Caperucita Roja Había una vez una niña llamada Caperucita Roja. Su mama, que sabía coser muy bien, le había hecho una caperuza roja para que estuviera calentita y protegida del viento y como a la niña le gustaba mucho la llevaba a todos los días, por lo que todo el mundo la llamaba así. Un día, la mamá de Caperucita la mandó a casa de su abuelita porque estaba enferma, para que le llevara en una cesta pan, chocolate, azúcar y dulces. Su mamá le dijo: no te apartes del camino de siempre, ya que en el bosque hay lobos y es muy peligroso. Caperucita iba cantando por el camino que su mamá le había dicho y , de repente, se encontró con el lobo y le dijo: -Caperucita, Caperucita, ¿dónde vas tu tan bonita ?. -A casa de mi abuelita a llevarle pan, chocolate, azúcar y dulces. -¡Vamos a hacer una carrera!- Le dijo el lobo -Te dejaré a ti el camino más corto y yo el más largo para darte ventaja. Caperucita aceptó pero ella no sabía que el lobo la había engañado. El lobo llegó antes a la casa de la abuelita y se comió a la pobre ancianita. Cuando Caperucita llegó, llamó a la puerta: -¿Quién es?, dijo el lobo vestido con las ropas de la abuelita. -Soy yo, dijo Caperucita. Pasa, pasa nietecita. Cuando Caperucita vio a su abuelita se sorprendió con su aspecto : -Abuelita, qué ojos más grandes tienes, dijo la niña extrañada. -Son para verte mejor. -Abuelita, abuelita, qué orejas tan grandes tienes. -Son para oírte mejor. -Y qué nariz tan grande tienes. Es para olerte mejor. -Y qué boca tan grande tienes. ¡Es para comerte mejor!. Caperucita empezó a correr por toda la habitación y el lobo tras ella. Pasaban por allí unos cazadores y al escuchar los gritos se acercaron con sus escopetas y sus cuchillos de caza. Uno de ellos le dió un golpe muy fuerte al lobo feroz en la cabeza y el lobo cayó al suelo desmayado. El cazador cogió su cuchillo y le abrió la panza al lobo sacando a la abuelita de Caperucita, que aún estaba viva y para darle un escarmiento al lobo le lleno la barriga de piedras y le volvió a coser la barriga. Después de esto se fueron apresuradamente de allí. Al cabo de un rato el lobo despertó y sintió una terrible sed y se fue corriendo al rio a beber agua pensando que la pesadez de su barriga era por la abuela de Caperucita. Al acercarse a la orilla, la barriga le pesaba tanto tantísimo que se tambaleó y cayó al agua, ¡ y se ahogó !. Caperucita después de este susto aprendió la lección y nunca jamás volvió a desobedecer a su mamá. Y colorín colorado este cuento se ha acabado. FIN
El Patito Feo En una hermosa mañana primaveral, una hermosa y fuerte pata empollaba sus huevos y mientras lo hacía, pensaba en los hijitos fuertes y preciosos que pronto iba a tener. De pronto, empezaron a abrirse los cascarones. A cada cabeza que asomaba, el corazón le latía con fuerza. Los patitos empezaron a esponjarse mientras piaban a coro. La madre los miraba eran todos tan hermosos, únicamente habrá uno, el último, que resultaba algo raro, como más gordo y feo que los demás. Poco a poco, los patos fueron creciendo y aprendiendo a buscar entre las hierbas los más gordos gusanos, y a nadar y bucear en el agua. Cada día se les veía más bonitos. Únicamente aquel que nació el último iba cada día más largo de cuello y más gordo de cuerpo.... La madre pata estaba preocupada y triste ya que todo el mundo que pasaba por el lado del pato lo miraba con rareza. Poco a poco el vecindario lo empezó a llamar el patito feo y hasta sus mismos hermanos lo despreciaban porque lo veían diferente a ellos. El patito se sentía muy desgraciado y muy sólo y decidió irse de allí. Cuando todos fueron a dormir, él se escondió entre unos juncos, y así emprendió un largo camino hasta que, de pronto, vio un molino y una hermosa joven echando trigo a las gallinas. Él se acercó con recelo y al ver que todos callaban decidió quedarse allí a vivir. Pero al poco tiempo todos empezaron a llamarle patito feo, pato gordo..., e incluso el gallo lo maltrataba. Una noche escuchó a los dueños del molino decir: Ese pato está demasiado gordo; lo vamos a tener que asar. El pato enmudeció de miedo y decidió que esa noche huiría de allí. Durante todo el invierno estuvo deambulando de un sitio para otro sin encontrar donde vivir, ni con quién. Cuando llegó por fin la primavera, el pato salió de su cobijo para pasear. De pronto, vio a unos hermosos cisnes blancos, de cuello largo, y el patito decidió acercarse a ellos. Los cisnes al verlo se alegraron y el pato se quedó un poco asombrado, ya que nadie nunca se había alegrado de verlo. Todos los cisnes lo rodearon y lo aceptaron desde un primer momento. Él no sabía que le estaba pasando: de pronto, miró al agua del lago y fue así como al ver su sombra descubrió que era un precioso cisne más. Desde entonces vivió feliz y muy querido con su nueva familia. FIN
Hansel y Gretel Allá a lo lejos, en una choza próxima al bosque vivía un leñador con su esposa y sus dos hijos: Hansel y Gretel. El hombre era muy pobre.Tanto, que aún en las épocas en que ganaba más dinero apenas si alcanzaba para comer. Pero un buen día no les quedó ni una moneda para comprar comida ni un poquito de harina para hacer pan.
- Nuestros hijos morirán de hambre - se lamentó el pobre esa noche. -Solo hay un remedio -dijo la mamá llorando-. -Tenemos que dejarlos en el bosque, cerca del palacio del rey. -Alguna persona de la corte los recogerá y cuidará. Hansel y Gretel, que no se habían podido dormir de hambre, oyeron la conversación. Gretel se echó a llorar, pero Hansel la consoló así: No temas. -Tengo un plan para encontrar el camino de regreso. -Prefiero pasar hambre aquí a vivir con lujos entre desconocidos. Al día siguiente la mamá los despertó temprano. -Tenemos que ir al bosque a buscar frutas y huevos -les dijo-; de lo contrario, no tendremos que comer. Hansel, que había encontrado un trozo de pan duro en un rincón, se quedó un poco atrás para ir sembrando trocitos por el camino. Cuando llegaron a un claro próximo al palacio, la mamá les pidió a los niños que descansaran mientras ella y su esposo buscaban algo para comer.
Los muchachitos no tardaron en quedarse dormidos, pues habían madrugado y caminado mucho, y aprovechando eso, sus padres los dejaron. Los pobres niños estaban tan cansados y débiles que durmieron sin parar hasta el día siguiente, mientras los ángeles de la guarda velaban su sueño. Al despertar, lo primero que hizo Hansel fue buscar los trozos de pan para recorrer el camino de regreso; pero no pudo encontrar ni uno: los pájaros se los habían comido. Tanto buscar y buscar se fueron alejando del claro, y por fin comprendieron que estaban perdidos del todo. Anduvieron y anduvieron hasta que llegaron a otro claro.
-¿A que no sabéis que vieron allí? Pues una casita toda hecha de galletitas y caramelos. Los pobres chicos, que estaban muertos de hambre, corrieron a arrancar trozos de cerca y de persianas, pero en ese momento apareció una anciana. Con una sonrisa muy amable los invitó a pasar y les ofreció una espléndida comida. Hansel y Gretel comieron hasta hartarse. Luego la viejecita les preparó la cama y los arropó cariñosamente. Pero esa anciana que parecía tan buena era una bruja que quería hacerlos trabajar. Gretel tenía que cocinar y hacer toda la limpieza. Para Hansel la bruja tenía otros planes: ¡quería que tirara de su carro! Pero el niño estaba demasiado flaco y debilucho para semejante tarea, así que decidió encerrarlo en una jaula hasta que engordara. ¡Gretel no podía escapar y dejar a su hermanito encerrado! Entretanto, el niño recibía tanta comida que, aunque había pasado siempre mucha hambre, no podía terminar todo lo que le llevaba. Como la bruja no veía más allá de su nariz, cuando se acercaba a la jaula de Hansel le pedía que sacara un dedo para saber si estaba engordando. Hansel ya se había dado cuenta de que la mujer estaba casi ciega, así que todos los días le extendía un huesito de pollo. -Todavía estás muy flaco -decía entonces la vieja-. -¡Esperaré unos días más!. Por fin, cansada de aguardar a que Hansel engordara, decidió atarlo al carro de cualquier manera. Los niños comprendieron que había llegado el momento de escapar. Como era día de amasar pan, la bruja había ordenado a Gretel que calentara bien el horno. Pero la niña había oído en su casa que las brujas se convierten en polvo cuando aspiran humo de tilo, de modo que preparó un gran fuego con esa madera. Yo nunca he calentado un horno -dijo entonces a la bruja-. -¿Por que no miras el fuego y me dices si está bien?. -¡Sal de ahí, pedazo de tonta! -chilló la mujer-. -¡Yo misma lo vigilaré!. Y abrió la puerta de hierro para mirar. En ese instante salió una bocanada de humo y la bruja se deshizo. Solo quedaron un puñado de polvo y un manojo de llaves. Gretel recogió las llaves y corrió a liberar a su hermanito. Antes de huir de la casa, los dos niños buscaron comida para el viaje. Pero, cual sería su sorpresa cuando encontraron montones de cofres con oro y piedras preciosas! Recogieron todo lo que pudieron y huyeron rápidamente.
Tras mucho andar llegaron a un enorme lago y se sentaron tristes junto al agua, mirando la otra orilla. ¡Estaba tan lejos! - ¿Queréis que os cruce?- preguntó de pronto una voz entre los juncos. Era un enorme cisne blanco, que en un santiamén los dejó en la otra orilla. ¿Y adivinen quien estaba cortando leña justamente en ese lugar? ¡El papá de los chicos! Sí, el papá que lloró de alegría al verlos sanos y salvos. Después de los abrazos y los besos, Hansel y Gretel le mostraron las riquezas que traían, y tras agradecer al cisne su oportuna ayuda, corrieron todos a reunirse con la mamá.
FIN
Bambi Érase una vez un bosque donde vivían muchos animales y donde todos eran muy amiguitos. Una mañana un pequeño conejo llamado Tambor fue a despertar al búho para ir a ver un pequeño cervatillo que acababa de nacer. Se reunieron todos los animalitos del bosque y fueron a conocer a Bambi, que así se llamaba el nuevo cervatillo. Todos se hicieron muy amigos de él y le fueron enseñando todo lo que había en el bosque: las flores, los ríos y los nombres de los distintos animales, pues para Bambi todo era desconocido.Todos los días se juntaban en un claro del bosque para jugar. Una mañana, la mamá de Bambi lo llevó a ver a su padre que era el jefe de la manada de todos los ciervos y el encargado de vigilar y de cuidar de ellos. Cuando estaban los dos dando un paseo, oyeron ladridos de un perro. ¡Corre, corre Bambi! dijo el padre- ponte a salvo. ¿Por qué, papi?, preguntó Bambi. Son los hombres y cada vez que vienen al bosque intentan cazarnos, cortan árboles, por eso cuando los oigas debes de huir y buscar refugio.Pasaron los días y su padre le fue enseñando todo lo que debía de saber pues el día que él fuera muy mayor, Bambi sería el encargado de cuidar a la manada. Más tarde, Bambi conoció a una pequeña cervatilla que era muy muy guapa llamada Farina y de la que se enamoró enseguida. Un día que estaban jugando las dos oyeron los ladridos de un perro y Bambi pensó: ¡Son los hombres!, e intentó huir, pero cuando se dio cuenta el perro estaba tan cerca que no le quedó más remedio que enfrentarse a él para defender a Farina. Cuando ésta estuvo a salvo, trató de correr pero se encontró con un precipicio que tuvo que saltar, y al saltar, los cazadores le dispararon y Bambi quedó herido.Pronto acudió su papá y todos sus amigos y le ayudaron a pasar el río, pues sólo una vez que lo cruzaran estarían a salvo de los hombres, cuando lo lograron le curaron las heridas y se puso bien muy pronto.Pasado el tiempo, nuestro protagonista había crecido mucho. Ya era un adulto. Fue a ver a sus amigos y les costó trabajo reconocerlo pues había cambiado bastante y tenía unos cuernos preciosos. El búho ya estaba viejecito y Tambor se había casado con una conejita y tenían tres conejitos. Bambi se casó con Farina y tuvieron un pequeño cervatillo al que fueron a conocer todos los animalitos del bosque, igual que pasó cuando él nació. Vivieron todos muy felices y Bambi era ahora el encargado de cuidar de todos ellos, igual que antes lo hizo su papá, que ya era muy mayor para hacerlo. FIN
Pulgarcito Érase una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, mientras que su esposa hilaba sentada junto a él. Ambos se lamentaban de hallarse en un hogar sin niños. -¡Qué triste es no tener hijos! -dijo él-. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los demás hogares hay tanto bullicio y alegría... -¡Es verdad! -contestó la mujer suspirando-. Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuese muy pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo querríamos de todo corazón. Y entonces sucedió que la mujer se indispuso y, después de siete meses, dio a luz a un niño completamente normal en todo, si exceptuamos que no era más grande que un dedo pulgar. -Es tal como lo habíamos deseado. Va a ser nuestro hijo querido. Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaron la comida, pero el niño no creció y se quedó tal como era en el momento de nacer. Sin embargo, tenía una mirada inteligente y pronto dio muestras de ser un niño listo y hábil, al que le salía bien cualquier cosa que se propusiera. Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña y dijo para sí: -Ojalá tuviera a alguien que me llevase el carro. -¡Oh, padre! -exclamó Pulgarcito- ¡Ya te llevaré yo el carro! ¡Puedes confiar en mí! En el momento oportuno lo tendrás en el bosque. El hombre se echó a reír y dijo: -¿Cómo podría ser eso? Eres demasiado pequeño para llevar de las bridas al caballo. -¡Eso no importa, padre! Si mamá lo engancha, yo me pondré en la oreja del caballo y le iré diciendo al oido por dónde ha de ir. -¡Está bien! -contestó el padre-, probaremos una vez. Cuando llegó la hora, la madre enganchó el carro y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo, donde el pequeño se puso a gritarle por dónde tenía que ir, tan pronto con un ¡Heiii!, como con un ¡Arre!. Todo fue tan bien como si un conductor de experiencia condujese el carro, encaminándose derecho hacia el bosque. Sucedió que, justo al doblar un recodo del camino, cuando el pequeño iba gritando ¡Arre! ¡Arre! , acertaron a pasar por allí dos forasteros. -¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo que pasa? Ahí va un carro, y alguien va arreando al caballo; sin embargo no se ve a nadie conduciéndolo. -Todo es muy extraño -dijo el otro-. Vamos a seguir al carro para ver dónde se para. Pero el carro se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio donde estaba la leña cortada. Cuando Pulgarcito vio a su padre, le gritó: -¿Ves, padre?
Ya he llegado con el carro. Bájame ahora del caballo. El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del caballo. Pulgarcito se sentó feliz sobre una brizna de hierba. Cuando los dos forasteros lo vieron se quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Ambos se escondieron, diciéndose el uno al otro: -Oye, ese pequeñín bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad y cobramos por enseñarlo. Vamos a comprarlo. Se acercaron al campesino y le dijeron: -Véndenos al pequeño; estará muy bien con nosotros. -No -respondió el padre- es mi hijo querido y no lo vendería ni por todo el oro del mundo. Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito trepó por los pliegues de la ropa de su padre, se colocó sobre su hombro y le susurró al oído: -Padre, véndeme, que ya sabré yo cómo regresar a casa. Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero. -¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron. -¡Da igual ! Colocadme sobre el ala de un sombrero; ahí podré pasearme de un lado para otro, disfrutando del paisaje, y no me caeré. Cumplieron su deseo y, cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre, se pusieron todos en camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces: -Bájadme un momento; tengo que hacer una necesidad. -No, quédate ahí arriba -le contestó el que lo llevaba en su cabeza-. No me importa. Las aves también me dejan caer a menudo algo encima. -No -respondió Pulgarcito-, yo también sé lo que son las buenas maneras. Bajadme inmediatamente. El hombre se quitó el sombrero y puso a Pulgarcito en un sembrado al borde del camino. Por un momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, se metió en una madriguera que había localizado desde arriba. -¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó con un tono de burla. Los hombres se acercaron corriendo y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón, pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se arrastró cada vez más abajo y, como la oscuridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con las manos vacías. Cuando Pulgarcito advirtió que se habían marchado, salió de la madriguera. -Es peligroso atravesar estos campos de noche -pensó-; sería muy fácil caerse y romperse un hueso. Por fortuna tropezó con una concha vacía de caracol. -¡Gracias a Dios! -exclamó- Ahí podré pasar la noche con tranquilidad. Y se metió dentro del caparazón. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pasar a dos hombres; uno de ellos decía: -¿Cómo haremos para robarle al cura rico todo su oro y su palta? -¡Yo podría decírtelo! -se puso a gritar Pulgarcito. -¿Qué fue eso? -dijo uno de los espantados ladrones-; he oído hablar a alguien. Se quedaron quietos escuchando, y Pulgarcito insistió: -Llévadme con vosotros y os ayudaré. -¿Dónde estás? -Buscad por la tierra y fijaos de dónde viene la voz -contestó. Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron hasta ellos. -A ver, pequeñajo, ¿cómo vas a ayudarnos? ¡Escuchad! Yo me deslizaré por las cañerías hasta la habitación del cura y os iré pasando todo cuanto queráis. -¡Está bien! Veremos qué sabes hacer. Cuando llegaron a la casa del cura, Pulgarcito se introdujo en la habitación y se puso a gritar con todas sus fuerzas. -¿Quereis todo lo que hay aquí? Los ladrones se estremecieron y le dijeron: -Baja la voz para que nadie se despierte. Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando: -¿Qué queréis? ¿Queréis todo lo que hay aquí? La cocinera, que dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se incorporó en su cama y se puso a escuchar, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor diciéndose: -Ese pequeñajo quiere burlarse de nosotros. Regresaron y
le susurraron: -Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa. Entonces, Pulgarcito se puso a gritar de nuevo con todas sus fuerzas: -Sí, quiero daros todo; sólo tenéis que meter las manos. La cocinera, que ahora oyó todo claramente, saltó de su cama y se acercó corriendo a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si los persiguiese el diablo, y la criada, que no veía nada, fue a encender una vela. Cuando regresó, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el pajar. La sirvienta, después de haber registrado todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado despierta. Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugar para dormir. Quería descansar allí hasta que se hiciese de día para volver luego con sus padres, pero aún habrían de ocurrirle otras muchas cosas antes de poder regresar a su casa. Como de costumbre, la criada se levantó antes de que despuntase el día para dar de comer a los animales. Fue primero al pajar, y de allí tomó una brazada de heno, precisamente del lugar en donde dormía Pulgarcito. Estaba tan profundamente dormido que no se dio cuenta de nada, y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que se había tragado el heno. -¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo he podido caer en este molino? Pero pronto se dio cuenta de dónde se encontraba. No pudo hacer otra cosa sino evitar ser triturado por los dientes de la vaca; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago. -En esta habitación tan pequeña se han olvidado de hacer una ventana -se dijo-, y no entra el sol y tampoco veo ninguna luz. Este lugar no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta, por lo que el espacio iba reduciéndose cada vez más. Entonces, presa del pánico, gritó con todas sus fuerzas: -¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje! La moza estaba ordeñando a la vaca cuando oyó hablar sin ver a nadie, y reconoció que era la misma voz que había escuchado por la noche. Se asustó tanto que cayó del taburete y derramó toda la leche. Corrió entonces a toda velocidad hasta donde se encontraba su amo y le dijo: -¡Ay, señor cura, la vaca ha hablado! -¡Estás loca! -repuso el cura. Y se dirigió al establo a ver lo que ocurría; pero, apenas cruzó el umbral, cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo: -¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje! Ante esto, el mismo cura también se asustó, suponiendo que era obra del diablo, y ordenó que se matara a la vaca. Entonces la vaca fue descuartizada y el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estiercol. Nuestro amigo hizo ímprobos esfuerzos por salir de allí y, cuando ya por fin empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia. Un lobo hambriento, que acertó a pasar por el lugar, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no perdió los ánimos. «Quizá -pensó- este lobo sea comprensivo». Y, desde el fondo de su panza, se puso a gritarle: -¡Querido lobo, sé donde hallar un buena comida para ti! -¿Adónde he de ir? -preguntó el lobo. -En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y encontrarás tortas, tocino y longanizas, tanto como desees comer. Y Pulgarcito le describió minuciosamente la casa de sus padres. El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa, comió de todo con inmenso placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que ya no cabía por el mismo sitio. Pulgarcito, que lo tenía todo previsto, comenzó a patalear y a gritar dentro de la barriga del lobo. -¿Te quieres estar quieto? -le dijo el lobo-. Vas a despertar a todo el mundo. -¡Ni hablar! -contestó el pequeño-. ¿No has disfrutado bastante ya? Ahora yo también quiero divertirme. Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. Los chillidos despertaron finalmente a sus padres, quienes corrieron hacia la despensa y miraron por una rendija. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz. -Quédate detrás de mí -dijo el hombre al entrar en la despensa-. Primero le daré un golpe con el hacha y, si no ha muerto aún, le atizarás con la hoz y le abrirás las tripas. Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó: -¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo! -¡Gracias a Dios! -dijo el padre-. ¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!
Y le indicó a su mujer que no usara la hoz, para no herir a Pulgarcito. Luego, blandiendo el hacha, asestó al lobo tal golpe en la cabeza que éste cayó muerto. Entonces fueron a buscar un cuchillo y unas tijeras, le abrieron la barriga al lobo y sacaron al pequeño. -¡Qué bien! -dijo el padre-. ¡No sabes lo preocupados que estábamos por ti! -¡Sí, padre, he vivido mil aventuras. ¡Gracias a Dios que puedo respirar de nuevo aire freco! -Pero, ¿dónde has estado? -¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en la barriga de un lobo. Ahora estoy por fin con vosotros. -Y no te volveremos a vender ni por todo el oro del mundo. Y abrazaron y besaron con mucho cariño a su querido Pulgarcito; le dieron de comer y de beber, lo bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba se habían estropeado en su accidentado viaje. FIN