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Maradona ingún futbolista consagrado había denunciado sin N pelos en la lengua a los amos del negocio del fútbol. Fue el deportista más famoso y más popular de todos los tiempos quien rompió lanzas en defensa de los jugadores que no eran famosos ni populares. Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer, en apenas cinco minutos, los dos goles más contradictorios de toda la historia del fútbol. Sus devotos lo veneraban por los dos: no sólo era digno de admiración el gol del artista, bordado por las diabluras de sus piernas, sino también, y quizá más, el gol del ladrón, que su mano robó. Diego Armando Maradona fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable. Pero los dioses no se jubilan, por humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía. La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero. 30
aradona fue condenado a creerse Maradona y obliM gado a ser la estrella de cada fiesta, el bebé de cada bautismo, el muerto de cada velorio. M ás devastadora que la cocaína es la exitoína. L os análisis, de orina o de sangre, no delatan esta droga.
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El lector n uno de sus cuentos, S E oriano imaginó un partido de fútbol en algún pueblito perdido en la Patagonia. Al equipo local, nunca nadie le había metido un gol en su cancha. S emejante agravio estaba prohibido, bajo pena de horca o tremenda paliza. E n el cuento, el equipo visitante evitaba la tentación durante todo el partido; pero al final el delantero centro quedaba solo frente al arquero y no tenía más remedio que pasarle la pelota entre las piernas. Diez años después, cuando S oriano llegó al aeropuerto de N euquén, un desconocido lo estrujó en un abrazo y lo alzó con valija y todo: —¡Gol, no! ¡Golazo! —gritó—. ¡Te estoy viendo! ¡A lo Pelé lo festejaste! —y cayó de rodillas, elevando los brazos al cielo. Después, se cubrió la cabeza: —¡Qué manera de llover piedras! ¡Qué biaba nos dieron! Soriano, boquiabierto, escuchaba con la valija en la mano. —¡Se te vinieron encima! ¡Eran un pueblo! —gritó el entusiasta. Y señalándolo con el pulgar, informó a los curiosos que se iban acercando: —A éste, yo le salvé la vida. 41
les contó, con lujo de detalles, la tremenda gresca Y que se había armado al fin del partido: ese partido que el autor había jugado en soledad, una noche lejana, sentado ante una máquina de escribir, un cenicero lleno de puchos y un par de gatos dormilones.
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