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Ediciones Proceso, Coordinador: Juan Guillermo López G. Revisión y corrección: Tomás Domínguez, Daniel González, Audrey Omar Rodríguez Diseño y formación: Alejandro Valdés Kuri, Fernando Cisneros Larios

El llanto de Vasco Primera edición: septiembre, 2019 D.R. © 2019, Comunicación e Información, S.A. de C.V. Fresas 13, colonia Del Valle, alcaldía Benito Juárez C.P. 03100, Ciudad de México D.R. © Jorge Munguía Espitia Diseño de viñetas: María Munguía G. edicionesproceso@proceso.com.mx Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo públicos. Los editores nos declaramos a disposición de los propietarios de los derechos de autor que se hayan omitido. ISBN: 978-607-7876-94-6 Impreso en México / Printed in Mexico.

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as tinieblas son las que dominan la vida de los hombres! ¡No existe la claridad en este mundo y la mayoría de nuestras almas son siniestras. Sólo algunas, muy pocas, son luminosas; la mayoría somos seres oscuros y necios! Gritó fray Ginés en el momento que entró al refectorio. Luego se dirigió al rincón donde solía comer. Nadie se sentaba con él, siempre lo hacía solo. Los hermanos lo miraban llegar y callaban; invariablemente aparecía cuando todos estaban por iniciar la cena. La comida para él estaba servida. Era el único que podía acompañar sus alimentos con todo el vino que quisiera. Cuando estaba bebido se levantaba de su silla y dirigiéndose a los demás sacerdotes y novicios les espetaba una breve y contundente plegaria que los dejaba temblando. Todos lo toleraban y temían.

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Pasaba el día en su habitación leyendo libros que sólo él podía sacar de la biblioteca o en el patio mudéjar del monasterio, donde se sentaba. Algunas veces hablaba para sí y lo hacía en voz alta; sus palabras eran tan duras, que quien las escuchaba inmediatamente huía del lugar santiguándose. Ningún superior le llamaba la atención. Fray Ginés era un hombre mayor de carnes enjutas y un rostro de finas facciones y ojos inquisidores. La complexión indicaba que en la edad adulta había realizado una gran actividad física y todavía conservaba ese vigor. A mí me intrigaba y quise saber quién era, por lo que solicité permiso a mi superior para poder acercármele. El padre Simón, director del convento, me dijo que tenía que consultarlo con el obispo, porque fray Ginés era un religioso terrible. Así lo hizo y seis semanas después llegó la respuesta al monasterio de Santa María de la Rábida. El superior me mandó llamar y dijo que su ilustrísima, el señor obispo, daba su anuencia, siempre y cuando fray Ginés aceptara. Asimismo, puso algunas condiciones, como no alterarlo y acompañarlo únicamente durante las cenas, los paseos por los jardines, los bosques aledaños, la ribera del río y ocasionalmente hasta el mar. Además, pidió nunca visitarlo en su celda ni aceptar ningún libro o escrito. Cualquier infracción a estas restricciones de mi parte cancelaría el permiso. Al día siguiente irrumpió en el comedor vociferando, como frecuentemente lo hacía. La cena era el único alimento del día en que todo el monasterio estaba reunido. Las otras comidas las hacían los hermanos a diferentes horas según sus actividades. –El recato es una máscara –vociferó fray Ginés– para ocultar nuestro rostro perverso. Detrás de esa hu8

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mildad y modestia está el afán de mezquindad. Todo lo que la mayoría de ustedes quieren es asegurar sustento y prestigio a través de la sotana y el púlpito. Pocos, poquísimos aman a su hermano y siguen los principios de Jesucristo o de San Francisco de Asís. La condición humana es diabólica y muchos de ustedes, satánicos, porque abusan de los pobres y débiles para su beneficio. Les hemos hecho creer a los humildes que nos necesitan para su redención y a cambio de ella les pedimos sumisión y exigimos sustento. Así cobramos muy cara su salvación y garantizamos la manutención. Fray Ginés se dirigió a su lugar en el comedor. Cuando se sentó, el superior inició la bendición de los alimentos y pidió perdonar a los irascibles y paciencia para todos. Al final de la oración agregó con una voz de trueno: –Bendice, Señor, a estos tus hijos sordos, ciegos y complacientes. Hazlos oír y ver más allá de sus órganos. Haz que lo hagan desde el alma, lugar a partir del cual escucha y mira el piadoso. Hazlos darse cuenta, Señor, de su situación privilegiada y distante para que la enmienden y estén cerca del dolor y la miseria, es decir, de la vida misma. Perdona a los necios y manifiesta tu impaciencia frente a la injusticia. Amén. El silencio se hizo en la habitación y sólo fue roto cuando entraron los pinches de la cocina a servir los alimentos. Yo me levanté de mi lugar y me dirigí a la mesa del padre Ginés, quien me miró con extrañeza. –Soy el hermano Indalecio y le pido permiso para sentarme con usted durante las cenas y acompañarlo en algunos momentos del día –le dije. –Si no temes escuchar la verdad y conocer a un cínico, siéntate. Con respecto a tu acompañamiento en otras 9

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horas, ya te diré si la acepto. ¿Te manda alguien a vigilarme? ¿Por qué quieres hacerme compañía? –Yo solicité permiso para estar con usted y lo hice porque me intriga su persona. No he sido enviado por autoridad alguna. –La curiosidad lleva al saber y éste no siempre es dichoso. A veces es mejor no enterarse de muchas cosas. Allá usted. Celebro que el acercamiento sea por su gusto y no por mando alguno. Empezó a comer la sopa y luego el guisado que acompañaba con un vaso de vino, que repetidamente llenaba de una botija traída del merendero por los ayudantes. Pareció ignorarme y, entre bocado y bocado, hablaba entre dientes. Terminó de alimentarse y siguió bebiendo hasta que se le turbó la mirada. Fray Ginés no era un anacoreta entregado a la oración y la penitencia. Era un hombre de acción. Había renunciado a las riquezas y comodidades de la vida para difundir el mensaje de las sagradas escrituras y las palabras de los bienaventurados, en especial de San Francisco de Asís. En la Nueva España, la mayor parte de su vida la dedicó a evangelizar a los indígenas. Fue a esas tierras porque así lo quiso y pudo hacerlo, pues conoció al obispo Vasco de Quiroga y a otros religiosos, quienes lo animaron. El contacto cotidiano con los nativos y en especial con los purépechas, le dio una perspectiva particular de la condición humana y de la civilización. Fray Ginés era de esos hombres capaces de ver en la oscuridad a partir de su sagacidad. –Todos los hombres son y han sido salvajes –dijo fray Ginés, mirándome intensamente. Y de manera irreflexiva empezó a hablar sobre lo que había vivido. 10

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“Supuestamente fuimos a la Nueva España a educar a los salvajes. Llegamos como cristianos avanzados. Olvidamos que no hacía mucho tiempo éramos como los bárbaros de las Indias que miramos con horror y curiosidad. La llamada civilización es la máscara utilizada para esconder el primitivo y verdadero rostro. Aquí en este mismo monasterio hubo sacrificios humanos.” Abrí los ojos e hice un gesto de sorpresa, por lo que fray Ginés comenzó a reír y luego gritó para que todos en el refectorio escucharan: –Este ha sido un lugar de barbarie y de muerte. Al escuchar su potente voz, la mayoría de los frailes comenzaron a salir. Sabían que el anciano iba a iniciar su típica perorata y para no inquietarse, abandonaron el lugar. –Mire, Indalecio, como huyen los timoratos. Las verdades asustan porque muestran otras realidades diferentes a las que les meten en la cabeza a través de libros y predicas. Se quedó en silencio unos segundos, como si estuviera en el pasado. Luego dijo, despacio: –Hace mucho tiempo, en el siglo II dC, se erigió un altar a Proserpina, hija muy querida del emperador Marco Ulpius Trajano Magno, por mandato del gobernador de Palos llamado Terreum. El templo estaba ubicado en donde ahora se encuentra nuestro querido monasterio de Santa María de la Rábida. La intención del gobernante era adular al César, por lo que también estableció el día 2 de febrero para halagar a la doncella con una festividad que estableció por ley. Así, a través de un edicto, obligó a todas las mozas a asistir a la celebración para luego, mediante la suerte, elegir a varias de ellas y sacrificarlas. La inmola11

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ción era realizada por la persona más allegada a la víctima, a unos metros del río. La sangre derramada por las decapitaciones escurría hasta el afluente y el agua ensangrentada era bebida por la gente para purificarse, quizá por eso se le llamó río Tinto. “Cuando el rito terminaba, los asistentes prendían velas amarillas. Luego recogían los cadáveres y se trasladaban en procesión hasta la parte alta, donde se encontraba el templo; otros dicen que los llevaban a unas cuevas. En cualquier caso, eran inhumados y se realizaba una especie de fiesta, en la cual se cantaba y se bailaba. El acto era impresionante por la gran cantidad de velas que utilizaban y provocaban que la noche fuera tan luminosa como el día. El ritual le dio otro nombre a Proserpina, el de la Diosa de las Candelas. “Muchos años después, la iglesia lo incorporó a sus festividades respetando el nombre dado por los paganos, y se conoce como el día de la Candelaria o Purificación, porque como le decía, el agua del río era considerada milagrosa. He de decirle que algunos la bebían y se aliviaban de sus males, pero otros enfermaban tanto del cuerpo como del alma. Se dice que cuando esto sucedía, el espíritu de las tinieblas los poseía para luego enloquecerlos o llevarlos a una muerte trágica porque eran malos. Puros embustes. “Después de establecerse el culto a la Diosa de las Candelas cayeron todo tipo de males y plagas sobre el lugar. La calamidad que más se extendió fue el mal de la rabia. La hecatombe le cambió de nuevo el nombre a la deidad por el de la Diosa de la Rabia, que con el tiempo degeneró en Rábida. En el siglo III llegó de Jerusalén una imagen de Santa María de los Remedios 12

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labrada, se dice, por San Juan y adorada en el Monte Sión. La efigie fue nombrada por los habitantes del pueblo de Palos como Santa María de la Rábida y tiene antecedentes paganos, que se amalgaman con símbolos católicos de los cuales no le hablaré. “Como ve, este sitio ha sido un lugar de barbarie y de muerte. Nosotros como españoles hemos pasado por épocas brutales, nada más que las olvidamos por la arrogancia que nos han dado el poder y la riqueza. Parecería que siempre fuimos un reino de primera, ilustrado, noble, católico, fiel y original. Nada más falso.” Guardó silencio. La noche avanzaba e iba oscureciendo el refectorio. Un monje llegó con una pequeña escalera y encendió las velas del candelabro mayor. Fray Ginés tenía la mirada perdida. Tomó de nuevo la botija con vino y llenó su vaso. Luego comenzó a beber despacio. Me ignoraba y sostenía un diálogo consigo mismo, hablaba susurrando y movía sus manos continuamente. Después volvió a callar y suspiró, jugó con sus manos y los ojos se le llenaron de tristeza. Yo no sabía qué hacer. Lo escuchado me inquietó, pero decidí seguir con él. –Acompáñeme, hermano Indalecio, a dar un paseo– me dijo fray Ginés. Salimos y caminamos por los pasillos de ladrillo rojo y arcadas pequeñas que rodeaban un patio rectangular y formaban el claustro mudéjar. Entre cada arco había macetas con geranios y las paredes tenían figuras geométricas pintadas o realizadas con piedras. El piso era de baldosas y azulejos. Fray Ginés miraba los muros como si las formas fueran un lenguaje cifrado e intentara desentrañar su mensaje. Nos dirigimos a un banco de madera que había en el pasillo y nos sentamos. 13

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Y continuó: “Debe saber que hace muchos años estuve en la Nueva España. ¿Qué me decidió a ir a ese mundo? El primer motivo fue la posibilidad de catequizar. Me contaban algunos marinos que estuvieron en esos lugares, que eran tierras sorprendentes por sus climas; mágicas por la variedad de plantas, árboles, flores y frutos; inimaginables por los salvajes que vivían en ellas y las ciudades fantásticas que habían construido; malignas por las costumbres demenciales de sus habitantes. Yo entonces era joven, crédulo e ignorante, y pensaba que había que llevarles la fe católica y los costumbres de la sociedad española para ilustrarlos. Principalmente para liberarlos del pecado e incorporarlos a la iglesia mediante la palabra de Dios, el ejemplo de San Francisco y los sagrados sacramentos. El segundo motivo fue el misterio que me provocaba lo desconocido. Aquello que escuchaba no sólo me maravillaba por lo raro, sino también porque percibía que en esos lugares y entre aquellos bárbaros existía algo inquietante que me permitiría entender mejor a los hombres y a mí mismo.” Volvió a guardar silencio por unos momentos. Jugó con las manos y luego dirigió su mirada al cielo. Parecía escudriñar las nubes. El silencio se prolongó y fray Ginés me ignoraba en su contemplación. Hasta que volvió hablar con voz grave y profunda. –Ahora que lo digo me doy cuenta de que también fue importante el saber de las atrocidades que cometían los conquistadores y en especial, los llamados encomenderos. Eran hombres que iban adueñándose de territorios y sometiendo a las poblaciones de nativos por medio de la guerra y de la aniquilación. No tenían misericordia y mataban a sus oponentes brutalmente. Las 14

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mujeres eran violadas y luego hechas servidoras. Se apoderaban de todo: valles, llanuras, montañas y hasta de ríos y lagos. La violencia era su arma y con ella destruyeron edificaciones, esculturas, pinturas, códices, pero sobre todo, hombres y niños. “Muchas de las cosas que expongo las oí aquí, en el monasterio de Santa María de la Rábida, particularmente en la sala junto a las celdas de fray Antonio de Marchena, de don Martín Pinzón y por el propio Hernán Cortés. Además de haberme enterado de lo que se decía en la Corte de la mala actuación de los oidores de la Primera Audiencia de la Nueva España, que en lugar de evitar la brutalidad se dedicaron a acumular riquezas. La Audiencia era una especie de tribunal que buscaba que se impartiera justicia y vigilaba el funcionamiento digno y honesto del virrey y de sus vasallos. Esa brutalidad y la ineficiencia de las entidades políticas fue el tercer motivo que me impulsó a ir a la Nueva España. “Las noticias eran tan escandalosas que el rey Carlos V nombró a fray Juan de Zumárraga primer obispo y protector de los indígenas. La idea era que la autoridad eclesiástica frenara la codicia de los conquistadores. Sin embargo, siempre la maldad vence porque es más fuerte y florece como la mala hierba en el corazón de los hombres. Las barbaridades continuaron a pesar de los intentos de varios religiosos por proteger a los humillados. El impulso de toda esta necedad era la altanería de sentirse superiores. En esta insolencia radica una de las causas de la destrucción. En otras palabras, quienes se viven como privilegiados por la divinidad o la historia, o la fuerza, o la belleza imponen sus maneras a los otros y al hacerlo, les niegan y pulverizan.” 15

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Fray Ginés guardó silencio, su mirada parecía perdida. Emprendió la retirada con paso lento sin despedirse. Cruzó el patio, caminó por el corredor deteniéndose de las paredes y entró a su pequeña celda. Después de que se encerró, me acerqué al aposento, pegué el oído a la puerta, escuché un murmullo ininteligible y después de un rato, percibí su acompasado ronquido.

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