda su familia. - Si que es cierta la noticia, pero en Rusia no existe un rey. Ellos le llaman zar, que más que rey viene a ser un emperador, que a efectos de poder y para entendernos, viene a ser lo mismo –corrigió don Hipólito, porque en algo se habría de notar su condición de maestro de escuela-. - Tampoco vamos a discutir nosotros por cuestiones de terminología. El caso es que los rusos no se han andado con chiquitas y han tirado a la tremenda por la calle de en medio. Los bolcheviques se han hecho con el poder y están imponiendo un nuevo régimen en Rusia –apostilló don Restituto confirmando la información-. Dicen que el nuevo dueño del cotarro es el pueblo, el proletariado, o sea, los obreros. Pero en realidad la dirección del país la lleva el Partido Comunista. Veremos en qué termina. - Pues es muy fácil de averiguar –se apresuró a intervenir impetuosamente Lolo Canana, queriendo dar a su explicación tintes de profunda filosofía y conclusión definitiva, aunque sólo consiguiera una muestra más de palabrería barata-. Acabará como acaban todas las guerras y todas las revoluciones que ha habido en este maldito planeta desde que el mundo es mundo: ¡Quítate tú que me voy a poner yo!

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- ¡Qué simple eres, Lolo! –le contestó don Hipólito, el maestro, mientras daba cuenta de un buen trozo de chorizo con su correspondiente pellizco de pan empapado en pringue y engullía el bocado remojado con un delicioso trago de vino-. Cuando las situaciones llegan a un grado de tensión insostenible, se hace de todo punto necesario cambiarlas. Y por desgracia el cambio conlleva levantamientos, guerras y revoluciones. Lo triste es que la experiencia nos demuestra que no siempre, a lo largo de la historia, la nueva situación resulta mejor que la anterior. - O sea –se reafirmó sonriente en su postura el Canana-, que el remedio va a ser peor que la enfermedad. - Pues mira, Lolo, el remedio no sabemos cómo va a resultar, pero te aseguro que la enfermedad que tiene ese inmenso país que es Rusia con el zar y sus poderosos aduladores es muy grave, gravísima –apostilló con determinación el médico don Pedro-. - No faltan razones para las dudas y las aseveraciones que planteáis tanto uno como otro –terció el boticario-. Todos estos acontecimientos nos suenan muy lejanos en Dehesilla Nueva, pero sus ecos en forma de noticias sí que nos llegan al pueblo. Estos sucesos no los hablamos solamente nosotros aquí en nuestra tertulia, sino que también ruedan por todos los mentideros y no es de extrañar que cada cual los adorne con los comentarios más peregrinos. - Según he podido seguir por los artículos de prensa, pues como sabéis me gusta estar bien informado, el patio anda bien revuelto –intervino decidido el cura don Escolástico-. Así que simultáneamente a la Gran Guerra, que también hemos comentado otras veces, por el norte del viejo continente ruedan con estrépito las cabezas de los poderosos zares rusos en aras de la Revolución Bolchevique. Como acaban de decir el maestro don Hipólito y el médico don Pedro, la situación social había llegado a un punto inaguantable y el cambio se está produciendo de forma drástica y contundente. - ¡Vaya, y tan drástica y contundente! –se apresuró a intervenir el boticario-. Escuchadme un momento que os pongo al corriente, pues recuerdo perfectamente la noticia, que en su día leí en la prensa. Si la memoria no me falla, el pasado 17 de julio de este mismo año de 1.918, fueron fusilados el zar Nicolás II y su esposa, la zarina Alexandra Fiodorovna, junto a sus cinco hijos, en el sótano de una recóndita casa perdida allá por los montes Urales. Con estas muertes se extingue la dinastía de los Romanov y, a su vez, supone el fin de todas las dinastías hereditarias que habían dominado las estepas de aquel inmenso país que se extiende por todo el norte de Europa y parte de Asia. - Pienso que ha sido el final lógico a una crónica anunciada que auguraba desde hacía tiempo malos vientos para aquel sistema imperialista –interviene ahora con sus explicaciones el maestro don Hipólito-. Habréis de convenir conmigo que a los males inherentes a todo régimen absolutista se unía la circunstancia, en opinión de muchos entendidos, de un zar totalmente incompetente, inepto como gobernante y nulo como gestor político, que cedió las riendas del poder en manos de su esposa y de su consejero Rasputin. - ¡Puff, mal asunto! –cortó en seco al maestro Lolo Canana con una de sus espontáneas salidas- Si uno no manda en su casa ¿cómo pretende gobernar un país? 29


- Lolo siempre quiere simplificarlo todo, pero sí, en este caso concreto no le falta la razón –siguió el hilo de la conversación el boticario don Restituto- El zar, subido a su pedestal de poder, ha vivido muy alejado de la realidad de su país. Tal vez le haya venido grande el cargo. Mal aconsejado, obnubilado en su propia incapacidad y aislado del sentir y el clamor nacional, se aferró a la estrategia del inmovilismo ante las dificultades que aquejaban al régimen y la responsabilidad de la gestión política no se puede llevar al estilo de don Tancredo. Así que ese mirar para otro lado en lugar de afrontar los hechos, ha provocado un grave enconamiento de los problemas, que, lejos siquiera de atisbar alguna solución, ha encendido la desesperación de la sociedad. Este final no es un suceso casual sino la consecuencia de muchos años de desastrosa administración. Según he tenido la oportunidad de leer, durante el mandato de este zar el campesinado se ha ido hundiendo más y más en la pobreza y el hambre, han crecido por todas partes las tensiones sociales, mientras en las mentes urgían las aspiraciones de libertad democrática y en la calle brotaba la agitación revolucionaria. Todas estas circunstancias han sido el caldo de cultivo propicio para el derrumbamiento de aquel aparato estatal inservible. Ante la incapacidad manifiesta para afrontar este panorama con arrojo y coraje el zar tiró la toalla, abdicó y se dejó detener sin oponer resistencia, consciente de su fracaso como gobernante, pero su suerte estaba echada y este gesto no le ha librado del patíbulo. - ¡Sigue la rueda de la historia con los mismos esquemas de siempre! –terció el médico don Pedro con su habitual parsimonia y su aire filosófico-. Me temo que las ansias de liberación de la tiranía zarista hayan lanzado el péndulo al otro extremo, donde se predica el protagonismo del pueblo y el poder del proletariado, que en la cruda realidad sospecho que llegue a convertirse en la dictadura de una nueva clase dominante. El tiempo me dará o me quitará la razón. Pero tengo la corazonada de que se repetirá la decepcionante lectura, mil veces repetida, que ha de hacerse del resultado en que acaban tantos ideales sublimes que se han dado a lo largo de la historia de la humanidad, que demuestra cómo se distorsionan los mensajes primigenios, pisoteados y al mismo tiempo abanderados para propio provecho por los beneficiados de turno. - El panorama se pinta complicado –intervino el Paco Pérez que hasta ese momento no había dicho esta boca es mía-, pero tal vez habrá que agarrarse a un punto de optimismo y no perdamos la esperanza de que las cosas mejoren, porque yo estoy convencido de que, no obstante, y con estos vaivenes y estas contradicciones, y aun a costa de ellas, la Humanidad progresa a pesar de todo. - Pues, mirad -apostilló don Restituto, avalando ese punto de optimismo que acaba de reclamar Paco Pérez-, ante este panorama de calamidades, al menos habremos de reconocerse en favor de los gobernantes españoles del momento el acierto o la casuística de no implicarse en la deflagración nefasta de la Gran Guerra Europea y que, de esta manera, no haya salpicado a España, al menos de forma directa y las estepas rusas nos pillan muy lejos. - Lleva toda la razón don Restituto –acabó la conversación Lolo Canana-, así que dejemos a los rusos con sus peleas y vamos a apurar esos choricejos, que están para quitar las tapaderas de los sentidos. ¡Señor maestro, escancia una copita que tengo el vaso vacío!

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Un escenario y un trasfondo de guerras y revueltas, unas lejanas y otras a las mismas puertas, dibuja el paisaje donde se enmarca la Espaùa mås negra y profunda. Éste es el marco en el que comienza la andadura vital del protagonista de esta historia.

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CAPÍTULO III.FRUTO DE AMOR LA PA ADERÍA. ACIMIE TO DE RAFAEL Es invierno. La nieve cubre las montañas y los oteros dando al paisaje un toque de serena belleza. Mesetas y valles se ven asolados por las ventiscas. En la campiña la lluvia cae pertinaz empapando los sembrados. Chorrean las canales de las casas en los pueblos. Los charcos de las calles amanecen convertidos en cristalinos carámbanos. Sale el humo por las chimeneas de los hogares. El sol apenas encuentra ocasión para asomar sus tímidos rayos entre inmensas e irreductibles masas de oscuras nubes. Son tiempos de fríos y heladas, que también hacen sentir sus efectos en nuestro pequeño y perdido pueblo de Dehesilla Nueva, aunque su situación en la geografía andaluza, reducto de labrantíos y encinares a caballo entre la sierra y el mar, suaviza los rigores de las acometidas atmosféricas. Nos retrotraemos unos meses al momento de la charla relatada anteriormente en la tertulia de la rebotica de don Restituto. Aquella madrugada del 24 de enero del año 1.918 se había cerrado en agua. Las horas pasaban lentas y calladas en la quietud de los hogares envueltos en el nirvana del sueño. Una lluvia fina y pertinaz golpeaba los tejados de las casas del pueblo oscuro y dormido. De vez en cuando, sobre las copas de los árboles, el viento aullaba con silbidos entrecortados unas veces y otras veces a ráfagas continuadas. La calle Cerrales apenas se alumbraba con los destellos mortecinos de la triste farola de carburo que crepitaba en la esquina. Sólo el tintineo persistente de los chorros de agua que caían de las canales sobre el enladrillado de la acera interrumpía el silencio. El humo que salía por la vieja chimenea del horno de la panadería extendía su olor a leña quemada e inundaba el frío ambiente de la calle. Como todas las madrugadas del año, en la casa del panadero Modesto Bermúdez se trabajaba afanosamente en la elaboración del pan que se vendería a la mañana siguiente. Por la boca de la tahona salían las llamaradas y la flama de la carrasca y las lajas de eucalipto, que ardían en su interior y que, al mismo tiempo que proporcionaban al horno la temperatura necesaria para la cocción del pan, expandían un calorcillo agradecido a todos los rincones del hogar desde el último portal de la casa hasta el zaguán. Eduardo Morilla, ayudante del panadero, removía en la artesa la harina con agua, levadura recentada y sal. Una burra tranquilota y sumisa ejercía de fuerza motriz de la refinadora, atada a un palo que hacía de palanca, y daba vueltas a su alrededor, mientras la masa pasaba una y otra vez entre los dos rodillos del tambor hasta alcanzar el punto idóneo para confeccionar las piezas. Sixto Bermúdez, zagalón de doce años, hijo del panadero, aprendía el oficio familiar, pesando trozos de masa en una rudimentaria balanza de platillos. Papá Modesto cogía en cada mano un trozo de la masa pesada por su hijo y con energía e inusitada destreza modelaba a dos manos sobre el torno o mesa de trabajo las hogazas, teleras, bobas, bollos, panes bazos, torcidos, medias y vienas que constituían la 32


oferta panadera para la clientela. Para bocas caprichosas también se manipulaban roscos longitudinales o en forma de ocho, repápalos y regañás, más conocidas en el pueblo como tortas roeras. Especialidad de la casa eran las roscas, redondel de masa de unos diez centímetros de diámetro sobre cuyo grosor de unos dos centímetros el panadero Modesto dibujaba con la navaja unos picos a base de inimitables cortes de arte y maestría. Las piezas recién modeladas se colocaban sobre un tablero, tapadas con una manta para preservarlas del aire y de la temperatura ambiental, a la espera de su introducción en el horno. Un trozo de corcho con agujas servía para pinchar las piezas antes de introducirlas en la tahona. Con las primeras claritas de la mañana rayando el amanecer y aún en la leve oscuridad que presagia la aurora de un nuevo día, ya acudían los primeros clientes a comprar su pan al despacho del señor Modesto, antes de salir para el trabajo en las labores agrícolas. Por las puertas de la casa salía un olor que alimentaba. Ese olor a pan recién cocido y acabado de salir del horno se extendía por las casas vecinas y por la calle y transportaba a la gloria a todo el que pasara por las cercanías. El señor Modesto, orgulloso de su trabajo y el mejor predicador de las excelencias de sus productos, recibía a los clientes siempre con la misma cantinela: - ¡Pan blanco y bueno! ¡Vamos Conchita, aprovecha Rosarito, despabila Pepa, recoge tu ración Celedonio, que este pan se come sin pan y sin nada, ¡eh! que para degustarlo y saborearlo bien hay que limpiarse la boca! No toda la clientela compraba el pan que el señor Modesto hacía con su masa, sino que una parte bastante significativa de clientes, aunque sería más propio hablar de clientas, se acogía a otro modelo acordado entre las partes para elaborar y conseguir el pan nuestro de cada día. Algunas familias, las menos, se las apañaban, motu proprio, y conseguían su pan amasándolo y cociéndolo en pequeños y rudimentarios hornos caseros ubicados en el propio domicilio. Muchas otras, las más necesitadas de ahorro, preferían una especie de acuerdo o consenso con el panadero, por lo que se podría decir que practicaban un comercio a mitad de camino entre, por un lado, la pura compra por parte del cliente y la estricta venta por parte del productor con el sólo trabajo de éste y, por otro lado, la fabricación totalmente casera. Este embrollo merece una explicación. Algunas familias conseguían la harina, bien con la molienda del trigo de su propia cosecha o bien comprándola en la misma panadería. Las mujeres, en sus casas, amasaban una cantidad calculada para el pan que se habría de consumir en una semana, diez días o más. Luego llevaban la masa ya preparada y dispuesta a la panadería del señor Modesto. Éste y sus ayudantes, su hijo Sixto y el empleado Eduardo Morilla, confeccionaban las piezas y las cocían en el horno. Por la mañana las clientas recogían la cantidad de pan correspondiente a la masa que aportaron, pagando al panadero una módica cantidad de dinero por la cocción, que en no pocas ocasiones se transformaban de mutuo acuerdo en pago en especies.

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La pobreza y la necesidad agudizan el ingenio y buscan soluciones a los problemas. A grandes males, grandes remedios. El panadero mantenía su negocio y las familias disponían de pan a precio más barato. Como normalmente se preparaba gran cantidad de pan, como antes se ha indicado para ir consumiéndolo durante varios días, se habría de disponer de envase adecuado para su almacenamiento y conservación. Así que estas familias contaban con una orza o tinaja de barro cocido, ubicada en una alacena, para guardar la hornada recogida de la panadería y de esta guisa relatada. El pan, de excelente calidad y de perfecta cocción en el horno de leña, sabía a gloria bendita los primeros días. Conforme pasaba el tiempo, por pura lógica, los bollos y demás piezas iban perdiendo la textura blanda y crujiente de los primeros momentos, pero las economías no estaban para despreciar ni desperdiciar nada, así que se consumiría hasta el último pescolo, en espera de un nuevo amasijo. Exactamente, digo bien, que no se desaprovechaba ni un pescolo, palabreja originaria del habla popular de los pueblos y aldeas de la provincia de Huelva y desde el diccionario onubense se ha extendido al resto de Andalucía y parte de Extremadura, y se definiría como trozos de pan sobrante de las piezas consumidas y que en unos casos se aprovechaban para hacer migas y otros usos culinarios o en otros muchos casos se guardaban para los animales de la cabaña doméstica, como pavos, gallinas, palomas, caballerías, conejos, cerdos, etc. Se cumplía a rajatabla el dicho de que “pan duro, duro, mejor y más vale duro que ninguno”. Aquella noche un halo de nerviosismo revoloteaba sobre la monotonía del trabajo. La conversación, amena y distendida en la mayoría de las noches, hoy se entrecortaba y apenas fluía a causa de una tensión expectante. Suenan las cuatro en el reloj de pared que preside la sala comedor de la casa. La señora Herminia Contreras, esposa del panadero Modesto, hace rato que había comenzado a notar los primeros síntomas del inminente parto. Por quinta vez se encontraba en estas circunstancias. Las otras cuatro ocasiones en las que se vivió esta misma tesitura dieron como fruto otros tantos retoños hermosotes y guapetones que, como es de rigor, tienen sus nombres y sus apellidos: Sixto, Teresa, Cándido y Dolorcita Bermúdez Contreras. A estas horas de la madrugada duermen plácidamente, ajenos a la llegada del nuevo hermanito y miembro de la familia, excepto el mayor, Sixto, que acompaña a su padre tanto en el trabajo como en la inevitable nerviosera. Ya se había avisado al médico don Pedro Cabezuelo y a la matrona, la señora Hortensia, con quienes el señor Modesto mantenía una buena relación de amistad, además de conceder confianza plena a la labor profesional de ambas personas, ya que también habían asistido a la señora Herminia en los partos anteriores. El médico contaba con una larga trayectoria en la localidad y se había ganado su prestigio a base de dedicación y entrega a su menester, difícil para los tiempos que corrían en el tema sanitario, cuando los medios no es que escasearan sino que casi no existían, tanto en medicinas como demás recursos, y por tanto el servicio médico funcionaba bajo mínimos, apoyado en la buena voluntad del galeno y la lotería de acertar con los diagnósticos, muchas veces por pura intuición, y con los remedios caseros. La pobreza y la falta de alimentación adecuada y de higiene hacían el resto para contribuir a favorecer las enfermedades. 34


La señora Hortensia sólo contaba con la habilidad en sus manos de una larga experiencia en el oficio de traer niños al mundo, casi analfabeta, sin libros ni lecciones académicas, pero sí con una amorosa vocación por el oficio y una reconocida destreza avalada por casi todas las madres del pueblo. No ha transcurrido mucho tiempo desde los referidos avisos cuando tres golpes secos en el aldabón de la puerta de la calle hacen retumbar todas las estancias, llegando su llamada hasta el último portal de la casa donde se encuentra la panadería. Como un resorte saltan Modesto y su hijo Sixto y se precipitan sobre la puerta de la entrada. - Buenas noches, don Pedro –saluda Modesto al tiempo que da paso al médico y a la matrona-. Parece que la criatura trae prisa, porque se quiere presentar antes de cuentas. Al menos así parece por los cálculos que se hacía mi señora, Herminia. - Buenas noches, don Modesto. ¡Umm, huele que alimenta! –contesta el médico al saludo del panadero-. - Pasa, pasa, señora Hortensia, que la noche está de perros y se va a poner usted como una sopa –se apresuró a decir Sixto-. - ¡Vaya nochecita que ha escogido el mozo para venir al mundo! –exclamó la matrona Hortensia entrando al zaguán de la casa y sacudiéndose el agua del abrigo-. - ¡Qué olorcillo tan rico! –insistió el médico, aspirando el aroma del pan que provenía del horno-. ¿Tan temprano cuece usted el pan? - Pues sí, don Pedro, así es este oficio y no queda otro remedio que apechugar para atender a la clientela que quiere su pan a primera hora de la mañana. Ya se está cociendo la primera hornada, así que nos ha pillado usted, y nunca mejor dicho, con las manos en la masa –bromeó el panadero-. - ¡Un oficio muy sacrificado el suyo, don Modesto, -sentenció el galenomientras los clientes duermen usted trabaja! - Son los inconvenientes de este oficio. Pero no merece la pena quejarse porque todos los trabajos tienen sus luces y sus sombras –siguió la conversación el panadero-. Si no, aquí con usted mismo y con la señora Hortensia está la prueba, que les hemos tenido que levantar de la cama para acudir a esta emergencia y han tardado ustedes sólo unos minutos desde que le mandamos el aviso. Se lo agradezco en el alma, tanto a usted, don Pedro, como a esta maravillosa partera, ¡que vaya manitas milagrosas que tiene! Desde hace un rato la pobre Herminia siente los dolores cada vez menos espaciados. ¡Uy! Vamos, que me estoy enrollando con vana palabrería y le estoy entreteniendo. Usted comprenderá que me pueden los nervios del momento y aunque ya he pasado cuatro veces por el mismo trance, no me acabo de acostumbrar. Cada caso será distinto, pero para mí los nervios son iguales o más que en las anteriores ocasiones. - Pues vamos a la faena, que estas cosas no admiten espera –sentenció don Pedro encaminándose hacia dentro de la casa- y ese granujilla que patalea ahí dentro, cuando decida salir, no pedirá permiso para presentarse en sociedad. 35


- Anda, Sixto, recoge el capote de don Pedro y lo cuelgas en el perchero. Hazte cargo también del abrigo y del paraguas de la señora Hortensia. Pasad, pasad. ¿Se les apetece un cafetito o una copita de aguardiente? –ofreció Modesto-. - No te preocupes, amigo Modesto, ahora vamos a reconocer a la señora Herminia. Luego ya veremos, pues la noche o, mejor dicho, la mañana puede resultar larga, porque la experiencia nos ha demostrado que estas cosas pueden prolongarse hasta el amanecer o hasta que a la criatura se le antoje abandonar su placentero alojamiento y salir a dar la cara. Nunca se sabe en estos casos, aunque la señora Herminia no sea precisamente una primeriza –respondió el médico-. Vamos, señora Hortensia. El doctor y la partera entraron en la habitación, mientras Modesto y su hijo volvían a la faena del pan. A los pocos minutos don Pedro vuelve a donde se encontraba el panadero Modesto y le informa: - Amigo Modesto, la criatura parece con ansias de hacer acto de presencia en este mundo, pero creo que todavía tardará un ratito. Ya la señora Hortensia está preparando el agua caliente en la palangana y los trapos limpios. Si no le importa aguardaré aquí unos minutos haciéndole compañía. - ¡¿Cómo no, don Pedro?! –replicó el señor Modesto con los nervios a flor de piel-. Siéntese que ahora mismo le sirvo un café con unas tortas y una copita de aguardiente. Le compensarán del sueño que ha perdido esta noche. Efectivamente Modesto preparó al médico un café de maquinilla, cuya sustancia se componía de agua hervida con apenas unos pocos granos de café propiamente dicho acompañados de una buena ración de achicoria o cebada tostada. También ofreció al galeno un plato repleto de tortas caseras elaboradas por las hábiles manos de doña Herminia y cocidas en el horno de la panadería. Además plantó encima de la mesa la botella de aguardiente con varios vasos, pues todos tenían necesidad de bajar la tensión con un trago relajante. Los panaderos y el médico se sirvieron su café con las tortas y se calentaron el gaznate con una palomita de aguardiente, que así se les llama por estos lares a un chorrito del fuerte licor serrano rebajado con agua, mezcla que suele tornar el aspecto incoloro tanto del agua como el del citado licor en un inmaculado blanco cual paloma de la paz. ¡Y vaya si el resultado de esta degustación deja en el cuerpo una sensación apacible y placentera! ¡Sin pasarse!, pues ya se sabe que el abuso en la ingesta de alcohol etílico trae aparejadas consecuencias graves tanto de inmediato como a medio y largo plazo, que pueden ser desde la borrachera con leves enajenaciones mentales hasta irreparables daños físicos y psíquicos como puedan ser la cirrosis hepática, nefastos trastornos de comportamiento o la locura. Un buen rato permaneció el médico junto a la tahona en distendida charla hasta que, a una señal de la señora Hortensia, se dirigió presto a la habitación conyugal. Pasaron unos minutos que al panadero parecieron más que horas una eternidad. Por fin atronó en la casa el llanto del recién nacido. La tensión contenida se transformó en alborozo y más cuando salió el doctor de la habitación anunciando la buena nueva:

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- ¡Enhorabuena, amigo Modesto, ha sido usted padre de un hermoso varón! La cosa ha ido rapidita y todo ha resultado satisfactorio. Hora del feliz alumbramiento, las seis y cuarenta minutos –apostilló sonriente el médico mientras comprobaba la hora en su reloj de bolsillo que llevaba prendido a su cadena y guardado entre los recovecos de su chaleco-. La madre y el crío se encuentran en perfecto estado. - Gracias, don Pedro –agradeció el panadero feliz con su nueva paternidad-. Ahora antes de marcharse espero que brinde usted conmigo a la salud de mi nuevo hijo. Modesto Bermúdez esta vez sacó una botella de vino de solera de su propia cosecha que tenía reservada en una bota de su pequeña bodega para ocasión propicia y ¿qué mejor ocasión que ésta? Todos los presentes se tomaron una copita a la salud del recién nacido. Pasado un rato prudencial, la señora Hortensia salió de la habitación con el bebé envuelto en un mantón blanco. - Mire usted, señor Modesto, qué hermosura de mozo –casi gritaba Hortensia mostrando con orgullo al neonato-. Este pillo me parece que se va a criar muy bien, porque fíjese usted los cachetes tan colorados que tiene. - Papá ¿qué nombre has pensado ponerle al nuevo hermanito? –preguntó con impaciencia el primogénito de la casa, Sixto-. - Se llamará Rafael como mi difunto tío que murió luchando por España en la Guerra de Cuba –contestó sin vacilar Modesto-. Ya lo habíamos hablado tu madre y yo y habíamos decidido llamarle Rafael, si era niño, o Mariana, si era niña, en recuerdo de una tía de mamá que murió joven y a la que ella le tenía gran aprecio. Todos quedaron admirados de la carita anchota y sonrosada del nuevo miembro de la familia Bermúdez. Tras la breve contemplación, el chiquitín volvió a la habitación con su madre, mientras el resto de las personas allí presentes se aprestaban a volver y continuar con sus tareas: médico y matrona, a su casa a la espera de un nuevo servicio, y los panaderos, a la masa, que la mañana se echaba encima. Con la alegría de la buena nueva en la casa, el trabajo se reanudó con renovada energía, porque el señor Modesto se había encontrado con un nuevo motivo para la satisfacción, pero, también al mismo tiempo, había cargado sobre sus espaldas una nueva responsabilidad, que obviamente le acarrearía una nueva preocupación. Cuando el médico y la matrona salieron de la casa hacía rato que había dejado de llover. La temperatura había bajado considerablemente, cosa inusual, pues la lluvia suele suavizar los rigores del frío. Tal vez influyeran las horas próximas al amanecer o simplemente que el mes de enero tiene estas cosas de endurecer imprevisiblemente las condiciones invernales. Una leve claridad al fondo de la calleja y los cantos de los gallos por los corrales delataban la inminente llegada del nuevo día. Los reflejos de las primeras luces del alba mostraban el brillo de los carámbanos en que se habían convertido los charcos de la calle. 37


De la casa de la familia Bermúdez Contreras se desprendía un agradable olor a sahumerio y a romero, que anunciaba el nacimiento de la nueva criatura a la clientela tempranera que acudía al despacho a comprar el pan, así como a todo el que pasaba por la calle. Este detalle se había convertido en una tradición ancestral, al menos en Dehesilla Nueva, y cada vez que acontecía un nuevo nacimiento, la familia perfumaba la casa quemando en el brasero de la mesa camilla unas ramitas de romero o unos granos de sahumerio, esparciendo así un humo aromático característico. Una nueva vida comenzaba arropada por el calor familiar y envuelta en el rico perfume de la alhucema.

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CAPÍTULO IV.DETALLES DE PELA TRI . JOAQUÍ BARRIGATRAPO. LA VIÑA, EL OLIVAR Y LA ERA. TOMÁS EL TOLETE Despuntaban tímidamente las claritas del día, cuando Joaquín Carrascosa, hombre de rostro enjuto y porte austero, que apenas rozaba la treintena de años, aporreaba con insistencia el postigo del viejo corralón de los Bermúdez. Puntual como cada mañana, Joaquín acudía a su trabajo de labriego en las fincas de Modesto Bermúdez, quien, añadido al negocio de la panadería, disponía de dos millares de cepas, tres centenares de olivos y unas cuantas hazas de tierra calma, que conformaban el capital del panadero. Tan significativo minifundio, unido al montante industrial y mercantil del negocio de la panadería, colocaba a don Modesto en la categoría de todo un señor pelantrín. En el estatus social de Dehesilla Nueva no estaba considerado como un rico ni como un pobre, sino más bien en la clase media, o sea, a medio camino entre los opulentos y los desheredados de la fortuna, mismamente un pelantrín. A Joaquín Carrascosa le apodaban en el pueblo con el sobrenombre de Joaquín Barrigatrapo. Nadie se explicaba el origen ni el motivo del mote, pues en manera alguna casaba con su figura estilizada y fina como un junco y su estómago prieto y fibroso, que más que de trapo parecía hecho de acero. Lo cierto es que en Joaquín, persona honrada a carta cabal, tenía el panadero a su hombre de confianza, que le solventaba el trabajo de sus fincas con eficiencia y total dedicación, al que correspondía con su jornal diario, que no era de despreciar para los tiempos que corrían. Tal era la compenetración entre propietario y trabajador que Modesto permitía a su pupilo disponer de unos cuartones de sus tierras para que sembrara unos ajos y cebollas o unos tomates y unas sandías, y así socorrer la cocina casera de su familia. Todos quedaban bien servidos y la relación entre ambos, más que de patrono a obrero, resultaba prácticamente familiar. - ¿Qué pasa aquí hoy, que nadie me abre el postigo? ¿Se han quedado dormidos o es que no quiere nadie apartarse del calorcito de la boca del horno? – mascullaba entre dientes Joaquín ante la tardanza en abrirle el portalón, calentándose las manos con nerviosos restregamientos y llevándolas a la boca para echarles bocanadas de vaho-. ¡Sixto, Sixtito, alma de cántaro, anda ábreme, que tienes unas asaduras de elefante! ¡Con el frío que hace, es como para estar mucho tiempo aquí a pie parado! - ¡Voy, Joaquín! – se oyó gritar a Sixto al mismo tiempo que chirriaba el cerrojo de la cancela que separaba el corral del patio de la casa-. - ¿Dónde andabas, rufián, que llevo un rato llamando a voces y con el frío que hace se me han ripiado las orejas y tengo las manos más frías que el hocico de un perro? –protestaba Joaquín Barrigatrapo mientras el ruido de los golpes de la tranca al separarse del portón y el quejido de las bisagras desengrasadas y mohosas del postigo

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rompían el silencio de aquel corral, sólo interrumpido a intervalos por el kikirikí del gallo anunciando la cercanía de una nueva mañana-. - ¡Calla, Joaquinillo! Te comprendo –se excusaba Sixto-, es que mi madre acaba de darme un hermanito y estamos todos un poco sobresaltados y con la preocupación del momento se nos ha ido el santo al cielo. - ¡Ay, qué alegría! ¿Pero eso de sobresalto y preocupación por qué? – se asustó el recién llegado- ¿Ha habido algún problema? - No, qué va, todo lo contrario –le tranquilizaba el muchacho-. Acaban de irse el médico y la matrona. Todo ha salido a pedir de boca. El mocito es una preciosidad y estamos todos muy felices. Ya lo he visto y tiene una carita muy redonda con unos mofletes que parecen una hogaza de pan. Dice mi padre que se va a llamar Rafael, como el tito que desapareció en Cuba. Anda, entra y caliéntate un poco junto al horno. Joaquín cerró el postigo y raudo atravesó el corral, tras las huellas de Sixto. Canturreaba entre dientes mientras seguía frotándose las manos por matar el frío. Apenas entreabrió la puerta de acceso del corral a la casa, aspiró con deleite el olor a sahumerio y alhucema, que anunciaba el nacimiento, mezclado con el aroma del pan que desprendía la tahona. Inmediatamente se fundió en un abrazo efusivo y sincero de enhorabuena con su estimado y bien considerado patrón. - Vaya, señor Modesto, -rompió a hablar Joaquín tras el abrazo- que no sabe usted lo que me alegro de su nueva paternidad y que todo haya salido bien. - Te lo agradezco, Joaquín –respondió agradecido el panadero-. Gracias a Dios la cosa ha ido ligerita y tanto la madre como el niño están perfectamente. Ahora mismo vengo de la habitación. Herminia se encuentra algo cansada, pero tranquila, y el niño duerme como un patriarca. Anda, acércate al calorcillo y tómate una copita de aguardiente que te entone el estómago. - A tu salud, señor Modesto, y a la del recién nacido –brindó Joaquín levantando su copa-. - Pasando a otro tema –volvió a tomar la palabra Modesto-, ¿qué faena tienes pensada para hoy? - Déjese usted venir, no atosigue, señor Modesto, -bromeó Joaquín porque la confianza lo permitía-, que acabo de llegar, me encuentro con esta noticia y esta copa de aguardiente y hay que tomarse un tiempo para digerir bien las dos cosas. Todos rieron la chanza de Joaquín, que, a pesar de su innegable diligencia para el trabajo, su carácter apacible y bonachón le hacía soltar de vez en cuando esas caídas que provocaban la hilaridad de la concurrencia. Tranquilote y pausado, enemigo de aspavientos y prisas, eso sí, pero a esforzado y cumplidor en el trabajo no había quien le ganara. Así que se tomó el último sorbo de la copa, se restregó las manos sobre la flama 40


de la boca del horno, se abrochó la pelliza y se abrigó el cuello y, apartando la tranca de la puerta, se disponía a salir, exclamando: - ¡Al tajo, que se hace tarde! - Bueno, hombre, -le espetó Eduardo, el ayudante del panadero-. ¿Dónde vas con tanta prisa? No has contestado lo que te preguntó el jefe. - ¡Ah! Con la emoción del nacimiento de Rafaelito se me olvidaba –bromeó el campesino, al que al parecer el aguardiente había alegrado las pajarillas-. Pues voy a la viña del Camino del Mochuelo, que me queda un resto por podar, luego la termino de sarmentar y, si me da tiempo y la lluvia me lo permite, quemo la ciscada. ¿Tú, Eduardo, vas a querer cisco?, porque yo calculo que saldrán unos veinte sacos y yo con diez o doce me avío. - Vale, Joaquín, -prosiguió Eduardo- trae la carga aquí al corral y luego haremos el reparto. - Apareja al Comisario y a la Lavaíta -terció Modesto recalcando los nombres de las acémilas que aguardaban en la cuadra-, que creo que entre las dos bestias podrás traerte los sacos del cisco. Y además así desfogan los animalitos, que, con estos días de lluvias, llevan ya una temporada encerrados sin salir al campo. Presto salió Joaquín Barrigatrapo para cumplir su peonada en el campo. La euforia del momento le animó a entonar un viejo fandango, alzando la voz a grito pelado: -

¡Ay, ay, ay, el canto de la perdiz…!

Tal punto de desafinamiento llevaba su voz que aquel cante, tan animoso como desafortunado, chirriaba brutalmente en el ambiente mañanero. Este desastre de melodía obligó a Sixto a asomarse a la puerta del corral y conminar al inconsciente y atrevido melómano a callarse por no escuchar tan insufrible vocerío: - ¡Anda y cállate, Joaquinillo –gritaba Sixto entre risas sin la menor intención de disimular la sorna-, que en lugar de oídos parece que tienes dos alpargatas. Hasta el gallo se ha callado sorprendido con tus berridos. No cantes más que se van a enfadar las nubes y no va parar de llover. Así que cierra la boca si quieres que escampe. Sixto entró en casa y cerró la puerta sin esperar a que el bueno de Joaquín le contestara con algún improperio intempestivo. El Barrigatrapo se mordió la lengua para no sacar las cosas de quicio y dejó de canturrear, no sin antes dar la razón en su fuero interno al muchacho reconociendo sus nulas cualidades para este arte, en el que ponía mucha voluntad pero en el que conseguía desastrosos resultados. -

¡No tiene guasa el niño! –mascullaba entre dientes mientras se dirigía a la

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cuadra para acometer su faena en la viña del señor Modesto-. ¿Y que tenga uno que cerrar la boca y tragarse estas cachorreñas? Bueno, vamos a dejar la cosa como está y pelos a la mar, que parece que las nubes se retiran y va abriendo el día. Con la poda comienza el ciclo del cultivo de la vid o finaliza, según se mire. Las labores sucesivas en los meses subsiguientes de sarmentar, arar, abonar, castrar, sulfatar, emparrar, cavar y azufrar, llevarían las uvas en sazón en el otoño hasta el lagar, para producir en la bodega un vino blanco, suave y afrutado. Las variedades de uvas zalemas, garrías, bebas, hogazuelas, moravias, mantúas, pedrojiménez, genes blancas, genes negras y ojos de liebres, se repartían de manera anárquica por los cerca de dos millares de cepas de la viña del señor Modesto. Esto le permitía al panadero llenar una media docena de bocoyes de vino, que vendidos a taberneros y minoristas, aportaban un pellizco significativo a la economía familiar. Cada año guardaba una bota del mejor vino para el consumo de la casa, así como para alguna que otra celebración familiar, para regalar a amistades y compromisos o para cualquier capricho que se le encartase. Corría un bulo por el pueblo que delataba dónde se encontraban los bocoyes de mejor vino, aplicándolo a las bodegas de cierta entidad en las que se movía un considerable trasiego de trabajadores y visitas escanciadoras. Según esta observación, el mejor vino de la bodega se encontraría en la bota debajo de la cual hubiese en el suelo un número mayor de colillas. La razón parece obvia y es que los pícaros bodegueros no tenían ni un solo pelo de tontos y se detenían a probar el vino de los bocoyes acompañando la cata con un cigarrillo, obviamente que el mejor vino era objeto de más frecuentes catas. En la pequeña bodega del señor Modesto no había lugar a este detalle, puesto que los únicos que merodeaban entre las botas eran el propio dueño y su asalariado Joaquín Barrigatrapo y ellos eran consumados expertos en clasificar, escoger y seleccionar los caldos por su calidad sin necesidad de opiniones externas. Otra fuente de ingresos del panadero la constituía el olivar, heredado de sus suegros, los padres de la señora Herminia. La aceituna zorzaleña y verdial, también la cañivana y picual, recogida de sus olivos habría de llevarla para su molturación al único molino que había en el pueblo, el del señor Miguel Zambrano, rico propietario de la localidad. Con ello obtenía unos reales para engrosar una renta sin lujos, pero también sin apreturas, que proporcionaba a su hogar una vida si no holgada al menos de cierta comodidad. Seguía también la costumbre de todos los olivareros del lugar en el reparto del producto de la cosecha, así que parte se cobraría en dinero y otra parte en especies, o sea, en aceite virgen extra. Al montante dinerario que habría de abonarle por la aceituna el señor Miguel Zambrano habrían de descontarse unas cuantas garrafas de aceite que Modesto retiraba para cubrir las necesidades de la casa para todo un año. Estas garrafas de cristal forrado de esparto o de cañas, generalmente de una arroba de capacidad, las almacenaba en el sobrado de su casa y de allí iría extrayendo periódicamente la ración que se iba consumiendo en la cocina de su hogar. Requisito imprescindible y de obligado cumplimiento, si se querían evitar sorpresas desagradables, sería asegurar los tapones de corcho de las garrafas. En primer lugar a cada tapón se le hacían dos pequeñas ranuras de forma que transpirara el líquido 42


contenido en su interior sin el peligro que supondría el aumento del volumen de aceite con las subidas de temperatura del ambiente y la consiguiente amenaza de derrame o rotura del recipiente por la fuerza de la presión, caso que llegaba a ocurrir en más ocasiones de las deseadas a más de un descuidado. También se habría de tomar la precaución de colocar en cada tapón un vaso de cristal o de lata boca abajo, con el fin de evitar la desagradable visita de los ratones que al olor del aceite podrían roer el corcho y caer dentro de la garrafa con su consiguiente muerte por ahogamiento y la inevitable consecuencia de estropear todo el contenido. Una triste guasa evitable con estas sencillas precauciones. El señor Modesto, así como la mayoría de los pequeños propietarios olivareros de Dehesilla Nueva, contaba en su finca con varios olivos de las variedades de aceituna gordal, manzanilla o cordobí, que tenían poco rendimiento para el molino del aceite, pero resultaban muy apetitosas para llevarlas a la casa como aperitivos, una vez aliñadas, cocidas con sosa cáustica o preparadas en salmuera. Y como último complemento a su categoría de pelantrín, sembraba de trigo unas fanegas de tierra calma. El grano obtenido, trillado en la era, no lo utilizaba molido para su negocio, pues la harina le venía servida de fábrica de la ciudad, sino que lo vendía a distintos marchantes. Durante el tiempo de espera entre la trilla en la era y la venta del grano, lo almacenaba en sacos en el sobrado de la casa, reclamo perfecto para la presencia de molestos roedores. Estos diminutos habitantes del sobrado eran perseguidos constantemente con trampas y la continua acechanza de varios gatos caseros. Pero resultaba de todo punto imposible su eliminación, a pesar del perenne hostigamiento a que estaban sometidos. Su proliferación daba la razón al dicho que proclama: “mientras más gatos, más ratones”. La paja la almacenaba en cuidados almiares para la alimentación de las cuatro bestias de labor que habitaban su cuadra: un caballo, émulo de Rocinante, para el reparto del pan, una mula y un mulo para la brega agrícola y una burra, fuerza motriz para la refinadora de la panadería, que, fiel y servicial cual corresponde a su especie, se prestaba también para el acarreo de leña y el paseo. Modesto, más de un día y más de dos, cuando finalizaba su trabajo en la panadería, también arrimaba el hombro en las labores del campo, pero por pocas horas, ya que todas las tardes las ocupaba en salir a callejear por el pueblo en el intento de aumentar la venta del pan. Para ello se valía de su viejo jamelgo cargado con unas angarillas. La competencia con otros panaderos hacía necesaria esta deferencia con la clientela, que así ahorraba desplazamientos y enmendaba olvidos. Salía aquella mañana Joaquín Barrigatrapo por el postigo del corral del señor Modesto con las mulas de reata, cuando se tropezó con el vecino Tomás Castilla “El Tolete”, que casualmente pasaba por allí. Iba montado sobre un burranco capón, de pelaje cenizoso y de considerable alzada. Se dirigía a su faena llevando cogido con un ronzal a un caballo huesudo y zopenco, cargado con la mancera y la reja del arado, síntoma inequívoco de que se disponía a labrar alguna tierra. -

¡Hola, Tomás, -saludó Joaquín- buenos y fríos días, por decir algo, porque de 43


bueno tiene bien poco y de frío demasiado, vamos, de hazte para allá y no te menees! - ¡A la buena de Dios, Joaquinillo! -correspondió Tomás-. Sí que llevas razón en lo del frío. Hoy donde mejor se está es en una buena chimenea, con una buena candela y la damajuana cerquita. Pero no hay más remedio que trabajar. A ver si no llueve más por ahora y puedo terminar la labor. -

¿A dónde vas hoy? –preguntó Joaquín-.

- Pues voy al Camino del Mochuelo para desmarojar un resto de olivos que me faltan por arreglar. Se me quedaron atrás y estos días de agua no me han dejado terminar. Tampoco he podido arar unas cuantas hazas de tierra calma por el mismo motivo. Ahí llevo el arado preparado, lo dejaré en la casilla de la dehesa a la espera que las tierras se pongan en condiciones para poder hincar en ellas la reja –contestó el tal Tomás-. - ¡Hombre, qué casualidad! -se alegró Joaquín-, Yo también me dirijo hacia allá, a la viña del señor Modesto, que me quedaron unas cepas sin podar. Voy a ver si las termino, recojo los sarmientos y luego quiero conseguir unos cuantos sacos de cisco. Espérame un segundo, ahora mismo cierro el portalón y nos vamos juntos. Así nos distraemos y nos acompañamos charlando un poco. - Eso de charlar un poco –bromeó Tomás-, tratándose de ti, lo veo difícil, pues cuando pones la placa y sacas la hebra, parece que te han dado cuerda y hablas hasta por los codos. - No será para tanto –se defendió Joaquín mientras subía a lomos de la mula e iniciaba el camino-. Es más la fama que la realidad. ¡Arre, graciosa! Sí que es verdad que algunas veces me enredo y hablo más de la cuenta. Sin ir más lejos, anoche en la taberna se me soltó la lengua, pero es que me pasé un poco con los chatos de vino. Que, por cierto, hay que ver lo bueno que está el vino de este año. - ¿Y qué vino y de qué año te sabe a ti mal, si te gusta el “pirriaque” más que a los mosquitos? – bromeó Tomás-. - Pues tú también eres caballo de buena boca, tunante, -se defendió atacando Joaquín- y no me puedes negar que a ti también te gusta el vino más que a los chivitos la leche. Vamos, que eres capaz de beberte hasta las lías de los bocoyes. - Bueno, Joaquinito, es inútil que discutamos sobre este asunto, pues es verdad que los dos somos excelentes aficionados al caldo de las cepas. Es cierto que este año el vino está riquísimo aunque la vendimia no ha sido la mejor –apostilló Tomás-. Con tanta agua como cayó esos días y los caminos embarrados, me costó más de un resbalón de las bestias con varias caídas al barro y el consiguiente derrame de la carga de los serones y los racimos de uva esparcidos por el suelo. Por lo menos tres veces tuve que recoger la carga del suelo. La primera vez se resbaló un mulo nada más salir de la viña, justo en el portillo de bajada del vallado al camino, y en seguida acudieron a ayudarme a cargar de nuevo las mujeres de la cuadrilla de vendimiadoras. Otra vez tropezó este caballo subiendo la Cuesta de los Chaparros y de nuevo el serón se fue al fango. Me vi solo para recomponer el estropicio y volver a cargar la uva. Y la tercera 44


vez se me vino la carga a suelo justo al atravesar el arroyo. Menos mal que esta vez venía tras de mí Diego Metralleta y me ayudó. Por cierto que, presentando al mal tiempo buena cara, me harté de reír con sus ocurrencias, pues no paraba de contar chascarrillos atascándose con su jerga tartajosa, que parecía que estaba disparando palabras con una metralleta, por eso le habrán puesto ese mote. - ¡Menudo prenda está hecho el Dieguito! Pero de verdad tiene mucha gracia porque lo parió así su madre –continuó Joaquín con el tema-. Aquí en la casa de Modesto la vendimia se ha hecho tranquila aprovechando los ratos de tregua que dejaba la lluvia y además la cosecha ha resultado excelente. Esa viña de El Mochuelo se ha portado con generosidad. Tú tienes también una viñita muy apañada, ¿cómo se ha portado este año? - No me puedo quejar –respondió el Tolete-, porque me ha dado alrededor de diez mil kilos de uva, teniendo en cuenta que la viña ocupa apenas algo más de media hectárea. -

Hombre, eso ha estado muy bien –siguió Joaquín- Y ¿a qué lagar la llevaste?

- Pues mira, Joaquinito, -contestó rápidamente Tomás subiendo el tono de voz y removiéndose en la montura con cierta rabia- la llevé al lagar del Paco Bigote, porque vi en la tablilla un buen precio. Pero los problemas los he tenido con el pesador, Agustín el de Merceditas. Ese tunante no sé si por iniciativa propia o por órdenes del dueño se colaba cada vez más en la romana para su beneficio. - Es la norma imperante –apostilló el Barrigatrapo asintiendo el relato-. Los compradores siempre arriman la cuenta a su favor y arrebañan todo lo que pueden. - Es que en cada viaje le cargaba a cada bestia unos doscientos kilos de uva, ¡bien larguitos! –argumentó en airada protesta Ramón-. Llegaba al lagar y pesaba ciento noventa, pero en la tara del serón bien que se pasaban. Al siguiente viaje remecía los cujones y le echaba dos canastas de más. Al llegar al lagar pesaba lo mismo que la anterior y la tara más larga. ¡Vaya partida de ladrones! - Así es, pero no hay más remedio que tragar –contestó Joaquín aceptando esa práctica como algo inevitable-. Pero entre que se les va la mano colocando el pilón de la romana siempre desviado unas muescas para el mismo lado, o sea a su favor, y entre el desvío del mismo pilón para el lado contrario en la tara, al final de la vendimia estos listos han acumulado una buena cantidad de kilos de uva, venidos de “falondre”, que les suponen tal vez, y sin tal vez, unos cuantos bocoyes de vino a costa de los de siempre, o sea, los más endebles. - Pues a ver qué remedio nos queda –se resignó a aceptar Ramón Tolete-, no me voy a comer la uva echándola en aguardiente o haciendo “espoleá” de mosto. - Eso se debería hacer –apostilló con guasa Barrigatrapo-. Te llevas la uva a tu casa y la repartes entre botellas en aguardiente, tacos de “espoleá” de mosto, unos botes de arrope y, si te queda un resto, haces “correores”. Luego pones una tienda y vendes estos dulcísimos productos.

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- Tú te lo tomas a broma –contestó Tomás Tolete con una mueca de amarga sonrisa-. Pero lo cierto es que abusan miserablemente de nosotros porque somos los más endebles. Ya se sabe, el pez grande se come al chico. Con la conversación se les había pasado en un periquete el camino y habían llegado a su destino, así que se despidieron amistosamente, deseándose buena jornada. - ¡Hasta luego, Tomás, -se despidió Joaquín- y a ver si, entre corte y corte con las tijeras o entre hachazo y hachazo, se te va la rabia! - ¡Adiós, Joaquín! -correspondió Tomás-. Ese tema ya lo tenemos asumido y, por más que se revuelvan las tripas, no tiene otra solución. Ten cuidado con los arañazos de los sarmientos y no te tiznes mucho la cara con el cisco.

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CAPÍTULO V.LA TERTULIA DE LA BARBERÍA.TERTULIA OS DE LA BARBERÍA. MUERTE DE JOSELITO EL GALLO. REFERE CIAS TAURI AS Habían pasado apenas tres años desde aquel feliz evento en la casa de los Bermúdez y el pequeño Rafael crecía sano y fuerte como un roble. Papá Modesto acudía periódicamente para cortarse el pelo a una de las barberías que de tal ejercían en Dehesilla Nueva. De hecho la villa contaba solamente con dos establecimientos de tan ancestral oficio y el panadero acostumbraba a servirse de uno de ellos para arreglarse el cabello, que no era otro que el conocido como “Barbería Tiburcio”, obviamente así llamada en atención al nombre del dueño y oficiante. Esa tarde ya tocaba un repaso a la cabellera y el panadero se presentó para requerir el servicio del barbero. Como casi siempre este local también acostumbraba a reunir cada atardecer, entre clientes y advenedizos, a un buen grupo de paisanos, ávidos de charla y dispuestos a desenmarañar todos los detalles de la actualidad local, nacional y hasta internacional, en el firme convencimiento de que, si tanto los regidores caciquillos cercanos como los conspicuos gobernantes de las altas esferas administrativas y políticas siguiesen sus bien razonadas propuestas, el mundo se arreglaba en una tarde, ¡qué digo en una tarde.., en un pis pas! El barbero se llamaba, como ya se ha apuntado, Tiburcio Corredera Torregrosa, mucho nombre para persona de tan simple y de tan humilde oficio, así que las gentes del pueblo obviaban tan rimbombantes apellidos y hasta le deformaron el nombre llamándole “Triburcio”, según la jerga pueblerina propensa a acomodar las palabras a su apaño en una displicente y total despreocupación nada meticulosa con la pureza y corrección del lenguaje. A los clientes de la barbería, que cada cual acudía cuando necesitaba del servicio del arreglo de la cabellera o el afeitado de la barba, se unían cada tarde dos personajes fijos: Felipe, el “Etiqueta”, y Curro “Capotito”. A Felipe Navalón Valdallo le apodaban “El Etiqueta” por su impecable porte tanto en el vestir como en su arreglo personal. Bien se cuidaba el elegante caballero de ir siempre escrupulosamente peinado a la raya, su barba bien afeitada y luciendo un bigote fino y estrecho que apenas le remarcaba la comisura del labio superior. Solía vestir chaqueta elegante y pantalón meticulosamente planchado sin el más mínimo atisbo de una arruga y pulcra camisa blanca abotonada hasta el cuello, cuyas bocamangas abrochaba con su correspondiente par de relucientes gemelos. Jamás se amarró a la incomodidad de una corbata, pero, eso sí, siempre llevaba magistralmente anudado al cuello un elegante pañuelo de seda. Para completar la figura calzaba botas camperas de cuero y se tocaba la cabeza con un elegante sombrero de fieltro gris. Como distintivo de su oficio y dedicación, siempre llevaba en la mano alguna vara de avellano o un pequeño bastón que blandía continuamente al son de la conversación que encartara en cada momento, ya que se dedicaba al oficio de tratante de ganados y corredor de

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fincas rústicas y urbanas. En la barbería y en su entorno encontraba terreno abonado para sus tratos y negocios. Francisco Rodríguez Avilés era apodado “Curro Capotito” por su afición a los toros. Desocupado sin oficio ni beneficio, vivía, al menos en apariencia, como todo un señorito, sin que nadie en el pueblo se explicase su tren de vida, ya que ni disponía de propiedades ni se le conocía ocupación alguna. La mala uva de la gente maliciosa le adjudicaba irónica y grotescamente la profesión de acerero, esto es, que sólo se dedicaba a pasear por las aceras, calificativo que llevaba implícita la condición de desafecto al trabajo, o sea, vago y flojo de solemnidad. Vivía, soltero irredento, con su hermana Matildita, que se pasó la vida esperando al novio que nunca apareció y también se había quedado para vestir santos. Su único capital conocido era que pertenecía al reducido grupo de personas en todo el pueblo que sabían leer y escribir. Ello le daba cierto predicamento entre los paisanos, sobre todo los clientes de la barbería, pues, al tiempo que recibían el servicio del barbero, escuchaban las noticias del periódico que puntualmente Curro Capotito leía en voz alta cada tarde. - ¡Grandes tormentas y destrozos en Badajoz! –enfatizaba Capotito al leer el titular de la portada del periódico, para luego desmenuzar los pormenores de las noticias de las páginas interiores con el seguimiento y atención de toda la concurrencia-. El mobiliario de la barbería se reducía a un sillón grande de peluquería, bien anclado en el centro de la pequeña estancia y que disponía de una palanca para subir o bajar el asiento hasta la altura más conveniente para barbero y para el cliente y un reposacabezas para el afeitado, una banqueta larga de madera junto a la pared de la izquierda conforme se entra para la espera, dos sillas de aneas a las que acoplaba un cajón de madera invertido para pelar a los chiquillos y dos percheros en la pared de la derecha, uno para colgar la ropa y las gorras de los clientes y otro para los paños del barbero. Una repisa de mármol sobre la pared del fondo, frente a la puerta de entrada, se llenaba con los utensilios del oficio: varias maquinillas de pelar, varias navajas de afeitar junto a una especie de asperón hecho de tiras de cuero de becerro para afilarlas, una escudilla con aspersor de agua, unos cuantos peines, varias tijeras que el barbero al usarlas en los cortes hacía sonar con un repiqueteo habilidoso y característico, un trozo de piedra pómez, una botellita de goma con su tapa agujereada llena de polvos de talco, un bote de colonia barata y de ínfima calidad, el indispensable jabón de afeitar, un par de brochas para aplicar la espuma del jabón en el afeitado y un platito con alfileres e imperdibles para asegurar los paños sobre los hombros de los clientes durante las faenas. En la esquina de esta plancha de mármol hacía notar su pestilente presencia un cenicero metálico siempre repleto de colillas. Sobre la repisa y colgado de la pared se alzaba un gran espejo para el correcto acicalamiento del personal. A la izquierda de la repisa y anclada en un aro fijado a la pared se disponía una bacía de porcelana como la que don Quijote confundió con el yelmo de Mambrino.

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Las paredes se adornaban con cuadros de retratos y pinturas de los toreros más renombrados de la época y otros de reconocida fama, rotulado cada uno con su respectivo nombre, su apelativo de guerra y hasta alguna explicación oportuna. Cada estampa dibujaba a un espada. Algunos aparecían retratados de cuerpo entero y otros sólo el busto, y todos ataviados con sus trajes de luces y tocados con la preceptiva montera. Repasando el elenco se podían contemplar las estampas de las siguientes figuras del toreo y que se detallan según su ubicación. En la pared de la izquierda conforme se entra en el habitáculo estaban colocados los cuadros de tres toreros cordobeses a los que el escritor y periodista maño, concretamente de Zaragoza, Mariano de Cavia, les endosó el nombre de “Califas del Toreo”, a saber: I Califa Rafael Molina Sánchez “Lagartijo”, II Califa Rafael Guerra Bejarano “Guerrita” y III Califa Rafael González Madrid “Machaquito” (1). En el frente y como presidiendo la estancia a ambos lados del espejo se ubicaban los retratos de las dos grandes figuras del toreo del momento: José Gómez Ortega, “Gallito” o “Joselito el Gallo” y Juan Belmonte “El Pasmo de Triana”. En la pared de la derecha se ubicaban en formatos de menor tamaño los cuadros de los siguientes toreros: Ignacio Sánchez Mejías, el tomareño Ricardo Torres “Bombita”, el madrileño Vicente Pastor, Rafael Gómez Ortega “El Gallo”, en cuyo pie de foto también figuraba su otro apodo de “El Divino Calvo”, Cayetano Ordóñez y Aguilera “El 0iño de la Palma” y Rodolfo Gaona “El Califa Leonés”, éste así llamado por ser de León de las Aldamas en México.

(1) Nota.- Obviamente no se encontraban en las paredes de aquella barbería los retratos de otros dos toreros cordobeses que también obtuvieron los honores del califato, por haber alcanzado la gloria del toreo uno treinta y otro cincuenta años después, respectivamente, y fueron: IV Califa Manuel Rodríguez “Manolete” y V Califa Manuel Benítez “El Cordobés”. - Buenas tardes tenga el señor Triburcio y la agradable compañía –saludó educadamente el señor Modesto, el panadero, entrando en la barbería-. Aquí vengo a ver si me arreglas un poco la cabellera, porque ya la cobija de pelo me cae por las orejas. Pero… ¿Qué ocurre hoy que todo el mundo está en silencio y con cara triste de circunstancias? ¿Ha ocurrido alguna muerte repentina? - Pues sí, sin querer, amigo Modesto, acabas de dar en el clavo, –contestó Curro Capotito sin poder disimular su pesar-, ha ocurrido una muerte repentina y gorda. Por lo que veo no te has enterado de la triste noticia. - ¿Qué noticia es ésa? ¿Se ha muerto alguien en el pueblo? –preguntó intrigado el panadero-. - En el pueblo precisamente no, al menos que yo sepa. La muerte ha ocurrido bastante lejos de estas tierras, pero que nos afecta también aquí y más concretamente a los aficionados a los toros. ¡Bueno, nos afecta a los aficionados a los toros y a todo el 49


mundo! Pues ha muerto Joselito el Gallo, ¡nada más y nada menos que Joselito el Gallo! –le espetó de golpe y sin anestesia el Capotito-. - ¿Cómo has dicho? –inquirió el señor Modesto con gesto de incredulidad y sin salir de su asombro-. ¿Qué ha muerto Joselito el Gallo? - Efectivamente –confirmó Curro Capotito-. No te has enterado porque sólo sales de la panadería al campo y del campo a la panadería. Aunque ya es raro que ninguno de tus clientes, y sobre todo clientas, de los muchos correveidiles y de las incontables chismosas que acuden a tu despacho no te hayan puesto al corriente sobre esta desgracia. Yo, como me gusta hojear la prensa y estar informado, estoy al tanto de todo este asunto. Un toro lo ha matado en la plaza de Talavera de la Reina. Para mí y para toda la afición al toreo es un suceso muy triste. - ¿Qué? ¡Eso es imposible! ¿Pero cómo ha ocurrido el percance? ¿Cuándo ha sido? –exclamaba incrédulo el señor Modesto, atropellando las preguntas-. - Joselito, el torero más completo de la historia, -informó solemnemente Curro Capotito, sacando los datos precisos del periódico que hojeaba entre sus manos- ha muerto corneado por un toro, llamado “Bailador”, el quinto de la corrida, de la ganadería de la Viuda de Ortega, un morlaco pequeño y burriciego, esto es, que veía sólo de lejos, en la plaza toledana de Talavera de la Reina. Ha ocurrido hace ya unos cuantos días. La fecha de esta tragedia, 16 de mayo de 1.920, y el nombre de este pueblo quedarán grabados para siempre en los anales del toreo. El cartel de la corrida se había confeccionado como un mano a mano con su cuñado Ignacio Sánchez Mejías. - ¡Ha sido desde luego el máximo exponente de toda una saga de profesionales del arte de Curro Cúchares –enfatizó metiendo baza el barbero-. Porque era nieto, hijo y hermano de toreros, pero yo creo que él ha sido el mejor de todos. - Ya desde pequeño fue un niño prodigio de la torería –seguía con su información el entendido en la materia Curro Capotito-. Hace unos días acababa de cumplir los veinticinco años, porque nació en el pueblecito sevillano de Gelves, a la orillita misma del río Guadalquivir, el 8 de mayo de 1.895. - ¡Osú, qué tragedia más grande! ¿Y ahora en qué va a quedar la reñida competencia que tenía con las figuras del toreo, sobre todo con Belmonte? –se preguntaba con un triste lamento Felipe Navalón señalando los retratos de la pared-. Ya se terminó la rivalidad legendaria que ha despertado tantas pasiones entre sus partidarios y los del Juan Belmonte. - Bueno, amigo Felipe –se apresuró a apostillar el Capote-, dices bien la rivalidad entre los partidarios de uno y otro, porque Joselito y Juan han sido grandes amigos y se han admirado y respetado, cada uno en su estilo y en su forma de concebir el toreo. La rivalidad, ciertamente enconada, se ha dado más, sin duda alguna, entre los aficionados, entre “gallistas” y “belmontistas”. - Yo creo que Joselito ha representado la perfección en el arte de torear –se atrevió a asegurar el barbero Tiburcio-. ¡Qué finura, qué dominio, qué elegancia!

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- Puede que así sea, al menos para sus partidarios. Pero para otros se habrán de considerar sus matices –continuó con sus lecciones de tauromaquia Curro Capotito-. La rivalidad entre José y Juan viene precisamente porque éste ha inventado otra forma de torear, que muy pocos van a ser capaces de seguir e imitar. Deberéis tener en cuenta que Belmonte ha abanderado una revolución en el toreo que se ha practicado hasta ahora, contradiciendo el pensamiento y el concepto de la profesión taurina que propugnaba, como paradigma, uno de los grandes del toreo, como era “Lagartijo”, ése que está en el retrato de aquel rincón, -proseguía Capotito señalando al susodicho-. Este genio cordobés aseveraba que en la plaza “o te quitas tú o te quita el toro”. Contra eso Belmonte argumenta “no te quites tú ni te quitará el toro si sabes torear.” Además Belmonte ha creado un nuevo concepto del toreo y propugna una norma básica para llevar a la práctica delante de un toro y es: “parar, templar y mandar”. - Vale, vale, amigo Curro, ya se ve que te chorrea la sabiduría taurina por todo el cuerpo y también se te nota la vena de admirador belmontista -terció el señor Modesto mirando a su interlocutor a través del espejo, mientras Tiburcio le tenía ya desmarojada media cabeza-. A mí me ha llenado siempre más la pureza del malogrado Joselito y te lo confieso abiertamente. Así que este palo me ha dejado hundido. - De la magnitud de esta desgracia no cabe la menor duda, Modesto, y ha conmocionado a todo el mundo del toro –contestó Curro Capotito-. Yo no he entrado jamás en las disputas por uno u otro y lamento como el primero esta tragedia. A mí me gusta el toreo bueno y de verdad. Siempre he admirado en Joselito su elegancia y su dominio de todos los aspectos de la lidia. Pero Juan Belmonte ha roto los moldes que había hasta su llegada y se ha salido de los cánones establecidos. Así que ha roto la norma y ha instaurado la heterodoxia, otra forma de entender el toreo, y por eso, por su valor indiscutible, por su quietud hierática e impertérrita, por su dominio de los terrenos que hasta ahora nadie se había atrevido a pisar y por su toreo despacioso y arrimado a la cara del toro, le han puesto el apodo de “El Pasmo de Triana”. - ¡Buena lección, amigo Curro, ya se nota tu apasionamiento y tu saber en las cuestiones taurinas! –reconoció Felipe el Etiqueta-. Pero reconocerás que esta tragedia ha sido muy grande y ha trastornado hasta los cimientos el mundo del toro y también a toda España. Esto va a dejar un vacío que ya nadie volverá a llenar. - Hombre, Felipe, fíjate si reconozco la pena de esta gran pérdida que estoy casi de acuerdo con el pesimismo del Guerra, aunque lo que ha dicho es muy exagerado y producto del mazazo inesperado –siguió Curro Capotito-. ¿Sabes lo que ha dicho? Pues mira, según parece el Guerra, que como sabes ya está retirado de los toros, le ha mandado una carta de condolencia al hermano de Joselito, Rafael “El Gallo”. Ahí te puedes hacer una idea de la magnitud de la desgracia que se viene a añadir a todas las penurias que este país viene soportando desde no sé cuánto tiempo. Me parecen unas palabras tremendas. Precisamente vienen recogidas en este periódico. Busca por ahí, Felipe, deben estar por las primeras páginas. - A ver, -se dispuso a leer el Etiqueta, buscando la susodicha carta entre las páginas del periódico- Página, página, página…Hay muchos comentarios… Sigue la conmoción y la tristeza en el mundo de los toros…Pésame del Guerra. Aquí está. Leo textualmente: “Impresionadísimo y con verdadero sentimiento te envío mi más sentido pésame. ¡Se acabaron los toros!”. ¡Qué fuerte! Son palabras un poco exageradas y 51


producto del mazazo del momento, pero sin duda por ellas nos podemos hacer cargo de la tristeza que ha ocasionado. - Esta muerte acarreará ríos de tinta y también infinidad de comentarios en todas partes, tenedlo por seguro –vaticinó Tiburcio, el barbero, sin dejar su trabajo sobre la cabeza de Modesto, para rematar con solemnidad- ¡Ha muerto el hombre, pero acaba de nacer un mito” En un país abatido por las desgracias y hundido por la miseria cualquier golpe se magnifica y hace que se agranden el pesimismo y la tristeza. Joselito el Gallo, al fin y al cabo era solamente un torero, aunque fuese el mejor, pero se habrá de tener en cuenta la dimensión que el toreo tenía por aquellos años en la sociedad española. Luego también ha continuado marcando importantes momentos en este país, aunque hoy en día se vaya diluyendo su influencia y hasta vayan creciendo los detractores, sobre todo entre gentes muy concienciadas contra el mal trato a los animales. Por eso aquella muerte repentina y trágica añadía un punto de decaimiento en el ánimo de las gentes de la España de aquella época, que vino a acentuar, como un grano de arena más, el cúmulo de acontecimientos adversos e impactos negativos que marcaron un convulso siglo XX en nuestra nación.

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CAPÍTULO VI.SOBRESALTOS E U A SOCIEDAD REVUELTA MAG ICIDIO DE EDUARDO DATO. DESASTRE DE A UAL. DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA El pequeño Rafael, ajeno al revuelo del mundo exterior, se desarrolla regordete y feliz en el seno amoroso de aquella familia trabajadora y ejemplar. No obstante, al ser el pequeñín de la casa, entre mimos y carantoñas de todos los que le rodean, ya apunta maneras y deja entrever la chispa de simpatía que le acompañará el resto de su vida, así como su carácter abierto y vivaracho, no exento de una pizca de fortaleza de genio. Fuera de su reducido entorno familiar se rifan los tortazos, que una vez tras otra remueven los pilares y los cimientos de una sociedad obcecada en sus luchas y cerrada en su trasnochado modelo. El país, esta gran nación llamada España, por aquellos, no sé si bien o mal llamados, felices años veinte, no gana para sobresaltos. Apenas ha transcurrido un año desde la muerte del torero Joselito el Gallo, que contribuyó ciertamente a alimentar la depresión de la sociedad española, cuando se encuentra con otra conmoción de calado nacional. Como no podía ser de otra forma los ecos de esta nueva tragedia llegan a los mentideros de Dehesilla Nueva. Y como era de esperar este hecho no iba a pasar desapercibido entre los asistentes a la tertulia de la rebotica de don Restituto Carreño. - ¡Diantre! ¡Mirad el bombazo que presenta en portada la prensa! ¡Asesinado en Madrid el Presidente del Gobierno, don Eduardo Dato! –el viejo boticario leía en voz alta el titular del periódico de Sevilla, El Correo de Andalucía, y lo mostraba a sus contertulios con cara de susto y preocupación-. - ¡Volvemos a las andadas con otra página negra en nuestra historia! –sentenció el maestro don Hipólito-. Otro atentado virulento con muerte de por medio de un alto personaje que se habrá de añadir a la triste lista de sucesos de este tipo acaecidos en España, porque éste no es el primer magnicidio que ocurre en nuestro país, que ya llevamos varios. ¡Y ahora repetimos la historia, como si matando a una persona, por muy Presidente del Gobierno que sea, se vayan a solucionar los problemas de la nación! - ¡Vaya, señor maestro –reconoció el señorito Paco Pérez-, parece que se encuentra usted en la escuela y nos quiere largar toda una lección de la historia reciente de España! ¿Y cómo ha ocurrido este nuevo magnicidio? - Pues aquí lo tengo en el periódico relatado con todo lujo de detalles –se apresuró a decir don Restituto-. Me he empapado con la lectura de la prensa y hace una reseña de Dato muy interesante y del fatídico asesinato y sus circunstancias. El Presidente ha caído abatido por los tiros de unos anarquistas en la Puerta de Alcalá de Madrid.

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- El asesinato no se justifica con nada –intervino de nuevo el maestro disponiéndose a disertar sobre los últimos acontecimientos del país y exponer su correspondiente lección académica-. Pero los exaltados aprovechan ciertas decisiones de los gobernantes para poner algún porqué a sus abyectas intenciones y pretenden con ello cargar de argumento sus actuaciones. Vaya por delante que Dato, contra la opinión de germanófilos y seguidores de los aliados, decretó la neutralidad de España en la Gran Guerra Europea. Eso hay que apuntárselo en su balance de aciertos. Pero al mismo tiempo no se pueden obviar sus actuaciones controvertidas, pues don Eduardo Dato, político del Partido Conservador y uno de los defensores acérrimos del ala dura de esta formación de derechas, como sabéis, apoyó la represión de la subversión social y su gobierno acaba de aprobar en enero la Ley de Fugas, en un intento por endurecer la legislación para frenar la tensión social. No cabe duda que esto le habrá puesto en el punto de mira de sus adversarios y le habrá convertido en el blanco del anarquismo más extremista. - Cierto puede ser lo que dices, don Hipólito –interrumpió Paco Pérez- Pero estos insurrectos sólo entienden la ley del palitroque y para mantenerlos a raya no hay otra opción que la mano dura. - No seas tan simple o tan fanático, amigo Paco –terció el médico don Pedro-. La gente también tiene sus ideas, sus necesidades y sus derechos. Cierto que en todas partes hay extremistas, pero cada uno se queja de donde le aprieta el zapato. Y cuando los problemas se eternizan sin encontrar soluciones satisfactorias, o cuanto menos aceptables para las partes, la situación se convierte en desesperada y llega a convertirse en insostenible. Obviamente esto constituye un caldo de cultivo perfecto para los excesos, que dan ocasión a sacar los pies del tiesto, por más que un asesinato nunca está justificado. - Algo así posiblemente sea lo que está ocurriendo en nuestra nación –aseveró don Restituto- Y me da a mí que el efecto que está produciendo la susodicha Ley de Fugas, tan dura y represiva, ha sido el contrario del que se pretendía. Creo que en lugar de aplacar la situación, en realidad esta ley ha echado gasolina al fuego y lo ha encendido más. - Seamos claros –intervino de nuevo el maestro don Hipólito removiéndose en su asiento y disponiéndose a lanzarse al agua en un gesto de sinceridad comprometida-. Yo creo que estos asesinos, porque no cabe duda que son unos asesinos, le han colocado al Presidente don Eduardo la horma a su zapato y le han dicho: ¿No querías Ley de Fuga? ¡Pues toma Ley de Fuga, corre y huye, que tú vas a ser el primero al que vamos a disparar por la espalda! ¡Y se la han aplicado en toda su crueldad y casi al pie de la letra! ¿No creéis que esta ley ha abierto una rendija para justificar los abusos y crímenes encubiertos a su amparo? Esto no es más que un instrumento de ejecución extrajudicial, que se agarra al consentimiento de simular la fuga de un detenido, sobre todo cuando es conducido y trasladado desde un punto a otro, para dispararle por la espalda. De esta manera se suprime el engorro de custodias y juicios. Y no me negarán los señores presentes que esta práctica, que sabéis se está utilizando, lo que hace en realidad es encubrir el asesinato del preso, porque los guardias se ven amparados tras el precepto legal que les permite hacer fuego sobre el fugitivo que no obedece la voz de “alto” conminatorio que supuestamente le han dado. Y así, abatido el detenido vilmente y precisamente por la espalda, se encuentra la coartada perfecta para la justificación de la 54


muerte del preso, pues ha intentado darse a la fuga. Una vez perpetrado el asesinato, se sopla displicentemente sobre el cañón de la escopeta, se justifica la conciencia con el cumplimiento de la ley, se entierra al muerto y se pretende haber solucionado un problema habiendo quitado un estorbo de en medio. ¡Una ejecución legal más y un elemento molesto menos! Todos quedaron sorprendidos y hasta cohibidos por el atrevimiento del humilde maestro de escuela ante sus valientes reflexiones. Ninguno de ellos se hubiese atrevido a expresar en voz alta tales opiniones, aunque en el fondo casi todos pensaban lo mismo, por más que unos apoyaban la ley y otros la denostaban, pero de acuerdo o en desacuerdo, todos en su fuero interno compartían el diagnóstico del osado maestro. Tras unos segundos de espeso silencio, el farmacéutico volvió a retomar la conversación intentando distender un poco la tensión creada por las palabras de don Hipólito: - Las leyes se hacen siempre con las mejores intenciones, para favorecer el bien común y resolver los problemas, aunque es cierto que no siempre se acierta y hasta puedes llevar razón, amigo Hipólito, que a veces sus efectos son contraproducentes y, en vez de arreglar un problema, se crea otro. - No me negará usted, don Restituto, que los preceptos de las leyes, por propia definición, son legales, esto es de cajón, pero eso no quiere decir que todas las leyes sean justas –se embaló don Hipólito ya envalentonado en expresar sus convicciones sobre el asunto que estaban tratando-. Y las consecuencias de una ley injusta pueden llegar a ser nefastas. Dígame usted, si no, cómo califica el supuesto cierto que permite esta ley de dar distancia al detenido, conminándole a que se vaya, y se le dispara por la espalda para dar así más credibilidad a la fuga. Obviamente esta ley favorecerá la guerra sucia contra el movimiento sindical y contra las justas reivindicaciones de los obreros y las clases más desfavorecidas. El tiempo me dará la razón. (Efectivamente, permítase el inciso, la Ley de Fugas, años más tarde, también serviría de gran utilidad a la Dictadura del General Franco en la represión a los fugitivos republicanos y muy especialmente a los maquis). - El hecho objetivo –apostilló el boticario- es que a Dato le ha tocado presidir el Gobierno en estos tiempos extremadamente difíciles. Ya sabéis las noticias que nos han ido llegando en estos últimos meses de las revueltas en Barcelona, donde se han venido sucediendo confrontaciones continuas entre las patronales y las fuerzas sindicales. No hay forma de que se pongan de acuerdo y nadie da su brazo a torcer, por lo que se ha alcanzado un ambiente de presión insoportable. Las informaciones nos dicen que en las calles de Barcelona se ha instalado el pistolerismo como moneda de uso corriente. Es la muestra más palpable de la tensión reinante. - O sea, que como el patio anda tan revuelto que ya está aquí también la ley del oeste americano, alguien debe y tiene que pagar las consecuencias –el señorito Paco Pérez quiere poner su apostilla y tira por la calle de en medio-. Así que a Dato, como si fuera el sheriff, ¡bueno es que ha sido hasta ahora el sheriff!, le ha tocado pagar el pato. - No somos nosotros autoridades en la materia para juzgar estos hechos tan graves como luctuosos y lamentables –comentó el cura don Escolástico con solemnidad y sin apartar la vista del periódico, del que leyó unas líneas referidas al magnicidio-. 55


Sólo nos limitamos a comentar lo sucedido. Y la noticia escueta y objetiva que nos detalla el periódico es la triste esquela de un profundo drama particular y nacional: “Madrid, día 8 de marzo de 1921. Dato cae fulminado por más de veinte impactos de balas que unos anarquistas le dispararon desde un sidecar en marcha en la Puerta de Alcalá de Madrid”. El tiempo pondría nombres y apellidos a los asesinos, autores del magnicidio, que, en adelante pasarán a engrosar la lista de los que forman el elenco de la crónica negra española. Los tres anarquistas que perpetraron este crimen se llamaban Pedro Mateu Cusidó, Luis Nicolau Fort y Ramón Casanellas Lluch. Un tufillo catalán se desprende de sus apellidos, por lo que al parecer y necesariamente procederían de las revueltas de Barcelona, que ya llevaban varios años alimentando enfrentamientos y confrontaciones. Aún retumbaban en la lejanía los ecos de los cañonazos de la primera Guerra Mundial, estaba reciente el luto y el desencanto por la muerte de Joselito, no se habían apagado todavía los fogonazos de los disparos que abatieron a Dato, cuando en España vuelven a escucharse las campanas de la decepción. Y en Dehesilla Nueva esas campanas doblan lastimeras por la muerte de un paisano, apenas un muchacho, que había caído luchando como un valiente soldado en el norte de África. La fatal noticia acaba de llegar al pueblo, cayendo como una losa sobre los atribulados habitantes, especialmente los familiares y los más allegados del fallecido. Todos en el pueblo lloran la muerte del soldado y acompañan en el duelo a la familia. Esta desgracia se convierte durante un tiempo en la comidilla de todas las conversaciones en casas y tertulias de casinos y similares. Es verano. A la sombra de una frondosa parra en el patio de la panadería del señor Modesto Bermúdez se ha reunido a medio día un buen corrillo de vecinos, que, como no podía ser menos y compungidos por tan penosa pérdida, comentan el tema. - ¡Qué pena de muchacho! –se lamenta con tristeza el señor Modesto- ¡Vaya trago amargo que estarán pasando sus padres y su familia! ¡Bueno, todo el pueblo lo ha sentido! - ¡Es el sino de los pobres! –sentencia Joaquín Barrigatrapo-. Los amigos le llamábamos cariñosamente Pepito Cometa, porque, cuando hablaba, acostumbraba siempre a repetir la misma coletilla: “¡Me cago en la cometa!”. - Pues mira que su padre ha removido Roma con Santiago para librarlo del ejército y ha luchado para conseguir que el muchacho fuese “soldado de cuota” –terció en la conversación el vecino Fali Relampaguito-. Yo sé que el padre estuvo buscando el dinero entre familiares y amigos y hasta puso en venta una finca pequeña que tiene junto a la dehesa. Pero no pudo ser y el chiquillo se tuvo que marchar al moro, sin remisión directo a África y embarcado para Melilla. - ¿Y de dónde iba a sacar ese padre las más de mil pesetas que cuesta el papeleo para librar al hijo de ir al ejército? –más que preguntar afirmó convencido Joaquín Barrigatrapo-. El hombre es un buen trabajador, tiene unas finquitas bien

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apañadas y no es que sea un pobretón de solemnidad, pero ese dinero sólo está al alcance de los ricos. - Es que el nombrecito que le han puesto al asunto vale su dinero –ironizó Fali Relampaguito dándoselas de entendido en la materia-. Para que un mozo pueda hacerse “soldado de cuota”, o sea, librarse del servicio militar y por tanto no ir a la guerra, tiene que acogerse a la “Redención a Metálico y Sustitución”, ¡que no es moco de pavo!, lo cual quiere decir que debe rascarse la cartera y soltar los billetes o pagar a otro que lo sustituya. De todas formas y según se ve, si un afortunado se libra, a otro más pobre le toca pagar el pato. - Queda claro que el que tiene posibles se sale de las varillas y el que no tiene dinero se ve obligado a meter la cabeza en el yugo. ¡Voto al diablo! En conclusión, el rico se salva y el pobre se jode, hablando pronto y mal –apuntó visiblemente alterado Joaquín Barrigatrapo-. ¿Qué digo hablando pronto y mal? ¡Hablo pronto y muy bien! ¡Al bueno de Pepito Cometa le ha tocado la china por falta de metales y lo mismo les habrá ocurrido a las miles de criaturitas que han corrido su misma suerte! - Esa es la cruda realidad –prosiguió el señor Modesto-. A los más pobres y desheredados les toca la primera línea de fuego en todas las guerras. Y ésta del norte de África, a la que han dado en llamar Guerra del Rif, está resultando muy dura y a la vista tenemos el resultado con la muerte de este joven. Todos nosotros hemos sufrido las consecuencias en carnes propias, porque la desgracia de este muchacho nos afecta a todos en el pueblo. - Pues Paco Aroca, el alfarero, tiene que tener ahora mismo las carnes abiertas -reflexionó Fali Relampaguito-, porque no hace ni dos meses que su hijo Alfonso se fue también a Melilla a cumplir con su servicio militar. Y tal como están por allí las cosas, a lo que parece, no es para estar tranquilo en manera alguna. - ¡Ah, ciertamente, ahora caigo! No había pensado yo en ese detalle –intervino Joaquín Barrigatrapo-. Mi amigo Alfonso, un poco simplote pero ¡qué gran muchacho!, las debe estar pasando duras. - Otro chaval que ha tenido que pasar por el trágala de incorporarse a filas sin más remedio –puntualizó el señor Modesto-. Su padre no ha debido cocer los suficientes ladrillos ni la cantidad necesaria de canales y tiestos de barro en su alfar para reunir el dinero con el que salvarle del servicio militar. - El Alfonso, siendo todavía tan joven, ha demostrado siempre una gran disposición al trabajo y todos le admiramos como un buen maestro albañil –se apresuró a airear las cualidades del muchacho Joaquín Barrigatrapo-. Además sabe leer y escribir, que ya me gustaría a mí haber aprendido, pero me puse a trabajar desde niño y por otra parte reconozco que nunca me llamó la atención la escuela. - Esperemos que corra mejor suerte Alfonsito –sentenció el señor Modesto- y vuelva sano y salvo a casa. - Eso espero –intervino Fali Relampaguito- porque su padre, el alfarero, soporta ya una pesada carga de desgracias. El pobre hombre se quedó viudo muy joven y, por si 57


fuera poco ha conocido las muertes de dos de sus hijos, dos chiquillos, atacados por la terrible tuberculosis. ¡Ojalá y no tenga que pasar por otro mal trago! - Yo les deseo lo mejor con toda mi alma al hijo y al padre, pero no puedo evitar sentir un punto de desazón –apostilló el panadero Modesto Bermúdez-, porque la desgracia no tiene piedad ni conmiseración con nadie y cuando entra por las puertas de una casa arrambla con todo. Aquel hecho constituyó una página más de la crónica negra de aquella España. En los anales de la historia nacional quedó enmarcada, con el derramamiento de tanta sangre generosa, la fecha de aquel nefasto día, en aquella desastrosa batalla, en aquella maldita guerra. Las reseñas históricas marcan aquel 22 de julio de 1.922 como un día negro para nuestro ejército. Las tropas españolas del norte de África, a las órdenes del General Manuel Fernández Silvestre, sufren una humillante derrota en Annual, localidad marroquí a unos 40 kilómetros al oeste de Melilla, en el marco de la llamada Guerra del Rif. Esta derrota militar española conmovió los cimientos del honor patrio, tiró por los suelos el orgullo nacional y puso un nuevo grano de arena a la montaña de decepción ya acumulada por los acontecimientos, sobre todo de los últimos treinta años. Los rifeños, comandados por el fiero adalid moro Abd el Krim, infringieron un duro castigo al ejército español causando un gran número de bajas y de prisioneros entre los oficiales y los soldados, lo que motivó que el hecho se conociera para la posteridad como “El Desastre de Annual” y el jefe moro Abd el Krim, causante de tan magno estropicio, pasaría a engrosar la lista de los malos y ogros enemigos de nuestra nación. Uno de los miles de soldados españoles, anónimos y olvidados para las crónicas de la historia, que cayeron aquel día inmolados en aras de la defensa del honor de la patria fue el humilde muchacho dehesillense Pepito Cometa. Aquel desgraciado evento, aquel magno desastre, desencadenó, como causa directa y a corto plazo, el simulacro de golpe de Estado que propició un nuevo régimen en España, conocido como Dictadura de Primo de Rivera, dictadura que se instauró oficialmente en España, con el consentimiento y la anuencia del rey Alfonso XIII, el 13 de septiembre de 1.923 y acabaría el 28 de enero de 1.930. En este panorama histórico, en esta España renqueante ante tal sucesión de hechos desgraciados, en este ambiente de convulsión y desencanto, transcurre la niñez y la adolescencia del pequeño Rafaelito Bermúdez, instalado en el paraíso de la felicidad familiar y ajeno, al menos de forma consciente y directa, a las tinieblas que se cernían fuera de su hogar familiar sobre aquella sociedad de desierto y desolación.

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CAPÍTULO VII.FALI RELAMPAGUITO. EXPOSICIÓ DEL 29 DE SEVILLA. CRACK DE UEVA YORK. FALI RELAMPAGUITO, U PERSO AJE PECULIAR. VIAJE A HUELVA CO LAS SOBRI AS. LOS TOROS E DEHESILLA UEVA Había transcurrido algo más de una decena de años desde aquel 24 de enero en que nació nuestro héroe Rafaelito Bermúdez. La vida en casa del panadero Modesto rodaba monótona y sencilla, aplicada al trabajo de su pequeña industria y su campo. Pero los conocidos como “felices años veinte” presentaban sus luces y sus sombras, tal vez muchas más sombras que luces. Se oían rumores de que en Sevilla se iba a celebrar una gran exposición en la que participarían casi todos los países americanos, que se llamaría “Exposición Iberoamericana de Sevilla” y que luego se la conocería más bien como la “Exposición del 29 de Sevilla”, por llevarse a cabo en tal ciudad y en tal año. Para ello se estaban realizando obras importantes. Se construían edificios para los pabellones que representarían a los distintos países, casas para albergar a los visitantes, zonas deportivas y ajardinadas, nuevas calles, etc. Se hablaba de una plaza espectacular, junto al emblemático “Parque de María Luisa”, que se iba a llamar “Plaza de España”. También llegaban los rumores sobre la construcción de un lujoso hotel con el nombre del rey Alfonso XIII. El hotel, por tanto, llevaría el nombre del rey, que, por cierto, había dejado de reinar y, como ya se ha reseñado en páginas anteriores, había declinado las responsabilidades del poder en manos del General don Miguel Primo de Rivera, que gobernaba en régimen de dictadura, una dictadura un tanto peculiar puesto que no había nacido de ningún pronunciamiento subversivo ni de un golpe militar brusco y violento, sino que fue un cambio de régimen pactado, consensuado y consentido, aunque este hecho no había sucedido por generación espontánea o tranquilamente aceptado por una sociedad sosegada, sino como consecuencia de la calentura fehaciente reflejada en el termómetro de las intrigas políticas que fielmente indicaba el estado insostenible de un revuelto y agitado mar de fondo. Fue una huida hacia adelante para remediar una situación que en pocos años se demostraría que no había acertado en la solución. Estos rumores corrían por Dehesilla Nueva como eso, rumores. Sevilla les caía muy lejos. Los apenas cuarenta kilómetros que separan el pueblo de la gran ciudad se antojaban una enormidad, una distancia insalvable para la mayoría de aquellos rudos campesinos, habida cuenta de las infraestructuras mínimas y anticuadas en lo que respecta a vías y medios de comunicación y la despreocupación endémica por traspasar otros horizontes que no fueran los marcados a vista de pájaro desde las calles del pueblo. Se podían contar con los dedos de la mano los dehesillenses que se ausentaron de la villa en pro de cotas más altas de conocimientos y cultura, circunscribiéndose todos ellos, o ellas, a la vida religiosa o militar. Pocos eran los lugareños que sentían interés o inquietud por sobrepasar los límites del terruño, salvo rarísimas excepciones o esporádicas salidas a la ciudad y a las localidades vecinas y cercanas por motivos de comercio, compras y ventas o escapadas a ferias y otros festejos. 60


En no pocas personas, sobre todo mujeres, se dio el caso de no haber salido del pueblo ni una sola vez en toda su existencia y algunos hombres solamente salieron del pueblo una única vez en su vida y por obligación ineludible de incorporarse al servicio militar. En pocas mentes bullía el planteamiento de horizontes más amplios que los marcados por la frontera del término municipal de la villa. Lo cierto y realmente duro era la incapacidad para más altos vuelos de los hombres y mujeres del pueblo, en su gran mayoría estigmatizados por la prisión opresora de la incultura y la miseria. Así que el mundo prácticamente se circunscribía a las paredes de las casas del pueblo y a las apenas dos mil quinientas hectáreas de tierras de labor y dehesas que lo rodeaban. Efectivamente aquella exposición se celebró en 1.929, año en el que tuvo lugar también el famoso crack de la bolsa de Nueva York, ocurrido el 24 de octubre, conocido como “Jueves Negro”, por haberse producido en dicho día de la semana. Este hecho, también llamado “Crisis de 1.929” y “La Gran Depresión”, supuso el derrumbe y el colapso financiero con el aparatoso desplome y la caída de las acciones del mercado de valores, que acarrearon consecuencias nefastas para la economía mundial. A la gente sencilla del pueblo la noticia no pasó de ser una información más de las que llegaban en los periódicos y se comentaban entre algunos vecinos, ya que para la plebe el auténtico crack de sus vidas miserables era endémico y continuado. No obstante, queda aquí señalado el dato como una muestra sarcástica más de la dicotomía humana, que conjuga éxitos y acciones emprendedoras con fracasos y contrariedades ruinosas en un continuo contraste de contradicciones sociales. Por aquellos años ganó fama en Dehesilla Nueva un pintoresco y simpático personaje al que apodaban Fali Relampaguito. Su nombre verdadero, Rafael, se adornaba de sonoros apellidos, aunque de humilde cuna, Martín de los Céspedes, para más señas, y, como comprobaremos a continuación en breve semblanza de sus correrías, contravenía los comportamientos de sus paisanos y coetáneos encerrados a cal y canto en la empalizada de su propia apatía y el entorno más cercano. Conocido familiarmente y entre las amistades por Fali, diminutivo cariñoso de Rafael, las lenguas ingeniosas y ocurrentes del mentidero popular, unas veces benévolas y otras maliciosas y siempre con su pizca de chispa sarcástica, le rebautizaron con lo de Relampaguito por su forma de caminar siempre acelerado y su diligencia para el trabajo y su disposición para cualquier ocupación, que siempre realizaba de mil agrados y a la velocidad del relámpago. La incultura y la pobreza no dan para artificios y cohetes de más amplias miras. El buenísimo y carismático Fali paseaba cada día su simpática figura por las calles del pueblo pregonando los afamados y exquisitos productos de su bien cuidada huerta. De baja estatura y facciones bien parecidas, siempre iba pulcramente vestido, pues su ropa aunque pobre y humilde, bien se cuidaba de llevarla siempre inmaculadamente limpia, no faltándole nunca su perenne gorra campera en la cabeza. Soltero vocacional, se ganaba la vida con la vendeja de los mencionados productos hortofructícolas, que él mismo sacaba de unas pocas hazas de tierra de su propiedad y que cultivaba con el 61


mayor esmero y entusiasmo presentando la huerta a todo el que se acercara por sus alrededores hermosa y cuidada como el más pinturero jardín. Presumía, y con razón, de la presencia y calidad de sus tomates, sus pimientos, sus lechugas, sus rábanos, sus coles y sus acelgas, y ¿qué decir de sus melocotones, sus peras, sus ciruelas, sus guindas o sus naranjas? Todo un primor que exponía y presentaba en toda su espléndida vistosidad para atracción de la clientela en un modesto puestecillo en la Plaza de Abastos o en la venta callejera a lomos de una lustrosa y sufrida jumenta aparejada con su correspondiente angarilla. Vivía el bueno de Fali Relampaguito con su hermana Pepita y su cuñado Romualdo, y sus tres sobrinas, Estrella, Isabel y Antonia, justo en la casa vecina a la panadería de los Bermúdez, por lo que mantenía con el señor Modesto y su esposa Herminia una relación especial, modelo de buena vecindad rayando en el afecto y el trato familiar, siendo los chiquillos del panadero su gran debilidad, en especial Rafael, por ser el más pequeño y vivaracho y además por llevar su mismo nombre, que por eso siempre que lo veía le llamaba tocayo. Rara sería la vez que se encontrara por la calle a alguno de ellos y no le hiciera una carantoña o le regalara alguna chuchería. Los niños acudían también a su huerta, cercana al pueblo, donde el huertero los embaucaba contándoles historias fantasiosas a la sombra de un gran nogal, que crecía al amparo de una vieja noria aderezada con una buena cadena de cangilones accionados por la fuerza motriz de alguna dócil caballería que daba vueltas a su alrededor atada a un palo largo. De tanto repetir los mismos relatos, visto el énfasis que ponía en la narración, daba la impresión de que realmente se creía los cuentos que él mismo se había inventado. Lo realmente cierto es que dejaba boquiabiertos a los inocentes rapaces, que se lo pasaban a lo grande escuchándole y disfrutaban aquellos ratos con verdadero deleite. La exención de cargas familiares y, por tanto, libre de ataduras y obligaciones que le supusieran responsabilidades a sus espaldas, le permitían el lujo de programarse escapadas a la gran ciudad y disfrutar de sus encantos. Como es obvio, la gran Exposición Iberoamericana de Sevilla se le presentaba como una ocasión propicia para disfrutarla recorriendo todos sus pabellones y no perdiéndose detalle de todo cuanto el espectacular acontecimiento ofrecía al visitante. Esa tentación no la dejó pasar por alto. En Dehesilla Nueva se comentaba que Fali Relampaguito era el vecino que más y mejor había visitado y conocido el magno evento. No sólo lo había visitado en repetidas ocasiones, sino que se había empapado de todas las maravillas que en él se dieron y expusieron. Muchos años después, su sobrina nieta Estrellita, hija de su sobrina Estrella, recordaba muchas de sus historias y así contaba la singular y peculiarísima manera de viajar que tenía su tío: - Bueno, -relataba la sobrina Estrellita- mi tío Rafael, al que todos conocían en el pueblo como Fali Relampaguito, para que sepáis de quién hablo, murió hace ya unos años. Yo me acuerdo perfectamente de él, aunque era una niña. Mi tito Fali era un tipo muy singular, cariñoso con la familia y simpático para todo el mundo. Vivía feliz a su manera con sus rarezas y peculiaridades. A nadie rendía cuenta, pero tampoco a nadie se las pedía. Mirad, él se colgaba su canasto de caña al brazo y se marchaba de casa en un 62


periquete sin dar explicaciones a nadie. En el canasto llevaba un par de chuscos de pan y algunos choricillos de la matanza casera, que le tenían que durar como vianda todos los días que permaneciese fuera, porque no se gastaba ni un real, ¡vamos!, ¡no gastaba las monedas ni afilándolas! Con deciros que muchas veces llevaba cuatro reales en el bolsillo y cuando regresaba traía los mismos cuatro reales con los que se había ido, ya os podéis imaginar lo mirado que era con el dinero. Cuando regresaba a casa le explicaba a mi madre y a mis titas todo lo que había visto y vivido, que se lo hacía vivir a todas, porque relataba las cosas con mucha fantasía y le ponía tanto entusiasmo adornando las batallitas que realmente les parecía estar viéndolas y viviéndolas. Yo pienso que exageraba un poquito. Pero les enredaba en sus historias, les embaucaba y entretenía, de forma que estaban deseando verle para pedirle que les contara sus andanzas por Sevilla o por Huelva. - ¿Y, si no gastaba una peseta ni en bestia, ni en carro, ni en coche ni en tren para sus viajes, cómo se las arreglaba para desplazarse? –inquiría alguna oyente-. - Pues muy sencillo y muy fácil de explicar –proseguía Estrellita-. Él cogía solito el camino a la ventura de Dios, porque era un empedernido andarín. Si en el trayecto se encontraba con alguien que le ofreciese llevarlo durante un tramo en su coche, en un carro o en alguna bestia, aprovechaba la ocasión y si no, se montaba en el coche de San Fernando, o sea, un pie al paso y el otro andando. - ¡Pues para eso ya hay que echarle valor y tener buenas piernas! ¡Ay, qué ángel tenía tu tío! –comentaba otra vecina-. - No lo sabes tú muy bien –continuaba Estrellita-. Mi madre me ha contado que una vez la llevó a ella y a mis titas Isabel y Antonia a Huelva. ¡Ah! Esta vez viajaron en tren, porque no iba a arriesgarse a meter en el cuerpo de las muchachas esa enormidad de kilómetros. Pero, eso sí, ya en la ciudad, no se libraron de la caminata. Después de desayunar café con churros, ¡qué delicia y qué novedad tan exquisita para las muchachas!, por los alrededores de la Plaza de Abastos del Carmen y realizar algunas compras de ropa y zapatos por el centro en las tiendas de la calle Concepción y la Plaza de las Monjas, y con las bolsas a cuestas, les enseñó, ¡andando!, toda Huelva, desde la Isla Chica al Conquero y desde Tres Ventanas al Puerto. “¡Mirad, niñas, qué barco tan enorme está anclado en el muelle. Seguramente habrá llegado cargado de hierros o de carbón. Se llama “Cabo Silleiro. Ese más pequeñito es una canoa y hace la ruta por la ría hasta Punta Umbría. Otro día que vengamos nos montaremos en él y os llevo a la playa para que veáis el mar de verdad. Ahora vamos a echar un paseíto hasta “La Punta del Sebo”. “¿Eso está muy lejos, tito?” “No, eso está cerquita, a la vuelta de aquellos árboles”. De nuevo echaron a andar. Llegaban los árboles señalados y no se vislumbraba ni siquiera una señal de la estatua de Colón. “¡Ay, tito, ¿falta mucho para llegar?!”. “¡No, qué va, una chispita más y estamos allí!”. “Es que ya tenemos los pies hechos agua”. “Anda, niñas, que sois muy jóvenes para quejaros tanto, ya apenas nos queda un pasito”. Con el engorro de las bolsas de la compra a cuestas, los pies en un grito y los sudores chorreando por todo el cuerpo, llegaron por fin a las plantas de la estatua de Colón en la famosa Punta del Sebo, ¡vaya que si llegaron!, con un tremendo destrozo corporal y el alma hecha pedazos. Pero llegaron. Con el peso de las bolsas, los brazos caídos por el cansancio parecían habérseles alargado y les llegaban al suelo. Y quedaba lo más duro que era la vuelta, ¡también andando!, y volvieron, ¡vaya que si volvieron! Es que mi tío Fali era un encanto. 63


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¿Y no las invitó tu tío a tomar un refresco? –preguntó otra vecina-.

- Eso sobrepasaba sus cálculos –reconocía Estrellita-. ¡Ni una gaseosa! Ya habían agotado el colmo de su generosidad con el café y los churros, que para él suponía un exceso extraordinario y que había constituido toda una deferencia excepcional por tratarse de sus adoradas sobrinas. ¡Pero una vez y no más, Santo Tomás! Para el resto del día llevaban preparadas sus viandas desde casa y para beber ¡agua fresquita de la fuente! Sin duda el bueno de Fali Relampaguito era un personaje singular, a juzgar por la anécdota de sus sobrinas, así como la que se relata a continuación. Un acontecimiento singular y muy celebrado fue sin duda la aparición en los cielos andaluces del Graf Zeppelín, que, pilotado por el doctor Eckener, se disponía a realizar la travesía del Atlántico. El famoso dirigible alemán había amarrado en Sevilla, justo en el llano de Tablada, recibiendo la visita de innumerables y sorprendidos curiosos. Al surcar en su vuelo los cielos de Dehesilla Nueva, buscando la ruta hacia América, semejaba la oronda figura de un enorme cochino gordo flotando entre las nubes, según testimonio de los boquiabiertos labriegos. Como todos ya habían tenido noticias de su parada en Sevilla, su aparición no causó sorpresa, aunque sí la admiración, curiosidad y deleite en su contemplación. Su nombre quedó obviamente un tanto deformado al adaptarlo al vocabulario pueblerino y que a partir de entonces se le bautizará como “El Gran Zepelín”. -

¿No os lo creéis? –seguía con su relato nuestra amiga Estrellita-.

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¿Y qué nos tenemos que creer? –preguntaron a la vez las vecinas-.

- ¡Mi tío Fali Relampaguito se subió en Sevilla al Gran Zepelín! –enfatizó con todo su orgullo la sobrina-. Tal como os lo digo. ¡Y además sin pagar un real! Y para que no creáis que fue una fantasía más de las de mi tío, todavía quedan en el pueblo testigos que lo pueden confirmar. Podéis preguntar a muchos paisanos que todavía viven y saben que lo que digo es cierto y no me lo estoy inventando. Con su canasto colgado del brazo, con arrojo y decisión, con disimulo y mucha cara dura, se metió entre la gente, un empujoncito por aquí, un achuchoncillo por allá, un pasito más adelante y un perdone usted que estoy mirando, cuando se vino a dar cuenta estaba encaramado a la panza del enorme Zepelín contemplando en primera fila y desde lo alto, elevado unos cuantos metros sobre de llano de Tablada, la magnífica panorámica de toda Sevilla con el río Guadalquivir a sus pies y enfrente la Torre del Oro, la Catedral con la Giralda, todas las torres de las iglesias y los conventos y los tejados y las azoteas de los edificios de la ciudad. Los habitantes de Dehesilla Nueva, en su gran mayoría y esencialmente los hombres, por encima de penurias y estrecheces, de contiendas políticas, castas y desniveles sociales y otras zarandajas históricas y coyunturales, se mostraban y manifestaban aficionados casi obligados a la fiesta de los toros. Las corridas de toros eran entonces el “deporte” nacional, cuando el fútbol, todavía en pañales, no había alcanzado la dimensión social de épocas posteriores. Alejados de las grandes discusiones taurinas sobre la rivalidad de Joselito y Belmonte, que no obstante también 64


hacía sentir sus ecos en este pequeño pueblo, como ya apuntaban en sus comentarios los tertulianos de la rebotica de don Restituto, los lugareños de este pequeño pueblo adscribían sus favoritismos a torerillos más modestos que mostraban su arrojo y su arte en esporádicas apariciones en las fiestas del pueblo. En el programa de festejos de Dehesilla Nueva aparecían a lo largo del año de vez en cuando algún que otro teatrillo o algún circo ambulante que instalaba su carpa para varias funciones en un descampado a las afueras del pueblo. Pero la atracción reina de las fiestas era sin lugar a dudas la celebración de las corridas de toros. ¿Y quién se encargaba de mantener viva la afición taurina en el pueblo? Muchos vecinos se apuntaban a la discusión y el sentimiento taurómaco, pero para implicarse hasta el compromiso sólo hubo uno, el alma y organizador de los espectáculos, nada más y nada menos que Fali Relampaguito. Sí, el mismo. Su soltería, su espíritu inquieto, su genio atrevido y su pasión por los toros le empujaban a patear círculos de representantes y apoderados de novilleros y negociar con gentes de este mundillo para que en su pueblo no faltasen espectáculos taurinos, sobre todo en las fiestas patronales. Así que se encargaba de organizar corridas para el general deleite y divertimento de sus paisanos. Entrega, ilusión y ganas nunca le faltaron. Dinero le costó poco, porque de su bolsillo no exponía ni un céntimo, pero vueltas y quebraderos de cabeza, todos los habidos y por haber. Autoridades, apoderados y representantes sabían bien de sus andanzas y pejigueras hasta conseguir sus propósitos, que no eran otros que organizar y poner a punto hasta en su último perejil las corridas de toros en el pueblo. No reparaba en esfuerzos y contrariedades. Pero como afrontaba los retos con auténtica pasión y de muy buen grado, se aplicaba el dicho de que “sarna con gusto no pica”. Efectivamente, Dehesilla Nueva no contaba con una plaza de toros, pero sí disfrutaba de corridas de toros, en vivo y en directo, que para eso siempre estaba al quite el bueno de Fali. Para la celebración de las mismas se preparaba la plazoleta contigua a la Plaza del Trompero, que era una explanada delante de la iglesia parroquial del pueblo y flanqueada de varias bocacalles, una de las cuales daba al Mercado de Abastos y por eso los lugareños llamaban Plaza del Pescado al ensanche que hacía las veces de coso taurino. Esta callejuela del mercado hacía las veces de patio de cuadrillas y también servía como puerta de toriles para todos los menesteres de las faenas de las corridas. Este espacio amplio y de suelo terrizo se disponía para los eventos taurinos cortando las bocacalles colindantes con tablones, con carros y con carretas, que a su vez hacían de gradas para acomodo de los aficionados y público en general. En tan peculiar coso se celebraban cada año los festejos taurinos con torerillos, émulos de Pepe Híllo y Curro Cúchares, que, aunque muy alejados del arte y la fama de tan reconocidas figuras, se presentaban como héroes para los espectadores de la localidad. Así pues, todos hacían las delicias del vecindario y cubrían las expectativas de la afición, ya que, conscientes de su modestia, aplaudían su voluntad y agradecían que contribuyeran a su entretenimiento.

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Como no podía ser de otra manera y a escala reducida con respecto a las grandes figuras del toreo a nivel nacional e internacional del momento, también en Dehesilla Nueva se producían acaloradas discusiones sobre la torería de los diferentes actuantes. Se llegó a crear una rivalidad local entre dos de aquellos toreros, que dividió las gradas entre los partidarios de uno y otro. Así que llegó a adquirir gran predicamento un tal Manuel Ruiz “Jandeño”, así apodado por ser originario de la comarca gaditana de La Janda. Su oponente se hacía anunciar en los carteles como José Toral “Toralito de Aracena”, obviamente y como es fácil de adivinar, por su ascendencia de esta localidad serrana onubense. Los partidarios del Jandeño ponderaban su valor y su entrega arrimándose con temeridad a los pitones de los toros. Su estilo era, pues, un tanto tremendista, pisando siempre terrenos complicados, lo que le proporcionaba en cada corrida algún que otro revolcón, del que cada vez salía más envalentonado y rabioso por dominar al morlaco. Estos percances, al menos en la Plaza del Pescado de Dehesilla Nueva, nunca llegaron a mayores, quedando los incidentes en alguna que otra magulladura acompañada de inoportunos descosidos y rotos en la taleguilla. Los partidarios de Toralito resaltaban su dominio de los terrenos y el saber sacar a cada toro su faena adecuada, no exenta de cierto arte y belleza plástica en su concepción del toreo. Por eso cuando intuía que a un toro no le iba a sacar partido alguno, según sus cánones de la lidia, sencillamente se inhibía e intentaba despachar el compromiso a la ligera y sin exponer lo más mínimo. Su concepto de ese toreo poco comprometido con el riesgo, porque no era su estilo arrimarse mucho a la cara del toro, le dio pie a más de un desplante y hasta alguna que otra “espantá”, que, como es lógico suponer, causaba el enfado del respetable con sonoros abucheos, sobre todo de los aficionados de la cuerda de su rival. Sus defensores justificaban estos defectos argumentando en su favor que su atractivo y su valía radicaban en que el Toralito poseía ese pellizco al que los entendidos llaman “el duende”. Pero ese comedimiento tampoco le libró en más de una ocasión de algún que otro apretón, con su correspondiente susto, ante las astas de los novillos. Y es que estos percances son inherentes al oficio. Estos toreros llegaron a atesorar tal fama a nivel local que propiciaron encendidas polémicas entre los aficionados, que eran prácticamente la totalidad de los habitantes de Dehesilla Nueva, por supuesto los hombres, que las mujeres estaban excluidas de estas discusiones. En concreto se hizo destacable la adhesión de dos paisanos defensores de estos toreros, uno a cada uno de ellos. El defensor del gaditano se llamaba Ignacio Conca Montes, pero sus paisanos le rebautizaron con el mote de Jandeño en honor a su ídolo. Y para los restos se le conoció en el pueblo, tanto a él como a sus descendientes, como “los Jandeños”. Así sus hijos heredaron su capital torero con los sobrenombres de Antonio Jandeño, Manolo Jandeño y Lolita Jandeña. Ni que decir tiene que la saga siguió con sus nietos y demás descendientes. Lo mismo ocurriría con la otra parte de la rivalidad, dejando a Diego Pérez Espinosa y su rastra familiar el apelativo de los Toralitos. 66


En el pueblo la afición se alimentaba con algunos maletillas que se atrevían por los cerrados, incitando y soliviantando, más que toreando, a alguna que otra vaca. Uno de ellos logró traspasar los alambres de las salidas nocturnas por las dehesas y presentarse en plazas de las localidades vecinas, despuntando hasta tal punto que llegó a crear ciertas expectativas en que llegaría a escribir páginas gloriosas en la tauromaquia para honra y honor de la afición local. Nada más alejado de la cruel realidad. Los ilusionados dehesillenses tuvieron la ocasión de desencantarse con el paisano muy pronto y de manera irrefutable y además en el propio pueblo. Llegadas las fiestas patronales de uno de aquellos años en Dehesilla Nueva, se organizó una espectacular corrida de toros, ¡cómo no!, gracias al empeño del incombustible Fali Relampaguito, anunciándose un cartel de lujo con los espadas Manuel Ruiz “Jandeño”, José Toral “Toralito” y el debut de la figura local Miguel Jiménez Romero “0iño de Flora”, que adoptó este apelativo en honor a su madre, que respondía por este bonito nombre. Gran expectación creó el acontecimiento entre los vecinos de Dehesilla Nueva. Aquella tarde los dos toreros afamados desde hacía tiempo en el pueblo cubrieron el expediente con dignidad para deleite de sus respectivos seguidores, así como para alimento de sus correspondientes discusiones. En cambio al debutante se le aguó la tarde y la suerte le fue totalmente adversa. El muchacho salió decidido a recibir a su primer astado de turno, rodilla en tierra, a puerta gayola, en busca del ansiado triunfo, pero aquel novillo berrendo, nada más salir, lo empitonó con fuerza revoleándolo por los aires. No había caído al suelo cuando ya lo tenía de nuevo enganchado a sus pitones. Encorajinado el muchacho se revolvía a cada embestida poniendo más voluntad que acierto en el manejo tanto del capote como de la muleta. Así que la lidia transcurrió entre sobresaltos, caídas y levantadas. Se afanaba en continuar con los lances, pero lo cierto es que no había salido de un percance cuando ya tenía otro encima. El pobre Niño de Flora estuvo durante su actuación más tiempo rodando por el suelo que de pie. Afortunadamente no sufrió estropicio grave, pero cuando a duras penas acabó su faena estaba todo magullado y lleno de cardenales y puntazos, la cara descompuesta, con la chaquetilla y la taleguilla hechas jirones, de manera que se asemejaba totalmente a un “Ecce Homo”, desencajado y abatido ante la evidencia de su rotundo fracaso. El Niño de Flora quedó totalmente desflorado por culpa de aquel novillo fiero que con su acometividad no le dejó ni un solo pétalo a aquella prometedora flor. Sus expectativas quedaron en eso, una promesa. Al personal, totalmente decepcionado con lo acaecido, le quedó meridianamente clara la inutilidad del empeño del paisano por llegar a ser torero. El muchacho, consciente de su incapacidad para la empresa, no volvió a ponerse más delante de un toro. Sí ganó, por mor de la guasa hiriente y desencantada de la chispa mordaz pueblerina, el mote de “Guerrita”, en honor del famoso torero cordobés, de quien quedó un dicho que todavía reza “tiene más valor que El Guerra”, para elogiar la figura del gran torero, pero que, aplicado al Niño de Flora, y aunque valor no le había faltado, sólo serviría para enfatizar la ironía.

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CAPÍTULO VIII DESPREOCUPADA IÑEZ MORTA DAD I FA TIL Y JUVE IL. MAESTROS DO HIPÓLITO Y DOÑA REMEDIOS. TRAVESURAS I FA TILES E LA ESCUELA Y E LA CALLE La gran mayoría de los habitantes de Dehesilla Nueva, esto es, el pueblo llano y trabajador, se afanaba en el día a día, que todos no eran propicios, aplicándose a la búsqueda del sucinto sustento. Ya con ese logro se presumía de felicidad, porque, en aquellos años duros de estrecheces económicas y carencias de todo tipo, hambre, lo que se dice hambre, hubo quien la pasó y mucha. Privaciones, lo que se dice privaciones, todas estaban a la orden del día, sin contar con las que no se echaban en falta porque ni se llegaban a soñar. La alta tasa de natalidad se compensaba con una elevada mortandad infantil y juvenil. Se asumía este terrible sino con el estoicismo del que sabe que contra esa lacra nada se podía hacer. Se interioriza la impotencia hasta tal punto de llegar a considerar como normal este tipo de desgracias. Rara sería la familia que no había sentido el aguijón de esas muertes tempranas en carnes propias. La ferocidad de ciertas enfermedades y la incapacidad entonces de la medicina para atajarlas martilleaban con pertinaz virulencia muchos hogares, tanto los más humildes como los más acomodados. El huracán de la tuberculosis y la difteria también entró por las puertas del hogar de Modesto Bermúdez, llevándose a dos ángeles por delante: Teresa y Cándido. Teresa era ya una mocita linda y pizpireta de dieciséis años. Su espléndida juventud recién estrenada apuntaba una belleza singular en un rostro agraciado de tez muy blanca, cabello castaño ondulado sin llegar a formar rizos, ojos negros y rasgados, nariz graciosilla y respingona y boca pequeña de labios finos y bien perfilados que le daban un toque un tanto sensual. Aumentaba su atractivo con una sonrisa siempre permanente. En su cuerpo, delgado y esbelto, ya habían desarrollado los encantos de su atrayente feminidad. Su físico espectacular contrastaba con su carácter retraído, recatado y tímido. Cándido, un zagal blando y callado de apenas doce años, había comenzado ya a subir por la cuesta de la pubertad. En su rostro, todavía aniñado, comenzaban a despuntar las primeras pelusillas de lo que en el futuro deberían a llegar a ser las barbas y el bigote. Su voz, en los primeros estertores del cambio de niño a hombre, iba perdiendo poco a poco el tintineo infantil y enronqueciendo progresivamente, no siendo de extrañar que de vez en cuando le salieran jipíos de pollo tomatero. Su carácter tímido y bonachón hasta hacía honor a su nombre. Pero la terrible enfermedad asesina no entendía de cuerpos ni de almas y allá donde llegaba sembraba inmisericorde el dolor y la desolación. Todo el torrente de belleza de la muchacha y todo el tesoro de bondad del niño quedaron rotos de un plumazo, segados por la voracidad inconsciente y fatal de la guadaña de la terrible 68


“tánatos”. La muerte no entiende de razones ni sinrazones y acomete sin piedad a la menor ocasión, ya sea anunciada o insospechada. Como en todos los hogares del pueblo donde se ensañó este estigma destructor, en la casa de los Bermúdez quedó un vacío profundo con estas dos pérdidas. Aquellos padres solícitos, Modesto y Herminia, recibieron sendos mazazos con enorme desconsuelo, dejándoles en el alma unas heridas abiertas que jamás cerrarían y que lentamente y a duras penas cicatrizarían con el paso de los años, aunque, sin embargo, llevarían con resignación para en el resto de sus vidas. El tiempo suaviza el dolor por la pérdida de un ser querido, por más que nunca llega a borrarlo, por eso aquellos dos ángeles de bondad, Teresa y Cándido, ocuparían siempre un lugar predilecto y repetidamente recordado por años y años en el recuerdo y en los corazones de los afligidos padres y de sus hermanos. Pero la vida habría de continuar. Por eso, al menos en apariencias, la rueda del devenir diario siguió girando en torno a los mismos quehaceres, al calor de aquel horno y al amor incombustible entre los miembros de la familia. Sixto se había convertido en un joven apuesto, que hasta se había echado novia. Se llamaba Margarita, buena moza, de cuerpo esbelto y buen talle, aunque le faltase la guinda de una cara bonita. No, eso no, de bonita no podía presumir, pero lo compensaba con un cierto gracejo y un halo de simpatía que le proporcionaba ese puntito de chispa que ciertamente la hacía un tanto atractiva. Papá Modesto había aumentado la responsabilidad a su primogénito en el negocio de la panadería, que prácticamente ya lo llevaba el muchacho. Dolorcita, con trece años, era una chiquilla responsable y hacendosa y se había convertido en el paño de lágrimas de mamá Herminia, quien había volcado en ella la parte alícuota de cariño que le correspondía entre sus hermanos a la que se añadía la que perteneciese a la desaparecida Teresa. Rafael, con sólo diez años, era el terror de la chavalería de la calle: travieso, arrojado, pendenciero, atrevido y desvergonzado, por más que todas estas perlas de su comportamiento las compensaba con el contrapeso de su bondad y su enorme corazón. Con esas cualidades estaba llamado, sin discusión, a ser el líder de la pandilla de pelones que le seguían en sus correrías por callejuelas, caminos, eras y labrados. El municipio contaba con una única escuela para los niños y otra para las niñas. De ello se deduce que en el pueblo sólo hubiera un maestro, don Hipólito, y una maestra, doña Remedios. Se da el caso que estos dos únicos docentes se asentaron en el pueblo y rigieron los destinos escolares de niños y niñas durante varias generaciones, prácticamente desde su juventud hasta su jubilación. Los aprendizajes de aquella escuela se antojaban cortitos para los contados alumnos y alumnas que acudían a ella con asiduidad, pues la generalidad la visitaba esporádicamente y más de uno y de una ni siquiera llegó pisarla para su desgracia. Algunos la aprovecharon para adquirir una base aceptable de conocimientos, otros sólo cogieron los primeros rudimentos de lectura y escritura, que ya era un valor, 69


y, en cambio, una gran mayoría de la población infantil dejó pasar de largo aquel destartalado tren, permaneciendo analfabeta de por vida. Por las manos de los dos sufridos maestros pasaron a lo largo de su dilatada estancia en el pueblo varias generaciones de escolares Así que fueron sucesivamente el maestro y la maestra de abuelos y abuelas, padres y madres, hijos e hijas y hasta de nietos y nietas de las familias de Dehesilla Nueva. Ambos docentes encontraron en el pueblo a sus respectivas medias naranjas. El maestro puso los ojos en la linda Conchita Romero, una mocita recatada, piadosa y fiel cumplidora y practicante de las liturgias y mandamientos de la Santa Madre Iglesia católica, apostólica y romana. La conquista de la moza costó al enamorado joven una buena ración de misas y rosarios, haciendo esfuerzos por entrar por un trágala del que no se sentía muy afecto. Para llegar a la miga tuvo primero que tragar el coscorrón. Pero el sacrificio le valió la pena, pues la gentil muchacha accedió a sus pretensiones y le acompañó hasta el altar para rebozar en los siguientes años tan santo matrimonio con una larga prole de nueve hijos. La buena de Conchita se pasó media vida entre misas y rosarios, rezando en el reclinatorio que tenía a buen recaudo reservado para ella en la iglesia, y la otra media engordando barrigas y pariendo niños. La maestra doña Remedios cayó rendida ante la galantería del espigado Pepe Cárdenas, medio señor y medio truhán, que le reportaría escasos momentos de felicidad junto a largos días de desengaños y amarguras. El apuesto caballero, un redomado flojo a la hora de doblar la cintura, aparentaba dedicarse a cultivar unas finquitas heredadas de sus padres y tan mal cuidadas las tenía que sólo producían jaramagos, castañuelas, gramas y abejorros calentureros. Su hábitat natural era la taberna, donde se entregaba al juego de cartas y dominó, siendo un consumado maestro en estas lides, y a poco que se encartara, que se encartaba un día sí y otro también, se enredaba en los cantes por fandangos jaleado por el vino y el acompañamiento de una buena concurrencia de contertulios del mismo corte y pelaje. Con esta prenda de marido la humilde maestra, mujer no muy agraciada en su presencia física, se vio encadenada al tormento de una convivencia desgraciada, pudiéndosele aplicar la coplilla que rodaba de boca en boca por el pueblo, aplicada a un tal Marcos. Con sólo cambiar el nombre de Marcos por el de Remedios quedará bien dibujada la situación. La coplilla dice así: “Marcos se casó en Segovia; era manco, tuerto y jorobado; qué tal sería la novia, que Marcos fue el engañado”. Engañada y bien engañada quedó la señorita Remedios, que soñó con apañar un buen partido en aquel muchacho tan apuesto, de buena familia y con el añadido de posesiones rústicas de cierta relevancia, sin embargo se encontró con un granuja de tomo y lomo. Tarde se le abrieron los ojos para descubrir el entuerto y hubo de resignarse a soportar de por vida aquella cruz que le había caído sobre sus hombros. Dos retoños fueron el fruto de aquella unión, mucho fruto para el escaso cuidado que el pícaro marido y redomado tarambana prestó al hogar, ya que el Cárdenas contabilizó muchas noches de juerga y de ausencias del domicilio conyugal y se pasó la vida más pendiente de sus vicios y jaranas que del amor juramentado a su esposa. No obstante encontró tiempo y lugar para regalar a la buena mujer dos encantadores retoños: Rosa María, una preciosa flor y dechado de virtudes, y Juanito, todo un mocito estudioso y responsable. Por fortuna el ADN del padre quedó dormido en ambos, reclamando su presencia solamente en el parecido físico, pues los dos habían heredado la guapura y el porte esbelto del progenitor y el carácter y la virtud de la madre. La maestra, refugiada en la atención a sus niñas en la escuela y a sus hijos en la casa, aceptó y soportó en 70


silencio aquella cruz por unos larguísimos quince años, cuando el guaperas de Pepe Cárdenas tuvo el detalle de morirse para descansar en paz él y dejar descansar a su esposa y a toda su familia. La ratio para cada aula rondaba el centenar de niños y otro tanto de niñas. Pero la realidad contaba un fuerte absentismo, lo que dejaba la asistencia a clase en apenas una treintena de alumnos e idéntica proporción de alumnas. Modesto, celoso del aprendizaje de sus hijos, los envió a todos a la escuela. Sixto había aprendido al menos las básicas nociones de la Gramática y las cuatro reglas de la Aritmética. Teresa y Cándido también acudieron a la escuela, por más que la fatalidad les truncase las ilusiones y la vida a edad tan temprana. Dolorcita se mostró muy aplicada y lista, pero su madre la retiró con lo mínimo preciso para defenderse en la lectura y escritura, pues la prefería a su lado en casa en otras labores más propias de su condición. No hay que recordar el marcado rol que la época asignaba a la mujer, que alcanzaba cátedra más que suficiente para sus exigencias en la vida con unas simples habilidades para la cocina, buena destreza en la costura y demás labores del hogar. Rafael, listo como el hambre y escurridizo como una anguila, se las bandeaba a base de asistencias a clase junto a algunas que otras rabonas, correctivos de palmeta y coscorrón y las consiguientes regañinas en el domicilio familiar. Obvia reseñar que esta actitud indisciplinada y a veces gamberra de Rafael le acarreó más palos que a la estera de un convento. Ajustado a la máxima del momento de “la letra con sangre entra”, Rafael recibió una buena ración de tiempos de verbos, reglas de ortografía y criterios de divisibilidad a base de palmetazos y tortazos. Pero aprenderlos, vaya si los aprendió. De mayor siempre recordaría el estricto reglamento que aplicaba don Hipólito para mantener la disciplina. Cuando alguien se salía del guion marcado, bien sea en el cumplimiento de las tareas escolares, bien sea en la observancia meticulosa del buen comportamiento, recibiría su merecido correctivo. Don Hipólito llamaba a su mesa al descuidado incauto que no había realizado el trabajo y las tareas de clase o al infractor o infractores de alguna felonía o puntual indisciplina e inmediatamente exponía su maliciosa disyuntiva: “Muchacho, ¿qué prefieres manos libres o maquinaria mecanizada? Con ello tenía la deferencia de dejar a criterio del alumno la elección del correctivo. De esta manera el castigo era opcional, aunque en la seguridad de que se ejecutaría irremisiblemente, sin ningún miramiento y de forma implacable. Si se elegía “manos libres” se recibiría una, dos o una ración seriada de despampanantes bofetadas, con toda la mano abierta del maestro que dejarían los dedos marcados en los mofletes y los oídos retumbando durante un largo rato. Si se elegía “maquinaria mecanizada”, todavía se habría de diversificar la opción, porque entonces el maestro preguntaba. ¿La rubia o la morena? La rubia era una regla de madera, más conocida entre los escolares como la palmeta, y la morena era un trozo de goma de rueda de camión, que el maestro se había diligenciado para estos menesteres. Con cualquiera de las dos por la que se decidiera el castigado tendría ocasión de comprobar los efectos de sendos golpetazos en su mano abierta que le dejarían al 71


momento un dolor agudo entre los dedos y picantes escozores en la palma de la mano para el resto de la jornada. Más cruel y doloroso resultaría el castigo cuando al maestro se le antojaba ordenar al infractor que colocase los dedos juntos por sus extremos, formando con la mano una especie de huevo, y aplicaba el golpe sobre las puntas digitales así reunidas. Todavía más grave resultaba el castigo para el alumno cuando por alguna causa no aparecían a mano la rubia o la morena, porque en su ausencia y para tal caso el maestro disponía de un palo de escobón que aplicaba descargando soberbios estacazos sobre los infractores, atizando la parte del cuerpo que aleatoriamente cogiera en cada envite. Era la norma pedagógica al uso en la escuela de aquellos tiempos. Rafael trabó amistad en la escuela con Antonio Villa, rapaz un par de años mayor que él, hijo de Pepe el Talabartero, con el que hizo en seguida buenas migas y cuya unión, por compatibilidad de caracteres y coincidencia de intenciones, se preveía duradera. - A ver, Bermúdez, -inquirió el maestro don Hipólito dirigiéndose a Rafael para comenzar a desarrollar la lección del día- póngase de pie y hábleme usted de las características del caracol. - Pues el caracol –contesta Rafael con una sonrisa de ironía y maquinando una de sus gracias- es un animalito que tiene un cuerpo compuesto de dos partes: una cara y una col, o sea, cara – col. La explicación quedó meridianamente clara, la risotada de la clase no se hizo esperar, pero tan inesperada como repentina se estampó la bofetada del maestro en las mejillas de Rafael, que, además de colorearle los mofletes y marcarle el rostro, le dejó un zumbido en los oídos durante un buen rato. La falta de respeto a la autoridad del maestro llevó aparejada una sobrecarga de deberes y el añadido de quedarse sin disfrutar del recreo aquel día. Las consecuencias se alargaron todavía un poco más y la segunda parte vino luego cuando don Hipólito se encontró a medio día con el señor Modesto en la rebotica de don Restituto y le informó de la chanza irrespetuosa de su hijo. Así que el simpático de Rafael recibió, como segundo plato añadido al tortazo del maestro, sendos coscorrones y la correspondiente reprimenda de su padre por su mal comportamiento. O sea, que por una sola acción delictiva recibió ración doble de castigo, una por parte del maestro y otra por parte de su padre. No crean que Rafael se iba a quedar de brazos cruzados aceptando dócilmente las consecuencias de su falta. ¡La venganza será terrible! Al día siguiente urdió su trama con su inseparable amigo Antonio. Por falta de una idea, le surgieron dos, a cual más perversa y malvada. Nadie supo cómo ni cuando, pero lo cierto es que a la hora de la entrada a la escuela el dispositivo estaba minuciosamente preparado para que surtiera efecto la sutil venganza. Los chavales fueron entrando al aula y ocupando sus bancas. Todos de pie esperaban la entrada del maestro. Éste llegó a su hora en punto y se dirigió a su mesa. Tras el rezo de rigor, mandó sentarse e inmediatamente se sentó él también. Lo de sentarse es un decir, pues apenas si había plantado sus posaderas sobre el mullido cojín de su silla cuando saltó como impulsado por un resorte dando alaridos y maldiciendo a voz en grito.

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- ¡Por las chispeantes barbas rojas de Belcebú! ¿Quién ha sido el malvado que ha colocado alfileres en el cojín de mi silla? –más que gritar aullaba desaforadamente fuera de sí, al tiempo que se rascaba el trasero con una mano y blandía amenazante su palmeta con la otra-. ¡Por todos pelos del rabo de Satanás! ¿Quién ha sido? ¡Que se levante de inmediato el cobarde que ha montado esta fechoría! ¡Lo descubriré, vaya si lo descubriré, y se arrepentirá de su malvada broma! Los niños, aplastados entre temerosos y asustados, en sus asientos, no se atrevían a carcajearse descaradamente, aunque mientras algunos lucían en el rostro una sonrisa maliciosa, intentando disimularla, en cambio otros reflejaban el temor y la angustia ante tan descomunal enfado. Por fin el bueno de don Hipólito, tras limpiar el cojín de su silla de los alfileres y agujas colocados en él por una mano maligna, asegurándose de que no quedase alguno pinchado y le causase nuevas molestias, tomó asiento y, haciendo de tripas corazón porque aún le reconcomía el resquemor de los pinchazos, ordenó a los alumnos: - ¡Bueno, rapaces, olvidemos, al menos por el momento, este incidente y empecemos la tarea del día! Sacad la pizarrita y el pizarrín que vamos a hacer unas operaciones. A ver, Julián, sal al encerado. Aguarda un momento que voy a sacar de mi cajón las tizas y el trapo borrador. No había terminado de hablar, cuando, al tirar de su cajón, volvió a saltar de su silla sobresaltado. Toda la clase gritó despavorida. Unos cuantos salieron corriendo por la puerta hasta la calle, al tiempo que el resto se desternillaba de la risa. ¿Qué había ocurrido? Pues simplemente que del cajón de la mesa del maestro había salido despavorido y disparado como alma que lleva el diablo y aullando rabiosamente un gato que alguien había encerrado allí con anterioridad. Obviamente ese alguien tenía nombre, o más bien nombres, y no eran otros que Rafael y Antonio, pero, aunque todos sospechasen de la autoría, nadie podría demostrarla, pues nadie había sido testigo de la trampa y por tanto nadie osaría delatar ni mucho menos acusar. - ¡Ah, malditos bribones! –mascullaba desesperado y medio enloquecido el maestro- ¿Quién ha sido la mente perversa que ha maquinado esta felonía? ¡Por los pinchos del tridente del demonio, os aseguro que lo descubriré y entonces caerá sobre él todo el peso de su justo castigo! A ver Andrés, voy a empezar por ti, ¿has sido tú, has visto a alguien? - No, don Hipólito -contestó asustado el aludido rascándose la cabeza para paliar el dolor por el palmetazo recibido-. Yo no he sido ni tampoco sé quien lo ha hecho, porque no he visto a nadie. Yo no sé nada. De la misma manera fue inquiriendo a toda la clase repartiendo palmetazos a diestro y siniestro y de todos recibió la misma respuesta incluidos los culpables, Rafael y Antonio, que aguantaron estoicamente el palmetazo que les correspondió en el reparto general. Nadie pudo delatarlos y ellos mismos, cual pícaros bellacos, supieron disimular magníficamente su culpable participación. A pesar del reparto indiscriminado de palos y pescozones por toda el aula, el maestro sólo pudo sacar en claro un enfado monumental, 73


la chanza de la clase y la lección del día totalmente perdida y desperdiciada. Entre tanto, el autor de la trastada y su amigo incondicional se regodeaban para sus adentros viendo ampliamente cumplida su venganza. Por las tardes, tras salir de la escuela, Rafael llegaba pidiendo la merienda, desatentado y con prisas por salir raudo a la calle para entregarse en cuerpo y alma a los juegos con los chavales del entorno. Apenas recogía de manos de su madre una rebanada de pan con aceite y azúcar o con una onza de chocolate y salía disparado como un tiro de escopeta, dando bocados sobre la marcha, en busca de los indómitos rapaces de su pandilla. A cada época del año y a cada tarde correspondía un tipo de juego. Así, con el discurrir de los meses, llegaba sucesivamente el tiempo de los trompos, el de las bolas, el de la billarda, el de las escondidas, el de los corros, el de pídola y el de toda la lista inacabable de los juegos infantiles. Pero lo que nunca faltaba, en todo tiempo con frío o con calor, serían las travesuras, fechorías y ocurrencias maliciosas más peregrinas e inesperadas, que surgían en cascada, como un torrente, cada mañana, cada tarde y cada noche, en las mentes calenturientas y maquinadoras de aquellos rapaces. A Ambrosio, el hijo de Matilde la Buhonera, simplote y bonachón, claro ejemplo del espíritu perdedor, le tocaba siempre hacer de burro en los juegos, por lo que se llevaba todos los pescozones y los palos de la chiquillería y raro sería el día que no llegase a casa calentito y llorando a lágrima tendida. Entre juego y juego saltaría la ocurrencia de la travesura de cada día. - ¡Vamos a colocar la lata en la ventana de la casa de Rafaela, que por allí pasará dentro de un rato Manolón, el zapatero! –ya Rafael había maquinado la trastada de aquella tarde que empieza a oscurecerse anunciando la caída del día-. Obedientes como parvulitos todos se aprestaban a preparar el artilugio, que causará un estropicio al transeúnte y la diversión de los chavales. Llenan una lata de agua o de los orines de los propios rapaces, la atan con un hilo hurtado a una bovina de la cesta de la costura de alguna mamá, la colocan sobre el saliente alto de la ventana y extienden el hilo hasta sujetarlo a una piedra en el suelo cruzando la acera. La trampa queda dispuesta y preparada. Todos corren a esconderse tras el grueso tronco del viejo sauce llorón que preside el ensanche de la calle Cerrales. Impacientes esperan acontecimientos. La tarde va cayendo al tiempo que envuelve las casas en el suave contraluz del crepúsculo. Risas nerviosas escapan tras el viejo tronco. - ¡Chiiis! ¡Silencio que viene alguien! –avisa Rafael ordenando callarse a los demás con el gesto de llevarse el dedo índice a los labios-. - ¡Es Manolón! ¡Chiiis! –advierte Antonio que ha asomado sigilosamente la cabeza tras el árbol-. El viejo zapatero avanza por la acera balanceando su cuerpo según le exige su pronunciada cojera. Va cavilando ilusorias elucubraciones ajeno a la sorpresa que le 74


espera unos pasos más adelante. De pronto un chaparrón en inesperada cascada cae sobre su cabeza dejándole el pelo y la ropa empapados. No le ha dado tiempo a reparar en el hilo sobre el que ha tropezado y en la lata que, tras descargar su contenido sobre su cuerpo, rueda por la corriente de la calle, cuando los pillastres urdidores de la fechoría salen en desbandada de detrás del sauce, cual aluvión de gorriones espantados. Las risas y las chanzas se pierden calle abajo, mientras el vejete arde en inútiles amenazas, blandiendo desaforadamente su bastón: - ¡Voto al Chápiro! ¡La madre que los parió! ¡Malarmas! ¡Hijos de una burra tuerta! ¡Al que coja le parto el bastón en los lomos! ¡A vuestros padres les voy a contar esta gamberrada! ¡Partida de bribones! Pólvora mojada, todo quedaría en descomunal enfado con su correspondiente remojón. Sonada y recordada de por vida fue la broma, más que peligrosa, que un día se llevó Dieguito el de la Paula. Correteando por los sembrados de los alrededores del pueblo surgió de pronto en la mente de Rafael la malévola ocurrencia. El primero a quien Rafael expuso sus intenciones fue a su incondicional Antonio Villa, que con una sonrisa maliciosa aceptó seguir el juego. Rápidamente se formó un corrillo cómplice y dispuesto a seguir las instrucciones del cabecilla de la banda: - Tú, Joselito, lo agarras por la espalda –ordena Rafael-. Tú, Paquillo, le coges las piernas. Los demás lo sujetáis con fuerza. Antonio, tú le bajas los pantalones y yo le pongo la medicina. El pobre Dieguito, ajeno a lo que se trama a sus espaldas, sigue entusiasmado el vuelo de las libélulas, presto a apresarlas apenas se posen en unos palitos que tenía dispuestos a tal efecto en su cercanía sobre una suave corriente de agua. De repente se ve sorprendido por sus supuestos amigos, que se le echan encima, le inmovilizan, le bajan los pantalones y le dejan sus vergüenzas al aire. En esta situación actúa el ingenioso maquinador que sin escrúpulo alguno le agarra su miembro viril, le descubre el glande y lo unta con la savia blanca de una hierba llamada lechetrezna, a la que todos dan el nombre de rabiacana. Terminada la operación, liberan al desventurado Dieguito, que, avergonzado con sus pantalones caídos y sus enojados atributos al aire, llora la crueldad de los malvados chiquillos. Desconsolado y berreando con llanto desesperado, se bebía las lágrimas corriendo camino de su casa. Pero las consecuencias aparecieron a las pocas horas del suceso. La inocente broma no midió que aquella savia blanca resultó ser una untura tóxica y el pobre Dieguito vio cómo su pene engordó hasta alcanzar el tamaño de una taza frailera. A la hinchazón se habría de unir un intenso dolor y un picor insoportable. Varios días necesitó de cuidados médicos y enclaustramiento en casa guardando reposo absoluto. El trance no llegó a males mayores, pero sí advirtió a aquellos granujas desaprensivos de la peligrosidad de las bromas sin medida. Y como no hay dos sin tres, vuelven a las andadas con nuevas fechorías tan redomado pillo y sus diligentes secuaces. Habremos de situarnos en uno cualquiera de 75


aquellos veranos secos y calurosos que calentaban fuertemente los empedrados de las calles y convertían en una gruesa capa de fino polvo la tierra de los caminos. A la hora del medio día, entre la una y las tres de la tarde, los sedientos campesinos, tras una dura mañana de trilla, acudían al aguadero de las tabernas, cual ávidos pajarillos al reguero de una fuente, a refrescar las gargantas con unos cuantos vasos de vino. Este ritual cumplía dos ansiados objetivos para aquellos rudos labriegos. Por una parte se disfrutaba el gozo, casi único al que podían aspirar durante toda la jornada, de remozar sus gargantas con unos vasos del delicioso y bien celebrado vino de la tierra. Por otro lado se presentaba la ocasión propicia, y no estaban los tiempos para desaprovecharla, de desfogar y deleitarse también con un ratito de distendida charla y sana camaradería, como un oasis en el desierto del monótono y pesado trabajo y como un leve paréntesis en la dura tarea de la labor diaria. De paso, con ello abrirían el apetito para el almuerzo, aunque estómagos tan necesitados poco estímulo necesitaban para la disposición al yantar, y los suaves vapores de la ingesta etílica favorecerían la soñera para una breve siesta antes de afrontar la tarde en la era aventando la parva. La taberna “El Pelotazo” ocupaba la esquina de la calle Cerrales antes de embocar el Camino de los Leñadores en dirección al campo. Entre la crecida concurrencia de parroquianos se encontraba un vejete borrachín al que apodaban Antoñillo Chico Pavera. El Pavera aguantaba los improperios y chanzas de todo el que le invitara a un bolo de vino, pero se encendía en furibundas bravatas con quienes insinuasen la más mínima broma sin hacerle los honores en el mostrador de la taberna. Los chiquillos conocían bien el paño y no iban a desaprovechar la ocasión para montar su particular zipizape. Así que cuando reparaban en la presencia de tan singular personajillo, que descubrían asociándola con la de su burro amarrado a los barrotes de la ventana del propio casino, se acercaban a la taberna y, apostados sobre el umbral de la puerta, le increpaban a voz en grito y al unísono: - ¡Antoñillo, cara de cepillo, se pirra por el vinillo! ¡Chico Pavera, cara de pera, los pavitos se escapan por la gatera! –le cantaban acompasando sus argentinas voces a coro con un soniquete guasón-. - ¡Por los cuernos de Satanás! ¡Partida de sinvergüenzas, malvados, hijos de una culebra bizca! ¡Esperad que os voy a moler a palos! ¡Como coja a uno ya verá cómo canta esta garrota en sus costillas! ¡Al desgraciado que coja le arranco las orejas! – gritaba desaforadamente mientras salía tras la pandilla de chavales blandiendo en alto un apañado palete que siempre llevaba consigo-. Apenas el Pavera iniciaba la persecución, los malandrines salían disparados en tropel por el camino en dirección al campo. El viejecillo borrachín les perseguía chancleteando con su temible y amenazadora estaca bien empuñada y alzada sobre su cabeza, mientras continuaba profiriendo impronunciables maldiciones e improperios contra los espantados chavales. El espanto y los aspavientos de miedo de los fugitivos simulaban un puro y bien maquinado teatro, ya que esta situación era precisamente la esperada por los malvados rapaces para llevar a cabo su estudiada trampa. A poco de salir de las casas del pueblo y enfilar el Camino de los Leñadores, la mitad del grupo de 76


los muchachos se escondía entre el ramaje de una frondosa higuereta salvaje que se destacaba sobre el vallado. Allí agazapados y sigilosos esperaban, aguantando la respiración, a que Antoñillo Chico Pavera, encendido de furia y ciego de rabia, les sobrepasase sin haber reparado en la celada que le estaban preparando. En ese momento los que habían continuado corriendo por el camino, a la voz de mando del cabecilla Rafael, se detenían repentinamente y, revolviéndose contra el perseguidor, comenzaban a lanzar puñados de tierra con manos y pies al aire sobre el borrachín, envolviéndolo en una descomunal polvareda. El malhumorado vejete se veía obligado a desistir de su persecución y volverse. Entonces salían de su escondrijo los que se quedaron en la higuereta, realizando la misma operación. El pobre Chico Pavera se veía cogido entre dos fuegos, mejor dicho, entre dos inmensas polvaredas, envuelto y enterrado por completo entre una asfixiante nube. A duras penas lograría salir de la trampa y volver al casino, enharinado como una pescadilla y con un sofoco triplicado al que llevaba cuando los chavales iniciaron la provocación. Rafael y su pandilla, entre tanto, se regodeaban del éxito de su cruel travesura. ¡Ah! Hablando de polvaredas, el pobre de Dieguito el de la Paula, rigor de las desgracias, en cierta ocasión sufrió otro grave percance en los juegos. Esta vez fue por accidente y no intencionadamente. Aquella tarde todo comenzó con unas bromas. Empezaron a lanzarse unos a otros puñados de tierra entre risas y chanzas. Los iniciales proyectiles fueron aumentando la intensidad hasta derivar en guerra viva. Obviamente y por las características de la munición se formó una enorme polvareda. El bueno de Dieguito se vio cogido en medio con tan mala suerte que las bombas de polvo le alcanzaron directamente a los ojos. Los inconscientes chavales seguían enfrascados en su particular batalla ajenos a la situación de Dieguito. Los alaridos de llanto del accidentado dieron la voz de alarma y cesó la guerrilla. Todos expectantes se quedaron quietos aguardando que se asentara el polvo y se aclarase el ambiente. De pronto, cual visión dantesca, apareció la figura del desgraciado Dieguito con los brazos abiertos y con los ojos completamente tapados por la tierra. Con el pelo enharinado, la ropa cubierta de tierra y los ojos cegados por el polvo, semejaba una estatua en una ruina romana. Un buen trabajo de limpieza hubo de hacer el bueno de don Pedro, el médico, para retirar la tierra de los ojos sin dañar la vista. Afortunadamente el accidente sólo quedó en un susto, pero como las desgracias siempre le ocurrían al mismo, el médico despidió a Dieguito con una sentencia entre resignada y guasona: - Anda, Dieguito, vete a casa –le decía don Pedro mientras le acariciaba el cuello y le despedía con una amable palmadita en la mejilla-. ¡Y ten cuidado con los juegos que “eres el postigo de San Rafael, que todos los perros que pasaban se meaban en él”. En esta despreocupada felicidad transcurrió la niñez de Rafael y sus colegas, entre las carencias sociales de su época que le tocó vivir y la inconsciencia arrolladora de todas las niñeces de todas las épocas.

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CAPITULO IX.I QUIETUDES DE JUVE TUD.VUELTA DE LA MO ARQUÍA. PROCLAMACIÓ DE LA II REPÚBLICA. LA “OSCA” (ORGA IZACIÓ SI DICAL CAMPESI A). DECISIÓ OCUPACIO AL: CO DUCTOR DE CAMIÓ . El paso inexorable del tiempo había convertido a Rafael en todo un apuesto muchachote, lleno de vida y de inquietudes, dispuesto a comerse el mundo, aún en unas circunstancias poco propicias para el optimismo. Fuera del pequeño mundo de Dehesilla Nueva, en las altas esferas de la sociedad española, continuaban los bandazos y las intrigas políticas con inútiles componendas, que derivarían en la proclamación de la II República. Los esfuerzos de unos por modernizar un país, anclado en las miserias de austrias y borbones, se veían torpedeados por otros que se aferraban a valores hipócritas e intereses abyectos en la supuesta defensa de una patria trasnochada e irreal. Esta cerrazón acarreó las más graves consecuencias y arrastró a la maltrecha nación de la piel de toro hacia la desembocadura de la convulsión más sangrienta y atroz de la historia reciente de España, una calamitosa y horrible barbarie, cual fue la Guerra Civil y la consiguiente dictadura franquista opresora y anabolizante. En el corto plazo de tiempo de poco más de un año, desde enero de 1.930 a abril de 1.931, se precipitaron los acontecimientos a la velocidad que pasan los árboles y los postes del tendido eléctrico tras la ventanilla de un tren en su marcha por los campos. En unos cuantos meses se pasó, con rapidez vertiginosa, desde la Dictadura del General Primo de Rivera, a una nueva aparición tímida de la monarquía borbónica con dos intentos fallidos de componendas imposibles hasta la llegada de una ilusionada República, que acabaría en desilusión tras cinco años de desacuerdos, de errores por parte de unos y de intrigas por parte de otros, unos porque no supieron administrarla y otros porque simple y llanamente no la creyeron ni tampoco la quisieron y se propusieron derribarla a toda costa y por todos los medios a su alcance. Apenas el año 1.930 había iniciado su recorrido y, tras el fracaso del gobierno dictatorial del General Miguel Primo de Rivera que había regido nuestros destinos durante unos penosos y vacíos siete años, el rey Alfonso XIII, expectante en la sombra o desaparecido y fuera de la escena política durante todo ese tiempo, vuelve a hacer su aparición en el escenario español e inmediatamente se propone otro nuevo intento por reconducir la deriva del panorama nacional. Tal vez no deba negársele su buena voluntad, pero la buena voluntad no basta. Para acometer y solventar los problemas, y más los de momentos tan complicados, hace falta algo más, o mejor, mucho más, comenzando por la competencia. Así que Alfonso XIII, al igual que sus ancestros, fiel y consecuente con la ineptitud para el gobierno de la que ya habían hecho gala los reyes sus antecesores, entrega las riendas del Estado al General Dámaso Berenguer, que impone una nueva 78


dictadura, aunque la prensa de la época para referirse a ella la rebautizó como la “Dictablanda”, utilizando este término para referirse a la indefinición de su gobierno. ¿Se volvía a dejar las riendas del poder en manos de validos como los antiguos Conde Duque de Olivares, Lerma, Floridablanca o Godoy? No se definiría exactamente así, pero se le parecía mucho. Mientras las distintas facciones de los diferentes estamentos de poder se lanzaban los trastos a la cabeza y el pueblo, atrapado entre la incultura y la pobreza, se desangraba en la más absoluta indefensión, el monarca, desde la lejanía de su suntuoso palacio y de su irrenunciable preocupación por la escopeta de caza, pretendía con este paso restablecer “la normalidad constitucional”. ¡A saber qué se entendería entonces por normalidad nacional con una cúpula de la sociedad anquilosada en comportamientos obsoletos y férreamente estructurada en la defensa del estatus establecido, renuente y, en muchas de sus facciones, abiertamente contraria a todo cambio que supusiera progresos del pueblo y, por ende, cesión de sus ancestrales privilegios! El resultado fue un nuevo fracaso. Transcurrido apenas un año, en febrero de 1.931, toma las riendas de la nación y se hace cargo de la situación el Almirante Juan Bautista Aznar-Cabañas, en un nuevo y fallido intento por establecer un gobierno de concentración monárquica, pero dentro de los mismos parámetros que el anterior. Obviamente el invento tampoco resultó, porque, aunque se propuso abrir el espectro, le salió el tiro por la culata. Este militar, de intachable hoja de servicios y de reconocido prestigio, estableció un calendario electoral que se iniciaría con unas elecciones municipales. Este hecho fue denominado por algunos historiadores como “el error de Aznar”. El motivo y la razón de este calificativo se descubrió en unos escasos dos meses, pues las elecciones se celebraron según el calendario previsto, pero el desenlace desembocó en un panorama muy contrario a las previsiones de quien lo propuso y lo estableció, ya que el resultado fue demoledor para el régimen monárquico, pues la coalición republicana cosechó un rotundo éxito en todo el país y acarreó consecuencias inmediatas con la salida de escena del rey, quien, sintiéndose el bigote chamuscado ante tan contundente mensaje, abandonó España el 14 de abril de ese mismo año de 1.931. La crónica histórica del momento nos relata que aquel mismo día quedó proclamada la II República, bajo la Presidencia del andaluz de Priego de Córdoba don Niceto Alcalá Zamora, prestigioso abogado y político del PLD (Partido Liberal Democrático). Alcalá Zamora, que se había movido por despachos y pasillos de distintos ministerios monárquicos y de la dictadura de Primo de Rivera, acabó por retirar su confianza a la Monarquía y defender públicamente una república que se acercara a un modelo parecido al de la Tercera República Francesa, apoyada en las clases medias y en los intelectuales, de ahí que se convirtiese, conjuntamente con el PLD, en el representante del republicanismo conservador. En muchos sectores se desató la euforia con la llegada de los aires republicanos. Pero no todo el mundo acogió al nuevo régimen con el mismo entusiasmo y optimismo 79


y, de hecho, grandes sectores de la sociedad rechazaron, taimada o frontalmente, a la recién instaurada II República. En Dehesilla Nueva el momento se vivió con sus particulares connotaciones. Rafael se había convertido ya en todo un mozalbete, sin embargo, todavía no tenía definido su futuro en el plano laboral. A ratos y en ocasiones ayudaba a su padre y a su hermano Sixto en la panadería, así como también solía apechugar con esporádicas peonadas en el campo junto al servicial Joaquín Barrigatrapo, sobre todo en épocas de recolección del cereal, la uva o la aceituna. La situación desahogada de su familia le permitía no estar esclavizado al arado o al cuidado del ganado, como ocurría con la mayoría de los niños del pueblo, que con su edad, y muchos aún menores que él, ya eran curtidos labradores o explotados pastores al cuidado de pavos, vacas, ovejas, cabras, cerdos o caballerías, esclavizados a la escueta soldada de un mendrugo de pan o un simple plato de garbanzos. Siempre buscaba alguna ocupación, en el campo o en la villa, porque la inactividad no iba con su carácter. No obstante su indefinición, poco a poco, fue despertando su mente. Lo primero que aclaró en su pensamiento fue aquello que no quería hacer. De modo que descartó pronto con meridiana lucidez aquellas dos cosas a las que nunca se dedicaría, que no serían otras que la panadería y el campo. La panadería ya tenía suficientes brazos en su casa y no cabían más empleados ni más deudos para el reparto de las ganancias. El panorama de la agricultura lo veía todavía menos atractivo, y más, constatando la situación lastimosa de la mayoría de los campesinos del pueblo, por más que comenzaran a movilizarse, aunque tímidamente, en defensa de sus derechos y pidiendo mejoras en sus condiciones laborales. Los braceros del campo, hasta entonces dóciles y sumisos gañanes, sujetos al trabajo, cual bueyes uncidos al yugo, y fieles cumplidores de las órdenes de sus señores, justas en raras ocasiones y abusivas las más de las veces, comenzaron a despabilar el gusanillo de la reivindicación. Por fin se iniciaba una tímida contestación al pensamiento del liberalismo salvaje reinante desde siglos anteriores que condenaba sin escrúpulos a la clase obrera al trabajo esclavo, cargado de obligaciones, horro de derechos y remunerado con la miseria. Entre la clase trabajadora se remueven las conciencias reivindicativas y bulle el revuelo de aquella máxima tan antigua de “la unión hace la fuerza”. Jóvenes y mayores se ilusionan con la aparición del sindicato que les aglutinaría para el conocimiento y la defensa de sus derechos. Sobrevuelan las promesas de lucha por un trabajo digno, un salario justo, unas aceptables condiciones laborales y, en definitiva, unas mejoras en la calidad de vida. Las sanas teorías, las buenas ideas y las maravillosas intenciones se tropiezan, como siempre es de esperar, con la oposición frontal de patronos y terratenientes, pero lo más penoso sería comprobar que también se mezclan y se ven emborronadas por la pillería y la picaresca, convertidas en avaricia y corrupción, de quienes, aprovechando la 80


ingenuidad y la entrega generosa de los obreros, pretenden y, a veces consiguen, sacar tajada, medrar y alcanzar situación de mejora o privilegio a costa de los demás. Es la eterna interpretación del que pregona su compromiso político y su entrega al prójimo y confunde el “servir a” por el “servirse de”. Esta fue la lamentable experiencia sindical de nuestros amigos Rafael Bermúdez y Antonio Villa. Surgen los espabiladillos de turno que se lanzan a la batalla de las prédicas, unos honestamente convencidos, otros, como luego demostrarían, aprovechados y ávidos de pescar en río revuelto. Lo cierto es que se organiza en Dehesilla Nueva una formación sindical en defensa de los intereses de los campesinos y asalariados en general. Los lugareños le impusieron el rimbombante nombre de la OSCA, Organización Sindical de Campesinos. Se elige una Junta Directiva entre los cabecillas más comprometidos y lanzados, y se nombra Presidente a Ildefonso Corredera, bracero experimentado y, como se le reconoce entre los convecinos, un tío echao p’alante. ¡Y tan echao p’alante! Como que los asociados acuerdan entregar una cuota de seis reales para gastos de organización y funcionamiento y a nadie se le dio explicación sobre el destino de aquel dinero. La verdad sea dicha que aquello se organizó y estuvo funcionando, al menos durante un tiempo, aparentemente bien, aunque a esta primera etapa no caben realmente calificativos, pues todos estaban esperanzados en resultados, que se suponía que llegarían con el tiempo. Lo cierto es que se engatusó al personal con algunas asambleas en las que se proponían consignas y se decidían actuaciones que luego no llegaban a materializarse. El devenir de los acontecimientos derivaría en posiciones y actuaciones bien distintas según los casos pues, como dice el refrán, cada uno cuenta la feria según le ha ido en ella. Rafael Bermúdez y Antonio Villa, jóvenes fogosos, idealistas y dispuestos, se apuntaron al sindicato. Rafael no acudió muy convencido, pero accedió a las razones de Antonio. El primero apenas si llegó a pisar el campo, en cambio el segundo, a pesar de sus pocos años, ya lucía callos en las manos de empuñar la mancera del arado o el cabo del azadón. A poco que se involucraron en la refriega sindical, comprobaron tristemente que les había tocado militar en el bando de los desencantados. Nadie escarmienta en cabeza ajena, pregona un refrán. Nuestros amigos pudieron comprobar la veracidad del dicho, pues escarmentaron, ¡vaya si escarmentaron!, pero no en cabeza ajena, sino en la propia. Muchas palabras grandilocuentes, mucho discurso vano, pero la realidad les seguía machacando con su crudeza. No habían estudiado más allá de los poquitos conceptos de la escuela, no tenían base cultural ni experiencia acumulada, pero ambos poseían la chispa de un desparpajo felino y una listeza innata que rápidamente les puso al corriente de la situación. 81


No conocían la palabreja, pero enseguida calificaron la estrategia como pura demagogia. Así que los hechos que se produjeron y las murmuraciones consiguientes no les causaron sorpresa ni los denunciaron como engaño, pero definitivamente ellos sí que asumieron su total desengaño. Los hechos objetivos fueron varios, comenzando por la más absoluta ineficacia en la supuesta lucha por las mejoras de las condiciones laborales. El campesinado y la clase obrera en general seguían tan sometida e indefensa como siempre. El Presidente del sindicato Ildefonso Corredera dejó los trabajos duros de las labores agrícolas, logró zafarse de las ataduras que conllevaba la dependencia del mísero jornal que el señorito de turno le daba, a costa de arrancarse la piel a tiras en los desagradecidos terrones de sus fincas. Todo el pueblo pudo constatar cómo el Corredera se compró un buen rebaño de ovejas y cabras y, con la explotación de las mismas, logró un alto grado de autonomía laboral, por lo que en el resto de su vida no tuvo que trabajar más a expensas de ningún amo. Perdió su predicamento reivindicativo y su reputación social, pero salvó su estatus, librándose así de la esclavitud del jornalero, aunque, en referencia a su aspecto físico y a su nueva situación laboral, cargaría con un mote con el que sería conocido en el pueblo hasta el final de sus días: “El Moreno de las Mochas”. Nuestros dos intrépidos jóvenes, por fin, entendieron las advertencias que un día les había hecho el abuelo de Antonio. El viejo, sentado en un poyete del corral de la casa, revestido de su medio raída pelliza y tocado con su inseparable boina, avalado por la sabiduría de sus muchos años y la perspicacia de su dilatada experiencia, les desgranaba sus sentencias con una sonrisa pícara mientras daba golpecitos en el suelo con el bastón. Aplicando la máxima que dice que más sabe el diablo por viejo que por diablo, así les hablaba: - ¡Muchachos! Os veo bien enfrascados en este jaleo del nuevo sindicato obrero. ¡Ajá! ¡Bendita inquietud juvenil! No seré yo quien os quite la ilusión. Al contrario, pienso que los obreros tienen que luchar por defender sus derechos, porque nadie regala nada. Todo se consigue con el esfuerzo. ¡Pero ojito con algunos de estos listos! Yo conozco a más de un espabilado que se sabe muy bien las cuentas y de diez se lleva una, de veinte se lleva dos y de treinta se las lleva todas. Os lo advierto. Muchas palabras bonitas de cara a la galería y para sus adentros más de uno piensa: “lo mío para mí y lo de los demás para repartirlo”. Y no os quepa la menor duda que se llevarán todo lo que puedan, se quedarán con lo suyo y se repartirán todo lo que puedan arrebañar a los demás. Lamentablemente, en esta ocasión, el viejo acertó en su pronóstico y los dos jóvenes quedaron defraudados y escarmentados. Rafael nunca sintió aprecio por el negocio de la panadería, como ya se ha dicho. El trabajo de agricultor, aunque contase con un buen apoyo en las tierras de su padre, se le antojaba duro y mal pagado. La preocupación de papá Modesto crecía ante la actitud del zagal que no se asentaba en ningún oficio. Pero espíritu tan inquieto no estaba destinado a pasear por las aceras. En su mente maquinaba posibilidades, que hasta el momento no habían fructificado, hasta que un día saltó la chispa que encendió su decisión. 82


Sería conductor, más concretamente camionero. Había descubierto de repente su gran atracción hacia el mundo del motor. Pocos eran los vehículos en el pueblo movidos por tracción mecánica. Por las calles y caminos sólo circulaban carros tirados por briosas mulas y carretas de pastueños bueyes. No obstante sí que rugían de vez en cuando algunos coches. Al menos tres afortunados vecinos de la alta burguesía local conducían sus flamantes coches negros. Los señoritos Miguel Zambrano, Paco Ramírez y Enrique Candelas hacían sentir su paso por las calles al rugido de sus motores matacás. Pero el coche más atractivo era sin duda el de Raimundo Puertas, que presumía con su lujoso chevrolet. Además el excéntrico Ramón Bohíguez ponía a disposición del vecindario su destartalado camión, de marca Ford, habilitado para todo tipo de transportes: materiales de construcción, arena, escombros, estiércol, leña, muebles, maderas, garrafas de aceite, bocoyes de vino, granos, animales y, si surgía la oportunidad, también se atrevía con el servicio de pasajeros. Ese desvencijado Ford inspiró en Rafael la vocación que llenaría su vida laboral para el resto de sus días. Así que, tomada la decisión, se planteó la tarea de convencer a papá Modesto. - Papá, quiero ser conductor camionero -le comunicó a su padre sin titubeos una tarde que el señor Modesto merodeaba por el corral de la casa trajinando en el montón de leña que tenía reservada para el horno de la panadería-. Mi hermano Sixto ya lleva el negocio de la panadería. A mí no me gusta el campo y no es que me acobarde el trabajo, pero no me atrae ni poco ni mucho, ni nada. - Pero, niño, -le contesta el padre- si no tienes carnet ni edad para conducir. -Ya lo tengo decidido, papá -su firmeza era irrefutable-. Hablaré con el Bohíguez para que me deje acompañarle como aprendiz y, cuando aprenda a manejar el camión, me darán el carnet. - ¿Y luego qué vas a hacer? -inquirió el padre, queriendo insinuar que el carnet sin vehículo sería papel mojado-. Pero a Rafael no se le iba a escapar el detalle, ya que su razonamiento iba por delante y, por tanto, tenía resuelta la cuestión. - Conseguiré el carnet en cuanto cumpla la edad y entonces me comprarás un camión –argumentó con tal convicción que parecía no permitir el derecho a réplica-. No hubo más discusión sobre el tema. Rafael, unas veces con más ánimo y otras con menos, ayudaba a la casa con esporádicas tareas en el campo, en la venta del pan o en cualquier otro trabajo que le ordenase el señor Modesto. No obstante no descuidaba su fijación por el motor y, a la menor ocasión que se le presentara, acompañaba a Ramón Bohíguez en el trasiego del transporte. Sus carnes hubieron de soportar la dureza de la carga y descarga hasta derretirse en mil sudores persiguiendo el aprendizaje que tanto anhelaba.

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Puso toda la carne en el asador uniendo todo su empeño a su innata inteligencia y habilidad, convencido totalmente de que querer es poder. Al fin consiguió su objetivo, por lo que su padre Modesto, llegado el momento y convencido por su insistencia y decisión, le compró un camión Hispano-Suiza T 69. Esta inversión se llevó por delante todos los ahorros que el bueno de Modesto había ido guardando durante años y aún no alcanzó para cubrir todo el gasto, por lo que hubo de aceptar un pellizco de deuda y solventar así el capricho de su hijo Rafael. En realidad no había sido un capricho, sino una firme decisión, por lo que toda la familia aceptó el sacrificio en la seguridad de que además de proporcionar a Rafael un medio de ganarse la vida, le colmaba su mejor deseo. Y es que chaval tan tozudamente decidido no se iba a conformar con malvivir a costa de cualquier trabajo. Malviviría o bienviviría, pero en un trabajo de su agrado que le llenara de satisfacción. A eso llaman vocación y aquél que logra combinar gusto y dedicación o, mejor dicho, dedicación con gusto, puede considerarse un afortunado.

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CAPÍTULO X.LA LLAMADA DEL AMOR.CLARITA LA DE RODRIGÓ . ESTRE O DE RAFAEL E EXPERIE CIA SEXUAL. LA OVIA CATALI A. A Rafael, varón, por atributos masculinos, y macho fogoso, por seguimiento consecuente con la naturaleza, apenas se le despertaron los primeros ardores de la pubertad, le bailaban los ojos detrás de una falda, aunque incomprensiblemente pecaba de corto a la hora de lanzarse a la conquista de la muchacha escogida entre las de la vecindad e idealizada en sus sueños. Arrojado y decidido para todo, en cambio en asuntos amorosos se mostraba un tanto tímido. Así fue como los ojos comenzaron a hacerle chiribitas por la niña de Cristóbal Rodrigón. Se llamaba Clara y por eso todos la conocían como Clarita la de Rodrigón. La chiquilla gozaba de un cuerpo bien contorneado, de grácil cintura, unas bonitas piernas y en su pecho comenzaban a intuirse las prominencias de los limones de sus incipientes senos. Innegablemente la muchacha era guapa, como demostraba la luz que desprendía su rostro de cara redondita y piel blanca, que se adornaba con unas delicadas mejillas sonrosadas, unos labios carnosos bien perfilados, nariz graciosamente respingona, dos enormes ojos negros de largas pestañas enmarcados por finas cejas y una larga cabellera de pelo lacio y de color castaño. Rafael bebía los vientos por gozar, aunque sólo fuera un instante, de su cautivadora sonrisa y quedaba embelesado observando el provocativo contoneo de la chiquilla cuando se acercaba o se alejaba caminando por la calle. Cada vez que la veía se le encendía el pecho y un cosquilleo le recorría el cuerpo desde la coronilla hasta el talón. La muchacha iba y venía varias veces cada día a la casa de su abuela Manolita, vecina de Rafael. El encendido enamorado le tenía cogidas las horas y cada vez que ella pasaba, él se asomaba a la puerta para verla y aprovechaba para saludarla o hablarle alguna menudencia. Con esa simpleza volvía a entrar en su casa con el corazón ardiente de deseos y el alma satisfecha por haberla llenado de ese trocito de cielo que para él representaban esos fugaces momentos. Una y otra vez se proponía declararle sus sentimientos y manifestarle sus encendidos amores, pero nunca encontraba la ocasión. Maquinaba una y mil veces el lugar y el momento de abordarla. Ya tenía estudiadas y más que repasadas las palabras que habría de decirle, pero las ocasiones pasaban y pasaban sin que el enamorado mozo soltase de una vez toda la adrenalina que acumulaba en su interior. Pero nunca se armó de valor para declararle su amor. No encontró la ocasión propicia o no se atrevió a insinuarse, ni siquiera a bromear con piropos o palabras por las que ella pudiese colegir su interés. De mañana no pasa que le declare mi amor, se decía cada vez que la contemplaba alejándose acera abajo y entrando en la casa de la abuela, y ese mañana volvía a pasar. El mañana se esfumaba y no acababa de llegar, porque se perdía en el limbo de sus repensados y siempre pospuestos propósitos y su indecisión rayana en enfermiza. .

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Cierto día se encontró con la inmensa fortuna de que Clarita entró en su casa. Venía buscando a su hermana Dolorcita con la que la muchacha guardaba cierta amistad. A Rafael se le alegraron las pajarillas, el corazón le saltaba a borbotones. - Hola, Rafael, -inquirió la mocita con una dulce sonrisa en la cara que al sorprendido y azorado mozo le descompuso el alma y le revolucionaron todas las entretelas de su cuerpo- ¿está tu hermana? - Por ahí dentro debe andar –respondió el joven con los ojos chispeantes y entrecortando las palabras, llamando a su hermana de forma atolondrada- ¡Hermana, niña, aquí está Clarita, que pregunta por ti! - Estoy en el patio –se oyó una voz chillona-. Dile a Clarita que pase. - Entra, Clarita, -la invitó Rafael sin quitarle los ojos de encima a la muchacha y sintiendo cómo le saltaba el corazón que parecía querérsele salir del pecho-. ¡Anda, guapita, a ver si alegras a mi hermana que está hecha una sosa perdida! Dolorcita regaba las flores del buen surtido plantel de macetas que la señora Herminia tenía en el patio cuando se presentó su amiga. Clarita fue la excusa perfecta para dejar aquella ocupación, que ya tenía casi cumplida, y dedicarse a otros entretenimientos. Así que las dos niñas se entregaron al juego entre saltos y risas. Mientras las chiquillas se entretenían en sus juegos, Rafael, incapaz de alejarse de la atracción que le producía la linda vecinita, se entrometía estropeándoles la distracción. Las niñas protestaban, pero él insistía en sus bromas. En una de esas cogió una rebeca que Clara había dejado sobre una silla y la tiraba una y otra vez al aire entre las poco convincentes riñas de las dos amigas. Rafael se encontraba en las glorias, junto a la muchacha de sus sueños, aunque se cuidaba muy bien de que no asomase el más mínimo atisbo del fuego que le quemaba las entrañas. En uno de los lanzamientos la prenda quedó enganchada en un clavo que mamá Herminia tenía dispuesto y reservado en la pared del patio para colgar en su momento una maceta. El clavo en el que quedó colgada la prenda estaba lo suficientemente alto como para quedar fuera del alcance de las manos y necesariamente se habría de disponer de una escalera para recuperarla. El fiasco rompió el idilio, las niñas montaron en cólera y papá Modesto, al percatarse del alboroto y al constatar el resultado de la broma del muchacho, riñó a Rafael, indicándole la puerta de la calle: - Ya estás huyendo de aquí y te largas a donde cantan los empedradores. Anda vete a la calle o a la plaza con tus amigos. Así que deja a las niñas tranquilas, que ya eres mayorcito para andar incordiando. - Papá, -se quejó Rafael- si yo no les he hecho nada. Era sólo una broma y la rebeca se me ha escapado sin querer. - Sí, sin querer, -protestó su hermana Dolorcita- sin querer no haces más que meter la pata. Lo que pasa es que te gusta molestar porque eres un pesado.

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El señor Modesto no tuvo que insistir de nuevo, sólo una mirada inquisitoria hizo comprender a Rafael que debía abandonar aquel escenario. Agachó contrariado la cabeza, dirigió una última mirada furtiva a la muchacha de sus sueños, dio media vuelta y se marchó. Todo su castillo de ilusiones se derrumbó una tarde en la que su amigo Antonio Villa le hizo un comentario, al que, ignorante de las intenciones e interioridades de Rafael, le dio sólo la importancia que este tipo de noticias genera en los pueblos. Son simplemente incidencias cotidianas de la crónica local. - Rafael, ¿sabes una cosa? –le espetó de repente como el que trae una información importante y quiere ser el primero en darla a conocer-. Pues me he enterado que Clarita la de Rodrigón se ha arreglado y está saliendo con Alejandro, el hijo de Pepe Viñaera. El chaval es más bien seriote, pero muy buena persona y la mocita también tiene su mérito porque es guapetona y de buen ver. Y dicen que ya son novios. Las palabras cayeron como martillazos, sílaba a sílaba, en las sienes de Rafael. Un fuerte nudo le apretó la boca del estómago y le cortó la respiración. Pero se repuso al instante. Supo disimular su desencanto y aguantar el mal trago, como si la cosa no fuera con él. En realidad no iba, porque esa llama sólo ardió en sus entrañas sin asomar luz ni fuego al exterior. Así que sólo a él le tocó ir apagándola poco a poco. De momento salvó la situación con su lacónica respuesta: - ¿Ah, sí? Pues hacen una buena parejita –fue su contestación mientras por dentro se le derrumbaban todas las columnas del templo de su oculta y bien guardada pasión-. Había sucedido lo que tenía que suceder. Por dentro le comían los celos y la rabia de haber sido tan cobarde y haber dejado que otro se le adelantara. Se sentía culpable de su propia decepción por tantas indecisiones. Por fin ese mañana, que tanto había postergado, había llegado, pero no precisamente como él hubiese deseado. La cruda realidad le despertó de su letargo. Por dentro le chorreaban las lágrimas que no podía sacar al exterior y le llegaban hasta lo más profundo de su ser. Aquel amor escondido y oculto, que tanto tiempo llevaba rumiando en su pensamiento y que tenía guardado en su corazón como oro en paño, había muerto antes de nacer. Aquel pan tantas veces soñado y cuidadosamente amasado en las entretelas de sus sentimientos más puros y vehementes, se había quedado en la mismita boca del horno, a pie de tahona, a la espera de una cocción que ya nunca se llegaría a realizar. Se había quedado, no como reza el dicho, con las manos en la masa, sino con la masa en las manos. Rafael se llevó un gran desengaño y sólo le remordía el escozor de no haberse lanzado a la caza de una paloma que tanto había revoloteado ante sus propias narices y él, siempre con la escopeta cargada, nunca se había atrevido a disparar. Otra cuestión bien distinta sería el uso del sexo. Como todo macho ibérico, que de tal se preciara, no podía permanecer inactivo precisamente en el aspecto que calificaba su condición. En aquellos años prácticamente el cien por cien de los hombres del pueblo, solteros o casados, acudían al servicio de las casas de prostitución. También 87


los hombres encontraban ocasión de sexo con mujeres de la localidad o foráneas que merodeaban por bodegas y callejones del pueblo prestándose a dichos servicios por pura necesidad unas o por oficio autónomo otras. Se consideraba lo normal. Lo anormal sería no aprovechar estos servicios. Por tanto estas relaciones furtivas y extramatrimoniales eran moneda de uso corriente para los varones de entonces como la manifestación más palmaria del feroz machismo reinante. En muchos casos tales servicios no se encontraban necesariamente en las casas propias de lenocinio, donde se ejercía la prostitución llamémosle profesional. También se daban casos, más frecuentes de los deseados, de mujeres que ofrecían su cuerpo por pura y dura necesidad. La pobreza y la miseria no le dejaban otra alternativa. Así fue como Rafael con sólo 17 años estrenó su virilidad en brazos de una cuarentona, que no le hizo disfrutar mucho por su bisoñez, pero le colmó por completo el ego varonil al haber cumplido con el rito que le confirmaba como macho, lo que se interpretaba entre el vulgo como hombre hecho y derecho. Quien le incitó a echarse a la arena de aquel ruedo fue su amigo Antonio Villa, algo mayor que él y ya experimentado en esas lides. - Rafael, -le había dicho aquel día invitándole con picardía- ya es hora de que te estrenes con las mujeres. - ¿Y qué prisa hay? –le había contestado Rafael con displicencia, aunque en el fondo no le hacía ascos a la proposición-. La olla la tengo dispuesta para asar las castañas, pero no se me ha presentado la ocasión. - Pues mira, dicen que la ocasión la pintan calva –continuó Antonio- y a la casa de paredes de piedra que hay a las afueras del pueblo ha venido una morenota que te viene al pelo para debutar. - Antonio, no me metas en líos –se resistía Rafael- que como se entere mi padre me da la del tigre. - Anda, tonto, -volvió a la carga Antonio con una sonrisa maliciosa- no tiene por qué enterarse. Y si por casualidad se entera, no creo que lo lleve a mal. Decídete. El asalto te va a costar cinco reales. Además le regalas un bollo de tu panadería y se pone más contenta que unas castañuelas. De esa forma se esmera en el trabajito y te deja las puertas abiertas de par en par para otra vez. Así fue como Rafael venció la resistencia y por primera vez conoció las mieles del sexo, a instigación y por obra y gracia de su amigo incondicional. Las experiencias se repitieron en la ciudad en visitas a casas de las llamadas mujeres de la vida y en el pueblo con aldeanas que se prestaban por la necesidad a la que las arrastraba la miseria instaurada en aquella época. Hasta tal punto apretaba la necesidad que muchas veces aquellas pobres desprotegidas entregaban su cuerpo al ardiente macho en un oscuro rincón de alguna bodega o aceptando como colchón el aparejo de alguna mula extendido en la cuadra o en el pajar y recibían como pago a su

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servicio unas pocas monedas, un ansiado chusco de pan, una ración de garbanzos o cualquier otra ofrenda en especies. Tuvo suerte Rafael de no haber pillado nunca ninguna enfermedad venérea de las llamadas vergonzosas por asuntos del sexo. Como suerte o casualidad ha de calificarse expresamente, pues estas prácticas entonces se realizaban en total ausencia de la más mínima precaución, descuidada tanto de profilácticos como de higiene. De este modo, entre la juventud y entre los no tan jóvenes, se daban frecuentes casos de molestas ftiriasis o infecciones por ladillas, también llamados piojos del pubis. En otros casos algunos sufrían la vergonzante gonorrea o blenorragia, nombrada más vulgarmente purgaciones, y hasta en ocasiones, afortunadamente menos frecuentes, aparecerían casos de sífilis, enfermedad que comportaba y comporta seria gravedad. El dato cierto es que en aquellos años y hasta en épocas muy posteriores estos comportamientos se hacían en la más absoluta inconsciencia de los riesgos que conllevaban y que conllevan, si no se aplican las precauciones pertinentes, jugándose las consecuencias a una audaz lotería o más bien a una comprometida ruleta rusa. En lo que respecta a su idealizada Clarita, Rafael aceptó el derrumbamiento de aquel castillo que había ido construyendo en el aire de su imaginación desde hacía tanto tiempo y cuyas murallas cayeron de golpe con estrépito silencioso y de un solo bombazo aquella tarde con el comentario que le había hecho su amigo Antonio. La evidencia le hizo olvidarse casi por completo de ella, que parecía feliz con su Alejandro, el Viñaera. Rafael hubo de espigar en otros trigales. Así fue como, merodeando de mies en mies, tropezó con Catalina en la vecina localidad de Pinoral. La moza, esbelta como un junco y morena de ojos de azabache, encandiló al zagalón, que, dispuesto a no repetir la experiencia que había sufrido con Clarita, se lanzó al charco y la pretendió sin rodeos ni tapujos. La muchacha lo rechazó, en principio, más por darse a valer que por falta de ganas, pues también ella quedó prendada del osado mozuelo. Tras varios intentos, el pretendiente consiguió su propósito y la pinoraleña accedió a la relación. Tras un tiempo de confirmación del noviazgo, el muchacho hubo de afrontar el preceptivo trago de pedir la entrada en la casa al padre de la novia. - Buenas tardes, señor Pedro -balbuceó un nervioso Rafael al padre de la muchacha que salía del estanco de comprar un cuarterón de picadura de tabaco de liar. Rafael, al que no se le escapaba ningún detalle, hasta se fijó en el paquete que su posible futuro suegro aún llevaba en la mano y se quedó en su mente con la marca del tabaco, por si alguna vez venía al caso. En letras grandes se leía “Ideales” y él, que, al menos hasta ese momento, no se había acercado a los labios un cigarro, repasó en una fracción de segundo en su pensamiento los cigarrillos “Ideales” y “Caldo de Gallina” que manejaban hombres y muchachos de su entorno. Enseguida apartó de su cabeza las elucubraciones sobre el tabaco y se centró en su propósito-. Usted sabrá que me estoy paseando con su hija Catalina y deseo mantener con ella relaciones formales. Le aseguro que mis intenciones son rectas y quisiera formalizar nuestro noviazgo, si usted tiene a bien permitirme entrar en su casa.

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Un profundo respiro alivió su nerviosera, pues el párrafo que llevaba días preparando le había salido de un solo tirón. Más alivio experimentó cuando escuchó la respuesta de su interpelado: - Mira, zagaloncete, ya me estaba yo barruntando este asunto –le contestó el interpelado, hombretón de considerable estatura y de voz potente y recia, mientras sacaba del bolsillo de su chaqueta una petaca de cuero y la rellenaba con las picaduras de tabaco que acababa de adquirir-. Aunque eres forastero en este pueblo, conozco bien a tu padre, Modesto el panadero, y sé que es un hombre cabal y honrado. Espero que seas igual de noble que tu padre y cuides con mucho mimo a mi Catalina, que es la niña de mis ojos. Anda, vamos, que te voy a presentar a mi mujer. Así, de sopetón, el señor Pedro echó los brazos sobre los hombros de Rafael, y, atravesando la plaza del Ayuntamiento y caminando por la calle Real, lo introdujo en su casa, donde le esperaban una azorada Catalina y su madre, la señora María Pepa. Una vez conseguida la conformidad, la pareja da por establecida y regularizada la relación formal. A todos los efectos, en su fuero personal y a cara de la gente, ya son novios. Rafael, a partir de entonces, dejó los devaneos y relaciones furtivas y se dedicó por entero a mimar y arrullar a su morenaza. Para ello cada tarde pateaba a pie o en caballería los cinco kilómetros que separaban las localidades respectivas para encontrarse con la amada. Transcurrieron cuatro años de felicidad y buena armonía.

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CAPÍTULO XI.CO MOCIÓ E EL PUEBLO.HALCO ES Y GAVILA ES. ASESI JATO DEL MELLIZO GORDO. I TE TO DE QUEMAR LA IGLESIA DEL PUEBLO. ESTALLIDO DE LA GUERRA CIVIL DEL 36. REPRESALIAS. “PASEO” A RAMÓ CABEZAS. ACCIDE TE E LA CARRETERA. DESTRUCCIÓ DE LA COLUM A DE LA CUE CA MI ERA Los tiempos republicanos corrían revueltos y se anunciaban a voz en grito malos presagios. Las esferas políticas andaban a la gresca lanzándose los trastos a la cabeza, izquierdas contra derechas y derechas contra izquierdas. La izquierda reivindicaba conquistas sociales, secularmente olvidadas y restringidas, al tiempo que pretendía borrar muchos de los signos más significativos aún presentes de la opresión pasada. Bien es cierto que algunos sectores izquierdistas y sindicalistas no se entendieron entre sí a la hora de aunar y apoyar sus ideas y sus fuerzas y hasta se excedieron en sus comportamientos. Pero el sector mayoritario de la derecha más dura y reaccionaria, que se había visto forzado a transigir y no había tenido más remedio que aceptar aunque a regañadientes la llegada de la II República, apoyado en los terratenientes y en los sectores más radicales, como las capas más altas de la burguesía y la jerarquía del clero, no admitía ceder sus privilegios y actuaba ferozmente en la conservación a ultranza de su ancestral estatus cómodo y prominente y contra el avance en progreso e igualdad de las clases más pobres y desfavorecidas, cuya defensa propiciaban los republicanos convencidos. En el vocabulario local de Dehesilla Nueva cada facción había sido rebautizada con nombres de aves rapaces, por supuesto sin ninguna intencionalidad concreta, sino solamente como una muestra de la peculiaridad pueblerina estrictamente ceñida al ámbito local. Así a los seguidores de la derecha se les conocía como “Los Halcones” y a los de izquierda se les endosó el calificativo de “Los Gavilanes”. No hubo ciertamente dobles intenciones ni nada que asemejara las radicalmente opuestas ideologías con estas aves. Pero vistos a posteriori los aconteceres y el devenir de los hechos, poco entendimiento cabía esperarse entre aves de rapiña. La rivalidad política concreta local no puede establecerse como la disyuntiva entre las derechas y las izquierdas convencionales e ideológicamente bien delimitadas y definidas. No puede achacarse a cada grupo que se formó en el pueblo la defensa de los postulados de derechas en unos o de los ideales de izquierdas en otros. Los seguidores y adictos a una u otra facción se formaron entre los partidarios, algunos adocenados y aduladores, de los dos señoritos con mayor capital en fincas rústicas y urbanas del pueblo, Francisco Ramírez, el señorito Paco, “halcón avizor”, adalid de la derecha, y Enrique Candelas, el señorito Enrique, “pícaro gavilán”, comandante de la izquierda, en la realidad dos pájaros de cuentas que se valían de sus subordinados para defender sus intereses y azuzar sus diferencias.

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De hecho, pudo constatarse la total ausencia de diálogo y raciocinio, sustituidos por la ofensa, el insulto y la provocación. Este clima fue visto por los más activistas y radicales como caldo de cultivo idóneo para pasar a la acción. Algunos grupos de incontrolados revoltosos encontraron en aquel río revuelto patente de corso para campar a sus anchas y por las bravas en sus desmanes. En Dehesilla Nueva unos grupos de gavilanes animosos, o tal vez descerebrados y, sin lugar a dudas, alentados abierta o subrecticiamente no en la defensa de sus ideales sino en el interés del señorito, en este caso Enrique Candelas, comenzaron a hacer mucho ruido, aunque en realidad con pocas nueces. Soliviantaron la paz del pueblo con sonadas algaradas, pero al fin y al cabo se limitaron a apropiarse de algunos productos en los hacendados vecinos, obviamente contrarios al Candelas. Este señorito gandul y suspicaz alentaba a los revoltosos pero manteniéndose a la sombra, como el que ante un estropicio levanta las manos queriendo eludir hipócritamente la responsabilidad diciendo “yo no he sido”. De este modo aquellos pobres obreros llegaron a convencerse de que actuaban por propia iniciativa y, apoyándose en las nuevas ideas revolucionarias, consideraban que sus actuaciones no eran robos, pues pensaban que su forma de ver el nuevo orden les legitimaba para sustraer unas cuantas migajas a los que tanto tenían de sobra y que las gozaran los que nunca tuvieron nada. En los corrillos de vecinas y en las tertulias de casino se comentaba que los hermanos Hinojosa, Joselito el Pelón y Roque el Gamboa habían capitaneado a una cuadrilla de exaltados y habían robado un becerro en el cortijo “Los Acebuchales”, lo habían sacrificado, lo habían guisado y se lo habían comido en la misma era de la hacienda. Parece ser que el hecho fue realmente cierto, puesto que algunos de los que intervinieron en el evento hasta llegaron a jactarse sin tapujos y presumir en voz alta envalentonados de su hazaña. Otro suceso, mucho más grave que estas simples algaradas, que conmovió a todo el pueblo, fue el ocurrido en la vecina localidad de Pinoral, por las connotaciones que el mismo alcanzaba a Dehesilla Nueva. Fue en los días próximos al solsticio de verano de aquel año 1.936 y la noticia corrió como la pólvora llegando rauda a todas las localidades vecinas. La voz de los portadores del luctuoso suceso saltaba de boca en boca entre sorprendida, temblorosa y asustada: - ¡En Pinoral han matado al señorito Juan Ramírez, El Mellizo! –Juanita La Colorá daba el notición en la Plaza de Abastos cuchicheando de puesto en puesto, porque era la primera en enterarse de todo cuanto acaecía en el pueblo y no podía tenérselo callado ni un minuto-. - ¡Ay, qué barbaridad! ¿Y quién ha sido? –preguntó intrigada Pepa La Mataíta-. - Vaya usted a saber –terció Gregorio el carnicero, con un gesto de aparente despreocupación y como resignándose a que estas cosas tenían que pasar, visto cómo estaba el panorama social-. Campean por ahí muchos locos sueltos, pobres diablos de medio pelo de duras entendederas y de gatillo fácil.

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- ¡Ay! No digas eso, Gregorio, -se apresuró a comentar La Mataíta, poniendo cara de preocupación-. Una cosa es vociferar por las calles o atreverse a unos robos y otra cosa muy distinta es matar a una persona. Esto pasa de castaño oscuro. - ¡Y tan oscuro! –metió baza de nuevo Juanita La Colorá- Como que el mundo se ha vuelto loco de remate! ¡Pero loco, loco de verdad! - Hombre, ciertamente, si no loco, muy tocado de la mollera hay que estar para matar a nadie, sea quien sea el objeto de esta atrocidad –razonaba Ambrosio desde su puesto de pescado-. Pero yo creo que más bien ésta es la consecuencia de las revueltas políticas que estamos viviendo. Yo ya sabía que estos asuntos no traerían nada bueno. - Esto se veía venir y le ha tocado al Mellizo Gordo como le podía haber tocado a otro y ¡ojalá que quede ahí la cosa! –sentenció Fali Relempaguito, el verdulero, sin dejar de colocar sus verduras y frutas meticulosamente bien ordenadas en su despacho, coincidiendo con la opinión del pescadero-. - ¿Y cómo ha sucedido? –preguntó asustada Teo, la churrera-. - Pues según me han dicho –remató la información Juanita La Colorá con la voz intencionadamente forzada, modulando con afectación las palabras como quien está convencida y segura de lo que dice y pretende convencer a los demás, gesticulando con aparatosidad los brazos y zarandeando todo su cuerpo-, ayer por la tarde, ya casi oscureciendo, les descerrajaron cuatro tiros a quemarropa a las mismas puertas de su casa. El hombre salía y lo alcanzaron en el mismo umbral. ¡Vamos que no le dio tiempo ni a poner los pies en la acera y ya estaba rodando por la calle en un charco de sangre! El tal Juan Ramírez era hermano del señorito Paco Ramírez, también apodado El Mellizo, por razones obvias de parentesco con el asesinado, el mayor terrateniente de Dehesilla Nueva. Por tal motivo la noticia del asesinato convulsionó al pueblo de manera directa. No se habían apagado aún los murmullos de tan luctuoso suceso, cuando una algarada de hombres y mujeres, encendida en descomunal griterío y provocando una fuerte algarabía, subía la cuesta que da acceso al pueblo por la calle Carabelas. Venían armados de escopetas, pistolones, horcas y hachas, lo que denotaba sus aviesas intenciones. Éstas no eran otras que prender fuego a la iglesia del pueblo, para lo que traían dispuestos y cargados en el serón de un inocente borriquillo unos cuantos bidones de gasolina. Rápidamente corrió la voz de alarma por todas las casas de Dehesilla Nueva. Joaquinillo Barrigatrapo se presentó con la noticia en la panadería de Modesto. - ¡Modesto, Cándido, Herminia, vengo al trote del lobo desde el olivar, porque no me gusta un pelo lo que he visto venir por el camino! ¡Mala pinta tiene el asunto y me huelo que algo gordo va a pasar! –de la excitación apenas le salía la voz de cuerpo-. - Pero cálmate, buen hombre, -cortó Modesto expectante- traga saliva y respira que te va a dar algo. ¿Qué ocurre?

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- ¡Vienen a quemar el pueblo! –espetó Joaquín de sopetón-. - ¿Pero qué estás diciendo, Joaquinito? ¡Qué brutalidad! ¿Quiénes son esos gallos valientes que pretenden cacarear en gallinero ajeno? –se envalentonó Modesto-. - Son hombres, mujeres y muchachos de los pueblos vecinos. Yo estaba en los olivos del Retamal entretenido en mi faena, cuando vi que subía por el camino una polvareda enorme –continuó Joaquín-. Al principio me pareció que sería de una piara de cochinos o algún rebaño de borregas o de cabras. Pero se escuchaba una gran algarabía y me llamó la atención tan escandaloso vocerío. Así que me paré a mirar y me fijé bien, porque me pareció raro y, de pronto vi aparecer entre la nube de polvo un montón de gente armada. Cuando noté que se acercaba el griterío aparejé el mulo a toda prisa y me vine zumbando a todo meter para el pueblo más ligero que un cidral. - ¿Y qué se les ha perdido en Dehesilla Nueva a esos desalmados? ¿Es que no tienen suficiente con ocuparse de solucionar los problemas de sus respectivos pueblos que quieren también arreglar los del nuestro? –alzó la voz Modesto-. - Ya sabe usted lo movido y revuelto que anda el patio –continuó Barrigatrapo- y gritan algo como: ¡fuego!, ¡que ardan los traidores! Rafael irrumpió corriendo en su casa y se plantó jadeante ante la misma boca de la tahona. Traía la cara desencajada, los ojos que se les salían de sus órbitas y el corazón saltando a borbotones: - ¡Viene una tropa de gente dispuesta a quemar la iglesia! -atinó a decir a toda prisa y entrecortando las palabras-. Todos quedaron sobresaltados y mudos sin poder reaccionar ante la información contrastada por Barrigatrapo y Rafael. - La gente se está concentrando en la Plaza del Pescado para impedirlo -continuó Rafael apenas recuperó el aliento-. La Guardia Civil está sobre aviso. Efectivamente los vecinos, todos a una, izquierdas y derechas, gavilanes y halcones, olvidaron en ese momento sus diferencias y se aprestaron a defender lo que consideraban intocable: su iglesia y la imagen de su Patrona, la Virgen de la Asunción. De paso estaban defendiendo también el patrimonio histórico artístico que encerraba el templo, como pudieran ser sus retablos barrocos y un número considerable de imágenes y enseres de considerable valor artístico y emocional. Vecinos de uno y otro signo político salieron a la calle a parar la barbarie que llegaba de los pueblos vecinos. Al frente de la espontánea tropa de defensa se puso la dotación de la Guardia Civil del cuartel local, compuesta por el Comandante del Puesto, el Sargento Lora, y cinco guardias. Cuando la horda de revoltosos foráneos apareció por la esquina de la calle Mesoncillo, que emboca en la Plaza del Pescado, ya les esperaban los guardias civiles, mosquetón en ristre, apostados como avanzadilla de una gran cantidad de dehesillenses, que les guardaban las espaldas para evitar la tropelía. 94


El sargento Lora había trazado con su machete una raya en el suelo terrizo en mitad de la plaza y apuntando con su arma a los recién llegados, les amenazó poniendo toda su energía castrense en la voz: - ¡Alto en nombre de la ley! ¡Este pueblo no consiente intromisiones forasteras en sus cosas! Así que el que tenga valor y esté dispuesto a continuar con lo que viene a hacer que traspase la línea. ¡Vamos, adelante, valientes! Los incendiarios comprendieron lo complicado y arriesgado del asunto si seguían adelante y, dando media vuelta, se alejaron de la plaza y abandonaron el pueblo y sus intenciones de quemar la iglesia. Tal vez se presentara mejor ocasión o tal vez se esfumara para siempre y el templo se habría librado definitivamente de las perversas y voraces llamas. Los hechos de los días siguientes confirmaron la segunda opción. Pero si lamentable era la intención de aquellos ardorosos amotinados, lamentabilísimo fue lo acaecido en los días posteriores. Y no fue otra cosa que aquel duro “golpe seco y helado” que, en palabras del gran poeta de Orihuela, Miguel Hernández, supuso el estallido de la Guerra Civil, el 18 de julio de 1.936, fecha señalada en el calendario con un fatídico negrísimo y decepcionante para unos y con un blanco brillante y glorioso para otros. Se la puede juzgar, justificar y valorar desde muchos puntos de vista, pero lo que es innegable es que supuso un enorme desastre para la nación española. La revuelta situación social, los enfrentamientos entre intereses, la falta de diálogo y otras maldades fueron la excusa para justificar lo injustificable, el pronunciamiento militar contra el gobierno legítimamente establecido. Eso fue y no otra cosa, por muchas vueltas que se le quieran dar, aquel suceso histórico. Fue únicamente un levantamiento por las bravas de unos militares que usurparon el poder por la fuerza en contra de la decisión de los ciudadanos expresada en las urnas. Tanto fue así que los golpistas lo llamaron sin el más mínimo pudor “Glorioso Alzamiento Nacional”. De estas tres palabras, sólo una se puede considerar cierta y verdadera, alzamiento. Las otras dos son rigurosamente falsas. No fue nacional, puesto que se limitó a una parte ínfima de la nación, cual fue la de los militares facciosos y sus secuaces, que impusieron la razón de sus armas a la otra parte mayoritaria. Tampoco se puede calificar de gloriosa a una salvajada que destrozó a la nación en una guerra desastrosa de unos durísimos y larguísimos treinta y tres meses y medio entre hermanos y vecinos y que la encarceló opresoramente en una férrea dictadura de casi cuarenta años. Dehesilla Nueva fue ocupada desde los primeros días por los rebeldes del pronunciamiento militar que se habían levantado contra la República. Esta tranquila población fue una de las primeras en ser tomada, para la llamada causa nacional, por la temida “Columna Carranza”, que había salido de Sevilla y fue ocupando las distintas localidades del Aljarafe y del Condado de Huelva alcanzando hasta Ayamonte, el Andévalo y la Sierra. Aplicaban la consigna y el objetivo, basado en el terror, marcado por su jefe, el General Gonzalo de Queipo de Llano, que a la sazón mandaba la plaza militar de Sevilla y se había adherido a la causa golpista desde el primer momento. La orden estricta y el método a seguir fueron tajantes: “fusilar a los hombres y violar a las mujeres”. Con esta premisa las represalias, aplicadas en muchos lugares con saña feroz

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y sin piedad, no se hicieron esperar, aunque en Dehesilla Nueva tuvieron sus connotaciones particulares y puede decirse que no demasiado virulentas. Apenas habían transcurrido unos escasos meses desde que las urnas de las elecciones municipales de febrero de 1.936, habían dado la victoria en Dehesilla Nueva, como en la mayoría de los ayuntamientos españoles, a las fuerzas de izquierda, coaligadas en el conocido Frente Popular. Las autoridades municipales locales, gavilanes obviamente, fueron desposeídas de sus cargos y sustituidos por paisanos afines a los golpistas, o sea, halcones, que fueron colocados a dedo por los nuevos jerifaltes, encaramados al poder por la razón de la fuerza y no por la fuerza de la razón. El alcalde y los concejales, que habían salido elegidos en las urnas democráticas, fueron encarcelados de inmediato. Aquellos alborotadores de poca monta, que robaron en los cortijos y se zamparon el becerro, también fueron hechos presos y confinados en el propio pueblo a la espera de decisiones de las altas instancias. Algunas mujeres, esposas, hijas o novias de elementos izquierdosos, fueron deshonradas con purgas a base de aceite de ricino y con el rapado de sus cabezas, exponiéndolas de esta guisa al escarnio en la plaza pública. Aún se recuerda en el pueblo a aquellas mujeres que sufrieron este vergonzante trato, como fueron, Paca la Pavea, Josefa Revuelo, Remedios la Larga, Cristobalina la Caribella, Sebastiana la Pulguita, Alfonsita la Choni, Manolita la Batahola y varias más. Pasado el tiempo ninguno de los apresados fue llevado a “hacer el paseo”, fatídica fórmula eufemística con la que se llamaba a los fusilamientos y asesinatos, perpetrados en las tapias de los cementerios o en las cunetas de las carreteras, sin juicio previo ni garantía alguna, con los que la represión fascista purgó el suelo patrio de elementos molestosos a sus intereses, en muchos casos por pura venganza personal. La intercesión del Capitán de Infantería Santiago Santana, hijo del pueblo, y del nuevo cura párroco don Ernesto Pacheco, que había sustituido en su cargo de atención religiosa en el pueblo al viejo sacerdote gallego don Escolástico, libró a los encarcelados del paredón al que inexorablemente estaban destinados. El argumento de defensa con el que abogaron por ellos fue que en Dehesilla Nueva no se había manchado ninguno con delitos de sangre. No obstante algunos fueron enviados a primera línea de fuego en el frente de guerra, otros fueron ninguneados y, en cierta forma, acosados en sus trabajos y ocupaciones en el pueblo. El alcalde y sus concejales fueron conducidos a campos de trabajo, más bien de represión, en los pueblos gaditanos de San Roque y Tarifa, donde fueron “purgando” sus penas. Algunos pasaron luego al penal de Santoña en Cantabria durante largos años. Unos más temprano y otros más tarde, regresaron vivos al pueblo y, en definitiva al menos, todos salvaron el pellejo. Un caso curioso se dio con el zapatero Manuel Vallecillo, un hombre aséptico en la refriega política, aunque de ideas liberales y abiertas, según confesaba más tarde en su vejez. Se presentó en las listas del Frente Popular porque se lo pidió el que luego 96


saldría elegido alcalde y al que no pudo negarse en agradecimiento a unos favores personales. Así que, sin comerlo ni beberlo, se vio involucrado en unas represalias por ser considerado elemento izquierdoso, y por tanto, maldito para el nuevo orden. Fue conducido junto con sus compañeros a los campos de trabajo de San Roque y liberado poco tiempo después atendiendo a su discapacidad física, ya que padecía una pronunciada cojera. Esta deficiencia no fue producto de ningún accidente, sino defecto de fábrica, o sea, que había nacido ya con esa tara. Se le devolvió al pueblo con una cédula de libertad temporal y condicionada y en esa situación murió, ya anciano, setenta años después y sin que nadie reparase en su situación ni se ocupase de ella ni de palabra ni de hecho, aún después de muchos años de instaurada la democracia. Así lo contaba a los jóvenes en sus últimos años de vida en un gesto entre amargo y guasón, pero queriendo reivindicar su honor y su condición olvidada de hombría de bien. Sin embargo hubo un borrón que ensució la plana tan aparentemente pulcra de Dehesilla Nueva. Hablando pronto y claro, sí que se dio el triste y temido paseo a un vecino del pueblo. Durante cuarenta y más años se ha silenciado y hasta se ha intentado condenar el hecho y la persona al más ignominioso olvido. En gran parte, unos por intereses y otros por desidia, lo han conseguido, coadyuvados por la ausencia de familiares directos de la víctima para recordarlo. Pero, al menos, queden estas humildes letras para refrescar su nombre y perpetuar su memoria. Durante estos largos años, en el pueblo todos sabían del suceso pero preferían darle de lado. El miedo y la impostura del poder dictatorial imponen en las gentes sencillas el obligado convencimiento de que estas cosas es mejor no hablarlas y mucho menos removerlas y defienden el argumento de que esas historias quedan mejor dejadas en el pasado y, lo pasado, pasado está. La cobardía da la razón al dicho de que quien olvida la historia está condenado a repetirla. Hasta el punto se ha querido dejar en el pasado el trágico suceso ocurrido en Dehesilla Nueva que la mayoría de los vecinos, aún los más viejos, han olvidado el nombre del asesinado. Afortunadamente siempre hay gente dispuesta a guardar el recuerdo para evitar volver a las andadas. Alguien no olvida y recuerda, aunque no siempre estuvo dispuesto a manifestarlo en voz alta, tal vez por miedo o por prudencia ante las circunstancias represivas. Pero los tiempos cambian y tras los días de negros nubarrones amanecen otros de sol radiante. Así que, pasados los años, Isaías El Chaparro lo comenta a unos amigos a las puertas del casino en tono confidencial, pero sin tapujos: - A ese hombre lo sacaron de su casa una noche, recién comenzada la guerra, se lo llevaron y lo mataron sin preguntar razones y sin dar explicaciones. Se llamaba Ramón, Ramón Cabezas, y era hermano de Ceferino y María Justa, también tenía otro hermano que se llamaba Pedro, que se fue a Canarias, más concretamente a Tenerife, y allí se casó y tuvo varios hijos. Todos sabemos en el pueblo que tanto Ceferino como María Justa permanecieron solteros toda su vida, por lo tanto los hijos de Pedro son la única

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familia directa de Ramón que queda. Pero como viven tan lejos y no han vuelto a venir por aquí, nadie reclama su memoria. - ¡Ah, ya! –salta un contertulio, Pepe Moreno, vecino de la calle donde vivía el malogrado Ramón-. Hace poco tiempo, unos meses después de la muerte de Ceferino, esos sobrinos sí que han venido por el pueblo. Recuerdo que varias personas estuvieron unos días entrando y saliendo de la casa. Serían ellos reclamando la herencia. Como sabéis mi casa está junto a la suya. - ¡Cierto, amigo Pepe! –confirmó Isaías-. Han aparecido por el pueblo los sobrinos y herederos de la familia, han vendido las fincas y la casa, han recogido el dinero y han vuelto a desaparecer por siempre jamás de estas tierras. - Los pobres de Ceferino y María Justa no tuvieron el calor de ninguno de ellos en vida y sólo han aparecido a recoger los despojos que han quedado tras sus muertes. Y del tío que mataron, ni media palabra –apostilló el tal Pepe-. Yo creo que no se habrán acordado ni siquiera de rezarle un padrenuestro. - Así de cruel es la vida –filosofaba Isaías-. Ramón era un buen hombre. Yo llegué a conocerle. Él no se entrometió nunca en trifulcas políticas, aunque todos sabían que pertenecía al bando de los gavilanes, es decir, a las izquierdas. Pero no lo mataron por su implicación política, sino por odios personales y líos de familias. - Yo he oído campanas sobre este asunto –comentó Pepe-, pero en el pueblo siempre se ha envuelto el tema en un halo de misterio y se ha intentado cubrir con un tupido velo, aunque todo el mundo tiene conciencia de la barbaridad y la injusticia que se cometió con ese hombre. - Así es y no te quepa duda –se animó a contar Isaías-. Te voy a explicar el asunto para que te quede claro. Las rencillas familiares se llevan a veces hasta las últimas consecuencias. Y así ocurrió con el desdichado Ramón. Las desavenencias entre los Cabezas y los Jiménez eran asunto público y notorio, y, por tanto, de conocimiento general en Dehesilla Nueva. Parece ser que amores y amoríos incomprendidos y rechazados entre jóvenes de las familias desencadenaron la tormenta doméstica. - Los líos de faldas siempre acaban mal – sentenció Pepe-. - Por ahí empezó el enfrentamiento de las familias –continuó relatando Isaías “El Chaparro”-. Concretamente el muchachote Agustín Jiménez bebía los vientos por María Justa Cabezas. El tal Agustín no cayó bien en casa de los Cabezas y fue Ramón quien se oponía con más firmeza a la relación. Igual que, rodando rodando, de un cachito del tamaño de una pelotilla de cabra se puede formar una gran bola de nieve, así fue engordando la animadversión entre las dos familias con pequeños desaires y supuestos dimes y diretes. - Yo he oído decir que Ramón era un hombre callado y discreto –se metió en la conversación Manuel Caro, otro tertuliano ocasional-, pero que tenía dos bemoles muy bien puestos.

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- Eso también es verdad –confirmó Isaías-. Y por eso el Agustinito Jiménez, como no tenía redaños para enfrentarse a él cara a cara, se vengó cobardemente denunciándole con truculencias falsas y acusándole de cosas que ese hombre no había hecho y que seguramente ni siquiera se le había pasado por el pensamiento. - También creo yo que influirían las diferencias políticas entre una y otra familia –terció Pepe-. Ya sabemos cómo respiraba cada cual y yo creo que en aquellos momentos tan convulsos una pequeña chispa se podía convertir al instante en una fogata y transformar una cerilla en un incendio. - Eso sin lugar a dudas. Esa fue la razón principal de las enemistades –siguió Isaías-. Pero te voy a contar la película completa tal como yo recuerdo haberla vivido y además como me la han contado. Ciertamente los Cabezas eran gavilanes, o sea de izquierda, y los Jiménez eran halcones, es decir de derecha. Además los Jiménez eran de los próceres significados de la derecha local. De hecho, el propio Agustín fue Alcalde del Ayuntamiento de Dehesilla Nueva en los últimos años de la Dictadura de Primo de Rivera. Me temo que esa diferencia política pudo haber sido la guinda que remató el pastel en este trágico episodio. Pero todo comenzó con las desavenencias, continuó con unos gestos y acabó en unas pintadas. Vayamos por parte. Ya está claro que Agustín no pudo apagar sus ardores amorosos en los brazos de María Justa y eso encendió la mecha de los problemas. El segundo paso hay que colocarlo a las puertas de una tienda de comestibles que los Jiménez regentaban en la Plaza de los Naranjos y que atendía su madre, la señora Joaquina. Cuentan que, en el fragor de la reyerta familiar, Ramón Cabezas cada vez que, de regreso de sus labores en el campo, pasaba ante la puerta de la tienda de sus denostados enemigos, alzaba el brazo izquierdo y así, puño cerrado en alto, reivindicaba su ideología ante las narices de los Jiménez. Jamás alzó la voz, ni dijo ningún improperio o insulto. Solamente se limitaba al gesto provocativo de levantar el brazo. Caro le costaría este atrevido detalle. La provocación fue reconvertida en delito por el odio, que daría plena justificación a la represalia. Pero la acusación que, según decían, llevó a este hombre a la muerte, fue una pura y dura falsedad. Eran los primeros días de agosto de aquel 1.936, cuando aparecieron en la Calleja de los Palos unas pintadas con consignas izquierdistas coronadas con dibujos del símbolo comunista de la hoz y el martillo. Cabeza de turco de algo cuya autoría no fue suya con toda seguridad, Ramón fue acusado de haber realizado dichas pintadas. Unos sospecharon que la denuncia partió de Agustín Jiménez, otros lo aseguraron categóricamente. De noche, con total alevosía y sin previo aviso, sin juicio alguno ni sumarísimo ni con garantías, sin averiguaciones sobre el motivo de la acusación, La Escuadra del Perrito lo sacó de su casa, lo montó en un coche y se lo llevó a las afueras del pueblo. Ya nunca jamás se supo de Ramón. Su destino, incierto y silenciado cobardemente en la versión oficial, sin embargo quedó meridianamente claro y cierto para la gente del pueblo, aunque nadie se atrevió a levantar el dedo acusatorio contra los calumniadores y quienes les encubrían, la nueva cúpula fascistoide mandataria local. Y es que el miedo, más que aconsejar, impone prudencia, en la seguridad de que el valiente que se hubiese atrevido a alzar la voz reclamando justicia, tal vez hubiese corrido la misma suerte. Así que el bueno de Ramón había sido asesinado en cualquier descampado, en la cuneta de alguna carretera o junto a las tapias de algún cementerio. Sus huesos duermen injustamente el sueño de los más justos en cualquier fosa común, o en algún solitario agujero, en definitiva en un lugar ignorado y ni siquiera reivindicado o buscado por familiares ni paisanos. Paradójicamente bien se puede decir que ¡descansa en paz! Porque nadie le ha molestado ni le molestará. Todo, todo para él ya es ¡paz! 99


- ¡Osú, Isaías! Aunque ya había escuchado yo algo de esta historia, a pesar de conocerla, al menos algunos detalles, por boca de otros, se me ha puesto un nudo en la garganta al oírla de tus labios –se sinceró Manuel Caro-. - También yo había oído hablar del miedo que producía en la gente sencilla sólo nombrar a la Escuadra del Perrito –apostilló el vecino Pepe-. - La Escuadra del Perrito –se apresuró a explicar Isaías- era un grupo de falangistas que patrullaban por estos pueblos y se encargaban cada noche de “dar el paseo” a cuantos “estorbaban” a los adelantados del “nuevo orden”. Venían unos diez o doce acompañados de un perro, y por eso le llamaban así: “La Escuadra del Perrito”, ¡triste, nefasta y nefanda escuadra, más bien banda, asesina! La gente del pueblo puso este nombre a aquella escuadrilla nocturna que merodeaba por sus calles, al estilo de las “razzias” moriscas de otras épocas, y que no traían otra misión que ser el brazo ejecutor de la dura represión llevada a cabo por los sublevados, orquestada desde Sevilla por el sanguinario General Queipo de Llano y encomendada, desde el Aljarafe sevillano hasta los últimos confines de la provincia de Huelva, a la tristemente famosa, por cruel y brutal, “Columna Carranza”, de la que tal vez la “Escuadra del Perrito” fuese una facción. Estos grupos, extremadamente violentos y cegados por la paranoia fascista, fueron brotando como las setas por toda la España ocupada por los rebeldes, y cumplieron a rajatabla el pensamiento de uno de los líderes golpistas más destacados, el General Emilio Mola Vidal, quien poco antes de estallar el levantamiento militar había declarado: “Hay que sembrar el terror…/… Hay que dejar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”. El propio Queipo de Llano delata al cabecilla de la terrorífica columna represora, cuando en un discurso de los que acostumbraba a emitir por la radio en las primeras semanas del conflicto armado, le dirigió estas palabras a título de alabanza: “He de notificar que el alcalde don Ramón de Carranza, más guerrillero que marino y que alcalde, con una columna de Falange…/---“ Este negro episodio acaecido en Dehesilla Nueva, réplica contundente a las algaradas republicanas y muestra fehaciente de la feroz represión fascista, tuvo, a los pocos días de la desaparición de Ramón, la contrarréplica en manos del destino que desembocó en otro triste suceso, que cada facción y cada vecino interpretó como contestación justiciera, vengativa o simplemente circunstancial, al cruel asesinato. Como dicen los viejos, hay opiniones para todos los gustos. Pero lo cierto y real es que cuando todavía humeaban los cañones de las pistolas asesinas y aún no se había enfriado el cadáver de Ramón, muere en accidente de carretera Julián Jiménez, hermano mayor de los acusadores. Hubo quien atribuyó este suceso a la intervención divina, o sea, se habría producido un juicio de Dios, aplicando el anatema bíblico del “ojo por ojo y diente por diente”. Para las almas más candorosas sería una intervención de la Santísima Virgen de la Asunción, Patrona de Dehesilla Nueva, cuyas fiestas estaban en plena efervescencia y que con ello desaprobaría el asesinato de Ramón. O, ¿para qué quebrarse la cabeza? ¿Para qué buscar causalidades donde tal vez sólo se hubiesen dado casualidades? En casa de Rafael Bermúdez también se hicieron los comentarios

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pertinentes. Lo más razonable será atribuir los hechos a la pura coincidencia y dejarlo en una macabra broma del destino. Fue el día ocho de agosto de aquel mismo año, 1.936. Los fervorosos devotos de la Patrona celebraban en Dehesilla Nueva la novena en honor de la Santísima Virgen de la Asunción. La lúgubre luz de las farolas comenzaba a alumbrar la oscuridad de la recién llegada noche, cuando en casa de la familia Bermúdez entró gritando y a toda prisa, no podía ser otra, Juanita La Colorá: - ¡Milagro, milagro, milagro! ¡Herminia, Herminia, la Virgen de la Asunción ha hecho un milagro! - ¡Virgen Santísima de la Asunción! ¿Qué ha ocurrido, Juanita? –preguntó exaltada la señora Herminia-. Desembucha, que me tienes en ascuas. - Pues mira, Herminia –prosiguió Juanita bajando la voz en tono misterioso-, el paseo que le dieron hace poco al pobre Ramón Cabezas ha sido justamente vengado. - Pero ¿qué me estás diciendo? –siguió en vilo Herminia- ¿Alguien se ha tomado la justicia por su mano y ha matado a otro? - ¡La Virgen, la Santísima Virgen de la Asunción! –replicó convencida Juanita-. - Anda, Juanita, no seas bruta ¿Qué tiene que ver la Virgen en los líos y las peleas de los vecinos? –Herminia fingía no comprender-. - ¿Qué día es hoy? ¡A ver, fíjate bien en la fecha que estamos! ¿A cuánto estamos de mes? –preguntaba Juanita con aire inquisidor-. - Pues, si el calendario no está equivocado, hoy es ocho de agosto –replicó Herminia con toda la ironía del mundo-. - ¿Y no has reparado que estamos en los días de novena de la Virgen? –seguía preguntado Juanita con la misma actitud-. - Efectivamente ¿y qué tiene que ver el cazón con el tomate? –seguía Herminia aferrada a su incomprensión-. - Pues aquí viene la madre del cordero –se dispone por fin Juanita a soltar el notición-. El autobús de viajeros que venía de Sevilla ha tenido un accidente en la Cuesta de los Almendros. Se ha salido de la carretera y ha volcado por el terraplén. Venían por lo menos treinta personas y sólo ha muerto una ¿te imaginas quién ha sido el fallecido? - Si tú no me lo dices ¿cómo lo voy a averiguar yo? –contestó Herminia-. - ¡Julián Jiménez! –espetó Juanita con un gesto resolutivo en la cara y dándose un fuerte manotazo en el muslo-.

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- ¡Ay! ¡Jesús, María y José! ¡Que Dios lo tenga en su santa gloria! –lamentó Herminia-. Pues Julián era el mejor de los hermanos, al menos así lo considero yo. Tú sabes bien que era un buen hombre. Ha tenido mala suerte, pero desde luego no es él precisamente merecedor a esta venganza, por las culpas de sus hermanos. - Puede que estés en lo cierto –apostilló Juanita-, pero es un Jiménez, lleva la sangre de los Jiménez y de casta le viene al galgo. - Julián ha perdido la vida, que es lo más importante -sentenció Modesto-. Pero quienes van a sufrir más esta pérdida son su viuda y sus tres hijos, convidados de piedra en toda esta polémica, y que además no se van a sentir consolados ni favorecidos con el calor y el aprecio de sus tíos. - ¡Ah! Eso por descontado –Juanita no podía tener la lengua quieta-. A esos matacanes solterones de Agustín y Anastasio les hacen poco viso sus sobrinos. ¡Vamos, digo yo, ...sus sobrinos y todo el mundo, porque sólo miran para sus barrigas, que bien rellenitas las tienen! Esos fueron los hechos, susceptibles de subjetivas interpretaciones. Desde luego sobrepasan los límites de la fantasía inmiscuir en sórdidas venganzas a los entes divinos y sus cohortes celestiales. Rafael y su padre Modesto, más ecuánimes y sensatos, pusieron el dedo en la llaga: - La muerte de Ramón es una prueba más, palpable y fehaciente, de la sinrazón de esta controversia fratricida, que acaba de empezar y ya veremos cómo acabará, porque la guerra es como la enfermedad, que se sabe cuando entra pero nunca se sabe cuando sale –apuntó el señor Modesto-. Y me temo que lo que mal empieza, peor acaba. Y si no, tiempo al tiempo. - Juanita, no le busques tres pies al gato –intervino Rafael-, lo de Julián lo has descrito tú misma: ha sido simple y llanamente un accidente En los corrillos de las comadres y vecindonas, en las charlas de casino y en las tertulias de la panadería, de la barbería o de la rebotica también se comentaban estos sucesos, siempre en voz baja y con la prudencia y discreción que aconsejaban o más bien imponían los acontecimientos en aquellos momentos tan delicados. Como es obvio se seguía al detalle las incidencias de la recién comenzada guerra, sobre todo cuanto se refería a los mozos del pueblo que habían sido llamados e incorporados a filas para luchar en los distintos frentes de batalla. Uno de los hechos que dio mucho que hablar entre los diferentes parlamentos pueblerinos de Dehesilla Nueva en aquellos primeros días de la contienda bélica por la cercanía geográfica del lugar de suceso fue el desastre de la Columna Onubense de la Cuenca Minera, abatida y destrozada a las puertas mismas de Sevilla, cuando se dirigía a la capital bajando la carretera por Castilleja de la Cuesta junto a La Pañoleta de Camas. El grueso de esta columna lo formaba un numeroso contingente de fuerzas de milicianos izquierdistas de los pueblos y aldeas de la Cuenca Minera de Huelva. En su animoso recorrido camino de Sevilla, ciudad a la se proponían liberar de la ocupación fascista, fueron sumándose vecinos de los diferentes pueblos por donde iba pasando, 102


partidarios de la legalidad de la República y contrarios por tanto a la algarada militar que se había alzado contra ella. De Dehesilla Nueva ningún valiente se apuntó a incorporarse a ella. Al mando de esta columna se encontraba el comandante Gregorio Haro Lumbreras, quien fue vitoreado con entusiasmo por los izquierdistas del barrio de Triana, esperanzados en su colaboración para la causa republicana. Pronto las cañas se tornaron en lanzas, porque este militar, en cuanto se le presentó la oportunidad, abandonó a sus soldados y agregados de los distintos pueblos a la columna, se pasó al bando de las tropas sublevadas y se volvió contra los milicianos onubenses, a los que antes capitaneaba y dirigía y que le habían ayudado, contribuyendo con esta traición de forma significativa a la destrucción de la columna. Las fuerzas rebeldes apostadas en la vega sevillana recibieron a los entusiastas onubenses con una lluvia de balas y bombas que causaron una auténtica masacre e hicieron saltar por los aires en la misma Cuesta del Caracol a los camiones con todos sus pertrechos y a los milicianos que en ellos viajaban. Los que escaparon de aquella encerrona volvieron humillados por el fracaso de su objetivo e indignados por la ignominiosa traición de su jefe. A su regreso, dolidos y enrabietados por tan grande desilusión, cometieron la mayoría de las atrocidades antifascistas y anticlericales conocidas y registradas en la provincia. La prensa adicta al levantamiento militar no desaprovechó la ocasión que estas acciones vengativas le proporcionaban y las expuso como ejemplos de la barbarie izquierdista. Siguiendo el mismo discurso y apoyándose en su argumento, obviamente mucho más vengativo que la propia venganza, valga la redundancia, de los masacrados en su retirada, la derecha la utilizó como excusa oportuna y justificación perfecta para lo que dio en llamar “operación limpieza”, plasmada en la consiguiente criminal represión.

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CAPÍTULO XII.SERVICIO MILITAR E GUERRA.EXTRAÑA I CORPORACIÓ DE RAFAEL A FILAS. PRIMERAS MISIO ES DE APOYO LOGÍSTICO. AMISTAD CO EL I I. ¡ESA ES MI CHACHA! Tras el estallido de aquel alzamiento del 18 de julio de 1.936, Dehesilla Nueva, como ya se ha expresado antes, quedó desde el primer momento ocupada por el ejército rebelde, autodenominado “ejército nacional” o “bando nacional”. Sus jerifaltes se arrogaron gratuitamente este calificativo, con lo que llamó a sus tropas “fuerzas nacionales” y a sus soldados “los nacionales”, como si sus adversarios fuesen extranjeros y no perteneciesen también a esta nación, España. Querían así justificar y afirmar su levantamiento contra el régimen legal establecido y arrogarse la exclusividad de la españolidad. Por el contrario, al ejército de la República se le conoció como “el ejército rojo” y a sus soldados se les llamaba “los rojos” y todos los seguidores y simpatizantes de la república quedaron englobados en el calificativo de “los rojos”, apelativo que se les aplicaba con desprecio por considerárseles enfangados en el sacrílego mundo comunista, vasallos de la ignominiosa Rusia e integrantes del contubernio judeo-masónico. Como es obvio, el estallido de la guerra y su posterior desarrollo llevó aneja la incorporación de las correspondientes quintas de mozos al frente de batalla. De esta forma fueron saliendo de los pueblos y ciudades sucesivas tandas de muchachos según iban cumpliendo la edad para cubrir las necesidades de la contienda. La extensión de la guerra en el tiempo hizo que se echase mano de jóvenes, algunos casi niños, de forma que hubo un contingente al que se llamó “la quinta del biberón”, por contar apenas entre los 16 y los 18 años de edad. En esta circunstancia se encontraba Rafael, pues lucía aún sus hermosos 17 años cuando comenzó el conflicto armado, pues le faltaban unos meses para cumplir los 18. La llamada a filas de Rafael se produjo de un modo un tanto peculiar, pero sus largos meses de servicio en el ejército transcurrieron relativamente serenos, dentro de la placidez que se puede dar en el ambiente cuando de fondo no ceja la música inquietante y atronadora de los nefastos violines y trombones convertidos en metralletas y lejanos timbales disfrazados de bombas de cañón, o sea, los estampidos de la guerra. Rafael con su camión Hispano Suiza T69 ganaba su buen dinerito en el transporte. El bronco rugir del flamante camión atronó por las calles de todos los pueblos vecinos acarreando palos y tablas para las cubiertas y tejados de las casas, materiales de obras, paquetes y otros encargos para la estación del tren, bocoyes de vino y mercancías de todo tipo, hasta algún esporádico porte de viajeros a la gran ciudad, más frecuentemente a Sevilla y en contadas ocasiones a Huelva. La vida, dura y revuelta en el exterior, transcurría plácida para el joven conductor, al que su padre veía con satisfacción al comprobar que había sentado la cabeza y se comportaba como un auténtico hombre de provecho.

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La guerra seguía su curso y aquel bombazo ensordecedor, que ya había salpicado hasta los rincones más recónditos del país, también había afectado a Dehesilla Nueva y muchos de los mozos del pueblo ya habían sido aherrojados a las trincheras. Rafael, de momento, no había sido llamado a filas. Antonio Villa, su entrañable amigo, se vio metido en el fregado desde el primer día por ser algo mayor que él. Rafael quedó en puertas con la incertidumbre de si lo llamarían o no, pues la guerra, como la enfermedad, se sabe cuando empieza, pero no cuando termina. No obstante veía cómo salían sucesivamente del pueblo los mozos, según iban llamando quintas para incorporarse directamente al frente, por lo que esperaba que más tarde o más temprano le tocaría a él marchar a la guerra, así como a los muchachos de su edad. Lo que no podía ni siquiera imaginar sería la forma en que le llegaría su turno para cumplir con la patria. Ajeno a la sorpresa que le guardaba el destino, siguió con su actividad de transportista al volante de su adorado camión. La guerra llevaba ya en marcha unos cuantos meses. Había transcurrido prácticamente un año desde aquel fatídico fogonazo de partida. El señor Modesto y su esposa Herminia ya notaban sobre sus carnes el cansancio de los años, aunque no dejaban sus labores cotidianas. No obstante delegaban muchas responsabilidades y trabajos en manos de sus hijos. Sixto, que se había casado con su Margarita, se había hecho cargo de la panadería. Dolorcita se dedicaba a las labores de la casa y a la venta del pan. Pero sus pensamientos volaban a diario hacia el frente de Extremadura donde se encontraba luchando en la guerra su novio Manuel Romeral. Rafael iba por libre y repartía su vida entre las horas al volante de su camión y los ratitos de arrumacos a su pinoraleña Catalina. Jamás olvidaría la fecha: 3 de agosto de 1.937, fiestas Colombinas en Huelva, celebración de la partida de Colón del puerto de Palos, aquel ya lejano año de 1.492, rumbo a la lejana Cipango en los últimos límites de la ancha y desconocida mar océana y que tropezaría con un hasta entonces desconocido continente al desembarcar en las playas de un Nuevo Mundo, América. También Rafael partió ese día de Dehesilla Nueva con su camión cargado de troncos de pinos y se dirigía a la serrería de la localidad cercana de Caño Viejo. Al llegar al portalón de entrada que se abría ante el extenso corralón de la serrería, lleno de montones de palos y tablones de madera, notó raros movimientos y presencia de militares. Se extrañó de ver por allí a los soldados, puesto que esta zona se encontraba pacificada desde el inicio de la contienda y muy alejada de los frentes de batalla. Él continuó su ruta y aparcó su camión en el descargadero. Mientras varios mozos se ocupaban de bajar los troncos, un silencio sepulcral enrarecía el ambiente de aquel gran corralón. Un militar con galones relucientes se acercó a Rafael. El muchacho sintió un temblor en sus carnes cuando reparó en aquel uniforme cuya graduación desconocía y que no tardaría en serle familiar. No obstante mantuvo la compostura y se preparó con gesto altivo a afrontar la situación.

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- Buenos días, muchachote, le habla el capitán Valdezate -le saludó el militar, cuyas tres estrellas de seis puntas en el frontal de la gorra y sobre hombreras y bocamangas de la chaqueta le identificaban efectivamente con el grado de capitán-. - Buenos días, señor, -contestó Rafael educadamente sin bajarse de la cabina-. - ¿Me puedes decir tu nombre y de dónde eres? –siguió preguntando el militar-. - Me llamo Rafael Bermúdez Contreras y soy de Dehesilla Nueva –respondió el joven camionero muy serenamente-. - ¿Y de quién es este camión tan flamante y bien cuidado? –inquirió de nuevo el capitán acariciando con su mano el alerón de la rueda delantera del vehículo y acompañando la pregunta con un tono de voz entre irónico y agresivo-. - El camión es de mi propiedad, aunque los papeles están a nombre de mi padre, Modesto Bermúdez –seguía contestando Rafael sin amilanarse, pero aquellas palabras y aquel tono le dieron un aldabonazo al cerebro e inmediatamente la serenidad se le cambió en preocupación y le dio la voz de alerta de nada bueno podía traer aquella actitud del capitá, por lo que ipso facto se puso tenso y preparado para los malos presagios que adivinaba y que se confirmarían de forma inmediata en la siguiente acometida del arrogante militar-. - Pues cuando a usted le parezca oportuno se baja del camión, se marcha a su casa y le comunica a su señor padre que, desde este mismo momento, su precioso camioncito ha sido requisado para el ejército por necesidades de la defensa de la patria – le espetó el militar con cierta sorna y displicencia-. Ahora sí que a Rafael se le cayeron los palos del sombrajo. Por un instante se quedó sorprendido y sin saber qué hacer. Pero saltó rápido como un resorte y reaccionó inmediatamente con rabia y fuerza. - Este camión es mío y no permitiré que nadie me lo quite –casi gritó Rafael-. Pero el capitán volvió a la carga de forma irónica y con una sonrisa maliciosa: - Vamos a ver, muchachito –repitió con cierto retintín el capitán-. Creo que no te has enterado bien. Este camión queda re-qui-sa-do, ex-pro-pia-do, con-fis-ca-do, llámale como tú quieras, vamos, que el camión se queda inmovilizado desde ya –insistía el militar con gesto autoritario y cambiando y endureciendo ahora el tratamiento, que hasta entonces había sido subrepticiamente cortés-. Y le ordeno a usted que se baje de inmediato y se puede marchar a su casa por donde ha venido o por donde usted quiera, pero el camión desde este mismo instante queda bajo mi responsabilidad e incorporado al servicio del ejército nacional. - Señor, no puede usted hacerme esto –protestó Rafael en tono de súplica-. Este camión es mi trabajo, es mi medio de vida y considero un atropello lo que usted pretende hacer.

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- Lo que yo pretendo hacer, no, más bien querrás decir lo que yo ya he hecho. Comprendo sus razonamientos, jovencito -–se reafirmó en su decisión el capitán e insistió recalcando el tratamiento distinguido del usted y evitando el tuteo, no se sabe si por educación o con su pizca de arrogancia-, pero usted también debe entender la situación. Las necesidades de la patria están siempre por encima de las particulares. Así que perdone que le insista. Ya le llegará a su padre la correspondiente notificación. Pero ahora no me haga perder más el tiempo. Así que coja la manta al hombro y enfile la carretera en el coche de San Fernando, un pie para adelante y el otro andando. No hizo mucha gracia la chanza a Rafael. De pronto se le revolvieron las tripas, le subieron los colores a la cara y se enfrentó a la situación con todo el coraje de que era capaz. Bajó de la cabina del camión y continuó su protesta con el militar en la distancia corta para reafirmar su postura. - No pienso marcharme, señor militar, -alzó con fuerza la voz mostrando todo el orgullo y la rabia que llevaba por dentro-. Si mi camión está requisado, requíseme a mí también. Donde vaya mi camión iré yo también. Sólo se llevará usted mi camión por encima de mi cadáver o conmigo al volante. - ¡Bravo!, muchacho, --vociferó el capitán alzando los brazos y soltando una sonora carcajada-. Me acaba usted de solucionar un complicado problema y al mismo tiempo me ha dado la solución perfecta. Así que ya contamos con un camión y con su conductor. Usted lo ha dicho: el camión va para adelante y el conductor también. Acaba usted de incorporarse al glorioso ejército nacional español como soldado voluntario. Un sudor frío recorría todo el cuerpo de Rafael. Aquel impulso vehemente le había metido en un fregado inesperado con el que no contaba, ni que a soñar se hubiera puesto en la peor de las pesadillas. Pero él no era hombre de amilanarse. Así que pensó que a lo hecho, pecho. - Por cierto –volvió a dirigirse a él el capitán- ¿Cómo se llama usted? - Ya se lo dije antes, me llamo Rafael Bermúdez Contreras –contestó él-. - Bien, jovencito, -insistió el militar autoritario- desde este momento y en adelante se convierte usted en el soldado Bermúdez, conductor de intendencia y logística del glorioso ejército nacional espeñol. Como también le dije antes, soy el capitán Valdezate y, hasta nueva orden, quedará usted bajo mi mando. Los trámites pertinentes se harán a su debido tiempo y ya se encargará el sargento Najas de solventar las diligencias oportunas en la Caja de Reclutas y lo comunicará de inmediato a las autoridades de su pueblo. Te llevaremos a tu casa para que te despidas de tus padres – continuó el capitán Valdezate ya en tono más conciliador- y volverás en seguida para reincorporarte a nuestra marcha. - De acuerdo, mi capitán. Si no hay otro remedio, tanto mi camión como yo quedamos a sus órdenes –se resignó Rafael con entereza tragando saliva y mordiéndose la lengua para no soltar toda la rabia que le recorría el cuerpo entero-. - Bien dicho y bien hecho, muchacho, -le advirtió el capitán Valdezate-, admiro su entereza y su valentía, pero debe usted saber que en el ejército los bemoles hay que 107


dejarlos en la puerta del cuartel. Aquí, como no estamos en el cuartel, los puede usted dejar en cualquiera de estos montones de maderas y se evitará problemas. Así que haría usted bien en colgar su orgullo en el tablero de atrás del camión o tenerlo bien guardadito en la cabina y dejarlo ahí olvidado, al menos durante el tiempo que usted permanezca en la vida militar ¡Cabo Domínguez!, –vociferó el capitán dirigiéndose a su subordinado-, encárguese de proporcionar a este nuevo soldado su uniforme. Tráigale pantalones, guerrera, botas y gorra. La noticia cayó en casa de los Bermúdez como un espadazo en el pecho de cada uno de sus miembros. Joaquín Barrigatrapo se la había adelantado con el corazón encogido: - Señor Modesto, -apenas balbuceaba Joaquín- que me ha parado el Comandante de Puesto de la Guardia Civil, cuando volvía del campo y me ha dicho que a Rafael se lo han llevado a la guerra. Que vaya usted al cuartel y le dará más información. Al bueno de Modesto le faltó tiempo para dirigirse presuroso al cuartel. El guardia de puerta le anunció al Comandante de Puesto: - Ha llegado el señor Modesto, mi sargento. - ¡Que pase! –se oyó desde el despacho-. Modesto se acercó a la puerta del despacho: - ¿Da usted su permiso? Buenas tardes –saludó algo inquieto y nervioso al Comandante de Puesto destocándose de la gorra y entreabriendo la puerta del despacho- Pase, pase, buenas tardes señor Modesto. Siéntese, por favor –inquirió al recién llegado amablemente el sargento Lora, que ejercía de comandante de puesto del Cuartel de la Guardia Civil-. - Me acaba de comunicar Joaquín –le temblaba la voz al señor Modesto- que se han llevado a la guerra a mi Rafael. Sabrá usted que su quinta todavía no ha sido llamada a filas. Aquí ha ocurrido algo extraño. - Lleva usted razón, señor Modesto, –respondió el jefe local de la BeneméritaLo ocurrido a Rafael se consideraría extraño en tiempos de paz, pero no tanto en tiempos de guerra. La patria está en peligro y necesita proveerse de todos los recursos para su defensa y la consecución de su objetivo, que no es otro que derrotar al enemigo, el ejército rojo. Hacen falta vehículos y la autoridad competente ha decidido requisar el camión de Rafael para intendencia de guerra. Debo informarle que el muchacho protestó el requisamiento, pero ante la imposibilidad de evitarlo se ofreció voluntario como conductor, con lo que han quedado alistados en el ejército tanto el vehículo como Rafael. Al menos tendrá usted el consuelo de que su hijo no pisará las trincheras. - Le agradezco su explicación, aunque me sirva de poco consuelo –replicó el señor Modesto dejando caer las palabras entremezclando la zozobra con la resignación mientras se reconcomía las entrañas de rabia e impotencia-. Espero que comprenda mi sorpresa y mi angustia al haberse producido este hecho sin previo aviso y tan de repente. 108


- No olvide usted, señor Modesto, que estamos en guerra –reafirmó el Guardia Civil-. De todas formas mañana tendrá usted al mozo en casa para que pueda despedirse de él y, según orden que se me ha dado, deberá incorporarse de inmediato, junto con su camión, a su destino en la compañía del capitán Valdezate que se encuentra acampada en Caño Viejo presta para partir hacia el frente. Se adelanta a los mozos de su quinta, pero sólo por poco tiempo ya que los muchachos de su edad están en puertas de ser incorporados a fila y la marcha de un nuevo contingente de jóvenes sólo es cuestión de días. La casualidad ha hecho que su Rafael se adelante. En compensación cuenta con la exención de la refriega directa. Tal vez no le sirva de consuelo, porque la guerra siempre es la guerra y, como el peligro siempre se encuentra presente, nunca se sabe la suerte que se puede correr. Así fue como Rafael se vio separado de un plumazo de su familia, de su trabajo y de su novia. Y consecuentemente se vio enrolado en la vorágine de una guerra fratricida, transportando tropas, pertrechos, víveres e intendencia en general al ejército llamado nacional, que se había levantado en armas contra el gobierno de la República. De la noche a la mañana se vio vestido de soldado al volante de su amado camión en compañía del sargento Najas y un cabo en la cabina y una veintena de soldados encaramados en el remolque de carga. Con tan inusual mercancía recibía su bautismo en lo que durante casi dos años sería su cometido bélico; el transporte de tropas, víveres y pertrechos militares por los distintos frentes de guerra. El cuerpo se le encogía en aquel uniforme tieso y anchorro al que le faltaba elegancia y glamour pero le sobraba tela y holgura por todas partes. Los pies le bailaban en unas botas en las que los dedos se estiraban en el esfuerzo inútil de alcanzar la punta y le venían grandes por todas las costuras. No obstante las había asegurado bien a la pantorrilla atando fuertemente sus largos cordones y apretándolos bien en cada uno de los agujeros que se apoyaban en la larga lengüeta y se remataban con correíllas de relucientes hebillas. Aquel intrépido Hispano Suiza devoraba kilómetros por carreterines infernales siempre en dirección nordeste. Hacía rato que habían dejado atrás Sevilla y se dirigían a la Sierra Morena cordobesa buscando un destino a todas luces incierto e intrigante por totalmente desconocido. Rafael atormentaba su mente en la lucha por apartar los recuerdos de su pueblo, de su casa, de su familia y de su novia y al mismo tiempo imaginar lo que le esperaba en aquellas sierras grises que le mostraban sus desgastadas montañas en la lejanía. Abstraído en sus pensamientos apenas si atendía a las voces, las risas y la charanga que tenían montada los soldados tras sus orejas, cantando y vociferando inconscientes en el remolque del camión. El sargento de vez en cuando intentaba entablar una conversación que Rafael sólo seguía con monosílabos o frases entrecortadas. - ¿Qué, muchacho, te gusta conducir? –rompió el hielo el sargento-.

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- Sí –fue su primera lacónica respuesta-. - Ya se nota –continuó el suboficial-. Además tienes el camión muy bien preparado. Sospecho que lo tratas con exquisito mimo. - En eso venía yo pensando ahora mismo –terció el cabo-. Me he estado fijando y he reparado que lo tienes en perfecto estado de revista y muy bien cuidado hasta el último detalle. - Es mi gran pasión –contestó Rafael con un desplante de orgullo-. - Siento desanimarte –prosiguió el sargento-, pero de ahora en adelante deberás acostumbrarte a verlo sucio y lleno de polvo. Eso será lo menos que le pueda pasar, si tiene suerte y no lo llena de agujeros una ametralladora o lo desbarata un cañonazo. - Esa posibilidad ya la llevo asumida desde el punto y hora en que me he visto abocado a esta situación –contestó resignado Rafael-. - Y si el cañonazo se lleva sólo al camión, la cosa es menos grave –se entrometió el cabo haciéndose el gracioso aunque a Rafael le hiciera muy poquita gracia-. Lo malo es que se quede el camión intacto y una bala perdida se lleve por delante al conductor. - ¡A quien cuece y amasa, de todo le pasa! –sentenció con ironía el sargento para terminar de desgraciar la gracia del cabo.- Pues sí que me estáis ayudando con vuestras animosas palabras –protestó con ironía Rafael-. Así fue transcurriendo el viaje, mientras el flamante camión engullía las horas y los kilómetros en su avance hacia las sierras de la cornisa norte de Andalucía. Atrás quedaron pueblos, campiñas y recuerdos. Por fin llegaron al primer destino. Un pueblo cordobés solitario y silencioso apenas si les dio la bienvenida. Se trataba de Belmez. Por la sierra cordobesa tuvo sus primeras misiones de apoyo logístico a las tropas que combatían en las trincheras y avanzaban en dirección al poniente tomando los distintos pueblos que encontraban a su paso: Belmez, Espiel, Pozoblanco, Peñarroya-Pueblo Nuevo y Fuente Obejuna. Al cabo de unos meses y conforme avanzaba el frente en la conquista de los pueblos por las tropas sublevadas y retrocedía el ejército republicano, sus recorridos se desplazaron a Extremadura. Durante aquellos largos meses de guerra recorrió con su camión en repetidas correrías todas las comarcas y casi todos los pueblos de Badajoz y de Cáceres. El centro logístico o base de sus operaciones fue cambiando, ubicándose, según los distintos avatares bélicos, en diferentes lugares, empezando en Azuaga y trasladándose luego a Zafra, Mérida, Badajoz, Cáceres y hasta Jaraíz de la Vera. Las necesidades del servicio le iban marcando las rutas y así pateó hasta la saciedad gran cantidad de pueblos extremeños. Su buena memoria los recordaba muchos años después y hasta refería las anécdotas que le fue ocurriendo en algunos de ellos o sencillamente el impacto que le produjo su simple conocimiento. 110


Así, hablaba de sus andanzas por diferentes rutas extremeñas de pueblos que repetía en un primer repaso en una lista de machacona reticencia y guardando siempre el mismo orden de ruta: Malcocinado, Berlanga, Llerena, Fuente de Cantos, Jerez de los Caballeros, Fregenal de la Sierra, Olivenza, Puebla de Obando, Alburquerque y Alcántara. Retomaría el recuento en una segunda entrega, igual de concisa y ordenada, por Villafranca de los Barros, Almendralejo, Don Benito, Guareña y Montánchez. Pero el recorrido que repetía con más frecuencia era el de los pueblos más cercanos a las tierras manchegas de Castilla como Granja de Torrehermosa, Castuera, Cabeza del Buey, Herrera del Duque, Valdecaballeros, Logrosán, Trujillo, Zorita, Guadalupe, Navalmoral de la Mata, Malpartida y Plasencia. Luego durante el resto de su vida recordaría los nombres de los pueblos y los repetiría cada vez que se terciaba en tertulias de amigos donde cada cual se explayaba con sus batallitas particulares. Rafael soltaba su ristra de pueblos extremeños recorriendo una y mil veces las mismas rutas en su mente. Especialmente le impresionaron dos lugares que le dejarían huella para el resto de sus días: la serena majestuosidad del Monasterio de Guadalupe y la desbordante belleza natural del Valle del Jerte en flor. El servicio militar ya de por sí constituye todo un arsenal de fatigas y malos tragos en tiempos de paz y mucho más en la guerra. Al sacrificio inherente al fragor de la refriega, se unirá el continuo sobresalto por la posibilidad inmediata de la más que posible entrega de la propia vida, con la evidencia cierta y palpable de las caídas a uno y otro lado de los desafortunados compañeros abatidos por las balas y las metrallas enemigas. A las muertes se unirá el dolor de los heridos y mutilados que, en un rosario continuo y permanente, iban cayendo en cada batalla o escaramuza. Pero la estancia en el ejército, nido de obligada convivencia entre los soldados y cantera de amistades, también se presenta como una efectiva ocasión de hacer grandes amigos. En unos casos la amistad durará el tiempo de contacto directo, aunque, al tomar cada cual derroteros distintos en sus vidas, perdure ciertamente en el archivo de los buenos recuerdos. Pero en otros casos ese lazo afectivo se mantendrá para el resto de la vida, bien con esporádicos contactos o bien con una correspondencia postal más o menos frecuente. Este es el caso que vivió Rafael con un compañero soldado, del que referirá luego, cada vez que se encarte la ocasión, los momentos vividos con tan querido y leal compañero y con el que nunca perdió el contacto. El buen amigo atendía por Telesforo Corredera Riverola, nombre y apellidos de resonancia rimbombante, pero grapados a una persona sencilla, de escasos caudales, ni muebles ni inmuebles, y de condición humilde, pero que adornaba su persona con otras virtudes como la simpatía, una cierta chispa de gracia natural e innata y la generosidad. Además, y para más señas, Telesforo, al igual que la mayoría de los de su edad y condición de aquellos años, era completamente analfabeto. Natural de la localidad sevillana de Albaida del Aljarafe, nadie, ni en su pueblo natal ni en el ejército, le llamaba por su nombre de pila, sino que se le conocía por el mote de “El Nini” y más de uno, sobre todo en su pueblo, también lo conocía por otro apelativo proveniente de la especialidad de su oficio inherente al

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trato con animales, o sea, “El Capaó”, por su destreza en castrar o capar cerdos para su mejor engorde y caballos para liberarlos de su fogosidad en el acoso a las yeguas. Como se habrá deducido, su dedicación en la vida civil se orientaba a la cría y cuidado de ganados, como ovejas, cabras, cerdos y caballerías. Lo cierto es que Rafael y El Nini congeniaron y fueron uno para el otro un apoyo durante los años de la contienda bélica y grandes amigos para el resto de sus días. Como El Capaó era un experto consumado en el dominio de su oficio, pero una absoluta nulidad en el manejo de las letras, Rafael se vio obligado durante todo el tiempo de campaña a convertirse en el lector y escribiente de las cartas a la familia y a la novia del muchacho. Una de las anécdotas que Rafael referiría a lo largo de los años sobre este amigo no deja de llevar el contrapunto de la lacra del analfabetismo y la ignorancia y la chispa cómica de la gracia y la espontaneidad. Contaba Rafael que en cierta ocasión el sargento de guardia de la compañía convocó a la soldadesca para repartir la correspondencia que había llegado para los soldados. Así fue pregonando a gritos los nombres de los destinatarios. Pero llegó un momento que leyó un destinatario un tanto peculiar. - ¡Atención, mucha atención, soldados! –alzó aún más la voz el sargento-. Tengo en mis manos una carta que no trae el nombre ni la dirección del remitente. Pero todavía es más intrigante el dato de a quién va dirigida. He podido comprobar que ha llegado a esta compañía porque viene perfectamente especificada nuestra localización y hasta el pueblo donde ahora nos encontramos, Azuaga, pero escuchen atentamente el destinatario. Leo textualmente: “Para entregar a mi hijo”. Todos los presentes quedaron expectantes, algunos esbozaron una sonrisa entre murmullos de sorpresa y hasta hubo quienes se rieron con espontáneas carcajadas. Nadie se sintió identificado con el dato ofrecido por el sargento, aunque todos deberían tener sus respectivas madres, así que éste continuó con su perorata: - ¡A ver, soldados, atended de nuevo! –vociferó el sargento disponiéndose a dar lectura a la carta no sin esbozar también una sonrisa cómplice con la guasa de los soldados-. Como, por lo que escuetamente viene escrito en el sobre, es imposible dar con el destinatario de esta carta, me voy a tomar la libertad de abrirla y comenzaré a leerla. Si alguno identifica y reconoce a quien la escribe, o sea al remitente, y por tanto cree que va dirigida a él, me lo dice y yo le entrego la carta. Todos siguieron atentos y expectantes a la voz del suboficial, unos por si eran los destinatarios y otros por simple curiosidad. - Querido hijo –comenzó leyendo el sargento tras abrir el sobre-. Ante todo me alegraré de que estés bien y no te haya pasado nada malo. Por casa tanto tu padre como yo y tus hermanos, así como todos los demás estamos bien, gracias a Dios. Primero tengo que contarte que “La Tablina” ya ha parido una camada de ocho gorrinos… -

¡Esa es mi chacha! –cortó en seco El Nini alzando la voz y los brazos-.

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Toda la soldadesca allí apelotonada en torno al sargento saltó en una explosiva y sonora carcajada. Durante un buen rato las risas y los comentarios jocosos corrieron por todos los corrillos de la compañía. El sargento entregó la carta a El Nini y la lectura completa de la misma, ya en privado, corrió a cargo de Rafael. - Trae la carta, Nini, que te la voy a leer -le ordenó Rafael acercándose al amigo-. Una vez terminada la lectura, Rafael y Telesforo continuaron conversando. - Nini, ¿cómo es que has identificado en apenas dos renglones que quien escribía la carta era tu chacha? –preguntó Rafael por satisfacer simplemente la curiosidad-. - Hombre, Rafael, -contestó el Nini-. Cuando escuché el nombre de “La Tablina” pensé para mis adentros: “Esa es mi guarra, no puede ser otra y la carta me la ha escrito mi chacha”. ¿Yo no te he hablado nunca de mi Tablina? -

Es la primera vez que he escuchado ese nombre –contestó Rafael-.

- Pues es el nombre de una cerda madre que tengo en mi corral y que es un animal muy especial a la que todos los de mi casa le tenemos mucho cariño. Por eso me di cuenta que la carta era para mí. No te vayas a reír con lo que te voy a decir, pero te aseguro que “La Tablina” para mí y para los míos es como una más de la familia. - No, amigo, no me voy a reír –contestó Rafael realmente serio, aunque un poco intrigado-, pero eso debe tener alguna explicación, porque no me negarás que el asunto tiene su poquito de guasa.

- Pues ya que te pica la curiosidad, te lo voy a explicar ahora mismo con pelos y señales para que lo comprendas y te quedes tranquilo y satisfecho –se dispuso el Nini a relatar la historia de “La Tablina”-. Pues resulta que el capataz de la finca donde trabaja mi padre le regaló una guarrilla recién nacida, hace ya unos cuantos años. Seguramente sería de las que cogieron la teta trasera de la madre, porque cuando llegó a mi casa venía endeblita y delgada como una tabla. Por eso le pusimos ese nombre, porque realmente parecía una tablita estrecha de endeble que venía. A base de biberones de leche de una cabra que teníamos la sacamos adelante y le cogimos cariño, porque la puñetera era muy salerosa y los chiquillos estaban todo el día jugando con ella. Cuando se hizo mayor mi padre la reservó para madre y cuando notaba que se había puesto en celo le echaba un verraco y así lleva unos cuantos años llenando de guarrillos el corral de mi casa. Mi padre cría los guarros y luego, cuando han metido unas cuantas arrobas, los vende, que siempre vienen bien unas pesetillas extras para la ropa de invierno. Además siempre deja un guarro para nosotros, lo engorda y se sacrifica en mi casa. Todos los años esperamos con ansia que llegue San Martín para rebanarle la yugular al cochino. La matanza es como un día de fiesta en casa preparando las chacinas. - ¡Ah! ¿Entonces, grandísimo pillo, en tu casa se come jamón? –preguntó Rafael, siguiendo el hilo de la explicación del Nini-. - Mira tú que no. No dejamos ningún jamón –se apresuró a corregir Telesforo-. Ese es un lujo que no nos podemos permitir. ¿Y si se pica y se estropea cuando se está salando o colgado durante el tiempo de curación? No podemos arriesgarnos a que eso 113


pueda ocurrir. Por eso cogemos las cortezas, los huesos de costillas y espinazos, el rabo, las orejas y los tocinos y se guardan cubiertos de sal en una tinaja. Con toda la carne restante se hacen chorizos y morcillas, que mi madre cuelga en cañas en el sobrado de la casa. Así no se desperdicia nada, porque como decía mi abuelo “del cochino se aprovechan hasta los andares. De esta manera la despensa la tenemos asegurada para casi todo el año. - ¡Vaya, hombre -replicó Rafael no sin un puntito de guasa-. Ahora entiendo yo que le tengas tanto cariño a La Tablina. Esa no es una cerda cualquiera, es un seguro de estómagos llenos para tu gente, vamos que con ella tenéis montada cada año la charcutería familiar. - Así es, Rafael, –confirmó el Nini relamiéndose los labios- y no me veas lo ricos que saben los choricillos caseros que los aliña mi madre, que para eso tiene manos de santo. Le tiene cogido el tranquillo a los avíos y les da un punto inimitable. ¡Uy, qué exquisito le sale todo! Además tú los has probado. ¿No te acuerdas de la última vez que me llegó aquel paquete? -

Sí que lo recuerdo –aseveró Rafael- y estaban riquísimos.

- Pues esa es mi Tablina –reafirmó con orgullo el Nini-. Pero a ella nunca jamás la sacrificaremos ni la venderemos a ningún carnicero. La Tablina morirá de vieja en mi corral. Tanto yo como mi gente seríamos incapaces de meternos en la boca un filete o un chorizo de La Tablina y venderla por cuatro perras tampoco merece la pena. Así que será una guarra y una cochina, pero en mi casa es una reina. - Ya veo, ya veo –confirmó estupefacto Rafael-. Esto me hace pensar que algunos animales merecen más respeto que muchas personas. - ¿Tú sabes lo que dice mi padre algunas veces? –saltó el Nini que al instante le salió la chispa ocurrente-. - A ver, pájaro, saca la bola del buche –dijo Rafael consintiendo la pregunta y esperando alguna de las ocurrencias peregrinas de su amigo-. Vamos, que ya te voy conociendo y no me extraña que se te haya iluminado la sesera con alguna chanza. - Pues mi padre es una persona muy seria y habla poco –se dispuso a soltar su gracia el Nini-, pero cuando abre la boca sube el pan. De vez en cuando dicta sentencia soltando una de sus caídas y se gana a todo el que lo escucha. Pues vamos a lo que vamos. Mi padre dice que un cochino deja más que una persona decente. ¿Qué deja una persona decente? Pues una persona decente deja sólo: “¡Buenos días, buenas tardes, buenas noches y vaya usted con Dios!”. Con eso no se come y, por tanto, no sirve para nada. En cambio un cochino deja jamones, chorizos, salchichones, morcillas, manteca y mucha pringue, que es lo que necesita el cuerpo. ¿Es o no es? - Pues sí que tiene ángel tu padre y de verdad que no le falta la razón –aseveró convencido Rafael- . Al menos es práctico. Pero hay que ver la bulla que has montado cuando saltaste diciendo con ese vozarrón: “¡Esa es mi chacha!”. Vamos que el personal se desternillaba de la risa. Por cierto, ¿quién es tu chacha?

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- Es mi hermana mayor –contestó el Nini-. Y como es la mayor de mis hermanos pues todos la llamamos chacha. Y ella se encarga de escribirme en nombre de mi madre. -

¿Y cómo es que ella ha ido a la escuela y tú no? –inquirió Rafael-.

-

No, si ella tampoco ha pisado nunca la escuela –aseguró el Nini-.

-

¿Entonces cómo sabe leer y escribir? –se extrañó Rafael-.

- Pues muy sencillo –se dispuso a explicar el Nini-. Mi hermana, que por cierto se llama Rosita y el nombre le viene como anillo al dedo de guapa y buena que es, desde niña entró a servir en la casa de un ricachón del pueblo. No le da ni una peseta de sueldo, sino que se conforma con la comida y una poca ropa usada que apaña de vez en cuando desechada por la señora o por alguna de sus hijas. Mi hermana como es tan buena, servicial y cariñosa, se ganó el afecto de una de las hijas del señorito que le dio por ella. La muchacha le enseñó a leer y escribir y le hace muchos regalos, a lo que mi hermana le corresponde con el trabajo en la limpieza y todas las labores de su casa, que no te vayas a creer que es una choza, sino que es un caserón con muchos portales y habitaciones, así que mi chacha tiene faena larga. - Ya podrías tú haber encontrado un señorito generoso que te hubiese enseñado a leer y escribir –siguió Rafael con su pizca de guasa y en tono de broma- y no tendrías que ocuparme a mí para que te lea y te escriba tus cartas, porque la escuela, supongo, que ni la has pisado. - Pues mira, -respondió rápido el Nini- sí que la he pisado, pero una sola vez y por un solo día. Recuerdo que una vez mi padre me mandó a la escuela, porque mi madre le calentó la cabeza diciéndole que el aprender a leer y escribir sería bueno para mí y en casa, jugando y maquinando trastadas, todo lo que hacía era estorbar, ya que todavía era yo demasiado chico para trabajar. - Y llevaba razón tu madre – apostilló Rafael-. Aprender siempre es bueno, pues el saber no ocupa sitio y los conocimientos te pueden servir en la vida, por ejemplo, para escribirle a tu novia y no tener que acudir a otro para que te lo haga. - El caso es que tendría yo seis o siete añillos cuando fui por primera y única vez a la escuela –continuó el Nini con su relato-. Nada más traspasar las puertas se me quitaron las pocas ganas que yo llevaba de entrar por aquel aro, que para mí más que aro suponía un pesado yugo. No me acuerdo qué cosa haría mal o en qué metí la pata, pero lo que sí recuerdo es que el maestro me soltó dos solemnes bofetadas que me dejaron la cara como un pan. Me escapé en ese mismo instante, salí corriendo a la calle como una bala y me presenté en mi casa llorando, ¡qué digo llorando!, berreando como un becerro y pintándole el asunto a mi madre más negro de lo que en realidad había sido. Mi madre me comprendió y mi padre no mostró mucho interés por hacerme regresar a la escuela, así que ya no volví más a verle la cara a aquel negrero. Al poco tiempo mi padre me llevó con él al cortijo y allí he estado siempre liado con los animales. Estas anécdotas, tan insólitas como verídicas, dieron pie a Rafael a incontables referencias a las mismas repitiéndolas en multitud de ocasiones a lo largo de su vida cada vez que la ocasión se le presentaba propicia. 115


Pero mucho más determinante en el discurrir de sus días le resultaría otra sorpresa que se encontró en el ejército y en Extremadura. Y no fue otra que una mujer que se cruzaría en su camino y le trastocaría todos sus planes.

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CAPÍTULO XIII.LA FUERZA IRRESISTIBLE DEL AMOR JUVE IL.MISIO ES LOGÍSTICAS POR EXTEMADURA. EL TE IE TE MACÍAS Y SU HIJA EUGE IA. ATRACCIÓ E TRE RAFAEL Y EUGE IA Los bombazos de la refriega bélica, el bramar de las metralletas y los disparos intermitentes de la fusilería retumbaban en los oídos de Rafael allá en la lejanía, puesto que se movía con su camión a una distancia considerable de las trincheras. Las tropas del ejército sublevado avanzaban desde la Sierra Morena cordobesa y sevillana, conquistando y tomando, pueblo a pueblo, palmo a palmo, sus objetivos militares hasta introducirse de lleno en las ciudades y tierras de Extremadura. La misión encomendada a Rafael, deambulando con su camión por las distintas bases logísticas, hacía que recorriese los sucesivos frentes de guerra, siempre en la retaguardia. Así que subía y bajaba por los distintos pueblos de la Extremadura por viejas carreteras y angostos carriles en misiones de transportes de tropas y material bélico. Para él los días pasaban en la aparente placidez de una cierta monotonía, aunque con la música de fondo de la guerra, pues iba teniendo la suerte de no encontrarse con sorpresas desagradables de emboscadas o directamente implicado en ningún percance bélico. La rutina del servicio diario le hizo coger cierto apego al nuevo trabajo, resignándose al dicho obligadamente recurrente de que “a la fuerza ahogan” o también “a la fuerza ahorcan”, que para el caso es lo mismo, o sea, que tuvo que aceptar su destino por narices, así que mejor a gusto que a disgusto. Cuando soltaba el camión, pasaba las horas muertas en franca camaradería con los soldados del acuartelamiento improvisado que se hubiese montado a las afueras de algún pueblo, sobre las faldas de la sierra o en algún claro junto a un bosquecillo de pinos y alcornoques. Allí entretenía el tiempo en desvencijados barracones, al amparo de algún chaparro o a campo raso, jugando a las cartas, conversando sobre las efemérides de la contienda o escribiendo cartas a su amada Catalina. Cuando tenía que acometer algún servicio recibiría las órdenes del oficial de su sección, el teniente Macías: - ¡Bermúdez! - ¡A sus órdenes, mi teniente! - Dispones de los soldados Quesada, Antúnez, Flores, Morilla, Mestre y Ortega, que ya están esperándote con el sargento Cerezuela, ¡ah! y llévate también a ese muchacho tan amigo tuyo ¿cómo le llamáis! - ¡El Nini! –contestó Rafael decidido para que no hubiese lugar a la confusión.- Sí, pues ése, El Nini –continuó el teniente-. Que, según tengo entendido, el muchacho tiene muy buenos golpes de gracia y con él iréis divertidos. Cargaréis el

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camión y llevarás la carga a Azuaga, donde te espera el comandante Prada. Ya el sargento lleva las instrucciones pertinentes. - ¡A la orden, mi teniente! –un fuerte taconazo y un saludo igual de enérgico, llevando su mano derecha hasta la sien, deja la misión encomendada bien entendida-. - Cuando todo el material esté cargado y dispuesto le indicas al sargento Cerezuela que ordene a los soldados que se presenten ante mí –terminó el teniente con la orden-. Para la ruta de hoy te acompañarán el sargento, El Nini y los demás soldados que te nombrado antes. Con otro rápido taconazo y un nuevo saludo con la mano derecha en la sien, Rafael dio media vuelta y se dirigió hacia su venerado vehículo dispuesto a emprender la encomienda recibida. Una salida más que añadir a la rutina de su hoja de servicios, poco arriesgada comparada con los combatientes de primera línea de fuego, pero eficiente para los objetivos de los mandos militares. No había llegado de un largo servicio, que podía durar varios días, cuando ya tenía encomendado otro, repitiendo ruta o abriendo una nueva. El tiempo transcurría, en apariencia, monótono. Las noticias de avances y retrocesos de las tropas, tomando o abandonando pueblos, las bajas de soldados en las trincheras y todas las incidencias que conlleva una guerra se comentaban entre los compañeros con toda naturalidad, como la comida rutinaria de cada día, aunque para Rafael la distancia y el alejamiento de los focos más comprometidos del conflicto aliviaban la crudeza y la crueldad real de cada frente. En aquellas tertulias entre la soldadesca sólo se bajaba la voz cuando alguien relataba las duras represalias, con escarnios vergonzosos y feroces matanzas incluidas, que habían presenciado u oído contar a otros y que habían sucedido y se seguían sucediendo en los pueblos por los que pasaban. A Rafael se le removían las entrañas cada vez que escuchaba alguno de aquellos relatos, porque en sus esquemas mentales aceptaba a regañadientes las consecuencias propias e inherentes a la refriega bélica, pero detestaba las actuaciones bárbaras y el ensañamiento con los pobres inocentes y desprotegidos, que ya bastante desgracia tenían con la derrota. Al menos se consolaba con la suerte de no haber vivido directamente ni presenciado ningún episodio de barbarismo y cruel represión de los que contaban sus camaradas. A la comidilla de los comentarios sobre los avatares de la guerra se añadían los relatos de las circunstancias familiares de cada uno. De esta manera cada cual aliviaba sus penas recordando a su gente, a su pueblo y sus vivencias anteriores a aquella situación comprometida a la que les había llevado la guerra. También las cartas a la novia se fueron convirtiendo en pura monotonía para Rafael, como una rutina más. Pero su cuerpo joven saltaba de fogosidad en las contadas ocasiones que podía distraerse flirteando con las mozas de algún pueblo.

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No obstante la tentación no le venía precisamente de esas correrías, que de forma esporádica se le presentaban y que pasaban con la rapidez de un relámpago. Había un lugar al que se veía obligado a acudir con cierta frecuencia y periodicidad, por necesidades del servicio. Ese lugar era Mérida. El teniente Macías, su superior más directo, le encargaba recados esporádicos para su familia que vivía en la otrora urbe romana de Emérita Augusta, cuando su destino le conducía a esa ciudad o a sus alrededores. Así fue como en una de aquellas visitas llamaron su atención unos ojillos sonrientes y vivarachos, que desde una de las ventanas de la casa del oficial parecían clavarse en sus propios ojos. Se trataba de la hija del teniente Macías. Rafael apenas si reparó en ella unos escasos segundos, pero fueron los suficientes para sembrar en su corazón una chispa de zozobra y curiosidad. Las miradas se fueron repitiendo cada vez que el inquieto soldado se acercaba a aquella casa para llevar alguna encomienda de su teniente. Al principio, Rafael se tomó aquellos encuentros con displicencia sin darle la menor importancia. Poco a poco Rafael se fue involucrando, casi sin darse cuenta, y procuraba hacerse el encontradizo con aquellos misteriosos ojos en sucesivas ocasiones solamente con la ilusión de arrebatarle una sonrisa. Se fue dando cuenta de que aquella chiquilla, ignoraba si proponiéndoselo o sin proponérselo, le iba ganando el terreno. A veces, absorto desde la cabina de su camión, se sorprendía a sí mismo embelesado contemplando los encantos corporales de la muchacha, cuando la veía salir a la puerta de su casa o pasear por la calle con su gracioso contoneo. Tanto es así que hasta sus acompañantes notaron su fijación por la hija del teniente, aunque Rafael no les hubiese hecho nunca ningún comentario sobre ella o precisamente por eso. En alguna ocasión alguno de ellos, le había comentado: - ¡Me parece a mí que esa chavala se te ha metido a ti entre ceja y ceja, vamos que te gusta la muchacha! –le dijo una vez El Nini que le acompañaba en aquel servicio, guiñándole un ojo pícaramente y dándole un golpecito cómplice en el costado con el codo-. - ¡Anda ya, Nini, no me seas estúpido! ¿Es que a ti no te gustan las mujeres bonitas? ¿Sí? ¡Pues a mí también! –contestó Rafael intentando convencer al compañero de lo que ni él mismo estaba convencido-. Pero no es cierto lo que estás pensando, porque, como tú bien sabes, yo tengo novia en mi pueblo, que se llama Catalina y es más guapa que un sol. - Sí, sí, si yo no lo dudo –prosiguió el amigo convencido de la fijación de Rafael por la niña del teniente-, pero se te van las miraditas detrás de ese bomboncito y todas las vueltas que das con el camión pasan por la puerta de esa preciosidad. ¡Y eso que no siempre tenemos que llegar obligatoriamente hasta aquí! - Pues mira, chaval, ¿sabes lo que te digo? –argumentó Rafael con un puntito de rabia y removiéndose con nerviosismo en el asiento mientras intentaba disimular lo indisimulable-, que con la mirada no ofendo a nadie y si la vista me ofrece tan hermoso espectáculo, no soy tonto para desaprovecharlo. 119


- ¡Ja, ja, ja! –rio con una carcajada maliciosa el compañero-. No te sulfures ni te enfades conmigo, que también es bonito echar a volar la imaginación. Yo también me monto mis fantasías. ¿Sabes lo que estoy ahora recodando? Pues una historieta que me contaba mi hermana sobre una zorra y unas uvas. ¿No la conoces? - Claro que la conozco –respondió Rafael-. Es una fábula que leíamos de niños en la escuela. Pero si no has ido a la escuela, ¿qué sabrás tú de historias ni de fábulas? Además ¿a cuento de qué viene eso ahora al caso? - Pues viene como anillo al dedo, porque ahora y en este caso precisamente tú te podrías aplicar el cuento –sentenció resolutivo el Nini-. Así que no te hagas ilusiones con esta prenda, porque, como para la zorra de la fábula, esas uvas están muy altas y para ti son inalcanzables. Oye, que por mí no vayas tú a dejar de dar vueltas a la noria. - ¡Anda y cállate! –respondió Rafael con una risa entre nerviosa y distendida, mientras le amenazaba en broma con arrearle un puñetazo-, que te voy a tapar la boca de un sopapo. Entre bromas continuaba la marcha insistiendo en el tema o cambiando la charla hacia otros derroteros. Mientras tanto y en su fuero interno, Rafael intentaba negarse a sí mismo, porque él, un Bermúdez, era un hombre de palabra y no podía decepcionar y mucho menos traicionar a su Catalina del alma. Una lucha encarnizada se fue gestando en su corazón. No, no miraría más a aquella muchacha, sus alocados pensamientos eran puro disparate. Con aquellos devaneos fantasiosos pisaba terreno resbaladizo. Se alejaría de la casa lo más que pudiera. Sólo se acercaría para entregar o recibir el recado pertinente. Y aún entonces su mirada no se levantaría del suelo. En último caso aquella situación se la tomaría como una tentación sin más importancia. Lo cierto y verdad es que la hija del teniente era una moza de buen ver, con una presencia atractiva y además se insinuaba al muchacho, unas veces disimuladamente y otras veces con cierto descaro. La joven ciertamente no era una belleza espectacular, pero sí se hacía notar en su figura una chispa graciosa y un porte atractivo, adornándose con una cara bonita de piel fina y suave, redonda sin angulaciones, en la que destacaban sus mejillas bien contorneadas y una pizca sonrosadas sobre la blancura de su tez. Dos hermosos ojos verdes alumbraban todo su hermoso rostro y parecían desprender una luz alegre y llena de vida. Su nariz, algo chatilla y respingona, le daba un toque de gracioso encanto. Destacaban en su boca voluptuosa unos labios carnosos y bien perfilados. Una media melena de pelo castaño claro, que casi quería ser rubio, le descansaba sobre los hombros en breves mechones ondulados, ni rizados ni lacios, coronados con un gracioso bucle sobre la frente. No era ni muy alta ni muy baja de estatura. Aunque a primera vista pareciese delgada y realmente no le sobrase ni un ápice de musculatura, mostraba un talle de carnes prietas y bien formadas sin el más mínimo asomo de prominencia huesuda. Su cintura, estrecha hasta el extremo de la máxima delgadez, parecía como de cristal y que amenazara con romperse cuando la niña caminaba con tan ágiles como 120


presumidos movimientos. Esta finura de cintura y caderas hacía resaltar unos pechos de senos turgentes y llamativos. En definitiva, la niña mostraba y lucía en su bello cuerpo unos esplendorosos diecisiete años, capaces de enloquecer las entretelas del más distraído mozo que mínimamente reparase en su figura. Ante la presencia de esta tentación de mujer no era extraño que al joven ardiente y fogoso se le obnubilara la vista al contemplarla y se le tambalearan todas las columnas de sus sentimientos. Lo que no sabía Rafael es que Eugenia, que así se llamaba la mozuela, diecisiete años, la hija del teniente Macías, encerrada la mayor parte del día y, por supuesto, enclaustrada de noche entre las paredes de su casa, bebía los vientos por el apuesto soldado que con cierta frecuencia acudía a traer nuevas de su padre. Los días, las semanas, los meses hacían caer las hojas del calendario sin que cambiara nada aquella situación. La guerra seguía su curso. El camión de Rafael andaba y desandaba las rutas sin incidencias. La niña de los ojos alegres seguía tras la ventana o paseaba por los alrededores de su domicilio, sobre todo cuando sentía cerca la presencia del camión de Rafael. La lucha interior en los pensamientos del muchacho arreciaba y amainaba según los momentos y los estados de ánimo, pero no daba tregua al sosiego. Lo que tenía que suceder sucedió. Eugenia pasó a la acción. Ya hacía tiempo que no se limitaba a permanecer tras la ventana, sino que se plantaba en la puerta de la casa cuando sentía el rugido del camión y salía a recibir a Rafael, adelantándose a su madre, que era la que normalmente atendía al soldado. Luego, más adelante, el enamoramiento le fue proporcionando el valor para dar otros pasos un poco más atrevidos en su afán por llamar la atención del muchacho que inundaba sus pensamientos. Así que se atrevía a dar largos paseos por las inmediaciones, eso sí, sin alejarse mucho de las proximidades de su calle, haciéndose la distraída, pero lanzando continuas miradas de soslayo a la esquina por donde debía aparecer el camión del deseado mozo. El ronroneo inconfundible del motor del camión de Rafael la llamaba de forma irresistible y no perdía de vista con el rabillo del ojo al hombre de sus suspiros todo el tiempo que durase la visita a su casa con nuevas de su padre o cada vez que merodease por los contornos cercanos. El atrevimiento de la inquieta muchacha fue en aumento hasta que un día se acercó hasta Rafael y muy hábilmente simuló dar un traspiés dejando caer una cesta con frutas que llevaba colgada al brazo. El cumplido mozo rápidamente acudió en su auxilio y recogió la cesta y las frutas que se habían derramado por el suelo. Al entregárselas a su dueña, sus miradas se encontraron en la distancia corta. Fue como un relámpago fulminante que refulgió en ambas direcciones y un trueno mutuo y simultáneo estalló en los dos corazones. Ella, con una sonrisa teatral, lanzaba de sus pupilas el más ardiente fuego de amor. Él, azorado y tenso por la cercanía insinuante, flaqueaba vencido de deseo.

- ¡Huy! ¡Qué tonta he sido! ¡Gracias, muchacho! –acompañó a su sonrisa-. - No, no tiene importancia, tome señorita –acertó Rafael a balbucear atolondradamente mientras colocaba las frutas derramadas en la cesta de la joven-.

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- ¡Ay! Me voy para mi casa, que mi madre me está esperando –tintineó la voz de la muchacha mientras recogía la cesta y, haciendo un simpático mohín, se alejó de Rafael corriendo hacia su casa en ágiles y rápidos saltitos-. Un sudor frío corría por la frente y por todo el cuerpo del muchacho, al que la cercanía de la joven había dejado un poso de sobresalto, mezcla indefinida entre felicidad y remordimiento. Pero el hielo se había roto. En los días y ocasiones subsiguientes las miradas fueron cada vez más descaradas. Poco a poco el atrevimiento propició cruces de saludos con la mano acompañados de cómplices sonrisas. De los saludos se pasó a unas frases inconsistentes. De las frases inocuas se llegó al convencimiento mutuo de que ambos ansiaban aquellos esporádicos encuentros. Y, como la fruta madura cae del árbol por su peso, ocurrió la acción comprometedora. Moría la tarde. Eugenia, como ya era su costumbre, había salido a la calle y se hallaba sentada en un banco de piedra bajo el enorme eucalipto que delimitaba las casas del barrio con el descampado que se extendía hasta las huertas que se repartían por las inmediaciones de las orillas mismas del río Guadiana, teniendo a la vista como fieles testimonios de historias pasadas las imponentes ruinas romanas de la ciudad. Ante sus ojos también llamaba su atención una fila de camiones que bajaban por la colina y se disponían a estacionar en el llano. Un pensamiento le asaltó en seguida y su corazón le dio un vuelco al desear más que sospechar que Rafael estuviese entre ellos. Pronto se disiparon sus dudas, al mismo tiempo que un sofoco de alegría le subía hasta las mejillas, por más que intentaba por todos los medios disimular. Efectivamente, Rafael acababa de llegar a Mérida, junto con los demás camiones que transportaban un contingente de soldados y se dirigían a Badajoz. El joven conductor se disponía a matar el tiempo distraídamente paseando por los alrededores de la acampada, cuando descubrió un poco retirada de la caravana, al borde mismo de aquella explanada, sentada en un banco bajo un enorme eucalipto, la figura menuda y grácil de la chiquilla que le robaba sus pensamientos y que le tenía en un continuo dilema con sus sentimientos. Indudablemente era Eugenia y la reconoció al instante aun en la lejanía. Una fuerza que le tiraba como un imán le obligó a acercarse a ella. La muchacha le sonrió, por lo que se animó a pedirle permiso para sentarse a su lado. - ¡Hola, preciosa! Buenas tardes ¿te importa que me siente a tu lado? –solicitó Rafael con atrevimiento no exento de una chispa de desazón, aunque obviamente con todas las ganas del mundo por compartir unos minutos con la muchacha.- ¡Por supuesto, buen mozo! –contestó Eugenia con una sonrisa abierta, en un gesto de asentimiento y sin el menor atisbo de disimulo por la ocasión de disfrutar de tan agradable compañía.- Ya veo que hoy ha llegado una buena flota de camiones. ¿Y mi padre cómo se encuentra? - Pues está muy bien –contestó Rafael cogiendo un poco de confianza-. Él se ha quedado en Zafra con el resto de la compañía. Perdona mi indiscreción, pero no sé cómo te llamas.

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-

Mi nombre es Eugenia –contestó la muchacha- ¿Y el tuyo?

- Yo me llamo Rafael –respondió el joven-. ¡Eugenia! –repitió Rafael el nombre de la muchacha para lanzarse a continuación a un espontáneo piropo-. Es un nombre muy bonito, tan hermoso que cuadra a las mil maravillas con la belleza de la linda persona que lo porta. - ¡Cuántos camiones! ¿Qué misión traéis encomendada hoy? –preguntó Eugenia, interesándose, al menos en apariencias, por aquella marabunta ruidosa que tenía delante, pero en realidad intentaba disimular el rubor que le subía hasta las mejillas al oír aquel piropo de labios del atrevido mozo-.- Nos dirigimos a Badajoz –contestó Rafael sintiéndose algo más cómodo y confiado, conforme transcurría la conversación-. Trasladamos varios escuadrones de soldados y haremos noche aquí en Mérida, para salir mañana temprano hacia nuestro destino. - Bueno, Rafael, sabes que me ha dado mucha alegría cuando te he visto venir -prosiguió Eugenia con un tono casi imperceptible de voz-. De pronto se hizo el silencio. Eugenia, al menos en su fuero interno, se sintió descubierta en sus sentimientos hacia el soldado y un rictus de mueca vergonzosa le afloró a la cara. Ella inclinó entonces la cabeza en un gesto de azoramiento, al tiempo que sus mejillas se encendían como dos amapolas. Rafael también notó la tensión que flotaba en aquel reducido ambiente y que de pronto había surgido entre los dos. No se atrevía a abrir la boca, se le ocurrían mil cosas, le venían al pensamiento frases a borbotones que tenía estudiadas en sus largas horas de soledad al volante, pero en ese momento, a la hora de la verdad, no se a atrevía a decir nada. No sabía por dónde empezar ni cómo romper de nuevo el témpano de hielo que la insinuación y subsiguiente azoramiento de la muchacha había formado. De momento y en aquel instante había olvidado todas las palabras. Levantó la vista hacia ella y se encontró con la luz de dos encendidos y enormes ojos verdes. No le dio tiempo a reaccionar, cuando la sorpresa le dejó petrificado. En un abrir y cerrar de ojos la atrevida muchacha le estampó un veloz y cálido beso en la mejilla e inmediatamente salió corriendo y se metió en su casa. Rafael se llevó instintivamente la mano a la mejilla y se la acarició con suavidad gozando el regusto de la caricia de aquel inesperado beso en una inexplicable sensación de ternura. El aire de la tarde pareció llenarse en ese mágico momento de sublimes melodías interpretadas por decenas de pajarillos cantores y todo el ambiente se le antojaba perfumado por la fragancia de miles de rosas del más florido jardín. El sorprendido muchacho se quedó sentado un buen rato, sin atreverse a reaccionar, en tanto que el corazón se le aplacaba poco a poco de las mil revoluciones que le había producido aquel encendido beso. Durante un largo instante, en el que perdió por completo la noción del tiempo, permaneció sentado en aquel banco intentando poner en orden sus sensaciones, mientras 123


intentaba reponerse de aquel atrevimiento de la muchacha que le había sorprendido con la guardia bajada. Se mezclaban los sentimientos de halago por la caricia y al mismo tiempo de escozor por haberse dejado ganar la iniciativa. Reconocía que él no hubiese intentado jamás tamaña osadía, pues se consideraba un caballero y, además, le parecería una traición a su amada Catalina. Pero no podía negarse a sí mismo que en el fondo le atraía la niña del teniente, aunque le confundía su desparpajo. En definitiva, se quedó con el regusto agradable de aquel inesperado beso. Por fin se levantó y se dirigió hacia su camión, orgulloso de la inesperada conquista y a la vez confundido por la situación embarazosa experimentada. Entre feliz y preocupado, se esforzaba por aclarase a sí mismo, sin conseguirlo, aquel embrollo de sentimientos encontrados que se le habían amontonado en su mente.

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CAPÍTULO XIV.¡AY, EL AMOR! E CUE TROS DE RAFAEL CO EUGE IA. ESCE A DE E TREGA AMOROSA. En el calendario va cayendo inexorablemente la hoja de cada mes contando cadenciosamente las semanas y desgranando uno a uno los días, cada cual salpicado de su particular circunstancia, la mayoría de las veces desgranándose en la más rutinaria monotonía y de vez en cuando salpicado con algún sobresalto, cosa que no sería de extrañar en una guerra. Los aconteceres, valga la redundancia, siguen aconteciendo. Los hechos, previsibles e imprevisibles, se van contabilizando y quedan marcados unos tras otros en la historia con más o menos incidencias en el momento inmediato y más o menos resonancia y repercusión para la posteridad. El devenir de la vida va acumulando irremediablemente los continuos hechos que van transcurriendo. La rueda del destino, también en la guerra, sigue inexorablemente rodando sin parar un solo instante. Y al final el tiempo dicta sentencia y coloca a cada uno en su lugar, tanto a las personas más o menos rectas como a las efemérides más o menos significativas. Sin proponérselo, pero al mismo tiempo, sin poner muchos medios para evitarlo, Rafael se fue enredando en los encantos de Eugenia. Sus pensamientos volaban hacia la lejana Pinoral buscando en el aire el dulce recuerdo de aquella hermosa morenaza que le aguardaba en aquel pueblo cercano a Dehesilla Nueva. Su mente se debatía en la lucha por conservar aquel irrenunciable idilio que se le había presentado y había comenzado a vivir con Eugenia y, al mismo tiempo, se esforzaba por alentar la llama del amor que surgió años atrás con su novia Catalina y mantener el compromiso que un día adquirió con ella. Sus pensamientos y todo su cuerpo se resistían a renunciar a aquellas nuevas sensaciones que le habían enganchado a este nuevo amor. Todo el empeño que ponía en avivar su recuerdo a Catalina se derrumbaba y en un segundo se esfumaba, como esas nubecillas blancas que se deshacen y se diluyen en el horizonte del atardecer, cuando aparecía en su mente o ante su vista la figura, menuda pero irresistible, de Eugenia. Aquella muchacha de ojos verdes y sonrisa cautivadora se le agigantaba ante su presencia, de forma que, al verla, se le borraban todos los demás pensamientos y en su mente sólo quedaba sitio para la linda chavalita que le había roto todos sus anteriores esquemas, le había trastornado el alma, le había revolucionado sus pensamientos y, se veía forzado a reconocerlo, le estaba conquistando a pasos agigantados su corazón. La moza ejercía una atracción irrefrenable en Rafael, que, paso a paso, notaba cómo se iba metiendo en la boca de aquel lobo de pasión contenida. 125


Así que, en sus continuas correrías al volante del camión, a poco que barruntase las cercanías de la noble ciudad extremeña-romana y la más insignificante excusa le proporcionase la coartada, no perdía ocasión para desviarse de la ruta consciente o inconscientemente y acercarse hasta Mérida para detenerse, aunque fuese sólo un instante, y saludar a la chiquilla del teniente. Una sola sonrisa, unos minutos de fugaz conversación con la muchacha, un ratito de contemplación de aquella atractiva figura, el solo hecho de experimentar aquella nueva sensación que le invadía, le llenaban el pecho de un gozo placentero, que le cargaba las pilas para soportar las largas ausencias por las distintas rutas a las que le llevaban las estrategias bélicas. Definitivamente, no sabía cómo acabaría la guerra, pero aquella batalla consigo mismo y con la guapa muchacha Eugenia la tenía perdida, o ganada, según se la mirase. El hecho constatable es que llegó un momento en el que ya no se ocultaban ni disimulaban sus encuentros. El intrépido soldado se acercaba a la muchacha sin tapujos y sin disimulo alguno. Cada vez que se le presentaba la ocasión propicia la acompañaba a la vista de todos. Cuando por cualquier casual llegaba a Mérida, buscaba a la hija del teniente y se paseaba con ella por las plazas y las calles de la bella ciudad si el tiempo y su misión se lo permitía y cuantas veces se le encartase. A veces hasta se sentaban a charlar en amena y distendida compañía en aquel banco debajo del eucalipto gigante, en los escalones de alguna plazuela o en las gradas del magnífico teatro romano. Sus risas y gestos de buena armonía y complicidad se prodigaban ante los ojos de la gente y no pasaban inadvertidos a los compañeros soldados más allegados a él. También los suboficiales y los mandos de su compañía estaban al tanto de aquellos devaneos. Como era de temer o de esperar, estos flirteos también llegaron a conocimiento del padre de Eugenia, el teniente Macías, quien, en un principio, se mantuvo, al menos aparentemente, al margen y sin inmiscuirse en los planes de los jóvenes. De hecho, nada comentó sobre el asunto al soldado que tenía a su servicio y dejó el tiempo correr, confiando en que el paso de los días aclararía el horizonte y lo que tuviera que suceder sucedería. Él también había sido joven y, aunque con su granito de preocupación y sin dejar de estar al corriente de los pasos tanto de su pupilo como de su hija, pensaba que eran cosas de la juventud y confiaba que este tonteo se diluyese con el discurrir del tiempo. No obstante si llegase a notar y constatar que aquella relación, que en principio consentía como un mero y comprensible entretenimiento entre los jóvenes, seguía y prosperaba y adquiría tintes más serios y advertía que la cosa cogía un cariz más preocupante, ya tendría la oportunidad de tomar cartas en el asunto. El experimentado militar, de talante serio y circunspecto, tenía claro que, a estas alturas, no había llegado el momento de actuar en este asunto, pero, llegado el caso, si tuviera que pasar a la acción, ya actuaría, ¡vaya que si actuaría! En los corazones de la parejita se había encendido un fuego cada vez más fuerte. La niña no disimulaba su interés porque se había encaprichado del soldado desde un principio y se había encargado de echar leña a la candela en su decidido empeño por 126


conseguir los favores del muchacho que se le había colado en las entretelas de sus entrañas desde el primer momento en que lo vio. El mozo le seguía la corriente porque se había dejado llevar sin preocuparse por echar ni una gota de agua a aquel fuego, que él notaba que ardía y ardía, pero que de alguna forma al permitirlo contribuía a que aumentase. Y cuando las llamas adquieren fuerza se convierten en un incendio muy difícil de apagar. Rafael intentaba auto convencerse de que aquello sólo llegaría a ser una aventura pasajera, por más que se sintiera incapaz de frenar aquel impulso. Por supuesto que no renunciaría a degustar y relamerse con aquel bocado tan apetitoso, inconsciente y ajeno al peligro que corre de pringarse los dedos todo el que anda con miel. El verano aprieta su calina. Se presenta una tarde de calor intenso. Rafael y Eugenia, como en un automatismo inconsciente, se encuentran en una pequeña plazuela de Mérida y se entregan al ya habitual paseo vespertino, cosa que se había convertido en costumbre cada vez que Rafael se hallaba de paso o en estancia de varios días en la ciudad. Poco a poco se alejan de las calles de la ciudad y deambulando por las afueras recorren un trecho siguiendo la orilla del Guadiana. Llegan distraídos en su inocua conversación a un llano tras el que se extiende una dehesa, poblada de alcornoques, encinas, pinos, carrascas, brezo y jara. Hacia ella se dirigen los dos jóvenes en busca de una sombra con que aliviar el sofoco que produce en sus cuerpos la flama de un solazo inmisericorde junto al calor de la cercanía de sus cuerpos jóvenes y ardientes. . Un vetusto y gigantesco alcornoque les cobija bajo su frondosa copa. La charla fluye irrelevante, cuidándose los dos de dejar escapar una palabra comprometida, aunque ambos, en su interior, mascullaban pensamientos que no se atrevían a expresar. - ¡Uf, qué calor hace! –suspiraba Eugenia, pasándose un pañuelo por la frente para limpiarse el sudor, al mismo tiempo que invitaba a Rafael a sentarse a la sombra de aquel llamativo y sugerente alcornoque-. ¿Nos sentamos en esta sombrita? - ¡Ah, me parece estupendo! –contestó Rafael mientras la ayudaba a acomodarse sobre un peñasco que había en el lugar-. No nos vendría mal un poco de frescura, porque nos estamos derritiendo con estas calores. Transcurrieron unos segundos de silencio, que rápidamente interrumpió Rafael para reiniciar la conversación, mientras contemplaba la arboleda que se extendía a su alrededor. - Este paisaje me recuerda a mi pueblo andaluz, Dehesilla Nueva, -comentaba el muchacho mirando hacia las copas de las encinas-. Mi tierra es muy parecida a ésta, aunque también algo distinta. La mayoría de los cultivos que hay por allí se reducen a tres principales: las viñas, los olivares y los campos de cereal. Y también hay algunas zonas de huertas y dehesas como ésta. - Yo ya tengo recorridas casi todas las tierras de España y he conocido los más variados y bellos paisajes, debido a que he vivido en varios sitios a los que ha sido destinado mi padre por su condición de militar –continuó la conversación Eugenia-. Mi padre nació en un pueblo de la provincia de Salamanca junto a la frontera con Portugal, que se llama Aldeadávila de la Ribera. Mi madre es de Zamora. Pero la profesión 127


militar les ha llevado por diferentes destinos de toda España en lugares como Madrid, Galicia, Córdoba, África y Canarias. Yo nací precisamente en Las Palmas de Gran Canaria. - ¡Ah, ya me lo decía yo: esta chiquilla tiene cara de guanche! –bromeó Rafael con su chispa ocurrente, para luego continuar hablando de su familia-. Mis padres, en cambio, no han salido nunca del pueblo. Mi padre trabaja de panadero en el negocio familiar y, al mismo tiempo, se dedica al cultivo de uva y aceituna en dos pequeñas fincas de su propiedad. Mi hermano Sixto le ayuda, sobre todo en la panadería. Mi madre se ocupa de las labores de la casa en compañía de mi hermana Dolorcita, que es muy hacendosa y tímida, pero es una niña preciosa. A mí nunca me atrajo ni la panadería, ni la agricultura. Mi afición ha sido siempre el volante. - Mira, Rafael, -interrumpió de repente Eugenia casi en un grito señalando con la mano extendida hacia unas matas que había frente a ellos-. Parece como una florecilla escondida entre la maleza. Rafael saltó como un resorte y, alargando su brazo por entre los matojos, arrancó la flor que señalaba Eugenia. Presto se la ofreció a la muchacha. - Es un lirio –aseveró el atento joven contemplando aquella delicada florecilla entre sus manos y se la dio a ella alargando el brazo y acompañando el gesto con una sonrisa y una reverencia teatral-. Es raro que crezcan lirios en estos parajes y en esta época del año. Seguramente éste ha aprovechado el frescor y la humedad que le habrán proporcionado la cercanía del río a esas matas de hierba y estaba esperando nuestra visita para que yo pudiera ofrecértelo. La muchacha se puso roja como la grana ante la galantería del soldado. Al recibir y recoger la flor sus dedos apenas se rozaron. Rafael notó la suavidad de la piel en aquellas manos delicadas. Eugenia sintió el calor de los robustos dedos de Rafael. Al instante se produjo un arrebato mutuo, como una descarga eléctrica que les dejó paralizados. De pronto, instintivamente, se encontraron sus miradas. Fue sólo una fracción de segundo, pero intensa y profunda, que desembocó en un apasionado beso. Sus bocas se juntaron en un ansia desmedida y sus labios degustaron el inmenso placer del dulzor de la más exquisita miel, mientras sus cuerpos se fundieron en un fuerte abrazo infinito. En aquel momento sus cuerpos y sus almas se transportaron al nirvana inconsciente de la más pura felicidad. Ya no sentían calor, ni frío. No sabían si estaban al sol o a la sombra. No existía la dehesa, ni el llano, ni el río, ni el cielo claro, ni las nubes peregrinas, ni el regimiento de soldados ni la guerra. El tiempo también se había parado para gozar aquel instante de pasión y entrega sin medida. Sus bocas se separaron y se volvieron a juntar dos, tres, diez, cien, mil veces. Sus manos se acariciaron con dulzura mientras sus ojos se miraban, se separaban y se reencontraban. Ella sólo atinó a murmurar, acercando a sus mejillas las manos del muchacho: - Rafael... Él contestó, apretando sus labios sobre el cuello de la muchacha:

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- Eugenia... La tarde caía serena y despaciosamente despuntando los últimos estertores del sol poniente. Sus destellos relucían sobre la sobriedad de las viejas ruinas romanas resaltando las siluetas de las columnas del gran Teatro, las desgastadas gradas del Circo, los pilares de piedra del incombustible Puente presidido por la Loba Capitolina y trazando las quebradas líneas del Acueducto de las Milagros, el Templo de Diana y las murallas árabes de la ciudad monumental. No sabían el tiempo que había transcurrido. El reloj indudablemente se había parado durante unos cortos instantes que les habían parecido eternos. ¿O tal vez fueron eternos y les resultaron extremadamente cortos? ¡Qué más da! En estos asuntos lo que menos cuenta es precisamente el tiempo. Queda la intensidad del momento vivido y el inmenso placer de la entrega espontánea y amorosa. Se levantaron sin pronunciar palabra alguna y caminaron un trozo de terreno agarrados fuertemente de las manos. No se soltaron hasta llegar a las primeras casas. Recorrieron varias calles caminando despacio sin atreverse a levantar los ojos no fueran a cruzarse sus miradas. Las emociones habían sido tan intensas que debían considerarse suficientes para ese día, aunque para los enamorados nada es suficiente y nunca hay hartura de miradas y caricias. Avanzaban en silencio rumiando placenteramente el momento vivido, mientras en sus pechos saltaban de puro gozo sus corazones. Por fin, dando vueltas por la ciudad, habían desembocado junto al viejo eucalipto de la explanada y allí se despidieron con una dulce mirada acompañada de una leve sonrisa. Eugenia se dirigió a su casa, volviéndose de trecho en trecho, y levantando el brazo en un adiós contenido y al mismo tiempo infinito. Rafael no le apartaba la vista en todo su recorrido, al mismo tiempo que también la saludaba con su gorra militar en alto. Cuando Eugenia desapareció tras la puerta de su casa, Rafael se dirigió a su camión, se sentó en la cabina y repasó una y otra vez en sus pensamientos lo sucedido aquella tarde sin poder desprenderse del dulzor que le habían dejado en los labios y en el alma los apasionados besos de su gentil enamorada. Durante un buen rato, toda aquella noche, al día siguiente y cada día que pasaba y para el resto de sus vidas quedaría en las mentes y en los corazones de aquellos dos apasionados jóvenes el regusto de la miel que los dos bebieron aquella tarde. Rafael volvió a sus correrías del servicio con el camión y tardó un tiempo en volver a Mérida. Dicen que el tiempo y la distancia hacen el olvido, pero, en el caso de Rafael, cada día que pasaba y cada kilómetro que se alejaba, más le hacían presente el recuerdo de Eugenia entremezclado en lucha feroz con la imagen de Catalina, a la que se resistía también a borrar de su mente y le atormentaba en una confusión de sentimientos, que por un lado le atormentaban y al mismo tiempo por otro lado le complacían.

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Durante unos meses las misiones bélicas de Rafael se concentraron por el sudeste de la provincia de Badajoz con parada y fonda, o sea, con base logística, en el pueblo de Azuaga. Cada tarde, sentado en el suelo y separado de sus compañeros, contemplaba durante un buen rato la majestuosidad del Castillo de Azuaga y las laderas del Cerro de Miramontes y su mente se transportaba a la sombra de aquel alcornoque dibujándosele una y otra vez las ruinas de Mérida y volvía a saborear el ensueño de aquel ratito de placer vivido con Eugenia junto a aquella dehesa y al arrullo amoroso de las aguas del cercano Guadiana y que había logrado trastornarle la cabeza y sacarle las tapaderas de los sentidos. Pero de repente aparecían también por su mente los arrumacos vividos con Catalina en Pinoral. En este dilema y en un debate continuo consigo mismo, sin aclarar la disyuntiva en la maraña de sus pensamientos, fueron transcurriendo los días, las semanas y los meses siempre en el mismo escenario de lucha en su atormentado corazón y con el telón de fondo, inquietante y convulso, de la guerra.

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CAPÍTULO XV.E CUE TRO CO EL AMIGO A TO IO. CAMARADERÍA E TRE A TO IO, RAFAEL Y EL I I. CHARLA DE AMIGOS SOBRE GUERRA Y AMORES Rafael contemplaba las siluetas de la Sierra de Montánchez mientras fumaba plácidamente sentado en el suelo junto a su camión. Una larga fila de soldados, caballerías, tanquetas, camiones y demás pertrechos bélicos desfilaban en lenta caravana por la carretera cercana a su acuartelamiento, más bien campamento improvisado y circunstancial al aire libre. Observó cómo lentamente todo el contingente militar se iba deteniendo y acomodando por las cercanías. Los vehículos paraban motores y los soldados echaban sus cuerpos a tierra, seguramente agotados tras una larga caminata. Al cabo de un rato oyó la voz de un cabo que gritaba su nombre repetidas veces mientras caminaba sorteando los diferentes corrillos de soldados que se repartían en distendida camaradería por aquel llano: - ¡Rafael Bermúdez1 ¡Soldado Rafael Bermúdez! ¡Que se presente en el Cuerpo de Guardia! Al oír su nombre saltó de inmediato y se dirigió al lugar requerido. Le extrañó la llamada porque no preveía en aquellos momentos ninguna salida con el camión. Hacía un rato que había hablado con el teniente Macías y no le había dado ninguna novedad y, por tanto no esperaba órdenes para esa tarde ni para el día siguiente. Claro, que en tiempos de guerra nada era previsible y cualquier cosa podía ser posible. De momento, su mente quedó en blanco. No acertaba a averiguar, ni siquiera a sospechar, la causa de la llamada. Pero su cabeza no tuvo ocasión de dar muchas vueltas tratando de indagar en el motivo, pues sus dudas quedaron despejadas de sopetón al encontrar la respuesta ante sus propios ojos. Junto al tronco de una vieja encina apareció delante de sus narices la figura de un soldado que avanzaba hacia él. Se paró a corta distancia y le sonreía en actitud amistosa y entrañable. A pesar de su aspecto ajado, sucio, empolvado hasta los ojos y demacrado por el cansancio y las fatigas, lo reconoció en seguida. Era su paisano y amigo entrañable Antonio Villa. Corrió hacia él con los brazos abiertos. Los dos se fundieron en un fuerte, prolongado y afectuoso abrazo. - ¡Antonio, por las barbas del pirata Patapalo, qué sorpresa! –gritaba Rafael emocionado sin parar de dar achuchones a su amigo-. No te esperaba por estos terrenos. ¡Qué alegría más grande me has dado! ¿Pero cómo has dado conmigo? - Dicen que preguntando se llega a Roma y ¿cómo quieres que diera contigo?, pues eso, preguntando –fue la respuesta lógica del recién llegado que tampoco paraba de abrazar a Rafael entre risas-.

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- Anda, ven conmigo y te quitas la costra que llevas encima. Allí, junto a aquella tienda de campaña tenemos unos bidones de agua –ordenaba Rafael, mientras arrastraba del brazo a su amigo-. Aprovechemos la ocasión, porque supongo que sólo vienes de paso ¿Qué tiempo vais a estar aquí? ¡Qué cosas digo, como si pudiera uno establecerse en un lugar fijo en esta cochina guerra! Anda, refréscate y te lavas un poco, que con el polvo que traes encima pareces una pescadilla enharinada y a punto para freírse en el aceite en un perol. - La costra y el polvo son lo de menos, Rafael –respondió Antonio, bromeando y manifestando, aún en aquellas circunstancias, su buen sentido del humor-. Lo que más me molesta es la carga de piojos que llevo encima. Los tengo de todos los tamaños y colores, así que me estoy pensando coleccionarlos para hacer con ellos una exposición cuando acabe la guerra, si es que llego vivo al final. Pero a todo se acostumbra uno. - Según veo, vais avanzando hacia el norte –siguió Rafael queriendo sacar información a Antonio sobre el plan de aquel contingente-. ¿Pero, estaréis mucho tiempo por estos alrededores? - De momento y según tengo entendido, vamos a descansar aquí esta noche y partiremos mañana por la mañana –contestó Antonio-. Pero en la guerra no hay plan seguro. Los soldados unas veces avanzamos y otras retrocedemos, siempre obligados, bien por las órdenes de los mandos o bien por la debilidad o el empuje del enemigo. - ¿Pero, al menos, sabrás cuál es el objetivo de tu compañía y el destino de tu batallón? –preguntó Rafael achuchando mientras caminaban a su amigo-. - He oído campanas en el sentido de que el objetivo nuestro es llegar hasta el frente de Madrid –respondió Antonio con aire de displicencia-. Pero la primera ley del soldado es cumplir órdenes y obedecer, así que no me preocupa ese tema. Lo único que me roe el coco es la supervivencia y la esperanza que esta guerra acabe pronto. - Entonces –conminó Rafael- no perdamos el tiempo. Cuando te refresques nos comeremos unas viandas y disfrutaremos juntos este rato que nos hemos encontrado sin esperarlo. Te voy a presentar a un buen amigo que tengo aquí. Su nombre es Telesforo pero todos le llamamos “Nini”. Es una bellísima persona y tiene guardados unos chorizos que le ha mandado su madre y que entre los tres nos los zamparemos y así daremos buena cuenta de ellos, mientras nos contamos nuestras cosas. Vamos, que tenemos que hablar largo y tendido. - Rafael, yo tengo hambre atrasada desde que salí de casa en el pueblo y ahora mismo debo tener cuatro varas de tripa vacía –aseguró Antonio, pero continuó con cierta prevención por desconocer al Nini y no querer abusar de él-. Ahora mismo soy capaz de comerme los chismes de una era aliñados con los recortes de un latero, pero me parece un poco caradura aprovecharme de tu amigo. - No te preocupes por eso –le tranquilizó Rafael recalcando su convicción con total seguridad-. Con el Nini no hay problemas en ese aspecto. Cuando le conozcas, te convencerás de lo que te estoy diciendo.

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Antonio pudo por fin refrescar un poco al menos su cuerpo y lavarse la cara, cuello y brazos, que hacía una eternidad que no habían catado el agua. Aprovechó también para sacudir la ropa, con lo que supuestamente descargaría una buena cantidad de piojos y, por lo tanto, muchos de ellos se perderían para su futura proyectada colección. Tras este ligero aseo, que le resultó altamente reconfortante, Antonio se descalzó las botas, con lo que sus pies le agradecieron el alivio. Ya también aprovechó para limpiarlas un poco quitándoles el polvo con un trapo. - ¡Lustre y brillo con crema veterana! –exclamó Antonio entre risas descargando la presión de la guerra por la alegría de estar con su amigo, a la vez que aplicaba a las botas unos escupitajos de saliva y los restregaba con el trapo para adecentar el sufrido calzado; luego se calzó las botas ya limpias y siguió bromeando- ¡Eh, ¿qué te parece, amigo Rafael? Ya tengo todo el equipo en perfecto estado de revista! - Tú siempre igual, Antonio -replicó Rafael comprobando con satisfacción el buen humor de su amigo a pesar de las circunstancias adversas-. Ni el horror de la guerra hace mella en tu genio alegre. Veo que nada es capaz de resentir tu hombría de bien y tu ángel bromista. ¡Mira, por ahí viene el Nini! Seguramente que anda buscándome. Te lo voy a presentar. ¡Nini! –llamó Rafael alzando la voz y agitando los brazos para que el Nini le viera-. -

Hola, Rafael, -se acercó el Nini-. A echar un rato contigo venía.

- Pues ya me has encontrado –se apresuró a replicar Rafael, al mismo tiempo que le presentaba a su amigo Antonio-. Este es Antonio, un paisano al que me une una gran amistad desde chiquillos. Acaba de llegar con el batallón que ha acampado esta tarde. Como te puedes suponer trae más hambre que un caracol sobre el cristal de un espejo. Así que ya estás abriendo tu macuto y, sobre la marcha, sacas esos chorizos que te mandó tu madre. Entre los tres le vamos a hacer ahora mismo las cuartillas y así le rendimos los honores. - ¡Eso está hecho de momento! ¡Como las balas! –se apresuró a atender el Nini el requerimiento de Rafael, mientras corría presto y veloz en busca de la vianda-. Aguardad aquí que tardo un segundo. Entre risas y viejos recuerdos se merendaron en un santiamén los chorizos del Nini, que a los tres supieron a gloria, sentados en unos pedruscos que, a modo de poyetes, delimitaban una extensa explanada. - ¿Y qué tal te va la guerra? –preguntó Rafael, como el que en lugar de una guerra, pregunta por una feria-. - Sigo vivo –respondió Antonio con un suspiro de alivio-, que ya es bastante ¿No te parece? Por lo demás he encontrado dos amigos inseparables de los que no puedo desprenderme y que me acompañan a todas partes y a todas horas, que son mi mosquetón “Mauser español 1.916” y un escuadrón de piojos de todos los tamaños y maneras. Por mucho que los sacuda y espante, vuelven a recomponer filas en inseparable batallón. Cuando estoy aburrido me dedico a quitarme piojos y los voy introduciendo en un canuto, hasta que lo lleno por completo ¡y eso que sólo voy escogiendo los más gordos! ¡Ja, ja, ja! 133


Los tres ríen con ganas celebrando el buen humor de Antonio, a pesar de las adversidades y penurias de tan amarga situación. - Pues yo he tenido la suerte, al menos de momento, de participar en esta guerra desde la retaguardia –siguió Rafael-. Hasta ahora no me he visto envuelto en ninguna refriega y sólo oigo los cañonazos en la distancia. - Tú eres un privilegiado –terció el Nini-. Ni siquiera ves las bombas y si acaso las oyes desde lejos. Yo tampoco me puedo quejar, porque todavía no he pasado por ningún lío gordo. Bueno, una vez cuando andábamos por la provincia de Córdoba, me parece que fue en Pozoblanco, me llevé un susto de campeonato. Me encontraba tranquilamente fuera de la trinchera arrebañando una lata de sardinas en aceite, cuando una bala me pasó zumbando casi rozándome la oreja. Di un salto, tiré la lata y me metí de cabeza en la trinchera. Todavía me late fuerte el corazón cada vez que lo recuerdo. - Eso no fue el silbido de una bala –bromeó Rafael-. Seguramente lo que te rozó fue el zumbido de una avispa o de un abejorro. Lo que pasa es que a ti te encanta exagerar las cosas y relatar fantásticas batallitas. - Pues yo me las estoy tragando todas –continuó Antonio-. Mi puesto está en las trincheras en primera línea de fuego. Cuando empieza el jaleo, las balas, pero las de verdad, me silban en las orejas y por todos los lados. Pero a todo se acostumbra uno y confía en que sólo quede la cosa en los silbidos y que no tropiecen en tu cabeza o en cualquier otra parte del cuerpo. Uno vive engañado pensando que nunca te tocará a ti. Pero desgraciadamente las balas y la metralla alcanzan a otros compañeros, que los ves caer a tu lado. Muchas veces piensas que él próximo proyectil te tocará a ti. Y así vamos sobreviviendo esperando que esta locura acabe pronto. Cuando la cosa se calma, hasta intercambiamos mensajes con los rojos. Nos dicen: ¡Compañeros, volved los fusiles y tirad para atrás, apuntad a los fascistas, abandonadlos y uniros a nosotros por una España republicana! Bueno, hasta la presente no he tenido el más mínimo percance, más allá de las fatiguitas, el hambre y los piojos. - ¿Y qué sabes de nuestros paisanos en otros frentes? –preguntó Rafael sintiendo curiosidad por saber de los conocidos del pueblo-. Porque yo aquí no me entero de nada. - Pues aquí deberías estar más enterado que yo. A mí me han llegado al menos dos malas noticias –respondió Antonio-, que son las bajas de Juan el de la Casimira y Pepe Cuartelón. A Juan lo vi el día antes de que lo mataran. Parece que presagiaba su final porque me dijo que estaba convencido que era la última vez que nos veíamos. Y así ha sido. El pobre recibió un tiro en la frente y murió en el acto. De lo de Pepe Cuartelón me he enterado por mi novia, que en una carta me decía que había llegado la noticia de su baja al pueblo. Pero no sé ni donde ni cómo ha sido su percance de mala suerte. - Llevas toda la razón, Rafael -apostilló Antonio siguiendo el hilo de opinión de su amigo-. Juan era un pedazo de pan. ¿Te acuerdas que todos los niños le teníamos en gran estima ya en la escuela porque se llevaba bien con todo el mundo?

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- Claro que lo recuerdo –prosiguió Rafael-. Y el Pepe Cuartelón era un guasón de mucho cuidado, que siempre estaba gastando bromas, pero siempre sin mala intención. - Estoy seguro de que a nosotros no nos pasará nada en la guerra –Rafael intentó animarse a sí mismo y a su amigo enfatizando las palabras- y volveremos sanos y salvos a casa cuando esta pesadilla termine. Ya lo dice un refrán que “bicho malo nunca muere” y nosotros somos dos rabillos de lagartija - Así es la vida. Los buenos se van y los malos nos quedamos aquí fastidiando y dando ruido –seguía Rafael aún sobrecogido por la noticia de la muerte de aquellos paisanos-. Me he quedado frío con el final fatal de los dos buenos amigos del pueblo. ¡Qué mal lo estará pasando su pobre novia de Pepe, Antoñita la del Nene Tomasillo! - Hablando de novia, por cierto, ¿qué me cuentas de Catalina? A Rafael le cogió la pregunta un poco descolocado. No porque estuviera fuera de lugar, sino por sus propias dudas. Al fin y al cabo resultaba lógico que su mejor amigo se preocupase de todos sus asuntos. Así que siendo sincero consigo mismo y con su amigo le contestó: - Pues mira, Antonio, estoy metido en un tremendo lío. Yo sigo queriendo a Catalina. Ella me escribe, yo le contesto y no vayas a creer que se me ha ido del pensamiento. Pero hace un tiempo que conocí a una chavala y se me ha colado entre ceja y ceja, hasta el punto que me tiene la cabeza sembrada de chiribitas. Es la hija de mi teniente. Se llama Eugenia. Ella vive en Mérida, por donde voy con cierta frecuencia con mi camión y la veo de vez en cuando. Te tengo que confesar que paseamos, charlamos…, bueno, y hasta nos hemos dado algún que otro achuchoncillo. - Aquí tu amigo Rafael –se entrometió el Nini en el asunto- se las da de guaperas y va rompiendo corazones, que lo he visto yo un poco acaramelado con esa chavala, que, por cierto, la niña tiene mérito personal y es linda como una figurita de porcelana. - Rafael, Rafael -le cortó Antonio con un gesto de preocupación y advertencia-, que te conozco y te veo venir. Te estás metiendo en un berenjenal y luego a ver cómo sales de él. - Antonio –confesaba Rafael-, te comprendo y te aseguro que ando en un mar de dudas. La muchacha me gusta y ella se deja querer..., o, para serte sincero, ha sido ella la que me ha enganchado, como el que tira un lazo y atrapa una presa. Tampoco puedo olvidar a Catalina, que es tan buena y tan guapa. Espero que la guerra acabe pronto, que volvamos al pueblo y todo volverá a ser como antes. - Sí, que acabe la guerra, por supuesto, -subió Antonio un poco alterado la voz- y luego las dudas te vendrán por la que dejas aquí. No puedes jugar con dos barajas. A ver si te va a pasar como el dicho que los viejos y las comadres pregonan por Dehesilla Nueva, que el que va picando de flor en flor cae al final en una alcachofa. - Te agradezco tu preocupación y comparto tus palabras –terció Rafael algo abrumado-, pero mi cabeza no para de dar vueltas al asunto. Cuando acabe la guerra 135


tendré que volver al pueblo y, por lo que respecta a la niña de mi teniente que ahora perturba mis pensamientos, la distancia hará el olvido, o al menos suavizará la candela que poco a poco terminará por apagarse. Lo que tengo claro es que, cuando acabe la guerra, me casaré con Catalina. Eugenia quedará en la lejanía como un bonito recuerdo. Ten por seguro que no quisiera yo causarle el más mínimo daño y espero que comprenda mi situación cuando llegue el momento. - Bueno, Rafael -sentenció Antonio resignado a la vez que convencido de su advertencia-. Tú sabrás por donde andas, pero debes tener cuidado con el terreno que pisas. Las cosas del corazón transitan por arenas movedizas y te puedes quedar atrapado en ellas o llevarte un doloroso fiasco. Así que atenido a tus hocicos, puedes actuar como mejor te parezca, pero luego tienes que apechugar con las consecuencias. - Te agradezco tu preocupación –reconoció Rafael-, pero en estos momentos las cosas están así y te las he contado porque eres mi amigo. - Precisamente porque yo también soy amigo tuyo te he prevenido con mis palabras –remató Antonio el tema-. Te hablo con el corazón en la mano y queriendo lo mejor para ti. El que avisa no es traidor. Los dos amigos, en compañía también del Nini, pasaron juntos toda aquella tarde. Bebieron unos vinos y estuvieron hablando, a pesar del cansancio de Antonio, hasta altas horas de la noche. Apenas amanecía cuando ya rugían los motores de la caravana que de nuevo se ponía en marcha. Antonio se despidió primero del Nini agradeciéndole su generosidad y alabando la bondad de sus chacinas. Luego Antonio y Rafael, los dos buenos amigos, se fundieron en un fuerte y prolongado abrazo y se despidieron emocionados, porque en tales circunstancias ¿quién sabe si volverían a verse otra vez? Antonio volvía la cabeza y levantaba el brazo a cada instante. Rafael, quieto sobre un montículo, agitaba su gorra prendida a su mano derecha alzada, hasta que una inmensa nube de polvo le ocultó al último soldado de la caravana. Restregándose los ojos para limpiarse una lágrima furtiva volvió a la explanada con los sentimientos, como siempre, encontrados. Por una parte sentía una gran alegría de haber recibido, en circunstancias tan duras como suponen una guerra, la visita de su mejor amigo. Por otro lado se quedó con el amargor de la despedida ante la incertidumbre por los peligros ciertos que correría Antonio, abocado a la primera línea de combate. - ¡Buen chaval parece tu paisano! –la voz del Nini sacó a Rafael de su distracción obligándole a apartar su mirada de la lejana polvareda-. - No lo sabes tú muy bien –le habló Rafael bajando del promontorio y caminando hacia los barracones pasando las manos sobre los hombros del Nini y remarcando la expresión-. ¡No lo sabes tú muy bien! Antonio y yo somos amigos desde niños, hemos hecho juntos mil travesuras y fechorías y el haberlo encontrado aquí me ha supuesto una inyección muy grande de alegría.

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- Ya me he dado cuenta, Rafael, de que ese noble muchacho no debe ser para ti un amigo cualquiera -reconoció el Nini esforzándose por dar a su expresión un toque de seriedad-. - ¡Hombre, Nini, es sin duda el mejor amigo que tengo en el pueblo –afirmó con firmeza Rafael- Y además estamos juntos desde niños. Por eso encontrármelo aquí ha sido para mí una alegría muy grande. - Poder contar con una amistad así es una gran suerte –prosiguió el Nini con algo de envidia sana, en una mueca de leve tristeza por no encontrarse él en las mismas circunstancias-. Yo en mi pueblo no tengo ningún amigo así, porque como casi siempre estoy en el cortijo, ocupado con los animales, me resulta difícil alternar y hacer amistades. - ¡Eso será en tu pueblo! –protestó Rafael echando los brazos sobre los hombros del Nini-. Porque aquí me tienes a mí. Y me considero el hombre más afortunado en amigos del mundo. ¡En mi pueblo tengo a Antonio Villa y aquí, aunque estemos en la guerra, tengo al Nini! Los dos amigos, así con los brazos en los hombros y entre risas, volvieron a la rutina diaria y se incorporaron a sus destinos en la compañía. El sol levantaba su disco dorado sobre el horizonte dejando en Rafael un leve regusto, mezcla de satisfacción, nostalgia y preocupación por la incertidumbre de la marcha de aquella maldita guerra.

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CAPÍTULO XVI.-. FI AL DE LA GUERRA, PRI CIPIO DE U A UEVA VIDA. CO SECUE CIAS I MEDIATAS DE LA GUERRA PARA U O Y OTRO BA DO. ACTITUD DE LA JERARQUÍA DE LA IGLESIA CATÓLICA. BODA I ESPERADA. SITUACIÓ DE POSGUERRA. Transcurrían los primeros meses del año 1.939 y la guerra parecía abocarse a su desenlace definitivo. La primavera apenas había comenzado a mostrar sus encantos entre las ruinas de las casas derrumbadas por las bombas de aviones y tanques y los campos arrasados por las miríadas de huellas que habían dejado las pisadas de los batallones de soldados y los carros de combate. El rebrotar de las flores, el revestimiento de hojas en los árboles, la algarabía de centenares de especies de pajarillos alborotados en el celo y el reverdecer de la hierba contrastaban con la estampa dantesca de ciudades, pueblos y campos destruidos y abatidos por la crueldad inmisericorde de la batalla. Casi tres años de Guerra Civil habían dejado el país desolado entre ruinas humeantes. En los frentes de batalla los cañones y las descargas de fusilería habían dictado sentencia. El ejército sublevado había conseguido batir a las tropas republicanas y, consecuentemente, el Gobierno democrático salido de las urnas se había visto obligado a desalojar sus sitiales y huir al exilio. En todas las guerras los vencedores cuentan la historia y la modelan o manipulan a su apaño y antojo, amparados en la razón que les da la fuerza de la victoria que han obtenido por el imperio de las armas. Los vencidos son obligados a callar, unos porque están muertos, otros desterrados y otros con la boca sellada por la opresión o la cárcel. Mientras unos cantan la victoria, otros lloran la derrota. Éste es el panorama desolador inherente a esa manía que tienen los hombres, desde los remotos tiempos de la Prehistoria, de pelearse entre sí, impotentes para quitarse de encima o sacarse de sus entrañas ese estigma de impulso maldito que les empuja a querer imponer su dominio avasallador unos sobre los otros. Las miras siempre puestas en esa palabra mágica: el poder. La victoria, costosa y dura también para el vencedor, implica, como es lógico, la derrota humillante, cruel y desastrosa para el vencido. Y vuelve la rueda de todas las guerras a aplicar la tarea ingente de reconstruir lo que nunca debió ser destruido. ¿Aprobará algún día la Humanidad esta asignatura pendiente? Día uno de abril de 1.939. Ya hacía unos días que se barruntaba en el ambiente el inminente final de la guerra, pero no se anunció de forma definitiva hasta ese día. Nuestro amigo Rafael escuchó en su acuartelamiento extremeño, concretamente se encontraba a la sazón ese día en Plasencia, la noticia más esperada, el último famoso parte de guerra dictado por el General Franco, que anunciaba el final de aquella contienda fratricida. 138


La radio no dejó de emitir en todo el día el esperado parte informativo, en la voz del actor y locutor de Radio Nacional de España Fernando Fernández de Córdoba: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. ¡La guerra ha terminado!”. Una explosión espontánea de júbilo brotó de las gargantas de todos los soldados. Saltaban, se abrazaban y gritaban lanzando los gorros al aire en una mezcla de alivio esperado por el fin de aquella angustia, alegría desbordante por haber llegado hasta allí sanos y salvos, emoción incontenida por la inminente vuelta a casa y nostalgia generosa por el recuerdo de tantos amigos y compañeros que quedaron por el camino. Una nueva situación política se mostraba a todo el país. Junto a los miles de cadáveres enterrados y a los miles de compatriotas exiliados, también quedaban enterradas y exiliadas las ideas democráticas de libertad y participación ciudadana propugnadas por la República. Surgía una Dictadura militar que gobernaría el país con mano opresora quién sabe por cuantos años. Los ilusos republicanos derrotados huían con la esperanza de poder volver en poco tiempo, una vez se recondujera la situación hacia un nuevo hipotético estado democrático. Vana esperanza, porque muchos murieron en el destierro sin haber podido regresar a sus añorados hogares y otros tardaron unos largos cuarenta años en volver a ver la luz de sus sueños y retornar a la casa de la que nunca debieron salir. El contingente de tropa superviviente, que había sido arrancado a sus respectivas familias al comienzo de la guerra y que había escapado a la muerte al no haberse tropezado con la metralla ni con las balas, volvería a sus lugares de origen, para tratar de reconstruir la patria. Muchos retornaron sanos y salvos, en cambio otros regresaron con heridas más o menos graves y llevaban imaginariamente colgada al cuello la medalla honorífica de “mutilados de guerra”, aunque, con el tiempo y por la desconsideración de la sociedad tanto a nivel de las altas esferas oficiales como en el trato rutinario de la calle, muchos de ellos se convirtieron en simples y tristes lisiados. Algunos encontrarían en la coyuntura militar una oportunidad para hacer carrera en el nuevo régimen, con su incorporación al propio ejército, la Guardia Civil o la Policía Nacional, la mayoría desertores del arado o de sus anteriores denostados oficios. Otros muchos combatientes de uno y otro bando no volvieron a sus hogares, de los que se les había arrancado para combatir en la guerra. Y ya no regresarían más porque habían inmolado sus vidas en las trincheras, en los paredones o víctimas desafortunadas de alguna bala perdida o alcanzadas por la cruel metralla. Unos cayeron defendiendo sus ideales, otros desaparecieron arrastrados por una refriega que se les vino encima sin haber participado ni comprendido sus causas ni sus estrategias. Once soldados de Dehesilla Nueva no llegaron a ver la aurora de la paz. Sus paisanos, a iniciativa de las consignas del nuevo régimen, levantaron una lápida recordatoria con sus nombres, presidida por una gran cruz de mármol junto a la iglesia parroquial del pueblo. 139


Monumentos de índole similar se levantaron en todos los pueblos y ciudades para honrar a las víctimas defensoras del ejército llamado nacional. Se les conoce como “La Cruz de los Caídos”. Bien honrados quedan en Dehesilla Nueva sus once soldados desaparecidos en dicho bando, pero, como en todos los pueblos y ciudades, aquí también subyace la injusticia del olvido de los caídos en viles purgas asesinas o en las trincheras del ejército rojo. Concretamente falta en la Cruz de los Caídos de Dehesilla Nueva el nombre de Ramón Cabezas, víctima inocente igual que los demás de la sinrazón fratricida. “Volverán banderas victoriosas al paso alegre de la paz”, cantaban los vencedores en una de las letras de las muchas canciones que surgieron para resaltar las pretendidas excelencias del régimen, como base de adoctrinamiento y consolidación del mismo. Ciertamente que la paz es alegre, pero la situación en la que quedó cada uno, una vez que enmudecieron las armas, y el cómo afrontarla de cada cual no fue el mismo caso para todos. ¡Qué difícil es sobrellevar la derrota y qué difícil es también asimilar generosamente la victoria! Porque, como sucede en el deporte, hay que saber perder y hay que saber ganar. En la perspectiva que da el tiempo se puede constatar que los vencedores de aquella contienda no supieron ganar. Los vencidos, con todos los ramalazos de resistencia que suponen la rabia por su desgracia y la impotencia por todo lo obligadamente dejado, demostraron su saber perder con el sacrificio que les supuso la represión y el exilio y, aún más, una vez muerto el dictador y caída la Dictadura, hicieron gala de su generosidad colaborando en la reconciliación y favoreciendo la transición hacia la democracia a finales de la década de 1.970. Afortunadamente muchos de los alineados en las filas dictatoriales supieron ver la necesidad de tomar otros derroteros y se apuntaron al carro de desbaratar aquel nudo tan presuntuosamente atado y bien atado y arrimar el hombro para alcanzar lo que imperiosamente pedía las nuevas formas, o sea, un régimen democrático. En cambio el aparato más duro del bando ganador, formado por nostálgicos y próceres agarrados a la teta gorda de los privilegios que les reportaba el régimen fascista, no dieron su brazo a torcer y se vieron desplazados por la fuerza incontestable de las urnas y por la avalancha de libertad, a la que no estaba dispuesta a renunciar otra vez el pueblo español. Digno de consignar es el papel que tuvo la alta jerarquía del clero, tanto en el apoyo a lo que no tuvieron rubor en santificar y declarar abiertamente como “Santa Cruzada”, como en arrimar desde el primer momento su sardina a las candentes ascuas del régimen dictatorial, connivente con el mismo en su provecho y sorda y ciega a las duras represalias y a los continuos desmanes cometidos ante sus propias narices, agenciándose con su actitud pingües beneficios para sus intereses de poder terrenal, muy alejado por tanto de la misión encomendada por su fundador y además con el agravante de no haber pedido perdón, ni entonces ni hasta la fecha presente.

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Volvía a llover sobre mojado con esta postura de la iglesia, pertinaz en su error histórico, al menos contrario a su razón de ser primigenia, de hallarse no solamente inmiscuida sino interesadamente implicada desde tiempo inmemorial en las intrigas palaciegas y luchas de poder de la nobleza y monarquías de todas las épocas desde que se le permitió lucir públicamente la mitra por obra y gracia del emperador Constantino, pasando por el Medioevo, el Renacimiento, la Ilustración, las revoluciones industriales y restauraciones monárquicas del siglo XIX, hasta llegar al siglo XX con la misma actitud acomodada al sol que más calienta del caciquismo y arrimada al árbol cuya sombra bien le cobija de la Dictadura. Este dato no es una apreciación del autor de estas líneas, sino la pura y dura realidad, vivida en España, contrastada por documentos y demás testimonios históricos y denunciada por multitud de voces autorizadas. Para corroborar esta cuestión puede servir de ejemplo la autoridad de una de esas voces, cuya denuncia se puede ver en las citas que a continuación se exponen. Salieron de la pluma del sacerdote y teólogo navarro don Jesús Lezáun Petrina (1.925-2.010). Pues este docto y simpático curita nos ofrece estos regalitos de opinión, publicados en el prólogo del interesante libro “MALDITOS SEÁIS. NO ME AVERONCÉ DEL EVANGELIO”, del también sacerdote navarro don Marino Ayerra Redín, de Editorial Mintzoa, S.L., segunda edición 2.003, páginas 6, 7 y 8): “La necesidad de reconciliación de los pueblos, después de una guerra cruel y absurda, es imperiosa. La nuestra categorial; porque categorial fue nuestro enfrentamiento. Pero si la reconciliación se quiere conseguir a base de decir o querer hacer ver que aquí no ha pasado nada, de que los muertos de un lado sigan arrojados como carroña por los barrancos innominados y por las lúgubres cunetas, si incluso quiere seguir diciendo la Iglesia que en todo momento ella se comportó correctamente, que cumplió con su deber, que fue neutral y se colocó más allá de la terrorífica política, que en la guerra y a partir de la guerra nos ha tenido aherrojados durante décadas, me temo que en cualquier momento podamos recomenzar la danza de nuestros enfrentamientos apocalípticos. Los hombres y sobre todo los pueblos, sólo superan de verdad aquello que asumen e integran sin reticencias ni falsificaciones. Los inmensos errores, los inmensos males que cometimos en la guerra, en aquello que la preparó y en lo que siguió, deben ser asumidos de frente por todos. …/… El silencio sobre los muertos que todos matamos, no es liberador. …/… La historia la escriben los vencedores y no los vencidos. …/… Un texto del teólogo Juan Bautista Metz es esclarecedor a este respecto: “no tiene nada de casual que la destrucción del recuerdo sea una medida típica de la dominación totalitaria. La esclavitud del hombre empieza cuando se quitan sus recuerdos”. …/… La iglesia no ha pedido perdón por aquella sacrílega “Cruzada” del 36, en gran parte protagonizada por ella misma. 0o ha sido capaz, ni ha tenido suficiente honradez y valentía para ello. Ha beatificado a muchos muertos en un bando (y hasta ha canonizado a quien ayudó cuanto pudo a aquella tremenda barbarie), y no ha tenido corazón para beatificar a ninguno de los del otro bando. ¡Cruel verdad! La justificación que suele hacer de este hecho tan lamentable, la delata aún más”.

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Y esta denuncia no sale de la boca de un rojo resentido o de la algún sacrílego marxista leninista, ni de la maldad del contubernio judeo-masónico obsesivamente recurrido por los jerifaltes de la dictadura, sino que esta crítica proviene de dentro de la propia institución eclesiástica y por tanto nada sospechosa de pasión partidista o ansias de revanchismo izquierdoso, porque es la voz de un sacerdote valiente de la misma Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, ¡y Española!, hombre creyente apasionado como corresponde a su condición sacerdotal, según cuentan de él quienes le conocieron, inconformista con la injusticia, líder carismático por sus reconocidas dotes intelectuales y su don de gentes y crítico mordaz frente a la decadencia moral y la arrogancia del poder dictatorial. Este sacerdote, referente ético-religioso de su época y rara avis en el entorno que le tocó vivir, formó parte de la generación de religiosos navarros que rompieron las estructuras políticas y religiosas del franquismo y sus continuadores, ofreciendo un nuevo compromiso cristiano. Con este aval y en tan “inoportunos” momentos no es de extrañar que su figura fuese relegada, intentándosele condenar al ostracismo y, obviamente, su voz silenciada. Sin embargo no hay nadie capaz de matar las ideas ni destruir las palabras, que dicen que se las lleva el viento, pero que también el mismo viento se encarga de recogerlas y volver a ponerlas en su lugar, aunque tardasen en volverse a oír más de cuarenta años. Así esta defensa de la verdad expresa la connivencia de Lezáun con el lema adoptado por el autor del libro citado, Marino Ayerra, así como por Antonio Machado y otros egregios poetas y autores: “Sentir hondo, pensar alto y hablar claro”. La guerra coloca a los supervivientes en dos lugares. A corto plazo, unos se alinean en el honor de los vencedores y otros quedan relegados a la deshonra de los vencidos. Pero a largo plazo ambos se ubicarán en el mismo plano, al menos eso debe conseguir la reconciliación. La realidad fue que la fuerza del aparato gobernante y el miedo a las represalias crearon una atmósfera de ocultamiento de toda posible maldad del nuevo orden y de acallar cualquier voz discordante, de forma que la vida se habría de sobrellevar y aceptar sin rechistar bajo los parámetros de aquella pretendidamente salvadora dictadura. Los que escaparon a la destrucción y el tropiezo con las bombas y las balas tomaron derroteros bien distintos. Unos desgraciadamente tuvieron que tomar el camino del exilio, abandonando sus hogares, sus familias, sus amistades, sus casas y sus raíces, aherrojados a las calamidades de otra Guerra Europea o embarcados con rumbo a América, generosamente acogidos como hermanos en sus nuevos países, sobre todo México y Argentina. Otros se aprestaron a volver poco a poco a sus hogares, para incorporarse a sus faenas en la ardua tarea de recuperar y levantar lo que la guerra había destrozado.

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Éste fue el caso de Rafael, aunque una sorpresa le habría de hacer cambiar todos sus planes de manera radical. Habían pasado apenas unos días desde la finalización de la guerra y Rafael se encontraba en Mérida, hasta donde había bajado a las órdenes de su sempiterno jefe, el capitán Macías. Sí, capitán Macías, pues el antiguo teniente había ascendido un grado en su escala de oficial del ejército vencedor. La guerra tiene estas cosas, que premia a los vencedores y castiga a los vencidos. Rafael, convencido de que su porvenir se encontraba en el transporte como había hecho antes de la guerra, especulaba con el momento de partir hacia Dehesilla Nueva. Esperaba recuperar el tiempo perdido en el trabajo y en sus relaciones con Catalina. Hasta fantaseaba con las anécdotas y aventuras que contaría a sus padres y hermanos, engordando las hazañas para que todos se sintieran orgullosos de él. Sentado sobre un viejo tronco seco de un árbol caído en aquella explanada a las afueras de la ciudad por la que en ocasiones había paseado con Eugenia, daba rienda suelta a su mente dejando rodar libremente el pensamiento. El contacto de una mano, que, tras su espalda, se apoyaba en su hombro derecho, le sacó de sus fantasiosas elucubraciones. Volvió la cara y se encontró con un rostro que le miraba fijamente, serio y como queriendo escudriñar en sus pensamientos. Se trataba del capitán Macías. Inmediatamente se puso de pie, se volvió y se cuadró ante él al estilo militar con energía. - ¡A sus órdenes, mi capitán! -balbuceó-. Preparado para lo que quiera mandar... - Vale, vale, mozo, -le cortó en seco el circunspecto militar-. Baja la mano. ¿De verdad estás preparado? Pues te voy a ordenar que me acompañes. Vamos a tomar unos vinos que tengo que tratar unos asuntos contigo. Los dos, en silencio, atravesaron la explanada, pasaron por debajo del gran eucalipto y penetraron en el pueblo por una calleja hasta detenerse en una vieja cantina que había en una acogedora plazoleta. Rafael, algo desconcertado, no atinaba a sospechar siquiera las intenciones del capitán, que tan secamente le había tratado y le había conducido hasta aquel lugar. El capitán pidió al cantinero una botella de vino y dos vasos, que el tabernero le sirvió con diligencia. El capitán agarró la botella y llenó los dos vasos de vino hasta el mismo borde. Miró fijamente al soldado, se sentó y se dispuso a abordar la cuestión que traía entre manos. - Siéntate, muchacho, y relájate que vamos a mantener un ratito de conversación –inquirió muy serio el oficial militar sin dejar entrever en su rostro el menor atisbo de sonrisa. Su desafiante tono de voz, entre amenazante y misterioso, provocó la intriga, mezcla de temor y sorpresa, en Rafael, a quien no le auguraba nada bueno aquel desplante de seguridad e ironía -. Bebamos y brindemos por la victoria. Rafael no salía de su asombro y atolondramiento. Pero ante la orden del capitán agarró el vaso y se lo empurró de un solo trago. Aquel ceremonial le estaba sacando los nervios a flor de piel. Comenzó a cavilar a cuento de qué venía aquella actuación. ¿Sería una despedida, porque ya lo iban a mandar para casa? ¿Sería un nuevo encargo de transporte a algún lugar como una misión importante? ¿Sería la comunicación de su 143


destino hasta finalizar su servicio militar? Se le vino de pronto una luz a la mente ¿Sería el preámbulo de una regañina por los flirteos con su hija? Pronto saldría de dudas. El capitán volvió a llenar el vaso, se apretó el cinturón removiéndose en el taburete en el que estaba sentado y se dirigió de nuevo al confundido soldado: - Bien, soldado Bermúdez, esta guerra ha terminado y la mayoría del personal movilizado volverá a sus casas, a sus trabajos anteriores y a la vida civil. Debo informarte que los soldados de tu reemplazo deberán permanecer todavía un tiempo en el servicio militar. Comenzarán a ir licenciando las quintas más veteranas. Te voy a hacer una proposición. - A la orden, mi capitán –contestó Rafael-. - No se trata de ninguna orden –prosiguió el capitán-. Te voy a plantear dos posibilidades para que tú escojas. Como habrás comprobado he sido ascendido a capitán y mi nuevo destino será la Comandancia Militar de Zamora. Si tú quieres, yo te reclamo y te incorporarías conmigo a esta bonita ciudad castellana. Con ello tendrías la oportunidad de seguir en el ejército y hacer carrera en él o licenciarte cuando corresponda a tu quinta. Si no te atrae la idea, te asignarán un destino, que puede ser aquí en Mérida u otra ciudad, tal vez en esta misma compañía a la que perteneces actualmente o en otra, hasta que te licencien. ¿Qué te parece la propuesta? Puedes pensártela serenamente y me das la contestación cuando la tengas decidida. ¡Pero que sea pronto! - Mi capitán -balbuceó Rafael cogido de sorpresa pero seguro de su decisión-, cumpliré con mis obligaciones con el ejército hasta que los mandos lo requieran. Le agradezco su interés en llevarme con usted, pero yo preferiría seguir mi suerte allá donde el destino me la tenga reservada. La carrera militar no me atrae y mi intención es la de volver a mi pueblo cuando haya cumplido mi tiempo del servicio. Me gustaría seguir con mi profesión de camionero y ganarme la vida con ese trabajo. - Pues fíjate, muchacho, -ironizó el capitán torciendo el gesto y simulando una contrariedad inesperada- que yo tenía pensado otro destino para ti. Yo creía que esto del ejército te hacía ilusión. Te he visto entusiasmado con las misiones que te ha tocado desarrollar en todo este tiempo. En otro orden de cosas, debo reconocer que nuestra relación ha sido correcta y siempre te he visto como un soldado ejemplar. Por eso no me negarás que hemos sido buenos amigos, nuestra labor conjunta en todo este tiempo ha resultado eficaz en el desarrollo de esta guerra. Rafael se hundía por momentos escurriéndose en el asiento sin atinar a articular palabra. El capitán, entre trago y trago, continuaba con su disertación. - Por tu buen comportamiento y por tu diligencia en el servicio he pensado proponerte para que sigas en el ejército y hagas carrera en él. Ya me has comentado tu escasa disposición al respecto. Pero yo te aconsejaría que te lo pensases pausadamente ¿Qué te parece? - Mi capitán -atinaba a exponer Rafael a duras penas-, no me atrae la vida militar. Mis intenciones, como ya le he expresado, son las de volver con mi familia.

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- Correctas tus intenciones, encomiable tu claridad de ideas, eres libre de elegir tu futuro profesional así como también es muy respetable tu intención de volver con tu familia, cosa que harás, como te he dicho, cuando te toque el turno de licenciarte del ejército con tu reemplazo. Tarde poco o tarde mucho te marcharás a tu casa, pero... ¡volverás casado! –la última palabra retumbó como un bombazo en los oídos de Rafael-. El pobre muchacho se quedó estupefacto, el rostro blanco como la pared, los labios le tiritaban, la mano temblorosa agarró el vaso con fuerza, lo acercó hasta su boca y, a pequeños sorbos, apuró hasta la última gota de vino. El capitán continuó, autoritario y sin dejar resquicios a dudas ni objeciones: - Has oído bien, jovenzuelo. Irás a Zamora, si decides aceptar mi propuesta de acompañarme, o marcharás a donde el destino te deposite, pero a uno u otro lugar llegarás casado. Yo sé que te gusta mi hija Eugenia. No he estado ajeno a vuestros devaneos. No sé si tu atracción por ella llega a las cotas del amor, pero eso se remedia con el tiempo. Lo que sí te puedo asegurar es que ella está completamente enamorada de ti y he decidido vuestro matrimonio inmediato. Este es mi planteamiento o, si lo prefieres, puedes tomarlo como una orden. No hay vuelta atrás ni opción a réplica. Así que no pierdas el tiempo en hacerte a la idea, porque la decisión está tomada. Estoy convencido que sabrás cuidar de ella y espero que seáis muy felices. Todo está ya preparado y comprometido. El comandante don Leandro Olivares, capellán castrense, ya ha recibido la consiguiente petición y ya están en marcha las preceptivas amonestaciones. La ceremonia de la boda la celebraremos a principios de verano. Así que ve haciéndote el cuerpo a la situación, porque desde ya puedes considerarme tu suegro. ¡Hasta pronto, querido yerno! – enfatizó el capitán muy severo, pero dejando entrever un punto de sorna, mientras se levantaba y, apurando el último sorbo de vino de su vaso, se marchaba de la taberna con aire marcial y presuntuoso-. La contundencia de las palabras dejó al mozalbete anonadado y sin opción a contestación alguna. Hubiese salido corriendo si las piernas le hubiesen respondido o si hubiese tenido coraje en aquel momento, pero la sorpresa y la impresión ante aquel fulminante y claro ordenamiento militar lo atenazaban y lo aplastaban fuertemente al asiento y casi ni le dejaban respirar. Rafael, cogido entre la espada y la pared, no tuvo ánimos ni fuerza para contestar, ni siquiera para argumentar la más mínima objeción. Un buen rato permaneció sentado mirando la botella vacía, observando el lúgubre entorno de aquella taberna de mugrientas paredes y repasando una a una las caras de total despreocupación de unos cuantos viejos que mataban el tiempo jugando una partida de cartas en un rincón del casino. Por su cabeza comenzaron a cabalgar alocadamente los recuerdos, las decisiones, las dudas, los anhelos, las pretensiones, las ideas y, en definitiva, la rabia de verse atrapado en la decisión de otro. Al instante recordó las palabras de su amigo Antonio Villa. Había jugado con fuego y se había quemado. Pero Rafael Bermúdez no era hombre de lamentos. ¡A lo hecho, pecho y adelante con los faroles! ¿Y Catalina?... No le quedaban argumentos, ni excusas, ni explicaciones.

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¿Y Eugenia?... En el fondo tenía que reconocer que la chiquilla lo había conquistado. A ella tampoco tenía que dar ninguna explicación, sino aceptarla porque su padre se lo había impuesto. Pasaron unos meses tras la finalización de la guerra. Rafael y Eugenia, efectivamente, por las buenas o por las bravas, se habían casado y degustaban las mieles de la pasión recién estrenada en sus cuerpos jóvenes. Rafael no había aceptado su reenganche en la vida militar pero sí su incorporación a la Comandancia Militar de Zamora propiciada por el capitán Macías, ahora su flamante suegro, y tras cumplir su tiempo de obligado servicio castrense, consiguió establecerse como transportista, montando su propia flota de un solo camión en el lugar donde la pareja había fijado su residencia, Salamanca. Los duros años de la posguerra fueron transcurriendo sin estrecheces ni sobresaltos en la vida de la joven pareja. El transporte no prometía grandes riquezas, pero, al menos, aseguraba una estabilidad razonable. Establecido por su cuenta de forma autónoma, daba transportes por Salamanca y las poblaciones de sus alrededores con una furgoneta nueva que había adquirido, pues el camión también había sido licenciado de sus trabajos como un soldado más tras la finalización de la guerra. Poco a poco Rafael fue extendiendo su área de influencia y logró incorporar sus servicios a una empresa del ramo que alargaba sus tentáculos desde Salamanca hasta extender su radio de acción a León, Valladolid, Zamora, Palencia, Cáceres, Ávila y hasta Madrid. Ciertamente que Rafael, así como la gran mayoría de la gente humilde, vivía aparentemente inconsciente al drama social real de la misma población, posiblemente anestesiada y adormecida por las circunstancias ciertas de un poder centrado en los cuarteles y en la iglesia. El silencio de las tumbas había acallado muchas voces y por el salidero del exilio se habían derramado muchas de las energías del contingente laboral. El panorama nacional se podría retratar en una escena que dibujaría la actitud de orgullo prepotente y soberbio de las alturas dominantes, el egoísmo cegato y aprovechado de las clases poderosas y adineradas, la impiedad y el desprecio hacia los obreros, la anuencia cómplice con los comportamientos abyectos del régimen por parte de las jerarquías religiosas, cuya espada de Damocles de una moral estricta y cerrada tenía oprimidas y subyugadas las conciencias con la amenaza perversa de una condena eterna en la otra vida, como si no fuera suficiente la que ya sufrían en ésta. Cantar bien distinto y harina de otro costal será la religiosidad sincera y noble del pueblo sencillo, allá cada cual con sus creencias. La conciencia propia e individual de cada uno, aunque se intente manipular desde fuera, cosa que en ocasiones se consigue abusando del poder o de la ignorancia, es dominio interno de cada persona. Por tanto, en lo referente a las ideas religiosas, cada individuo en su fuero más íntimo se posiciona y las rechaza o las acoge y las administra según su leal saber y entender, religiosidad respetable y digna a todas luces. Cara al exterior se pueden obligar las formas, en uno u otro sentido, pero no dejará de ser pura laca que tapará la autenticidad interior, pero que no la destruirá.

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También completaría este cuadro la colaboración de las fuerzas vivas de la intelectualidad burguesa, en ausencia de la intelectualidad independiente o simplemente comprometida con el intelecto y la verdad y no con la comodidad coyuntural, en parte silenciada en los cementerios y en parte fugada al destierro. La sociedad civil se encontraba secuestrada y silenciada, hundida en el atraso retrotraído al siglo XIX, empujada por la miseria y la incultura a un lacerante complejo de inferioridad con respecto a los ciudadanos de los países de nuestro entorno, en contraposición al orgullo patriotero falso e inútil que pregonaba el alto mando. En resumidas cuentas el pueblo llano, la sociedad civil sufría condenada por la cerrazón endémica de la disciplina militar impuesta y adormecida por las prácticas religiosas abrumadoras y trasnochadas, que daban la fatua y equivocada impresión de una placidez oficial en la regresión. A voz en grito se proclamaba el lema de “España, una, grande y libre”. Pero en voz baja la ironía popular bromeaba, entre chispa ocurrente y amargura de impotencia, explicando con buen humor el significado de tan alto mensaje: “España es una, porque si hubiera otra nos íbamos todos allí, España es grande, porque se han metido aquí los americanos y España es libre, porque cada uno tiene toda la libertad del mundo para proclamarse seguidor del Real Madrid o del Barcelona, del Bilbao o del Atlético de Madrid y, en nuestro entorno más cercano, del Real Betis Balompié o de Sevilla FC”.

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CAPÍTULO XVII.DE VISITA E EL PUEBLO.LA GUARDIA CIVIL DE U CIA A BARRIGATRAPO. JOAQUÍ BARRIGATRAPO CAZADO E EL ESTRAPERLO Muy de tarde en tarde y, a veces, con relativa frecuencia, Rafael y Eugenia bajaban a Dehesilla Nueva, para visitar a la familia, tiempo que Rafael aprovechaba para departir con su inestimable amigo Antonio, que sí se había casado con su novia de toda la vida, María la de Juanillo Juanillón. En los primeros tiempos solían espaciar sus visitas en varios años. En cambio de mayores solían visitar el pueblo varias veces en el mismo año. Rafael y Antonio tuvieron la suerte de que sus respectivas esposas, por carácter o por respeto a la amistad de sus maridos, se cayeron muy bien una a la otra y formaron con ellos un círculo compacto de compenetración y complicidad. Y hasta les acompañó toda la vida la circunstancia de que ninguno de los dos matrimonios tuvo hijos. Tal vez este hecho, aceptado sin complejos, les dio libertad para beberse la vida a borbotones sin las preocupaciones ni las obligaciones que la prole les hubiera supuesto. Así que aquellos tiempos duros de las décadas de los años cuarenta y cincuenta, tiempos de carencias y de escasez de todo excepto de hambre, que supusieron una terrible prueba para muchas familias, pasaron para Antonio y Rafael con un poquito de más benevolencia. Antonio trabajaba unas cuantas hazas de tierra que había heredado de sus padres y de sus suegros, que le salvaban las primeras necesidades con cierta solvencia y, al mismo tiempo, le permitían disponer de un modesto plus para caprichos y disfrute de algunos placeres de la vida. Los más puritanos o envidiosos, por no encontrarse a su alcance, los tacharían de vicios: unas partidas de cartas y unas copas en el casino, alguna esporádica salida a la capital a teatros, espectáculos de variedades y corridas de toros. El ánimo siempre estaba dispuesto a correr una juerga, organizar una comilona y departir en sana camaradería con quienes se apuntasen a ser copartícipes. Escrúpulos, los precisos. Así que en los pocos momentos que se juntaban, más que nada debido a la distancia, los dos amigos se ocupaban de vivirlos intensamente en el convencimiento de que sólo se vive una vez y no era cuestión de dejar pasar por alto las oportunidades. En una de aquellas esporádicas visitas, que hacían Rafael y Eugenia a Dehesilla Nueva, quisieron presentarse en la casa de sus padres sin avisar para darles una sorpresa. Cuando se acercaban al dintel de la puerta les causó extrañeza el torrente de improperios que salía por el cancel de separación del primer portal de la casa con el zaguán. - ¡Voto al demonio que pisó el rabo a la última cometa! –la voz enfadada de un Joaquín Barrigatrapo ya sesentón hacía retumbar las paredes de la panadería-. Rafael, acompañado de Eugenia, apenas ha puesto el pie en el umbral de la entrada, cuando queda sorprendido de tan estentóreas voces, y más al reconocer al autor de las mismas. Jamás había oído al bueno de Joaquín levantar una voz más alta que otra 148


ni recordaba haberlo visto enfadado. El joven matrimonio acababa de llegar al pueblo. La tormenta que descargaba en el último portal de la casa les causó extrañeza. Así que se quedaron quietos escuchando los truenos que seguían en cascada: - ¡Menudos gachupinos! ¡Como que no debería haber nacido la tatarabuela de quien inventó el tricornio! –arreciaba el enfado de Barrigatrapo-. Rafael y Eugenia irrumpieron en la estancia, calmando de momento la tempestad. Los besos y los abrazos apaciguaron por un instante el ambiente tan caldeado. La señora Herminia no paraba de acariciar la cara de su hijo Rafael. Se habían presentado de improviso, sin avisar de su llegada, con la intención de dar una sorpresa y se habían visto sorprendidos por aquella bronca, tan explosiva como inusual en su casa. Por unos instantes los saludos a los recién llegados dieron una tregua a la catarata de rayos y trueno que en forma de improperios salían de la boca de Joaquín Barrigatrapo: - ¡Ay! Hijo, ¡qué alegría verte de nuevo! ¿Por qué no has avisado que venías? -regañó cariñosamente la señora Herminia a su hijo-. - Madre, queríamos daros una sorpresa –contestó Rafael-. - Rafael ha podido zafarse un poco del agobio en el trabajo –terció Eugenia- y decidimos hacer una escapadita para estar unos días con la familia. - Y nos encontramos con estas voces subiditas de tono, -prosiguió Rafael lanzando a Joaquín una mirada cariñosamente recriminatoria- ¿qué ha sucedido? ¿qué ratón te ha mordido la oreja, Joaquinillo? - Cosas del campo en estos duros tiempos –sentenció papá Modesto-. Pues ha sucedido que a Joaquín le ha puesto una multa la Guardia Civil. - Una no, dos –protestó Joaquín- y a mí estas cosas me revuelven las tripas. Porque es injusto y no hay derecho a que siempre paguemos el pato los mismos, los pobres, los desgraciados. - No te sulfures otra vez, Joaquín –intentó calmar el señor Modesto-. ¡Y de desgraciados, nada de nada! Ya veremos cómo se arregla este asunto. Tú despreocúpate y no le des más vueltas a la cabeza. - Yo es que no lo puedo remediar –se justificó Joaquín- y tengo que saltar ante la injusticia. Porque esto es una injusticia ¿o no? - Claro que es una injusticia –le dio la razón Modesto-, pero como tienen la sartén por el mango, de nada nos servirá afrontarlo por las bravas. Ya le buscaremos una solución. Y si no la encontramos, pues se pagan las multas y aquí paz y allí gloria. - ¿Pero cuál ha sido el motivo de las multas? –la curiosidad picó a Rafael-. - Pues te lo voy a explicar, Rafaelito, -saltó decidido Joaquín-. Tú escucha y date cuenta de la canallada. Salgo esta mañana con los mulos para la viña. Cojo por el Camino de las Carrascas y amarro las bestias, bien trabadas, en los carrizales junto al 149


arroyo. Llego al tajo y me pongo a sarmentar. Veo un claro en la viña vecina de la tita Sebastiana, porque hay unas marras de unas cuantas cepas. Y me dije: este es un buen sitio para hacer la “ciscá”. Cuando estoy quemando los sarmientos se presenta la pareja de la Guardia Civil, el Benjumea con todo su bigote de mala uva y el Montiel con esa cara que tiene salpicada de viruelas que parece enteramente un pan bazo picoteado por los pájaros, muy simpático uno y más que graciosillo el otro, y me saludan con los buenos días. - Hombre, la educación ante todo –interrumpió Rafael-. - Si, sí, te repito lo de la tatarabuela que dije antes –prosiguió Joaquinillo-. Pues al Benjumea le rebosa el amargor de la bilis con esa sonrisa atravesada que pone y al grandullón ese del Montiel todos los centímetros y los kilos que le sobran, los tiene de retorcido y de mala leche. - No sueltes la lengua tan largamente, Quinito, que te embalas y puedes decir cosas de las que luego a lo mejor te tienes que arrepentir y ten cuidado que las paredes oyen –advirtió el señor Modesto-. - Bueno, -sigue Joaquín con el relato- el caso es que de golpe y porrazo me preguntan de quién es la viña. Cuando les digo que la viña es del señor Modesto, el panadero, me vuelven a preguntar si yo tengo permiso para encender fuego en la finca vecina a la del señor Modesto. Yo le respondo que esa finca es de su hermana Sebastiana y entre hermanos bien avenidos no hacen falta permisos. Además, les dije que no estaba causando ningún daño. Me responden que ellos no entienden de componendas familiares y que tienen que denunciarme. - Desde luego estas cosas son fruto de un mal entendido celo profesional o simplemente de abuso de autoridad –quiso apostillar Eugenia-. - ¡Ay, mi niña, corren malos tiempos! La ley ampara al poderoso y avasalla al pobre. Las pulgas sólo pican al perro flaco. ¡No está la perola para tostar palomitas de maíz! -sentenció irónicamente Herminia-. - Pues, eche usted la galga y pare el carro que vamos cuesta abajo y la película continúa –siguió Joaquín-. El Benjumea levantó esos ojillos zarcos y enrevesados que tiene y vio que las bestias comisqueaban en la fresquera del arroyo. Y vuelta a la matraca con la misma cantinela: que si tenía permiso para amarrar los animales en el arroyo, que aquellos eneales también tenían dueños y que estaban en la parte de Carmelo Sánchez, El Batato. ¡Qué bien conoce el malarma el campo! Y vuelta la pluma a los papeles. Protesté diciéndoles que los mulos no hacían ningún daño. Pero me echaron la misma cuenta que a un perro. Y lo que ya me retorció el estómago fue que se despidieran riendo y deseándome buena jornada. Por eso digo que sus madres serán unas santas, pero esos dos son unos... - Párate, párate, y no dispares que puede salir el tiro por la culata –interrumpió de nuevo el señor Modesto intentando poner calma-. No se hable más del tema. Ahora hay pendiente algo más importante, que es la presencia en mi casa de mi Rafael y de su mujer. Esto sí que lo vamos a celebrar. Herminia saca unos choricillos que los vamos a mojar con el vinillo de una bota que he estrenado ayer mismo y que sabe a gloria 150


bendita. Vamos a brindar por esta pareja de tortolitos. ¡Fuera las preocupaciones y pelillos a la mar! Las buenas relaciones del panadero le perdonaron la multa de la viña con la mediación de su hermana Sebastiana. En cambio el asunto de los mulos amarrados en el arroyo no hubo forma de minimizarlo y ante la gravedad del delito hubo de satisfacerse el correspondiente castigo, rascándole quince hermosas pesetas de su peculio familiar. No acabaron ahí los tropiezos de Joaquinillo Barrigatrapo con la Guardia Civil. Contaba ya el buen hombre su buena ración de años, rondando de largo los sesenta, y no paraba en afanarse en mil trabajos y ocupaciones para atender a su prole, que además cada vez engordaba su número con la aparición en escena de los nietos. Providencia muy socorrida entre la gente necesitada y aventurera de los años cuarenta y cincuenta fue el estraperlo, comercio ilegal de provisiones y artículos de primera necesidad, al que se agarraron muchos atrevidos como a un clavo ardiendo. Joaquín cuenta a Rafael una de las peripecias sufridas en esta actividad. - Pero no te asombres, Rafael, -intentaba consolarse Barrigatrapo-. Yo pongo un circo y con toda seguridad me crecen los enanos. Y si no, examina lo que te voy a contar. Estas cosas me pasan a mí solamente. - No exageres, Joaquinito –contestaba Rafael-. Tú eres muy exagerado para todo - ¿Exagerado yo? –se encendía Joaquín-. Escúchame primero y luego habla. - Soy todo oídos –se preparaba Rafael a escuchar no sin cierta sonrisa burlona-. - Esto que te voy a relatar es absolutamente cierto y verdadero como que me llamo Joaquín –afirmaba el Barrigatrapo recalcando las palabras con contundencia-. Vamos que lo que digo es el Evangelio. La cosa está muy mala, aunque no me falta el trabajo con tu padre. Pero en casa somos mucha gente y la burra no alcanza al pesebre. ¿Entiendes? - Hombre, -replica Rafael siguiendo la misma actitud displicente- explícate mejor, que yo soy corto de entendederas. - Pues ¿qué va a ser, alma de cántaro? –replica intentando convencer haciendo al frotarse los dedos de la mano derecha el gesto del dinero-. Que con el sueldo no me llega para llenar la olla todos los días y cubrir las necesidades y por eso me arriesgo con el estraperlo. Hasta ahora me iba bien y no había tenido ningún percance. Pero esto es semejante al toreo. El torero está expuesto al éxito o al fracaso. Si una tarde hace una buena faena, sale de la plaza por la puerta grande y si la cosa se tuerce le llueve la bronca o acaba en la enfermería. Yo he tenido esa tarde aciaga, no tuve más remedio que entrar a matar y por mala suerte pinché en hueso. Se me estropeó el plan, me enganchó el toro y me llevaron para la enfermería, o sea, que me pilló la Guardia Civil y me llevaron al cuartel. Y menos mal a la intervención de tu padre, si no la cosa podría haber sido peor.

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- Tú ya sabrías antes de meterte en este fregado que al andar por estos berenjenales estabas jugando con fuego –terció Rafael-. - Por supuesto –se resignaba Joaquín-, y al que cose y amasa, de todo le pasa. Como el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, pues yo tropecé otra vez con la Benemérita. Esto me ocurrió el mes pasado y todavía tengo el susto en el cuerpo. Bueno el susto en el cuerpo y el vacío en la cartera por el dinero que perdí, o mejor dicho me quitaron, por confiar en quien no debía. Pues el caso es que me vino Rebolledo, el Guardia Civil, ese redomado pícaro muerto de hambre, y me ofreció unos sacos de trigo a muy buen precio. No sé quién se los proporcionaría. Yo me confié y más tratándose de un miembro de la Benemérita y me avine al trato con él comprándole una buena partida, cuatro fanegas en total. Así que preparé los mulos con la carga y me encaminé de noche por el Camino de los Leñadores para llegar antes del amanecer a Caño Viejo y vender mi mercancía para ganarme unos cuartos. Apenas pasé el arroyo, subiendo por la Cuesta de los Perdigones, cuando me llevé la sorpresa: - ¡Alto! ¡No se mueva o disparo! –se oyó una voz enérgica-. Era la pareja de la Guardia Civil. Alguien habría dado el chivatazo. Me habían cogido y me tenía que resignar. Cuando se acercaron aumentó mi sorpresa. - ¿Qué lleva usted en los serones? ¿A dónde va con esta carga? ¿Con que éstas tenemos? ¡No me esperaba que Barrigatrapo estuviera también metido en esto del estraperlo! ¡Dese la vuelta y vamos al cuartel! ¡Allí ajustaremos cuentas! –las preguntas y órdenes se sucedían sin opción a responder-. Pero la sangre me subió de pronto al reparar que el acompañante de quien me hablaba no era otro que el tal Rebolledo, al que yo había comprado el trigo. Él además de guardarse mi dinero, había sido quien me había delatado y encima ahora me quería chantajear. - Pero, Rebolledo, -protesté- si este trigo te lo he comprado a ti. - No diga usted sandeces, Barrigatrapo, ¿de dónde iba yo a sacar el trigo? ¿Acaso lo sembré en una maceta en el patio del cuartel? –negaba sarcásticamente el guardia caradura Rebolledo-. - Yo no sé de dónde lo ha sacado usted – le protestaba yo enérgicamente-. Pero a mí me lo ha vendido usted y se habrá ganado sus buenos reales. - ¡Cállese, camine y no me obligue a romperle la cara de un culatazo! –me amenazaba el primer guardia sin creer mis explicaciones-. - Pero esto es una injusticia –bramaba yo con fuerza-. - ¡Usted se calla! –me gritaba más fuerte el guardia para justificar su inexistente argumento-. Me llevaron al cuartel. Allí me tuvieron toda la noche hasta que por la mañana me interrogó el Comandante de Puesto. Sólo me hizo una pregunta: 152


- ¿A quién le ha comprado usted este trigo? - ¡A ése! –le contesté con rabia señalando a Rebolledo que estaba sentado junto a la puerta de entrada-. Y aquí se acabó el asunto. Tu padre, siempre tan dispuesto y generoso, acudió a interceder por mí. Alguna cuenta debieron de echarle y de algo me debió servir su intervención, cosa le agradezco sinceramente, porque que me libré de una buena multa y, tal vez, de unos cuantos palos, porque estos civiles tienen la mano muy larga y no se cortan ni un pelo a la hora de zurrar la badana a los pobres. Eso sí, perdí el trigo y el dinero que pagué por él. El guardia Rebolledo a lo mejor salvó la ropa, al hacerse la vista gorda sobre su implicación en el estraperlo y no tenerse en cuenta su acción, tan delictiva como la mía. Yo comprendo que los sueldos de los guardias son cortitos y se ven empujados a sacarse unos cuartos extras de donde sea. ¡El hambre es muy mala! Pero este granuja juega con dos barajas y, aprovechándose del tricornio, me ha sacado ventaja y me ha ganado la partida. Para mí perdió toda su honra y su autoridad. ¡A lo mejor algún día ese pan que me ha quitado de la boca, a mí y amis hijos, se le pone duro! - ¿Sabes qué te digo, Joaquín? –interpeló Rafael-. ¡Qué verdadero es ese dicho que se comenta en el pueblo, que “La gallina que está en el palo de arriba ensucia a la de abajo”!

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CAPÍTULO XVIII.MA OLILLO EL ARVEJA A.EL MAESTRO DE LA CHAPO A. MA OLILLO ARVEJA A Y SU MOTO. CO FIDE CIAS MATRIMO IALES DE A TO IO VILLA Rafael y su esposa volvieron a la rutina de sus quehaceres diarios dejando atrás a la familia y al pueblo con la nostalgia de unos ratos entrañables en la compañía de los seres queridos. Habrían de pasar unos largos meses hasta volver a encontrarse. Resultarían largos por el ansia de volver, pero realmente no se prolongarían en el tiempo, porque tanto Rafael como Eugenia se encontraban tan a gusto en Dehesilla Nueva que no perdonaban la más mínima ocasión para retornar. Así que al cabo de unos pocos meses ya estaban otra vez pateando las calles de su queridísimo pueblo. - ¡Cachi en todo lo que se menea! –exclamó Antonio Villa abrazando a Rafael que acababa de entrar al zaguán de su casa-. Me parece a mí que tú en cuanto oyes el estallido de un cohete, ya estás cogiendo el camino para acá. - A mí no me hace falta barruntar los cohetes para coger la carretera y presentarme en mi pueblo –contestaba Rafael entre achuchones a su amigo-. Yo huelo el aire y en cuanto noto el más mínimo tufillo al pan de la tahona de mi padre, no puedo resistirme y pongo rumbo al sur a todo velamen. - ¿Y la señora, cómo está? – en seguida se interesó Antonio por Eugenia-. - Pues estupendamente –replicó Rafael-. Se ha quedado en la casa platicando con mi madre. Cuando mi madre tira de la hebra parece que nunca se acaba el ovillo. Más tarde vendremos para saludar a María. ¿Por cierto, cómo anda la comadre? - Pues ha salido a comprar a la tienda, pero está como una rosa –continuó Antonio-, aunque un poco gruñona. Las mujeres si no riñen unas cuantas veces al día no se sienten a gusto. Será que no lo pueden remediar. - No te quejes, bandido, -cortó Rafael-. No te consiento que le pongas faltas a esa maravilla de mujer que tienes por esposa. ¡Bueno, y ¿qué novedades me cuentas del pueblo? - Novedades, pocas –recalcó Antonio-. ¿Tú te acuerdas de ese hombre flacucho que hacía los serones de esparto para las bestias y arreglaba los aperos del campo? - ¿El espartero? –preguntó Rafael-. - Bueno era espartero, talabartero, zapatero, hojalatero, echaba asientos de aneas a las sillas y arreglaba todo cacharro que caía en sus manos –replicó Antonio-, porque el hombre tenía manitas de plata para todo lo que tocaba. ¡Vamos! Lo que decimos un “maestro Mengue, que de todo sabe y de nada entiende”. - “¡O el Maestro Ciruela, que no sabía leer y puso una escuela! Sí que le recuerdo, que era bajito y un poco tomado de hombros –aseveraba Rafael entre risas- y le decían un mote, que ahora no recuerdo. 154


- Pues hablando de maestros, le decían “El Maestro de la Chapona”, porque siempre llevaba sobrepuesta en los hombros una vieja y raída pelliza con más agujeros que un colador –apostilló Antonio-. Pues el mes pasado se tiró a un pozo y el pobre hombre murió ahogado. Estaba casado con Concha Prieto, una mártir de mujer, ¡vamos!, ¡una santa a la que ha hecho pasar por carros y carretas, vamos que la pobre mujer no ha hecho en esta vida otra cosa que sufrir! - Pues yo le recuerdo como un hombre alegre, bromista y siempre de buen humor –se extrañó Rafael-. Era una persona con muy buen ángel. - ¿Ángel? ¡Alitas con plumas de ángel en la calle y rabo con pinchos de tridente de demonio en la casa! Debes saber que muchas veces las apariencias engañan, al menos de cara a la gente –continuó Antonio-, porque a la pobre mujer se las ha hecho pasar moradas y negras, lo que se dice alegría de calle y tristeza de casa. En realidad se puede decir que era tres o cuatro hombres distintos en la misma persona. En el trato con la gente se comportaba según hacia donde soplaran los vientos. Cuando andaba fresco se manifestaba hombre de pocas palabras y hasta se permitía aparentar un carácter amigable y bromista. Pero cuando empinaba un poco el codo sólo abría la boca para ofender y pregonar sus grandezas: que si tenía tantos olivos, que si le sobraba el dinero, que si fulano no tenía donde caerse muerto, que si tenía guardados billetes para chascar un boliche y mandangas por el estilo. - Pues desconocía yo esa faceta del Maestro de la Chapona –se sorprendió Rafael- ¡Sorpresas que da la vida! - Y cuando se pasaba de la raya en la bebida empezaba por los chistes y los fandangos, muy gracioso con las dos copitas de más. Pero cuando ya llevaba cuatro copas y conforme le subían los vapores del alcohol y el grado de la borrachera, terminaba despotricando de lo divino y de lo humano y ofendiendo sin reparos a voces a todo el mundo –prosiguió Antonio-. Luego, cuando llegaba a casa, pagaba con la pobre Concha los malos humores del vino y de la mala uva que llevaba dentro. No sé si llegó a levantarle la mano a la mujer, pero el repertorio de lindezas que salían por esa bocaza se escuchaba en todas las casas vecinas, acostumbradas a las voces y a los escándalos un día sí y otro también. El muy ladino era un bolsero de mucho cuidado, porque él manejaba todo el dinero y a la mujer no le daba ni una perra gorda, ni siquiera para la comida. La pobre tenía que pasar la vergüenza de pedir fiado en la tienda y pagar luego cuando en algún momento de descuido le pillaba la cartera. - Pues ¡vaya prenda el maestrito! –anotó Rafael con un gesto de extrañeza- ¡Menos mal que no ha tenido hijos, que hubieran sufrido las vejaciones de tan malvado padre! –siguió Antonio-. El calvario con esa pesada cruz a cuestas lo ha subido sola la mujer, esa Concha bendita, que habrá descansado con su desaparición y que sin duda tiene más que de sobra ganada la gloria del cielo. Últimamente parece ser que las cosas se le habían torcido y ya no galleaba tanto, así que decidió tirar por la calle de en medio y acabar con todos los problemas de un brochazo. - Y por lo que me cuentas, ha acabado con sus problemas y, al mismo tiempo, ha solucionado los de su mujer, porque la habrá dejado tranquila –aseveró Rafael-. 155


-Así ha sido, en efecto –siguió Antonio-. Y relacionado con él llevo guardado un asunto del que no he comentado nada a nadie y me lleva royendo el coco desde hace bastante tiempo. He estado dudando si contarlo a alguien o dejarlo y olvidarlo. Como era tan fanfarrón esperaba que algún día se me presentara la ocasión de zampárselo en sus narices. Pero esa ocasión no me ha llegado. Tú eres mi amigo y te lo puedo decir en confianza y así me quito esta espinita de encima. Es un asunto delicado, que pensé hasta en denunciarlo en su día, pero al final no lo hice y lo guardé en secreto para mí solo. Pensé que así castigaba la fanfarronería y la imprudencia del pobre Maestro de la Chapona. No sé si obré bien con callarme la boca. - ¡Vamos, desembucha, lagarto, que me has puesto en ascuas –saltó Rafael-. - Bueno, no tiene tanta importancia –dijo Antonio-. Y ahora que el Maestro ya no está, “al burro muerto la cebada al rabo”. Ya hace unos cuantos años que tuvo lugar este percance, pero se me ha reverdecido ahora, que he comprobado el resultado de aquello que ocurrió entonces. - Pues larga ya, porque algo gordo me imagino que será cuando tanto te remuerde la conciencia –exigió Rafael apremiando a su amigo-. - Pues verás –se dispuso a contar Antonio- ¿Tú conoces al chiquillo de Manolo el Arvejana? - Hombre, claro que lo conozco –contestó Rafael sacando su vena ingeniosa-. Ese muchacho que es bajito y regordete, con una cabezota como un lebrillo y hecha para siete pescuezos. Pero ya no es tan chiquillo. - Claro que no –continuó Antonio-. Acaba de venir licenciado de la mili y se ha comprado una moto flamante. Se pasa todo el santo día dando bandazos a escape abierto, calle arriba y calle abajo. - ¿Y eso qué tiene de malo? –argumentó Rafael- Son cosas de la juventud. - Pues que me da a mí que esa moto huele a cabra –alzó la voz Antonio-. - ¿Qué la moto huele a cabra? –preguntó Rafael, reflejándose en su cara una mueca de asombro e incomprensión-. - Comprendo tu extrañeza, -continuó Antonio- pero todo tiene su explicación y, dando vueltas a mi cabeza, atando cabos, creo que he llegado a una conclusión y, por fin, el pilón viene bien con la romana. - Bueno –se desesperó Rafael-, suelta eso que a ti te corroe y a mí me ha soliviantado la curiosidad desde hace un rato. - Pues la historia ocurrió, como te he dicho, hace varios años, por lo menos tres o cuatro, y estaban involucradas estas dos personas: el Maestro de la Chapona y el Manolillo Arvejana –se decidió al fin Antonio, tomando aire-. Siéntate y agárrate a la pata de la silla que el asunto tiene tres pares de narices. Sucedió una mañana en el 156


casino “El Pelotazo”. Era muy tempranito y todavía no había amanecido. Habíamos unos cuantos tomando unas palomas de aguardiente antes de salir al campo, cuando entró el Maestro de la Chapona, brazos en alto enarbolando un buen fajo de billetes y pregonando eufórico y orgulloso: “¡Mil pesetas, acabo de ganar mil pesetas, he vendido la piarilla de cabras y me han pagado mil pesetas! ¡Anda, Juan, ponme una palomita!” Mientras el alegre vejete no cejaba en sus voces enseñando el dinero con un cierto punto de fanfarronería, Juan el tabernero le advertía: ¡Maestro, no grite usted tanto enseñando el dinero y baje sus humos, que los alardes con el dinero son pistolas que carga el diablo! ¡Y las paredes oyen! El Maestro seguía con su euforia y hasta nos invitó a todos a una copa, presumiendo de su dinero y contestando envalentonado al tabernero: “¿Qué me va a pasar porque diga que me han dado este dinero por las cabras? ¿Dónde está el valiente que quiera enfrentarse conmigo? ¡No ha nacido todavía quien se atreva a ponerse delante de mí con malas intenciones!” Ahí quedó la cosa y nos fuimos al tajo. A eso de media mañana, me encontraba podando en mi viña y el Maestro de la Chapona andaba atareado desmarojando los olivos de Cristóbal Parralo, que están al lado de mi finca, cuando veo a uno que sigilosamente avanzaba por el padrón y, agachado, seguía la linde hasta alcanzar el hato del Maestro. Lo vi cómo rebuscaba en el aparejo y luego se fue tan suavemente como había llegado. Lo reconocí en seguida, era Manolillo Arvejana, pero no le di la menor importancia. Pero al día siguiente el Maestro entró serio en el casino. Algún bromista le preguntó por el dinero y el pobre saltó con rabia disparatando y hasta con ganas de llorar, porque le habían robado el dinero. El tabernero le decía que ya se lo había advertido. Tuvo que tragarse amargamente la algarabía del día anterior. Yo relacioné inmediatamente el robo con la presencia del Manolillo en la finca aquella mañana, pero, no sé si cobardemente o por regodeo en el escarmiento del inconsciente pregonero, me callé y no quise descubrir al ladrón. El tunante caco se guardó el dinero. Para no levantar sospechas lo pondría a buen recaudo sin gastar ni una perra gorda. Así no sería descubierto. Ahora que ha transcurrido el tiempo y nadie se acuerda de aquel suceso, el ladrón se ha gastado el dinero robado en la compra de la moto. Ha transcurrido el tiempo y el pobre Maestro de la Chapona no se lo va a reclamar desde el patio de las malvas. - No seré yo quien juzgue si obraste bien o mal –apostilló Rafael-, ni de mi boca saldrá ningún comentario sobre este asunto. Puedes estar seguro. - Así fueron los hechos –acabó la conversación Antonio-. Por lo menos he descargado un poco mi conciencia al contártelo. El Maestro de la Chapona ya no reclamará su dinero y a Manolillo que lo juzgue su conciencia. No caerá esa breva, pero, si algún día viene al caso y se reúnen las circunstancias, me gustaría refregárselo en la cara al tal Manolillo. De nada serviría, pero al menos no se iría tan de rositas y que supiera que alguien descubrió su felonía. - ¡Bueno, amigo Antonio, vamos a dejar nosotros tranquila a la gente! –cortó Rafael el tema- ¡Que el Maestro de la Chapona descanse en la paz de los difuntos y que el Arvejana se las avíe con sus martingalas! A nosotros ni nos van ni nos vienen. -

¡Anda, Rafael, acompáñame y tomamos una copa en la taberna -invitó Antonio-.

Y a la taberna que se fueron los dos amigos. Allí, sobre la barra del mostrador y con el aliciente que da el vinillo de la tierra y amparados en la confianza de su indiscutida amistad, la conversación cambió su cariz por completo. 157


- Estoy deseando ver a la comadre para darle un abrazo y estamparle dos besos en la cara –rompió a hablar Rafael tras un sorbo de vino-. Sí, sí, no me pongas esa cara, maldito tunante. - ¿Pues qué cara te voy a poner? Es la que tengo –contestó Antonio con una leve sonrisa y agarrando su vaso. Después de darle un largo trago se puso serio y prosiguió en tono confidencial-. Amigo Rafael, quiero contarte algunas cosillas que llevo aquí guardadas y que jamás he comentado con nadie. Sé que puedo confiar en ti y al hacerte partícipe de ellas, creo que me sentiré liberado un poco. - No me andes de nuevo con otros sobresaltos y misterios que me metes el susto en el cuerpo, pedazo de energúmeno –bromeó Rafael un poco intrigado-. -

No tiene la mayor importancia, porque yo lo tengo más que asumido, por más que tal vez nunca ni lo llegue a comprender ni lo supere –continuó Antonio con su preparación para relatar lo que parecía tener visos de confidencia-. - Sí, tú echa más leña al fuego, que así se van a apagar las llamas –la intriga se iba apoderando de Rafael-. Anda, sea lo que sea, desembúchalo ya. - Pues verás, se trata de la comadre –se decidió a contar Antonio-. No te asustes, son cosillas que pasan y, como te he dicho, las tengo asumidas. Fíjate que ya llevamos más de veinte años casados y vamos tirando para adelante, aunque no sea oro todo lo que reluce. Me gustaría desahogarme un poco contigo y contarte nuestra relación. - Nunca he detectado entre vosotros ningún tipo de problemas y todas las parejas tenemos pequeños roces y desavenencias. No obstante, aquí me tienes. Soy todo oídos y sabes que puedes contar con mi total comprensión –intervino Rafael para asegurar la confianza entre los dos amigos.- A ver desahoga ese entripado que tanto te preocupa. - No es exactamente eso –continuó Antonio-. Es algo que me concierne solamente a mí y que, por tanto, a nadie importa. Pero tampoco quiero llevármelo conmigo a la tumba. Por eso he decidido hacerte estas confidencias y que, al menos, las sepas y queden entre tú y yo. - Pues ya que has conseguido meterme la desazón en el cuerpo, ¡marinero, suelta amarras y larga la maroma!, que este barco está deseando zarpar, pero no se hace a la mar sin tan valiosa mercancía –requirió Rafael dando ahora un largo trago del vino de su vaso-. - Mira Rafael, María y yo nos tenemos cariño. ¿Nos queremos? Digamos que sí, al menos a nuestra manera. De eso no te quepa dudas –comenzó a decir Antonio-, aunque ya se nos hayan pasado los ardores de la pasión y las cuchufletas del enamoramiento. Todo empezó con unos tonteos de chavales cuando apenas éramos unos chiquillos, en los que yo me fui resbalando sin proponerme metas mayores. - Recuerdo cuando empezasteis a salir –aseguró Rafael-. Ciertamente que éramos dos chavales, porque me hablas de aquellos años de juventud antes de incorporarnos al ejército en la guerra. 158


- Te debo confesar que mis pensamientos –continuó Antonio- entonces los tenía puestos en otra moza, pero jamás le dije nada. Poco a poco María me fue ganando terreno, hasta que un día me vi apresado entre sus brazos con un beso. Éramos muy jóvenes y aquello me descolocó por completo y, aunque me metió durante un tiempo en un mar de dudas, hizo que desistiera de los pensamientos en aquella otra muchacha, que, eso sí, no te voy a decir quién era, porque la conoces y no viene al caso a estas alturas de la película. De verdad quedó completamente olvidada. Era un capricho de juventud que me llenó la cabeza de pajaritos, pero tal como llegó se fue sin dejar huella porque no me dio lugar. - ¡Ah, pícaro, qué bien lo tenías guardado! Sin embargo no vayas a pensar que esas cosas sólo te han pasado a ti. ¡Si yo te contara! –interrumpió Rafael rememorando su experiencia con Clarita la de Rodrigón. Volvió a callarse y se dispuso a escuchar atentamente con la vista fija en Antonio y sin pestañear, cogiendo con la mano su barbilla y apoyando el codo en el mostrador, mientras el amigo seguía con su perorata-. - No obstante mis dudas persistían y la relación recién comenzada con aquel beso no me acababa de convencer –continuó Antonio-. Sin embargo, al mismo tiempo, me veía incapaz de retirarme y cortar, por lo que consciente o inconscientemente, me dejé llevar. Ella notó mi poco entusiasmo y un día me dio con las puertas en las narices. Yo me rebelé y no acepté aquel rechazo. Entonces, espoleado por la rabia, fui yo quien tomé la iniciativa y, lanzándome a la carga, conseguí recuperarla, enmendando aquella ruptura temporal. No sé si cometí un error, pero te confieso que esta vez sí que llevé la relación con ilusión. El día que me decidí a pedir la entrada en la casa a su padre, lo hice con mi mejor disposición, pero me llevé un pequeño chasco. Cuando, ya autorizado por mi suegro, me disponía a cruzar el umbral de su casa, María, reprochándome el tiempo que había estado con dudas, me dijo secamente y muy seria: “me las pagarás”. No entendí el reproche en aquel momento, pero me quedé sorprendido y me lo tragué. Luego he pensado si no cometí un segundo error al no haberme preguntado ¿qué tengo yo que pagar y haberme dado de inmediato la vuelta. Debería haber sido una ocasión para felicitarnos y no para echarme en cara mi supuesto mal comportamiento. Pues yo seguí en mis trece y la inercia nos llevó hasta el altar. - ¿Entonces, por qué te casaste si no estabas completamente convencido de lo que hacías? –preguntó Rafael-. - Pues nos casamos porque era lo que tocaba –razonó Antonio-. Después de ocho años de novios con la guerra por medio ¿qué íbamos a hacer? Pues casarnos y probar eso que dice el final de los cuentos y las novelas rosas: “fueron felices y comieron perdices”. Creíamos que éramos felices. Lo que sí te aseguro es que no comimos perdices, porque a mí me gustan más las verduras y los filetes de cuatro patas. - Recordarás que yo también me casé con Eugenia porque me vi llevado al altar con ella obligado por su padre –apostilló Rafael-. ¡Cualquiera le negaba la cara a mi suegro, un capitán del ejército que acababa de ganar la guerra! Pero te puedo asegurar que ella me ha ganado y me siento feliz a su lado. -

Y se te nota. Yo también al principio me sentí feliz, pero poco a poco me he ido

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desilusionando. Te juro que siempre he querido ganarme su favor, intentando reconquistarla día a día. Me ha costado, como a todo el mundo, mis renuncias más o menos importantes. Tal vez sea por su carácter, muy distinto al mío, pero yo la he sentido siempre como un muro en el que chocaban mis afanes. Hasta he llegado a dudar de que ella me haya querido, al menos lo que yo entiendo por querer. - No será eso así –intermedió Rafael frenando un poco el pesimismo de su amigo-. Yo creo que exageras. María te quiere. Lo que pasa es que debes comprenderla. - Intento comprenderla, Rafael, -continuó Antonio- pero te aseguro que ella no me comprende a mí. Siempre ve la parte mala de las cosas. A veces pienso que vive amargada y paga los platos rotos conmigo. - Me sorprendes con estas palabras, Antonio –intervino Rafael-. Siempre que he venido por el pueblo, hemos salido juntos y jamás he notado nada de esto que me estás contando. - Por mi carácter aguanto carros y carretas –siguió Antonio-, porque si contesto y me enfrento, tendríamos una guerra viva y continua. María, cuando tiene algún problema, aunque yo no tenga nada que ver, me involucra en él. Raramente me habla con serenidad, sino con ironía o directamente con exabruptos. -

No es esa la impresión que yo tenía –se extrañó Rafael-.

- Disimulo ante la gente y frialdad en casa. –sentenció Antonio-. Fuera de casa aparenta una cosa y dentro de casa es otra. Fíjate si es cierto lo que te estoy contando que María me ha dicho muchas veces que si las cartas se jugasen dos veces, ella no estaría conmigo. Yo jamás le he dicho nada semejante, aunque te confieso que si nos separásemos, cosa que veo difícil que suceda, no me resultaría un trance muy doloroso. Lógicamente sufriría el trauma por tantos años de convivencia, que siempre dejan algunos buenos recuerdos, pero por otra parte hasta sentiría como una especie de liberación, más por ella que por mí, porque como me asegura que no es feliz conmigo, tendría la oportunidad de encontrar en otro lugar o en otra persona la felicidad que yo no he sido capaz de darle. - Amigo Antonio, -se adelantó Rafael pasando su brazo por encima del hombro de su amigo- no debes llevar el asunto hasta ese punto. Quizás me estés exagerando o te encuentras decaído y ves el panorama tan negro por tu propio pesimismo. De todas formas confirmo y admiro tu hombría de bien y tu generosidad. - No, amigo Rafael –contestó Antonio-, ya te dije antes que tengo muy asumida la situación. Soy consciente de mis errores y me resigno al pago que me corresponde por ellos. Soy hombre de palabra y lo que prometo lo cumplo. Prometí amarla y respetarla, y te aseguro que he intentado e intento quererla y, por supuesto, siempre la he respetado, la respeto y la respetaré. - Siendo así, -sentenció Rafael- no te cabe otra opción de aceptar a María tal como ella es, como bien tienes asumido, para lo bueno y para lo malo. -

En ese empeño ando –prosiguió Antonio-. Uno de sus defectos que marcan esas 160


barreras de incomprensión es su afán por llevarlo todo en cuenta. Como es normal, yo meto la pata muchas veces. Ella me lo reprocha indefectiblemente cada vez que me pilla la falta o cometo algún desliz. No olvida nunca mis fallos, sino que me los recuerda, me los echa en cara a la menor ocasión que se encarte y los aumenta en lugar de restarle importancia. Nunca ha reconocido sus faltas, que también las tiene, como todo humano, ni jamás me ha pedido perdón por nada. Lo nuestro ha sido siempre un amor de reproches, al menos por parte de ella, aunque debo decirte que no hemos tenido grandes discusiones ni nos hemos faltado el respeto. Y ahí seguimos. Hace tiempo que se acabó eso que llaman el enamoramiento y sólo nos queda un poco de cariño. Nos sobrellevamos unas veces más bien que otras. En fin, amigo Rafael, que yo tenía necesidad de sacar esta espinita que llevaba dentro y te agradezco en el alma que me hayas escuchado. ¡Y se acabó! –Antonio, cambiando el tono de voz, dio por finalizada la exposición y se dirigió al camarero con fuerza, repuesto ya de la tensión de su relato: ¡Niño, echa la espuela y cobra, que nos vamos! Rafael no hizo ninguna apostilla al finalizar. Le echó el brazo sobre el hombro al amigo y le expresó su comprensión estrechándole fuertemente. En aquel apretón Antonio sintió todo el afecto de aquella gran amistad.

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CAPÍTULO XIX.TERTULIAS, MÁS BIE PARLAME TOS LIBERTARIOS.CHISTES TERTULIA OS. REFLEXIO ES SOBRE LAS CREE CIAS RELIGIOSAS E LA TERTULIA DE LA PA ADERÍA DEL SEÑOR MODESTO. TERTULIA E BARBERÍA DE ROGELIO ARIZA. EL TARTA Y EL CRIME DE LAS ESTA QUERAS

En Dehesilla Nueva, como tal vez debía suceder en otros muchos pueblos, se daban unas tertulias muy genuinas, a determinadas horas del día y en determinados lugares. En expresión pueblerina estas tertulias venían celebrándose “desde que el mundo es mundo”, que traducido debiera interpretarse como “siempre”, aunque ese siempre en definitiva no fuese más allá de un puñado más o menos considerable de años. Contaban con una parroquia asidua de tertulianos, pero se notaban más concurridas en los días que la inclemencia del tiempo obligaba a los agricultores a permanecer en casa sin salir al campo. Las horas del medio día y el atardecer solían ser las más indicadas. Los lugares variaban desde la taberna, la barbería, alguna bodega, la rebotica de la farmacia y algún que otro espacio significativo, como es en el caso de la panadería de Modesto Bermúdez. Básicamente estas tertulias, a las que ahora se hace referencia, son continuadoras de aquellas que tenían lugar en los años veinte y hasta los años antes de la Guerra Civil como las ya conocidas de la rebotica de don Restituto o la barbería de Tiburcio Corredera. Algunas tenían lugar en los mismos sitios, aunque obviamente habían ido cambiando tanto de anfitriones como de tertulianos. Sí, así es. Raro sería el día del año que no se montara la tertulia en la panadería de los Bermúdez. Ya inició la costumbre el viejo señor Modesto y la continuó su hijo Sixto, aplicando hasta en estos mínimos detalles el refrán que proclama “dichosa la rama que al tronco sale”. Esta tertulia se llevaba a cabo y perduró en el tiempo porque se daban las circunstancias idóneas para ello. Por un lado, y argumento principal, estaba la acogida del anfitrión Modesto y luego de su hijo Sixto, quienes adornaban sus personas con una rabiosa simpatía y generosidad, carisma que atraía y enganchaba a cuantos entrasen por la puerta. Por otro lado se daba la buena armonía entre la vecindad. A estos dos requisitos básicos se habría de añadir el vinillo generoso que el panadero ponía a disposición de los concurrentes sin interés ni condición. Con estas premisas cabe suponer un ratito agradable en amena y distendida charla que a cualquiera gustaría disfrutar. La buena camaradería consolidó la tertulia como una tradición diaria, llegándose a convertir en un parlamento libertario en el que se discutía y opinaba sobre lo divino y lo humano y se arreglaba el mundo y todos sus problemas en cinco minutos, para desbaratarlo en el siguiente cuarto de hora y volverlo a recomponer al día siguiente.

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El vinillo que obsequiaba el panadero soltaba las lenguas que se enzarzaban en temas tan variopintos, banales o profundos, como podían ser la política (muy restringida y cuidadosa, como es de suponer en los años de la dictadura), la religión, las faenas del campo, la carestía de la vida, sucesos y acontecimientos, los dimes y diretes de los vecinos, el fútbol, los toros y mil anécdotas y chascarrillos que se encartasen, para terminar inexorablemente todos los días hablando de mujeres. Bueno, más que de mujeres, la conversación giraba en torno al sexo, derivando en sus tonos más crudos y machistas, a veces rayando lo obsceno. El desconocimiento ancestral del tema y el tabú impuesto por aquella sociedad cerrada daban pie a estos comportamientos. Rafael, siempre que se encontraba en el pueblo, participaba de estas reuniones. Su gracejo natural y su chispa innata traían cada vez un chiste nuevo que él presentaba como anécdota verídica, que siempre ocurría en uno de los pueblos vecinos y nunca en Dehesilla Nueva. - ¿Sabéis lo que le ocurrió a uno en Caño Roto? –se lanzó Rafael con uno de sus chistes-. Todos callaban expectantes en la seguridad de que saldría con una de sus muchas genialidades. - Oídme bien que esto ha sucedido de verdad –insistía en su premisa-. Me lo ha contado uno de ese pueblo y además me dijo que esto le pasó a un primo suyo. - Bueno, Rafael, ahórrate los detalles y cuéntanos el caso -requería uno cualquiera de los presentes-. Lo mismo nos da que sea una historia real como un cuento de Calleja. - Pues me contaba mi amigo –proseguía Rafael- que, en los tiempos de la guerra cuando había que guardar el “toque de queda”, iba su primo una noche por la calle con su novia y, al llegar a la puerta de la casa, le dijo a la muchacha: “Niña mete tu mano en el bolsillo de mi pantalón, que tengo una navaja y viene por la esquina la pareja de la Guardia Civil. Como me registren y encuentren la navaja en mi bolsillo me voy ver metido en un problema serio. Cógela y la guardas en tu casa”. La muchacha al introducir la mano en aquel bolsillo no encontró ninguna navaja, sino que agarró el miembro viril del enamorado pícaro, erecto y duro como la maja de machacar los ingredientes del gazpacho. Al instante retiró la mano en un enérgico impulso, al tiempo que se le escapaba un grito: ¡Ay! El tunante mozuelo inmediatamente le replicó: ¿Qué te ha pasado, niña? ¿Te has cortado? Todos reían a carcajadas al finalizar el relato, pues al picante del chiste unía Rafael una gracia innata en su forma de contarlo, eso que se suele llamar “el ángel”. E indiscutiblemente el hijo del viejo panadero tenía mucho ángel y muy buen ángel. Luis el Chocero, uno de los contertulios asiduos, se arrancaba con otra de las anécdotas “verídicas”. - Todos sabéis lo mala que estaba la vida en los años del hambre –comenzaba advirtiendo Luis, refiriéndose a los años duros de la posguerra-. Entre lo poco que había para llevarse a la boca, las enfermedades tan asesinas, como la tuberculosis, y los pocos remedios para curarlas, recordaréis que, para desgracia de muchas familias, se llegó a 163


dar una muy alta tasa de mortandad infantil. Vamos, sin exagerar, que era raro el día que no había entierro de algún chiquillo. Así que a cada instante las campanas de la torre de la iglesia estaban anunciando la muerte de un niño. Pues un día pasó el sacristán por la acera frente a mi casa y le dije: “Buenos días, Felipe, que he estado escuchando las campanas dando la señal de la muerte de un niño ¿quién se ha muerto?” Y me contestó: “Que yo sepa no se ha muerto nadie, pero voy a resolver unos asuntos a Caño Roto y como estaré todo el día fuera del pueblo, he dado la señal por si acaso y así, si se muere algún chiquillo en este espacio de tiempo, ya está avisada la gente”. - Hablando de Caño Roto y de esas historias tan verídicas que habéis contado -terciaba también el viejo panadero Modesto-, yo tenía un colega en ese pueblo, y esto sí que es cierto como la luz del sol que nos alumbra, al que nadie creía cuando contaba cualquier cosa, porque tenía fama de ser un gran mentiroso. Fijaros la fe que le tenían sus paisanos que llegaba por la mañana al casino para tomar café y al entrar saludaba a todos con un “¡Buenos días! E inmediatamente todos los presentes le contestaban: “¡Mentira!”. ¡¿Sería embustero el tío!? En este ambiente, entre chiste y chiste y entre copa y copa, se consagró aquella tertulia hasta consolidarse en afamada cita admirada y envidiada en toda Dehesilla Nueva. Con el paso del tiempo se afianzó y a aquellos primitivos parroquianos, que en principio solamente se reducían a los vecinos de la calle, se fueron añadiendo otros de toda clase y condición, paisanos y foráneos, constituyéndose en posada casi de obligada visita tanto de reyes como de villanos. Quiérese decir que por ella pasaron tanto gente de la flor y nata local y transeúnte por el pueblo como gente de la pobrería más humilde. Cada cual acudía con el buen ánimo de encontrarse con la charla distendida y desenfadada. Y como la copa estaba servida, también se acompañaba la bebida con alguna tapa que voluntariamente cada uno trajese. Así se degustaban unos tomates aliñados, unas sardinas asadas, unos choricillos preparados al horno de la panadería o cualquier aperitivo que aportase alguno de los concurrentes. Por insignificante o suculento que fuese el detalle sería bienvenido, aceptado y cumplidamente degustado. Otro día la conversación iba de tema serio. -

¿Manolo, tú crees en Dios? –pregunta Luis el Chocero-.

- ¡No! –salta rotundo y en seco el tal Manolo-. Yo sólo creo lo que veo. Eso de la religión es un invento de los curas. - ¡Hombre, no seas bruto! –le recrimina Luis muy serio-. Independientemente de lo que digan los curas, supongo que alguna vez habrás usado tu cabeza para algo más que para calarte la gorra, o sea, para pensar. Y cuando uno piensa y le da vueltas al caletre se plantea esta cuestión y busca soluciones y respuestas, que luego aplica o no a su vida. Es imposible que nunca te hayas parado a observar el mundo que nos rodea y te hayas preguntado de dónde viene todo esto y a dónde va, de dónde venimos los seres que habitamos el planeta y a dónde vamos. Y sobre todo, estoy seguro que todos nos hemos sentido preocupados por qué habrá después de esta vida. -

Pues mira, Luis, como no tengo nada claro, yo mismo me lo he aclarado este

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tema hace mucho tiempo -replicó Manolo-. No sé quién ha hecho este mundo, supongo que el Universo mismo. Yo sé que estoy aquí por un ratito de pasión que tuvieron mis padres y también sé que iré al cementerio y allí acabarán todas mis penas y todas mis alegrías. Como nadie de los muertos ha venido a contarnos qué hay en el más allá, deduzco dos posibilidades: o todos se encuentran muy bien y no les merece la pena regresar a este cochino mundo o realmente es que más allá no hay nada y con la muerte todo termina. - Yo soy creyente –terció el señor Modesto-. Desde chico me he criado en nuestra fe cristiana y católica y a estas alturas de la película no me voy a replantear mis creencias. Claro, que me pongo a pensar y siempre surgen dudas. Indiscutiblemente que si examinamos estos asuntos veremos luces y sombras. Pero sigo creyendo en ese algo supremo, que está por encima de nosotros y que algo también debe haber tras la muerte. No me cuesta trabajo creer en Dios, en Jesucristo y en su doctrina. Lo que ya me da más pereza es pasar por el aro de la parafernalia en la que los curas han convertido aquellas enseñanzas que Jesús pregonó en su vida. O sea, como sabéis no soy muy amigo de los curas y por eso me veréis poco por la iglesia. Por tanto pienso que algo superior a nosotros debe haber, llámese Dios, inteligencia suprema o ser superior. - Yo soy también creyente, pero un poco descreído –saltó Rafael-. Como ha dicho mi padre, hemos sido criados en esto y yo particularmente no quiero renunciar a mis principios. Siento como un enganche a todas estas cosas y disfruto especialmente con las fiestas de nuestra Patrona, que me trae hermosos recuerdos, sobre todo cuando estoy fuera del pueblo. Pero me tomo la religión con cierta relajación y no tan a pecho como el amigo Sebastián. - Yo no me la tomo tan a pecho como dices, Rafael, -contestó el tal Sebastián-. Es cierto que soy católico creyente y practicante. Pienso que así soy consecuente con mis ideas y procuro cumplir lo mejor que puedo con los preceptos de mi religión. - El señor maestro de escuela está muy callado ¿Qué piensa de todo esto que estamos hablando? –preguntó el impulsivo Manolo picado por la curiosidad-. Porque una persona tan instruida supongo que nos podrá contar algo más interesante y desvelarnos su postura en este asunto. - Los posicionamientos de cada individuo, además de respetables, son íntimos e intransferibles y creo que poco o nada interesante debe resultar para los demás lo que pertenece exclusivamente al ámbito personal -el viejo maestro don Saturnino, que había estado escuchando atentamente, lanzó también su opinión-. No tengo inconveniente, amigo Manolo en desvelaros mi creencia religiosa. - Somos todo oídos, don Saturnino –se apresuró a manifestar Manolo-, pues siempre tendrán más autoridad las opiniones de una persona culta como usted que las de unos gañanes casi analfabetos como nosotros. - Pues os comento mis ideas al respecto –se dispuso a contar el maestro-. Cuando era joven estudiante hice toda mi carrera en un colegio de curas. Allí recibí una buena ración de catecismo y me dejé llevar por las enseñanzas que me inculcaron mis profesores. De aquellas lecciones fui moldeando mi religiosidad en una fe inquebrantable en las creencias de la Iglesia católica que me hacía tocar el cielo con las 165


yemas de los dedos. Durante bastante tiempo permanecí fiel a aquellas firmes convicciones. Luego, con el paso de los años, las experiencias adquiridas, los avatares de la vida y la maduración en las reflexiones, debo reconocer que algo ha cambiado y mis creencias se han ido modulando. Aquella roca dura de fe inmarcesible se ha ido resquebrajando y de ella se me han ido desprendiendo lascas y cascotes, pero sin llegar a desmoronarse del todo. Cuando se tiene una fe tan convencida se camina como por un páramo llano y plácido, ajeno e inconsciente a los promontorios o precipicios de otras posturas. Pero las contingencias de la vida te llevan por derroteros dificultosos y hasta pueden acercarte al borde del abismo. Hasta su filo he llegado yo, pero os he de confesar que no me he despeñado hasta la sima oscura del completo ateísmo, sino que me he quedado colgado en mitad del precipicio, enganchado en un risco del desfiladero, agarrado a una rama de esperanza y colgado a un asidero que me hace debatirme entre la confianza en la justicia de las Bienaventuranzas y el vértigo de la duda unamuniana. - ¡Ojú! Don Hipólito qué complicadas sois las personas inteligentes –confesó el atónito Manolo a quien la perorata sublime del maestro había dejado boquiabierto-. ¡Para el carro, señor maestro! Y ahora traduce al cristiano esas palabras tan bonitas que ha dicho y de las que yo no me he enterado de nada, así que como no se explique mejor, me quedo como si hubiese hablado en chino. - Es que tú eres muy cerrado de mollera –cortó por lo sano Luis-. Don Saturnino quiere decir que cree una chispita en la religión, aunque tiene un poquito de duda “muniana” o como se diga, que esa palabra sí que no la he entendido yo. - Me vais a perdonar que, como soy maestro, intente explicar mi posicionamiento al respecto de este tema de la religión como una lección de la escuela, sin que por ello pretenda convencer a nadie ni dármela de erudito –comenzó diciendo don Saturnino-. Primero, amigo Manolo, debo decirte que tú puedes creer lo que quieras o no creer en nada. Lo que no puedes decir es que sólo crees lo que ves, porque eso es un contrasentido. Precisamente la fe, o sea creer algo o a alguien, es aceptar una cosa porque te la dice otro y tú, en base a la confianza que te da esa persona y, por tanto, a la autoridad que le concedes, la asumes, es decir, la crees y das por bueno y válido lo que te ha dicho. Si tú ves algo, ya no tienes que creerlo, puesto que lo estás viendo y eso es una evidencia. Lo de pensar, que ha dicho alguien por aquí, está muy bien. El pensamiento es el distintivo más importante que tenemos las personas y debemos utilizarlo. Yo ya os he dicho mi posición con respecto a mis creencias. Creo, o quiero creer. Pero no puedo evitar albergar dudas. Muchas veces me pregunto a mí mismo si no seré un agnóstico o tal vez estaré cerca del agnosticismo. ¿Y eso qué es? Pensaréis vosotros. Pues os lo voy a explicar. El ateo niega la existencia de Dios, aunque no puede demostrar que no existe. El creyente cree a ciegas, porque la fe no es razonable, sino un don, o sea, un regalo que hace Dios, según nos enseña la Santa Madre Iglesia, porque, utilizando solamente el pensamiento humano, tampoco se puede demostrar que Dios existe. Por eso, tanto si existe como si no, al agnóstico no le preocupa y procura vivir su vida con la mayor honestidad. Ah, por cierto, y a propósito de mis dudas y de esa palabra, “unamuniana”, que no entiende Luis, traigo aquí casualmente apuntados unos pensamientos de un gran filósofo y escritor español, al que admiro y no sé si habréis oído hablar de él. Se trata de don Miguel de Unamuno. De ahí viene la palabra unamuniana, Luis, de Unamuno que es el apellido de don Miguel. Por aquí debo tener los papeles. Éste era un vasco de Bilbao, nada independentista por cierto, sino todo lo contrario, se enorgullecía de ser vasco, pero también muy español. Cuentan de él que 166


encontrándose en París, contemplando el paisaje de la urbe, capital de Francia, desde el balcón de un hotel junto a otro escritor español llamado Ramiro de Maeztu, éste le relataba con entusiasmo las maravillas de la ciudad parisina así como los encantos de la gran nación francesa. Don Miguel, ensimismado en sus pensamientos, le contestó para cortar su retahíla de alabanzas a la nación vecina y afirmar su amor y admiración por su propia patria, España: “Don Ramiro, me estoy acordando ahora mismo de las cumbres de la Sierra de Gredos”. Fue profesor catedrático en la Universidad de Salamanca, de la que llegó a ser rector. Como chicarrón del norte también era de armas tomar. Vio con buenos ojos, en principio, el levantamiento militar del 36, con la esperanza de que fuese la solución a la grave situación de deriva y desorden a la que se había llegado en aquella España republicana. Pero cuando se percató de los desmanes y la barbarie del ejército rebelde a la República, lo denunció abiertamente. De hecho, en un discurso en la Universidad de Salamanca a los pocos meses del Alzamiento, puso de chupa de dómine a los sublevados en presencia del mismísimo Millán Astray, lo que le acarreó problemas, que le duraron poco tiempo, pues falleció precisamente en la Noche Vieja de aquel 1.936. ¡Ajá! Aquí están los dichosos papelitos. Os los voy a leer para que al menos penséis: “Tanto los individuos como los pueblos de espíritu perezoso, -y cabe pereza espiritual con muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes análogos- propenden al dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o sin proponérselo. La pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica”. O sea que es muy cómodo seguir la corriente. Resulta más fácil dejarse llevar por lo que piensen otros. Total, como ya está establecido, ¿para qué nos vamos a molestar en removerlo? Mejor dejarlo como está. Es más trabajoso pensar y, si procede, oponerse o simplemente no participar. Aquí tengo otra cosilla muy reveladora de su pensamiento y que don Miguel llamaba “salmo”: “Yo no te busco, ya no puedo moverme, estoy rendido. Aquí, Señor, me quedo sentado en el umbral como un mendigo que aguarda una limosna, aquí te aguardo. Tú me abrirás la puerta cuando muera, la puerta de la muerte, y entonces la verdad veré de lleno, sabré si Tú eres o dormiré en tu tumba”. Y para terminar mi exposición, perdonad la larga perorata, os diré lo que Unamuno dejó encargado que pusieran como epitafio en su tumba, que dice así: “Solo le pido a Dios que tenga piedad de este ateo”. Aunque por estas palabras, contradictorias o irónicas, nos parezca que se declarase ateo convencido, pienso que a aquella gran inteligencia lo que le faltaba era precisamente el convencimiento y por eso se debatía en la duda. Con todo su saber, no fue capaz de resolver este problema. Así que nosotros que somos mucho más limitados no pretenderemos sentar cátedra. Por tanto que cada uno opte por lo que crea oportuno y se agarre a los motivos que quiera. Lo que debe 167


primar por encima de todo es el respeto a todas las opiniones y a todas las posturas y la tolerancia con todas las creencias que vengan desde la limpieza de corazón. - ¡Buena parrafada, sí señor! Y además lo ha dicho un maestro –sentenció entre serio y broma Rafael, rompiendo el halo de atención ante la exposición del maestro don Saturnino, que había dejado boquiabiertos y con la cara estupefacta a todos los asistentes-. Entonces según he manifestado en mi postura religiosa, que he definido como fe un tanto descreída, traspasándola a esa explicación tan docta que don Saturnino ha hecho, podría decir que yo soy agnóstico de razón pero creyente de corazón y además añadiría que soy practicante a mi manera, o sea, ocasional y de compromisos. Así somos la mayoría –ratificó Luis-. Creo, don Saturnino, que lleva usted toda la razón en eso de la necesidad de pensar. Pero no cabe duda de que somos unos perezosos, al menos yo lo confieso, por lo que a mí respecta. Es más fácil y cómodo ciertamente aceptar las cosas tal como las hemos encontrado. Y nos escudamos en que así eran mis padres y mis abuelos. Viene a ser como una herencia que nos han dejado y ni siquiera se nos ocurre replantearnos el tema. - Por supuesto, amigo Luis -confirmó el viejo panadero Modesto- que, en cierta manera, nuestras creencias son prisioneras de nuestras circunstancias, entre las que hay que destacar el lugar y el momento que hemos vivido y la herencia que hemos recibido. Si hubiésemos nacido en Marruecos seríamos musulmanes con toda probabilidad y si hubiéramos nacido en Palestina en tiempos de Jesucristo hubiésemos sido judíos. - Muy acertada veo su reflexión, señor Modesto –prosiguió don Saturnino-. A usted le avala la sabiduría de los años, porque, ya lo dice una sabia sentencia, “más sabe el diablo por viejo que por diablo”. Pero nos queda un arma valiosa a nuestro favor, que es el pensamiento. Tenemos la capacidad de pensar y debemos atrevernos a usarla. Nadie nos puede prohibir pensar ni evitar que pensemos. - Pues yo he pensado que aquí se termina la discusión -cortó la charla Rafael en seco y, levantándose, apuró su copa, se dirigió a la salida y, ya desde la puerta, se despidió de los tertulianos- y ¡adiós, muy buenas tardes, señores! Otra tertulia tradicional tenía lugar en la barbería de Rogelio Ariza, sobrino y deudo de aquel otro Tiburcio Corredera, del que heredó el negocio y el apodo de Barbero, como es obvio haciendo honor a su trabajo y dedicación. A la clientela que acudía periódicamente fiel a requerir sus servicios se unía una concurrencia fija de cuatro o cinco tertulianos, que, al igual que en la panadería del señor Modesto, se enfrascaban en discusiones más o menos distendidas o más o menos acaloradas, sobre los mismos temas. A ella acudían cada tarde un reducido ramillete de contertulios a beber de la fuente de la conversación como un bando de pajarillos sedientos se lanza al regato de un fresco arroyo. El tendero Roque Bullarea, así apodado por su ímpetu y locuacidad en el debate, dejaba a su mujer tras el mostrador de la tienda para volar a la tertulia, a la que se agarraba como válvula de escape a su vida monótona y aburrida en la vendeja de los productos de su negocio.

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Francisco Perea, más conocido como Paco el Balilla, era un pelantrín que gastaba las peonadas de las mañanas en sus fincas, pero que las tardes, salvo en épocas de recolección y apreturas en las faenas agrícolas, las dedicaba al deber sagrado de esparcirse en la compañía de los colegas de la barbería. Perico Maera, tratante de ganados y granos y corredor de fincas rústicas y urbanas, sabio doctorado en la universidad de la calle y con más palos recibidos que la estera de un convento, a la vez que participaba de la tertulia, aprovechaba la coyuntura siempre pendiente a su oficio por si surgía algún trato, ya fuera compra, venta o trueque. El señorito Pepe Calambres, así denominado porque vivía como todo un señor de alto copete, nunca había dado un palo al agua ni se le conocía profesión o actividad laboral alguna, nadie sabía de qué vivía, pero lo cierto es que, cara al público presumía de buena posición económica y social y no le faltaba ni un perejil ¡No me veas cómo se expresaba el Calambres mostrándose versado y entendido en todos los asuntos, lo mismo de agricultura que de sociedad, de cultura o de fútbol, de economía o de toros! ¡Cualquiera le llevaba la contraria! Y la perla de la tertulia barberil era sin duda Juanito Regaera, solterón vocacional y acerero de profesión. O sea que se dedicaba a pasear por las aceras. Beneficiario de una paguita por invalidez, aunque nadie llegó a descubrir tal incapacidad, pues era capaz de todo y de cualquier cosa menos de trabajar, pero no por deficiencia física o psíquica, sino por pura y dura flojera. El tal Juanito era flojo con avaricia y, por supuesto, contertulio perseverante y fijo de la barbería de Rogelio Ariza. ¡Cómo no iba a salir el tema, profusamente aireado por la prensa del momento y de amplia repercusión mediática del llamado “Crimen de las Estanqueras”! Como uno más de los malos malísimos que en cada época se han incorporado al lenguaje popular, estilo Abd el Krim o el más actual Bin Laden, se calificó por aquellos años la figura de un delincuente común, al que se recurría con la siguiente expresión: “Eres más malo que El Tarta, que mató a las estanqueras”. Efectivamente El Tarta era un diablo ladronzuelo, ratero de bajos vuelos, al que en uno de sus atracos habituales se le fue la mano y se convirtió en un asesino. De los perversos que en el mundo han sido el Tarta se podría catalogar como uno más de la lista, otro malo de la película, que tuvo su renombre en un determinado momento, pero que el tiempo y la aparición de otros malos malísimos lo irán relegando en la lejanía del tiempo a un eco casi desconocido, pasando por la indiferencia hasta llegar al más completo olvido. Para los buenos y para los malos, indefectiblemente, “sic transit gloria mundi”. - ¿Os habéis enterado de las últimas noticias sobre el crimen de las estanqueras en Sevilla? –Juanito Regaera requería la atención de la concurrencia dispuesto a poner al día al personal sobre el asunto que corría de boca en boca, pero que él se tenía bien empapado con la lectura de las informaciones que del caso hacía profusamente la prensa. Téngase en cuenta que por aquellos entonces lo que dijeran los periódicos se creía como un dogma o una sentencia “ex cátedra”. Argumentar: “lo pone en el periódico” equivalía a decir: “lo ha dicho el Papa y esto va a misa”. O sea que las noticias debían ser verdad por la única razón que las daba el periódico. Y punto, no hay discusión que valga-.

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- ¿No nos vamos a enterar si tenemos al Tarta hasta en la sopa? -respondió Perico Maera-. ¡Vamos, Regaera, larga ya las novedades que te noto las ganas que tienes de hablar del tema y la impaciencia por demostrarnos tus conocimientos - Es que leo el periódico, amigo Perico –contestó subido a su ego de amor propio Juanito Regaera- porque me gusta estar enterado y no como algunos que yo me conozco que rebosan de ignorancia. - ¡Sin faltar, Juanito, - se incomodó Paco el Balilla- que cada cual se administra con lo que tiene para su avío! - Deberemos reconocer que este Juanito Regaera tiene una memoria privilegiada -interpeló el señorito Pepe Calambres, enfatizando en la alabanza la facultad memorística del Regaera-. No es sólo que lea el periódico, sino que además retiene lo que lee y ya no lo olvida jamás. Este memorión, si hubiese estudiado en la universidad, podría haber llegado por lo menos a Perito Mercantil. - ¡Bueno! –terció en la conversación Roque Bullarea, añadiendo una pizca de ironía a las alabanzas- ¿A Perito Mercantil dice el señorito? Con esa memoria podría haber llegado a Catedrático en Leyes. Vamos, que sabría este más que Marañón y don Marcelino Menéndez y Pelayo se hubiese quedado en pañales a su lado. - Pero como es alérgico al esfuerzo y no la ha doblado en su vida se ha quedado en un magnífico acerero y en un ameno tertuliano que nos deleita con sus peroratas – remató con autoridad Rogelio el Barbero-. - Venga, Juanito, no tengas en cuenta las bromas del personal y cuéntanos la historia completa –solicitó Perico Maera distendiendo el ambiente-.Ya nos la has contado veinte veces, así que otra más son veintiuna. - Pues claro que os la cuento y con mucho gusto –se dispuso a soltar su relato Juanito Regaera-. El crimen de las estanqueras ocurrió el día 11 de julio de 1.952. Tres individuos entraron en un estanco situado en la avenida Menéndez y Pelayo de Sevilla con la intención de robar dinero. La mujer mayor que atendía el negocio salió corriendo tratando de huir asustada y pidiendo auxilio desesperadamente. Las voces alertaron a su hermana que se encontraba en el interior del local. Entonces uno de los ladrones también se puso nervioso, sacó un cuchillo y empezó a repartir estopa, lanzando cuchilladas a diestro y siniestro. Ya en la locura de su ensañamiento, asestó 13 puñaladas a una de las mujeres y 16 a la otra. Tras el vil asesinato los tres huyeron y hasta la mañana siguiente no se descubrió el crimen. Un sobrino de las desdichadas estanqueras fue quien encontró los cadáveres en el suelo sobre sendos charcos de sangre. - ¿A que no sabéis como se llamaban las estanqueras? –interrumpió el sabiondo de Pepito Calambres-. -

No lo sé –dijo Roque Bullarea-. ¿Y eso qué importancia tiene? ¿Tú sí lo sabes?

-

Hombre, naturalmente que lo sé –contestó el Calambres- Si no lo supiera, no

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sacaría la cuestión. Es que yo no tengo tan buena memoria como Juanito, pero sí que soy muy bueno para quedarme con los nombres. Para otras cosas me puede fallar este tarro –continuó el Calambres señalándose la cabeza con la mano- pero para los nombres soy un lince. ¿Qué no me creéis? Pues os lo voy a demostrar. En cuanto se produjo el famoso crimen escuché los nombres de las asesinadas y ya no se me olvidarán nunca. Esas dos mujeres se llamaban Encarnación y Matilde, y como eran hermanas tenían los mismos apellidos, o sea, Silva Montero. Y el que no lo crea que investigue y comprobará que lo que acabo de decir es tan cierto como el Evangelio. ¿Es así o no es así, amigo Regaera? - Cierto, cierto, amigo Calambres, así se llamaban. Bueno, continúo con lo que estaba contando –prosiguió Juanito Regaera-. A los pocos días del suceso los detuvieron gracias a una delación… - ¿Qué ha dicho? –interrumpió con sorpresa Perico Maera-. ¿Qué los detuvieron gracias a qué? - ¡Gracias a una delación! –contestó el Regaera y a continuación apostilló para que se entendiese la palabreja- ¡Que alguien dio un chivatazo a la policía! Eso quiere decir una delación. Voy a seguir,… pues eso, que gracias a una delación fueron detenidos los tres delincuentes, que para confirmaros mi buena memoria, os diré que se llamaban Francisco Castro Bueno, Juan Vázquez Pérez y Antonio Pérez Gómez. Esos nombres, dichos así, a nadie dice nada – terció Paco Perea el Balilla-. Yo sé que a uno de esos le decían El Tarta, pero no sé cuál de los tres es el famoso delincuente. -

- Pues yo te lo voy a aclarar –saltó Rogelio el Barbero mientras afeitaba a un cliente, navaja en ristre, y sin dejar su faena- El Tarta se llamaba Francisco Castro Bueno y tenía otro hermano de su mismo pelaje y condición, o sea ratero de pacotilla, que se llamaba Lorenzo y le decían El Corona. Los dos eran de Villanueva del Ariscal, tierra de buen vino en la comarca del Aljarafe sevillano, pero como veis entre las cepas de generosas uvas también salen a veces algunas marras, que dan como frutos a estos granujas. ¡Ah! ¿Y sabéis por qué le apodaban El Tarta? Pues es fácil de entender, le decían El Tarta porque el muy ladino a sus muchas maldades añadía el defecto de ser tartajoso. - Por lo que se ve, aquí el maestro barbero también está bien informado –interpeló Juanito Regaera alabando al anfitrión y continuando con sus explicaciones-. Al Tarta y a Juan los detuvieron en el tren cuando iban para Madrid. Los malvados asesinos pretendían alistarse en la Legión, para librarse así de la condena, pero les salió el tiro por la culata. Al otro, al tal Antonio, le echaron el guante en un pajar junto al río Guadalquivir, donde se había escondido. - Según cuentan, los ladrones fueron tres, pero el asesino fue sólo uno ¿Cuál de ellos? –preguntó Roque Bullarea-. - Pues parece ser que quien asestó las puñaladas a las estanqueras fue El Tarta y los otros dos sólo cometieron el delito de robar, pero los tres fueron juzgados y condenados a la pena máxima –continuó la información el Regaera-. Los llevaron a la 171


cárcel a la espera de darles el pasaporte para el otro mundo. Concretamente El Tarta fue ejecutado el día 4 de abril de 1.956 en la cárcel sevillana de La Ranilla, cumpliéndose así la sentencia que lo condenó a muerte, aplicándosele el “garrote vil”. - ¿No fue fusilado? –preguntó Perico Maera-. Yo estaba creído en que al Tarta lo Fusilaron y ahora me entero que lo remataron a garrotazos. - No seas bruto, Perico -intentó explicar Regaera-. El garrote vil no es un estacazo, como tu ignorancia te lleva a pensar, sino que es un artilugio para cumplir la sentencia de muerte a la que ha sido condenado un reo y consiste en un tornillo sobre un aro de hierro que se coloca en el cuello del condenado y se aplica sobre las vértebras a base de vueltas de tuerca hasta descoyuntarlo, o sea, que el ajusticiado muere al desnucarse. - Bueno, Juanito, no todos estamos tan enterados de las cosas como tú –confirmó Perico Maera, dando un tono entre sarcástico e irónico a sus palabras que querían mezclar un poco de molestia por la alusión a su ignorancia con un granito de agradecimiento por la información-. Ya he aprendido una cosa nueva. ¡Qué garrote más interesante! - ¿Esa cárcel es la que está cerca de la fábrica de cerveza Cruzcampo? –preguntó el Bullarea-. - Claro, alma de cántaro, la misma, -contestó el Regaera- al menos yo no conozco otra cárcel en Sevilla. - Hay un dato muy curioso que posiblemente no sepáis –terció el señorito Pepe Calambres, presumiendo de nuevo de sus dotes de retención de los nombres en su memoria- y es el nombre del verdugo. Pues para que comprobéis otra vez mi buena memoria, os lo voy a decir y por qué lo sé. Casualidades que se presentan en la vida, El maestro Rogelio conoce bien a Marcelino Carranco, que de cuando en cuando viene por Dehesilla Nueva y hasta llega a pelarse aquí en esta barbería y que es natural del pueblo vecino de Carrión de los Céspedes. A lo mejor algunos también le conocéis, ¿o no? ¿Ninguno de vosotros conoce al Carranco de Carrión? - Hombre, claro que le conozco, -aseguró el Maera-. El Carranco siempre anda en tratos de bestias y más de una vez se ha metido en charcos y líos, ya tú sabes, que se presume de la palabra, que si la palabra es sagrada y luego se tuercen los negocios y donde dije digo, digo Diego. - Sí, pues ése, que tiene fama de tramposo –continuó el Calambres-, El Carranco, ese fue quien me dijo que el verdugo que ajustició al Tarta era paisano suyo y se llamaba Bernardo Sánchez Bascuñana. Este hombre ejercía su profesión y acudía allí donde la justicia lo reclamaba. En una de esas ocasiones le tocó mandar al barrio de los callados al famoso Tarta. Aunque me contaba que el tal Bascuñana, el verdugo, era una persona muy reservada, hacía su trabajo con la misma naturalidad con la que Rogelio afeita las barbas o corta el pelo a sus clientes. Además cuando volvía de efectuar un ajusticiamiento a algún condenado comentaba el hecho usando una terminología que se podría calificar de piadosa o irónica o las dos cosas a la vez, porque decía que al reo de

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turno “lo había traspasado a la eternidad”. ¡Vaya sentido del humor que gastaba el dichoso verduguito carrionero! - ¡Buenas tardes Rogelio y la respetable compaña! ¿Hay lugar para un arreglito a mi barba? –saludó en la puerta de la barbería un nuevo cliente-. - ¡Buenas tardes, don Manuel! Pase usted que en seguida le afeito –correspondió el barbero invitándole a pasar-. Como ve usted, ya estoy terminando de arreglar a Pepe. En dos minutos le atiendo, porque estos charlatanes no esperan hoy mis servicios, sino la tertulia. ¡Y no vea usted cómo le dan a la “sinhueso”, o sea, a la lengua. El recién llegado era Manuel Recio Cárdenas, jefe local del Movimiento, caciquillo ferviente de la política de imposición reinante, un tipo duro y severo sin escrúpulos, dedicado en cuerpo y alma a mantener y salvaguardar los principios y maneras del régimen dictatorial. Todos le saludaron con el respeto que merece el miedo, pero salvando las distancias. Su presencia actuó de sedante o más bien de mordaza a la distendida charla. Inmediatamente se cortó la conversación de los contertulios. Nadie osó abrir la boca por miedo a decir alguna inconveniencia que le pudiese acarrear algún problema. Mejor era callar que terciar con aquel individuo peligroso. De hecho más de uno de los presentes había sufrido años atrás los modales del recién llegado, cuando, siendo el tal individuo el alcalde de Dehesilla Nueva en los primeros años de la posguerra, sufrieron el requisamiento de un buen pellizco de sus cosechas por órdenes de la superioridad y en aras de una supuesta colaboración para el levantamiento de una nación recién destrozada por la guerra. Pero aquella entrega les resultó más dolorosa al comprobar que el pícaro y malvado Manuel, que antes había sido un medio pobretón más del pueblo, llegó a juntar un apreciable capitalito en fincas compradas con el valor de los productos que requisaba. Las malas lenguas hacían correr por todo el pueblo el bulo, con visos de no ser tan bulo sino constatación cierta, de que el trigo, el vino y el aceite requisado iban directamente a las arcas del aprovechado Manuel Recio. De esta forma quedaba la duda de si aquellos requisamientos contribuyeron o no al levantamiento de la patria. De lo que no había la más mínima duda es que aquel cacique tunante se había convertido en un nuevo rico de la noche a la mañana, por lo que las sospechas se convirtieron en convencimiento de todos los vecinos en cuanto al origen de aquella nueva situación. Y la conclusión estaba clara. El orgulloso Manuel Recio, valiéndose de su posición de autoridad municipal, había obtenido su capital arrebañando productos agrícolas de bodegas, molinos y graneros del vecindario. Así que en los círculos privados y sin alzar mucho la voz se le endosó su correspondiente mote para rememorar los honores de sus hazañas de latrocinio descarado, llamándosele “Barresoberaos”. Con estos antecedentes no es de extrañar que el Barresoberaos no fuese recibido con agrado en la barbería ni en muchos otros sitios, aunque todos le guardasen las formas para no complicarse la vida. Poco a poco todos se fueron marchando poniendo cada cual una excusa para hacer mutis por el foro y así evitar la compañía del indeseado y controvertido personaje.

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CAPÍTULO XX.CARA Y CRUZ DE LA VIDA.TRAS EL FU ERAL DE DO ESCOLÁSTICO: A CURA MUERTO, CURA PUESTO. EL CURA DO EULOGIO Y EL PULI . MUERTE DEL SEÑOR MODESTO Y DE LA SEÑORA HERMI IA. REVUELO E LA ORIA DE LA FERIA. Los años fueron pasando inexorablemente, tanto para Rafael como para su amigo Antonio, entre la monotonía del trabajo cotidiano, la nostalgia de la distancia y las alegrías de los reencuentros. Con la misma monotonía transcurría la vida en Dehesilla Nueva, salpicada con las ineludibles variantes que iba presentando el día a día: afanes, desvelos, nacimientos, óbitos y demás avatares de la cotidianidad. Uno de los acontecimientos a resaltar fue el fallecimiento del viejo cura, gallego y cascarrabias, don Escolástico, cuya grandota y oronda figura había desaparecido del paisaje del pueblo. Había ejercido prácticamente todo su ministerio sacerdotal en Dehesilla Nueva, pues se hizo cargo de la parroquia local, siendo apenas un joven misacantano, en los albores del siglo XX, y había consumido sus días en el mismo pueblo, bien entrada ya la década de 1.950. Las campanas de la torre de la iglesia parroquial lloraron su muerte con redobles lastimeros durante veinticuatro larguísimas horas, todo el tiempo que sus despojos permanecieron “de corpore insepulto”, que traducido al lenguaje popular se diría con la expresión “de cuerpo presente”, desde el momento de su último suspiro hasta que fue depositado en la tumba, invitando así a los compungidos feligreses a rezar y orar por el alma de tan conspicuo sacerdote que había consolado sus espíritus durante casi todas sus vidas. Su entierro fue una manifestación de duelo en toda regla. Se recordaría durante bastante tiempo el boato de catafalcos y velones que dieron realce al funeral, así como la parafernalia de media docena de monaguillos con incensarios y ciriales, varios sacristanes y sochantres salmodiando incomprensibles latinajos de incontables responsos y una buena retahíla de curas de los pueblos vecinos que, circunspectos y ataviados con sus bonetes de cuatro picos y sus capas pluviales negras, acompañaron los restos del finado por las calles del pueblo hasta depositar su cuerpo en la tumba y su alma a las mismas puertas de la eternidad. El cortejo fúnebre y su largo, casi interminable, acompañamiento de cumplidos dehesillenses, todos hombres pues las costumbres de la época obligaban a las mujeres a quedarse en la casa del fiambre o a acompañarlo todo lo más hasta el templo, hizo más de veinte paradas, desde el templo parroquial hasta el cementerio y en cada parada se le cantó ante el féretro su correspondiente responso con toda la solemnidad que el acto y el difunto requerían, así que por falta de preces y súplicas al Altísimo no se iba a quedar don Escolástico fuera de la gloria eterna. ¡Bien servido de ellas llegaría el benemérito cura ante las barbas de San Pedro!

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Los sorprendidos vecinos se maravillaban de la magnificencia y ampulosidad del cortejo, en contraposición a la ligereza y sencillez de puro trámite con la que se pasaportaba a la otra vida con unos cortitos rezos, ensartados a toda prisa, a la mayoría de los difuntos, que, como un continuo goteo, iban falleciendo en el pueblo, pues la mayoría pertenecían a familias humildes carentes de alcurnia y sobre todo de caudales y otros eran pobres de solemnidad o simplemente pobres de pobres, sufridos trabajadores de la tierra. ¡Y siempre han habido ricos y pobres!, aún pervive la queja recurrente de quien constata esta gran verdad. La Iglesia no se iba a salir del guion que marcaba, todavía marca y desgraciadamente seguirá marcando en el futuro el dicho popular. Hasta en los entierros se guardaban las categorías, de modo que los clasificaba en entierros de primera, de segunda, de tercera y de caridad para los pobres de solemnidad, dosificando minuciosamente los cantos y rezos en atención a la posición social y económica del difunto, vamos que el dinero, como en tantos otros aspectos de la vida humana, era el juez que sancionaba las categorías hasta para el tránsito final. Por supuesto que el entierro de don Escolástico, por tratarse de quien se trataba, superó todas las previsiones, pudiéndose catalogar como de categoría especial. Así, en orden inverso a las categorías expresadas, a las clases bajas se les diligenciaba la ceremonia con paseo ligerito y unos escuetos rezos. Según se iba subiendo de posición social se aminoraba el paso del cortejo, al tiempo que se aumentaba el número de paradas y el énfasis y el bombo en los rezos y cantos de responsos. ¿Qué queda de aquellos comportamientos hoy en el pueblo? Pues nada prácticamente, porque la cosa en este aspecto de los entierros y funerales se ha igualado. Sí permanece en la jerga del habla pueblerina, al menos en la de los más viejos del lugar, el dicho “hace más paradas que un entierro de primera”, aplicado a quien se detiene a charlar en la calle con cualquiera, saludando a todo el mundo acá y acullá. ¡Va de refranes!: “A rey muerto, rey puesto”. Así que el sitio que dejó vacante don Escolástico en el cargo de gobierno y conducción de las almas de los dehesillenses hacia su destino eterno fue ocupado por un nuevo párroco, don Serafín López del Romeral y Díez de Villapadierna, preste con más nombre que cuerpo, pues lucía una figura menuda y de baja estatura, aunque se agrandaba con la bondad de su carácter y el desplante de su genio siempre sonriente y agradable. El poco tiempo que permaneció en el pueblo se puede decir que lo pasó sin pena ni gloria, pues ni se acomodó al sol caliente de los pudientes y ricachones, como había sido moneda corriente al uso en su antecesor, ni se inmiscuyó mucho en los problemas de los desfavorecidos y el pobrerío, o sea, “ni chicha ni limoná”. Complaciente con todos sin aventurar ningún compromiso, un experto capeando con arte torero los problemas y midiendo con cuidado escrupuloso cada palmo de terreno que pisaba, su paso y estancia en Dehesilla Nueva sólo dejó la estela del recuerdo de su amable sonrisa. Coronando la cuesta de aquella década, sobre finales de 1.959, llegó al pueblo otro nuevo cura, don Eulogio Mantero Risco, que tardó poco tiempo en darse a conocer entre los dehesillenses, llamando la atención sus formas rompedoras que se salían del molde hasta entonces conocido. Al ejercicio de las funciones propias de su ministerio sacerdotal añadía otras ocupaciones que sorprendieron a los habitantes del pueblo, tanto a los fieles feligreses como a los descreídos y poco afectos al templo. Muchas mañanas se le veía salir al campo para trabajar su buena peonada como un obrero más, sobre todo 175


en las labores de recolección. Otras veces se presentaba en una obra ofreciendo a los albañiles sus brazos para acarrear ladrillos o remover la mezcla. Cuando menos se le esperaba se presentaba en cualquier tajo y arrimaba el hombro como el primero. Ofrecía su vieja tartana para prácticas de conducir a los muchachos que se estaban preparando para obtener el carnet. No descuidaba, por supuesto, la atención a las personas mayores y a los enfermos, llevándoles siempre una palabra de consuelo con su compañía y su trato amable. Pronto se ganó la admiración y el cariño de la chiquillada, tanto menuda como adolescente, por la simpatía de su trato, divirtiéndoles con sus ocurrentes chascarrillos y sus amenas lecciones de catecismo. Muchas tardes noches acudía a la taberna y compartía unos vasos de vino con la gente del pueblo, quienes al principio se escandalizaron un poco y le recibieron con recelo, pero que acabaron aceptándolo como uno más. Se llegó a comentar y algunos hasta estaban seguros de los hechos, que el cura repartía el dinero que ganaba con su trabajo entre las familias más necesitadas del pueblo. Posiblemente llevasen razón quienes tal cosa aseguraban, tal vez fuese cierto, porque en este caso concreto no resultaría extraño, pero de su boca no salió nunca nada en ese sentido y los posibles beneficiados silenciaron la supuesta caridad, bien por vergüenza, bien por petición expresa del donante. En cualquier caso, buen conocedor de la doctrina del humilde Galileo de Nazaret, cumplía la consigna evangélica de “que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha”. En aquellas tertulias de casino trabó una amistad especial con uno de los asiduos clientes, llamado Críspulo Torregrosa y al que habían simplificado tan altisonante nombre y se lo habían reducido al más accesible de “El Puli”. El susodicho Puli, ya desde su más tierna juventud, había mostrado más que desafecto una rotunda aversión a los trabajos que supusieran un esfuerzo físico, como eran y son las labores agrícolas del campo o las sufridas tareas de la albañilería. O sea, que eso de doblar el lomo no iba con su personalidad. Su desinterés por tales rudas dedicaciones fue motivo de preocupación para sus padres, quienes creyeron intuir un mal porvenir para él. Pensaron que aquella postura displicente de su hijo amenazaba trazas y visos de llegar a convertirlo en un inútil acerero. Multitud de veces le aconsejaron y le conminaron a que depusiese su actitud y entrase por el yugo de las faenas propias de la agricultura, aunque fuese al ralentí y sin agobios en la pequeña heredad de la familia. A duras penas acudió esporádicamente a ayudar a su padre en alguna faena en la viña. Pero el padre, cada vez más convencido de la inutilidad de su intento por hacerle entrar en vereda, se resignó a admitir su fracaso y hasta llegó a tomarse a chanza el escaso o nulo interés del mozo por meter el cuello en el trabajo. En cierta ocasión, contemplando el padre la desidia del muchacho en la labor de que estaban realizando en la viña, se dirigió al hijo con una broma, gritándole: -

¡Niño! ¡Suéltalo, suéltalo!

-

¿Qué suelto, papá? –contestó el joven- ¿Qué suelto? ¿El mulo?

- ¡No, hombre, no! –respondió el padre con su pizca de guasa entre el coraje y la risa, resignado ante la imposibilidad de convencer a su hijo en aquel trabajo-. ¡El mulo, no! ¡Niño, suelta el “bilano”! (Nota explicativa: bilano, deformación del nombre de un ave rapaz muy común en la zona que en realidad se llama milano o primilla. Esta 176


palabra se toma en esta jerga local en su acepción de sinónimo de pereza, amilanamiento, decaimiento, flojera, ausencia de ganas en el trabajo, etc.). No hubo maneras de hacerle cambiar y aquellos padres se resignaron, aceptando su impotencia para enderezar aquel arbolito doblado desde pequeño y conscientes de que difícilmente se pondría derecho de mayor. Pero el Puli se había forjado otros planes y, una vez mayor, de ellos vivió aceptablemente el resto de sus días. De profesión, sus apaños: ditero, representante de igualas médicas, cobrador de letras de cambio y seguros, vendedor de relojes y joyas, cosario y recadero, dispuesto para todo servicio y para cualquier encargo. Lo mismo pateaba cien veces el pueblo con sus trapicheos que viajaba a Huelva o a Sevilla para resolver los asuntos más trascendentales o los más nimios que se le propusieran, siempre eficaz en la resolución de todos los encargos por muy peregrinos que éstos fuesen. Cierto día, con la valentía que da la confianza ya ganada, el cura don Eulogio, le preguntó al divertido amigo ditero y cosario: -

Oye, Puli, no te veo nunca por mi terreno, ¿tú por qué no vas nunca a la iglesia?

- Porque no es el mío y, precisamente usted mismo me lo acaba de decir, es su terreno -aprovechó el Puli la pregunta del cura para encontrar en ella su escueta respuesta-. - ¡Vaya, hombre, Puli! –se revolvió don Eulogio- No me seas puntilloso. Es una forma de hablar y no hay que coger la expresión al pie de la letra. -

Pues verá usted, don Eulogio, yo también sólo he pretendido seguirle la broma con mi contestación, pero en realidad si tengo un motivo para no pisar mucho ¡su terreno! –continuó el Puli, recalcando con retintín “su terreno” y rematando con un argumento tajante-. No voy a la iglesia porque nada se me ha perdido por allí. - ¡Hombre, Puli, no me sea usted tan drástico! –intentó suavizar la clara respuesta el cura, que encajó el dardo con templanza y se tomó la situación con serenidad-. Si vienes algún día por la iglesia, nada malo te va a pasar. Estaré yo, que soy tu amigo, y además te encontrarás, igual que aquí, con gente del pueblo, todas personas piadosas y buenas. - ¿Buenas? ¿Todas, todas? ¡Alto ahí, capitán! –cortó en seco el Puli con semblante serio y disponiéndose a cargar la contestación en tono filosófico-. Mire usted, don Eulogio, perdone que le diga una cosa. Yo sé que tanto aquí como allí y en cualquier parte se pueden encontrar personas buenas y menos buenas. -

De todo ha de haber en la viña del Señor –apostilló el cura-.

- ¿Pero usted piensa que todos los que van a la iglesia son buenos? –se embaló el Puli sin poderse contener? ¿Sólo por el hecho de ir a la iglesia ya una persona es buena? -

Hasta ese punto, Puli,… -intentó explicarse el cura-. 177


- ¡Mire usted, padre, -le cortó el Puli que ya iba sin freno- le voy a decir mi opinión sincera. Ante todo, respeto. A mí me parece bien que cada cual haga de su vida lo que mejor le venga en ganas, que vaya a la iglesia o que deje de ir. Eso a mí me trae si cuidado. Yo no juzgo nadie. ¿No es ese un precepto evangélico? - Efectivamente –corroboró don Eulogio-, no juzquéis y no seréis juzgados, nos advirtió nuestro Señor. - Pues eso, yo no juzgo –se animó el Puli a rematar la faena-, pero fíjese bien lo que le voy a decir. Pienso y estoy seguro de que hay gente ahí dentro de la iglesia que ¡no merece ni pasar por la puerta! - ¡Lleva usted razón, amigo Puli! –reconoció abiertamente el cura con una risita cómplice y siguieron departiendo amigablemente-. - ¡Creo que he sido claro! ¿O no? –se reafirmó el Puli en su razonamiento dando a la broma su punto de seriedad-. - Ya veo que no tienes pelos en la lengua y disparas a matar –le contestó don Eulogio-.. Pero, como de todo hay en la viña del Señor, no se puede despreciar la viña entera porque algunas cepas sean improductivas o aparezcan por entre los sarmientos racimos con alguna que otra uva podrida, que ciertamente haberla hayla. - Desde luego, que hay uva podrida tanto dentro como fuera de la iglesia. De eso no me cabe la menor duda -continuó el Puli con total convencimiento. ¿Qué quiere usted que le diga? No me encuentro yo en mi salsa rodeado de vírgenes y santos. Pero, en fin, vamos a dejar el asunto como está. ¿No dice un refrán que cada uno en su casa y Dios en la de todos? Pues eso, yo me encuentro bien donde estoy. Por cierto, hace unos días me tropecé en la calle con el hijo de mi vecino Cascales, el que está estudiando para cura, -cambió el rumbo de la charla el Puli-. Se le ve muy buen chaval y, según me cuenta el padre, es muy listo y aplicado, llevando muy bien los estudios. - Sí, que le he conocido este verano que ha venido de vacaciones –contestó don Eulogio y viéndose venir alguna inquietud en su contertulio pues ya conocía el paño-. ¿Y qué bichito te ha picado con el seminarista, si se puede saber? - No, don Eulogio, si a mí no me ha picado ningún bicho con ese buen mozo ni con nadie –respondió entre irónico e intrigado el Puli-. Pero me dejó extrañado ayer un parrafillo que me contó el muchacho sobre un consejo que le había dado usted. - ¡¿Ah, sí!? –prosiguió don Eulogio arqueando las cejas mostrando su sorpresa-. ¿Y cuál fue ese consejo que tanto te ha llamado la atención? -

Me dijo que usted le preguntó si estaba contento en el seminario –aclaró el Puli-.

- ¡Cierto, ya recuerdo! –se dispuso a corroborar el cura para despejar las dudas del Puli-. Eso ocurrió hace ya unos cuantos días en la misma puerta de la parroquia a la salida del rezo del rosario y la exposición del Santísimo Sacramento que celebramos todas las tardes. Me encontré allí con el muchacho, todavía revestido con su pulcra 178


sotana, y se me ocurrió hacerle esta pregunta: ¿muchacho, tú tienes vocación para ser sacerdote, estás contento en el seminario? El joven me dijo que sí, que creía tener vocación sacerdotal y que se encontraba a gusto en el seminario. Entonces mi consejo, como no podía ser de otra manera, fue el de animarle a seguir con su tarea. Así que le dije lo siguiente: pues nada, chico, siga usted adelante, pero en el mismo momento que le surja la más mínima duda salga corriendo por la puerta del seminario y no vuelva la vista atrás. - ¡Ja, ja, ja! –se reía el Puli con todas sus ganas-. Es usted tremendo, don Eulogio, ¡mira que decirle a ilusionado muchacho que saliera corriendo sin volver siquiera la vista atrás!! - ¡Así de cierto y así de sincero! –se reafirmó don Eulogio-. ¡Las cosas claras y el chocolate espeso y aún mejor si se toma con picatostes! - Pero, padre cura, con esos consejos en lugar de animar al pobre muchacho en su vocación de seguir en el seminario, parece que le está usted invitando a que abandone el barco y cuelgue la sotana –argumentó el Puli ante la confirmación del consejo al seminarista por parte de don Eulogio-. - ¡Todo lo contrario, Puli! –enfatizó con resolución el cura-. En estas cosas hay que tener las ideas muy claras. Si se está, se está con pleno conocimiento y pleno convencimiento. En caso contrario, se abandona el barco, como tú acabas de decir, y así cada cual ocupa el lugar que le corresponde. - Pues dicho de esa manera, lleva usted más razón que un santo –replicó el Puli, para a continuación rematar su argumento con una broma-. ¡Ah! ¡Claro, no va a llevar usted más razón que un santo, si anda metido todo el día entre ellos! ¡Los conocerá bien y puede que usted sea también un santo, al menos a mí me lo parece! Pocos años permaneció don Eulogio en Dehesilla Nueva, pero los suficientes para dejar entre la gente sencilla del pueblo la impronta de su bondad, el regusto de su generosidad y el ejemplo de su apostolado auténticamente cristiano. En la memoria del pueblo cada uno de los tres curas dejó su imagen para el recuerdo. En el caso de don Escolástico, pájaro de pretendidos más altos vuelos, se quedó en cura de misa y olla, acomodado a los intereses de los señoritos de la burguesía local y frustrado por no haber accedido a una añorada canonjía, por la que se llevó toda la vida suspirando y llamando a las puertas catedralicias, más bien pordioseándola, pero que nunca le llegó, tal vez porque no reunía condiciones para tan excelsa dignidad o, por mucho que lo buscara, no encontró padrino para tan alto bautizo. Don Serafín, como su nombre indica, pasó por el pueblo como un ángel sin hacer ruido, sin contentar a nadie pero también sin molestar a nadie. Se marchó con la misma suavidad con la que había llegado y la leve huella que pudiera haber dejado su estancia se fue difuminando en un vago recuerdo que al poco tiempo cayó en el olvido.

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En lo que respecta a don Eulogio, estaba claro que aquella jaula de un pueblo tan insignificante quedaba pequeña para pajarillo tan inquieto como este curita tan poco convencional, quien, lo mismo que el ruiseñor, necesitaba plena libertad y horizontes más amplios para desarrollar todo el torrente de sus trinos y de sus inquietudes apostólicas. Transcurre el año 1.965 y con él llega un nuevo mes de agosto, fecha en la que Rafael raramente fallaba en sus escapadas a Dehesilla Nueva cada vez que se presentaba la ocasión, y, si no se presentaba, él se las apañaba para encontrarla. El pueblo celebra en ese mes sus fiestas patronales, que constituyen una tradición entrañable para todos sus convecinos y paisanos y un referente de irresistible atractivo para quienes viven fuera del pueblo. Efectivamente aquel año Rafael no faltó a la cita. Tras haber pasado en el pueblo los días de la fiesta, regresó a sus labores cotidianas, pero esta vez se marchó con la preocupación y la tristeza de haber constatado el decaimiento de su padre, el señor Modesto, circunstancia esperada por el paso de los años, aunque nunca deseada. Aquel otoño el señor Modesto enfermó notándose en su cuerpo el brusco y vertiginoso avance del deterioro físico. El médico diagnosticó su mal enseguida y así lo comentó a la familia que esperaba su explicación: - El señor Modesto no padece ninguna enfermedad determinada –sentenció el galeno-. Yo sencillamente la calificaría como “ley de vida”. Su cuerpo, cansado de tantos avatares, se va debilitando, igual que la torcía de la lámpara se va apagando conforme se va consumiendo el aceite. Toda la familia comprendió y aceptó con resignación la natural gravedad. Las fuerzas fueron abandonando poco a poco al viejo luchador, al mismo ritmo que las hojas iban cayendo de los árboles. A duras penas se acercaba a la sala donde se encontraba la panadería, se arrimaba a la tahona y desde allí observaba el trabajo de su hijo Sixto y su ayudante. De vez en cuando terciaba en la conversación o relataba una de aquellas batallitas mil veces repetidas, aunque no por ello dejaba de ponerle el mismo entusiasmo de la primera vez. En apenas dos meses perdió el interés por acercarse al horno del pan y las ganas de conversar. Al parecer, en una decisión ni escrita ni comentada, había llegado a la convicción de que todo lo que tenía que decir lo había dicho y todo lo que tenía que vivir lo había vivido. Rafael había vuelto al pueblo por Navidad y pudo constatar el grave deterioro de su padre y barruntaba ya próximo el fatal desenlace. El señor Modesto aguantó la embestida de la entrada del invierno, aunque cada día más ajeno a lo que le rodeaba. Tanto fue así que enero acabó por quebrar sus últimas fuerzas y le dejó varado a mitad de la cuesta. Ocurrió una mañana de niebla y frío. Se había levantado con la ayuda de su nuera Margarita, que lo sentó en su sillón de mimbre al amor del calorcillo del brasero de la mesa camilla del portal de en medio de la casa. - Abuelo –le preguntó Margarita- ¿le preparo el café? 180


- Bueno, hija, prepáramelo, si así te parece bien –contestó Modesto con apenas un hilo de voz-. Margarita se fue para la cocina y preparó el desayuno, pero cuando volvió para dárselo al abuelo, éste se encontraba con los brazos caídos y la cabeza inclinada sobre el respaldo del sillón. Margarita salió corriendo hacia la panadería mientras gritaba: - ¡Sixto, Sixto, corre, ven, acude en seguida, encuentro una cosa muy rara en la cara de tu padre! - Mujer, no te alteres -sentenció Sixto acercándose a su padre, comprobando efectivamente la palidez de su rostro caído sobre el pecho-. Todo ha terminado. Voy a avisar al médico para que certifique la defunción, porque mi padre ha muerto. Que descanse en paz y que Dios le premie con la gloria que se ha ganado por su hombría de bien. Hay quien asegura que se muere como se vive. Así la muerte resulta, al fin y al cabo, un reflejo de lo que ha sido la vida. Esta sentencia seguramente no siempre se cumplirá, porque personas que han llevado una vida serena y ejemplar sufren una muerte dolorosa, en cambio otras de vida agitada y malvada mueren plácidamente. No obstante estos casos tal vez no dejan de ser las excepciones que confirman la regla. Pero en el caso del señor Modesto el final acorde con su trayectoria de vida se cumplió al pie de la letra. El viejo panadero había sido en vida un hombre ejemplar, trabajador, sereno y amante de su familia y de sus cosas. Así que abandonó esta vida serenamente, en paz con todos y consigo mismo, en la absoluta seguridad de haber dejado todos sus deberes cumplidos. Rafael acababa de marcharse del pueblo después de las fiestas navideñas, no sin la preocupación por el estado de su padre. Así que su muerte le cogió lejos y tuvo que regresar de inmediato para asistir al sepelio de su progenitor. El entierro del señor Modesto tuvo lugar en la más absoluta sencillez, pero al calor del afecto sincero de todo el pueblo que acudió a acompañarle en su último viaje y a manifestar su duelo a toda la familia, que así es como se despide a la buena gente. Poco más de un año sobrevivió la señora Herminia a su esposo Modesto. Ella siempre había sido una mujer fuerte y luchadora. Pero en el ocaso de su vida no tuvo opción a luchar, pues la muerte se le presentó de forma repentina, sin avisar, sin padecer aparentemente enfermedad alguna. Mayo pintaba el paisaje de vivos colores. En el patio de la casa de los Bermúdez florecían los geranios y las azucenas. Fue una tarde en la que el calor había apretado con todas sus fuerzas en las horas centrales del día y apaciguaba sus ardores conforme se acercaba la puesta del sol. En esta tesitura se apetecía tomar el fresco que aliviara el sofoco pasado. La señora Herminia se hallaba sentada a la sombra de la parra del patio entretenida con sus recuerdos, dormitando a ratos en repetidas cabezadas y sin apenas echar cuenta en los juegos y travesuras de sus nietos que, inconscientes y revoltosos, entraban y salían por la cancela del corral.

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Todo transcurría con la monotonía y normalidad de siempre, cuando casi sin darse cuenta la señora fue sintiendo como una leve indisposición. No tuvo tiempo ni siquiera de quejarse y quedó dormida en el sillón donde se encontraba sentada. Ya no despertaría más. Sin avisar, sin hacer ruido, sin incomodar a nadie, se marchó tal y como había vivido. Como en el famoso cuadro de Valdés Leal, que se puede contemplar en la iglesia del Hospital de la Santa Caridad de Sevilla, todo sucedió “In ictu oculi”, en un abrir y cerrar de ojos. La familia se llevó realmente un mazazo, un duro golpe para todos, pues aquélla fue una muerte inesperada. Pero luego, recapacitando y llegando a comprenderla como algo natural y consustancial a la propia vida, los familiares no se alegran por la muerte de un ser tan amado, pero sí llegan a sentir la aceptación serena y el consuelo de que se ha marchado sin dolor, sin sufrimiento y en paz. Simplemente su vida se ha consumado y se ha consumido, habiendo dejado en todos el gran caudal de amor y entrega que durante su vida repartió a manos llenas. Dios, el destino, los hados o simplemente la casualidad quiso establecer un caprichoso paralelismo entre las muertes de los dos esposos, Modesto y Herminia, que tanto se habían querido, tanto habían compartido, gozado y sufrido en vida y tan amorosamente habían aceptado la muerte. Rafael y Eugenia siguieron viniendo por Dehesilla Nueva dos o tres veces al año. Si el trabajo de transportista se lo permitía bajaba al pueblo en Navidad y Semana Santa y nunca falló en las fiestas patronales de agosto. Aprovechaba para departir con sus hermanos y sobrinos y, sobre todo, campear por casinos y ferias con su amigo Antonio. En cierta ocasión se presentaron con sus respectivas mujeres en la feria de Sevilla. Después de degustar unos vinos en casetas de amistades se metieron en la calle del infierno. A las mujeres se les antojó entrar en la atracción de los espejos con el ánimo de reírse a mandíbula batiente de ellas mismas. Antonio y Rafael se quedaron fuera y casualmente se encontraron con dos muchachas del pueblo que deambulaban por entre los cacharritos. Se llamaban Pepa y Juana. Pepa, menuda y chiquita, tenia una cara agraciada y de lindos perfiles, por lo que se ganó el apodo de la Rebonita. Juana no podía presumir de guapura, pero sí de un cuerpo esbelto y serrano, lo que también dio pie a ganarse su correspondiente mote de la Bien Plantá. Por el simple hecho de sus genios alegres y pertenecer a familias pobres, soportaban el sambenito de “mujeres fáciles”, presupuesto completamente gratuito. De este tipo de muchachas se creía, por tanto, que se podía obtener algún favorcillo con sólo ofrecerles un caramelo. En muchas ocasiones la fama va por un lado y la realidad por otra, cosa que pudieron comprobar de primera mano nuestros dos amigos. - ¡Hola, Pepa, hola, Juana! –se adelantó Antonio- ¿Qué? ¿Cómo os va la feria? - Pues ya ves, Antonio, -contestó Pepa-. Aquí estamos dando una vueltecita.

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- ¿Aceptaríais un paseíto en la noria? -Rafael fue directamente al granoNuestras mujeres están en la sala de los espejos y llevamos ya un rato aquí aburridos. Si no os importa, yo os invito. - Vale –aceptó de buen grado Juana en nombre de las dos-. De esta manera, los dos incautos aguiluchos ansiosos de ganar una presa, emparejados con las dos desaprensivas y confiadas palomas, se subieron a la noria. Cuando la canastilla que ocupaban llegó a lo más alto, en espera de que las restantes se fuesen llenando, Antonio vio llegado el momento de poner en práctica sus aviesas intenciones. Se abalanzó sobre Juana, metiendo una mano bajo su falda acariciando sus muslos al mismo tiempo que con la otra mano intentaba agarrar uno de sus pechos. Todo quedó en intento pues la muchacha comenzó a gritar de manera desaforada, gesticulando y manoteando donde cayera sobre el cuerpo del atrevido y calenturiento hombretón. Rafael no había intentado nada con Pepa, por más que no le hubiese dado tiempo, pues a pesar de su pasividad se vio en posesión de dos solemnes bofetones que le dejaron la cara entumecida y los oídos anegados en sendos persistentes zumbidos. Fue tal el alboroto que se formó allá arriba que el encargado del aparato feriante se vio obligado a bajarlos inmediatamente. Las dos muchachas escaparon a toda velocidad, como alma que lleva el diablo, no sin antes obsequiar a los fogosos pretendientes con un buen racimo de improperios, insultos e imprecaciones. Antonio, azorado, no sabía para dónde mirar. Rafael, atrapado en la zozobra de la situación en la que se había visto envuelto sin comerlo ni beberlo, intentaba vanamente dar explicaciones. La concurrencia se reía divertida mientras los dos amigos, corridos y azorados, se encontraban de sopetón con las caras acusatorias de sus esposas que habían llegado justo a tiempo de sopesar la situación sin necesidad de ninguna explicación. Como dice la copla, “a veces, muchas veces, más de cuatro veces, todas las cosas no son como parecen”.

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CAPÍTULO XXI.DIVERSIO ES, ESPECTÁCULOS Y VICIOS CO FESABLES.EL PASEO. EL CI E, EL CIRCO Y LOS TEATRILLOS. LOS CHATOS E LOS CASI OS. LOS JUEGOS DE AZAR: CARTAS, DOMI Ó Y CHAPAS. SALIDA A SEVILLA. ESCAPADA A HUELVA Los obreros de los años de las décadas de 1.950 y 1.960 encontraban pocas oportunidades para el solaz y la diversión en Dehesilla Nueva. El trabajo duro en el campo de sol a sol dejaba escaso margen en el ánimo para la juerga. Si a ello se añaden las estrecheces de la economía, no de guerra, sino de calamidad, de los hogares sujetos a un miserable jornal, ¡y cuando se ganaba!, se comprenderá mejor las anteriores aseveraciones. No obstante siempre se ha de encontrar un resquicio para la huida de tanta penuria. De esa manera cabría destacarse varios de esos lugares y momentos de escape y esparcimiento cuales podrían ser los casinos (exclusivo para los varones), el paseo, el cine, los teatrillos y las diferentes festividades, todas con marcado acento religioso, que el calendario iba marcando a lo largo del año. A la caída de la tarde los muchachos y las muchachas salían a la plaza del pueblo para distraerse un poco en el paseo, conocido desde los primeros años de la posguerra como el “tontódromo”: paseo en cuadrillas de tres o cuatro, plaza arriba, plaza abajo o calle arriba, calle abajo. Los temas de conversación derivaban por entre los asuntos más banales e insípidos, pues la charla más o menos interesante no era precisamente el objetivo del paseo, sino más bien la ocasión para un ratito de esparcimiento y la atención a lanzarse miradas de soslayo, con guiños encubiertos, sonrisas cómplices o atrevidas, palabras comprometedoras, que derivarían en alguna pretensión amorosa del mozo a la moza al finalizar el repetitivo carrusel de las idas y venidas por el mismo redondel. Cuando aquella especie de ordenada aglomeración se iba deshaciendo, las muchachas volvían a sus casas, momento que los muchachos aprovechaban para esperar en una esquina y parar a la moza de sus sueños y expresarle sus encendidos deseos de entablar formal relación de noviazgo. Los resultados de tales pretensiones podían ser bien dispares: calabazas, evasivas o compromisos. También cabe resaltar que la intención de los muchachos y muchachas que acudían al paseo no habría de ser necesariamente la pretensión amorosa o la exposición a que ello ocurriera. Obviamente en el paseo se daban los condicionantes propicios a que se dieran estos casos, pero no se iba al paseo obligatoriamente para buscar noviazgos, por más que sí es cierto que los facilitaba, pues se producían contactos y circunstancias que en los demás momentos del día no se daba esa oportunidad. En realidad el paseo proporcionaba un rato de distracción y alivio a la dureza del trabajo y la rutina diaria. Si de paso se presentaba la ocasión para el flirteo, pues miel sobre hojuelas. De hecho constituía todo un rito casi institucionalizado a falta de otras alternativas de ocupación del tiempo de ocio. 184


El gran espectáculo del cine contaba en Dehesilla Nueva con una sala regentada por el matrimonio formado por Augusto Rendón e Isabelita Rosales, que habían habilitado un gran salón para las proyecciones de las películas en el edificio que anteriormente había sido la bodega donde sus padres y abuelos habían criado sus vinos desde tiempos inmemoriales. En ocasiones también se convertía aquel espacioso habitáculo en sala de teatro y en ella se representaban comedias y espectáculos de cantes y bailes. En verano montaban una gran pantalla en el corral de su casa para el mismo fin. La película de cada función se anunciaba en unas carteleras con varios fotogramas representativos del film a proyectar colgados en la fachada del edificio. A la caída de la tarde y para dar más publicidad e información a la clientela sobre la película del día, un muchachito, Luisito el de Ramón Esparraguera, recorría las calles con la cartelera en alto pregonando al detalle las particularidades de cada espectáculo: “¿Hoy a las nueve de la noche, gran función en el cine Rosales. Se proyectará la película “Dónde vas Alfonso XII” con la interpretación de los grandes actores Vicente Parra y Paquita Rico. La entrada para los mayores será de tres pesetas y para los niños dos reales!” El afortunado pregonero recibía como pago a su trabajo la posibilidad de ver gratis la película, si la cinta era apta para menores. Cuando la censura le vetaba su asistencia se quedaba sin función y, por ende, debía hacer el trabajo gratis. Dicha censura, marcada por el régimen dictatorial y totalitario del momento histórico español y por una Iglesia católica puritana y obcecada en una moral obtusa y represiva, clasificaba las películas en blancas y rosadas. Las blancas se consideraban aptas para todos los públicos. Para las rosadas, reservadas exclusivamente para los mayores, se establecían varias categorías según la peligrosidad de sus argumentos o de sus escenas, y se permitía la asistencia por tramos de edades, atendiendo a la nota de 2R, para las sospechosas, 3R, para las peligrosas, y 4R, para las de gravedad moral extrema. Cada temporada los cinéfilos podían disfrutar de grandes películas de distintos géneros, producciones tanto extranjeras como nacionales, siendo las más socorridas y solicitadas las grandes producciones, el western y las películas de las estrellas españolas del momento, como actores y actrices de reconocido renombre, niños prodigios, cantantes y folklóricas. A ellos se unirían dramas y comedias, historias bélicas o de romanos, relatos ejemplarizantes de distintas vidas de santos y otras de marcado marchamo religioso, etc. Así pasaron por aquella humilde pantalla cintas tan famosas de películas del oeste como “La diligencia”, “Solo ante el peligro”, “Murieron con las botas puestas”, “Río Rojo”, “Winchester 73”, “Veracruz”, “Río Bravo”, “Tambores lejanos”, “Los siete magníficos”, etc. También se admiraron grandes producciones como “El Cid”, “Lo que el viento se llevó”, “Los diez mandamientos”, “Ben Hur” etc. 185


No se podían quedar atrás las películas históricas, de guerra y de romanos como “Salomón y la reina de Saba”, “La túnica sagrada”, “Los cañones de Navarone”, “La batalla de Midway”, “El puente sobre el río Kwai”, “Quo vadis”, “Espartaco”, “Los últimos días de Pompeya”, etc. Algunas de otros géneros, unas con más renombre que otras en la historia del séptimo arte, también dejaron huella en el recuerdo de los aficionados locales, como pueden ser los casos de películas como “Casablanca”, “Doce hombres sin piedad”, “Cantando bajo la lluvia”, “Testigo de cargo”, “El miedo llegó a Jalisco”, “Carne de horca” o las españolas “Calabuch”, “Bienvenido mister marshal”, “Balarrasa”, “Marcelino pan y vino”, “Fray Escoba”, “La Lola se va a los puertos” o “El último cuplé”. Muy famosas se hicieron en toda España las películas del niño prodigio Joselito, “El pequeño ruiseñor”, y las de otra niña prodigio, la malagueña Marisol. También gozaban gran predicamento las de cantantes y folklóricas como Antonio Molina, Lola Flores, Juanita Reina, Imperio Argentina, Estrellita Castro, etc… Actores y actrices españoles muy admirados del público fueron Pepe Isbert, Manolo Morán, Alberto Closas, Alfredo Mayo, Luis Prendes, José Luis Ozores, Fernando Rey, Fernando Fernán Gómez, etc. Entre las actrices españolas encabezaban el elenco de protagonistas Aurora Bautista, Sara Montiel y Amparito Rivelles. Por aquella sencilla sala pueblerina desfiló toda la pléyade de actores y actrices foráneos, mitos y divas más relevantes del universo del celuloide, marajás de La Meca del cine, o sea, estrellas de Hollywood, tales como Errol Flynn, John Wayne, Gary Cooper, Burt Lancaster, Henry Fonda, Tyron Power, James Steward, Glenn Ford, Charles Bronson, Lee Marvin, Lee Van Cleef, James Coburn, David Niven, Robert Mitchum, James Dean, Gregory Peck, Rock Hudson, Cary Grant, Spencer Tracy, Randolph Scott, Richard Widmark, Frank Sinatra, Dean Martin, Kirk Douglas, Charlton Heston, Anthony Quinn, Richard Burton, Steve McQueen, Omar Sharif, Marlon Brando, Montgomery Klif, Fred Astaire, Richard Harris, Yul Brynner, Charles Chaplin “Charlot”, Mario Moreno “Cantinflas”, Olivia de Havilland, Joan Fontaine, Ginger Rogers, Bette Davis, Audry Hepburn, Marlene Dietrich, Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Rita Hayworth, Maureen O´Hara, Greta Garbo, Ava Gardner, Liz Taylor, Grace Kelly, Katharine Hepburn, Sofía Loren, Lina Lollobrigida, Brigitte Bardot, etc. De vez en cuando aparecía por el pueblo algún circo aventurero y montaba su espectáculo de equilibristas y payasos en su carpa ubicada en el ensanche de alguna plazoleta, entre cuyos números no podía faltar el de la cabra amaestrada. También visitaban el pueblo, aunque muy de tarde en tarde, compañías de teatro con su obrita dramática o cómica con la que distraer al personal. Muy recordada entre los vecinos fue la representación de la obra “Genoveva de Brabante”, que narra la historia de la leyenda de una heroína medieval, ejemplo de la buena esposa, casta y leal, falsamente acusada de adulterio por el testimonio de un pretendiente rechazado y repudiada por su esposo, avergonzado por tales habladurías, y, una vez descubierta la felonía, es repuesta en su tálamo nupcial y restituida en su anterior dignidad. 186


Por aquellos años vivía en Dehesilla nueva una señora que gozaba de gran predicamento entre los habitantes del pueblo por sus inquietudes culturales. La buena dama había adquirido un cierto nivel académico totalmente autodidacta, por su afición a la lectura y su atracción desde niña por los escenarios. Guiada por esa vocación y libre de cargas familiares, pues ya cincuentona permanecía soltera, se ocupaba de instruir en las artes escénicas a un nutrido grupo de jóvenes y adolescentes, sobre todo niñas, y organizaba y montaba representaciones teatrales con dos objetivos específicos. Primeramente la guiaba su afán por inculcar en la juventud la inquietud por la instrucción y la cultura. Y en segundo lugar aprovechaba las recaudaciones de los teatros que montaba para algunas obras benéficas, casi siempre, por no decir todas, de carácter religioso. Su nombre era Julita Campano. En el recuerdo de los lugareños aún permanecen los teatritos de la queridísima Julita Campano. Durante muchas temporadas de las décadas de los años cincuenta y sesenta se representaron aquellas obras, algunas de la cosecha propia de tan vital impulsora, pues también se mostraba como una prolífica autora de simpáticas comedias, y otras sacadas de la dramaturgia de la literatura clásica, donde tuvieron cabida autores como Lope de Vega, Calderón de la Barca, Moratín o Jacinto Benavente. En la monotonía del devenir diario, las mujeres, tanto solteras como casadas, bien se cuidarían de permanecer en sus hogares, si no con la pata quebrada, al menos con pocas oportunidades para salidas ociosas. Aprovechaban la ocasión para dar rienda suelta a la lengua y distraer la mente durante un rato cuando coincidían varias vecinas en la panadería, en la Plaza de Abastos o en la tienda mientras hacían la compra diaria. No obstante solían montar tertulias a las puertas de las casas, si el tiempo invitaba al fresco, y, en contadas ocasiones en los días de las fiestas grandes, acompañaban a los maridos o a familia y amistades a tomar un refresco en la plaza del pueblo. En la rutina diaria, a todo lo más que podían aspirar sería a acudir a la iglesia para rezos de rosarios y novenas o a visitar parientes y amistades. Ocasión de privilegio y de auténtico gozo para algunas constituía la tertulia en alguna casa de costura o taller de modistilla. Los hombres se entregaban a diario al recorrido, metódico y casi obligatorio, del visiteo a unas cuantas tabernas con la correspondiente degustación de unas copas de vino acompañando a la charla, que iría aumentando el tono de la discusión o las narraciones de batallitas exageradas o directamente falsas según el alcohol iba haciendo efecto, para terminar en no pocas ocasiones desfogando los vapores etílicos con el cante por fandangos, coplas y el atrevimiento con los palos más variados del arte flamenco. Los asiduos a esta ruta vespertina la llamaban irónicamente “el vía crucis”. En cada estación escanciarían, como es obvio, uno o varios vasos de vino, con lo que regresaban a casa con una ingesta de alcohol apreciable, lo que daba en llamarse “volver con el cupo hecho”. Beber no estaba mal visto, sino todo lo contrario, al menos mientras no se traspasasen las líneas de la solemne borrachera y se volviese a casa manteniendo el equilibrio.

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Los más trasnochadores se quedarían un rato dando culto al dios azar, echando unas partidas de cartas al julepe o al jiley. Los descalabros, al igual que las ganancias, no solían ser definitivas, aunque a carteras tan escuálidas cualquier apretón parecería un drama y cualquier alivio un gran refuerzo. A sabiendas de que “de enero a enero las ganancias van para el tabernero”, los enganchados al vicio raramente se podrían sustraer a él. Un juego también muy extendido en los casinos era el dominó. Con este juego no se ganaba ni perdía dinero, pues los perdedores todo lo más que llegaban a arriesgar sería pagar el café o la copa que bebieran los ganadores. Eso sí, se perdía el tiempo, o se ganaba, según se mire. Con el dominó lo que sí estaba en juego era algo más importante que el dinero, pues se exponía el honor y la honrilla de la exaltación del ego al intentar demostrar la inteligencia combinando el azar de la colocación de las fichas junto con el saber al manejarlas y cotejarlas con las del compañero. Todo un arte, cuya distinta forma de entenderlo y desarrollarlo, ha encendido siempre entre los contendientes acaloradas e inútiles discusiones. En lo que se refiere a un juego tradicional y fuerte, a veces quebranto duro por un lado y alborozo por otro, en Dehesilla Nueva queda reservado para la noche y madrugada del Jueves Santo. Al juego se le conoce con el nombre de “Las Chapas”, grave estropicio para los perdedores y alborozo para los ganadores. Es una vieja tradición que, afortunadamente para unos y desgraciadamente para otros, sólo se atiende un día al año. Los jugadores se disponen en corro sobre el mismo suelo. Un valiente, de su propio peculio o a parcería con un grupo, va cubriendo las apuestas que cada participante va depositando en el suelo junto a sus pies. Los jugadores del corro obviamente arriesgan una parte relativamente pequeña de su dinero en cada embestida o jugada. En cambio el lanzador o depositario de la banca arriesga una gran cantidad de dinero en cada envite. El capricho de dos monedas lanzadas al aire, cara o cruz, decidirán la suerte del dinero apostado. Cuando cae una de cara y otra de cruz se vuelve a dar opción de apostar más y se vuelven a lanzar al aire. Cuando las dos monedas caen caras el banquero recoge todo el dinero que hay en el suelo. Cuando caen cruces cada apostante recoge el dinero que tiene ante sus pies. Si el viento sopla a favor o los caprichos de las monedas se ponen de cara, el banquero puede conseguir un buen pellizco de dinero. Si se vuelven en contra presentando la cruz acarrearán inexorablemente la ruina para sus bolsillos. Además la salida de las cruces lleva aparejado el tener que dejar las monedas y dar oportunidad a otro que esté dispuesto a lanzarlas haciéndose cargo de la banca y cubriendo un nuevo turno de apuestas. Dicen que este juego pretende justificarse con el recuerdo del hecho acaecido en el Calvario, cuando los soldados romanos se sortearon la túnica de Jesús, fiando su adjudicación a la decisión del lanzamiento al aire de unas monedas.

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Por este motivo esta tradición del juego de las chapas se suscribe sola y únicamente en todo el año a la noche y madrugada del Jueves Santo, alargándose en no pocas ocasiones por mor de los “hartibles” a la mañana del Viernes Santo. Estos rezagados suelen ser los perdedores que pretenden a toda costa recuperar parte o todo lo perdido. Pero, como los ganadores ya se han retirado con su botín, el destino que les espera a estos inconformistas residuales es perder hasta el flequillo y el sueño, ganando solamente un triste amargor de boca y un enorme vacío en el ánimo y en la cartera. Lo cierto es que en esa noche mágica todos los hombres del pueblo echan un pulso a la suerte, unos con moderación y otros con inconsciencia. Obviamente, para los moderados, que arriesgarán poco dinero, las ganancias serán testimoniales y las pérdidas del mismo calibre. En cambio para los inconscientes, que apostarán fuertes sumas de billetes, las ganancias les supondrán un buen pellizco y las pérdidas les pueden ocasionar un grave perjuicio para la cartera. La noche de esparcimiento está asegurada y el negocio para bares y tabernas también, pues son seguros ganadores de una suculenta soldada, ya que al montante de las consumiciones se añadirían unos pellizcos de repetidas propinas que debían soltar los lanzadores de las monedas cada vez que el azar hacía que al caer al suelo presentaban las caras. Los rostros al llegar la mañana delatarán la suerte que ha tenido cada uno. Amplia sonrisa lucirán los ganadores y los perdedores no podrán disimular su desgracia en sus semblantes decaídos. Y es que el nivel de los bolsillos es un buen termómetro para medir la temperatura de la euforia o el decaimiento del ánimo. Antonio y Rafael, cuando estaba en Dehesilla Nueva, despreocupados de cargas familiares, sin hijo ni botijo ninguno de los dos, acomodados relativamente, a veces desvergonzados y deslenguados siempre, daban pleitesía a estos vicios de las cartas en el casino una noche sí y la otra también. La timba contaba con una tertulia fija de jugadores, la mayoría solterones y amantes de la juerga nocturna. De vez en cuando se presentaba algún esporádico borrachín al que la inconsciencia de los vapores etílicos obnubilaba la mente y la visión de los peligros e inexorablemente le empujaba al desplume de la cartera. A estos incautos se les llamaba “palomitos”, por aquello de que su estado eufórico les proporcionaba valentía suicida en el juego y candidez con total ausencia de picardía en los envites. Por eso eran esperados y bienvenidos por los habituales aguiluchos de la mesa de juego en la completa certeza de una ganancia segura. Cada cual vivía noches blancas y noches negras. Así Antonio confesó a su amigo Rafael que en cierta ocasión llegó a perder en una sola noche jugando al jiley la cosecha de la uva de su viña de todo un año. El dolor y el sufrimiento por tan tremendo desastre sólo duraría el tiempo de ahogarlo en un par de chatos de vino, que más se perdió en Cuba y para la próxima, a lo mejor, cambiaría la suerte.

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Rafael cuenta con un vehículo Matacás de color negro para sus viajes de Salamanca al pueblo y del pueblo a Salamanca, además de servirle para sus correrías acompañado de Eugenia o sin Eugenia, en cuyo caso indefectiblemente Antonio hará de copiloto. Las salidas desde Dehesilla Nueva a Huelva o Sevilla se antojaban casi preceptivas y en cada ocasión una moneda lanzada al aire decidiría el destino: cara para Sevilla y cruz para Huelva. La pretensión sólo alcanzaba a un rato de asueto. Siempre salían Antonio y Rafael o solos o con la compañía de algún espontáneo. El recorrido no variaría en cada escapada. Cuando la moneda les enviaba para Sevilla, la primera parada se haría en La Pañoleta de Camas, donde tomarían un café muy particular. Luego, ya en la ciudad, tocaba el turno a una copa en el bar Los Tres Reyes de la calle Reyes Católicos de la capital, para continuar hasta Las Siete Puertas en el barrio de La Alameda de Hércules, donde seguirían con el copeo sin entrar al trapo, mejor dicho al trato, con las prostitutas del entorno. Con el cupo casi completo, de regreso, caería la espuela en la venta de Pepe Pazos en Sanlúcar la Mayor. La vigilancia en carretera no practicaba ni en sueños los controles de alcoholemia. Aquella mañana de domingo, hablando, hablando, habían llegado a La Pañoleta y, como rutina mil veces repetida, el “matacás” de Rafael se había detenido a las puertas de un establecimiento en cuya entrada sobresalía el cartel anunciador: “Casa Gaviño”. - Luis, tú que eres novato con nosotros -advierte Rafael al espontáneo de turno-, debes saber que aquí o ponemos una vaquita y aportamos un dinero entre todos para ir pagando las copas o cada uno paga a escote su consumición. - Me parece perfecto –responde el tal Luis-. Si aceptas mi opinión, yo propongo hacer una vaquita, porque lo veo mejor. Así todos ponemos la misma cantidad y cuando se acabe el dinero o ponemos más o nos vamos para casa. - Como comprenderás, Luis, -sentenció Antonio- de esta manera no cae toda la carga sobre el mismo burro y evitamos que uno quede por tonto y sufra un desastre en su cartera, mientras los demás pasan por listos y se aprovechan del descalabro de otro. - ¿Sabéis lo que se me ha venido al pensamiento ahora mismo? –replicó Luis con una chispa sonriente en su voz-. A propósito de pagar a escote las copas y las consumiciones, un amigo mío muy ocurrente siempre dice: “Vamos a pagar entre todos que más vale unos cuantos heridos que uno muerto”. - Pues sí que lleva razón tu amigo –acabó el tema Rafael a las puertas del casino, sacándose del bolsillo la cartera y presentando un billete-, así que yo recuerdo otra sentencia que dice “el llanto sobre el difunto”, así que aquí están mis cinco duros. Antonio, tú te haces cargo de la vaquita y vas pagando a donde vayamos. Ya dentro del establecimiento y apoyados en el viejo mostrador de madera empieza la primera invitación

- Luis, ¿tú tomas café? –pregunta Rafael al espontáneo de turno-. 190


- Hombre, claro, lo mismo que vosotros –contesta convencido el aludido-. - ¡Rufino, tres cafés! –vocea Antonio al camarero-. Al instante ocupan el mostrador tres vasos cañas con su contenido de color negro azabache. Antonio y Rafael dan cuenta cada uno del suyo de un solo trago. Luis queda sorprendido y agarra su vaso para llevarlo a la boca. - ¡Este café está frío! –exclama un tanto enfadado y sorprendido-. - Pues no te enfades, aquí el café frío es la especialidad de la casa –salta Rafael entre risas-. Así que bebe y calla. No había engullido el primer sorbo cuando vuelve a exclamar con sorpresa: - Pero si esto no es café, es vino dulce o, mejor dicho, mistela. ¡Vaya par de granujas que estáis hechos los dos y qué bien me habéis engañado! - No te hemos engañado –responde Antonio-. Este es el café que tomamos cuando venimos aquí. ¿Te has dado cuenta lo bien que nos ha entendido el camarero? En el bar “Los Tres Reyes” flota en el aire y se huele el ambiente torero. También es lugar de parada y fonda para los taxistas de los pueblos y para marchantes de variados negocios. Pero nuestros amigos sólo buscan la distensión y se entregan a degustar unos huevos a la flamenca remojados con unas copas de manzanilla fresquita de Sanlúcar de Barrameda. La inercia les lleva hasta la Alameda de Hércules y los deposita en el bar “Las Siete Puertas”, donde dos tintos serán la excusa para dar empleo a la vista, que las mujeres de la vida, serán de la vida, pero ante todo son mujeres y la contemplación de sus atractivos cuerpos ni cuesta dinero ni implica compromiso. Por tanto se les ofrecía un placer gratuito y que, a veces, hasta daba pie a comentarios jocosos y seguir la corriente a los requerimientos de las profesionales del negocio más antiguo del mundo, salpimentando la guasa con un poquito de desvergüenza sin llegar nunca a traspasar el umbral de la compra de sexo. - Anda, niño, -le dice una pelirroja cuarentona un tanto metida en carnes a Rafael- echamos un ratito, que te lo voy a poner barato. - Estoy escurrido y más seco que una mojama –contesta entre displicente y descarado el interpelado-. Vengo de atizar tres. - ¿Tres? ¡Anda ya! Que eres tan mentiroso como malaje. ¡Vete y que te zurzan! –masculla con desplante despectivo la prostituta alejándose hacia la otra esquina, mientras los tres amigos ríen a mandíbula batiente-. La pelirroja pronto olvida su simulado enfado y vuelve a requerir faena.

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- ¿Y tú, flamenco, haces apaño? -se dirige ahora la mujer a Antonio mostrándole sus rollizos muslos desnudos y acariciándose provocativamente el cuerpo, bajando las manos desde sus pechos por las caderas hasta las piernas- ¿No te atraen estas carnes tan rosaditas? - Sí que me van esas curvas, guapetona, –contesta Antonio sin amilanarse- pero sólo me conformo con mirarlas, porque yo estoy más seco y escurrido que mi amigo, pero del bolsillo. Tengo menos cuartos que el que se está bañando. No había terminado Luis de apurar su tinto cuando se le acerca una morenota bien alta con los labios saltones y la cara exageradamente pintada pidiendo trabajo: - ¡Ay, moreno, qué guapito eres! ¿Hacemos trato? ¡Anda, no seas soso, que te voy a llevar en viajecito por las nubes hasta Nueva York! Ya verás qué calorcito más rico te voy a dar. - No, preciosa -se niega Luis de forma taxativa y siguiendo la vena bromista de sus amigos-. Yo a las nubes no subo que me dan miedo las alturas. - Vamos, precioso -insiste zalamera la morena-. Te llevaré al cielo. - Lo siento, muñequita linda –se resiste Luis sin querer dar más carrete y así cortar la conversación-. Pero en este preciso momento la olla no está en su punto para asar castañas. Se me ha olvidado en casa el carbón y así no hay combustible para encender y calentar la perola. En la venta de Pepe Pazos en Sanlúcar la Mayor, ya de vuelta a casa, se escancian unas cervezas con unas gambas y un pescado frito. Cuando regresan a Dehesilla Nueva se dan cuenta que ha pasado la mañana en un abrir y cerrar de ojos, pero distendida y bien aprovechada. Otro día, en sábado concretamente, se terció una nueva salida. Esta vez la moneda marcó como destino Huelva. Infalibles Rafael y Antonio, esta vez contaron con la compañía de Paco Metales, así apodado en el pueblo porque regentaba una fragua y herrería, donde templaba rejas para los arados y arreglaba toda clase de aparejos y herramientas de metal: portajes, cerraduras, azadones, hachas, ejes de carros y carretas, ruedas, ventanas y balcones, calderos, etc. Tomaron la primera copa en el bar “El Tropezón” antes de salir del pueblo. - ¡Antoñillo, echa tres palomas que hoy daremos un vuelo largo y no nos puede faltar la gasolina! -requirió Rafael a voz en grito al tabernero que atendía tras un viejo mostrador de madera-. Por ser la primera, los tres se la zamparon de un trago. Pero no había bajado hasta cada respectivo estómago este primer sorbo de aguardiente aguado, que no otra cosa viene a ser la requerida paloma, cuando Antonio vuelve a llamar al tabernero: ¡Anda, Antoñillo, sirve otra copa que con una pata no se anda!

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No habían dado cuenta de la segunda paloma, cuando se adelanta Paco Metales para no quedarse atrás y hacer también su petición: ¡Antoñillo, anda que tienes sangre de tortuga, vamos por la tercera que el motor ya está a punto de arrancar! ¡Para los bueyes, carretero!, -interrumpió Rafael haciendo una señal al tabernero para que no atendiera el requerimiento del Metales-, si no quieres que a mi coche se le gripe el motor y se aficione a las cunetas. Vamos a presentar la pechuga y nos retratamos con una vaquita de cinco duros. Pagamos estas copas y ¡carretera y manta! ¡Hombre! –se apresuró a justificarse el Metales exponiendo su razonamiento no exento de gracejo-. Yo he pedido la tercera porque como nos hemos tomado dos copas, he pensado que a lo mejor se están peleando ahí abajo en el estómago y si le echamos otra es para que las aparte. ¡Anda, cállate, Maestro Fragua, que eres tú muy gracioso! –terminó cortando la conversación Rafael-. Entre dos que se pelean y uno que viene a separarlos, luego quedarán dos contra uno y tendrá que acudir otro para equilibrar la balanza. Luego se pelean dos contra dos y será preciso que otro los separe y así ¿hasta cuándo? Lo que yo sé es que como te sigamos la corriente los que vamos a acabar a los tortazos seremos nosotros tres. ¡Hasta luego, Antoñillo! Con el calorcillo picante del aguardiente enfilaron el ramal de salida del pueblo para alcanzar la carretera nacional 431, vía de unión entre Sevilla, Huelva y la frontera portuguesa por la localidad de Ayamonte, donde muere para continuar el acceso a la nación vecina en barca atravesando el río Guadiana, linde natural entre ambos países. La CN 431 se conocía más bien entre las gentes de Dehesilla Nueva como la carretera negra, como es obvio por el color negro del alquitrán de su asfalto, en contraposición al amarillento albarizo del ramal de comunicación de dicha carretera con el pueblo. Ya en ruta se desata la charla distendida y amena pasando sin detenerse en los diferentes pueblos: Villalba del Alcor, La Palma del Condado, Villarrasa, Niebla y San Juan del Puerto. Al entrar en la capital, Huelva, echan una visual al cuartel del ejército de tierra, el “Regimiento de Infantería de Granada nº 34”, que a su paso les muestra sus edificios y barracones amarillos. Un poco más adelante pasan ante las puertas de la cárcel y tras dejar atrás el viejo Estadio Colombino, el Barrio Inglés y El Punto, aparcan el coche junto al puerto cerca de la ría. Un olor a mar acompañado del intenso piar de las gaviotas les saluda apenas se apean del vehículo y les invitan a la contemplación siempre placentera de las aguas que presagian la grandeza de la ancha mar oceánica. El viaje se había hecho largo y no era momento de entretenerse en menudencias contemplativas. Así que al instante se dirigen a la Plaza de Abastos del Mercado del Carmen para desayunarse por sus alrededores un café con una buena ración de churros. Con los estómagos llenos se hace preceptiva la visita al mencionado mercado para deleitarse ante el espectáculo que suponen las montañas de pescado fresco de la costa onubense, que se exponen en unas cuantas decenas de puestos. No llevan intención de comprar porque no disponen de envases adecuados para traer el pescado a casa sin que se les estropee por el camino. Antonio y Rafael prestan más atención al rostro de una bella pescadera que luce unos maravillosos ojos verdes iluminando su tez morena 193


enmarcada por una abundante cabellera de pelo negro como la endrina, mostrando todo el encanto de la belleza choquera. En esta ocasión, como cada vez que vienen al mercado, se detienen distraídamente ante su puesto repartiendo las miradas entre el pescado allí expuesto y la cara de la muchacha. - ¡Hola, guapetones, -les conmina la pescadera con una amplia sonrisa a los tres¿qué os vais a llevar? Mirad qué pescadilla fresca del día, los salmonetes saltan todavía vivos, mirad los chocos están desvergonzados de buenos, las sardinas y las caballas son de Punta Umbría. Anda, mocitos, no me seáis malajes y llevaros unos kilitos que os lo voy a poner barato. - Ya veo la maravilla de pescado que tienes, morena, -repuso Rafael sin poderse contener y sin dejar de mirar aquella belleza descomunal-. No te puedo comprar porque vengo de fuera, de muy lejos, y se me estropearía el pescado en el camino. - Ese es un problema de fácil solución –replicó la pescadera en su afán por vender su exquisito producto-. Yo te preparo una cajita con hielo y te puedes llevar todo el pescado que quieras en la seguridad de que llegará hasta tu casa vivito y coleando. - Otro día será, buena moza –contestó Rafael-. Hoy no entra en la programación la compra de pescado, pero me voy a llevar esa luz de tus lindos ojos, esa belleza y esa gracia que te chorrea por todo el cuerpo, que con haberte mirado esa cara tan bonita ya tengo alimento para toda la semana y para mucho tiempo. ¡Gracias, buen mozo, -respondió la guapa pescadera un tanto sorprendida, pero gratamente halagada por el piropo-. Me vas a poner colorada. Aunque no me compres pescado, tu galantería me va a tener contenta para toda la jornada de hoy y para la semana que viene. - No he querido molestar, señora, sino más bien todo lo contrario –contestó Rafael sin cortarse ni un pelo-, solamente he querido resaltar tu belleza, porque estos monumentos no se contemplan todos los días y tal como me ha salido de dentro te lo he zampado. Esa cara y ese cuerpo serrano sin duda lo merecen. Los tres amigos salieron del mercado. - ¿Esta mujer es la que vosotros llamáis “La Niña de la Toca”? –preguntó Paco Metales nada más salir a la calle, al haber reparado que la guapa señora se cubría los hombros con una toquilla de lana-. - ¡Hombre, claro! –respondió Rafael- ¿Y qué? ¿No es guapa y simpática la niña? Te habrás dado cuenta que merece la pena detener en ella los ojos, aunque sólo nos limitemos a verla y decirle un piropo. - Pues la verdad es que sí –ratificó Paco-. La chavala es guapa a rabiar y será un orgullo para el hombre que tenga la suerte de conquistarla. Bueno, a lo mejor tiene novio o está casada, porque si no es así es que estos huelvanos están ciegos.

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Salieron de la Plaza de Abastos y dieron unos paseos por los alrededores contemplando las tiendas hasta la concurrida calle Concepción para volver sobre sus pasos de nuevo hacia las medianías del mercado. Sin darse cuenta había transcurrido el tiempo y se acercaba el medio día. Se dirigieron a una pequeña taberna, a las puertas mismas de la plaza de abastos, que mostraba en el dintel de su estrecha puerta un cartel que rezaba en grandes letras negras: “Bar Bacalito”. Entraron dentro y se acomodaron, es un decir, en el mostrador. Es un decir lo de acomodarse porque su situación no tenía nada de comodidad, ya que el recinto era tan estrecho que apenas daba para diez personas, y ya se les habían adelantado seis o siete. La ornamentación del bar se reducía a un gran escudo del club de fútbol Recreativo de Huelva colgado en la pared y a su lado cuatro botellas de aguardiente de Zalamea sobre una estrecha tabla a modo de repisa. De un ventanuco que daba a una minúscula cocina salía un embriagante olor a pescado frito que soliviantaba todos los jugos salivares, estomacales e intestinales de todo cuerpo que entrara al Bacalito o pasase por la puerta. - Jefe, -requirió Antonio al dependiente con la boca haciéndosele agua- eche usted tres copas de vino mientras nos va preparando tres chocos enteros. -

¿Fritos o a la plancha? –preguntó el camarero-.

-

¡Fritos! –gritaron los tres a un tiempo y sin dudar-.

Degustaron los exquisitos chocos y regresaron al pueblo. Pocas correrías les habían hecho falta para culminar una día completamente placentero. Sólo habían gozado de dos insignificantes placeres, que fueron la contemplación de aquella belleza morena y la degustación del típico choco de Huelva, pero la satisfacción había resultado plena.

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CAPÍTULO XXII.PERCA CE GRAVE CO U OS CHATARREROS.PEDRO DÍAZ “EL PIRIPI”. FRASQUITO CA ASTOS. I CIDE TE E TRE CHATARREROS, PEPILLO BOHÍGUEZ Y LA GUARDIA CIVIL. El sol subía lentamente marcando la hora cercana a su cenit. Ya comenzaba a apretar el calor de un día primaveral cuando la década de 1.970 ya ascendía los primeros peldaños de su cuesta. Unas pocas mujeres transitaban por las calles semivacías en su trajín diario de compras en la tienda. En la taberna “El Pelotazo” varios hombres jugaban al tute en una gran mesa de camilla. Sobre el mostrador del despacho de vino se erguía la figura alta y enjuta de Pedro Piripi, quien con el codo apoyado en la barra, apuraba despaciosamente un largo vaso de vino. Pedro Díaz, el Piripi, era una hombre callado y misterioso, que cada día acudía a la taberna y bebía en solitario sus copas de vino sin apenas relacionarse ni intervenir en las conversaciones de los demás. Tal vez intentara enjugar sus penas sin molestar a nadie. Todo el pueblo estaba al tanto de su vida, pero él ni se metía ni le importaba la de ninguno, tal vez ni la suya misma. Todo el mundo hablaba e inventaba infundios sobre su vida para dar su versión opinando sobre su extraño comportamiento, pero lo cierto es que él nunca dio explicaciones a nadie. Jamás dejó una rendija al refrán de dar tres cuartos al pregonero, tal vez por eso las lenguas maliciosas y viperinas, sin base sólida argumental ni solidez de fundamentos, pues sólo disponían de elucubraciones, se explayaban temerariamente en sus habladurías. El castigo más feroz y que encendía más y más las invenciones era precisamente el silencio y la despreocupación por ellas del propio protagonista, Pedro Piripi, que se pasaba todas las murmuraciones sobre su persona por el forro de su más absoluta indiferencia. Escuchaba los comentarios que de él se hacían como el que oía llover. Ni por la tela del pensamiento se le pasó contestar a nadie ni ofrecerle alguna pista con el más mínimo gesto ni de afirmación ni de negación y ni siquiera de desprecio. Por mucho que se hablara de forma ladina sobre el tema a su alrededor alzando intencionadamente la voz en el comentario, siempre hacía oídos sordos a todos. De joven había sido un muchacho apuesto y elegante, de bellas facciones y de buena planta. Al finalizar la guerra optó por enrolarse en el cuerpo de la Guardia Civil. Se casó con una riquita del pueblo, llamada Pepa Rodríguez, alta y buena moza, guapa morenaza de espectacular belleza, un poco taimada por su genio rebelde y su fuerte carácter. A la vista de la gente parecía una pareja ideal. Los comentarios y las murmuraciones de la sorpresa y el escándalo corrieron de boca en boca entre las vecindonas y, en general, entre toda la gente del pueblo, cuando constataron un hecho sorprendente apenas celebrado el casamiento entre estos dos apuestos jóvenes. Realmente el asunto resulta raro de verdad y esas cosas no ocurren todos los días. Pedro y Pepa, tras la boda se marcharon de luna de miel. Y ahora viene el chasco. 196


A la vuelta de tan supuestamente idílico viaje, cada uno se fue para su casa, dando por terminada una relación que apenas acababa de empezar y que jamás se volvería a retomar. Ante sorpresa tan mayúscula obviamente se dispararon los dimes y diretes, por más que a ninguno de los dos se les escuchara la más mínima explicación. Así que los tres cuartos del pregón se vieron reducidos a cero comentarios por parte de los protagonistas, al no salir de sus bocas ninguna información directa y veraz en un asunto en el que nada pretendían pregonar ni mucho menos deseaban airear motivos, razones o sinrazones. Este silencio dio pie a las más peregrinas y duras habladurías, inventándose los más variopintos bulos sobre el tema. Pedro el Piripi era de la misma edad que Rafael Bermúdez y se guardaban desde niños una cierta amistad. Alguna vez Rafael intentó sonsacarle al Piripi los motivos de aquella separación tan repentina y extraña. Ni fresco con la mayor lucidez mental, ni borracho en el más ignoto nirvana de la ensoñación etílica, se soltó la lengua del Piripi ni de su boca salió una palabra que abriese una insignificante rendija que diera a entrever un rayito de luz que explicara aquel misterio. La misma actitud cerrada guardó Pepa con familiares y amistades. La tumba se llevó su secreto. Así que Pedro se encerró en sí mismo sustituyendo a la Pepa por la bebida y de ahí le vino el mote de Piripi. De hecho abandonó el tricornio y dejó la Benemérita, unos dicen que por propia decisión y otros dicen que fue expulsado del cuerpo por sus problemas con el alcohol. Habladurías y más habladurías, porque nadie manejaba información fidedigna para aventurarse a tal afirmación. Como en la copla de La Lirio, “la verdad del cuento, ¡ay Señor de mis tormentos!, la sabe La Lirio y yo”, o sea, la verdad sólo la sabrían los protagonistas, Pedro y Pepa. La desairada esposa se refugió en el cuido de sus fincas y los rezos de beata en la iglesia, aunque no pudo evitar que la maldad de la gente le endosara, como acusadora y malvada herencia, el mote del que fue, y en los papeles seguiría siendo, su marido. Así que en adelante, para el resto de sus días y aún hasta después de su muerte se la conocería y se la nombraría, muchas veces, de forma ladina y, en otras ocasiones, de forma inconsciente, como “La Pîripa”. ¡Ay! Pero volvamos al día de marras de calor primaveral, ya que el suceso tiene su mandanga. - Por las barbas de Cotón el Viejo! ¡Madre mía, madre mía, qué desastre más gordo acaba de ocurrir! ¡Osú, osú, qué desgracia más grande! ¡Increíble, espeluznante, espantoso, horrendo! -Frasquito Canastos no cejaba en su cascada de exclamaciones a la puerta del casino “El Pelotazo”, mientras gesticulaba llevándose las manos a la frente y sin parar de moverse dando pasos desde la puerta del casino hasta la ventana y desde la ventana hasta la puerta-. - ¿Qué ha pasado, Frasquito? –preguntan intrigados a coro los parroquianos-. - ¡No os lo vais a creer! ¡Que la Guardia Civil ha matado a un gitano chatarrero en el corral de los Bohíguez! -soltó el Frasquito de golpe y sin anestesia-. Y ahí no acaba la película, porque el padre y un hermano del muerto han entrado por la puerta de 197


atrás en el cuartel armados con unas barras de hierro y con navajas. ¡Y anda que el padre llevaba en la mano una faca así de grande! ¡Enorme! –seguía explicando el muchacho casi sin aliento y señalando la medida de la navaja colocando su mano derecha en mitad del antebrazo izquierdo-. Se han recorrido el cuartel de punta a punta sin que nadie les cortase el paso desde la puerta del corral hasta la puerta de la calle. Y menos mal que no se han encontrado a nadie por medio. Iban gritando fuera de sí y dispuestos a llevarse por delante a quien se interpusiera en su camino. Las mujeres y los niños se han escondido donde han podido, algunas hasta debajo de las camas. Los guardias se han quitado de en medio dejando el cuartel vacío y el Guardia de Puerta ha salido huyendo a la acera de enfrente. - ¡Pues vaya que los Guardias Civiles han dejado bien alto el pabellón de la Benemérita abandonando el cuartel en manos de dos desquiciados! –comentó un anciano que se hallaba sentado a la puerta del casino-. Efectivamente así sucedió tal como Frasquito iba contando de forma escueta y concisa. Luego se extendería en todo lujo de detalles. La gente del pueblo consideraba a Frasquito como un muchacho simplote, inocentón y lenguaraz. Por el amaneramiento en sus formas de hablar y andar también le habían colgado el sambenito de muchacho de vena distraída, o sea, mariquita. Si su tendencia sexual se orientaba en uno u otro sentido a nadie debería importar, pero en los pueblos, ya se sabe, todo se lleva en cuenta y a todo se le endosa audazmente y sin piedad un calificativo. Y cuando alguien queda catalogado, difícil le resultará desprenderse del estigma que le hayan puesto encima. Eso sí, Frasquito era dicharachero y cotilla, por eso no es de extrañar que fuese el primero en enterarse de todas las noticias y de cualquier suceso que ocurriese en Dehesilla Nueva y sus contornos. A ello añadía una memoria de elefante y unas ganas incontenibles de contar y narrar los acontecimientos, por lo que relataba con pelos y señales cada circunstancia y cada evento, por insignificante que fuera. Obviamente se explayaba con más énfasis en los casos fuertes y extraordinarios La saga de los Bohíguez continuaba con la tradición camionera de aquel viejo Ramón Bohíguez, ya fallecido, con quien Rafael hizo sus primeros pinitos al volante. Ahora llevaba el negocio su hijo José, a quien en el pueblo se conocía como Pepillo Bohíguez, que además de mantener la tradición familiar con el camión también se movía profesionalmente en el manejo de alguna que otra maquinaria agrícola. Además había adquirido merecida fama de mecánico muy particular por su genuina forma de arreglar las averías de sus vehículos, ya que no se le conoció nunca un camión con la mínima presencia y, por supuesto, mucho menos contó jamás con un vehículo nuevo. De hecho las gentes del pueblo, sobre todo los chiquillos, cuando sentían el ronquido del camión de tan singular personaje con su tronar característico por la calle, solían exclamar: “¡Ahí viene la cacharra del Bohíguez!”. Parecía sufrir una alergia maniática a las tuercas y a los tornillos, porque todo lo llevaba siempre reatado con alambres. Se las apañaba sacando piezas de camionetas viejas para recomponer su desvencijada tartana, por lo que daba la sensación de que su camión funcionaba de puro milagro y cada dos por tres se encontraba averiado.

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Pasaba más tiempo en su improvisado taller casero recomponiendo desarreglos que en ruta haciendo kilómetros por las carreteras. ¡Eso sí! Su camión jamás visitó taller extraño de ningún profesional, que para eso el Pepillo se las arreglaba sólo y a su manera. No cabe duda, que se sentía feliz embadurnado de grasa hasta las cejas, desarmando y armando las tripas a su singular camión. Como en su corral se amontonaba siempre una buena cantidad de chatarra, no era de extrañar que de cuando en cuando acudiese a él algún chatarrero para retirar los hierros que ya no le servían para nada y constituían un estorbo. De paso sacaba unos cuartos con su venta. Aquel día Rafael y Antonio también se encontraban en la taberna, matando el tiempo en una partida de julepe cuando irrumpió Frasquito en el casino. Inmediatamente al oír la noticia dejaron el juego y se unieron al grupo de curiosos que requerían más información de Frasquito Canastos. Todos estaban expectantes y sobrecogidos por la noticia. Por la calle se formaban corrillos de mujeres que iban y venían de los mandados en las tiendas comentando el triste suceso. El estupor superaba a la curiosidad, por lo que algunas mujeres se llevaban las manos a la cabeza en señal de asombro y espanto. - ¡¿Bueno, Frasquito, cómo ha ocurrido este incidente?! –preguntó Rafael-. - Por lo que andan diciendo los vecinos, –continuó encantado Frasquito- el Pepillo Bohíguez había vendido unos hierros y tenía cerrado el trato con los chatarreros y cuando éstos ya habían cargado toda la chatarra en su furgonetaa, surgió el desacuerdo. Ya sabéis lo cabezota que es el Pepillo Bohíguez. Los chatarreros también son gente acostumbrada al regateo y, visto lo visto, duros de pelar. - ¡¿Y qué pinta aquí la Guardia Civil?! –requirió impaciente Antonio-. - ¡Para el carro, mulero, que las cosas hay contarlas paso a paso! –protestó Frasquito continuando con su relato-. El caso es que Pepillo quiso volver atrás el trato por un desacuerdo en unos hierros de más o de menos y dijo de muy mala manera a los chatarreros que descargasen la furgoneta, que ya no les vendía nada. Lógicamente ellos no estaban dispuestos a deshacer el trato e insistían en lo acordado al principio. Entonces el Bohíguez, a empellones, intentó descargarla montando en cólera. Unos cuantos hierros volaron por los aires y se armó la de San Quintín. Hubo un forcejeo, llegaron los empujones, se escaparon algunos puñetazos y se formó la tangana. Por lo que tengo entendido, en la rifa de guantadas el Pepillo se llevó una buena ración. Y, como llegado a ese punto, aquello no iba a tener arreglo ni por las buenas ni por las malas, el Bohíguez fue al cuartel, que como sabéis está vecino a su corral, y llamó a la Guardia. - Y la Guardia en lugar de arreglar el entuerto ha causado otro mayor –sentenció el vejete con ironía, mientras daba una calada al cigarro que ya sólo era una colilla casi quemándole los labios-. - Pues lleva usted toda la razón, abuelo, –prosiguió Frasquito que se encontraba en su salsa relatando el suceso-. Han acudido los guardias Cayuela y Carrascosa, en mangas de camisa y sin tricornio, a estilo compadre, pero sí que llevaban bien cargadas las pistolas en la faltriquera. No sé yo quién llevaría la razón, pero la discusión siguió 199


con los civiles delante. Entonces la pareja de guardias, sin entretenerse en hacer muchas averiguaciones, se inclinó por la versión del Pepillo y les ordenó a los chatarreros que descargaran la furgoneta. Con esta decisión echaron más leña al fuego y se reanudó la pelea al estilo del oeste. El guardia Carrascosa rodó por el suelo con una brecha en la cabeza al llevarse un golpe con una barra de hierro. Uno de los muchachos pretendía descargar otro golpe sobre él y entonces sacó su pistola y desde el suelo le descerrajó dos tiros a bocajarro que le alcanzaron de lleno en el pecho y le dejaron frito al instante. - ¡Pues sí que es negra la cosa! –exclamó Rafael-. Hay que ver a lo que se puede llegar por una discusión inútil cuando hay por medio un puñado de míseras pesetas. ¡Qué oscura es la mente de algunas personas y qué marrano es el dinero! - El padre y el hermano del muchacho –continuó Frasquito-, al ver al chaval muerto en un charco de sangre, presos de desesperación, han reaccionado como locos. El Bohíguez y los guardias se han quitado de en medio, escondiéndose como ratas. Así que los dos chatarreros han entrado en el cuartel, armados de barras de hierro y navajas, causando la desbandada general de los guardias, que no han actuado precisamente con valentía. Menos mal que los desesperados asaltantes no han tropezado con ningún chiquillo ni con ninguna mujer. ¡Sabe Dios lo que hubiera ocurrido! - ¿Dónde están ahora esos hombres? –preguntó Antonio-. - Pues en el cuartel, pero ya apaciguados –contestó Frasquito-. Los dos volvieron a donde estaba el cuerpo del joven caído y se echaron sobre él llorando amargamente. Entonces el Comandante de Puesto, el cabo Roncero, acompañado de otros dos guardias, ya bien uniformados y con las armas dispuestas, se han acercado a los chatarreros y los han reducido tranquilamente, pues los dos se han entregado sin la menor resistencia. El suceso conmocionó al pueblo y, como era de esperar, los cotilleos en conversaciones familiares o en charlas de casino dieron diferentes versiones del hecho, corregidas y aumentadas según la imaginación y el atrevimiento lenguaraz de cada cual. Así que hubo comentarios y opiniones para todos los gustos. La reputación de la Guardia Civil quedó en entredicho. También Pepillo Bohíguez salió mal parado del suceso, al menos en los comentarios no muy favorables de la gente, por la desproporción entre los hechos y el valor de la chatarra. Quien más perdió fue el muerto, que perdió lo de más valor y lo más preciado, la vida, en edad joven. Los chatarreros desaparecieron del pueblo y nunca más se supo de ellos. El hecho tuvo poca resonancia fuera de Dehesilla Nueva y sólo quedó como un mal recuerdo entre la gente sencilla del lugar. A las esferas políticas del momento no interesaban escándalos de este calibre y menos si estaba involucrada la Guardia Civil y con una actuación nada encomiable, por lo que no cabrían los elogios. Claro, que si se hubiese querido, alguien podría haber distorsionado el hecho y se hubiese dado la vuelta a la tortilla.

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Tampoco hubo resonancia mediática, pues la prensa, tanto hablada como escrita, tal vez no estuviera todavía metida en el barro que implican estos sucesos y que tanto atractivo supondrán para los medios en años posteriores. No sería la primera vez que un hecho lamentable y desgraciado se manipula en aras de oscuros intereses y se recubre con tintes de heroicidad, valentía, honor, cumplimientos del deber y otras zarandajas para sacar un obsceno provecho. En este caso podría haberse aireado otra versión bien distinta que hubiese dejado en buen lugar a la Benemérita y a las “personas honradas y decentes”, denigrando al mismo tiempo a los advenedizos, gitanos tal vez y para más inri, con lo que les vendría al pelo encuadrarlos en la categoría de vagos y maleantes. Estas reflexiones no son elucubraciones vanas, pues en voz baja y entre los comentarios de todo tipo a que dieron lugar los hechos, ciertamente que hubo quien apuntó, velada pero descaradamente, en ese sentido. El tiempo lo suaviza todo y cubre con una nebulosa los acontecimientos, pero siempre debe permanecer al menos el recuerdo, que acuse a los que obraron mal y honre a quienes obraron bien. Este suceso causó también y desgraciadamente otra víctima totalmente inocente. Al menos así parece según lo indican las circunstancias y así lo creyeron convencidos quienes sufrieron directamente el mazazo. Obviamente sería Frasquito Canastos quien se encargara de publicar la nueva desgracia aquella misma mañana cuando la noticia estaba reciente y calentita, pues apenas habían pasado unas horas desde que se había producido. Vecinos a la casa de los Bohíguez vivía el matrimonio formado por Juan Antonio Galiano y Paquita Robles. Se habían casado ya un poquito maduros y les había costado Dios y ayuda el que la buena mujer se quedase embarazada. Por fin lo habían conseguido. Cuando ocurrió el incidente de los chatarreros Paquita se encontraba casi en el quinto mes de gestación. Aquella tarde se encontraba tendiendo la ropa de la colada en el cordel del corral de su casa y presenció, muy a su pesar, el desarrollo y el desenlace de aquel trágico suceso. Como es obvio aquella mujer, de carácter amable y de espíritu pusilánime, se llevó un gran susto. De la impresión que se llevó al presenciar tan desagradable escena, comenzó a sentirse mal. Se metió asustada para dentro de su casa y al poco rato comenzó a sentir dolores en su vientre. Se hallaba sola, pues su marido no había regresado todavía del campo. Se hizo una tila y se tumbó en la cama a la espera de que se le pasara la indisposición. Allí la encontró Juan Antonio cuando por fin regresó de su trabajo. Ante la evidencia de que no remitían los dolores se avisó el médico, quien no pudo hacer nada para evitar la fatal desgracia. Aquella misma madrugada Paquita abortó, perdiendo así la criatura que llevaba en su vientre y que con tanta fuerza habían deseado y con tanto amor esperaban los dos dolidos esposos.

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- ¿Sabéis la última noticia? ¡La traigo reciente y calentita! ¡Vamos, que acaba de suceder! –a las puertas del casino y a primera hora de la mañana Frasquito Canastos, ansioso y exaltado, no podía callar la información del día-. ¡La vecina del Pepillo Bohíguez, Paquita Robles, la esposa de Juan Antonio Galiano, ha perdido el niño que esperaba! - ¿Qué dices, Frasquito! ¡Vaya mala suerte que han tenido Paquita y Juan Antonio! -se lamentó ante la noticia Rafael que en ese momento se llegaba al casino para tomar un café y la copa de aguardiente que solía tomar por costumbre todas las mañanas-. No se merecen este fracaso estas buenas personas. - Dicen que ha perdido a la criatura por la impresión que se llevó ayer con la muerte del chatarrero –continuó con la información Frasquito Canastos-. - Ciertamente que habrá sido un duro golpe para esa familia, pero tampoco se puede culpar, así sin más, de la desgracia al suceso de ayer –terció Antonio que también acababa de llegar al casino acompañando a Rafael-. Estaría de Dios que así sucediese, porque muchas veces las cosas pasan porque tienen que pasar. - Sí, pero se da la circunstancia –argumentó Frasquito Canastos- de que la buena mujer presenció toda la tragedia, porque se encontraba tendiendo ropa a muy pocos pasos de donde tuvieron lugar los hechos. - Me hago cargo ciertamente del susto que se llevaría Paquita ante el alboroto y las voces de la pelea –añadió Rafael-. - Pues figúrate, Rafael, -continuó Frasquito ahondando en los detalles- el impacto tan fuerte y el sobresalto tan inesperado que se llevaría la pobre mujer con los estampidos de los tiros, que le retumbaron a sólo unos metros de sus oídos. ¡No me digáis que no tuvo que llevarse un susto tremendo! - Eso nadie lo puede negar –terció Antonio insistiendo en el fatalismo que, según él, revisten los acontecimientos-. Pero, a lo mejor, una cosa no tiene necesariamente por qué ser la causa de la otra. - ¡Hombre, algo habrá tenido que ver! ¡Digo yo! Tal vez a Paquita le amenazasen otros riesgos y este asunto los ha agravado hasta darle la puntilla. Yo estoy convencido que la presencia y el ser testigo directo de la pelea ha sido la causa que le ha acarreado como consecuencia el aborto. –insistió de nuevo Frasquito-. De todas formas, está claro que se ha dado una fatal coincidencia. - Ha sido realmente una lástima –prosiguió Rafael-, pero ellos son todavía jóvenes y si Paquita vuelve a quedar embarazada y logra tener un crío, este mal trago, con el tiempo, se convertirá en un triste recuerdo. - Veamos las cosas por su lado positivo –dijo Antonio entre broma y entre serio-. Aunque ya granaditos Juan Antonio y Paquita no son viejos y supongo que la fábrica la tendrán abierta y a pleno rendimiento. Así que cabe la esperanza de que puedan tener descendencia.

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- Eso también es cierto, pero en estos momentos tanto los dos esposos como sus familiares más allegados se encuentran destrozados- continuó Frasquito-. Paquita no tiene consuelo y no para de llorar. El bueno de Juan Antonio se encuentra muy abatido y no para de repetir que le han matado a su niño. Anda como loco maldiciendo al Bohíguez, a los chatarreros y a la Guardia Civil. - Es comprensible su dolor porque sé que estaba muy ilusionado con su ya cercana Paternidad. Hay que respetarlo y comprender su reacción –asintió comprensivo Rafael-. Confiemos que, como dice Antonio, la fábrica siga en funcionamiento y pronto les dé una nueva alegría que les devuelva la ilusión. Metámonos la mano en nuestro pecho y pongámonos en su lugar. -

¡Las desgracias nunca vienen solas! –sentenció filosófico Antonio-.

Esos fueron los hechos acaecidos uno a continuación del otro. Queda al libre albedrío de cada cual relacionarlos o no, determinarlos como causa efecto o no. La coincidencia en la temporalidad de ambos sí que quedó como hechos constatados y contrastados.

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CAPÍTULO XXIII.SOBRESALTOS Y DESGRACIAS, TA TO A IVEL EXTER O COMO A IVEL I TER O.MAG ICIDIO DE CARRERO BLA CO. TRA SICIÓ DEMOCRÁTICA. ESTABLECIMIE TO E SEVILLA TRAS LA JUBILACIÓ . E FERMEDAD DE EUGE IA. EXCURSIO ES DE JUBILADOS. MUERTE DE EUGE IA. El calendario deshojaba las últimas páginas de aquel año 1.973. Rafael y Eugenia habían decidido pasar aquellas fiestas navideñas con la familia en Dehesilla Nueva. Apenas llegaron al pueblo se desayunaron con una impactante noticia, que los distintos medios de comunicación no cesaban de lanzar repetidamente al aire y que dejó sobrecogidos a todos los habitantes del pueblo, así como a la nación entera, por temor a las consecuencias imprevisibles del desgraciado suceso. El Presidente del Gobierno, don Luis Carrero Blanco, mano derecha del Dictador Franco y mayor garante de la continuación del régimen por propiciarse como seguro valedor del famoso “todo está atado y bien atado”, había sido asesinado en Madrid por un comando de la banda terrorista ETA. Una vez más un nuevo sobresalto hacía saltar las alarmas de nuestra convulsa historia. Un nuevo magnicidio se añadía a la lista. Era el tercero ocurrido en España durante el siglo XX y el quinto de nuestra historia contemporánea. Ocurrió el día 20 de diciembre de 1.973. Ese mismo día tenía lugar en la Audiencia de Madrid el famoso Proceso 1.001, en el que se hallaban implicados diez miembros de CCOO, por entonces sindicato clandestino y, por tanto, ilegal. Eran alrededor de las nueve de la mañana. El Presidente Carrero acababa de salir de oír misa, como era su costumbre diaria, de la iglesia jesuita de San Francisco de Borja, ubicada en la madrileña calle Serrano. Este templo forma parte de un complejo de edificaciones donde se encuentra la Casa Rectoral o Casa Madre de la Compañía de Jesús en España. El coche oficial y otro de su escolta apenas habían doblado la esquina y enfilaban la calle Claudio Coello, cuando un vehículo mal aparcado intencionadamente en doble fila por los terroristas autores del atentado, a la altura del número 104 de dicha calle, obligó al conductor a aminorar la marcha. Cuando el coche oficial del Presidente, un Dodge Dart 3700, sin blindaje, de color negro, llegó a ese fatídico punto una carga de cien kilos de dinamita, colocada en un túnel bajo el pavimento y accionada desde la esquina del edificio contiguo por un cableado eléctrico, fue hecha explotar y alcanzó de lleno al coche presidencial, que saltó por los aires y, volando por encima de la azotea, cayó completamente destrozado a otra terraza sobre un patio interior del edificio anexo a la citada iglesia jesuita. Fallecieron, además del Presidente, un inspector de policía, José Antonio Bueno Fernández, y el conductor, del vehículo presidencial, José Luis Pérez Mogena.

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Los etarras habían preparado el atentado en la llamada “Operación Ogro”, siendo encomendada su preparación y realización al Comando Txikia” y fue llevada a cabo por seis de sus miembros. Los seis etarras implicados en este magnicidio fueron: 1.- Pedro Ignacio Pérez Beotegui, alias “Wilson”, cerebro del atentado. 2.- José Ignacio Abaitúa Gómeza, alias “Marquín”, quien se finge escultor para disimular ante los vecinos los ruidos producidos en la construcción de la galería o pequeño túnel en el que colocaron la carga explosiva. 3.- José Miguel Beñarán Ordeñana, alias “Argala”, quien vestido con un mono azul se hace pasar por electricista y prepara el cableado eléctrico en la fachada del edificio de la esquina de la calle con el dispositivo que causaría la explosión. 4.- Javier María Larreategui Cuadra, alias “Atxulo”, quien alquiló el semisótano de la calle Claudio Coello, 104. 5.- José Antonio Urruticoetxea Bengoetxea, alias “Josu”. 6.- Juan Bautista Eizaguirre Santiesteban, alias “Zígor”. La desaparición de Carrero Blanco llevó a la Presidencia del Gobierno a quien en esos momentos ocupaba la Alcaldía de Madrid, Carlos Arias Navarro. Con el nombramiento del nuevo jefe de gobierno, uno de los más fieles seguidores del Dictador, se aseguraba la línea continuista del régimen, resguardando así y poniendo a buen recaudo toda intentona de cambio aperturista. Su lealtad e inquebrantable adhesión a los principios dictatoriales y su trayectoria ejemplar de total connivencia con los comportamientos del régimen opresor fueron todo su aval para acceder a tan alto cargo. Su disposición y falta de escrúpulos a la represión quedaron bien certificadas con sus actuaciones en los inicios de la dictadura. Durante la Guerra Civil y la posguerra, este político franquista había participado en Málaga como fiscal en los Consejos de Guerra y juicios de la represión fascista que llevaron directamente a la cárcel o a la ejecución a miles de ciudadanos afectos a la República y que estorbaban al nuevo régimen, por lo que se ganó el apelativo de “El Carnicero de Málaga”. Su falta de liderazgo, sus vacilaciones en la acción de gobierno, su insistencia por preservar el legado del dictador, su pusilanimidad para enfrentarse o contravenir a los sectores más conservadores y radicales de la dictadura y su desafección a los cambios para la normalización democrática que la sociedad española reclamaba, pusieron en evidencia sus grandes limitaciones como dirigente político y su incapacidad como gobernante, al que le venía grande el momento histórico tan trascendental que se estaba viviendo en España. Por tanto, no podía liderar un proyecto de cambio quien, encerrado en las ataduras del viejo régimen, no poseía ninguna de las dotes que se presuponen o se exigen a un líder, ni, por supuesto, albergaba intenciones de propiciar los cambios requeridos. Después de la muerte del Dictador, que él se encargó de anunciar a toda España desde las pantallas de televisión con lágrimas en los ojos, se acentuaron sus carencias, lo que precipitó su cese. Tras una tensa reunión con el rey, celebrada el 1 de julio de 1.976, es destituido y se nombra nuevo Presidente del Gobierno en la persona de Adolfo Suárez. Comenzaba de hecho la transición hacia la democracia. 205


En unos pocos años llegó por fin a España la democracia con la legalización de los partidos políticos, la normalización de la vida parlamentaria y la promulgación de la Constitución el 6 de diciembre de 1.978. Todavía habría de producirse un conato de involución con la intentona golpista del 23 de febrero de 1.981. La fiera fascista, acorralada por el clamor popular decidido a recuperar el estado democrático, aguardaba su oportunidad con las garras encogidas pero dispuestas para dar el zarpazo apenas se le presentase la ocasión. El momento del asalto a la presa, que durante cuarenta largos años había amordazado entre sus fauces, le llegó aquel día fatídico y a la vez glorioso, puesto que, a unas horas de tensión contenida y de zozobra nacional, le siguió la respuesta serena y contundente de todas las fuerzas políticas democráticas representadas en las Cortes y del pueblo español, que abortaron e hicieron fracasar aquel intento de regresión y certificaron la imposibilidad de toda vuelta al pasado. El Teniente Coronel Antonio Tejero Molina irrumpió en el hemiciclo de las Cortes, pistola en alto, a la voz de “¡quieto todo el mundo!”, interrumpiendo la votación que se estaba realizando para el nombramiento y la investidura del nuevo Presidente del Gobierno, don Leopoldo Calvo Sotelo. Esta acción de intento involucionista estaba comandada por el General Jaime Miláns del Bosch, quien se atrevió a sacar los tanques a la calle en Valencia, y el Almirante de Marina Alfonso Armada, con la expectante colaboración de otros que aguardaban a la sombra el resultado de este primer asalto. Aquella tarde de lunes, del luego denominado 23F, fue una tarde de cuchillos largos, de incertidumbres y de malos presagios. Muchas incógnitas quedan por resolver de lo que se coció antes, durante y después de aquellas oscuras horas. Volvieron a vislumbrarse en el horizonte los negros nubarrones de las fatigas pasadas. Lo cierto es que hacia la media noche los españoles pudieron tranquilizar sus ánimos al escuchar por televisión el mensaje del rey desautorizando la acción golpista. Con la entereza de los representantes políticos secuestrados en el Congreso de los Diputados de la Carrera de San Jerónimo de Madrid y el inmediato apoyo a la democracia del pueblo español, el golpe fracasó. Un año más tarde la democracia, con las elecciones generales de 1.982, quedó consolidada con la llegada a la Presidencia del Gobierno del líder socialista del PSOE Felipe González, cuya mayoría absoluta, propiciada por la promesa del cambio, llenó de ilusión al pueblo español, ávido de abrir sus alas en libertad hacia el progreso y la concordia.. El pueblo español ahora sí que podía alzar los brazos para levantar a la nación, porque se sentía el verdadero autor protagonista de su resurgir y de su destino en este nuevo e ilusionante amanecer. En la Dictadura la entrada al sistema y la participación de los ciudadanos en la vida política estaba restringida y reservada a los simpatizantes y colaboradores, aduladores y abrazafarolas, conniventes por las buenas o a la fuerza con el orden establecido. En la democracia se abren las puertas y tienen cabida todos los ciudadanos, hasta los nostálgicos seguidores del antiguo régimen.

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De hecho en las primeras elecciones democráticas los acérrimos defensores del viejo régimen obtuvieron representación parlamentaria en la persona del falangista Blas Piñar, que, al menos, ocupó su escaño como fuerza testimonial, hasta que este diputado y lo que representaba se fue difuminando en el olvido de los españoles y desapareció completamente del arco parlamentario. No obstante en la sociedad quedan brotes de grupúsculos ultras que no dejan de representar un testimonio cierto, pero residual, de aquella pesadilla. La vida pasa tan de prisa que cuando uno se viene a dar cuenta y mira hacia atrás, advierte el gran tramo recorrido, aunque se tenga la sensación que ha transcurrido en un suspiro. Talmente, como a todos, sucedió al bueno de Rafael, que un día reparó que se le acercaba la edad de la jubilación. Junto a su querida Eugenia, hacía proyectos para la nueva situación. Venderían su casa de Salamanca y bajarían a Sevilla. Allí montarían su nuevo nido para gozar de los últimos años que les deparase la vida, dedicados a departir con las amistades, viajar y tomarse el paso de los días con la tranquilidad de quien ve correr el tiempo sin estrés ni preocupaciones. Tan bien habían madurado el tema que, apenas Rafael cumplió los sesenta y cinco años, llevaron a cabo lo proyectado al pie de la letra. Rafael y Eugenia dejaron atrás los áridos páramos salmantinos y se establecieron en la cálida Sevilla, ciudad adorada por ambos y en la que se sentían completamente a gusto. Pero el futuro no siempre se presenta como uno se propone, sino como las circunstancias disponen. El caso es que cuando apenas llevaban unos meses en su nuevo hogar y todavía no les había dado tiempo a realizar otra actividad que simplemente establecerse, Eugenia comienza a sentirse mal. Al principio sólo nota pérdida de apetito, leves mareos y alguna destemplanza que no llega a catalogar siquiera como fiebre. ¿Pronto empiezan los achaques? ¡Qué va, si todavía se siente joven! El médico pronostica anemia. Pasado un tiempo los síntomas no remiten hasta que las pruebas en el hospital confirman la causa. Vecinos y conocidos corren la voz de que Eugenia tiene “una cosa mala”, que es la forma de llamar eufemísticamente al terrible mal del siglo. Al final ha de ser pronunciada la palabra innombrable y aterradora: cáncer. Superado el primer golpe y la impresión que deja una noticia tan dura, Rafael se entrega a recuperar el ánimo y la salud de su esposa agarrado al último clavo de esperanza. Los médicos recetaron un tratamiento agresivo y de choque que Eugenia sobrellevó con entereza y buen ánimo, guardándose los miedos y los dolores físicos para ella sola. Rafael vivía el sufrimiento y se sobreponía a su angustia intentando dar fuerza siempre con buena cara y plena disposición. Los primeros tratamientos hicieron efecto, lo que permitió a Eugenia una recuperación aparentemente real, aunque para su fuero interno la calificaba de ficticia. En esos momentos de dudas en los que se presenta la encrucijada de dejarse derrotar o levantar la cabeza y beberse los minutos con renovados ánimos, a Eugenia se le encendió una luz que le aclaró el panorama. Ocurrió en las fiestas patronales de Dehesilla Nueva. Había acudido con su marido y sus inseparables amigos Antonio y María para disfrutar de unos días de asueto, por más que no le sobrasen las ganas de diversión. Al menos encontraría momentos de distracción, que le harían olvidar su problema. 207


Una chica joven subió al escenario montado en la plaza del pueblo. Ejercía como presentadora del acto en el que iba a tener lugar el Pregón tradicional que abría los festejos. La joven, ataviada con un elegante y llamativo traje blanco y gris con destellos dorados, desgranaba frases con verbo correcto y fácil. Eugenia seguía el discurso y poco a poco, sin darse cuenta, se vio embebida por las palabras de la muchacha. Cuando la presentadora acabó de hablar, una frase martilleaba en la mente de Eugenia. La grabó en su memoria y se la repitió a sí misma cien veces, hasta tomar la decisión de aceptarla y ponerla en práctica en adelante. A modo de invitación aquella simpática mujercita le había dejado este consejo: “Hay que valorar la vida no por los incontables instantes en que respiramos sino por aquellos contados momentos en los que perdemos el aliento”. Este chispazo de luz le hizo reconsiderar la tregua que le brindaba su enfermedad y aprovechar el tiempo, olvidando sus pesares y abrazando cada minuto con toda su intensidad. Decidió en primer lugar disfrutar de su nueva ciudad, para no perder la oportunidad de comprobar el dicho de que “quien no ha visto Sevilla, no ha visto maravilla”. Así que Rafael y Eugenia trazaron un primer plan: por las mañanas visitarían los monumentos de la ciudad y las tardes las dedicarían simplemente a pasear por sus calles. Entregados a esta tarea, solos o en compañía, visitaron en repetidas ocasiones los Reales Alcázares, la Catedral, la Plaza de España, la Torre del Oro, la Torre de Don Fadrique, el Museo Arqueológico, el Museo de Artes y Costumbres Populares, el Museo de Bellas Artes, distintos palacios como la Casa de Pilatos, San Telmo y otros. Rafael se sorprendió de él mismo, que durante su vida había sido poco adicto a pisar la iglesia y ahora en unos pocos meses había visitado y hasta admirado la belleza arquitectónica, escultórica y pictórica de una infinidad de iglesias y conventos sevillanos: el Salvador, San Luis de los Franceses, la Magdalena, Santa Catalina, San Clemente, Santa Clara, San Pedro, La Macarena, San Gil, Santa Ana, San Jacinto, Capilla de los Marineros de la Esperanza de Triana, el Patrocinio, La O, San Bernardo, San Isidoro, San Lorenzo, etc. Todas las tardes salían a tomarse un cafetito, cambiando el itinerario para evitar la monotonía y el aburrimiento. Así una tarde deambulaban por calle Sierpes, Plaza del Duque y Plaza de la Encarnación, otra tarde por Plaza Nueva, Plaza de San Francisco, Avenida de la Constitución, Puerta de Jerez y Jardines Cristina, otra por Parque de María Luisa, alguna que otra vez por el Barrio de Santa Cruz, Jardines de Murillo y Prado de San Sebastián, varias veces recorrieron los paseos de las orillas del Guadalquivir así como el barrio de Triana, en muchas ocasiones se acercaban al barrio de La Calzada y paseaban por Nervión y en no pocas se distraían por las calles aledañas a su domicilio en el barrio del Cerro del Águila. Para no perder puntada aprovechaban todas la ocasiones de realizar algún viaje, corto o largo, que se pusiera a tiro, unas veces planeados con sus amigos Antonio y María, y otras veces concertados con grupos de asociaciones vecinales u ofertas 208


municipales, convirtiéndose de hecho en unos auténticos turistas. De esta manera disfrutaron de las playas de Huelva, Málaga y el Levante español. También conocieron en plan turista ciudades como Madrid, Toledo, Barcelona, Mérida, Cáceres, Granada y Córdoba y hasta hicieron una memorable incursión por las tierras del norte recorriendo Cantabria, Asturias y Galicia. En una de esas ocasiones, allá por la primavera de 1.987, programaron un viaje por la sierra de Huelva, pues Rafael y su amigo Antonio, caballos de buena boca, propusieron una comilona de carne serrana. Lo que no entraba en el guión era que sería la última salida, por aquello de que las circunstancias lo mismo disponen que descomponen. Los cuatro amigos (Rafael, Eugenia, Antonio y María) enfilaron desde Dehesilla Nueva la ruta de las viejas y desgastadas ondulaciones de las sierras béticas, entrando por Valverde del Camino, recorriendo la cuenca minera de Riotinto y Nerva, para recalar por Aracena en Corte Concepción. En esta pequeña aldea degustaron un suculento almuerzo a base de solomillo de cerdo ibérico. Tras la comida se apetecía un café y unos dulces de la afamada “Pastelería Rufino” en Aracena. Continuaron la ruta, cargando productos de la zona, por Galaroza, Jabugo, El Cerro de Andévalo, Calañas, Beas y Trigueros, acercándose a través de San Juan del Puerto y Moguer hasta la localidad de Palos de la Frontera para visitar el monasterio de La Rábida. Tras tomar el último refrigerio en un establecimiento entre los pinos que rodean el convento, admirar las pinturas de Vázquez Díaz y disfrutar del emblemático lugar colombino, regresaron al pueblo y a Sevilla con la satisfacción de haber llenado de goce el día con la simple vivencia de las cosas corrientes y sencillas. Ese mismo día al llegar a casa Eugenia tuvo un leve desfallecimiento. En principio se resistieron a darle importancia y achacaron el susto al cansancio de aquel día tan agitado. Pero, de pronto, el corazón les dio a los dos un repentino vuelco y un sobrecogedor sobresalto golpeó sus mentes llevándoles a una fatal premonición. Se miraron profundamente a los ojos y los dos tuvieron el mismo presentimiento: tal vez el león dormido había despertado. Habían pasado cinco años desde aquel duro diagnóstico. La vida para Rafael y Eugenia había transcurrido serena y feliz salpicada de todas esas pinceladas cotidianas. Pero poco tiempo tardaron en cerciorarse de que la fiera atacaba de nuevo, esta vez con todo su furor y crueldad. El cáncer terrible, aplacado durante esos cinco años, ahora reaparecía con renovada fuerza y tenía clavado su colmillo feroz con saña criminal en las carnes de la desafortunada Eugenia. Poco a poco fue perdiendo las fuerzas resistiendo a duras penas las embestidas cada vez más duras de la enfermedad. Nunca bajó la guardia pero irremisiblemente fue perdiendo una a una todas las armas para seguir luchando. Había ganado muchas batallas, pero aquella guerra estaba definitivamente perdida. Tres meses de idas y venidas al hospital en una dolorosa agonía dejaron su cuerpo exhausto y dispuesto a entregar el último suspiro. Rafael no se había apartado un solo instante de su lado. La había querido, la había mimado, la había cuidado.

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Mientras él le acariciaba las mejillas, ella, en un repaso rápido a la película de su vida, hacía para su interior el balance de su paso por este mundo y lo valoraba de forma muy positiva, excelente, había merecido la pena. En el examen final de su vida sólo había dos preguntas y las dos había contestado de forma afirmativa y satisfactoria: había amado y se había sentido amada. Lo demás no tenía la menor importancia. En silencio, tragando lágrimas dulces de satisfacción a pesar de instante tan trágico, Eugenia, ya sin apenas un hilo de fuerza para estrecharla, cogió la mano de Rafael que la acariciaba con infinita ternura. El atribulado marido acercó su cara a la de su esposa mientras sentía en su pecho el ahogo de la impotencia y la desesperación. Aquella mujer, que había entrado en su vida en unas circunstancias especiales y por culpa de una guerra y que, no obstante tan truculentos inicios, le había llenado de felicidad durante casi cuarenta años, estaba a punto macharse irremisiblemente y para siempre. En efecto, Eugenia abrió suavemente los ojos, miró fijamente a Rafael, hizo un último esfuerzo por rozar con sus labios la cara de su amado esposo y, dándole un beso casi imperceptible, expiró.

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CAPÍTULO XXIV.U A APUESTA ARRIESGADA.LA SOLEDAD. U A MIRADA AL PASADO. LA CARTA Rafael se había quedado solo. Había superado ya los setenta años y era la primera vez que comprendía el verdadero significado de la palabra soledad. Muchas veces a lo largo de su vida la había oído pronunciar y hasta había conocido a mucha gente que se quejaba por ella. Pero hasta que no le había tocado en propias carnes no había calibrado su auténtica dimensión. No había tenido hijos y nunca los había echado de menos. Pero ahora que se veía sin el apoyo y la compañía de su mujer reparó en que si los hubiese tenido tal vez en estos momentos se le haría más llevadera la amargura de su soledad. Bien es cierto que no le faltó el apoyo y el consuelo de sus familiares y de sus buenos amigos, pero la herida afectaba directamente al corazón y ése no admite curas externas. Cuando llegaba a su casa y echaba la llave a la cerradura de la puerta, escuchaba en su cerebro el bronco cerrojazo de la celda de una cárcel, más aún, el chirriante portazo de la más lúgubre y oscura mazmorra que imaginarse pueda. Aquellas paredes se le venían encima, aquel vacío en toda la casa lo laceraba sin piedad, repasaba, mirando y remirando, las fotos de Eugenia y pasaba las noches en vela, una tras otra, tragándose las lágrimas en un continuo repaso a los mejores momentos de su existencia, sobre todo los vividos junto a su amada Eugenia. El tiempo tal vez no lo cure todo pero sí que suaviza. El tiempo atempera, y no es una redundancia, sino un efecto real. Por grande que sea el dolor, el tiempo se encarga de mitigarlo. Siempre quedará algún tizo encendido, tanto de lo bueno como de lo malo, pero poco a poco su fogosidad se va moderando. De hecho, casi sin darse cuenta, habían transcurrido ya más de dos años desde la desaparición de Eugenia. Rafael salía y entraba de casa en una rutina sin objetivo prefijado, sino como hoja caída que se deja arrastrar por la corriente y vaga errante allá por donde el viento la va empujando. Con relativa frecuencia hacía acto de presencia por Dehesilla Nueva. Allí se refugiaba en el calor de hermanos y sobrinos y el siempre agradable encuentro con sus amigos Antonio y María. Todas estas personas, que le querían bien, le insinuaban, unas veladamente y otras de forma clara y abierta, la posibilidad de rehacer su vida. Le aconsejaban que buscase una mujer, no para cubrir el hueco que había dejado Eugenia, sino para que le hiciese compañía y le despertase nuevas ilusiones para el resto de sus días. En principio él se mostraba reacio. Su argumento se basaba siempre en el recuerdo de Eugenia y en su falta de motivación. Él había sido siempre una persona apasionada y que se entregaba todo entero sin cortapisas de ningún tipo ni condicionamiento alguno. Por eso dudaba de sí mismo. Su pasado ciertamente ya tenía un peso, no fuera a ser que, al no poderse desprender de algún condicionante, tal vez no consiguiese hacer feliz a otra persona, lo que acarrearía también su propia infelicidad.

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Puestas en un platillo sus dudas y en otro su amarga situación, pudo poco a poco ir comprobando cómo la balanza se inclinaba hacia el lado de las dudas. Tiempo le sobraba para pensar y reflexionar. Su mente examinaba su situación de soledad y falta de motivaciones, sobre todo en él, una persona activa y acostumbrada a relacionarse y a hacer partícipe de sus cosas a su entorno, empezando por la persona que había tenido más cercana, su mujer. Intentaba auto convencerse de que podía tirar hacia adelante volcándose en sus familiares y amigos, entregándose a ellos o realizar otras actividades lúdicas para compensar su soledad. Pero al instante se planteaba la posibilidad de encontrar una mujer que compartiese con él todas esas cosas. Varios meses se llevó deshojando la margarita de una u otra opción, hasta que se convenció de que lo mejor para él sería buscar una mujer a la que entregar todo el amor que todavía le quedaba dentro. Lo difícil sería encontrarla. Apenas había empezado a acometer la búsqueda, cuando un fogonazo le aturdió el pensamiento y le dejó estupefacto unos segundos: Catalina. ¡Su primera novia, Catalina! ¡Qué guapa fue en su juventud! ¡Qué buenos sentimientos guardaba en su alma! ¡Qué dura hubo de ser para ella aquella situación de rotura sin explicaciones! ¡Habían pasado tantos años! ¡Cuánto debió sufrir y ningún reproche ante su espantada! Por las informaciones que habían llegado a sus oídos, Catalina había permanecido soltera toda su vida y vivía con una sobrina en su pueblo natal de Pinoral. Había sido su primera novia, la había querido de verdad, pero unas circunstancias aciagas habían separado sus caminos y les había llevado por derroteros distintos. Él había sido feliz con Eugenia, ella a lo mejor también habría sido feliz en su soltería. Lo cierto es que de aquel fuego de amor ciertamente intenso vivido en la juventud, tal vez quedase algún rescoldo. Si así fuese, apenas se le avivase un poco, podría prender de nuevo, no con la fuerza de la primera pasión, ni el ímpetu de la juventud, pero sí con la serenidad y el aplomo que da el paso del tiempo, capaz de comprender y perdonar. También podría encontrar las espinas del rencor o el resentimiento. No era ese el carácter ni la forma de ser de la Catalina que él conoció, pero la vida da muchas vueltas y, ciertamente, él le hizo mucho daño, pues prácticamente le condicionó el resto de su vida. Lo comprendía y lo reconocía. Pero pensó que el que no se embarca no se marea y decidió atacar su objetivo. Primeramente lo comentó con sus hermanos y sus amigos Antonio y María. A todos les pareció bien la idea y le animaron en su decisión. Ahora caía en la cuenta de que en realidad nunca había olvidado a Catalina y siempre le había guardado al menos un respetuoso cariño. También había amado a Eugenia, para qué negarlo, y nunca la olvidaría tampoco. El problema era cómo abordar a Catalina. Presentarse en Pinoral le parecía un arrogante atrevimiento. Lanzar el anzuelo a través de terceras personas le parecía una falta de respeto y una cobardía. Rafael Bermúdez había mostrado a lo largo de su vida una infinidad de defectos, pero nadie podría dudar de su honradez. 212


Al fin decidió escribirle una carta en la que pudiera expresarle sus intenciones y sus sentimientos. Muchos días ante el papel y muchas noches dando vueltas a su cabeza le costó el asunto. Una y otra vez escribía párrafos que luego le deshacía, corregía o borraba por le parecían improcedentes o no le acaban de convencer. Muchas hojas acabaron rotas o arrugadas en la papelera, hasta que al fin dio con tecla y quedó conforme con la redacción definitiva. Sin ayuda de nadie, a pelo y a pecho descubierto, así quedó escrita su misiva:

Sevilla, 24 de mayo de 1.990. Hola, Catalina: Soy Rafael Bermúdez. Supongo que te extrañará recibir esta carta después de tantos años sin saber de mí. Me conociste joven y ya soy, no viejo, pero sí bastante mayor, y puedo asegurarte que conservo la misma conducta franca, directa y honrada de aquellos lejanos años. Por eso te escribo a corazón abierto y con las dos manos extendidas repletas del cariño que nunca te retiré. Podría argumentar, para justificarme, que la guerra nos separó. Las guerras siempre se pierden y hasta el que cree que las gana también pierde mucho en ellas. Por eso creo que todos perdimos aquella guerra. En nuestro caso no deja de ser una circunstancia caprichosa que nos arrastró por distinta senda y que cada cual habrá interpretado desde su destino. Sabes que me casé con Eugenia. 0o te voy a negar que todos estos años he sido feliz con ella hasta el mismo día en que falleció. Me he quedado solo y en estos meses que han transcurrido desde su marcha he reflexionado mucho. He calibrado la posibilidad de seguir en mi soledad o rehacer mi vida con otra mujer. En este segundo caso sólo encuentro una posibilidad y es que esa mujer seas tú. Sabes que te quise, te lo puedo asegurar. También amé mucho a Eugenia, no te lo puedo negar. Pero todavía me quedan toneladas de cariño que ofrecer y algunas ilusiones que compartir. Eres la persona más indicada a la que puedo entregar el amor que aún me queda. De mi propuesta honrada y sincera no debes dudar. 0o obstante comprenderé y aceptaré tu decisión. Si decides no contestarme siquiera, lo entenderé sin rencor. Si decides contestarme con un no rotundo, lo asimilaré y afrontaré mi soledad con el mejor ánimo apoyado en mis recuerdos. Si decides aceptarme, te recibiré con los brazos abiertos y te ofreceré, no recuperar el tiempo perdido que eso sería imposible, pero sí abrirte mi corazón e intentar hacerte muy feliz los años que nos queden de vida. Espero con impaciencia tu respuesta. Rafael.

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Rafael leyó y releyó varias veces la carta antes de enviarla a su destino. Cuando la depositó en el buzón de correos sintió un vacío en el alma y un desasosiego en el pecho, como el que ha dejado escapar un pajarillo de sus manos sin saber la suerte que correrá en su vuelo. Sólo quedaba esperar. La espera se hizo larga. Pasaban los días y no llegaba contestación alguna. Le asaltaba todo tipo de dudas. ¿Habría llegado la carta a sus manos? ¿La habría roto sin abrirla al comprobar el remitente? ¿La habría abierto y habría tomado la decisión de desestimar su propuesta sin ni siquiera merecerle la pena contestar? ¿Le contestaría aunque fuese para darle un no? Éstas y otras preguntas martilleaban su pensamiento. Se consolaba a sí mismo dando vueltas a sus ensoñaciones. Esperaba al menos recibir alguna noticia de ella. El tiempo se alargaba y poco a poco se fue debilitando su ilusión hasta perder casi por completo toda esperanza. En este convencimiento se hallaba, sobrellevando su vida, que transcurría en la monotonía más absoluta e insulsa, cuando por fin un día encontró el ansiado sobre en el buzón de su casa.

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CAPÍTULO XXV.U A RESPUESTA ADECUADA.CARTA POR CARTA Rafael sintió un vuelco en el corazón cuando vio aquel sobre tan esperado. Todo su cuerpo sentía la tremenda tensión de la respuesta. No obstante un sentimiento contradictorio de gozo contenido y preocupación por un posible rechazo le invadían todo su ser. Al menos ya tenía un motivo de alegría, pues Catalina le había contestado. Al mismo tiempo no podía sustraerse al miedo de encontrarse con una negativa llena de comprensibles reproches. Cuando tuvo la carta en sus manos, un sudor frío comenzó a bajarle por la frente. Entró en casa y, mientras intentaba abrirla, la zozobra le embargaba en una lucha ansiosa entre la esperanza y el miedo. Las manos le temblaban y no atinaban a despegar la solapa del sobre. El atolondramiento justificaba su torpeza. Por fin consiguió abrir la carta. Ante sus ojos se le presentaba una hoja muy limpia de papel blanco y a rayas negras, por cuyas líneas discurría una bonita letra redondeada y de una casi perfecta escritura caligráfica. No atinaba a leer ni una sola palabra. Su mirada permanecía fija y como extasiada ante aquel escrito y sólo atinaba a ver el conjunto. De pronto se sintió embargado por una fuerte emoción. Un nudo le atenazó la garganta y no pudo reprimir que por las mejillas le resbalasen dos gruesas lágrimas que le emborronaron la escritura que tenía delante. Era cierto, le había contestado, tenía ante sus ojos la carta de Catalina. Se infundió ánimos a sí mismo y, limpiándose las lágrimas, se dispuso a abocar el contenido de la carta. Por un instante aquella letra le recordó las cartas que recibió de Catalina cuando estaba en la guerra. No podía recordar si aquellos trazos que tenía ante sus ojos eran los mismos o se asemejaban a aquellos otros de hace tantos años, pero a él le subió desde los pies a la cabeza el cosquilleo de la emoción al desempolvar los viejos recuerdos y volver a revivir los momentos olvidados. Un largo minuto tardó en deshacerse de la nube que le tapaba la vista y poco a poco se fue serenando hasta que por fin pudo iniciar la lectura.

Pinoral, 18 de diciembre 1.990. Hola, Rafael: Ciertamente me causó sorpresa tu carta, te puedo asegurar que ni agradable ni desagradable, aunque, como supondrás, ha venido a turbar un poco mi vida, que ahora transcurre monótona y tranquila. Si te soy sincera debo reconocer que en cierto modo sentí alegría por tener noticias de ti. Me llevé varios días sin abrir la carta, hasta que por fin me decidí a hacerlo. Una vez leída, me he llevado todo este tiempo sin contestarte porque he querido poner mis ideas bien en claro.

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Te confieso que en un principio pensé romperla y olvidarla, pero, si recuerdas algunas particularidades de mi carácter, sabrás que no soy cobarde. También debo reconocerte que, como mujer, no podía sustraerme a la curiosidad de ver lo que me querías contar. 0unca sospeché tu atrevimiento a estas alturas de nuestras vidas, que han transcurrido tan alejadas. La afronto sin complejos y aquí tienes mi contestación, también a corazón abierto. Comprendo la amargura de tu situación actual y te doy mi más sentido pésame por la muerte de tu mujer. Es verdad que la guerra siempre la pierden todos. Yo la perdí por partida doble. En primer lugar nos dejó una situación de miseria y dolor con el agravante de haberse llevado por delante a mi hermano Vicente, que, como sabes, murió en el frente de Extremadura al encontrarse con la fatalidad de una bala perdida que le segó la vida en plena juventud. En segundo lugar, la guerra y las circunstancias que se derivaron de ella también acabaron con nuestra historia de amor, porque sabes que yo te quise mucho. Los primeros momentos de nuestra separación me resultaron muy duros y me costaron ríos de lágrimas. Durante mucho tiempo me resistí a comprender aquella ruptura. Mis pensamientos se debatieron en una continua lucha entre la resistencia a dejar de amarte y el impulso vengativo de pretender odiarte. La evidencia de las circunstancias y el paso del tiempo me convencieron de que ya no podía recuperar tu amor. Pero a la misma vez, por muy firme que fuese mi proposición, nunca jamás he conseguido guardarte el más mínimo atisbo de odio. Han pasado muchos años. El amor no ha tenido la deferencia de llamar de nuevo a mi puerta y me no me he casado. Te puedo asegurar que este hecho no me ha pesado pues mi vida ha transcurrido serena, abrigada al calor de mi familia, sin preocupaciones de marido ni hijos, libre en mi soltería. Puedo asegurarte que he sido razonablemente feliz, sin grandes sobresaltos ni para bien ni para mal. He vivido dedicada al cuidado de mis padres, ya fallecidos, y amparada en la compañía de mis hermanos y mis sobrinos. Pero, como dice el dicho popular, cada mochuelo se ha posado en su olivo y, aunque todos me quieren mucho y me tratan hasta con mimo, me encuentro sola. En la distancia que permiten calibrar los años te digo que yo también te he llegado a colocar entre mis recuerdos con un cierto grado de cariño, alejado por supuesto de cualquier rencor porque lo que vivimos juntos ciertamente fue bonito, aunque desgraciadamente y de forma inesperada terminó. He pensado en la propuesta que me haces. De las tres opciones que me das, ya ves que la primera la he superado, puesto que te he contestado. En cuanto a las otras dos, te diré que no puedo decidirme por ninguna. 0o quiero rechazarte con un no rotundo, pero tampoco puedo aceptarte y engañarte con falsas expectativas.

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0o obstante, la vida vuelve a entrecruzar nuestros caminos y me parecería bien no despreciar la ocasión. Durante varios días he dado vueltas en mi cabeza a qué decisión tomar y por fin me he decidido. 0o me importaría volverte a ver, así que, si no tienes inconveniente, podríamos encontrarnos cuando y donde te parezca oportuno. En estos momentos estoy pensando que me agradaría saludarte, tomar un café y charlar un rato contigo. Tal vez podríamos establecer una bonita amistad. Espero volverte a ver pronto. Un saludo con mi mayor afecto Catalina.

Rafael leyó aquellas líneas con auténtica delectación. Cuando terminó de leerla se quedó aplomado, arrellanado en el sillón, con los ojos perdidos en el aire y el papel firmemente asido entre sus dedos. Por su mente se debatían los sentimientos encontrados. Por un lado algo le impulsaba a la euforia que le llevaba a creer en la total entrega de Catalina. Por otra parte la prudencia le aconsejaba calma, no fuera a ser que estuviese mal interpretando una simple muestra de generosidad, que, por otra parte, no le parecería extraña en aquella mujer que tan bien conoció de joven. Cuando pudo reaccionar volvió a iniciar la lectura, pero un mar de lágrimas anegó su vista y le fue imposible continuar. Por su mente pasó en un instante la película de su vida, lo que había sido y lo que pudo haber sido. Al mismo tiempo le embargaba la angustia de lo que en adelante pudiera ser. Al menos se consolaba con las palabras de aquella mujer a la que amó en su juventud y a la que ahora volvía a encontrar. Tal vez no la recuperase jamás como compañera, pero al menos había encontrado una mano tendida a la amistad. Además, leyendo entre líneas, había descubierto la grandeza de aquella mujer. No se imaginaba el deterioro que los años pudiera haber causado en su rostro tan bello de joven, pero por la limpieza que se desprendía de su corazón, se la imaginaba como la mujer más bella de la tierra. En aquella zozobra entre ansiedad y esperanza fueron pasando los días, las semanas y hasta algunos meses. Rafael no dejaba de darle vueltas en la cabeza a la carta de Catalina. No podía apartarla de su pensamiento y cada mañana o cada tarde la leía y releía degustándola renglón a renglón. Catalina había permanecido soltera y toda su vida había transcurrido en su pueblo Pinoral, dedicada a su trabajo y a su familia. Desde muy niña había destacado en las labores de la aguja, hasta llegar a convertirse de mayor en una consumada modista. De chiquilla frecuentó en su pueblo un taller de costura y, por su aplicación y destreza, pronto comenzó a sobresalir entre sus compañeras, superando los aprendizajes con extraordinaria soltura. 217


Ya de muchacha montó en su casa su propio taller de costura y se estableció por su cuenta, dedicándose en cuerpo y alma a la confección de ropa tanto para hombres y como para mujeres. No tardó en hacerse de una buena y fiel clientela que confiaba en su buen hacer. Su fama saltó las fronteras de las calles de su pueblo y alcanzó a las localidades vecinas, donde también atendió a un buen números de clientes y, sobre todo, clientas. Entre puntada y puntada fue pasando el tiempo. Sus hermanos se fueron casando y ella permanecía, compuesta y sin novio, en la casa paterna. Todos encontraron la excusa perfecta al tener que atender a sus respectivas familias y a sus obligaciones laborales para dejar a los padres a cargo de Catalina. Así que éstos se fueron haciendo mayores al cuidado de Catalina, que no los abandonó ni un instante hasta que ambos murieron. Muchos trajes de señora salieron de sus manos para lucir en los cuerpos de tiernas mocitas, elegantes cuarentonas y señoras maduras. El manejo del percal, la pana, el patén y la franela le dieron la ocasión de vestir también, tanto de fiesta como de diario, a la ruda población masculina del lugar y sus contornos. Especialmente famosas se hicieron sus manos en la confección de trajes de novia. Durante muchos años vistió para su presentación ante el altar a la práctica totalidad de todas las novias de su pueblo y a muchas de las localidades cercanas. Mientras sus manos se enfrascaban en el corte de los patrones y en los hilvanes de las telas, su mente volaba entre ensoñaciones secretas a su nube particular de verse vestida con alguno de aquellos trajes acompañada de algún príncipe azul, que nunca se presentó y por tanto no la pudo llevar a su castillo de ilusiones. Esa espina la llevó siempre clavada sin poder llegar a sacársela. Había confeccionado trajes de novias para muchas muchachas, pero no había podido hacerse uno para lucirlo ella. El recuerdo de Rafael volvía de cuando en cuando a perturbar sus pensamientos, aunque poco a poco se fue diluyendo en la lejanía de los años, hasta difuminarse por completo y quedarse arrinconado y cubierto de polvo en el rincón más recóndito de su memoria. En sus años mozos, tras el fracaso con Rafael, Catalina se vio pretendida por algún que otro bien intencionado muchacho. En alguna que otra ocasión más de uno consiguió turbar sus pensamientos, pero a la hora de decidirse no pudo avenirse con ninguno. En las primeras pretensiones la frenó el resquemor del duro golpe recibido con Rafael, que le había roto y destrozado sus ilusiones con los hombres. Conforme iba cumpliendo años se fue acomodando a su soltería y cuando se vino a dar cuenta se le había pasado el arroz. Según reza, con su gotita de intención maliciosa, el viejo refrán “se había quedado para vestir santos”. En su caso el refrán no se había comportado de una forma exactamente correcta, puesto que no había vestido santos precisamente, por muy buenos y de excelente conducta que hubieran sido sus clientes. Sin embargo el refrán no iba muy descaminado, pues, de hecho, había quedado para vestir a la gente del pueblo.

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Y ahora, ya en avanzada edad, cuando sólo pensaba en cubrir el último tramo de su vida en la tranquilidad de su ya más que asumida monotonía, se le presenta este moscón para perturbar su serenidad. Sin embargo a ella nunca le habían asustado los retos. Y por eso había contestado a Rafael con su alma limpia y sin miedo a reverdecer recuerdos que, a pesar de las espinas, en su momento fueron muy hermosos. Había transcurrido un tiempo desde la lectura de aquella carta de Catalina. Rafael había asimilado ya aquella respuesta y tenía claro que se le ofrecía una oportunidad de, al menos, cerrar viejas heridas. Bien que había madurado su situación, así que un buen día se armó de valor y decidió llevar a cabo el encuentro que le había propuesto Catalina.

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CAPÍTULO XXVI.TARDE PERO CIERTO.E CUE TRO E EL PARQUE. DEL FUEGO DEL AMOR SE REAVIVÓ EL RESCOLDO Una brisa suave subía desde la tranquila dársena del Guadalquivir hasta los “Jardines Rafael Montesinos”, ubicados junto al Paseo de Colón y a la verita misma del Puente de Isabel II, más conocido en Sevilla como Puente de Triana. Rafael llevaba ya un buen rato esperando su cita con Catalina. Se sentaba en un banco del pequeño parque y al poco tiempo se levantaba. A cada momento se sentaba y de nuevo se volvía a levantar sin poder disimular los gestos de tenso nerviosismo. Se sacaba repetidamente el reloj de bolsillo del chaleco de su chaqueta y en un impulso mecánico miraba la hora y lo volvía a guardar. Se acercaba al muro que da al río distrayendo la vista en la contemplación de los patos saliendo de entre las matas de carrizos y aneas de la orilla y nadando alegremente en las tranquilas aguas de la dársena. Caminaba hasta la esquina del puente y alargaba la mirada hacia la izquierda, donde se le ofrecía al otro lado del puente la sencilla silueta de la capillita del Carmen, y se volvía hacia la derecha para echar una ojeada a la calle Reyes Católicos con su maraña de coches en intensa circulación. Luego sus ojos se distraían en la otra orilla donde la calle Betis le mostraba en avanzadilla los primeros edificios del popular barrio trianero con la torre de la iglesia de Santa Ana, emergiendo por entre las azoteas y apuntando a las nubes que pasaban lentamente en la quietud de la tarde. Encendía un cigarro que apagaba apenas a la segunda o tercera calada. Volvía a sentarse. Volvía a levantarse. Tal vez llevara esperando media hora, quizás más o quizás menos, pero que a él aquellos minutos se le hicieron una eternidad. Se paró ante una escultura, que se encuentra justo en el centro del pequeño jardín. Alzó la vista y se encontró con el busto de enorme cabezota, homenaje de Sevilla al gran maestro del cante Antonio Mairena, obra del escultor e imaginero sevillano Augusto Morilla Delgado y que había sido inaugurado y colocado sobre aquel pedestal en fecha reciente. Su mente abstraída en mil pensamientos apenas si le hacía reparar en la fuerza expresiva de las manos abiertas de la escultura y el rictus desenfrenado del rostro del cantaor en plena faena artística. De pronto sintió como una llamada interior y un vuelco del corazón le hizo volverse hacia la avenida del Paseo de Colón. Efectivamente, su impulso instintivo no le había engañado. Un coche se había detenido junto a la acera del parquecillo. Al volante, una chica joven se despedía de una señora mayor. La señora bajó del auto y éste raudo reanudó su marcha. El corazón de Rafael parecía saltarle en el pecho. Aquella mujer, vestida de forma discreta pero elegante con un traje de chaqueta gris oscuro, se dirigía 220


directamente a su encuentro. De repente, al verla, intuyó que efectivamente aquella dama era Catalina y una inmensa serenidad invadió todo su cuerpo. Allí estaba ella después de tantos años, después de tantos avatares, después de toda una vida. En aquel momento todo el inmenso espacio de tiempo que había transcurrido desde aquella lejana y fatídica guerra se le comprimía en un instante. Catalina avanzaba hacia él con paso firme y decidido. Rafael pudo en un instante percatarse de la gallardía de su bella figura, esbelta a pesar de los años y sin haber perdido el porte señorial. Quien tuvo, retuvo. Rafael, confundido y atrapado por un sentimiento mezcla de zozobra y alegría, tardó unos segundos en reaccionar e hizo el amago de avanzar hacia ella, pero al intentarlo se percató de que la tenía prácticamente a un paso frente a él. Una plácida sonrisa se dibujaba en el rostro de la mujer, a la que los años dejaban traslucir todavía restos de su pasada belleza. Rafael, algo atolondrado, intentó alargar su mano como saludo, pero ya ella se le había adelantado estampándole un cariñoso beso en la mejilla. Al roce de los labios en su cara, una sensación de placer infinito y sereno zarandeó todo su cuerpo y su mente voló al cielo de su juventud. Los bellos recuerdos de aquellos años se le amontonaban en veloz paso por su memoria. De pronto, sintió todo su ser envuelto en la embriaguez de aquella caricia y del suave perfume que desprendía la mujer que no había perdido un ápice de su personalidad siempre femenina y coqueta, amable y cariñosa. - Hola, Rafael, –Catalina rompió el hielo- ¿cómo te encuentras? - Hola, Catalina -balbuceó Rafael algo atolondrado y gratamente sorprendido por el afectuoso saludo de Catalina-, pues ya ves, vamos tirando. - Pues yo te veo muy bien –continuó ella sin dejar de sonreír y poniendo un poco de humor al encuentro al reparar en la figura un tanto rellenita en carnes de Rafael-. Bueno, como dicen en el pueblo, andas de buen año, porque tal vez te sobre un poco de tripa. ¡Ay, perdóname la broma! - No hay nada que perdonar, mujer, porque llevas razón –contestó él, al que la naturalidad de Catalina había quitado de un plumazo el estado de nervios-. Reconozco que no me cuido mucho y, en verdad, hago poco ejercicio físico. Tengo que decirte que me he llevado una grata sorpresa al verte, pues, sin ánimo de adularte, te encuentro de un magnífico aspecto. Estás hecha una muchacha. - No será para tanto –terció Catalina con un poco de rubor-. Los años no pasan en balde y ya no está una para lucir palmito. - Eso dirán otras –se envalentonó Rafael para piropear a Catalina-, pero en tu caso ha ocurrido como con los buenos vinos, que mejoran con los años. Yo te veo tan guapa como eras de joven.

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La tarde transcurrió distendida, la conversación intrascendente, la compañía resultó a ambos amena y la experiencia positiva. Cuando se despidieron ya anochecía. Cada uno se fue a su casa con sensaciones distintas y al mismo tiempo encontradas . Rafael había quedado prendado de Catalina, confirmando de manera presencial la sensación de grandeza y de belleza de alma que había intuido en la carta. Al mismo tiempo un profundo respeto, unido a una cierta carga de temerosa culpabilidad, le hacían retraer sus sentimientos. No obstante aquel encuentro había reforzado al máximo su convicción: Catalina sería la única mujer que podría ocupar su corazón y llenar su soledad. O ella o ninguna. Catalina había llegado al encuentro con cierto grado de ilusión, aderezado con una mezcla displicente entre curiosidad y escepticismo. Hubo de reconocer para sus adentros que había quedado gratamente impresionada con la experiencia vivida. Había visto en Rafael un hombre honesto y sincero. Su pensamiento rechazaba inútiles devaneos y tontas aventuras a estas alturas de la película. Pero su corazón le empujaba a golpe de saltos traviesos. La duda se había aposentado en su mente. ¿Sería ésta tal vez una última oportunidad que le ofrecía la vida para sentir la felicidad junto al hombre que ocupó su corazón hacía ya tantos años? ¿No le estaba presentando el destino un plato apetitoso de degustar? ¿Lo dejaba y se quedaba con las ganas? ¿Y si lo probaba y resultaba un fracaso? ¿Y si lo aceptaba y conseguía ser feliz? ¡Qué caprichos tiene el destino! ¡Qué dudas asaltan en aquellos momentos! ¡Qué agradable y natural ha resultado aquel reencuentro! El segundo encuentro tardó en producirse unas semanas. Rafael, plenamente convencido ya de sus sentimientos, quiso recrearse en los momentos vividos esa tarde. Tuvo que refrenar sus impulsos de intentar repetir inmediatamente otra cita, temeroso de estropear el idilio, que al menos él se había creado en su ánimo. Catalina se afanaba en sus quehaceres diarios intentando convencerse de que aquella tarde había vivido una experiencia bonita, pero sin dejar ninguna huella, ¿o sí? Lo cierto era que no podía apartar de su pensamiento la figura de aquel hombre, pues su intuición de mujer había descubierto sin lugar a dudas en aquel rostro dubitativo la firmeza de sus intenciones. Muy profunda había sido la herida de tiempos pasados. Muy evidente quedaba la cicatriz. Pero cada día que pasaba se acercaba a un destino que tal vez no pudiera eludir. Hubo por supuesto un segundo y un tercer encuentro, y un cuarto y un quinto, y muchos más. Sin darse cuenta aquellas dos personas tan mayores llegaron a buscar aquellos encuentros ilusionados como dos chiquillos. Ambos se convencieron de que esos ratos les resultaban imprescindibles para seguir viviendo. Un nuevo motivo les empujaba a encontrarse. El motivo era ellos mismos, la necesidad de contarse cosas por intrascendentes que parecieran, la necesidad de cogerse de la mano, de mirarse a los ojos sin el menor reproche, de acariciarse, de sentirse uno junto al otro. Realmente aquel rescoldo que quedó del fuego de los años jóvenes se había reavivado. Naturalmente la serenidad de la edad aplacaba la fuerza de la pasión de la juventud. Pero no deja de ser menos cierto que el amor volvió a renacer con toda la intensidad que es capaz de emanar de dos corazones fundidos en uno. 222


Rafael había abierto de par en par su corazón a Catalina que descubrió en él la entrega sin condiciones. Catalina se había desprendido de todos su prejuicios y había reconquistado plenamente a Rafael. Entregados uno al otro, apoyados por familiares y amigos, estaban abocados a aprovechar el resto de sus vidas alimentando la llama de aquel amor. Efectivamente decidieron unir sus vidas y así lo hicieron con lo que ambos se declararon felices. Rafael pudo entregar a Catalina ese resto de amor que decía le quedaba en su corazón. Catalina pudo depositar en Rafael el inmenso acervo de amor que había mantenido durante tantos años retenido en su interior. Habían recuperado lo que sin culpa de ninguno habían perdido. Ahora sí que los dos habían ganado, porque habían conseguido la paz y en la paz todos ganan.

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EPÍLOGO. Si todo comenzó con un acto de amor, necesariamente habría de terminar con una borrachera de amor. Porque el amor es el principio de todo, la razón de todo y el fin de todo. Los momentos más preciados, los momentos más señalados y hermosos de la vida no tienen ningún valor si no se comparten. Y para compartir tiene que andar por medio el amor necesariamente, porque el amor implica la comunidad, la relación y la intervención de varios, al menos dos, aunque cierto es que para entregar amor a otro, a los demás, se ha de comenzar por amarse a uno mismo. El amor se manifiesta de múltiples maneras, básicamente tres. En primer lugar, se encuentra el amor que nace del vínculo de la sangre y en él se encuadra el amor de los padres, los hijos y la familia en general. Ése no se elige, sino que de alguna manera lo impone el nacimiento y las circunstancias concretas del entorno familiar y particular de cada individuo. En segundo lugar, está el amor de entrega a los demás, a las amistades, a los compromisos sociales o a una causa, en el que también se puede incluir el amor al trabajo, a la profesión y a un sinfín de otras circunstancias con múltiples matices. Obviamente éste amor se elige. Y en tercer lugar, está el amor de pareja, que de alguna manera es un amor de conveniencia porque implica la correspondencia y, por tanto, lleva implícito un interés. Éste comienza por el enamoramiento o la simple atracción física, en algunos casos se presenta como un flechazo, continúa con la pasión y desemboca en un proyecto de vida en común que puede durar para el resto de la singladura vital o truncarse a corto, medio o largo plazo. Paradójicamente es el más aireado, cuando en realidad es el más débil, porque depende de dos, y si uno falla, y frecuentemente fallan los dos por simple desenamoramiento, el cuento se acaba y todo se va al garete. Cuando la mente se mantiene lúcida y las ganas de vivir continúan intactas, a nadie le faltarán las fuerzas, lo que les faltará a muchas personas es la voluntad para continuar el viaje con decisión, todo depende del estado de ánimo en que cada cual se encuentre o con el que se afronte el camino. Nuestros protagonistas supieron entender esa filosofía y, por encima de los avatares y los imponderables que a cada cual les tocó en suerte o en desgracia vivir, supieron aceptar que no hay que contar los años cuando hay razones para contar los recuerdos. ¡Y ellos tenían tantos buenos recuerdos que contar! La libertad, la salud y el amor son como el agua, que no se siente su necesidad hasta que empieza a faltar. Está claro que el amor verdadero no está sujeto a reglas ni a normas ni a leyes. Surge espontáneo y ha de volar libre. Cuando el amor nace con una gran fuerza y sin explicación es muy difícil de extinguir. Nunca se debe perder de vista estos tres pilares de la vida: la salud, el amor y la libertad. La salud se cuida y, las más de las veces se descuida, hasta que inevitablemente se va deteriorando por puro desgaste o sencillamente por el uso. 224


El amor también debe cuidarse y sostenerse de forma que se le haga crecer para mantener siempre esa vela encendida. En cuanto al tercer pilar, no es mal consejo apuntarse al pensamiento de Antonio Machado cuando escribió que “la verdadera libertad no se produce cuando decimos lo que pensamos, sino cuando pensamos lo que decimos”. Todas las cosas grandes, las que merecen la pena, cuestan a veces mucho, pero por esa misma razón, porque merecen la pena, hay que perseverar en ellas, porque “la perseverancia es un árbol de corteza muy amarga pero de frutos muy dulces”. No hay que albergar amargura en el corazón, porque está hecho para amar y buscar la felicidad. Si el corazón se llena de amargura la felicidad buscará otro sitio donde acomodarse. La vida no es lo que fue, aunque haya de tenerse en cuenta el pasado para atesorar la experiencia. Pero realmente la vida es el presente y, sobre todo, lo que queda por delante, lo que viene. La experiencia de la vida dicen que es la mejor de las maestras. Por eso no tiene nada raro que sus lecciones sean a veces tan caras. Ahí puede encontrarse la razón de que podamos olvidar muchas de aquellas cosas que cogimos al vuelo en determinados momentos por vano interés o aprendimos circunstancialmente obligados o por pura mecánica arrastrados por la inercia, pero lo que nos enseña la vida a lo largo de los años y enriquece la experiencia, eso nunca se olvida. El camino estará lleno de dificultades. No faltarán los problemas, pero la mejor manera de escapar de los problemas es solucionarlos. En esta vida valoramos mucho los éxitos cuando tal vez no haya éxitos. También sobredimensionamos los fracasos, cuando tal vez no sean tales fracasos. Buscamos los premios y rehuimos los castigos. Deberíamos reflexionar y pensar que todos esos aspectos, tanto los éxitos como los fracasos, los premios y los castigos, solamente son consecuencias. No se debe perder de vista y mantener siempre vivo en la mente que las grandes obras, como el amor, están hechas de pequeños detalles y recuerdos. Porque a veces la vida no es justa, aun así es buena. Nadie está a cargo de la felicidad más que el propio interesado. Esta historia aquí relatada, entre real y ficticia, pero verdadera, intenta reflejar, con mayor o menor acierto, en los personajes, en los hechos y en las circunstancias, la vida real y sencilla de las personas y de la sociedad en un cierto momento histórico, el que les tocó, con sus matices, sus sombras y sus colores, mismamente “Gente de Pueblo”. Como punto final a este atrevimiento de pergeñar ideas, historias y pensamientos en estas páginas, debo terminar expresando un deseo con respecto a este trabajo.

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Un adagio popular sentencia que el ser humano culmina su realización como persona si logra alcanzar estas tres cosas durante su vida: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Quien logra estos tres requisitos puede abandonar tranquilo este mundo, puesto que ha cumplido con su misión. Puede que sea cierto o, al menos, es hermoso cumplir con cualquiera de esos detalles o con los tres. Pero también coincido con una puntualización que alguien hace a esta propuesta. En algún sitio la leí, pero no puedo precisar el autor ni el lugar, y defiende que “tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro son cosas fáciles de realizar; lo difícil es criar y educar a ese hijo, regar y cuidar el arbolito y que alguien lea el libro”. Bajando al terreno personal, la vida ha sido con el autor de estas páginas, más que generosa, espléndida en lo que respecta al primer condicionante y le ha regalado tres hijos maravillosos. En cuanto al segundo condicionante, también lo ha cumplido con creces y puede presumir de haber plantado más de un árbol, tal vez y precisamente por su condición de ser, por nacimiento y adopción, gente de pueblo. Por lo que respecta al tercer condicionante, con este trabajo puede constatarse que ha puesto su parte, pero la dificultad de encontrar lector o lectores que salven la maldición que propugna el desconocido autor de la sentencia arriba plasmada, se escapa a sus responsabilidades. No obstante alberga la esperanza de que alguien lea este libro y complete el tercer paso de esa frase que a alguna mente despierta se le ocurrió escribir y que en alguna parte el autor de este libro leyó. Le ilusiona la esperanza de que ese alguien sea “gente del pueblo”, y si es “de pueblo”, mejor que mejor.

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NOTA DEL AUTOR.RAZÓ Y CO TE IDO DE ESTE LIBRO. Ya desde mis años de estudiante he sentido siempre la afición por escribir y de hecho lo he venido haciendo, unas veces con más intensidad que otras. Me impulsa el puro placer personal y la necesidad de plasmar por escrito las sensaciones que en cada momento me han ido sucediendo y los pensamientos que se me han ido ocurriendo. Debo confesar que, en muchas ocasiones, la pereza y la desidia me han podido muy por encima de mis propios deseos y decisiones. No obstante, aunque haya sido de forma discontinua y esporádica, no he dejado nunca de alimentar el gusanillo de la pluma. Una vez jubilado y con mucho tiempo para explayarme en esta afición, he retomado la escribanía con algo más de continuidad, con el único objetivo de alimentar mi propia satisfacción y así rellenar mis días con un entretenimiento que me gusta. Concretamente este libro nació de una foto instantánea que se reveló en mi mente y de la que salió una idea primigenia. Hasta aquella primera fotografía fueron acudiendo flashes y poco a poco se fueron concretando trazos, que me llevaban hacia una persona real, a la que yo conocí y de la que además me contaron algunos retazos de su vida. Esta persona, a la que confiero el principal protagonismo del relato, fue una persona real y que existió, aunque ya falleció hace algunos años. En esta historia le he llamado con su nombre verdadero, Rafael, y le he endosado unos apellidos ficticios Bermúdez Contreras. El mencionado Rafael, más que camionero, tal y como se relata en esta historia, fue conductor de turismos y furgonetas y su vida se vio marcada por un hecho singular relacionado con su camión y cambió de rumbo con la Guerra Civil española de 1.936. Las peculiares circunstancias que se le dieron en cierto momento de aquella nefasta guerra le desbarataron todos sus esquemas. Se vio obligado a dejar a su primera novia y hubo de casarse por las circunstancias devengadas de sus flirteos durante la contienda bélica con una muchacha, hija de un mando militar, y, una vez viudo, volvió a unirse con su antigua novia. Esa fue la idea primigenia que me inspiró a escribir este relato y es realmente el trasfondo de esta historia. Todos los demás personajes, a excepción de uno llamado Ramón Cabezas, son ficticios e inventados, aunque algunos están inspirados en personas que he conocido o de las que me han contado sus anécdotas. He querido hacer un homenaje a aquel muchacho, de existencia real y verdadera, contando el final trágico de su vida, ya que la injusticia de la historia lo ha olvidado en el más cruel ostracismo, por haber cometido el pecado de pertenecer a una familia sin descendientes directos que hayan mantenido encendida la vela de su recuerdo. En el relato le llamo Ramón Cabezas, porque ese era su nombre real, y vivió en Chucena, siendo asesinado en los primeros días del Alzamiento del 36, por rencillas personales, aprovechando sus enemigos la ocasión del río revuelto de la política para quitárselo cobardemente de en medio. Tampoco la Ley de Memoria Histórica se ha ocupado de restablecer su honor y, al menos, levantar su recuerdo, porque nadie lo ha reclamado. 228


Voy reseñando las salpicaduras de algunos hechos históricos totalmente reales, a los que reflejo del color del cristal con el que yo los miro. Por tanto, con ellos se entremezclan reflexiones, pensamientos, vidas y anécdotas adaptadas de batallitas que me han contado y otras que me he inventado yo. El pueblo de Dehesilla Nueva, lugar en el que se desarrolla la mayor parte del relato, bien podría identificarse con mi pueblo, Chucena, o con cualquier otro de los tantos pequeños pueblos del rico arco andaluz. Francisco Correa Figueroa.

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