H
Al lector:
emos oído mucho decir un montón de nada y hemos seguido viviendo y ha pasado una hora detrás de otra. El Surrealismo fracasa en todas sus vertientes y la puerta de la realidad no tiene cerradura, en la oscuridad no vale nada. Está cayendo el sol en el horizonte y la luz trasnocha desde que hay fuego. Somos animales con tecnología, flores en un descampado de Internet, voces ajenas y cercanas, basura al fin y al cabo, que es lo que queda del mundo. Hemos acabado mirando a los ojos un papel reconociéndonos, después de aparcar proyectos más ambiciosos, bajo la presión de ésta anarquía trasnochada tan ajena a nuestro papel en el universo, parece que lo fugaz del aquí y ahora va a quedarse con nosotros para siempre, siempre más que cualquier persona, y la culpa la tienen las palabras. La Editorial *
TRASNOCHADAS
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trasnochadas@gmail.com
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www.trasnochadas.???
E
EL DROGOTA
l drogota no está a gusto en la playa. Se siente fuera de lugar. El drogota se siente ridiculizado desde un primer momento, humillado de raíz. La playa es un medio hostil. Él, acostumbrado a llevar vaqueros, por supuesto largos, camiseta, sudadera, en fin, acostumbrado a cubrir sus vergüenzas, de repente se ve con tan solo un bañador, no más que una especie de gallumbos grandotes, para más inri posiblemente adornados con flores, de colores chillones (el drogota viste de colores pardos), tal vez a cuadros como un mantel (el drogota prefiere las prendas lisas), y rebozado en arena, sin siquiera una copita a la que aferrarse. De manos vacías. El drogota se aburre. Tras unas cuantas miradas a unas cuantas chicas sin por supuesto recibir respuesta alguna (El drogota, pálido como un oso polar, con su famélico torso al descubierto no está en su elemento y eso se nota, por si fuera poco hay un montón de tíos cachas y morenotes como el colacao que acaparan todas las miradas femeninas, parece que llevaran todo el año preparándose para este su minuto de gloria), con su orgullo de castigador herido, tiene de pronto una brillante idea,
de Juan Blanco o lo que a él le parece tal: ¿Por qué no fumarse un porro? El drogota jamás se plantea ni en broma bañarse: Ya es bastante risible en tierra, como para encima adentrarse en la mar procelosa. Los seres humanos son seres terrestres, se dice. Sin embargo es un buen escenario donde fumar. Maldita sea, piensa. Hasta liarse los canutos cuesta. El ambiente playero, por si no fuera ya poca basura, además resta capacidad de sujección en las manos. Finalmente el drogota logra llevar a cabo su noble empresa. El drogota se fuma el porro sin respirar. Y tras un segundo de paz cae en la cuenta de que necesita beber algo. Se está tragando su propia lengua como si fuera un chicle. Sudores fríos. Los ojos del drogota buscan desesperados en el paseo marítimo una tienda que pueda satisfacer sus apremiantes necesidades. Más sudores fríos. Por fin da con una tienda que se adapta a sus circunstancias. Una tienda de chinos sin chinos, sólo de alimentación, al parecer los chinos tienen también miedo a la playa, igual que los drogotas. Dar con una tienda de alimentación cuando se tiene sed de cerveza es una bendición del cielo. Ahí dirige sus pasos, entusiasmado, nuestro amigo. Tras
una primera intención de llevarse dos (y el afán, más oculto, más ambicioso, pero no menos real de llevarse todas las de la tienda), decide al final comprar tan solo un litro de cerveza, por eso de que no se caliente, y vuelve, más poderoso, más confiado, mejor persona, a su toalla, invadida ya por la arena. Ni corto ni perezoso la sacude, y vuelve a sentarse sobre ella. Ahora sí, cumplido el deber, satisfecho por el trabajo bien hecho, bebe. Se bebe medio litro en un abrir y cerrar de ojos. Ahora sí. Se siente incluso capaz de volver a intentar cruzar miradas lascivas con las féminas circundantes, pero, una vez más, no obtiene respuesta. Se enfada y decide hacerse otro porro. Esta vez lo cargará más, que se jodan. Zorras, piensa. Digamos que ahora se toma su tiempo en fumar, y no por paciencia, sino por obligación. Está a un paso de morir como una cucaracha bajo el sol. Apenas puede abrir los ojos, no obstante no se achica y mira cada vez más frecuentemente a su alrededor, intentando hacer pasar su mirada moribunda por mirada de tipo duro, al más puro estilo Clint Eastwood. No cuela. Pero él no lo sabe. La falta de alicientes le ha llevado a llevarse cada muy poco tiempo la birra a la boca. Está va-
cía. Decide ir a por otra, ahora que tiene el porro a la mitad. Cada vez esta más crecido, aunque ya apenas puede andar. Eso es lo que ven los demás. Él se siente el puto amo. Incluso vacila algo al dependiente, ya casi son amigos, es la segunda litrona que le compra y todo apunta a que no será la última. Ya ha hecho un amigo en la playa, puede que el último. Los demás le sobran. Esta vez ya ni espera a sentarse y en la misma tienda le da un trago que la deja temblando. Vuelve a su toalla hecho un fiera. Ahora ya no mira a las chicas: Las increpa con los ojos. Es el terror. Un monstruo. Vuelve a encenderse el porro con fruición escupiendo el humo lentamente, recreándose en el regio arte de hacer aros. No hay quien le tosa. Pena que el porro vaya ya por el final. Apura las últimas caladas como si fuera el último canuto sobre la faz de la tierra, y mata la cerveza para calmar la sed de tan desgastador ejercicio. Sin saber muy bien por qué se pone en pié. Error. Sudores fríos. Todo se mueve, se va a caer, se marea. Más sudores fríos. Decide darse un chapuzón pese a su pasada reticencia. Es lo único que le puede salvar de ese mal trago. Necesita moverse, además, el frío le vendrá bien. El drogota sale corriendo rumbo al mar, se tira y se ahoga.
Pensaré en ti
Y
la sangre que surca el borde de las heridas como si no hubiera tiempo para sanar tantas vidas por devorar tan poco tiempo y a pesar de nuestra libertad no somos libres y tu mano en un adiós y la mirada por la que pasan las palabras no dichas porque no nos atrevimos a incendiar el mundo porque ser responsables de nuestra propia libertad nos dio temor La vida no fue lo que pensamos la muerte tampoco lo será y qué más da si el orgullo sigue intacto también encontraremos la manera de borrar este mundo del mapa. Y aun así cuando esté muriendo pensaré en ti.
Isabel Carlota Roby
Ella y yo Manuela Lebrusan
C
uando miro atrás no recuerdo más que vagas manos de monstruos delicados en mis noches. El paisaje borroso de algún antro donde ahogaba tu ausencia en vasos de ginebra. Cruzar Madrid como quien cruza el infierno en un taxi fantasma, para volver a mi casa tras la furia. Un terror permanente que aún perdura al amanecer que inexorable siempre llega con su falsa promesa de futuro, con su luz de mierda que hace el mundo más hermoso; pero a mi ya no me engaña. Y me irrita que la luz arroje claridad sobre mis sombras, que me queme los ojos el sol de la mañana. El día me hace vulnerable a las miradas. Recuerdo aquellas veces que en tu casa cerrabas las persianas al clarear del alba y yo me creía que la noche se había quedado a pasar el día con nosotros, para que siguiésemos amándonos como dos locos, borrachos y felices posponiendo la resaca. Deteníamos el tiempo a nuestras anchas y todo por aquel entonces funcionaba: fue nuestro verano glorioso, de jugar a ser dioses inmortales, rebosantes de poder y caprichosos. También recuer-
do que me desquicié intentando mantener ese orden inalterado, cuando se nos acabó el cuento y se habían agotado las ganas y los sueños. Porque no entendí nunca cómo pasamos tan de repente a ser insoportables el uno para el otro, a odiarnos como dos posesos alienados, nosotros que nos habíamos querido más que nadie. Y luego el perseguirnos e insultarnos. Tú con tu música hortera de feria de pueblo, y yo con mis poesías grotescas. Yo terminé de desatarme y empecé con la rutina de cerrar bares en los barrios más inmundos de la periferia, para estar lejos de los lugares conocidos, que me avergonzaban y me dolían como sal en las heridas. Y en cambio, un día sin más tu y yo ya no existía y vinieron otros a compartir sus miserias con las mías, a quererme a su manera, a follarme mucho mejor de cómo tú lo hacías, a ser gasolina apagando el fuego, dioses griegos o animales de compañía. Y cuando no, fue por aquel entonces que si ese amor no me bastaba, descubrí que podía sedar mi hambre de vida administrándome sin necesidad de prescripciones un tratamiento alternado de diazepan y cocaína. Recuerdo de esa eta-
pa un jazz caliente, la fuerza que me recorría las venas, que se me tensaba todo el cuerpo y me sentía, más que nunca, violentamente viva e instantáneamente luego hundirme en un hermoso y reparador aturdimiento. Todo sin medida. Recuerdo que una vez lloré como una idiota al ver la luna. Que conocí y olvidé a miles de personas. Que vomité apoyada en un cajero toda mi pobreza. Que me entregué alma y cuerpo al último hijo de puta de mi anterior vida. Y sabía que se me estaba acabando de nuevo ese edén, como cuando amanece, como cuando apagan la música, como cuando en la cama él se corría, con una vagido conclusivo de animal, para luego en seguida darse la vuelta y dormirse como un tronco. Y yo me quedaba siempre a medias, despierta, con ganas de más. Se cansó de mí al poco tiempo, y de pagar mis deudas, me imagino. Me echó una tarde de noviembre de su casa. Sin avisarme, sin darme nada, ni siquiera un beso o una palabra de despedida. Y hacía un frío de cojones cuando esa misma noche volví para llamar quince mil veces a su puerta, cuando le canté desde la calle a su ventana cerrada una canción que no recuerdo, que hablaba de gardenias, entre sollo-
zos e insultos, sin que él me escuchara. Me fui hacia ningún sitio con la cabeza como reventada, con a cuestas nada más que mi dolor, lancinante, indecible, que me ofuscaba la vista y mermaba mis fuerzas, atravesando a ciegas la ciudad y sus anónimos nocturnos, como si fuese un desierto de cenizas y de nada. Me tortura la imagen de yo débil, yo arrastrada, yo insignificante, rechazada. No sé cuanto tiempo anduve esa noche, extenuándome las piernas hasta el fallo. Cogí tanto frío que aún hoy cuando lo pienso se me congelan las orejas y el aire en la nariz. Sólo recuerdo que llegué a algún sitio de la mañana y me enrosqué sobre mi misma como un gato, sin fuerzas para seguir deambulando. Y en el fondo inconscientemente sabía que si paraba era el final para mí, detenerse para dejarse morir. Quizá me quise dormir demasiado profundamente. Quizá me habría despertado siendo otra, libre del recuerdo, en otra vida, una ardilla, un pajarito, un delfín… (Son insondables e infinitos los lugares de los sueños. Mas allá de las fronteras del dominio del espacio-tiempo.) Y sin embargo desperté siendo la misma, a los cuatro días; las sábanas azules de una cama de hos-
pital, un tubo metido muy adentro en la nariz por el que transitaba un líquido denso y negro del que ya se había llenado casi hasta arriba una bolsa de plástico a mi derecha. De modo que así lo habían hecho: me habían sacado la muerte del cuerpo gota a gota para luego arrojarla muy lejos. Me giré a la izquierda y vi mi mano dentro de otra mano. Y cuando levanté lo ojos le vi sentado a él, a mi lado, me miraba despertarme con sus ojos transparentes y la emoción del que observa la vida florecer tras la nieve del invierno. Se quedó a mi lado todo el tiempo, sin soltarme la mano ni un momento. Me contó tantas historias y yo no escuchaba sus palabras sino feliz sólo el timbre de su voz llenar las horas de belleza, como tanto tiempo atrás. Él era un ser hermoso; recuerdo que cuando hacíamos el amor sembraba miles de diminutas flores blancas en la tierra yerma de mi alma. Me quiso demasiado, su amor era limpio, sincero y enorme, insoportable para mi que entonces me detestaba profundamente. Todo esto fue antes que todo, antes de que empezara la caída que habría culminado en esa cama en la que me encontraba, antes de votar mi vida al desenfreno, y éramos casi unos niños. Me
dijo que jamás me habría dejado y ahí estaba, tan cerca como entonces, como si todo hubiese permanecido intacto, inalterado por el tiempo. Su presencia selló el vacío y fue remedio para el dolor sordo de esos días en los que sin él me habría perseguido el recuerdo de la angustia. Y me dejó su presencia silenciosa en mi mano al irse, cuando fue el momento y yo le dije que se fuera. Tantas veces le había fallado, tantas veces le vi sufriendo, cuando el demonio salvaje que habitaba dentro de mí se hacía patente. Yo sabía que no se habría borrado nunca de sus ojos la imagen de yo rompiendo a puñetazos las ventanas de mi cuarto y celebrar la destrucción bailando descalza encima de cristales rotos; ignorante o indiferente a su dolor, matando su belleza poco a poco, sin darme cuenta. Se fue sin hacer ruido, como entonces, lleno de amor y de amargura, y para siempre. Y desde ese día ya no he vuelto a ser del todo, voy siendo como a medias. Desde ese día ella no ha dejado de andar sin rumbo. Atraviesa la ciudad como una sombra, a veces va torcida y cojeando. Dicen que se jodió la pierna izquierda saltando de un balcón, por no pasar por el umbral de una puerta.
No habla nunca pero si se te acerca no la escuches, ay de aquél que oye su canto. Hay quien piensa que desciende de las sirenas que embrujaban a los hombres de los barcos, si la escuchas te llevará con ella a su naufragio. Se entrega libre a la intemperie, le gusta quemarse en el asfalto hirviente del verano y los charcos crapulosos en el hielo del invierno. No está viva, ni tampoco muerta. Anda huyendo de la vida, sepultando en la basura su pasado y esquivando su futuro y las miradas de la gente. Devora el tiempo como fuego, quema cada instante del presente, del mismo modo que quema la plata con el chino, inhalando el humo de las horas y los fantasmas de su mente. Vive así, animal famélico y peligroso, presencia intermitente de los suburbios. Algunos dicen que nunca duerme. Sus orejas son sordas a comentarios, insultos o juicios, pero ríe del que la compadece, pues sufre su condición de humana miseria, mientras que ella eligió libremente arrojarse a la calle y al sinsentido, y languidece en el gozo mefítico de ese destino miserable. Es bicho despreciable, espectro de mujer, medio bruja silenciosa, loca, amenazante, habitadora de los límites, a su modo poderosa. Cuando voy andando
por la calle a veces me la cruzo y ella me planta por un instante sus ojos negros de bestia furiosa, ojos enormes de perra callejera se me clavan escupiéndome su rabia y sus reproches. Tengo miedo de que aparezca detrás de cualquier esquina esperándome para arrancarme la cara de un mordisco, para romperme la cabeza en el bordillo o arañarme la piel hasta que sangre. Tengo miedo porque sé que entonces yo no podré defenderme ni proteger mi cuerpo de su furia. Recibiré pasiva su violencia. Recibiré sus vejaciones en silencio y lo haré porque yo ya sé que yo soy ella. Ella vivió dentro de mi por mucho tiempo, antes de arrojarse por mi balcón a la intemperie, el día que le dije que la odiaba. Entre las dos yo soy la mentirosa y la cobarde, ahora solo cuento sus historias convertidas en leyenda, como si no fuesen las mías. Me aterra reconocer que ella me falta y que la añoro en mi, reina tirana y loca. Me aterra pensar que jamás volveré a sentir lo que sentía con ella, asomarme a los abismos de lo incierto, reconocer el vértigo vital. Me aterra desear que vuelva. Ella solo va donde es bien recibida.
Pareja en el super
¿
Has visto Melancolía de Lars Von Tryer? Asientes. Pues eso —te dice—. Nadie puede escapar de Melancolía. No hay nada que hacer —te repite. Os quedáis muy callados. Hacéis cola. Insectos luminosos zumban desde los fluorescentes. Percibes la ansiedad de los que esperan. Menos los niños. Las palabras no casan. Democracia, dictadura ya son casi lo mismo. Matices. Pequeñas diferencias. Pero quizás es eso, que algo ya no encaja. Y lo intuis. Que nunca encajará. Por mucho que se cierre con llave la puerta de la casa. Los carritos avanzan con soledad de monstruo. La realidad parpadea en algunos cebadores. Ves las manos de la cajera con una nitidez de pesadilla. Anillo barato de casada. Luna de miel probable en Mallorca. Sin dinero para más. Uñas pintadas con minucia fabulosa de Klarwein. El sonido insistente de los códigos de barra bajo la luz violenta de la luz infrarroja. Qué nitidez terrible a veces
Pedro Andreu
todo —le dices. No contesta. Saca la tarjeta, paga mientras llenas las bolsas y piensas que un día se unirán a la sopa de plástico que gira en el Pacífico. La cajera olía a coño —afirma luego ella, ya en el aparcamiento. Le sonríes. Pones en marcha el coche, te incorporas al tráfico irreal de la noche de un sábado. Las luces juegan pronto sobre la carretera: polillas temblorosas a las que perseguís camino a vuestra casa. Sin fe las perseguís. Noche tras noche. Y así sigue la vida, esa luz que hay afuera. A pesar de los hombres y de los supermercados.
H
ubo una grieta desgarrada Cuando mi útero te hiriera como cierzo. La explosión contuvo el silencio Ante múltiples divinidades.
Deje tus ojos entrar buceando entre mis huesos Como un animal temblando entre los peces. Qué importaban entonces El orden Los dictados El dictamen Si tú tejías en lo oscuro el disfraz de la belleza Mientras eras la verdad ecléctica que ruge En un amanecer de estrepitas mentiras. ¿Habré yo de partir mi alma en dos Para vestir tu cuerpo diminuto? Pues mi turbia soledad halló tu vida Con elevada fortaleza de presencia: ¿Qué existe más allá? Preguntas en el silencio de mi útero Detrás de la curva transformada de mi cuerpo Esperas Resolver enigmas, Dulce ingenuidad de la esperanza. Tu carne es difusa En mi cuerpo testigo de tu vida. Más allá Quizá, tan solo Exista el ascua ciega Del poema forjado en la ternura.
ESCARPELA de Isis Orus Omus
Hay poesía Ayv Mistral
Hay poesía. Hay poesía, oculta en la noche. Como debe ser íntimamente relacionada con la luna y una de sus caras mirando a la otra que no ve. Hay poesía, el que no la quiere es porque no la ve.
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ENTRELÍNEAS (fragmento) […]
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e hice el amor mientras hablabas. Se ve que ni me miras. Ni te importa que no te escuchen.
Estabas tan bonita que podía marcharme sin que te dieras cuenta. Que sea la ultima vez que me hiero para hacerme ver. Que sea la última vez que escribo para no decir nada inteligente. Ácido Zítrico
Algo así como el terrorismo literario definitivo. Layla Martinez
H
ace unos días me pasó algo extraño. Estaba leyendo “La cena de los notables”, de Constantino Bértolo, y de repente descubrí algo a lo que no dejo de darle vueltas desde entonces. “La cena de los notables” es un ensayo sobre la lectura y la escritura, o más bien sobre la enfermedad que supone la lectura y la soberbia que implica la escritura. En un momento dado, Bértolo hace un repaso de algunos personajes literarios que a su vez enferman de literatura a lo largo de la novela, como el Martin Eden de Jack London o el Quijote de Cervantes. Y entonces llega a Emma Bovary. Por alguna razón, yo estaba completamente convencida de haber leído “Madame Bovary”. Es más, creía recordar haberlo leído hace dos veranos en un pdf que nos pasó el profesor de una de las asignaturas que tuve en el primer año del máster. Creía recordar incluso estarlo leyendo en casa de unos amigos en Granada. Y digo creía porque ya no lo sé. A medida que leía el fragmento que Bértolo dedica a Emma Bovary me iba dando cuenta de que no era lo mismo que yo había leído. Que lo que Bértolo contaba no tenía nada que ver con lo que yo pensaba que era el argumento de “Madame Bovary”. O, más bien, sí tenía algo que ver: recordaba el personaje, su forma de actuar, incluso su enfermedad con la literatura. Pero no recordaba a los personajes secundarios que cita Bértolo, y estaba bastante segura de que el final que yo había leído era completamente diferente. Decidí buscar el pdf para ver qué había leído realmente, pero no lo he encontrado. Debí de eliminarlo del ebook y ya no tengo acceso a la plataforma virtual del máster, así que no puedo volver a descargarlo. Sin embargo, yo recuerdo haberle dicho al profesor que lo había leído, recuerdo haber hablado sobre el personaje y recuerdo que me gustó bastante más de lo que pensaba en un principio. Por supuesto, estaba segura de que la que estaba equivocada era yo y no Bértolo, pero al ir a la biblioteca a por otro libro no pude evitar echar un vistazo al ejemplar de “Madame Bovary”. Y sí, efectivamente el final y los personajes coincidían con lo que se contaba en “La cena de los notables”. ¿Qué libro he leído yo entonces? ¿Leí realmente el pdf del profesor o solo recuerdo haberlo leído? ¿Qué
otros libros que recuerdo no he leído? ¿El pdf era realmente de “Madame Bovary”? ¿Puede ser que estuviese manipulado y el profesor no se hubiese dado cuenta? No dejo de darle vueltas sobre todo a esta última pregunta, porque la posibilidad de alterar los libros en los pdfs que circulan por internet me parece maravillosa. Hacer que miles de personas crean que Emma Bovary quema la casa con su marido dentro, que miles de adolescentes respondan mal su examen sobre “El guardián entre el centeno”, que cientos de personas piensen que el tío Tom escondía cadáveres de niños bajo el suelo de su cabaña. Algo así como el acto de terrorismo literario definitivo.
Blanco cero Juan Leyva
E
xtraño
martes
nacido
con
cero
cero
diciembre
grados
de
grados
cero
de
grados
al
que
último cristaliza
Gasta
en
me
rompehielos
mi
resonando
en
estoy
desnudo
ámame
rumbo acercan
blanco
el
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calor
abstemios
grados
cero
que
de
cegador de
cuerpo carcasa
mis tus
pasos
de
aire,
ante si
fuera
ojos.
ti sábado.
Zipolite, 11 - II - 2012 Ciara
P
asan los días y todo se va tornando de los colores suaves del atardecer. El tiempo fluye tranquilo con el sonido de las olas y el aleteo de miles de plumas que nadan en la inmensidad de un océano inmenso y eterno. Donde puedes ver que la tierra es redonda cada atardecer son mil cuentos, o solo uno que se continua tarde tras tarde en el momento antes del crepúsculo. Cada ola trae un sonido y cada sonido una vida. Esta vida, que es la mía, que la puedo ver en el agua que riela la luna cada noche, como los peces de plata que surcan mis sueños. que la puedo oler y tocar como mis pies balanceándose sobre la cuerda de equilibrio. Y la saboreo y me relamo los labios con este delicioso sabor que soy yo. Aquí con este color más dorado y con este brillo en los ojos. Me maravillan las noches oscuras de cielos estrellados que cuentan historias de Dioses humanos que se sacrifican por su pueblo en un acto de eterno amor por la vida, por la naturaleza, por una cultura que siempre vivirá en las entrañas de esta tierra que sonríe. Y la niña se moja los pies, y deja que las olas la revuelquen, sale despeinada y descolocada como esa estrella que no se decide por ningún color y tilila deleitando los ojos mojados y salados de ella. Bienvenida mi niña, niña del mi. Tú que andas descalza, como flotando, tan dulce y tan suave. Tú que sonríes con cada gesto tan agradecida y tierna. Tú que ves carreras de caracoles en las nubes y sacrificas efímeros dibujos en la arena. Tú que cantas, tu que bailas. Tú que sientes el cosmos dentro de ti y te inunda y lo rompes en mil pedazos que se cuelan entre tus dedos. Tú que has vuelto como una explosión de primavera, tú que me llenas de vida, tú que destruyes mis fantasmas, tú que eres yo, que somos, quédate conmigo.
Las ilustraciones de ĂŠste nĂşmero experimental corren a cargo de la editorial de Trasnochadas, haz con ellas lo que te apetezca, menos venderlas * Mueve esta mierda