1917 La Revolución rusa cien años después

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8.  La Revolución rusa y América Latina. El primer diálogo (1917-1924) Elvira Concheiro Bórquez

Contar una historia que comenzó hace cien años tiene su complicación, sobre todo aquella que está cargada de tantas pasiones. Reclama, en primer lugar, superar ideas preestablecidas en las que por muchos años y, sobre todo, en las últimas décadas, se encajonaron aquellos acontecimientos, se crearon mitos, se afianzaron miradas sesgadas, como ha sucedido con los que aquí pretendemos rememorar. Pese a contarse ahora con bastante más información, la historiografía de años recientes, acompañada de documentos provenientes de los archivos rusos, ha contribuido a oscurecer su comprensión al estar cargada de los prejuicios ideológicos que se erigieron con fuerza desde la caída del Muro de Berlín, y que hacen decir lo que quieren a la letra escrita hace cien años. De manera que estos estudios no contribuyen mucho más que las viejas visiones dogmáticas, ahora con signo opuesto. En términos generales, ha prevalecido un esquema que al analizar la Revolución rusa y su influencia en todo el orbe, se enfoca antes que nada en la fundación de los partidos comunistas adheridos a la Internacional Comunista (lo que seguramente fue uno de los fenómenos políticos globales más extendidos hasta entonces, que abarcó rápidamente tanto a Occidente como a Oriente), como la forma que permite centrar la atención en la influencia y, con más contundencia, en el control de los comunistas soviéticos sobre estos partidos, para contar con una fuerza mundial de apoyo y, con ella, tratar de incidir desde Moscú en los diversos procesos de cada país. Dicho brevemente, este enfoque omite los diferentes momentos (algunos efectivamente condensados en el tiempo) de la revolución, de forma que todo queda reducido al peor momento del estalinismo, con todos los estereotipos generados durante la Guerra Fría; de forma que la influencia de la revolución se entiende casi solo a partir de su expresión organizativa e institucional, es decir, cuando deja justamente de tratarse de un 237


acontecimiento en rápido movimiento, que tiene mucho de improvisado, caótico, creativo e inacabado. Esta historia termina reduciéndolo todo a un asunto del grado de exportación de los propósitos de una fuerza política, los bolcheviques, y de intromisión estatal y de control de las fuerzas identificadas con la obra soviética. Un enfoque que piensa siempre presente y omnipotente al gran Leviatán; que no puede imaginar un momento en el que prácticamente no hay Estado y cuando el que se está erigiendo a toda velocidad está centrado en la gran tarea de sobrevivir, cercado por todas las potencias y, pronto, ensartado en una dolorosa guerra civil, pese a lo cual es noticia mundial que asombra por igual a quienes les genera empatía como a quienes les asusta y preocupa. Se trata, por lo dicho, de un esquema bastante empobrecedor de lo que fue un fenómeno inédito, de dimensiones pocas veces vistas en la historia y generador de las más diversas y extraordinarias expectativas y anhelos en el mundo popular y, en particular, entre los trabajadores del mundo entero. Pero también es un hecho que impactó a fuerzas ajenas que, contra todo sentido, quedaron incluidas en el gran campo «bolchevique» que, en aquel entonces, crearon sus enemigos, como fue el caso de los gobernantes mexicanos del primer momento posrevolucionario de ese país que, dado su discurso, en los informes estadounidense fueron catalogados como gobiernos «bolcheviques»1. Como aquí documentaremos, podemos asegurar que los mexicanos de principios del siglo pasado, pese a la paranoica campaña contra «los maximalistas» proveniente sobre todo de Estados Unidos, pudieron entender mejor de lo que se trataba aquella revolu1   En 1926, el entonces presidente Plutarco Elías Calles, que llegó a ser conocido como el «presidente rojo», declaró: «En México a todo hombre avanzado se le llama “bolchevique”. Y a mí naturalmente. Se me ha tildado por mis adversarios de “extremista” solo porque no he querido oponerme a las corrientes de renovación que en los momentos actuales arrollan a los viejos y carcomidos sistemas […] en México estamos hablando de “gobernar con la Constitución de 1917” y por lo mismo solo a título filosófico y humanitario nos interesa el sovietismo como sistema de gobierno». Veáse Plutarco Elías Calles, «Las políticas del México de hoy», Foreign Affairs 5(1), Nueva York (octubre de 1926), citado en Beatriz Urías, «Retórica, ficción y espejismo: tres imágenes de un México bolchevique (1920-1940)», Relaciones: estudios de historia y sociedad XXVI (101) (2005), p. 270. Ciertamente, Calles estuvo muy lejos de ser lo que se decía, como lo muestra la fuerte represión que desató su gobierno contra los comunistas.

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ción y lo que intensamente estaba viviendo el pueblo ruso, dadas las circunstancias que existían entonces en México. Desde esa perspectiva, es relevante reparar en las líneas de continuidad y en las de ruptura de los procesos que en 1917 se dan encuentro; en los tiempos diversos que ponen de relieve distintas problemáticas desde las que se mira el acontecimiento que está ocurriendo a muchos kilómetros de distancia; en suma, tener presente a los muy diversos sectores y fuerzas políticas que procesan en cada momento los hechos de una revolución que enfrenta, a cada paso, situaciones cambiantes. Un ejercicio, este, aún más importante en tiempos en los que la Revolución rusa es vista a través del lente, como hemos señalado, de su momento institucional que la niega, como es el estalinismo, o del momento de derrumbe de lo que creó, con la imagen de las estatuas de Lenin rodando por tierra. Abordar la presencia de la revolución rusa de octubre de 1917 en América Latina no es lo mismo que hablar de su influencia en los procesos latinoamericanos. Lo primero suele quedarse en lo más superficial, por ejemplo en las noticias de prensa; lo segundo tiene como precepto implícito el de un receptor pasivo o casi pasivo, o en todo caso siempre desigual e inferior que se limita a imitar. Si predomina y se reproduce lo que en esta lógica es el eterno subalterno, poca relevancia tiene lo que lo hace un acontecimiento con grandes repercusiones y trascendencia. En realidad, no existe en Latinoamérica ningún ente pasivo que en 1917 recibe de pronto una noticia apabullante, la asimila y procede a repetir mecánicamente el mensaje que desde allá se envía2. Como intentaremos mostrar, se trata de receptores, en primer lugar, bastante enterados, que quieren ser solidarios con una causa por la que ellos mismos han luchado y de la que hay más derrotas que éxitos, razón por la que Rusia les genera grandes expectativas. Receptores que, ciertamente entusiasmados, enlazan sus luchas y elevan su mirada al cambio mundial, lo cual, 2   Aun en el momento de la actuación franca de la Internacional Comunista en los países latinoamericanos, a partir de fines de los años veinte y, sobre todo, en la década de los treinta, habría que ver el fenómeno en forma más compleja, y no solo con la visión de un partido mundial estrictamente disciplinado y comandado por el gran hermano interventor, que ciertamente existió, ya que hay muchas historias particulares que salen de ese esquema. Desde luego este tema escapa a las posibilidades y propósitos de este escrito.

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hace cien años, era el horizonte de las fuerzas más avanzadas y antibelicistas3. Sin duda, la hazaña de los trabajadores rusos hace huella en toda la región, aunque de formas muy diversas de acuerdo a lo que, en la segunda década del siglo pasado, Latinoamérica está viviendo. Aquí se desarrollan procesos propios, algunos de extraordinaria importancia, desde los cuales se recibe y entiende, se asombra o asusta, se emociona y saluda con entusiasmo el acontecimiento ruso. Hay también quien, en cambio, quiere hacer uso de aquella «amenaza» para fines propios, como es el caso de varios gobiernos latinoamericanos, muy alejado esto del mensaje emancipador que reciben los trabajadores de la ciudad y el campo. En todo caso, debiera entenderse que se intenta un diálogo con lo que en otro extremo del planeta está realizando el pueblo ruso. En esos términos, no se trata de una recepción pasiva, tal como entiende el pensamiento colonial y eurocéntrico para el que, de acuerdo a lo que Ortega y Gasset atribuye a Hegel, «todo lo que ha tenido lugar en el Nuevo Mundo hasta el presente es solo un eco del Viejo Mundo». Desde el centro dominante, se entiende como un asunto simple y unidireccional, cuando para el receptor el acontecimiento es procesado de manera compleja y desigual, en diferentes tiempos e intensidades. Habría, en efecto, que hablar de un diálogo que, como mostraremos, quiso establecerse, aunque no fue fácil. Ciertamente, eran mundos muy distantes y diferentes, aunque también con sustanciales asuntos en común. Para la contraparte, los revolucionarios rusos, América Latina quedaba demasiado lejos de su horizonte que, pese a pensarse como parte de un proceso necesariamente mundial, era bastante 3   Ricardo Flores Magón escribe en 1915, en una perspectiva similar a la que defiende entonces la izquierda de Zimmerwald: «El sistema capitalista muere herido por sí mismo, y la humanidad, asombrada, presencia el formidable suicidido. No son los trabajadores los que han arrastrado a las naciones a echarse unas sobre las otras; es la burguesía misma la que ha provocado el conflicto, en su afán por dominar los mercados». Y más adelante, en relación al papel de los trabajadores: «Protegernos los pobres, está bien: ese es nuestro deber, esa es la obligación que nos impone la solidaridad. Protegernos los unos a los otros, ayudarnos, defendernos mutuamente, es una necesidad que debemos satisfacer si no queremos ser aniquilados por nuestros señores; pero armarnos y echarnos unos sobre los otros para defender el bolsillo de nuestros amos, es un crimen de lesa clase, una felonía, que debemos rechazar indignados». Véase, R. Flores Magón, La revolución mexicana, México, Grijalbo, Colección 70, 1970, pp. 134-135.

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eurocéntrico, aunque sobre todo en el Cono Sur hubo, lo mismo que en Estados Unidos, un número considerable de exiliados políticos rusos. No deja de ser sorprendente que, en la extensa obra de Lenin, América Latina aparezca de manera sumamente tangencial, casi siempre en referencia al despliegue norteamericano en el escenario mundial y, en particular, sobre el avance de su dominio en el continente4. Por tanto, la recepción del mensaje del Octubre Rojo debe entenderse como un encuentro, siempre en movimiento, aun si la parte emisora del acontecimiento no se entera; en el que se establece un vínculo y se entrecruzan distintas percepciones; en el que se mezcla el mensaje con las propias experiencias, en un espacio en el que la impronta colonial convierte el tema de la relación entre lo universal y lo local en asunto no resuelto, todavía problemático, que no puede pasarse nunca por alto, como se expresó en las discusiones que protagoniza el más relevante marxista latinoamericano, José Carlos Mariátegui, con Haya de la Torre a propósito, precisamente, de la Revolución rusa5. Evidentemente, la dimensión y el propósito de este escrito no nos permite entrar en detalles ni abordar en cada país las características que tuvo este diálogo latinoamericano con el Octubre Rojo. Tras señalar algunos rasgos generales de la comunicación latinoamericana con la Revolución rusa durante sus primeros años, enfocaremos sobre todo a México, pues no solo es el primer país latinoamericano con un vínculo directo con los bolcheviques6 y también 4   Así, además de la preocupación por los planes de los multimillonarios estadounidenses «que preparan el avasallamiento de México», la mayor parte de las menciones de Lenin a Argentina, Brasil, Chile y México se limitan a ser parte de cuadros estadísticos en su extenso estudio sobre el imperialismo. Véase V. I. Lenin, «Cuadernos sobre el imperialismo», en Obras Completas, tomo XLIV, Buenos Aires, Cartago, 1972 [volúmenes XLIII y XLIV de la edición de Akal]. No deja de llamar la atención que la Revolución mexicana solo le haya merecido dos renglones dentro de un «Cuadro de conquistas coloniales y guerras», en el que escuetamente escribió «Revolución y contrarrevolución en México (1911-1913)», mostrando la poca e imprecisa información que tenía. Véase, V. I. Lenin, ibid., p. 121. 5   Véase el artículo de Ricardo Melgar Bao, «La revolución mexicana en el movimento popular-nacional de la región andina», en Antropología Americana, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, diciembre de 1982, pp. 88-93. 6   La llegada a México de M. Borodin y sus consecuencias ha sido ya contada en algunos estudios, entre ellos el de P. I. Taibo II, Bolsheviquis. Historia narrativa de los

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el primero en establecer relaciones con el nuevo Estado soviético, sino porque su propia revolución sembró las características que tendría para toda Latinoamérica el significado mismo de revolución social y, con ello, abonó el terreno para recibir en esta región el mensaje esencial de la Revolución rusa.

América Latina dialoga con la Revolución rusa Antes que nada, hay que advertir que hablar de América Latina es un exceso justificado y que hacemos con mucha frecuencia dados los rasgos históricos comunes y la condición dependiente que se comparte en la región, pero para nuestros menesteres hay que ir un poco más despacio. Esta parte del continente americano es vasta y diversa y, a principios del siglo xx, era aún más marcada su diversidad. A menos de cien años de haber estrenado sus respectivas independencias, el proyecto de Simón Bolívar estaba entonces clausurado, dando por resultado el que los países latinoamericanos y caribeños tuvieran no solo poca conexión entre sí y rasgos políticos muy diferentes, sino temperamentos muy disímiles, aunque los uniera un patrón económico de exclusión social, como herencia de su pasado colonial, en el que reinan profundas desigualdades. No obstante, en medio de esas variedades, siempre aparecen procesos transversales que ponen en sintonía a la región. Hay que recordar que en el inicio del siglo xx esta región del mundo está siendo marcada por el surgimiento de Estados Unidos como una potencia imperialista que busca apuntalar su preponderancia en el continente entero. Desde el control del territorio del canal de Panamá, para la emergente potencia se abre la posibilidad de posicionarse geopolíticamente en América y hacerse con enormes recursos de los países latinoamericanos y caribeños, que acrecientan aceleradamente su poderío. Ese es el primer elemento desde el cual América Latina visualiza los cambios mundiales provocados orígenes del comunismo en México (1919-1925), México, Joaquín Mortiz, 1986, pp. 54-57. Una versión un poco matizada la hemos plasmado tanto en el ensayo «El comunismo mexicano: entre la marginalidad y la vanguardia», en E. Concheiro, M. Modonesi y H. Crespo (coords.), El comunismo: otras miradas desde América Latina, México, CEIICH-UNAM, 2011; y en el estudio introductorio al libro Los Congresos Comunistas. México 1919-1981, E. Concheiro y Carlos Payán (comps.), México, Secretaría de Cultura y Cemos, 2014.

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