Pequeñas historias cotidianas sobre ellas

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Pequeñas historias cotidianas sobre ellas

Por

Rosa Mª Calvo Fernández

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Siempre consideró que estar sujeta a un reloj era una pérdida de tiempo. Hasta que le regalaron uno. Tenía una forma extraña. No era redondo, ni cuadrado, ni tan siquiera ovalado. Era algo así como un dodecágono. Cada uno de sus lados representaba una hora. Tanto le fascinó que a partir de ese día lo llevaba a todas partes. Sin embargo, ahora, cuando lo perdía, cosa que ocurría muy a menudo y que la obligaba a estar horas enteras buscándolo, en realidad no perdía el objeto que marcaba las horas. Perdía, en verdad, su propio tiempo.

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Aquel día la tristeza llamó a mi puerta. Le abrí y se coló en mi alma. Desde ese momento nos hemos vuelto inseparables, aunque a veces, cuando se aleja por unos instantes, noto que cada vez es menos tristeza. Tal vez, en algún momento, se dé cuenta de que se convirtió en alegría.

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Cuando sintió el calor suave del sol sobre su rostro, despertó y abrió los ojos a un nuevo día. Extrañada, contempló la oscuridad que invadía el cuarto. Afuera el silencio era sobrecogedor. Dentro habitaba otro silencio diferente, gélido, desnudo. No se atrevió a moverse. ¿Estaba soñando? ¿Qué realidad tan distinta a la habitual era la que la envolvía? Trató de escuchar su corazón... Era en vano. Trató de respirar, pero a sus pulmones no llegaba ni un ápice de aire...Por fin comprendió: había soñado que tenía un cuerpo y una vida. ¡Qué absurda ironía, si ella era la muerte!

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El reloj de la entrada daba las siete cuando ella abrió la puerta. El sol aún no había traspasado los umbrales de la irrealidad, y la penumbra era densa, cortante. Se dirigió a su habitación. Se deshizo de su ropaje colorido y se enfundó su pijama gris de franela. Se metió en la cama, arropada por sábanas térmicas y mantas de lana. Cerró los ojos pero seguía despierta. Un frío intenso recorría, sin cesar, sus inexistentes huesos. Pero no era el frío del más crudo invierno. Era el frío del vacío en que consistía su cuerpo. Así que, poco a poco, aquella sombra comenzó a rellenar todos sus huecos con palabras, con sueños, con pensamientos, y se convirtió, ya para siempre, en un cuento.

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Ella siempre había sido mujer. Y no me refiero al sentido fisiológico de la palabra, sino a su concepción más amplia. Amó a sus muñecos como una madre, se enamoró de sus amigos a escondidas, lloró sus desventuras en el silencio de una perfecta mujer. El día en que, por fin, su cuerpo cambió y comenzó a mostrar los inequívocos signos de su sexo, ella se sintió feliz. Pero no porque todos la vieran como mujer. Era feliz porque ahora podía ser una niña y contemplar el mundo con otra sabiduría.

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Desde muy niña aprendió que hay miradas que hieren y miradas que acarician. Aprendió que hay palabras que duelen y palabras que sanan. Aprendió que algunas preguntas no pueden ser respondidas. Aprendió que estar con alguien no siempre es estar acompañada. Y así comenzó a llenarse de olas rompiendo contra las rocas, de aleteos de pájaros sobre las ramas frondosas, del calor del sol que la protegía aún cuando no estuviese, de las notas que brotaban de su silencio... Y fue entonces, siendo muy niña, cuando decidió cerrar para siempre su caja, la pequeña cajita de sus palabras.

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Ella era la dueña del viento. Cuando ella andaba, un remolino desordenado le cubría la espalda desnuda. Cuando ella corría, un huracán furioso arrasaba los senderos por donde ella pasaría. Y si ella lloraba, una brisa suave y cálida acunaba sus lágrimas en silencio. Ella era su dueña. El día que ella decidió irse lejos, el viento gritó, aulló, susurró su dolor por las esquinas. Es por eso que, en las noches oscuras, el viento parece soplar más fuerte, pero cuando sale la luna, se le oye llamarla entre susurros.

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