Hilo de plata

Page 1

Distribuciones exclusivas en espa帽ol 2011

Hilo de plata

Todos los idiomas Distribuci贸n-Importaci贸n-Exportaci贸n pedidos@arcobaleno.es www.arcobaleno.es 0


Arcobaleno 2000 S.L.

Santiago Massarnau, 4 28017 Madrid Tel 91-4079845 Fax 91-4075682 pedidos@arcobaleno.es www.arcobaleno.es www.arcobaleno.blogspot.com Facebook Arcobaleno

1


HILO DE PLATA Ángel García Galiano

EDITORIAL: Dhyana Arte AÑO: 2011 ISBN: 978-84-938195-3-8 FORMATO: Rústica TAMAÑO: 15x22 PÁGINAS: 193 + 188 PRECIO: 20,67 + IVA

Hilo de plata consta de dos partes, aunque se puede comenzar por cualquiera de ellas: Libro de Aurora ¿Cómo pudo terminar Serena Sereni, una bella muchacha italiana judía de familia burguesa, habitante del Ghetto de Venecia, superviviente de Auchswitz, echando de comer a los cerdos en un lugar olvidado de La Mancha? Esta apasionante historia de tres mujeres fuertes y solitarias (doña Blanca, Serena, Aurora) recorre todo el siglo XX europeo, y aporta una mirada lúcida y sensible sobre la guerra española, el holocausto judío, el sionismo, los niños exiliados o la frágil militancia antifranquista. Al fondo, una historia de amor casi imposible, la de Aurora por Pablo; en primer plano, el horror de todos los “ismos” que jalonaron un siglo infausto. Una novela espejo, que ofrece dos historias y, por tanto, dos direcciones de lectura.

Historia de Pablo Tras más de media vida sometido a las consignas de una organización religiosa sectaria, el protagonista de esta historia, Pablo, regresa a su hogar, en un lugar de La Mancha, a la casa del padre recientemente fallecido, a los recuerdos de la infancia y la adolescencia y, sobre todo, a la imagen y al fervor de Aurora, su amor adolescente. El duro aprendizaje de la cotidianeidad, el acoso de los dirigentes de la secta para que regrese y su reencuentro con una Aurora madura, casada y madre, entretejen en contrapunto los recuerdos de los pasos sibilinos que lo fueron subsumiendo en el pozo sin fondo de la organización (todo un estudio, apasionante, sobre el control mental de las sectas), para urdir, al cabo, una historia de soledades y esperanzas escrita con una prosa incisiva, rigurosa y serena.

2


ÁNGEL GARCÍA GALIANO Ángel García Galiano (Madrid, 1961) es el autor de los ensayos La imitación poética en el Renacimiento, El fin de la sospecha y Retrato de Francisco Ayala. Como profesor de literatura ha ejercido en las Universidades de Padua (Italia), Deusto (Bilbao), Dartmouth (USA) y Complutense (Madrid). También ha publicado Liturgia de las horas (Huerga&Fierro, 1998) y la novela El mapa de las aguas (Mondadori 1998), sobre la cual dijo la crítica: «magnífico fresco de época. Su escritura opera en los territorios inestables del alma» (F. Solano, RESEÑA); «una primera novela extraordinaria. Dotado de un poderoso caudal lingüístico (…) muestra un inquebrantable estilo, vivo, sinuoso y sugerente» (L. Satorras, EL PAÍS); «es una obra tan deslumbrante como insólita» (J. C. Peinado, LEER); «¡qué brío y qué decisión a la hora de narrar!» (J. M. Guelbenzu, Revista de Libros): «una excelente obra que ocurre en el territorio de lo mágico-real» (J. Vázquez, EL MUNDO). Hilo de plata (Dhyana Arte, 2011) manifiesta tal madurez y hondura en el estilo y la ambición temática que en ella se corroboran y aumentan todos aquellos juicios. Una escritura fresca e insólita, que va de la Historia a la historia, y del alma al Alma.

A continuación les ofrecemos una muestra de Hilo de plata con el permiso del autor. Al tratarse de un libro que puede leerse en dos direcciones, los fragmentos pertenecen al inicio de cada una de ellas. El primero pertenece al Libro de Aurora y la segunda a Historia de Pablo.

3


LIBRO DE AURORA EL ESPEJO

Dar cuenta aquí, Pablo, de estos casi cuarenta y dos años es una forma indirecta de ponerme yo misma frente a un espejo y, más allá de las primeras arrugas o de las canas impertinentes, preguntarme, por primera vez, quién soy. Toda una vida de sucesivas revelaciones hasta tejer, al fin, el cumplido retrato que me diga, que nos defina, un retrato a base de sonidos, imágenes y silencios, y que comienza, a mediados de los cincuenta, con la voz de mi madre, casi una niña, susurrándome al oído una nana en judeoveneciano, únicas palabras que atesoro de una lengua levantina y errante que perteneció a mis antepasados durante siglos y que se extravió en el regazo de mi madre: Ninna nanna debe far la nanna el fillo de la mamma e cosí xe farà gran. Gam gam gam ki elej begué salmavet lo lo lo ira ra kiatá imadí.

Esa cantinela tan dulce y esa misma voz me llevan al recuerdo de una plaza que yo no conozco, en el Campo del Gueto Nuevo de Venecia, y a una casa frente a la Fontamenta degli Ormesini, y una ventana que da al canal, a espaldas de la plaza, desde la que se ve media jamba de la Casa Israelitica di Riposo donde tenía su consulta mi abuelito, frente a las ventanas clausuradas de aquellas escuelas semiclandestinas, las sinagogas tudesca, cantón y española, que espero muy pronto poder visitar, siquiera como turista y extranjera, y pensaré en mis abuelos, y en los padres de sus padres y así, desenhebrando un hilo inmemorial que no se rompe, llegar de nuevo aquí, a estos paisajes mesetarios y fríos y feos de donde provenimos y que, un día aciago y triste, los abuelos de sus abuelos de sus abuelos miraron por última vez antes de ser expulsados camino de la mar y un barco que los llevara al exilio mediterráneo hasta recalar en la República de Venecia y a aquel mismo Campo sobre el que construyeron una memoria 4


y una tenaz supervivencia que se muere ahora, definitivamente, en mí, extranjera de nacimiento, verdadera judía errante y a la deriva, habitante solitaria de este palacio inmenso y derruido, del que sólo puedo poseer, a duras penas, las estancias de abajo, el jardín y la guardería del patio, y este apartamentito a mi medida, pues el resto de la mansión destartalada, las otras dos enormes plantas, se me desmorona a trozos y no hay renta ni tierras a la venta capaces de volver a levantar su austera y ostentosa grandeza de otro tiempo. Unas habitaciones que mi madre cuidara y modernizara hasta donde la severidad de doña Blanca le permitió con sus renuencias de vieja más que austera, un tapiz aquí, una estufita de cinc allá, unos grabados de anticuario, esa alfombra en el salón, junto al brasero, bajo la mecedora, tan necesaria en el implacable rigor de los inviernos continentales, esas persianas y fallebas que cuidan las cortinas de raso y, a la vez, sumergen en la penumbra fresca estos salones, que se protegen así contra las tardes interminables e infernales de los largos veranos manchegos, hasta, en sus últimos tiempos, cuando ya el cáncer comenzaba a consumir su cuerpo enflaquecido, aquella radio que se trajo del piso de Madrid, una vez que esta peculiar “familia” formada por nosotras tres, decidiera, en la práctica, venir a vivir al pueblo y dejar cada vez más las visitas a la capital para, casi en exclusiva, los engorrosos viajes burocráticos; fue una decisión no dictada por ánimo alguno, sino una suerte de abandono a la costumbre que cada vez nos empujaba más y más hacia esta casona desportillada, que mi madre hubo de intentar acondicionar muy poco a poco, de esa manera imperceptible y tácita con que ella sabía no contrariar los implacables deseos inamovibles de doña Blanca y, al mismo tiempo, conseguir convertir que estas paredes y techos de gigante fueran algo más que el recuerdo de una hidalguía ilustre y lejana. Cuando mi madre me leyó, en una noche de invierno a la luz vacilante de los candiles, por primera vez, el Quijote, era fácil imaginar su caserón ornado de escudos de piedra, reliquias antiguas, armaduras y glorias marchitas y perdidas: la decrépita mansión del hidalgo loco y bueno era prácticamente igual a esta otra en la que mi madre y yo nos dejábamos arrullar con la prosa cencida de sus aventuras por estos mismos Campos de Montiel, parecida incluso en la bien nutrida biblioteca de ambas, la suya experta en caballerías, la nuestra surtida más que medianamente en materia de religión y teología, incluido un buen número de libros heterodoxos, o casi, que se conservan de los tiempos en que la madre de doña Blanca atesoraba aquellos infolios heréticos como

5


refugio de su enfermedad crónica, quizá una pura y simple melancolía: la de quien, princesa de guisante y urbe, había dado en los brazos de un señorito de campo y caza. Primero fueron largas temporadas estivales en el pueblo, a fin de evitar el tedioso e insufrible verano de la capital, comparado con la tibia y llevadera penumbra que proporcionaban los sillares de estos muros, el olor fresco y aljofarado de los geranios y las rosas en el gran patio central, el agua cristalina de su pozo, o el silencio casi frío de sus noches estrelladas y serenas. En un momento dado difícil de precisar en el tiempo, espaciamos cada vez más las penosas vueltas a la capital, en donde un piso cerrado y progresivamente enmohecido y cubierto de polvo nos esperaba con su herrumbre de soledad, oscuridad y tristeza; hasta que un día supimos que aquel fugaz viaje para resolver una cuestión de notarios y de banca sería la última vez que pernoctaríamos en el piso de mi infancia, a dos zancadas del Retiro, al pie de los Jerónimos. La dirección, calle de Felipe IV, en la que, yo no lo recuerdo, un lacónico telegrama nos informó una primavera de mi niñez del fallecimiento de mi padre. O este espejo en el que se refleja ahora mismo mi rostro un punto ajado y ya lejanamente adolescente, mis ojos verdes y un poco melancólicos, esa mirada de quien parece que se está despidiendo, “miras siempre como si dijeras adiós”, ¿recuerdas?, esa era una de tus formas de dividir a la gente en dos grandes grupos, los que iluminan los ojos con la felicidad de uno que acabara de llegar, y los que tienen, como yo, visaje y actitud de despedida. Pero, te decía que mis primeros recuerdos no son míos, me llevan, transportada por el arrullo triste de las nanas en dialecto veneciano o el recuerdo muy borroso de alguna salmodia hebrea a una plaza (campo, en ese idioma isleño y orgulloso) que jamás he visto, pero que mis oídos reconocerían de memoria, piedra a piedra y baldosa a baldosa, igual que sabría subir con los ojos vendados por los escalones húmedos que conducen al piso de mis abuelos e identificar todos y cada uno de los objetos que una niña adolescente y aterrorizada atesoró en su memoria durante los infinitos días del lager como un único, pero tenaz, sentido de una vida que, si era algo, si tenía algún propósito o valor, no era el que le confería el horror de aquellos barracones espantosos, la mirada turbia y animal de los capos, el crujido de las botas de los SS, el miedo a perder la gorra en un recuento o la bacinilla en la fila del rancho, la nieve de fuera y el frío del alma tan metido en los huesos; si la vida era algo que se puede recordar o proyectar hacia delante, era más bien aquella caja de música ante cuyo espejo bailaba un vals circular una pareja vienesa, o los siete brazos del candelabro que presidía cada 6


comida en la mesa ovalada de un salón en cuyo rincón brillaba, negro y caoba, como un catafalco luminoso de arpegios, el piano del que fue arrancada con once años recién cumplidos para ser llevada desde Fossoli, en un tren atestado de niños y viejos y hombres y mujeres ignorantes y aterrados como ella, hasta el campo de exterminio. La vida, de ser alguna cosa, era más bien aquella mano de su padre que cada noche acariciaba su pelo rubio y ensortijado y le daba las buenas noches, y ese beso imposible con el que siempre soñó y al que se aferró con tenacidad de náufrago, un día y otro, hasta el paroxismo de la supervivencia, todas y cada una de las infinitas y absurdas noches oscuras de Auchswitz. O los acordes que poco a poco fue aprendiendo de su madre, lentamente, en el piano, esos mismo acordes y melodías que le salvaron la vida y que, años después, intentó transmitirme a mí, con la paciencia y la alegría de quien ha regresado del Hades, de la Sheol, y ya no anhela nada, sin miedo, sin esperanza. Unos acordes que atesoro torpemente entre mis dedos, y una paciencia y un amor que yo querría saber perpetuar en sus nietos, acaso el único recuerdo posible y real de su paso por el mundo: esas notas, esa ternura, esa mirada dulce para convertir cualquier lugar en un sitio placentero y habitable. El único legado, su capacidad de crear belleza en torno, de una mujer desterrada, expatriada, extranjera siempre allí donde ha vivido, que quiero poder dejar como heredad a mis dos hijos. De ser la vida algo eran aquellos rituales, las preces en hebreo que entonaban los mayores cuando se reunían en casa o en la sinagoga para celebrar la Pascua, el YomKippur, o el Carnaval en plena calle, un mundo perfecto e infinito de ritos y preceptos que, no así como las notas del piano, se quedaron para siempre atrapados en su memoria, sin salida. Judía perseguida, luego sionista laica de supervivencia, ferviente admiradora del padre de la patria, David Ben Gurion, más tarde comunista en un París que se desembarazaba febril y entusiasta de las heridas de la ocupación, y luego nada, madre casi soltera y clandestina, la mujer de un comunista español del exilio, criada luego de doña Blanca hasta su muerte; la servidumbre y la necesaria discreción, impuesta a medias por el miedo de la señora y por la presión de aquel país derrotado por una guerra civil en el que una mezcla de amor, ideología y destino la acabaron encaminando, como refugio, a un papel de chacha silenciosa y discreta con el que sacó adelante su maternidad solitaria, a costa de ocultar su linaje y, sobre todo, su pasado, hasta casi olvidarlo o, lo que es casi lo mismo pero no es igual, obligarse a olvidarlo si quería sobrevivir en aquel submundo ajeno y agresivo de una España nacionalista, católica, conservadora, amedrentada por la ferocidad de la guerra y las secuelas de la 7


victoria. Aprender a vivir fingiendo, callando, escondiendo las emociones, los sentimientos, las creencias y las raíces en una España imposible para una madre no casada, amancebada con un presidiario comunista, extranjera, pobre y judía. A ver cómo se puede digerir todo eso en el Madrid victorioso y autárquico de 1955, año en el que nací y recibí, como un bálsamo y un propósito de felicidad, el nombre de Aurora. Mi infancia, ignorante y ajena a todo el tremolante universo que arrastraba bajo mis huesos, estuvo presidida por el miedo y el silencio, un miedo a preguntar por qué yo no tenía un padre como las demás niñas de ese colegio de lujo y uniforme al que me venía a recoger cotidianamente Raimundo, el chófer de doña Blanca, con la visera calada y el brillo militar de los botones dorados de su chaqueta; un miedo inhumano a recibir los insultos de las demás niñas por no ser como ellas, por rechazar la catequesis, por no prepararme para recibir la Primera Comunión, un miedo que rebotaba en mis amigas y compañeras de clase hasta que fui perdiendo su amistad una a una, una pérdida y soledad a la que contribuían por partes iguales mi temor y su recelo, acaso fomentado por unos padres inquietos ante las veleidades laicistas de esa niña, a saber hija de qué gente. Hasta que, al año siguiente, doña Blanca y el Capellán del Colegio te persuadieron, mamma, para que cedieras y me dejaras asistir a la catequesis. Un desgarro íntimo y definitivo, que sepultó tu pasado y tu memoria y que te acompañó ya hasta la tumba (¿traicionabas así el azar de tu supervivencia de la Shoah, la memoria en cenizas de tus padres, la lucha militante de mi padre?, ¿se hundía entonces el último resquicio de sentido para tu errática y escondida existencia?), decidió dar su consentimiento a las beneméritas admoniciones del cura y de tu ama y dejaste que me apuntaran, con las niñas un año más pequeñas que yo, al siguiente grupo de preparación. Y cómo explicarte la sensación de abandono, el frío y el estupor que me recorrieron el día de tan solemne y maravillosa ceremonia cuando, vestida de blanco como una princesa, zapatos de charol y medias de encaje, con guantes de seda, velo translúcido y un rosario en mi mano derecha, cubriendo en parte el libro de nácar con las oraciones del catecúmeno, me acerqué al altar para recibir a Dios en aquella Iglesia gótica de los Jerónimos, cuyo recinto luminoso de vidrieras y columnas ascendentes tanto me impresionó al pisarlo por primera vez, una iglesia, cuyas agujas se podían ver desde el salón de casa de doña Blanca, pero cuyos umbrales jamás habíamos atravesado, ni siquiera para acompañar a la señora en sus misas de doce dominicales, tú y yo en casita, preparando el almuerzo o escuchando la radio, esa misma que ahora tengo 8


enfrente y que tú te trajiste aquí cuando las temporadas estivales en el pueblo eran, año tras año, más que unas meras vacaciones y se habían convertido en un imperceptible cambio de lugar de residencia. Cómo explicarte, decía, la sensación de intemperie al contemplar las lágrimas de doña Blanca y su amiga polaca, mientras yo regresaba al banco, con las manos unidas en manifestación pública de fervor y de recogimiento, obsesionada por no rozar siquiera con los dientes (tremendo sacrilegio) aquella oblea sagrada y dulce que se llenaba de saliva y se disolvía poco a poco entre la lengua y el paladar, o la soledad inmensa de aquella pobre vieja y su amor por esta niña aterida que no podía entender por qué su madre, lo único que tenía en el mundo, se había quedado, una vez más, en casa y no había acompañado a su pequeña hijita en este día tan señalado y feliz en que iba a recibir, en su alma inmaculada y sin pecado, tal como nos enseñara el cura de la catequesis, el cuerpo resucitado y divinal de Jesucristo. Mi madre siempre fue la criada de doña Blanca, aquí y en Madrid, y a pesar de que en tu memoria de adolescente la recuerdes quizá como una persona mayor, murió con cuarenta y seis años recién cumplidos, aunque ciertamente devastada, demolida por el cáncer, la soledad y no sé si la tristeza. En sus últimos años dio en vestir casi como una señora más del pueblo, habituada como estuvo siempre, desde los diez años, a camuflarse para pasar desapercibida (¿has visto Zelig, la maravillosa película de Woody Allen?), para no llamar la atención de los SS, de los sionistas, de los comunistas, de la policía de Franco, de los curas, para librarse sobre todo de las demoledoras y turbias habladurías de un pueblo como este, aplastado por una inercia inmemorial de siglos a las feroces leyes de la supervivencia, leyes adobadas de autarquía agrícola, brutalidad mesetaria, desconfianza castellana, ferocidad continental de un clima imposible y aspereza y sequedad del paisaje yermo y marchito. Cuando tu vista, mamma Serena, se perdiera en estos infinitos horizontes mortecinos y pajizos de cebada y sarmientos, ajenos a la ondulante distracción de valles y montañas, ¿te transportaba el corazón a las baldosas mojadas de los canales, a los cielos tamizados de la isla, a la infinidad de matices, colores, olores y vibraciones que, mágicamente, penetran y deslumbran cada esquina de tu ciudad, al silencio de sus estrechos corredores, de cuyos muros húmedos cuelgan las parras frondosas e irisadas, los árboles frutales, el esplendor floral de las glicinas, los ciclámenes, las violetas, las prímulas, la mirada serena y esquiva de los innumerables gatos, el zureo de las palomas inquietas?; ¿se te iba la memoria al recuerdo de tus juegos de niña en los Campos del Sextriere di Cannaregio?, ¿acaso tu mirada añoraba los anocheceres sobre el muelle, con 9


San Giorgio enfrente y la Giudeca, o se te extraviaba hacia los veranos felices de antes de la guerra y las absurdas leyes raciales cuando aún podíais bañaros en las playas del Lido?, ¿o recordabas las reuniones familiares en cualquier hostería de Chioggia, rezumante de marisco, anguilas, sepia, pez espada, sarde in saor, pulpitos y sargos, la mitad de cuyos platos os estaban vedados por una tradición que tus padres ya no comprendían pero respetaban a rajatabla?; ¿o te arrastraban tus ojos llenos de lágrimas a tu mocedad parisina, a la noche terrible que pasaste a cien metros de tu casa, ya huérfana de todo, en la Casa di Riposo, antes de embarcar hacia Levante, a la clandestinidad primero sionista y más tarde comunista de la resistencia antifranquista?, ¿o te irrumpían, de sopetón, pesadillas recurrentes y asmáticas de los barracones del lager, cuando las notas de un piano acompañaban el retumbar de las botas odiadas y los zuecos ateridos de quienes salían a la intemperie de una jornada demoledora de trabajo? Cómo podía imaginar aquella niña rubia y pálida, hija de acomodados burgueses venecianos, mientras aprendía serena y lentamente sus primeras piezas en el piano de cola que presidía el salón de nuestra casa en la Fondamenta degli Ormesini, cuando escuchaba entonar a algún pariente, con las velas de la menorah encendida, los pocos himnos hebraicos que en esa casa laica se incoaban en alguna de las grandes fiestas, purim, o pesaj, cómo podía ni siquiera pasarle por las mientes a esa muchacha tímida y sensible que iba a terminar sus breves días con un mandil en el regazo, yendo a la fuente a llenar los cántaros de agua, lavando intestinos ¡de cerdo! en un lebrillo, preparando el tranquillón para los animales, o majando ajos en el corral desportillado de una casona vieja y de perdida nobleza, la más señera de un villorrio polvoriento y calcinado por la escarcha o el sol continental, casi sin primaveras ni otoños, en medio de la más absoluta y yerma desolación, al lado de una vieja y antigua exseñora, cuya progresiva enajenación aliviaba su corazón de graves heridas y sinsabores, y de una niña que ya no era de aquí, ni de allí, ni sionista, ni comunista, ni veneciana, ni manchega, extranjera de nacimiento, hija del no lugar, habitante solitaria de este mismo palacio o venta tan quijotesco como imposible, que desgrana unas palabras, como las cuentas del rosario nacarado de mi primera y triste comunión, en pos de construir, ante el espejo de estas páginas, una imagen, Pablo, que me refleje y me diga, que nos diga, para saber, incluso, cómo no, si a los cuarenta y casi dos años, cuatro menos que mi madre, y con tu espeluznante experiencia, aún podemos, quizá al cabo de estas mismas páginas, recomenzar una historia cercenada en sus raíces aquel verano maravilloso y triste de hace veintiséis, cuando nuestros cuerpos ardían de amor adolescente y deseo y tus 10


manos nerviosas indagaban, más allá de mis muslos, por entre el humor resbaladizo y tierno de los pececillos asustados y anhelantes que nuestros besos propiciaban. Tras la liberación del campo de exterminio por las tropas rusas, a finales de enero de 1945, diez días después de que los SS lo abandonaran precipitadamente y dejaran a su suerte, y a la nieve, a los miles de prisioneros famélicos que yacían hacinados a la espera del gas, o sin espera ya siquiera, mi madre pesaba veintitrés kilos, le faltaban tres días para cumplir doce años y llevaba casi uno en aquel infierno donde la civilización humana sacó a relucir su lado más inefable, literalmente, pues no caben las palabras y sólo el silencio y la memoria (ya que no hay sentido posible ni inteligencia que atenúe o justifique) pueden acompañar el horror inverosímil al que se arriba cuando el sentido o la finalidad, cualquier finalidad, quedan siempre al otro lado de las torretas de control o las alambradas. Inefable porque, como de tantas otras cosas, yo no he sabido durante años por mi madre, atrapada en su silencio, el indecible espanto de aquellos meses, salvo, acaso, por los ramalazos de angustia con que, en medio de la noche (dormíamos juntas, al menos durante largas temporadas dormimos juntas) se despertaba gritando o pronunciaba palabras inconexas de súplica o terror en aquel yídish de supervivencia o alemán carcelario que era el único lenguaje del lager y que ella aprendió a marchas forzadas cuando se dio cuenta de que de él podía depender, como así fue, su salvación. La facilidad para los idiomas que le proporcionó su oído musical y aquellas pacientes lecciones de piano de la abuela, o el simple azar, quién puede saberlo, consiguieron que mi madre no haya engrosado esa lista de decenas de nombres que ornan, como un baldón de dolor y miseria, la entrada en el Gueto de Venecia, enfrente justo de nuestra casa, una lista aterradora en la que se da cuenta, una a una, de todas las víctimas de la sinrazón, habitantes de aquella otra cerrada sinrazón, pues ya el gueto y su concéntrica y carcelaria disposición es un símbolo patente y patético de aquellos tiempos, no hace tanto, en que la Serenísima y muy ilustrada República de Venecia decidiera encerrar a todos los hebreos entre las asfixiantes cuatro paredes de aquellos pocos acres de tierra y agua putrefacta de una mínima isla dentro de la isla. Pues bien, junto a la Casa di Riposo, ya te digo, al ladito de nuestra casa (una casa que sin conocer me sé de memoria, y la huelo y la toco y hasta creo sentir la cretona de los sillones, y el terciopelo que guarda la madera noble de la escribanía de mi abuelo, y su maletín de cuero y las lentes, o el piano donde mi abuela y mi madre desgranaban aquellas notas lentas al caer la tarde de cualquier jornada húmeda de 11


invierno anterior a la barbarie) hay una lápida negra de bronce, entre cuyos nombres están inscritos para la eterna memoria de la Shoah el de mis abuelos y el hermano pequeño de mi madre, incapaces de superar el terror de aquel confinamiento inhumano al que llegaron un día de crudo invierno polaco de principios de 1944, hacinados en un tren de ganado en el que hubieron de soportar cinco jornadas inenarrables, de pie, sin comida, ni agua, ni explicación alguna de a dónde los estaban conduciendo. Auschwitz era, en aquel momento de la historia, sólo un lugar geográfico, un mero nombre sin sentido. Fue la última vez, tras los dos meses de reclusión en Fossoli, que vio con vida a su familia, nunca más supo nada de ninguno de ellos; por otro lado, mi madre es la única junto a otros siete judíos venecianos que sobrevivieron a aquel espanto: no queda nadie, por tanto, ni pariente ni amigo, ni viejo paciente de su padre, ni vecino borroso de aquella infancia en el gueto, que pueda dar cuenta a nuestros jirones de familia de un pasado marchito y derrumbado al que ya no pertenecemos. Yo al menos. ¿A qué pasado pertenezco? Porque la memoria que no quiero borrar jamás del Holocausto apenas si la conozco por los escasos y fugaces relatos inconexos de mi madre, de repente una frase, un comentario, una noticia en la radio o unas imágenes en la televisión y entonces ese silencio tan significativo que yo bien me conocía, apenas nada, una memoria recompuesta a base de fragmentos de náusea y que tiene más de reconstrucción libresca sobre lo que yo, obsesivamente, haya podido leer al respecto, que de lo que una amnésica voluntaria y serenamente triste haya querido o podido legarme en estos veinticuatro años de vida que hemos compartido siempre juntas y siempre, salvo en los meses finales de su cáncer, férreamente parapetada en el silencio.

12


HISTORIA DE PABLO 1 ¿A dónde te escondiste? (Juan de la Cruz)

Toda la vida, ya mediada, desaprendiendo. Desde la misma cuna, desde antes del primer recuerdo, los padres transmiten su sombra en forma de avisos, cuidados, normas, antepasados, recelos, dioses, patrias, anhelos; la escuela nos llena luego la cabeza, el corazón, de banderas, imperios de cartón piedra, mandamientos, héroes de Enciclopedia Álvarez, mártires de la causa, malos de película, misioneros comidos por el tigre, vírgenes y confesores; la sociedad, más tarde, de cartillas, créditos, porvenires, seguros a todo riesgo: el caso es pensar, siempre, que eso que tú ves y vives es la dimensión exacta del universo. Dado cualquier entorno, el que fuere, es imposible deducir que las cosas no vayan a ser como nosotros (y con qué intensidad) las vivimos: cómo no ha de estar ahí esa frontera, ese recuerdo colectivo de añejas pero no menos heroicas hazañas, ese “nosotros” que nos circunda, esos dioses lares y penates que nos piden circuncisión o tierra, sacrificios o misericordia, cómo no van a ser reales estos apellidos que al declararme e identificarme me centran, me cercan, me encadenan a una serie biológica en forma de ADN o flatus vocis que hunde sus raíces en esta misma tierra que, cientos de años después, yo mismo piso y venero. Desaprender, desandar en busca del centro, del vórtice onfálico, del útero materno por el que, un día, sacamos la cabeza pelona y fuimos acogidos en unos brazos a un mismo tiempo aplastados por un terror de siglos y, con idéntica intensidad, exaltados por una seguridad lunática y milenaria, a través de la cual obra la Naturaleza para reproducirse, en zig zag de beoda, generación tras generación.

13


Luego comienza la hora de la Recapitulación, la de derribar los ídolos, la madre, el padre, todos los Padres... para quedarnos en cueros, como el primer día, ahora, ya, sin brazos que nos acojan temblorosos y nos nombren: piedras blandas sin fe en el futuro. Ni siquiera sabe uno que este des-andar hacia el regazo sirva para algo, a lo mejor es más agallas aún, más práctico y sereno, hincar la cerviz al yugo cansado de la Costumbre y eternizar el rito insomne de construir eternamente la torre de babel, el arca de la alianza, la nave final contra todos los diluvios, agarrar el odre viejo y beber a gollete sin descanso hasta que el torpor sedante del sueño espeso de este vino postrero, quizá por fin, sepa, transubstanciado, a sangre y a placenta materna, al calor germinal que nos envolvía antes de la expulsión del paraíso: pero el ángel guardián no nos deja acercarnos al árbol de la vida, mira su espada flamígera, imposible regresar. ¿Si encontrara un nuevo camino, si no confundiera otra vez un croquis con el mapa exacto del Universo, si mi Aurora idealizada se hiciera carne, desaparecería el colapso?, ¿hay remedio contra la castración, o uno se queda eunuco para siempre hasta en el Reino de los cielos? ¿Es la huida una embriaguez exaltada, pura euforia desesperada que me saca de quicio y hace que me olvide por un día, un mes, un año, de quién soy? El nombre, el nombre, las raíces, condenado a ser árbol... Luego (¿necesariamente y por suerte?) viene el des-engaño, desaprender el camino y lanzarse al barbecho sin otra brújula que la tenaza en el esternón que se me agarra con más fuerza que antes, que ahora. ¿No hay remedio?

14


OTROS LIBROS QUE DISTRIBUIMOS EN EXCLUSIVA La Leyenda de Catharmad

El piano del abuelo

Daniel Recha Durán

José A. Borgo

ISBN: 9788461386994 162 pp, 15x23, rústica, 2010 Género: Novela juvenil

ISBN: 9788461368433 270 pp, 13x21, tapa dura, 2009 Género: Novela PVP: 17,26€ + IVA

PVP: 11,54€ + IVA

La Gran Berengaria

Los círculos de la verdad

A. Rebeca Calvo

Cristian Liur

ISBN: 9788493782009 304 pp, 15x22, rústica, 2010 Género: Novela

ISBN: 9781597544696 350 pp, 14x21, rústica, 2009 Género: Novela

PVP: 22,12€ + IVA

PVP: 12,50€ + IVA

No a nosotros, Señor

Superando orillas

Eduardo Perellón

Lectura intercultural de la narrativa de Concha López Sarasúa

ISBN: 9788461332748 520 pp, 17x24, rústica, 2009 Género: Novela

Mohamed Abrighach ISBN: 9980000007234 318 pp, 17x24, rústica, 2009 Género: Ensayo

PVP: 14,42€ + IVA

PVP: 18,27€ + IVA

Añicos de cerebro Дребезги ума – Афоризмьі

Chistes rusos

Andréi Koriakóvtsev

El humor en Rusia desde la época soviética a nuestros días

ISBN: 9788461130702 95 pp, 13x21, rústica, 2006 Género: Aforismos Textos en ruso y español

ISBN: 9788461402717 111 pp, 14x21, rústica, 2010 Género: Humor Textos en ruso y español

PVP: 7,69€ + IVA

PVP: 9,62€ + IVA

Las recetas de Solita

La llave olvidada

La Cocina en los Episodios Nacionales de Galdós

J. Herrero / A. Rodriguez

A. Rebeca Calvo

ISBN: 9788460599708 196 pp, 14x21, rústica, 2000 Género: Autoayuda

ISBN: 9788493782016

Género: Cocina

PVP: 11,54€ + IVA

PVP: 15,38€ + IVA

15


Niebla roja

El trazo oculto

Armando Molina

Graciela Rodríguez Alonso

ISBN: 9788493578206 208 pp, 14x21, rústica, 2007

ISBN: 9788493578213 232 pp, 14x22, rústica, 2008

Género: Novela

Género: Novela

PVP: 15,00€ + IVA

PVP: 16,00€ + IVA

Afrodita y el amor

Mujeres enamoradas: mujeres terribles La mujer, el monstruo, el laberinto… y el héroe.

Alicia Esteban Santos ISBN: 9788493578237 143 pp, 12x17, rústica, 2010

Alicia Esteban Santos

Género: Teatro

ISBN: 9788493578220 176 pp, 12x17, rústica 2010

PVP: 9,00€ + IVA

Género: Teatro PVP: 10,00€ + IVA

Troya Los horrores de la guerra

Vuelve, Ulises... ¡Vuelve! No, Ulises nunca regresó

Alicia Esteban Santos

Alicia Esteban Santos

ISBN: 9788493578244 161 pp, 12x17, rústica, 2010

ISBN: 9788493819507 199 pp, 12x17, rústica, 2010

Género: Teatro

Género: Teatro

PVP: 9,57€ + IVA

PVP: 11,54€ + IVA

¡Ya no existe Troya!

Colección de Oro (Pack de 5 CD-Audio)

Alicia Esteban santos

Gustavo Adolfo Bécquer

ISBN: 9788493578251 187 pp, 13x20, rústica, 2009

ISBN: 9788493578282 Más de 5h de narración Con fondo musical

Género: Novela

Género: Audiolibro

PVP: 14,50€ + IVA

PVP: 25,48€ + IVA (18%)

16


El ciclo Troyano I Los antecedentes de la guerra de Troya ISBN: 9788493578268 100 pp. 14x21, rústica. Año ed. 2010 Género: Didáctico

PVP 12,02€ + IVA

Iconografía de la mitología griega es una nueva colección de libros puramente didácticos de temas monográficos de mitología e iconografía, con exposición de los mitos, referencia a las fuentes literarias y muestra de pasajes relevantes, abundantes imágenes en color, comentario de éstas y bibliografía.

El ciclo Troyano II En la guerra (Episodios de la Ilíada) ISBN: 9788493578275 84 pp. 14x21, rústica. Año ed. 2010 Género: Didáctico

PVP 12,98€ + IVA El ciclo Troyano III La caída de Troya ISBN: 9788493578299 140 pp. 14x21, rústica. Año ed. 2010 Género: Didáctico

PVP 13,46€ + IVA El ciclo Troyano IV El regreso de Agamenón (Historia de una familia sangrienta) ISBN: 9788493819514 132 pp. 14x21, rústica. Año ed. 2010 Género: Didáctico

PVP 14,42€ + IVA

NOVEDAD

El ciclo Troyano V El regreso de Ulises (Episodios de la Odisea) ISBN: 9788493819521 145 pp. 14x21, rústica. Año ed. 2010 Género: Didáctico

PVP 14,66€ + IVA

NOVEDAD

17

El ciclo Troyano ocupa los primeros 5 tomos de la colección, y aborda un tema tan fascinante como el de la guerra de Troya, muy rico y variado en contenido. Las imágenes plasman los distintos episodios de la guerra, y son acompañadas por sustanciosos comentarios, con la explicación de los mitos correspondientes y relación de las principales fuentes literarias griegas, de las que se presentan algunos pasajes relevantes.


Santiago Massarnau, 4 28017 Madrid Tel 914079845 Fax 914075682 pedidos@arcobaleno.es www.arcobaleno.es 18


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.