Editar «Guerra y paz», de Mario Muchnik (fragmento)
Fue a mediodía, en nuestro comedor de la calle Ayacucho, número 1822, en pleno barrio Norte de Buenos Aires, cuando mis padres tuvieron una conversación crucial en mi presencia. —Yo creo que el chico ya está maduro para La guerra y la paz —dijo mi madre. —Hmmm… —dijo mi padre, cuya opinión sobre las inclinaciones literarias de sus dos hijos favorecía claramente a mi hermana menor, Nora—. Hmmm... ¿Vos creés? —Está leyendo un montón de libritos sobre temas científicos, Cazadores de microbios, la biografía de madame Curie, qué sé yo. Es hora de que se enfrente con algo más serio. Yo creo que ya es un grandulón y tendría que probar. —Si me dijeras Nora, sí, aunque solo tiene siete años. Yo veo cómo se divierte con las obras de Molière, que leemos juntos cada noche. Mario no tiene paciencia, le gustan los aviones… Siguió un silencio que interpreté correctamente: mi madre se saldría con la suya y yo tendría que hacer frente a los siete tomos de la novela de Tolstói. A mis catorce años. Eran siete tomos que me parecían grandes, aunque lo único de que puedo dar fe es que las cubiertas eran amarillas; y recuerdo bien el papel, grueso pero liviano y esponjoso, y los bordes de las páginas, abiertas en primera lectura por el cortapapeles de mis padres. Creo recordar la negrura de las letras, bien legibles para mí y, hoy lo intuyo, fruto de un buen taller tipográfico. Los márgenes eran generosos —así los recuerdo— y la encuadernación, cosida, muy firme, no exigía misericordia alguna. El lomo era dócil y la mezcla de los aromas del papel, de la cola y de la tinta inspiraba respeto a la vez que deleitaba. Mis amigos mexicanos me dicen que se trataba seguramente de la edición de Porrúa, que ellos coinciden en que era en siete tomos aunque, contrariamente a mi recuerdo, no grandes, sino más bien «normales». Quizá no fuera la de Porrúa. No tardé en quedar absorto en la lectura. — Siete años más tarde, residiendo en Columbia, la universidad de Nueva York en donde me hice físico, descubrí The Brothers Karamazov, en la traducción al inglés de Constance Garnett. La calidad de esta traducción, de la que no fui consciente entonces, hizo nacer en mí la adicción a la literatura rusa. Un día descubrí en la librería de la universidad War and Peace, también traducido por Garnett. Fue mi segunda lectura de la novela de Tolstói y experimenté un sacudón inesperado: ¿era la misma novela que había leído a mis catorce años? Aquellos siete tomos de mi infancia estaban perdidos para siempre y no podía comparar las versiones. Escenas enteras me parecían nuevas, como así el humor de muchos diálogos y la precisión en los relatos estratégicos y en las descripciones de los campos de batalla, los salones y los personajes. ¿Qué había leído yo siete años antes? Nunca pude aclararlo. Sí puedo decir que, en la traducción de Constance Garnett, esa última parte en donde Tolstói da rienda suelta a sus teorías sobre la Historia me resultó, a mis veintiún años, extraordinariamente interesante. Estábamos en 1952 en Estados Unidos, donde el senador Joe McCarthy sembraba el miedo y la gente recelaba del prójimo exactamente como Arthur Miller lo pondría en escena al año
siguiente en Las brujas de Salem. El vigor con que Tolstói condena a los personajes históricos con nombre y apellido tenía todo lo necesario para contrarrestar en mí ese recelo. Me ayudó mucho en cambio a recelar de quienes recelaban y, con ello, a ir forjando mis propias opiniones sobre el momento que vivíamos en Nueva York. Me permitió relativizar las ventajas de estudiar en esa ciudad y me alentó en mi decisión de dar un vuelco y volver a Buenos Aires para, luego, dar el salto definitivo a Europa. — No volví a leer Guerra y paz —como comencé por entonces a llamar la novela, en lugar de La guerra y la paz— hasta más de veinte años después, en la Italia de los setenta. Fue en la edición de Gallimard con la traducción francesa de Boris de Schlœzer, cuya primera sorpresa fue para mí que los personajes hablaran tanto en francés —«en français dans l’original», se aclaraba a pie de página. La edición mexicana, que yo recordara, no tenía nada en francés: la traducción de Constance Garnett lo trae todo en inglés. Ahora, en la edición de Gallimard, las primeras palabras, en cursiva para indicar que así está en la versión original del propio Tolstói, eran: —Eh bien, mon prince! Gênes et Lucques ne sont plus que des apanages de la famille Buonaparte! Non, je vous préviens que si vous ne me dites pas que nous avons la guerre, si vous vous permettez encore de pallier toutes les infamies, toutes les atrocités de cet Antéchrist (ma parole, j’y crois), je ne vous connais plus, vous n’êtes plus mon ami… Etcétera, etcétera, etcétera. Hablaban en francés esos personajes. ¿Por afectación? Mis amigos filólogos me señalaron que en la época el francés era la segunda lengua en Rusia, pero para mí no era «normal» que dos rusos se hablaran en francés, como no lo podría ser que se hablaran en francés dos italianos o dos españoles. Pero no fue esa la única sorpresa. Esta vez, a mis cuarenta bien cumplidos, viví (más que leí) los vericuetos del alma de los personajes —la bondad innata de Pierre Bezújov en su búsqueda espiritual, la ingenuidad encantadora de una Natasha Rostova que descubre el amor, el despiadado tormento interior del príncipe Andréi Bolkonski, la pasión ardiente de Napoleón por el poder. Y comprendí algo más: la novela no había cambiado en mis tres lecturas, era la misma novela. Quien había cambiado era yo. Era yo quien, en cada lectura, descubría un nuevo libro, escondido bajo las mismas palabras. Y tuve la extraña sensación de que Guerra y paz no era uno, sino varios, quizá muchos libros, todos contenidos dentro del mismo texto de Tolstói. — Mi cuarta lectura de la novela tuvo lugar en Madrid, en 1998. Esta lectura volvió a ser en inglés, pero en la traducción de Louise y Aylmer Maude editada por Oxford University Press por primera vez en 1922 y, en versiones revisadas, reeditada diez veces, la última, según consta en el tomito primoroso que tengo ante mis ojos, en 1965. ¿Y qué me aportó esta cuarta lectura? Emoción sin fin. Es posible que la edad reblandezca a la gente, pero me veo una madrugada de mediados de 1998, preparándome a las seis de la mañana un café en la cocina de mi casa y con el corazón partido, no por la muerte, sino por las últimas palabras del viejo Bolkonski a su hija, la princesa María, a quien le pide que se ponga el vestido blanco, porque le sienta bien. O por el deambular de Pierre en
las calles de Moscú ocupada. O por el vigor con que Nikolái Rostov lidia con la sublevación de los siervos. Y por la descripción de los hombros desnudos de Elena, la primera mujer de Pierre. Y la de la batalla de Borodinó. Y la de las borracheras de la juventud dorada en San Petersburgo. Y la de la estepa nevada durante la noche. Y la de la inolvidable declaración de amor del príncipe Andréi a Natasha —él, solo en el centro del gran salón de baile de los Rostov, oscurecido; ella que entra, se le acerca y, casi sin dejarle decir una palabra, se pone en puntas de pie y le dice: «¡Sí, sí!». El café me supo a gloria, esa mañana de mediados de 1998 y, con el espíritu transido, tomé la decisión: editaría Guerra y paz. —