Capital e idelogía

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1 Desde la Revolución de 1789, a Francia le gusta presentarse al mundo como el país de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad. La promesa de igualdad en el centro de este gran relato nacional está basada ciertamente en elementos tangibles, empezando por la abolición de los “privilegios” fiscales de la nobleza y el clero en la noche del 4 de agosto de 1789, así como por el intento de establecer en 1792-1794 un régimen republicano basado en el sufragio universal, algo que no era habitual para la época, todo ello en un país con mucha más población que las demás monarquías occidentales. En general, el establecimiento de una autoridad pública centralizada con la finalidad de poner fin a los privilegios jurisdiccionales señoriales, y susceptible de lograr algún día el objetivo de la igualdad, no fue un logro menor del nuevo régimen. Sin embargo, en términos de igualdad real, la gran promesa de la revolución apenas se cumplió. El hecho de que la concentración de la propiedad siguiera aumentando de forma constante durante el siglo XIX y a principios del siglo XX, que fuera aún mayor en vísperas de la primera Guerra Mundial que en la década de 1870, muestra el alcance de la brecha entre las promesas revolucionarias y la realidad. Cuando el impuesto progresivo sobre la renta fue finalmente adoptado por los parlamentarios en la votación del 15 de julio de 1914, no fue para financiar escuelas o servicios públicos: fue para financiar la guerra contra Alemania. Resulta especialmente sorprendente que Francia, un país que se había autoproclamado como el país de la igualdad, fuera de hecho uno de los últimos países occidentales en adoptar el impuesto progresivo sobre la renta, que ya estaba en vigor desde 1870 en Dinamarca, 1887 en Japón, 1891 en Prusia, 1903 en Suecia, 1909 en el Reino Unido y 1913 en Estados Unidos. Es cierto que hubo que esperar hasta casi las vísperas de la guerra para que se llevara a cabo esta emblemática reforma fiscal en los dos últimos países, en ambos casos a costa de épicas batallas políticas y de importantes reformas constitucionales. Pero al menos fueron reformas realizadas en tiempos de paz, con el objetivo de financiar el gasto civil y promover una cierta reducción de la desigualdad, no como en Francia, bajo la presión de la guerra, de la emergencia militar y del nacionalismo. El impuesto sobre la renta quizá se habría adoptado finalmente incluso sin la guerra, a partir de la experiencia

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exitosa de otros países, o tras otras crisis, financieras o militares, pero el hecho es que así se adoptó en Francia, tras haberse hecho antes en los demás países. Es importante señalar que el atraso igualitario y la hipocresía francesa pueden explicarse en gran medida por una forma de nacionalismo intelectual y de autosatisfacción histórica. De 1871 a 1914, las élites políticas y económicas de la Tercera República utilizaron y abusaron del argumento de que Francia ya se había convertido en igualitaria por obra y gracia de la revolución y, por lo tanto, no tenía necesidad de un impuesto expoliador e inquisitorial, a diferencia de los vecinos aristocráticos y autoritarios que rodeaban el país (comenzando por el Reino Unido y Alemania, donde estaba bien que se crearan impuestos progresivos para que tuvieran la oportunidad de acercarse al ideal igualitario francés). El problema es que este argumento de la excepcionalidad igualitaria francesa carecía de una base fáctica sólida. Los datos de herencias conservados en los archivos nos han mostrado que la Francia del siglo XIX y principios del siglo XX era prodigiosamente desigual y que la concentración de la propiedad se incrementó de forma constante hasta la guerra. Caillaux utilizó estas mismas estadísticas durante los debates parlamentarios de 1907-1908, pero los prejuicios y los intereses eran demasiado fuertes como para obtener el apoyo del Senado, al menos en el contexto político e ideológico del momento y dado el curso de los acontecimientos. Las élites de la Tercera República basaron su relato en algunas comparaciones potencialmente pertinentes, en particular en el hecho de que la propiedad de la tierra estaba mucho más fragmentada en Francia que en el Reino Unido (en parte debido a las redistribuciones relativamente limitadas realizadas durante la Revolución francesa, pero sobre todo debido a la concentración excepcionalmente elevada de la tierra al otro lado del canal de la Mancha) y también en que el Código Civil introdujo en 1804 el principio de distribución equitativa de las herencias entre hermanos. Esta igualdad en la distribución de las herencias, que en la práctica afectaba sobre todo a los hombres (porque, una vez casadas, las hermanas perdían casi todos sus derechos en beneficio de sus maridos en el régimen de propiedad altamente patriarcal vigente en el siglo XIX), fue estigmatizada a lo largo del siglo XIX por el pensamiento contrarrevolucionario y antiigualitarista, que veía en ella el origen de una fragmentación nefasta de los patrimonios familiares y, sobre todo, la pérdida de autoridad de los padres sobre los hijos, a los que ya no era posible desheredar.

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En la práctica, el régimen legal, fiscal y monetario vigente en el siglo XIX y hasta 1914 fue, en general, muy favorable a la concentración extrema de la propiedad. Estos factores desempeñaron un papel mucho más importante que la división igualitaria entre hermanos instituida por la revolución. Al releer estos episodios a comienzos del siglo XXI, con la perspectiva que tenemos hoy en día sobre la Belle Époque, no podemos sino sorprendernos de la hipocresía de gran parte de las élites francesas de la época, así como de muchos economistas, que no dudaron en negar, contra toda evidencia, que la desigualdad pudiera plantear el más mínimo problema en Francia, aunque esto conllevara a veces una cierta mala fe. Estos posicionamientos pueden ser vistos como una reacción de pánico ante la amenaza de una escalada redistributiva que socavara la prosperidad del país, en un momento en el que todavía no se había producido una experiencia histórica directa de progresividad fiscal a gran escala. Sin embargo, este tipo de argumentos debe ponernos en guardia frente a la repetición de derivas similares en el futuro. Veremos que este tipo de gran relato nacional miope por desgracia está muy extendido en la historia de los regímenes desigualitarios. En Francia, el mito de la excepcionalidad igualitaria y la superioridad moral del país se ha utilizado a menudo como escudo contra los egoísmos e insuficiencias nacionales, ya se trate de los sistemas de dominación colonial o patriarcal aplicados en el siglo XIX y gran parte del siglo XX, o de las enormes desigualdades que todavía caracterizan al sistema educativo francés en la actualidad. También encontraremos formas similares de nacionalismo intelectual en Estados Unidos, donde la ideología de la excepcionalidad estadounidense ha permitido a menudo ocultar el aumento de las desigualdades y la deriva plutocrática del país, cada vez más evidentes en el periodo 1990-2020. También es posible que algún día se desarrolle en China una forma similar de autosatisfacción histórica, si no es el caso ya. No obstante, antes debemos seguir estudiando cómo se transformaron las sociedades estamentales europeas en sociedades propietaristas. 2 La novela del siglo XIX retrata perfectamente el endurecimiento de las relaciones de propiedad. La sociedad propietarista de los años 1810-1830 descrita por Balzac muestra un mundo donde la propiedad se ha convertido en un equivalente universal que permite

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obtener unos ingresos anuales seguros y organizar el orden social, pero donde la confrontación directa con aquellos que trabajan para pagar esas rentas está en gran medida ausente. El universo de Balzac es profundamente propietarista, como el universo de Austen, cuyas intrigas tienen lugar en el Reino Unido entre 1790 y 1810, aunque en ambos casos estemos todavía muy lejos del mundo de la gran industria. Al contrario, cuando Zola publicó Germinal en 1885, la tensión estaba en su punto candente en las cuencas mineras e industriales del norte de Francia. En la novela, cuando los trabajadores habían agotado ya su escaso fondo de resistencia, en la dura huelga que los enfrentaba a la Compagnie des Mines, el tendero Maigrat se negó a darles crédito. Terminará castrado por las mujeres, agotadas y borrachas de sangre después de semanas de lucha, asqueadas por los favores sexuales que este vil agente del capital les había exigido durante tanto tiempo, a ellas y a sus hijas, a cambio de víveres. Los restos de su cuerpo serán expuestos públicamente y arrastrados por las calles. Estamos muy lejos de los salones parisinos de Balzac y de los bailes de Jane Austen. El propietarismo se ha convertido en capitalismo. El fin está cerca.

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