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un camello en el ojo de la aguja
Imanol Caneyada
un camello en el ojo de la aguja
Un camello en el ojo de la aguja Primera edición, 2017 © Imanol Caneyada, por el texto © Carlos Santa Cruz, por las lustraciones Coedición: Ricardo Alonso Lugo Viñas Secretaría de Cultura Dirección General de Publicaciones D.R. © 2017, Ricardo Alonso Lugo Viñas Editorial Los bastardos de la uva Enrique Bordes Mangel 4015 Col. Ampliación Asturias, Del. Cuauhtémoc C.P. 06890, Ciudad de México. uvastardos@hotmail.com www.losbastardosdelauva.com D.R. © 2017, de la presente edición Secretaría de Cultura Dirección General de Publicaciones Av. Paseo de la Reforma 175, Col. Cuauhtémoc C.P. 06500, Ciudad de México www.cultura.gob.mx Diseño: Alejandra Espinosa ISBN: 978-607-97359-3-7, Los bastardos de la uva ISBN: 978-607-745-696-4, Secretaría de Cultura Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores. Impreso en México / Printed in Mexico
El nudo de las pretensiones y las contrapretensiones, del odio y el resentimiento se aprieta con tanta fuerza‌ Leszek Kolakowski
Glosa éuscara La siguiente es una glosa con las palabras que en el texto aparecen en vasco, cuya comprensión facilitará la lectura de la novela. Abertzale: Nacionalista Aupa: Arriba, adelante, viva. Bat: Uno, una. Borrokalari: Luchador Euskera: Idioma que se habla en el País Vasco. Se agru- pa, junto con el húngaro y el finés, en la fami- lia de las lenguas de origen desconocido. Eusko Gudariak: Canción de los soldados vascos que participa- ron en las guerras carlistas, adoptada como himno por las nacionalistas vascos. Erdera: Español (idioma). Ez: No. Herriko taberna: Bar del pueblo. Punto de reunión de los simpa tizantes de la izquierda nacionalista y eta. Iru: Tres. Jarrai: Juventud. Nombre que se le daba a la organiza ción juvenil de Herri Batasuna (hb), brazo po lítico de eta. 8
Kaixo: Hola. Kale Borroka:
Lucha en las calles. Se entiende por los pequeños actos de terrorismo que los jóvenes, organizados por los brazos políticos de la izquierda nacionalista, llevan a cabo contra objetivos identificados como españoles. Por ejemplo, incendiar sedes de partidos políticos no nacionalistas o propinar palizas a sus militantes.
Kontuz: Cuidado, atención. Lasai: Tranquilo. Nola zaude zu?: ¿Cómo estás? Orio: Nombre de un pueblo pesquero de la región vasca cuyos remeros son célebres. Además sig nifica amarillo. Sirimiri: Lluvia fina y constante, calabobos, chipi-chipi. Txalupa: Barca. Txapeldun: Campeón. Txikito: Pequeño vaso de vino. Zulo: Agujero. Las prisiones que eta construye bajo tierra para encerrar a los secuestrados durante la negociación. Zurito: Pequeño vaso de cerveza.
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1. Mammon de iniquidad
Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo; así que si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas? Ninguno puede servir a dos señores; porque aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéís servir a Dios y a las riquezas. Mateo 6: 21-24
(O de cómo Mammon supo convertirse en Dios y el dilema de servir a dos señores fue resuelto para solaz de clérigos y otra canalla). 11
A
l igual que Cristo en el Gólgota, tenía treinta y tres años cuando reaparecí en el pueblo. Ninguno de sus habitantes había sabido de mí hasta entonces, entre otras cosas, porque nadie me recordaba. Nadie me echó de menos. Me esfumé al día siguiente del baile de graduación de la preparatoria: fui la burla de Hernández, como siempre, y puse una y otra vez la otra mejilla para que la puteara con su implacable sevicia. Creía que únicamente así sería aceptado, tan enano yo, tan sin vello, tan osito de peluche. Tenía la edad de Cristo en el crucifijo cuando reaparecí en el pueblo. Aquellos que fueron reconociéndome en el imbécil muchacho al que habían humillado hacía ya un tiempo sin memoria, sólo entonces se acordaron de que había existido y desaparecido durante quince años. Tres lustros en los que no me habían dedicado ni siquiera un pensamiento de lástima o desprecio. Y se sintieron culpables. Porque a pesar de lo enano e imberbe (hay cosas que cambian poco), el Mercedes Benz plateado con el que entré a la plaza relucía soberbio bajo el sol de abril que linchaba la tarde. En ese momento, algunos de mis viejos amigos paseaban con sus esposas bajo los 12
árboles secos de la alameda. Y me asombré que flotaran tan gordos, fodongos, aletargados, indiferentes y anacrónicos a las puertas de la iglesia de un pueblo al que había regresado para resarcirme de un pasado que no dejaba de sangrar. Me arrobó con cursilería prohibida que por un instante se congelara el pequeño mundo de la plaza y un batallón de perros y niños admirara la belleza de un vehículo inverosímil en esa aldea. Pero a medida que avanzaba, me atenazó los cojones aquella otra entrada, veinte años antes, desnudo por la calle principal, polvo y más polvo, y dos ramas de mezquite para ocultar las miserias. Hernández y su primo el Cochi habían escondido mi ropa. Descalzo un par de kilómetros desde el río. El sol me desollaba, sangraba del talón izquierdo y en pelotas por todo el pueblo. Era mediodía. ¿Qué te hicieron, m´hijo?, gritó mi madre al abrir la puerta: colorado, enano, de bruces a la fría baldosa del zaguán. El tiempo fue una amarga goma de mascar que rumié durante no sé cuantos días en la cama. El silencio, obstinado, un refugio húmedo, mientras el odio fermentaba en cada célula achicharrada, en cada neurona perezosa que había despertado con aquella misión nueva. Iban a pasar algunos años antes de que el agravio rindiera en mí tantos dividendos. Estacioné frente a la iglesia fiel a mi recuerdo, en la mismísima reja abierta para recibir a los feligreses, con el patio en romería de los hijos de todos los Hernández. Atravesé el patio que dejó de hablar para ir poco a poco reconociéndome. El mismo Hernández, a un lado del padre Hilario –almanaque de arrugas y cataratas, memoria comunal–, se ponía de acuerdo en la lectura de la celebración. Su esposa ocultaba várices y celulitis (¡quién iba a decirlo, la reina de la escuela y toda esa charada!) que tres hijos le habían labrado. ¿Sí eres? Claro que soy, el mismo. ¡Cuánto tiempo! Mejor no hablar de cosas desagradables. Pero no entendieron la broma. Ha13
bía detalles que desconocía. Por ejemplo, el único pasatiempo en el pueblo era, precisamente, remontarse al pasado y testimoniar las anécdotas de una épica baladí y decadente. Mire, padre, es el hijo de doña Tere, volvió. El rostro del sacerdote se iluminó con el recuerdo al fondo de un túnel en penumbra. Y me dio la bendición el padre Hilario que moriría medio año después. De inmediato supe que ocuparía la primera fila en los reclinatorios: brazos extendidos, resignación ante los pecados del mundo, yo mismo pecador. Y me dieron lástima (sólo un instante). Por lo que veo, te va muy bien, dijo Hernández con la envidia rezumando por los colmillos que, de pronto, se me figuraron los de una víbora decrépita. No como en aquellas otras tardes de domingo en que me agarraba de costal escuálido y desfondado, qué chinga me ponían, en ese mismo atrio, y una patada y un rodillazo y una cachetada hasta hacerme llorar, no de dolor, sino de impotencia porque no me quedaba más que cubrirme. ¡Pinche joto, defiéndete! Y el coro: joto, joto, joto. Luego comulgaban tan campantes mientras pedía que cayeran fulminados por un rayo que nunca llegó. ¡Hombre de poca fe! No puedo quejarme, le dije humilde, como si fuera el de siempre. ¡Ah, qué Toñito! Pero ella, la reina de la escuela, con todo y várices, niños y celulitis, mensa como había sido antaño, no se tragó el cuento. Lo descubrí en la mirada de recelo con que recorrió mi estampa tan te ves casi igual. ¿Acaso ella no había olvidado? Pasé al interior de la iglesia austera, una antigua misión jesuita, encalada, no tan espaciosa como la recordaba, igualmente olorosa a cirio, mirra e incienso. Mentira. Olía a sudor y meados, pero preferí evocar a los Reyes Magos: siempre fui niño Dios en la pastorela de la parroquia a causa de mi eterno aire de bebé camarón. ¿Y el oro? Ese 14
lo traía yo, maná ignoto. Oro con el que había construido la casa más grande del pueblo. ¿De quién era tan fastuosa villa?, se preguntaban los vecinos a medida que aquella mole crecía a las afueras del pueblo, solitaria. Se acabó el misterio: del hijo de doña Tere que después de tantísimo tiempo regresó en un Mercedes Benz plateado. Esa tarde terminé de instalarme en mi casa nueva de mi pueblo viejo. Y me descojoné en la soledad del estudio del atajo de palurdos que había admirado el carro del año, la ropa chic, el aire mundano que había aprendido a exhibir en la capital. El alcalde, aquel primo sádico de Hernández, vesánico, se puso a mis órdenes. Y cómo no, si hasta al balcón del ayuntamiento llegó el tufo a dinero que iba dejando a mi paso. El Chivas de 24 años con el que templaba el vaso comenzó a relajarme en el ocaso del día de mi reaparición, efectista como una mala comedia de capa y espada, previsible como el capítulo trescientos de un culebrón cuyo final… ¡Ay, el final!
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