El libro de las pasiones

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Alalimón ◆

¡Oh Maldita, acoge para siempre el grito del espíritu fugaz, en el pozo de tu carne silenciosa! J. J. Arreola ¿Te acuerdas? Ayer vi a Germán, al pasar. Conversaba con una chica de esas que odiabas: bonita, intelectualoide, cazatontos, como tú. Aún no entiendo lo que sucedió. La vida con mi mujer era poco erótica pero sencilla y sin sobresaltos. Cuando llegaste al edificio sentí una mezcla de gusto y miedo. Asomado por la ventana, como si te aguardara, te vi bajar un baúl del camión de mudanzas. Desde el primer momento que miré a Germán, al cuidado de su globo terráqueo de colores, adiviné su optimismo. No pude hablar contigo hasta cuando hubo un apagón y bajaste a pedir a la portera una lámpara sorda. Ella no tenía y yo te la presté. Lucías linda en la penumbra. Sonreías y en tus dientes se gozaba el haz de la linterna. Subí atrás de ti, recogiendo tu olor. Ustedes vivían exactamente arriba de nosotros; yo acechaba los ruidos que salían de mi techo, tratando de adivinar tus acciones. Me henchía de felicidad mientras le hacía el amor a Maribel y fantaseaba que a la misma hora tú yacías con Germán. Imaginaba tu sudor y tu aliento. Quizá también mi mujer se sentía dichosa o creía que la amaba. Durante el día casi nadie habitaba el edificio; los inquilinos, incluidos Maribel y Germán, andaban en sus ocupaciones. Yo 51


disfrutaba la frescura de los pasillos y las escaleras, el tufo a pino de los trapeados de doña Tecla. Las mañanas eran lentísimas… Husmeaba en los buzones; nunca me atreví a abrir tus cartas, aunque por ellas descubrí tu nombre. Recuerdo que cierta vez recibiste un sobre grande, de Puerto Solar; me gustó la estampi­ lla y quise robarla. El remitente revelaba que la escribía un hom­ bre, e intuí que decía obscenidades porque no había otra forma de pensar en ti. Apenas se cumplía un año de tu boda con Germán, no trabaja­ bas. Eras perezosa, ni la cama tendías. Conversabas por teléfono y leías interminables novelas de caballería. Antes de tu llegada devoraba “libros importantes” para preparar mis clases vesperti­ nas. Desde que estuviste cerca no hacía otra cosa que caminar de un lado a otro, por mi apartamento, por el edificio, por las calles. Me sentía rabioso y enfermo. Me odiaba. Cuando mi mujer volvía de la oficina yo me iba a la universidad a reprobar alumnos, a cri­ ticar el mundo. Después de clases tomaba un café o una cerveza en cualquier sitio; no deseaba regresar a casa, me enfurecía abrir la puerta y que me invadiera el olor de Maribel. Algunas veces subía silenciosamente hasta tu piso y acercaba el oído a la puer­ ta; casi siempre escuché la televisión o música o una palabra que Germán pronunciaba alto. A mi mujer le resultaban simpáticos. Un día comenzó a hablar de ustedes y me enojé sin entender por qué. Fui injusto con Maribel. Me moría por saber qué pensabas, no dudaba que eras cons­ ciente de los efectos de tus provocaciones. Quería abordarte y no podía: cuando coincidíamos en el pasillo o las escaleras no encontraba ningún pretexto; apenas el saludo, rápido, nervioso. Al verte me paralizaba y no atinaba a descubrir qué deseaba de ti. Tu mirada astuta era sofocante. Adivinaste que no me anima­ ba a abrir la boca… Te divertías con las situaciones. Te odié la mañana que tocaste a mi puerta; me molestó tu atrevimiento y tu excusa… ¿A quién se le ocurre pedir un diccionario a las once 52


de la mañana? Dijiste que habías iniciado la lectura de Lanzarote del lago y que no entendías varias palabras. Pregunté tu nombre como si no lo supiera. Atento y estúpido, yo mismo busqué los vocablos. ¡Qué cinismo el tuyo! ¡Indagar qué es yelmo! Quizá des­ conocieras el sentido de rodela, pero el mundo entero sabe qué es un palafrén. Subí a tu apartamento, me invitaste un café, presu­ miste de tu colección de novelas y de tu gusto por las siempre­ vivas. Me interrogaste despreocupadamente y en menos de una hora inferiste mis puntos flacos. Yo contestaba, contento, colum­ brando que se realizarían mis deseos. Pasaron las horas, nos dio hambre y abrimos latas de ultramarinos. Estabas descalza y me encantaba ver cómo se saltaban las venas de tus pies a cada paso. Cerca de las cinco me despedí pues tenía clase a las seis. Bajé por mis libros sintiéndome atractivo y optimista. Cuando volví a casa, Maribel había cocinado un gran platillo y en tanto cenábamos yo evocaba el apartamento de arriba, la dis­ posición de los muebles, los libros, las flores, tu olor, y no atendía la voz de mi esposa. No dormí, en espera del alba y de que los inquilinos bajaran a la calle, que se largaran a sus oficinas tu marido y mi mujer. Por la mañana tuve una extraña sensación al ver, desde la ventana, que Maribel y Germán salían juntos; algo comentaron al saludarse y se alejaron con rapidez. Para hacer tiempo tragué sin irritación los delirantes noticiarios televisivos. Después decidí subir a tu de­ partamento. Al abrir la puerta advertí que doña Tecla bajaba con ropa de la azotea. Esperé a que pasara la arpía para que no me descubriera de camino a tu piso. Acababas de bañarte. Sin decir nada me dejaste entrar. Serví dos tazas de café: las bebimos en silencio. Ayer me tiré el I Ching, expresaste con intención ambigua. Me dio el hexagrama cin­ cuenta y uno y no sé qué hacer. Después elegimos un disco de canciones de moda. Cuando terminó, sentenciaste que yo no can­ taba porque era hijo de la Reina del Gran Sufrimiento, y me 53


llamaste Lancelot. Reí como idiota porque no entendí. Tomé tu mano y la zafaste con fuerza. Cogiste un libro del montón que había en el sofá y caminaste hacia la recámara. Te seguí. De pronto te volviste y con cara de confusión declaraste que querías leer. Recostada en la cama, lo hacías en voz alta. No interrumpí; recargado en el marco de la puerta contemplaba tu cabello os­ curo que pendía al ras de los hombros, tus labios húmedos, tus pies y uno de tus senos que asomaba su ardid bajo el camisón. Advertí que te ocupaba el segundo tomo de Lanzarote del lago. Avancé con lentitud mientras leías el pasaje en que la reina Gi­ nebra, delante de Galahot, le toma la barbilla a Lanzarote y lo besa. Tenías un rostro divino. Dejé de escuchar tu voz y comencé a abrazarte. Un se­gundo después tuve la irrecusable convicción de que ya había vivido eso. Barrunté que aquello era una repre­ sentación, una escena que se repetía. Luego reconocerías haber experimentado algo similar, que mientras retozábamos entre las sábanas vislumbraste que nosotros no éramos sólo nosotros, que lo que actuamos en ese momento ya lo habías leído en algún lado. Ahora sé que así fue, no hay destinos inéditos. Por la tarde me bañé sin prisa y salí a la universidad. Sentía los poros abiertos, la piel esponjada. Me divertí con mis alumnos. Tratamos de economía política y lucha de clases. ¿Y qué podía importarme si no había más verdad que nuestra carne separada, escindida en hombre y mujer? Me resistí a volver al departamen­ to donde vivía con Maribel. Eludía conversar con ella porque el único tema de mis labios eras tú y temía pronunciar tu nombre. ¿De dónde venía el miedo de que mi mujer se enterara, si en rea­ lidad yo te andaba buscando? ¿Qué resultaría más sencillo que decir la verdad a Maribel y que tú hicieras lo análogo con Ger­ mán? ¿Qué solución más práctica: mudarme a tu departamento y que Germán bajara al mío, si así lo deseaban él y Maribel? ¿Qué nos impedía irnos? 54


A la mañana siguiente te hallé nerviosa; explicaste que te sen­ tías asustada, que no soportabas la posibilidad de que Germán nos descubriera, que él te quería… Pero al cabo de media hora de aflicción volvimos a abrazarnos, felices en nuestra angustia. Recuerdo que ese día era viernes y yo me negaba a dejarte; me abrumaba la inminencia del fin de semana, de las horas que pa­ sarías con Germán. Después de mil despedidas salí de tu depar­ tamento casi sin tiempo para llegar a la universidad: mi corazón se desbocó cuando sentí junto a mí a doña Tecla. Creí que la vieja infecta nos había apresado y no supe cómo actuar. Le dije buenas tardes y corrí hacia abajo. Ese fin de semana fui con Maribel a visitar a mis padres. Me acometió un desasosiego cuando los vi tomarse sus manos nudo­ sas y manchadas. Sufrí un vértigo: no existía algo tan monstruoso como lo que se empeñaban en llamar amor. Tuve la seguridad de que eso me esperaba junto a Maribel, junto a ti, al lado de cual­ quier mujer en el mundo. Nada resultaba más doloroso que la sexualidad, estar rotos, incompletos… Me dio asco mi deseo por ti. Éramos dichosos los días entre semana, aunque nos abrumara la existencia de Germán y Maribel. Había mañanas en que nos parecía inevitable que nos desenmascararan. Pero las preocupa­ ciones se esfumaban en cuanto dejábamos de especular. Tocar tu piel me producía un goce animal, sentía que me crecían los colmillos, a mis ojos los cegaba la melena abundante que brotaba de mi cráneo, olvidaba las palabras, se hinchaban mis huesos y odiaba la muerte. Después del silencio comíamos filetes jugosos, sin ensalada. La astucia del deseo nos enseñó a controlar las situaciones. Cierta vez, como a las doce del día, contentísimos, empezamos a jugar con el globo multicolor de Germán. Ya sumábamos algunas semanas planeando huir, escapar al fin del mundo; tenías predi­ lección por los lugares rosas y ocres, considerabas que las verda­ deras pasiones se refugian en la isla de Mauricio o en Egipto. Yo 55


prefería los países azules: Marruecos, China, Malasia… De pron­ to oímos un auto y te asomaste a la ventana: ¡Es Germán! Calma­ da, ordenaste que me esfumara, que regresara luego. Percibí en nuestra actitud cierta crueldad. ¿Para qué jugar con el absurdo del viaje idílico? ¿Qué obtendríamos de calcular arteramente las reacciones de Maribel y Germán? Al bajar encontré en mi piso a doña Tecla; me invadió la cólera porque razoné que para esa bruja nuestro secreto sería evidente al presenciar mi fuga de tu apartamento y enseguida la aparición de Germán en el edificio. Él no tardó en irse; esperé un minuto más y regresé contigo. Nos asaltó una fiebre extraña. Nos sugestionamos con la tra­ ma de que obrábamos algo maligno, que habíamos desatado fuerzas poderosas y que desde ese parlamento el desarrollo de nuestra relación exigía una muerte. ¿Maribel? ¿Germán? ¿Noso­ tros? No nos atrevimos a nombrar a nadie. Afirmé que no había motivos para afligirse, que venceríamos nuestros nervios; pero te conté que la portera me había visto y comenzaste a llorar y a repetir que debíamos matarla, no podíamos consentir que nos delatara. ¡Vaya día! Desde entonces tomé innumerables precauciones para evitar que doña Tecla me apañara. Tú no aceptabas que nos encontrá­ ramos fuera del edificio. Siempre convivimos en tu apartamento; no sé por qué jamás estuvimos en mi cama. Los sobresaltos iban y venían. Con frecuencia me atenazaba la confusión, me sobreco­ gía pensar en lo que nos restaba por vivir, no conseguía engranar los diferentes fragmentos de mi vida: parecía un rompecabezas con piezas equivocadas, perdidas, rotas. Evaluaba a Maribel, a mis padres, a mis alumnos, a ti, y era como llevar varias vidas se­ cretas al mismo tiempo. El mundo se me figuraba una inmensa glándula reseca, ya incapaz de secretar actos heroicos, seres va­ lientes, jornadas épicas. Te exigí que enfrentáramos la situación o nos distanciáramos. 56


Curiosamente, no fue sino en el sepelio de doña Tecla cuan­ do nos saludamos en público. Lucías hermosa vestida de luto, me resultó genial tu llanto. A Maribel se le veían exquisitas las piernas con medias negras. Germán tenía ojeras y le sentaban bien a su rostro tan serio; me pareció extraño que él fuera quien más dinero aportó para el entierro de la vieja. La verdad es que nadie la quería en el edificio pero todos los inquilinos fuimos a despedirla. Recuerdo con claridad el día de la muerte de la portera. Por la mañana no estuvimos juntos, yo había ido a una junta académica en la universidad. Volví al edificio más o menos a la hora de la co­ mida. Encontré el zaguán abierto, varias personas se agolpaban al pie de la escalera, voces torpes volaban en el aire tenso. Cuan­ do me acerqué a la gente y vi a doña Tecla tendida en el piso, me invadió una emoción muda y sentí profunda admiración por ti. Pensé que eras una reina, un ser superior. Aparté a los hijos de la vecina del tres y me acuclillé ante la arpía. Los murmullos no se atrevían aún a decir que estaba muerta. Me erguí y con un gesto lo anuncié. El tipo flacucho que arrendaba el apartamento seis me tomó del brazo como si fuera a desmayarse. Entonces bajaste, apresurada: mostrabas cara de felicidad. Me aproximé a tu oído y canté que así tenía que ser, que esa mujer horrenda, chismosa y asexuada merecía morir. Me pisaste un pie y susurraste: Sabía que lo harías, Lancelot. Por la tarde no fui a clases: me emborraché. La estúpida vie­ ja había resbalado en el agua jabonosa, rodó las escaleras y se desnucó. Después me confesaste que en el funeral te inundó un llanto de frustración. Le pedí a Maribel que nos mudáramos. Comencé a ocupar las mañanas en telefonear a las inmobiliarias. Me daba vergüenza verte. Al cabo de un mes hallé un apartamento precioso y econó­ mico, con vista a la calle, soleado. Lo acababan de remodelar e imaginé cómo con el tiempo se iría debilitando el olor a pintura 57


y se fortalecería el tuyo. Reconocí que, en realidad, había busca­ do un lugar para vivir contigo. Entonces volví a llamarte y te lo propuse. Nos paralizamos: ¡Qué haremos con Germán y Maribel! Por la noche, mi mujer preguntó si ya había conseguido dónde mudarnos; negué con la cabeza y respondió que así era mejor pues no había razones para cambiarnos de allí. Nosotros, de nue­ va cuenta, vacilamos. Preferiste obsesionarte con la idea de que nos iban a descu­ brir. Un día concluiste que Maribel y Germán no podían ser tan estúpidos como para no percatarse de nuestra infidelidad, que sa­bían de ella y fingían ignorarla. Y no reclaman porque se han puesto de acuerdo, porque también nos engañaban y se reu­nían cuan­do creíamos que estaban en su empleo. Cálmate –te dije–, el león cree… Sin embargo, desde ese día comencé a espiar a mi mujer. Le hacía preguntas capciosas, llamaba a su oficina para comprobar que estuviera allí. Tú eras más tenaz con Germán. De verdad me preocupé cuando aseguraste que tenías pruebas irrefutables y querías que matáramos a Maribel. Consecuenté tu juego demente hasta que comprendí que aunque fuese cierto lo de Germán y mi mujer, carecía de importancia; que incluso re­ sultaría ideal para descargarnos y probar juegos más excitantes: nada conoceríamos tan delicioso como encerrarnos los cuatro en una recámara. ¿Pero quién se atrevería? Antes defenderíamos nuestro tedio, simulando vivir en un mundo bueno y liberal don­ de todos se respetan entre sí. Recapitulo: creo que cuando desechaste tus neuróticas sospe­ chas vivimos nuestra mejor temporada. De pronto se acabó la angustia y reapareció el deseo. Insinuaste que te gustaba la por­ nografía y a la tarde siguiente me vi subastando calificaciones con uno de mis melenudos alumnos, un mocoso que traficaba con cualquier vicio. Conseguí revistas, libros, películas. Descubrimos nuevos vocablos, los buscamos en mi diccionario y nada tenían que ver con la realidad. Compramos otros diccionarios, pero no 58


borraron nuestra decepción. Del Pequeño Larousse a Julio Casares y María Moliner las palabras eran inocuas, flácidas, mojigatas. Las vencían nuestras acepciones, crispantes, porque lo soez in­ voca al infierno… Dejé de preparar mis clases, de ir a seminarios y casi no pasea­ ba con mi mujer. Tal vez fue entonces cuando Maribel comenzó a mirar hacia otro lado. Un día, tranquila, me confesó que había conocido a un hombre, que estaba de veras harta de un tipo tan aburrido y egoísta como yo. Nada le discutí. Ya no te enteraste de que se casó; ahora tiene dos niños… Quedé contrariado y también triste… De no ser por ti me habría suicidado. Sobra Germán, señalaste. Mátalo, contesté. Lo mejor de tu compañía era que lograba entusiasmarme con cada locura que inventaras. Compraste más novelas de caballe­ ría, El libro de las pasiones, que no terminaste de leer, y un rece­ tario de cocina que pusimos en práctica. Una de tantas mañanas que me levanté deprimido te espolvoreaste ajonjolí en el sexo y me lo comí; sabías a sushi o algún platillo de comida japonesa. Actualizamos nuestro vocabulario, de nuevo armamos planes… Ésa fue la mayor oportunidad que se presentó para que dejaras a Germán. Insistí varias veces y te negaste. Ahora me parece en­ tender que no accediste porque habíamos descubierto lo que toda la gente –aunque no lo admita– atisba tarde o temprano: fidelidad, amor, matrimonio y embarazo son diferentes versio­ nes de la miedosa decencia de quienes no asumen su abandono en el mundo. Abominamos de nuestra condición mortal y de la fragilidad del cuerpo porque son impedimentos para la conse­ cución absoluta e irreversible de nuestras pasiones, hijas de la soberbia. Yo aquí sigo. Ostento una importante categoría académica en la universidad; me aprovecho de quienes aún creen en ella; tra­ fico influencias; por rachas persigo a mis alumnas y, por último, soy un borracho doméstico. Te burlarías de mí… Con frecuencia 59


reflexiono en la frase que pronunciaste cuando supiste de tu em­ barazo: Sería horrible tener un hijo tuyo. Durante años me sentí culpable de tu furia y tu angustia. Nos odiabas a Germán y a mí y no sabías de quién… Ahora creo que tú provocaste el accidente; de alguna forma yo lo presentía. Escarmentados por lo sucedido a la portera, ninguno bajaba las escaleras sin precaución. Hay algo que te parecerá aberrante: Germán y Maribel nunca se enteraron… Me consta. Apenas ahora tuve fuerza para venir. Ya me voy. Está soplan­ do un viento húmedo. Aunque no son las que se acostumbran, te he traído un ramo de siemprevivas… Sin que yo sepa cómo y quizá sea imposible, deseo reencontrarte y arder contigo. Sueño tu carne, Maldita. Hasta pronto, María Eugenia; Maruca, como te decía Germán.

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