Los abandonos

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Los abandonos Russell Banks

Traducción de Benito Gómez Ibáñez

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Título original Foregone

Copyright © Russell Banks, 2021

Primera edición: 2022 Traducción

© Benito Gómez Ibáñez Imagen de portada

© David Curtis / Alamy Stock Photo

Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V. , 2022 América, 109, Parque San Andrés, Coyoacán 04040, Ciudad de México

Sexto Piso España, S. L. C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda 28014, Madrid, España. www.sextopiso.com

Diseño Estudio Joaquín Gallego Formación Grafime Impresión Cofás

ISBN : 978-84-18342-93-6 Depósito legal: M-10204-2022

Impreso en España

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte

A Chase, la bienamada

Al recordar quién era, veo a otro. En la memoria el pasado se hace presente. Quien era es alguien a quien quiero, pero solo en sueños.

Fernando Pessoa, El pasado se hace presente

Fife se vuelve en la silla de ruedas y le dice a la mujer que la empuja que se le ha olvidado por qué ha dicho que sí. Dime por qué he aceptado. Es la primera vez que le pregunta. En realidad no es una pregunta, sino una ligera burla personal para compadecerse de sí mismo, y lo dice en francés, pero por lo visto ella no lo entiende. Es haitiana, de cincuenta y tantos años, sin sentido del humor, brusca y profesional: exactamente lo que Emma y él querían en una enfermera. Ahora ya no está tan seguro. Se llama Renée Jacques. Habla inglés a duras penas y un francés que él entiende con dificultad, aunque se le supone un dominio de esa lengua, al menos en la variante de Quebec. Inclinándose sobre él, abre la puerta de la habitación y, con cuidado, saca al pasillo la silla de ruedas. Pasan frente a la puerta cerrada de la habitación contigua, que Emma utiliza como despacho y dormitorio desde que Fife empezó a quedarse toda la noche despierto con sudores y escalofríos. Fife se pregunta si estará allí, ahora. Ocultándose de Malcolm y su equipo de rodaje. Escondiéndose de la enfermedad de su marido. De su agonía. Si pudiera, él también se ocultaría. Vuelve a pedir a Renée que le diga por qué lo ha consentido. Sabe que piensa que está en plan quejica y que en realidad no le interesa su respuesta. Monsieur Fife aceptó hacer la entrevista, contesta ella, porque es famoso por algo que tiene que ver con el cine, y a la gente famosa se le hacen entrevistas. Ya llevan una hora colocando focos, añade, moviendo muebles y tapando el salón con lienzos negros. Espero que antes de marcharse vuelvan a dejarlo todo como estaba, concluye.

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Fife le pregunta si está segura de que madame Fife –su nombre es Emma Flynn, pero él la llama madame Fife– sigue en casa. No habrá salido sin decirme nada, ¿verdad? La necesito aquí, joder, dice en inglés bajando la voz, como si estuviera hablando solo. Me he comprometido a hacer esta puñetera cosa únicamente por ella. Si no está aquí antes de empezar, voy a cancelarlo todo. ¿Sabes lo que quiero decir?, le pregunta a la enfermera.

Ella no contesta. Sigue empujando despacio la silla de ruedas por el largo, oscuro y angosto pasillo.

Él le dice que lo que piensa decir hoy no quiere decirlo dos veces y que, de todos modos, probablemente no tendrá ocasión de repetirlo.

Renée Jacques mide casi uno ochenta, es de hombros anchos, muy morena, con pómulos altos y angulosos y ojos bien separados en el rostro. Le recuerda a alguien que conoció muchos años atrás, pero no sabe a quién. A Fife le gusta el brillo que emite su piel, suave y morena. Es enfermera de día a domicilio y no tiene que llevar uniforme en el trabajo a menos que lo pida el cliente. Emma, cuando contrató a Renée, especificó: Nada de uniforme, por favor, mi marido no quiere una enfermera de uniforme, pero de todos modos Renée se presentó vestida de un blanco impecable. Eso asustó a Fife al principio, pero al cabo de diez días se acostumbró. Además, su estado ha empeorado desde que ella llegó. Está más débil y más desconcertado –solo de forma intermitente, pero cada vez con mayor frecuencia– y tiene menos capacidad para fingir que solo está inválido temporalmente, hecho un desastre, recuperándose de una enfermedad que tiene cura. El uniforme de la enfermera ya no lo preocupa tanto. Están a punto de contratar a otra para la noche, y esta vez Emma no ha especificado, por favor, nada de uniforme.

Renée cruza la cocina empujando la silla, y al pasar por el cuarto del desayuno, Fife lanza una mirada por el alto y estrecho ventanal de veinte cristales a las negras cúpulas de paraguas que luchan contra el viento en Sherbrooke. Gruesos

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copos de blanda nieve se mezclan entre la lluvia, y un barrillo gris y resbaladizo cubre las aceras. El tráfico avanza sin ruido, chapaleando. Ráfagas de viento arremeten en silencio contra los gruesos muros del edificio de sillería gris. El amplio y laberíntico apartamento ocupa por entero la mitad del lado sureste de la tercera planta. La archidiócesis de Montreal empleaba el edificio para albergar a las monjas de las Hermanitas Franciscanas de María en la década de 1890 y la vendió en la de 1960 a una constructora que la convirtió en una docena de apartamentos de lujo, de techos altos y hasta de seis y siete habitaciones.

Renée dice que madame Fife echó una mirada al tiempo que hacía y anunció que hoy se alegraba de quedarse en casa. Madame Fife está trabajando en su despacho, en el ordenador. Había encargado a Renée que le dijera a Fife que iría a verlo cuando los del cine empezaran la entrevista.

Sí, bueno, si ella no aparece no lo hago. ¿Sabes lo que quiero decir?, pregunta de nuevo.

Renée dice que, como en realidad estará hablando a la cámara, a quienes le hacen la entrevista y al público que en su día la verá en televisión, ¿no puede hacerse a la idea de que habla con su mujer como si la tuviera delante?

Hablas demasiado, dice él.

Ha preguntado si yo sabía a lo que se refería al decir que quería que ella lo oyera en la entrevista.

Sí, eso te he preguntado. Pero, de todos modos, hablas demasiado.

Renée desliza la pesada puerta corredera del salón y, empujando la silla bajo el alto dintel, entra en la habitación en penumbra. El piso de los Fife estaba originalmente ocupado por el monseigneur que dirigía el seminario. Es un apartamento de tres habitaciones con paneles de madera, un comedor formal, salón, vestíbulo de recepción, despacho y una biblioteca que Fife utiliza como sala de montaje. Compró el apartamento a finales de los años ochenta, cuando se hundió el mercado inmobiliario de Westmount. Leonard Fife y Emma Flynn no

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tienen hijos, son artistas relativamente famosos, bilingües y bien vistos en sociedad, y a lo largo de los años han ido adaptando las habitaciones para satisfacer las coincidentes necesidades de su vida profesional y personal.

La habitación no está en absoluto como Fife la recuerda. En vez de pasar a un salón amplio, de techo alto, con cuatro ventanales con cortinas, una estancia confortablemente amueblada con sofás, butacas, lámparas y mesitas de mediados del siglo xx , ha entrado en una caja negra de dimensiones desconocidas. Siente la presencia de más gente en la caja, quizá de cuatro personas. Hay un silencio súbito, como un jadeo contenido, tal vez causado por su entrada, como si no quisieran que se entere de que han estado hablando de él. De su enfermedad. Sueltan el aliento, y oye su respiración. Ha perdido casi del todo el sentido del gusto y el olfato, pero su oído sigue siendo de fiar.

¡Por aquí, Leo! Es Malcolm, que habla en inglés. Danos luz, ¿quieres, Vincent?

Vincent es el cámara, aunque prefiere que se refieran a él como director de fotografía. DF. Le pregunta a Malcolm si quiere que encienda la luz de la habitación. Para que Leo pueda orientarse, añade. Buenos días, Leo. Gracias por dejarnos hacer esto, hombre. Te lo agradezco de verdad. Los amigos llaman Leo a Leonard Fife. Vincent es alto, con cuerpo en forma de pera, hombros estrechos, cabeza pequeña y manos menudas y delicadas, de joyero. Hoy lleva gafas de diseño de montura rosa. Con bigote rubio, tenue y poco cuidado, tiene unos labios rojos y protuberantes, y ojos lagrimosos de un azul muy claro.

Malcolm, a su vez, da los buenos días y las gracias a Fife. De momento dejemos las luces en paz, Vincent. Hemos tardado una puñetera hora en dejarlo todo bien a oscuras, dice, y hemos desenchufado y quitado todas las lámparas.

Vincent pulsa un mando a distancia y en el despejado suelo de madera aparece un pequeño círculo de luz, nítidamente delimitado. Es donde van a entrevistarlo. Fife recuerda que

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esa parte del suelo estaba cubierta por el kilim que Emma y él trajeron de Irán en el 88. Fife preferiría que la habitación estuviera completamente a oscuras, que se olvidaran del foco y dejaran que fuese simplemente una voz incorpórea que hablara desde el negro vacío a la oscuridad personificada. Pero sabe la clase de película que Malcolm tiene en la cabeza.

Fife espera que Malcolm y su equipo no vuelvan a decirle que tiene un aspecto magnífico. Ya le han hecho más que suficientes cumplidos, endebles y engañosos, el mes pasado, cuando vinieron de Toronto a visitarlo en el Segal Cancer Centre y a alguno se le ocurrió realizar una entrevista filmada. En realidad, cree que fue idea suya, no de Malcolm ni de cualquier otro. Y no era porque pensara que iba a dar buena imagen ante la cámara –es consciente del aspecto que tiene–, sino porque sabía que se estaba muriendo.

Una voz femenina vibra en la oscuridad, dándole las gracias. Fife reconoce la voz de Diana, productora y compañera de Malcolm desde hace tiempo. Todos le están muy agradecidos, le dice. Su voz tenue y aguda suena como un grito reprimido en los oídos de Fife. Siempre ha odiado esa voz. En el momento en que quieras hacer una pausa, le dice, para descansar o lo que sea, hazla. No te esfuerces.

Malcolm y su equipo residen en Toronto, y ahora todos hablan inglés. Lleva la silla debajo del foco, ¿quieres, cariño?, le dice Diana a Renée. No vamos a filmarla, solo queremos la cara, el cuello y los hombros de Leo, unas veces de frente, otras de perfil y otras desde atrás. Todo lo demás debe estar a oscuras. Lo dice con la autoridad de una maestra de escuela.

Es probable que a Renée nada le importe menos que cómo piensan filmar a Fife, pero entiende el inglés de Diana lo suficiente para colocar la silla de ruedas directamente bajo el foco.

El estilo que has inventado tú, tío, dice Malcolm. Poner a contraluz la parte del rostro del sujeto que queda fuera de cámara. Se acerca a la silla de ruedas y pone la mano en el hombro de Fife. Nos pareció lo más indicado, añade. ¿Verdad? Espero que no tengas nada que objetar.

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No, ninguna objeción. Considéralo el homenaje de un protégé, tío.

El homenaje de un protégé. Parece justo, supongo. ¿Qué cámara utilizas?

La Sony FS7, contesta Vincent. ¿Quién más está aquí? En el salón, me refiero.

Sloan está en aquel rincón, dice Malcolm. Te pondrá el micrófono y se ocupará del sonido con la jirafa, si la necesitamos. Hay que mejorar el sonido de la Sony. Ya has trabajado un par de veces con Sloan en Toronto.

Lo recuerdo, dice Fife interrumpiéndolo. Cree que Malcolm está liado con la chica. Es de Nueva Escocia, una bonita pelirroja con pecas que no puede tener más de veinticuatro o veinticinco años. Malcolm andará cerca de los cincuenta. ¿Cómo es posible? Fife tiene antiguos alumnos, protégés, que son demasiado mayores para tener aventuras inadecuadas con becarias y lo bastante famosos para conseguir financiación y distribución con objeto de hacer la postrera entrevista filmada a Leonard Fife, también documentalista pero ya demasiado viejo y enfermo para embarcarse en aventuras inadecuadas y famoso únicamente en ciertos círculos izquierdistas pasados de moda, un realizador sin posibilidad de conseguir dinero para financiar un proyecto como este.

Malcolm MacLeod filma la historia de Canadá adoptando una perspectiva levemente izquierdista sobre los primeros asentamientos, les coureurs des bois, los pueblos nativos, inmigrantes lealistas de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, esclavos americanos que siguieron la Estrella de la Noche en el Ferrocarril Subterráneo, hockey, música cajún. Es el Ken Burns del norte, y ahora va a documentar la confesión última de su viejo profesor. Será la entrevista definitiva de su mentor, y Malcolm ha escrito veinticinco cuestiones concebidas para inducir a Fife a hacer el tipo de provocativas y a veces profundas observaciones por las que se ha hecho famoso, al menos entre quienes lo conocen personalmente o estudiaron con él en Concordia allá por las décadas de 1970 o 1980, o leen

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entrevistas suyas en la Revue canadienne d’études cinématographiques y Cinema Canada de los ochenta, cuando la dirigían sus amigos Connie y Jean-Pierre Tadros.

Fife le dice a Renée que lo deje donde ellos quieran y después que, por favor, vaya a buscar a madame Fife, tiene algo importante que decirle.

Renée desplaza la silla y la sitúa en el círculo de luz. Pone los frenos y desaparece en la oscuridad circundante.

Fife quiere saber dónde está la cámara. No te preocupes por eso, tío. Lo único que tienes que hacer es quedarte ahí quieto y hacer lo que mejor se te da.

¿Qué es? Hablar. ¿Hablar? ¿Eso es lo que mejor hago?

Ya sabes lo que quiero decir. Lo que haces mejor que nadie. Lo que mejor haces, desde luego, son tus películas. ¿Seguro que te encuentras en condiciones de hacer esto, Leo? No quiero obligarte, tío. No tenemos que acabar hoy el rodaje, si no estás por la labor. Puede que solo estemos un par de horas, o hasta llenar la primera tarjeta. Podemos seguir mañana. Diana interviene para confirmarlo. Podemos quedarnos toda la semana en Montreal, si te parece bien, Leo. Y descargarlo y montarlo en el hotel sobre la marcha. No es necesario filmarlo todo en un día y volver a Toronto para el montaje final. No, quiero teneros aquí, dice Fife. Hasta que acabe de decirlo todo.

¿Todo?, pregunta Diana. ¿A qué te refieres? Malcolm y yo hemos pensado hacerte algunas preguntas importantes. No me cabe duda.

La muchacha, Sloan, ha salido de la oscuridad entrando en el círculo de luz para ponerle el micrófono. Engancha el diminuto artefacto en la parte interior del cuello vuelto del suéter negro de manga larga que ha sido parte del uniforme de Fife durante décadas. Le gusta el contacto con la chica. Su mezcla de olores a tabaco, sudor y champú de hierbabuena. No tiene mucho olfato, pero a ella la huele. Las mujeres jóvenes

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emanan un olor diferente y mejor que las de mediana edad y las ancianas. Es como si el deseo y la añoranza del deseo tuvieran olores específicos y distintos. Cuando Emma se inclina para darle un beso en la mejilla por la mañana antes de salir a la oficina de su compañía de producción en el centro de la ciudad, Fife inhala el olor a té inglés del desayuno y a jabón sin perfumar. El aroma de la añoranza del deseo. Esta muchacha, Sloan, huele a puro deseo.

No es justo darse cuenta, piensa.

Pero es cierto. Y el olor matinal de Emma no es desagradable. Solo vacío de deseo y lleno de nostalgia. Se pregunta cómo olerá él ahora, sobre todo a una joven. A Sloan. ¿Podrá captar el olor de sus medicamentos, los antiandrógenos que lleva meses tomando y el Taxotere y la prednisona que empezó la semana pasada? ¿Capta el olor de los bifosfonatos que toma para que no se le rompan los huesos con el peso del cuerpo, los parches de morfina, la orina que le sale goteando de la vejiga al catéter y al tubo conectado a la bolsa que va enganchada a la silla? ¿Los restos de heces secas que tiene pegados al culo? Para Sloan debe oler como el pabellón de un hospital de ancianos químicamente castrados que se están muriendo de cáncer.

Repíteme por qué me han tenido que sacar del hospital, le dice a nadie en particular.

Bueno, dice Malcolm, supongo que aquí estarás mucho más contento. Con Emma a tu lado, quiero decir. Y todo te resulta familiar.

Ya no se puede decir contento o más contento, Malcolm, dice Fife. Le gustaría añadir –pero no lo hace– que para él ahora solo hay más o menos dolor, más o menos náuseas y diarrea, más o menos terror, más o menos miedo. Junto con más o menos vergüenza, ira, bochorno, ansiedad, depresión. Y más o menos confusión. Olvídate de lo de estar más o menos contento, dice.

Venga, Leo. No hables así, dice Malcolm.

Creo que ahora puedo hablar como me dé la puñetera gana.

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