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De la imagen del esqueleto al cuerpo glorioso

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DE LA IMAGEN DEL ESQUELETO AL CUERPO GLORIOSO. IMÁGENES Y MEDITACIÓN SOBRE LA MUERTE EN LA NUEVA ESPAÑA

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José Alejandro Vega Torres 1

Introducción

La muerte y su reflexión en torno a ella han constituido un tema universal que, desde tiempos antiguos hasta nuestro presente, se ha tratado de entender y representar. El tema de un más allá y de su existencia; ha constituido una serie de ideas, de carácter religioso principalmente, que se depositan en una interpretación de esas geografías funerarias en ciertos objetos que llamamos arte. La sociedad novohispana, hombres y mujeres de su época, estuvieron regidos en su cotidianidad por un fuerte sentimiento religioso. Al implantarse la religión católica en lo que fuera la Nueva España; la vida y la muerte eran entendidos como una línea que debía seguir un camino de virtud que conduciría a la salvación de alma y que llevaría hacia una patria gloriosa. Desde el arribo de las primeras órdenes religiosas a la Nueva España, los sacerdotes se empeñaron en mostrar a la vida como un camino transitorio e incluso promovieron por medio de sus sermones, algunos de ellos impresos, el deseo de la muerte por medio de ejemplos edificantes como son las “vidas de santos” o bien por medio de manuales del “buen morir”. Como ejemplos de lo que aquí comento, se encuentran el Tratado de la Vanidad del Mundo de fray Diego de Estella (Estella, Diego de, 1785) y del libro La dulce y santa muerte de Juan Crasset (Craset,Juan, 1788). Más adelante

1. Arqueólogo por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), maestro en Historia del Arte por la FFYL-UNAM. Doctorante de la misma disciplina.

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haré referencia a los contenidos de estos textos citados. De esta forma los frailes y posteriormente, los religiosos del clero secular, apoyaron su doctrina a través de imágenes. Desde el siglo XVI, aparecieron temas como el juicio final o la condenación en el infierno de los pecadores; es el caso de la pintura mural de la capilla abierta de Actopan, Hidalgo. También se observa en capillas pozas como las de Calpan o Huexotzingo, Puebla; el tema del comienzo del juicio universal. Es así que la imaginación de las geografías funerarias en las que cree el catolicismo se relaciona estrechamente con otros temas de viejas raíces medievales; como son la danza macabra, la leyenda de los tres vivos y los tres muertos, los árboles vanos; entre otros. Las primeras interpretaciones de la muerte representan al muy conocido esqueleto descarnado, algunas veces presentando la descomposición corporal que lo acompaña. En otros casos, se representó co-

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mo triunfadora sobre las diferentes clases sociales, como igualadora de todos los seres humanos. Tal es el caso del mural poblano en Huatlatlauca o bien en un mural encontrado en el convento mexiquense de Malinalco, en donde podemos comprobar que la presencia del esqueleto descarnado fue lo más usual en el siglo XVI. Sin embargo, otro tipo de representación nos llama la atención; se trata de alusiones al cuerpo en descomposición, lo que el historiador del arte, Jan Bialostocki, llamó “transidos”; es decir, cuerpos que están en pleno estado de descomposición pero no esqueletizados (Vid. Bialostocki, 1984:11-31). Como veremos más adelante, el meditar sobre imágenes que muestran cuerpos descompuestos fue usual, sobre todo entre los jesuitas y filipenses, cuyo recurso espiritual y moral era meditar sobre la banalidad del mundo (Vid. Villavicencio García, 2018:99). Cabría adelantar que estas representaciones tienen sus bases en la iconografía de tumbas

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de nobles ingleses o franceses que se hicieron labrar con toda la violencia de la descomposición corporal hacia los siglos XIV y XV: “Me refiero a las llamadas figuras transi, representaciones de cuerpos de difuntos en varios estados de descomposición, horribles y repulsivos, cubiertos con gusanos, serpientes y sapos… Los ejemplos de este concepto comienzan a finales del siglo XIV” (Bialostocki, Op.cit:22-23). Sin embargo, se poseen pocos ejemplos de estos temas para el arte novohispano. Apenas se tienen un par de lienzos del siglo XVIII que representan a este concepto. Las últimas imágenes que hemos de tratar en este texto, son una serie de esculturas que representarían la última de las postrimerías del hombre; me refiero a la Gloria. Estas piezas se caracterizan por ser bultos orantes que muestran a ciertos individuos destacados de la sociedad novohispana, que colocados en el interior de los templos escenifican su entrada en la Gloria o el Paraíso.

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De esta forma, el objetivo de este artículo es que el lector tenga un panorama general de cómo la sociedad novohispana sentía y pensaba su vida de ultratumba y de cómo la interpretaba por medio del arte de su tiempo.

1. Las representaciones de la muerte y la evangelización

Como mencioné en la parte introductoria, el Cristianismo utilizó diferentes maneras de transmitir el miedo al infierno pero a la vez el deseo y la reflexión sobre la muerte de manera cotidiana. Durante el siglo XVI, los frailes mendicantes trajeron consigo el ejercicio de meditar constantemente sobre la proximidad de la muerte; entendida esta como la consecuencia del pecado de Adán y Eva; tal como lo menciona San Pablo en su Carta a los romanos:

Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte pasó a todos los hombres […] Pero la muerte reinó

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desde Adán hasta Moisés aun sobre aquellos que no habían pecado, a semejanza de la transgresión de

Adán (Ro 5:12,14). Luis Weckman, en su Herencia Medieval de México, menciona algunos de los ejercicios que ciertos religiosos realizaron para aceptar la idea de la muerte y el desprecio por la vida; como por ejemplo, algunos se acostaban sobre huesos o bien convivían con un cráneo:

Fray Diego de la Magdalena, predicador entre los guachichiles y fundador de Tlaxcalilla (San Luis Potosí)

“andaba continuamente con una calavera en las manos” y del hermano

Juan Bautista de Jesús (1599-1660), de la tercera orden franciscana y ermitaño, dice Vetancurt que dormía sobre una sepultura de huesos. Según fray Diego Muñoz, el lego italiano

Fray Daniel “se echaba sobre calaveras y huesos de finados y destilaba […] gran abundancia de lágrimas (Weckman, 1996:227-228).

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Los agustinos, orden de origen ermitaño, también tenían como parte de su vida diaria, meditar en la finitud de la vida. En sus conventos como el de Malinalco, Estado de México, podemos hallar un famoso mural encontrado dentro de un confesionario, en el muro norte, donde un esqueleto armado con su guadaña es observado por un fraile que lo mira (Fig. 1). La anterior imagen ha sido tomada de un “manual para la buena muerte”; que a su vez se ha basado en un programa europeo llamado la “Danza Macabra”. La composición de este mural, como lo ha mencionado Elena Isabel Estrada de Gerlero, tiene su base en un grabado de Phillipe Pigouche (Cfr. Gerlero, 2011:153) Otros ejemplos lo podemos hallar también en el convento agustino de Actopan, en donde encontramos en su capilla abierta, los suplicios del infierno y el juicio universal; entre otros temas, que seguramente buscaron el efecto, entre los indígenas conversos, de disuadirlos visualmente para intro-

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Fig. 1. La muerte y el fraile. Pintura mural del claustro bajo del exconvento de Malinalco; Edo. de México. Foto: Alejandro Vega.

yectar en ellos la verdad de una vida de ultratumba que pudiera ser venturosa o bien de condenación eterna. En el mismo convento de Actopan podemos observar, en los pasillos del claustro alto, la presencia de cráneos pintados que servirían indudablemente para la refle-

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xión sobre el fin de la vida (Fig. 2).

2. Mostrar la muerte. Reflexión y deseo

Natural es de todo ser viviente el temer el propio fin de su vida. Sin embargo, el cristianismo desde sus primeros momentos, centró la fuerza de su credo en la posibilidad de sobrevivir más allá de la muerte. Esto se sustenta en la promesa de la resurrección que Cristo anunció para el final de los tiempos, pues él, para el creyente, ha vencido para siempre a la muerte: “Pues preciso es que El

Fig. 2. Cráneo. Claustro alto del exconvento de Actopan, Hidalgo. Foto: Alejandro Vega.

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reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo destruido será la muerte” (1 Corintios 15:25,26). Después de la gran peste negra suscitada en Europa alrededor de 1350; se desarrollaron una serie de programas que incitaban a la meditación de la muerte. Entre estas se puede mencionar los diversos murales que se pintaron con el tema de la danza de la muerte; como la que se encontraba en el cementerio de los Santos Inocentes en Francia o bien, el triunfo de la muerte del pintor Francesco Triani en el cementerio de Pisa en 1375; en donde además, es posible observar representada la leyenda de “Los tres vivos y los tres muertos” muy popular durante la etapa final de la Edad Media y cuyo tema central es la finitud de la vida, del placer y del poder2 .

2. Otros murales de la danza macabra fueron representados en diferentes ciudades durante el siglo XV. En los conventos dominicos de la ciudad de Basilea y de Klingental, Suiza, ambos desaparecidos. Otro más se encontraba en la ciudad de

Antilha 8 (23) 2019:9-57 Así mismo, se buscó fomentar el temor de morir fuera de la gracia divina. Lo anterior se refiere a tener una muerte repentina, sin confesión, ni contrición. Este concepto sería lo contario a una buena muerte; que se explicaría como aquella que bien pudiera ocurrir en la culminación de la vida, cuando se ha llegado a una edad avanzada; pero sobre todo, arrepentido, confesado y preparado para la muerte; tal como lo comenta en su obra, El hombre ante la muerte, Phillipe Aries3 (Cfr. Aries, 1984:17). Así mismo, era parte de este “buen morir” el prepa-

Lübeck, Alemania, que se pintó alrededor de 1463. Tampoco existe este mural (Vid. Vega Torres, 2002:19-28). 3. Phillipe Aries (1984), divide las actitudes ante la muerte tanto del hombre antiguo como del moderno. En un primer momento se manifiesta lo que el autor llama “La muerte domada”, es decir, es el tiempo en donde las civilizaciones del pasado se preparaban ante la muerte, la vivían y la presentían. En la Nueva España, la religiosidad de la época evitaba a toda costa una muerte repentina; había que prepararse para ella en todo momento, pues una muerte fortuita se consideraba infamante y vergonzosa. Existía el peligro de morir en pecado, y por ello, era importante prepararse en vida para evitar el infierno.

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rar un testamento que también se pensaba como parte de un sacramento y que tenía como finalidad el repartir los bienes, saldar deudas, e incluso servía para facilitar el trance hacia la gloria divina. Esto podía desembocar en la institución de capellanías de misas, que se entendía como un género de obras o legados píos cuyo propósito era fundar una capilla dedicada a la oración por la salvación del alma de un donante o testador, tal como lo ha estudiado Gisela Von Wobeser (Von Wobeser, 2005:10-28). Sin embargo, debía darse ejemplo de una buena muerte por medio de la figura de personajes conocidos; los primeros, los santos y los mártires que dieran clara muestra de una muerte cristiana y aceptada hasta el límite del gusto total. Después, también estaba la imagen de los reyes y reinas muertos, cuyas imágenes mortuorias, también constituían ejemplos morales de una buena muerte:

No obstante, la existencia de una serie de representaciones de monar-

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cas o de miembros de la familia en la forma de lo que se ha venido en denominar “retratos mortuorios”,

“retrato fúnebre”, o en latín imago mortis, nos indujo a reflexionar sobre cuáles eran los motivos, el ámbito al que iban dirigidos y las funciones de este tipo tan particular de imágenes.

Se trataba de imágenes del “simple cuerpo del rey” o cuerpo mortal, que a veces-como veremos- eludían la representación escabrosa para privilegiar una función simbólica. Pero en otras ocasiones, mostraba en toda su crudeza el rictus cadavérico para fundamentar la construcción de la imagen del rey como mártir o como bienaventurado (Rodríguez Moya, 2012:157). Un texto consultado por nosotros y que se encuentra en los acervos del Museo de Santa Mónica, escrito hacia el siglo XVII por el jesuita francés Juan Crasset (1787), titulado La dulce y santa muerte, da cuenta total de lo que decimos. El

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autor tiene la intención de que los lectores cambien su idea de la muerte como un hecho repulsivo y triste; para transmutarlo a un acontecimiento aceptable, deseable y hasta bello. No es casual que este libro se encontrara dentro de este ex convento femenino de recolectas agustinas. De esta obra, existen diversos pasajes que aluden al pensar de San Agustín con respecto a la muerte, por lo tanto, es muy posible que, para la comunidad de estas monjas, fuera una lectura importante como parte de sus ejercicios espirituales. Juan Crasset menciona a diversos santos que desearon su muerte para acceder al cielo, por ejemplo, San Cipriano instaba a desear la muerte, Job maldecía el día de su nacimiento, Jeremías se quejaba de haber nacido, Elías pedía su muerte (Crasset, 1787:63). Lo mismo, según Crasset, expresó San Agustín:

Juntemos al maestro su discípulo

San Agustín. El mismo nos declara el ardiente deseo que tenia de morir

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en los dos coloquios que hace con nuestro Señor, donde exclama así:

Tú, señor, me dirás quizá que mientras uno vive no puede de verte; pues muera yo para veros…(Ibíd.: 93-94). Así mismo, otros santos expresaron la dicha por morir:

Santa Teresa vivía como si no viviese. Ella desfallecía de amor, e incesantemente suspiraba por este hermoso día de la eternidad. San Ignacio de Loyola, nuestro padre y patriarca, se derretía en lágrimas al sólo pensamiento de la muerte; y era tan grande el deseo de morir que en su última enfermedad se vieron obligados los médicos a prohibirle en pensar en ella… (Ibíd.:103). Es importante mencionar que Crasset no sólo exhorta a pensar en la muerte, sino también que se le conciba como una ofrenda de amor obligatoria a Dios:

Pero me dirás que esto es bueno para los santos; pero tú que no lo eres

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tienes sobrado motivo para temer la muerte, y ninguno para desearla. A lo cual respondo que no tienes tú menos obligación que los santos de sacrificarte a la Gloria de Dios, de corresponder a su amor, de satisfacer a su justicia y de reconocer el exceso de sus misericordias; y pues no hay medio más a propósito para esto que sacrificar la propia vida, debes tú desear la muerte como los santos la desearon […] ¿Y cómo puedes amar y desear el cielo que crees, sin amar la muerte, que es medio necesario para llegar a él? [ …] Debes tu desear la muerte como los santos la desearon (Ibíd.: 104). Una obra similar que estimuló a sus lectores al desprecio por la vida terrenal y el deseo por la muerte fue el Tratado de la vanidad del mundo, de fray Diego de Estella, publicado en Madrid en 1720. La obra que generalmente dedica a la meditación sobre la vanidad de los placeres

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de este mundo; también hace una reflexión sobre la muerte como acceso al cielo. El hombre, para fray Diego de Estella, es un peregrino, un desterrado, un huésped en una tierra que le es ajena y temporal:

En tanto que en este mundo vivimos peregrinamos al Señor, dice el

Apóstol. Huésped eres de este mundo, y caminas para el cielo. No tenemos aquí Ciudad permanente, pero buscamos la futura. Todo caminar es trabajo. No quieras holgar en este mundo, pues eres caminante. El peregrino es afligido con hambre, sed, frío, calor, cansancio, enfermedades, y muchas otras miserias, a las cuales estamos sujetos todos los que peregrinamos en este mundo.

El peregrino anda lejos de su tierra, y desea volver a ella. Así nosotros, como desterrados en este mundo debemos desear el Cielo, verdadera patria nuestra (Estella, 1720:2). De ahí que este texto, repetidamente,

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incite al desprecio de todo lo que el hombre desea de este mundo: “Menosprecia de corazón todas las cosas, que deleitan debajo del cielo, y podrás levantar tu ánimo sobre el cielo y recibir parte de goxos” (Ibíd.:198) De esta forma, tanto Crasset como Estella, coinciden en que la muerte debe ser deseada; pues es puerta de un bien mayor:

Donde no ay vida, debes suspirar por la muerte. Buena es la muerte, pues es mudanza. Muda el estado, y todos holgamos con mudarnos. El hombre no permanece en un mismo estado, y vive con mudanza. Sirve la muerte de mudarnos, y de medicina para los trabajos de esta vida, que no acaban, sino acabando con nosotros. Quien ha de caminar mejor es que parta presto, que tarde. Bienaventurado aquel que tiene la vida en paciencia, y la muerte en deseo (Ibíd.:498).

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3. Las representaciones mortuorias

como ejemplos morales

De acuerdo con lo anteriormente expuesto, no es raro que ciertas obras muestren a los santos en su lecho de muerte, como ejemplos de aceptación de su tránsito por este mundo. Este es el caso de la pintura de San Agustín yacente sobre su litera o lecho funerario, que es parte del acervo del museo de Santa Mónica (Fig. 3). En la obra, observamos al santo recostado, con los ojos cerrados y con su rostro apacible; la escena parece mostrar que el santo está siendo velado pues le rodean cuatro cirios. Es posible que esta pintura fuera usada, dentro de la comunidad de monjas de Santa Mónica, para realizar un ejercicio de meditación de la muerte y como ejemplo de una muerte vivida y aceptada. La composición de la obra es muy similar a otras pinturas presentadas en túmulos funerarios, como los que sobreviven en el Museo de Bellas Artes de To-

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Fig. 3. San Agustín yacente. Anónimo, óleo sobre tela. Museo de Arte Religioso, Santa Mónica-INAH. Foto: Alejandro Vega.

luca. En dicho túmulo, usado por la orden carmelita, se presentan a un cardenal con sus atavíos, de manera yacente y con los ojos cerrados; a un lado de un monte cuyo río fluye, tal como la vida que ha de llegar a su final4. En la misma base del túmulo se presenta, ahora, a un rey con su corona, su capa y cetro real; también está yacente y con sus ojos cerrados (Fig. 4). De acuerdo con varios programas artísticos de siglos anteriores como lo es el género de las Vanitas o el “Triunfo de la muerte”, estas pinturas nos muestran que todo ser viviente, ya

Antilha 8 (23) 2019:9-57 sea un rey, un alto prelado eclesiástico o incluso los santos, debe pasar inevitablemente por la muerte. Estos retratos podemos definirlos como mortuorios. A propósito de lo anterior, es importante diferenciar entre un retrato mortuorio y un retrato postmortem; que ambos se practicaron en la Nueva España. Inmaculada Rodríguez en su texto Ritual y representación de la muerte en la Monarquía Hispánica, los define de esta manera: No obstante, cabe diferenciar entre retrato postmortem y el retrato mortuorio, pues el primero representaba a personajes ya muertos, aparte de la distancia cronológica- pero representados como si estuvieran

4. El recurso metafórico de la vida como un río que desemboca en el mar era muy frecuente tanto en la poesía como en las representaciones pictóricas, inclusive hasta el periodo Barroco. Esto nos recuerda a célebres poemas como el de Jorge Manrique y sus Coplas a la muerte de su padre.: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos, y llegados, son iguales…” (Manrique, 2000:18).

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Fig. 4. Túmulo funerario. Museo de Bellas Artes de Toluca. Foto: Archivo fotográfico Manuel Toussaint-IIE.

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vivos; y el segundo, mostraba a los monarcas recién fallecidos, en estado cadavérico (Rodríguez Moya, 2012:157). Es importante aclarar que también este tipo de retratos se elaboraron para personajes civiles y no solamente para eclesiásticos o personas reales. De esta forma, es preciso mencionar que estos retratos, los mortuorios, no sólo simbolizaban al cadáver de los santos; sino también, fue un medio de propaganda política y moral cuando de representaciones de reyes fallecidos se trataba. Estas efigies, de acorde con lo estudiado por Inmaculada Rodríguez, constituían un testimonio de una buena muerte, son pinturas que muestran poder y humildad a la vez y daban culto simbólico a los cuerpos de los fallecidos:

Si acaso tratan de demostrar la religiosidad, las virtudes o inocencia del fallecido que aseguran su entrada en la Gloria. Por supuesto, al mismo tiempo las imágenes de personajes

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regios difuntos son también un memento mori y por tanto, su uso es habitual en el Renacimiento y en el

Barroco, con una motivación y un fin didáctico: prepara al espectador durante su vida para su propia muerte, más aún por cuanto se ejemplifica claramente que ni los reyes están exentos de morir y corromperse… (Rodríguez, Ibíd.:157). Diversos monarcas se pintaron recién fallecidos. Claro ejemplo es el lienzo de Felipe IV muerto (1665), cuya representación se encuentra en la Real Academia de la Historia (Fig. 5). También se llegaron a ejecutar cuadros de los infantes muertos. Tenemos como ejemplo, la efigie yacente de la Infanta María (1603), atribuido a Juan Pantoja de la Cruz; que se encuentra en el monasterio de las Descalzas Reales en Madrid. Es importante anotar que, de acuerdo con el mensaje de humildad que hasta los reyes y nobles querían transmitir, son retratados en varios de los casos; por-

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Fig. 5. Felipe IV yacente. Real Academia de la Historia. Tomado de Inmaculada Rodríguez, 2012:186.

tando el hábito de alguna orden religiosa. Al respecto la investigadora menciona:

…en la corte española era habitual el uso de la indumentaria en la que el personaje laico aceptaba en el momento de su muerte el hábito penitencial, dado que eso le permite redimir sus culpas en vida. Especialmente el hábito de las órdenes mendicantes, caracterizadas por la humildad, como los franciscanos (Rodríguez, Ibíd.:180).

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Este hecho fue una práctica común en diversos estratos sociales como parte de un acto de humildad. En el Archivo General de Notarías de la Ciudad de México, se encuentra un testamento fechado el día 22 de abril de 1689, en donde se menciona que Juan Domínguez de Salazar recibe un hábito franciscano en su lecho de muerte:

Juan Domínguez de Salazar, vecino de México y natural de la ciudad de

Gibraltar en los reinos de Castilla, hijo legítimo de Francisco Domínguez de Salazar y de María de Yoga

Pérez, difuntos, vecinos y originarios de Gibraltar, estando enfermo otorga que hace su testamento de la manera siguiente: Lo primero que su cuerpo sea sepultado en la capilla de la Tercera Orden de Penitencia del Padre San Francisco, de donde ha recibido su hábito en cama (Lerín Caballero, 1689). Otra serie de cuadros que no debemos soslayar son la serie de representacio-

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nes de monjas coronadas. Dos momentos en la vida de las religiosas marcaron su transcurrir en un convento: El momento de su profesión y su muerte. Estos cuadros tuvieron como intención mostrar a las religiosas muertas como un ejemplo de virtudes, al mismo tiempo, que era un recordatorio de la finitud de la vida: Por tal razón, los monasterios femeninos desearían conservar en su seno las imágenes de tan trascendental momento mandando pintar los retratos de aquellas religiosas que por su virtuosismo habían sido merecedoras de una pintura al final de sus días (Punzo Díaz, 2001:60). El Museo de Santa Mónica tiene ejemplos de estos cuadros. Podemos mencionar los casos de los lienzos de Sor Magdalena de Cristo (Fig. 6), Sor María de la Encarnación y de María de San José. El primer lienzo muestra a la monja de forma yacente, cubierta de flores multicolores, con los ojos cerrados y el

Fig. 6. Sor Magdalena de Cristo yacente. Museo de Arte Religioso de Santa Mónica-INAH. Anónimo, óleo sobre tela. Foto: Alejandro Vega.

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rostro visiblemente demacrado como parte del propio proceso de la muerte. La segunda pieza, representa a otra mujer con su hábito, coronada y cubierta de flores rojas y blancas. En este caso, la retratada se encuentra de pie con los ojos cerrados y también es visible la inevitable acción del rigor mortis. El último lienzo, el perteneciente a la figura de María de San José, la presenta también de pie, pero con los ojos abiertos, como si aún estuviera viva, sin embargo, el mismo cuadro nos relata que el personaje ya había fallecido en el convento de la Soledad en Oaxaca. Es importante notar, que a estas religiosas se les representó también, en algunos casos, con un hábito y capas muy lujosas, se les atavía como en la vez que hicieron su profesión5 (Ibíd.:46-52). En este caso, la muerte marcaría la reunión de la monja con el esposo místico, es decir, Cristo:

Por eso, cuando una religiosa moría se le volvía a adornar como en el día

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5. Anel Punzo Días, comenta que, siguiendo a Rogelio Ruiz Gomar, que existieron dos maneras del retrato de profesión. El primero con un hábito y capas lujosas con una corona igualmente vistosa. La otra manera, era mandar hacer, por parte de la familia, un cuadro en donde la futura monja se mostrara con sus atuendos de la vida “en el siglo”. Vid. Anel Punzo Díaz, 2001:46-52.

de su profesión con coronas enfloradas y capas cubiertas de brocados, se le arreglaba como una reina para estar dignamente presentada ante

Cristo (Ibíd.:61). Los elementos que acompañan a la imagen de las monjas dentro de sus retratos, destacan las coronas, las palmas y las flores. Según nos dice Anel Punzo Díaz, estos pueden tener su explicación en uno de los pasajes de los Evangelios Apócrifos, en especial, el evangelio de San Juan. En este texto se relata la asunción de María que es anunciada por un ángel. Este personaje le entrega a la virgen una palma que será llevada delante de su féretro. Por otro lado, el texto prosigue con las palabras que Jesús le profesa a su madre cuando es recibida

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en la gloria:

Ven desde el Líbano, esposa mía; ven desde el Líbano, que vas a ser coronada […] Cristo, con el alma de su Madre en los brazos, emprendió su viaje hacia la gloria rodeado de infinidad de rosas rojas, es decir, de multitud de mártires, y de innumerable cantidad de azucenas, porque azucenas parecían los ejércitos de los ángeles, de los confesores y de las vírgenes que le daban escolta (Santiago de la Vorágine; citado por

Anel Punzo Díaz, Ibíd.:64). De esta forma, vemos en esta cita las referencias propias de los elementos que acompañan a la monja en su retrato mortuorio; la corona es símbolo del tránsito hacia el Cielo, mientras la palma es el recuerdo de los méritos de una vida llena de privaciones; pero también de la virginidad de la difunta (Ibíd.:62).

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4. El cuerpo transido o en descomposición

El ejemplo de una buena muerte debía ser transmitida con eficacia aunque fuese por medio del horror. Era más usual representar a la muerte como una osamenta desnuda, no estaba ausente, a pesar de su poca frecuencia en la plástica de la Nueva España, la representación de cuerpos transidos o en descomposición; tal y como se hizo en esculturas funerarias esculpidas para diversos nobles y personajes eclesiásticos en Europa, alrededor del siglo XIV. Dicho patetismo tenía como intención representar la acción del pecado en el mundo y la destrucción de toda vanidad mundana. Se tienen dos representaciones de ello en diferentes repositorios de museos de nuestro País; la primera, de autor anónimo, la posee la pinacoteca del templo de La Profesa, en la Ciudad de México, que muestra un cuerpo en descomposición (Fig. 7). La segunda, se mostró en la reciente exposición llamada Melanco-

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Fig. 7. Cadáver en un pudridero. Pinacoteca de la Profesa. Anónimo, óleo sobre tela. Foto: Alejandro Vega.

Fig. 8. Sapiencia y Vanidad: Aquí está el hombre el cual murió, después de aquí, vendrá el juicio. Colección particular. Anónimo, óleo sobre tela. Foto: Alejandro Vega.

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lía en el Museo Nacional de Arte en la Ciudad de México. El cuadro se titula “Sapiencia y Vanidad: Aquí está el hombre el cual murió después de aquí vendrá el juicio”, fechado en el siglo XVIII (Fig. 8). La composición enseña un cuerpo casi en momificación cuyo vientre está abierto y repleto de gusanos, dichos elementos, iconográficamente, relatan la acción del pecado en el hombre6. Al lado del cadáver yacen coronas, mitras y cetros en alusión a lo pasajero del poder en el mundo. Este tema, sin duda, tuvo su base en los temas medievales de la danza macabra, el triunfo de la muerte y el género de vanitas.

6. Como es posible argumentar, este tema mucho se emparenta con el de los cuerpos transidos, que se representaron como tapas sepulcrales y mostraron la descomposición corpórea de diferentes personajes reales y eclesiásticos europeos, durante el siglo XIV. Esta acción de representarse en descomposición era un acto de humildad por parte de dichas personalidades, como mostrar la acción del pecado en el mundo. El tema tuvo sus antecedentes en dos alegorías, la de la tentación y la del mundo, ambas en la catedral de Nuremberg, Alemania. Estas esculturas se representan como jóvenes bellos por el frente; pero por la espalda muestra gusanos y sapos (Vid. Cohen Kathleen, 1973).

Antilha 8 (23) 2019:9-57 En efecto, la descomposición corporal fue también uno de los medios de adoctrinación sobre la fugacidad de la vida. El tema, como he dicho, se ha presentado en diversas tumbas de nobles o eclesiásticos de alto rango de la Baja Edad Media, como por ejemplo, la muy conocida, tumba del cardenal Lagranche que se encuentra en San Marcial, Aviñón, Francia (Fig. 9). Para Herbert González Zymla y Laura María Berzal Llorente (2015), constituyen lo que llaman “imágenes especulares”, es decir, que reflejan la condición del mismo hombre que se mira así mismo en su propio futuro: el de un cadáver. No es casual entonces que encontremos, sobre todo en Francia o Inglaterra, sepulcros con una doble imagen, por un lado, en donde está depositado el cadáver, se puede mostrar en la tapa de la tumba el cadáver descompuesto del personaje allí inhumado, en él se puede ver sapos, gusanos, culebras y otra serie de elementos que representan a una fauna telúrica

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Fig. 9. Tumba del cardenal Jean Lagrange. San Marcial, Aviñón, Francia. Tomado de Paul Binski, 1996:143.

que consume las carnes de los que, como todo lo viviente, han de morir. Estos seres, surgidos de la descomposición corporal, se representaron anteriormente en la “alegoría del mundo”, conocida en Alemania como la Frau W elt o señorita mundo. Una imagen que muestra por su frente a una bella mujer, pero por detrás, la espalda estaba llena de sapos, culebras y gusanos, en alusión de la acción del pecado en el mundo (Fig. 10). Por otro lado, arriba de esta imagen macabra, se puede encontrar otro cuerpo que se le muestra como dormido o en plenitud de esperar la resurrección7 (Vid. González Zymla y Berzal Llorente, 2015). De esta forma, estas tumbas son imágenes especulares:

En el transi, al igual que sucede en numerosos ejemplos del arte macabro bajomedieval, se manifiesta una

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28 7. Herbert González Zymla y Laura Mª Berzal Llorente nos aclaran que estas tumbas también fueron llamadas cadáver tomb por la historografía inglesa anterior a 1970.

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Fig. 10. Alegoría del mundo o Frau Welt. Catedral de Worms, Alemania. Tomado de Paul Binski, 1996:141.

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concepción visual ternaria, porque la imagen del cadáver se dirige al espectador de fuera-el que contempla a esos vivos y muertos representadosel que les hace representar su función doblada. Es decir, existe una interrelación especular y una fluida comunicación entre la iconografía del transi desdoblado y el vivo que lo contempla […]. En realidad, la escultura funeraria vendría a ser un espejo en el que el espectador, al contemplar la obra, se contempla así mismo en un futuro cercano y se reafirma como tercer elemento figurativo que se identifica con lo que ve (Ibíd.:69). En los casos de los cuadros mencionados, podemos observar precisamente esta misma composición, se muestran cuerpos en putrefacción y, como en las tumbas inglesas o francesas de esta tipología, se observan gusanos y culebras. Estas pinturas son también para mi “imágenes especulares” en el sentido que González Zymla y Berzal Llorente

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han notado, en el arte funerario de estas tumbas. Otra obra que valdría la pena mencionar, es un óleo del siglo XVIII que alude al tema que aquí tratamos. Se trata de la representación de una “Alegoría de la justicia divina”. El cuadro, atribuido a Lorenzo Zendejas, muestra a un hombre, que al comenzar a podrirse, se notan en su vientre moscas. Por otro lado, en el mismo cuadro se observa la representación del Purgatorio. Indiscutiblemente se trata del tema que relaciona a la muerte con el pecado, como se ha mencionado (Fig. 11). Quiero señalar que estas representaciones de gusanos, moscas y culebras como alegorías a el pecado, se conocen desde tiempos tempranos de la Colonia. En una pintura mural en el convento franciscano de Atlihuetzia, Tlaxcala, se representó la leyenda de Valentín de la Roca, dentro de la composición se nota un hombre arrodillado que al ser confesado y absuelto, de su boca salen lagartijas y sapos (Vid. Alcántara Rojas, 1998:82).

Fig. 11. Hombre en estado de descomposición. Alegoría a la justicia divina (fragmento). Lorenzo Zendejas, atribuido, óleo sobre tela. Siglo XVIII. Museo Nacional de Historia-INAH. Foto: Alejandro Vega.

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Por su lado, el investigador Abraham Villavicencio reconoce en ciertas obras tanto del barroco como incluso del siglo XIX, la peculiaridad especular de representaciones plásticas con el tema de la muerte y la corrupción corporal8 (Villavicencio García, 2018:100). Aunque este reconocimiento, es aplicado en una obra del siglo XIX de Tomás Mondragón, me parece que dicha cualidad se puede entender para las obras que anteriormente aludí, como Villavicencio lo aplica: …se revelaría la intimidad de quienes se situaran en frente a este espejo: Fomentaría una penetración en el fondo de cada ser; permitiría ver el estado del alma y, más que reflejar una imagen, posibilitaría que apareciera ante los ojos, la realidad

8. En efecto, el autor analiza una obra del siglo XIX llamada “Este es el espejo que no te engaña” y que afirma sirvió como elemento de reflexión moral para las damas que acudían a los ejercicios espirituales desarrollados en el templo de La Profesa, en la ciudad de México.

del cuerpo y la mísera condición humana (Villavicencio García, op. cit.: 100-101). En efecto, estas imágenes especulares de la triste y burda condición del hombre, contienen toda la intención de sacudir y hacer cambiar al espectador, de hacerle reflexionar en primera instancia de su certera muerte. Estas pinturas de transidos, a los que he hecho referencia, son también parte de un ejercicio espiritual con las que, por medio de ellas, se fomentó el sentir de la cercanía de la muerte. Así como Villavicencio nos habla de que el cuadro decimonónico titulado “Este es el espejo que no te engaña”, participó dentro de los ejercicios espirituales que la comunidad filipense desarrollaba junto con sus feligreses. También estos cuadros anónimos a los que ya hice referencia, pudieron sin duda, servir para ejecutar un ejercicio espiritual que se haría meditando enfrente de una representación de un cadáver en descomposición.

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Al respecto, González Zymla y Berzal Llorente nos hablan de que dichos ejercicios eran muy comunes en el Oriente y que, gracias a la incursión de los franciscanos en la China de Gengis Khan, ellos conocieron la meditación que sobre el cadáver hacían los monjes budistas:

Por último Baltrusaitis afirma la posible influencia de la poesía budista que, a partir del siglo X y XI, puso por escrito los diferentes estados de la descomposición del cuerpo, y que, junto con la observación natural, pudo ser una de las vías que permitieron el desarrollo de la iconografía en materia de la descomposición. Ejemplos interesantes de esta literatura búdica son el poema de los Nueve estados de un cuerpo después de su muerte, referidos a la poetisa Ono no

Komachi, y los sermones medios de

Buda, acaso conocidos en occidente a través de las misiones evangelizadoras que los franciscanos tuvieron

en el extremo Oriente (González Zymla y Berzal Llorente, op. cit.:83). Por supuesto, en el Occidente cristiano, existieron otras fuentes que hablaban del cuerpo como algo pecaminoso y despreciable, cuya putrefacción era consecuencia del pecado. Como ejemplo de ello se encuentra los escritos de San Vicente Ferrer, quien en Tratado

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de la vida espiritual escribe:

El hombre debe sentir de sí como de un cuerpo muerto lleno de gusanos; hediondo y tan asqueroso, que no solamente huyen de poner en él los ojos los circundantes, más se tapan las narices para no sentir el mal olor que echa. El transi fue un sermón convertido en imagen, como lo fueron otros temas macabros (Vicente Ferrer; citado por González

Zymla, Ibíd:16). La iconografía de la putrefacción de los cuerpos, en donde se visan gusanos, serpientes y sapos tiene su fundamento en diversas citas bíblicas. La primera

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por supuesto, se relaciona con el origen del pecado; recordando a San Pablo en su carta a los romanos dice:

“Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado” (Romanos, 5:12). De esta forma, el pecado y la muerte se asocian indisolublemente, el pecado trajo consigo la pérdida de la gracia que consta en la separación del alma y del cuerpo. El cuerpo del hombre, al estar fuera de gracia divina, se corrompe. También esta iconografía de la putrefacción es explicada por el teólogo italiano Tomás de Aquino:

El pensamiento cristiano interpreta al gusano como símbolo de humildad y el arrepentimiento, tal y como lo defiende santo Tomás de Aquino en el siglo XIII, puesto que los gusanos que roen los cuerpos de los condenados deben interpretarse en un

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sentido figurado como expresión visual de los remordimientos de conciencia del difunto (Ibíd.:77). Además de los gusanos, estos se asocian también con la aparición de sapos en este tipo de iconografía macabra, los cuales tienen también un significado asociado al pecado:

Más allá de la participación de los sapos y las serpientes en la degradación del cadáver, el significado de ambos animales va irremediablemente unido a la imagen del pecado en el arte cristiano de la Baja Edad

Media, pues el imaginario de la literatura tradicional germánica y los sermonarios, desde el siglo XI en adelante, asocian la rana al pecado de la lujuria y la serpiente a la desobediencia del pecado original (Ídem.). Como bien ha desarrollado Herbert González y Berzal Llorente en su estudio sobre las tumbas transi; existen otras citas bíblicas que aluden a esta iconografía

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de la putrefacción y la asocian, como hemos visto, con el pecado:

En el Eclesiástico (10, 13) se hace referencia a una relación entre el cuerpo muerto y los reptiles:

“Cuando muera el hombre, serpientes, sabandijas y gusanos, eso será lo que herede”. En el Apocalipsis (16,13) se explica el simbolismo de estos animales como la forma externa de manifestar la eliminación del pecado, puesto que el hombre vomita serpientes que le salen de la boca. Con ello vuelve la pureza original: “Y vi salir de la boca del dragón, y de la boca de la bestia, y de la boca del falso profeta, tres espíritus inmundos en figura de ranas”. Por lo tanto es posible interpretar la fauna que habita en el cadáver en estado de putrefacción con un valor simbólico no arbitrario ni casual (González y Llorente, Ibíd.:81). De esta forma, los cuadros que hemos comentado al principio de esta sección son, sin duda, elementos gráficos que lanzaban a la reflexión del espectador sobre su condición mortal. Formaban parte de un ejercicio espiritual sobre la finitud de la vida y sobre su condición triste y pasajera a través de observar un cuerpo en pudrición. Como el lector advertirá, la literatura y las referencias sobre la meditación del cadáver y su putrefacción tienen hondos antecedentes y se reflejaron hasta el mismo arte de los siglos XVIII y XIX. No olvidemos que uno de los cuadros mencionados, “Cadáver en un pudridero”, se encuentra en el templo filipense de la Profesa y que justo representa esta iconografía macabra. Al pertenecer este cuadro a dicho templo jesuita, nos recuerda lo que ya Abraham Villavicencio (op. cit.) ha mencionado para otro cuadro, me refiero a “Este es el espejo que no te engaña”, con la misma temática mencionada y encontrado en el mismo re-

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cinto. Ambas obras con probabilidad se apoyaron de la obra literaria ignaciana, “Ejercicios espirituales”. De esta forma, Ignacio de Loyola, padre fundacional de la orden jesuita, también alude a la reflexión sobre el cuerpo como un cadáver:

El tercero mirar quien soy yo, disminuyéndome: por exemplo, primero quanto soy yo en comparación de todos los hombres; segundo, que cosa son los hombres en comparación con todos los Ángeles y

Santos del Paraíso: tercero, mirar que cosa es todo lo criado en comparación de Dios, pues yo solo ¿qué puedo ser? quarto, mirar toda mi corrupción, y fealdad corpórea: quinto, mirarme como una llaga y postema, de donde han salido tantos pecados y tantas maldades, y ponzoña tan torpísima (Loyola, 1883:34-35).

5. Imaginarse en el más allá

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Para la sociedad novohispana, la salvación del alma era una preocupación constante. Como hemos visto, se fomentó de manera reiterada la reflexión sobre la muerte que podía acontecer en cualquier momento, pero también, se puede observar un gran temor por merecer el infierno o el purgatorio. El objetivo, tanto de hombres de la vida civil y de los eclesiásticos, era precisamente evitar, al término de sus días, la perdición de sus almas y ganar el Cielo:

Salvar el alma era una de las principales preocupaciones de los novohispanos. La iglesia planteaba que la vida terrenal sólo era transitoria y que la existencia plena comenzaba después de la muerte. El anhelo de todos los fieles era evadir el infierno, acortar el tiempo de estancia en el purgatorio y llegar al cielo. Muchas personas ocupaban gran parte de su vida en perseguir este fin (Von Wobeser, op. cit.:15). Esta aspiración, se vio reflejada en el

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arte de su tiempo. Por el momento, no comentaremos aquellas obras que expresaban el castigo del infierno o del purgatorio por estar representados estos temas con una enorme cantidad de ejemplos artísticos que no son, por el momento, el objetivo de este análisis9 . En este caso, me quiero referir a aquellas obras que incluyen la imagen de hombres y mujeres que, tratando de anticiparse a la cercanía de lo divino, se hicieron plasmar en medio de escenas sagradas o bien se asociaron con alguna imagen de algún santo o virgen. Son estas piezas de arte, en los términos de la investigadora Rosa Alcoy, “anticipaciones del paraíso”:

La representación de los donantes ante las figuras sagradas, que son objeto de devoción no es en ningún caso banal. En realidad proporciona

soluciones gráficas aptas para plantear y difundir la posibilidad del acceso merecido de algunos seres humanos al Paraíso (Alcoy, 2007:13). Habrá que agregar que estas piezas, tanto de pintura como de escultura, se pudieron elaborar durante la vida del donante o patrocinador de las mismas; pero también cuando dichos personajes importantes, sacerdotes, comerciantes, mineros, hubieran fallecido. Al respecto dice la misma investigadora:

La implantación de este esquema es también uno de los más logrados ensayos que llevaron a superar algunas operaciones delicadas, que rayaban en la irreverencia, cuando no en lo sacrílego o lo herético, al abundar en determinadas iconografías no exentas de ambigüedades, presuponiendo para el todavía vivo, o el recientemente fallecido, un estatus casi de bienaventurado, en exceso cercano a la

9. Para profundizar en la representación artística de los temas del infierno y el purgatorio, remitimos a la exhaustiva obra de Gisela Von Wobeser, 2015.

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proclama de salvación, que podía prefigurarse como decidida antes del Juicio mismo (Ídem.). En efecto, los cuadros de los donantes prefiguraban y aseguraban un acceso querido, por medio de la manipulación de su propia imagen en los pasajes de la historia de la salvación, ya fuera estando vivo o recientemente fallecido; en ambos caso el resultado esperado era el mismo: Acercarse al paraíso. Ya existen indicios de este tipo de imágenes desde el primitivo cristianismo. En el arte de las catacumbas romanas; por ejemplo las de Domitila, entre otras tantas, se muestran ya la aspiración de los primeros cristianos, que después de su muerte, estarán dentro del paraíso. De esta forma, podemos ver desde entonces, a personajes que alzando sus manos, en postura orante, se encuentran en dicho paraíso; flanqueados algunas veces por la presencia de San Pedro y San Pablo que introduce, incluso a sus familiares, a lo que podría in-

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terpretarse como el cielo (Cf. Sotomayor, 1961:93). Sin embargo, es más notoria y precisa la aparición de las imágenes de estos personajes en el arte occidental de finales de la Edad Media y en el Renacimiento. Durante los siglos XIV y XV, la imagen de diversos nobles arrodillados, frente a un santo o ante la Virgen María con el niño, aparece en los diversos libros de horas, como por ejemplo, en Las muy ricas horas del Duque de Berry: “El futuro ultraterreno que hombres y mujeres medievales esperaban, con esperanza y temor al mismo tiempo, venía reforzado por modelos literarios y visuales que ejercieron presión sobre la sociedad. Los estudios realizados en estos campos son numerosos y abarcan los más diversos tipos de obras y marcos geográficos. Sin dejar de tener presente este importante espacio de la representación medieval que describe la presencia humana en los mundos celestiales e infernales” (Alcoy, op. cit., 2017:23-24).

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Con el vertiginoso ascenso del poder de la burguesía, muchos personajes ricos se comenzaron a representar también por medio de un cuadro que testificara su donación a alguna orden religiosa o bien como patrocinadores de una edificación perteneciente a la Iglesia. Así mismo, estas obras podían servir como un exvoto para agradecer un favor recibido. No obstante, dichas obras también tenían la intención de propiciar la memoria del donante; que se traduciría en su reconocimiento en vida dentro de la propia sociedad que le toca vivir y del fomento de su memoria al suceder la muerte del mismo. Como ejemplo de estos cuadros con donantes se pueden mencionar los hechos por la escuela flamenca durante el siglo XIV, como por ejemplo, las de los pintores Roger Van der Weyden, Robert Campin o Jan Van Eyck, éste último con su famoso cuadro “La Virgen y el canciller Rolin” (Fig. 12). La tradición flamenca tuvo un impacto importante en la pintura española, diversos autores como Lluis Dalmau o Fernando Gallegos, desarrollaron también cuadros con la figura de diversos donantes. Así mismo, se encuentra una buena colección de dichas pinturas tanto en el Museo Lázaro Galdiano y el del Prado, en España; en éste último, se pueden hallar pinturas como “Una piedad con donantes” de Fernando Gallego o también “San Juan Bautista con mujer” de Diego de la Cruz, entre otras muchas pinturas. Una imagen paradigmática de lo que vengo planteando, lo constituye sin duda un cuadro encontrado en los repositorios del Museo del Prado, España; me refiero a la obra pintada por Tiziano en 1551 titulada “La Gloria”. En la parte superior del cuadro se encuentra la Santísima Trinidad en medio de unas espesas nubes, mientras a los lados, se puede observar a una serie de santos, entre los que se pueden identificar, a Noé con el arca, a san Juan Bautista y a la Virgen María como intercesora.

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Fig. 12. Jan Van Eyck, “La Virgen y el canciller Rolin”, Óleo sobre tabla, 1435. Museo del Louvre, París. Foto dominio público.

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En el margen derecho del cuadro es posible reconocer con sudarios blancos al emperador Carlos V y a miembros de la familia real, entre ellos a Felipe II, como también a Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, que había muerto en el año de 1531 cuando se elaboró el cuadro (Fig. 13). Esta obra, sin duda, tuvo como principal objetivo el reflejar la aspiración de Carlos V por encontrarse en su vida futura dentro de la Gloria. Es interesante notar que se mezclan en el cuadro no sólo los personajes de la historia sagrada, sino también a miembros de la familia real todavía vivos con otros ya fallecidos. En la Nueva España, este tipo de representaciones también anidaron desde fechas tempranas en la pintura. Es el caso de un fresco que muestra a dos indígenas caciques, Juan Inica Actopa y Pedro Izcuicuitalpico que, junto con un fraile, se encuentran en actitud orante ante un crucifijo. Esta pintura mural se ubica en el ex convento agustino de Actopan, Hidalgo10. Existe una cantidad suficiente de cuadros, muchos de ellos con autores anónimos, que pintaron a una serie de donantes, cuya identidad se ha perdido. Otro ejemplo de ello es un cuadro perteneciente a la colección del Museo Amparo, probablemente del siglo XVIII, con la imagen de dos indígenas, que en posición orante, se encuentran ante la Virgen de Guadalupe (Fig. 14). Sin embargo, es conocido que autores como Juan Correa pintara hacia el siglo XVIII, una “Coronación de la Virgen” con un donante desconocido. El cuadro se encuentra en el Museo Nacional de las Intervenciones. Así mismo, Juan Rodríguez Juárez pintaría una “Santa Rosa de Lima con el niño y un donante”, hacia el siglo XVIII; hoy encontrada en el Museo de Denver.

10. Los donantes indígenas que se encuentran representados en dicha pintura mural, donaron en su momento las tierras que sirvieron para edificar este convento agustino durante el siglo XVI.

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Fig. 13. Tiziano. “La Gloria”, óleo sobre lienzo, 1554. Museo del Prado, España. Número de catálogo: P000432.

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En el Museo de Arte Religioso de Santa Mónica, Puebla, encontramos una serie de obras importantes, que también nos hablan del deseo de algunos de sus donantes por estar cerca de lo divino. Por ejemplo, un cuadro, que como exvoto, representa a la monja Jacinta María Nicolasa del Señor San José; quien agradece, por medio de esta obra, a la Virgen de Guadalupe por haber sanado de una enfermedad (Fig. 15). De esta forma, si bien la obra es un documento de un hecho sucedido en la vida de la monja, el personaje no desaprovecha el momento de poder, por medio de una imagen, acercarse a lo sagrado. Es notorio que la religiosa se encuentra representada en medio de un rompimiento de gloria, no hay un paisaje reconocible, salvo nubes que muy cerradas envuelven a ambos personajes, como si en el cielo ya se encontrasen. Es notorio que la religiosa no dirige su vista a la guadalupana, sino al parecer, al espectador. Otra manera similar de utilizar la propia imagen de un individuo para acercarla a lo divino, fue sin duda la elaboración de esculturas. En Europa, como en la Nueva España, se labraron una serie de esculturas de personajes prominen-

Fig. 14. Virgen de Guadalupe con donantes indígenas a sus pies. Anónimo, óleo sobre tela. Museo Amparo; Puebla. Foto: Alejandro Vega.

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Fig. 15. Jacinta María Nicolasa ante la virgen de Guadalupe. Anónimo, óleo sobre tela. Museo de Arte Religioso Santa Mónica-INAH. Foto: Alejandro Vega.

tes de sus respectivas sociedades que conmemoraban, ya sea el patrocinio o construcción, de una edificación religiosa, o bien a manera de un monumento a su memoria. La tradición de elaborar esculturas de orantes está asociada, en primera instancia, con personajes

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reales o de la nobleza. Hugo Van der Velden por ejemplo, menciona cómo el rey Carlos “El Atrevido” de Borgoña, mandó a elaborar ocho imágenes de oro y plata de sí mismo para colocarlas en diferentes templos, como por ejemplo, en Nuestra Señora de Boloña, Nuestra Señora de Halle, Nuestra Señora de Scheut, entre otros más. Sin duda, estas esculturas, además del mensaje político y moral que éste y otros nobles construyeron por medio de las mismas, fue un medio de manipulación de su propia imagen, para estar más cercanos a la esfera de lo divino (Cf. Van der Velden, 2000:155). El uso de estas imágenes no fue desconocida para la corte española, su relación con la nobleza de Borgoña hizo que esta costumbre fuera usada en posteriores años. Se sabe que el emperador Maximiliano I, abuelo de Carlos V, hizo poner una efigie de sí mismo, junto con el de otros nobles, en la capilla de Nuestra Señora de Halle:

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El monumento funerario de Maximiliano es heredero de la tradición borgoñona a la que Maximiliano se adscribió por matrimonio, si bien presenta una importante novedad al mostrar al emperador arrodillado en lugar de acostado: “Felipe “el atrevido”, Juan “sin miedo”, Margarita de

Baviera, Carlos “el temerario” (tumba mandada a diseñar por

Carlos V en 1553 para este y su hija María. Son tumbas que corresponden a la novedad implementada por la tumba de Maximiliano I (Mínguez, 2016:71). Un grabado de Justus Lipsius, de 1616, muestra esta construcción, en donde es posible observar la figura del emperador y otros personajes arrodillados, en postura orante y dirigiendo su mirada hacia la advocación mariana (Fig. 16). Durante el reinado de Felipe II se construyó la capilla mortuoria del palacio de San Lorenzo del Escorial. Los restos reales de muchos reyes y reinas fueron reunidos para reposar ahí; entre ellos los de Carlos V y su propio hijo Felipe. Las esculturas de bronce dorado, hechas por el escultor Pompeo Leoni, miran hacia el presbiterio de la capilla, nuevamente hacia la presencia de Cristo:

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Fig. 16. Interior de la capilla de Nuestra Señora de Halle. Grabado de Justus Lipsius. 1616. Tomado de Hugo Van der Velden, 2000:171.

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En el medio, de la parte del Evangelio, se ven cinco estatuas, mayores del natural, de Bronze dorado al fuego. Obradas con toda valentía. Del Invicto Emperador Carlos Quinto es la primera; esta armado, con espada ceñida, la cabeza descubierta, y puesto el manto Imperial, con Águila de dos cabezas formada en el, de una piedra, o Iaspe, que imita el color de aquella Ave Real; esta puesto de rodillas (y todos están así) y tiene delante un sitial con un paño de Brocado encima, de tan buena imitación en aquella materia tan dura, que pone espanto […] En el lado de la Epístola esta el rey Filipo II, Fundador de Esta Maravilla, armado y sobre las armas Manto, o Capa Real, en que se sienta el escudo de las Armas Reales, de Piedras de diversos colores con primor extraordinario, correspondiente en todo a Carlos Quinto; la cabeza descubierta, las manos orando, su

Antilha 8 (23) 2019:9-57 sitial delante, y cogines, en que se pone de rodillas. A su lado y junto al mismo sitial, la Reyna Doña Ana su ultima, y cuarta Muger, Madre del

Rey Filipo Tercero, hija, y nieta de

Emperadores. Detrás del Rey, la

Reyna Doña Isabel, su tercera Muger, al lado derecho de la Reyna Doña María Princesa de Portugal, su primera Muger, Madre del Principe

Don Carlos, que esta detrás de ellas.

Todas estas estatuas hizo Pompeyo

Leoni, y muestran en el aliento de la obra lo mucho que alcanzo en el Arte de la Escultura, y vaciados (De los

Santos, Francisco 1667, Fol.35-36). En Nueva España, a pesar de las múltiples prohibiciones de hacer sepulcros suntuosos, como se especificó en los diversos concilios mexicanos11; como por ejemplo, los fechados en el año de 1555 y el de 1585 se realizaron algunos

11. Sólo el primer concilio provincial de México, dado en 1555, abunda un tanto más sobre la disposición de poner tumbas dentro de los templos. No hay una referencia directa a la escultura funeraria, sino que en dichas disposiciones se

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sepulcros suntuosos. La elaboración de estas piezas, aunque pocas, se hicieron por lo general para conmemorar una acción en favor de alguna orden religiosa; por ejemplo la donación de cantidades de dinero para construir una capilla o una nueva iglesia. Estas esculturas orantes no solamente fueron objetos funerarios, también se utilizaron como un memorial de las grandes acciones de los fallecidos. En ciertos casos, los donantes ordenaron en sus testamentos la elaboración de su propia efigie para memoria permanente de sus acciones en vida. Es el caso del donante Diego Caballero, quien ordenó la elaboración de su escultura para que se conmemorara que él y su esposa, Inés de Velasco, habían mandado construir la nueva iglesia de Santa Inés en la Ciudad de México12. Al respecto dice el codilico al testamento de Diego Caballero:

Yten mando que en la capilla mayor de la dicha iglesia nueva del dicho convento de santa ynes junto al altar mayor al lado del evangelio en el hueco de la pared se haga un enterramiento y en el se ponga una estatua a mi semejanza según y como lo tengo tratado con el dicho

Alonso martin y de la suerte que a el le paresiere para que quede memoria de ser yo el fundador del dicho convento… (AGN, Ramo Bienes Nacionales, Leg. 420, exp. 7, f.14r.). La elaboración de estas esculturas, en un principio asociadas solamente con “los grandes honores de las figuras

marca que las tumbas no sobresalgan del suelo y que deben ser muy austeras y discretas (Véase Primer Concilio Mexicano de 1555 en López-Cano, Pilar Martínez (Coord.), 2004). 12. Este es el mismo caso del donante Juan Fernández del Río Frío, quien manda en su testamento se haga su escultura como memorial de ser el fundador de la nueva iglesia de San Lorenzo en la Ciudad de México. Es decir, que estas esculturas no sólo son elementos funerarios, sino se pueden entender como monumentos a la memoria.

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reales”, pasaron a ser imitadas por comerciantes, mineros, militares o figuras eclesiásticas de gran renombre en la Nueva España. Es el caso de la figura orante de Sor María de la Cruz, que se encuentra dentro del acervo del museo de Santa Mónica. Esta pieza, estuvo dentro del templo de Santa Catalina de Siena en Puebla, probablemente colocada, como en los casos mencionados, en el presbiterio del templo, dirigiendo su mirada hacia el altar mayor. También, dentro del templo de monjas de Santa Mónica, Puebla, las imágenes de Manuel Fernández de Santa Cruz y la de Miguel Cerón Zapata, dirigen también su vista hacia el altar mayor, estando también ubicadas en el presbiterio; es decir, la parte más importante y sagrada del templo cristiano. Las mismas características presentan la efigie de Buenaventura Medina y Picazo, puesta en el presbiterio de la capilla que levantara su familia, en el templo de Regina Coelli (Fig. 17). El mismo

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patrón se observa con la efigie de Melchor de Cuéllar en el templo carmelitano del Santo Desierto de Tenancingo (Fig. 18), en el Estado de México.

Fig. 17. Escultura de Buenaventura Medina y Picazo. Capilla de la Purísima Concepción. Templo de Regina Coelli, Ciudad de México. Foto: Alejandro Vega.

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Fig. 18. En la parte superior se observa la escultura de Melchor de Covarrubias. Templo del Santo Desierto de Tenancingo. Foto: Alejandro Vega.

En efecto, la mayoría de estas piezas están ubicadas en el presbiterio de los templos en donde fueron ubicados. El contexto en donde estas esculturas fue-

ron puestas nos lanza una interpretación muy importante. Como lo ha comentado Mircea Eliade, en su Tratado de las Religiones, el templo es también una imagen arquetípica del cielo, del

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paraíso e incluso del hombre mismo, pues incluye su experiencia como parte de un cosmos sagrado (Eliade, 1975: 407). El arquetipo del templo cristiano se encuentra basado en las diferentes visiones que profetas o reyes, como Ezequiel, Moisés o el rey David tuvieron del modelo que Dios les reveló en el Antiguo Testamento; en especial, en los libros del Génesis, Éxodo o Números. Se sabe que el templo diseñado por Dios, estaba conformado por tres secciones: El Ulam, el Hekal y el Debir:

El vestíbulo (ulam), delante del templo (hecal) de la casa […] (1Re 6:34) Dispuso dentro, en lo más interior de la casa, el debir para el arca de la alianza de Yahvé. El debir tiene veinte codos de largo, veinte codos de ancho y veinte de alto” (1Reyes 6:19-20). Para Martha Fernández, la división tripartita de aquel templo de los judíos tuvo su transposición a su vez en la dis-

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tribución arquitectónica típica del templo cristiano:

La iglesia, sin duda, es la más interesante desde el punto de vista de su simbología arquitectónica. Su planta está dividida en tres secciones. Coro, nave y presbiterio, transposición del ulam, el hekal y el debir (Fernández, 2003:709). El presbiterio en su forma cuadrangular, por su riqueza simbólica, nos remite a varios significados del mismo14. Si bien representa la parte más sagrada donde, según la tradición del Antiguo Testamento estuvo la presencia de Dios; también nos remite a otro gran símbolo reflejado en esta parte arqui-

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tectónica; nos referimos a la Jerusalén Celeste: “La ciudad era cuadrada; su largo era igual que su ancho15” (Apocalipsis, 21:16). De esta forma, no es casual que la escultura a la que hemos hecho referencia, se le asocie con el presbiterio, pues si este representa por antonomasia al Paraíso y la Jerusalén Celeste entonces la figura de estos orantes son personajes, que por sus acciones de caridad, se les simula en su ingreso a estos dos lugares de gloria. Estas esculturas novohispanas se caracterizan, por lo general, por estar en actitud de oración y cuya mirada siempre se orientó hacia el presbiterio. Sin

14. Esta forma cuadrangular en planta, la he podido observar en templos donde se encuentra la escultura orante asociada. Por ejemplo en San Mateo, Huichapan, en donde la escultura de un donante, Manuel González, se encuentra dentro del presbítero que adopta la forma cuadrangular. También en Puebla se observa el mismo patrón; por ejemplo en el templo de agustinas de Santa Mónica se encuentran dentro de la forma cuadrangular del presbiterio, las esculturas de Manuel Fernández de Santa Cruz y de Miguel Cerón Zapata.

15. Estoy consciente de que la forma en planta de los presbiterios de los templos católicos, no sólo adoptan la forma cuadrada que hemos relatado. También, según lo investigado por Martha Fernández, se construyeron como un semihexágono, que, según la investigadora, refiere al Crismón o sagrado nombre de Jesús. Cabe anotar, que también el Paraíso terrenal adoptó una forma cuadrada, pues, según el Génesis, esta tierra estaba limitada por cuatro ríos. Este mismo simbolismo le fue asociado a los claustros de los templos novohispanos, (Véase Martha Fernández, 2011).

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embargo, varias de las esculturas llamadas orantes no siempre están en actitud de oración, sus manos, según he comparado con el tratado inglés de oratoria del siglo XVII, Chirología or The naturall language of the hand… de John Bulwe (1644), pueden estar expresando actitudes como admirar o suplicar16 . Además de ello, estas figuras no solamente son monumentos a la gloria y a la fama de los individuos fallecidos, pues también propongo que se trata de la representación de cuerpos gloriosos y que, individualmente, también son la última y más deseada de las postrimerías del hombre, me refiero a la Gloria. He podido contemplar que estas imágenes se muestran como si de individuos vivos se tratara, pues hemos visto en varias de ellas, que en el tratamiento del encarnado, hay sonrojamiento en las mejillas. Pareciera que esta observación fuera poco relevante, sin embargo, debemos recordar lo que el dogma cristiano enseña sobre la muerte. En el Nuevo Testamento, me parece clave, el pasaje en el que Jesús se confronta con los saduceos, una tribu que no creía en la resurrección:

Y respondiendo Jesús, les dijo: Estáis en un error y ni conocéis las escrituras ni el poder de Dios. Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo.

Y cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que

Dios ha dicho: Yo soy el Dios de

Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos (Mt 22:2932). Para reforzar la anterior idea, menciono

16. En este artículo no trataremos, por rebasar el tema, el lenguaje gestual de estas esculturas. Sin embargo el texto fundamental que condensa la gestualidad de las manos es John Bulwer, 1644. una serie de esculturas perteneciente a la colección de la Hispanic Society of América. Se trata de cuatro esculturillas

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que representan las postrimerías del hombre, es decir, la muerte, el infierno, el purgatorio y el cielo. Estas piezas fueron ejecutadas por Manuel Chili en 1775. Si miramos con detenimiento a cada una de ellas, podremos reconocer la marcada diferencia en su ejecución. La primera postrimería, la muerte, se muestra como un esqueleto descarnado, en la osamenta se puede observar la presencia de gusanos. Si comparamos entre la figura que muestra a un alma en el purgatorio con la escultura de la gloria; podremos observar que la primera se encuentra en postura de llorar, es una figura que remarca a un ser macilento, flaco, doliente, pálido. En la figura de la gloria (Fig. 19), encontramos todo lo contrario, se puede ver a un personaje ricamente vestido, en posición orante, rostro sonrosado y expectante. Me parece, que esta última figura corresponde a las esculturas orantes que hemos comentado antes. De esta forma, propongo que estas es-

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culturas son, primero, un sustito de los fallecidos, un memorial, una representación de los individuos en la Jerusalén celeste y a la vez son imágenes de la última postrimería del hombre.

Fig. 19. Representación de un alma en la gloria. Manuel Chili, 1775. Hispanic Society of America. Foto: Alejandro Vega.

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Existen algunos tratados que dan cuenta de cómo debían representarse a las almas bienaventuradas y devotas. Tratados como el de Juan de Iterian Ayala (1782), por ejemplo, expresan la manera en el que el artista debe representar al alma bienaventurada17; en el capítulo titulado “De las pinturas e imágenes de almas, principalmente de los justos, y qué es lo que se ofrece que advertir acerca de ella”; nos dice lo siguiente:

Y así, si alguna vez hubieren de pintarse semejantes apariciones, se puede pintar con toda seguridad la imagen de los difuntos, en el trage, vestido, y figura, que tuvieron cuando vivos: Por ejemplo, S. Pedro de

Alcántara (cuya imagen he visto alguna vez con particular gusto), quando se apareció a su Hija espiritual Santa Teresa, puede, y debe

pintarse con los propios lineamientos de este Varon santísimo, bien que rodeado de admirable claridad, y resplandor (Iterian Ayala, 1782: 159). Vicente Carducho, en sus Diálogos de la pintura, nos refiere a la manera en la que se debe representar a la devoción; la cual encaja perfectamente con la manera en la que se representaron a estos donantes en esculturas:

La devoción de rodillas, las manos juntas, o levantadas al cielo, o al pecho, la cabeza levantada, los ojos elevados, lagrimosos, y alegres, o la cabexa baja, y los ojos cerrados, algo suspenso el semblante, siempre el cuello torcido, o las manos enclavijadas, también tendidos al suelo, o muy inclinado el rostro casi hasta la tierra, los hombros encogidos, y otras acciones según el afecto del devoto, que puede, o rogar, o ofrecer, triste, alegre, o admirado, que todo cabe en la devoción (Car-

17. El autor refiere que también el alma de los justos se pueden pintar en la forma de niños resplandecientes o bien bajo la figura de una paloma.

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ducho, 1633:142).

Conclusiones

Como hemos notado, el momento de la muerte era una preocupación constante para la sociedad novohispana. Prepararse para este momento era crucial, pues la creencia en una vida ultraterrena era más que un acontecimiento que se tenía por cierta. Se trataba de asegurar una vida eterna venturosa. De esta forma, el arte fue un medio de adoctrinación muy pertinente para recrear los momentos que vivirían, en un futuro, las almas bienaventuradas, o, en su defecto, las que se condenarían. Las obras producidas alrededor del tema del infierno o la gloria son numerosas. Sin embargo, me he querido referir en particular, a una serie de elementos plásticos muy determinados. Primero, he querido resaltar a una producción gráfica que se enlaza primero, al momento de la muerte como parte de los novísimos o postrimerías. Mostrar el

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morir de todo hombre, en el pensamiento novohispano, era encaminado a pensarse como un pasaje venturoso, pues representaba el acceso o la puerta a una vida mejor en el paraíso celeste que Jesús había abierto por medio de su muerte y resurrección. Ya hemos visto como Juan Crasset invitaba a sus lectores a desear la muerte por medio de su tratado. En este sentido, la literatura religiosa, como la de este autor, se reflejó sin duda en la obra aquí comentada. No es entonces extraño que podamos observar imágenes de santos, reyes, nobles o religiosos de manera yacente en actitud humilde; como también se les mostró en estado de descomposición corporal. Si bien, estas obras constituyen un medio “propagandístico” del linaje y las virtudes de dichos personajes, también trataban de ser un medio de enseñanza de la humildad que éstos trataban de encarnar y que se mostraban en estas obras artísticas. Relacionado a esto, la creación de obras en las que se

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mostrara la imagen, sobre todo de individuos importantes, en medio de una escena sagrada, o bien, en un franco rompimiento de Gloria; que constituía una especie de manipulación de la imagen de los individuos para expresar un deseo por anticiparse al paraíso, que a todas luces, era una manera de relacionarse por medio de una obra, con lo sagrado de manera perpetua antes y después de la muerte.

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