Chilango y tenochca Federico Navarrete
Ilustraciones de Alex HerrerĂas
Chilango y tenochca Federico Navarrete Ilustraciones de Alex HerrerĂas
Navarrete, Federico Chilango y tenochca / Federico Navarrete ; ilus. de Alex Herrerías. – México : SM, 2019 152 p. ; 19 x 12 cm. – (El Barco de Vapor. Naranja ; 85 M) ISBN: 978-607-24-3788-3 1. México prehispánico – Literatura infantil. 2. Historias de aventuras. I. Herrerías, Alex, il. II. t. III. Ser. Dewey 863 N38
Texto D. R. © Federico Navarrete, 2019 Ilustrador D. R. © Alex Herrerías, 2019 Dirección de Literatura Infantil y Juvenil: Ana María Echevarría Gerencia de Literatura Infantil y Juvenil: Irma Ibarra Bolaños Coordinación editorial: Mónica Romero Girón Edición: Eliana Pasarán Diagramación: José Ramón Gálvez Pérez Primera edición: 2019 D. R. © SM de Ediciones, S. A. de C. V., 2019 Magdalena 211, Colonia del Valle, 03100, Ciudad de México Tel.: 55 1087 8400 www.ediciones-sm.com.mx ISBN: 978-607-24-3788-3 ISBN: 978-968-779-177-7 de la colección El Barco de Vapor Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana. Registro número 2830 Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, o la transmisión por cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La marca SM® es propiedad de Fundación Santa María, licenciada a favor de SM de Ediciones, S. A. de C. V. La marca El Barco de Vapor® es propiedad de Fundación Santa María. Prohibida su reproducción total o parcial. Impreso en México / Printed in Mexico
Para Tomás, por todo lo que me enseña F. N.
C
apítulo
La trampa
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Todo comenzó un martes trece. Roberto re cordó muy bien el día, porque todos los martes su papá lo recogía de la escuela y luego paseaban juntos por la Ciudad de México. No obstante, ese día en particular no pudo pasar debido a un pro blema en el trabajo y apenas le fue posible avi sarle con un recado incomprensible que dejó en la dirección de la escuela. El trece lo recordaba porque, en clase de Matemáticas, el señor Do mínguez volvió a hablarles de los números pri mos y les contó que, si bien para los europeos es de mala suerte, era considerado afortunado por los antiguos aztecas o mexicas, pronunciado meshi-cas, como siempre les insistía. Durante el recreo, Roberto tuvo otra ocasión de sentirse sin fortuna, pese a lo que pensaban los antiguos pobladores de su propia urbe, la Ciudad de México, acerca de aquella cifra. Efrén, un compañero de clase, llevó a la escuela su nueva 7
consola de videojuegos, la más potente y brillante de todas, justo la que él siempre había deseado con tantas ganas. Durante el recreo, el niño se de dicó a presumir su juguete a sus compañeros; sin embargo, cuando él se acercó para pedirle que le prestara el aparato por unos instantes, lo rechazó con una risotada: —Si quieres jugar con una consola, pídele a tus papás que te compren la tuya. Roberto quiso responderle algo, pero los demás niños que hacían cola para ganarse el favor de Efrén y jugar algún videojuego se unieron a sus carcajadas burlonas. Mientras se alejaba humilla do, pensó que ni siquiera se atrevería a pedirle un regalo tan caro a sus papás, pues conocía bien los problemas económicos de su familia. A la hora de la salida de la Escuela Primaria Héroes del 47, en la banqueta del eje vial, se en contró solo y triste, pensando en el número trece y en la mala suerte de que no lo recogiera su papá ni pudiera comprarle el juguete que tanto ambi cionaba. Entonces descubrió, detrás del puesto de chicharrones, a los dos niños más pesados de su salón, Nabor y Sigmundo, quienes empujaban al pobre de Efrén mientras le arrancaban su consola entre risotadas y burlas. 8
En un instante, la indignación ante la posibi lidad de que ese par de abusivos se quedaran con el aparato que él tanto deseaba se apoderó de su ser y le impidió pensar bien lo que hacía. Rober to corrió hacia ellos, aprovechó que se hallaban distraídos hostigando a Efrén, y le arrebató la con sola a Sigmundo. Escapó por la banqueta llena de vendedores ambulantes y cruzó la ancha avenida, justo cuando se ponía la luz verde, entre los coches que arrancaban y lo maldecían a claxonazos. De ese modo logró que los dos molestones no lo al canzaran y se escondió entre los puestos de ropa y películas piratas, mientras buscaba a Efrén del otro lado de la avenida para devolvérsela. Desde su refugio alcanzó a ver que aquel niño presumido se subía llorando a la camioneta de vidrios oscuros que siempre lo recogía, mientras apuntaba por el rumbo a donde Roberto había escapado. Fue así como ese martes trece Roberto se con virtió en un ladrón. Como no tenía la menor idea de lo que podía hacer para aclarar el malentendido, y mucho menos deseaba toparse con Sigmundo y Nabor, no le quedó más remedio que correr hacia su casa. En el camino no dejó de pensar en las mil cosas que le pasarían por quedarse con la consola. Al llegar a su departamento, escondió muy bien 9
su ilegal tesoro en el clóset de su cuarto y trató de comportarse con normalidad mientras comía con su mamá. Incluso hizo sus tareas sin quejarse ni perder el tiempo dibujando superhéroes en su cuaderno, como solía hacer. Sin embargo, una vez que anocheció no resistió la tentación y encendió el reluciente aparato. Claro está, lo hizo a escon didas de sus papás, pues sabía que lo matarían si lo encontraban con algo tan costoso. Tampoco se atrevió a mostrarle su secreto a Fátima, su hermana mayor, porque de seguro también le preguntaría de dónde lo había sacado y él no sabría explicar sus acciones. Era una lástima, pues sabía que a ella el videojuego le resultaría entretenido, ahora que llevaba una semana en cama, sin ponerse de pie debido a un desgarre en el tobillo que se había hecho en su clase de acrobacia. Aquello le pesaba tanto que, a cada instante que jugó, brincando sobre obstáculos de colores, escapando de zombis estúpidos y manejando coches demasiado rápidos, no dejó de pensar en Efrén. Era el niño más impopular del salón porque siempre calzaba los mejores tenis y llevaba los juguetes más caros, que nunca le prestaba a nadie. Esa misma mañana apenas había compartido la consola con uno o dos de sus compañeros, y eso a 11
cambio de dinero o comida. Roberto recordó que su mejor amigo, Luis, visitó una vez su casa y le contó que sus papás trabajaban y viajaban tanto que casi nunca estaban con él, y lo dejaban a cargo del chofer y de la empleada. Para sentirse menos mal, solían darle regalos muy caros. Al imaginar a Efrén solo en su casa inmensa, pensó otra vez en Fátima, quien se pasaba el día acostada en su cuarto con el tobillo lastimado y con un gesto de tristeza, porque su papá le había prohibido volver a la clase de acrobacia, que era su mayor pasión, pues quería convertirse en artista de circo. De nuevo sintió ganas de contarle lo que había pasado, pero se detuvo cuando imaginó sus preguntas: “¿Por qué nunca piensas, Roberto? ¿Por qué siempre haces lo primero que se te ocurre? ¿No será que en verdad querías robarte ese juguete?”. Como no sabía cuáles respuestas verdaderas podría ofrecerle y no le gustaba mentir, prefirió esconder el aparato mientras se reprochaba una vez más por haberse metido en tamaño lío. Aquella noche apenas si consiguió pegar el ojo, mientras su mente trataba de encontrar una sa lida para el problema que había armado. De se guro Efrén les contaría a sus papás, a su chofer 12
o a quienquiera que lo cuidara que él, Roberto, le había robado la consola porque no se la había querido prestar en el recreo. Sin duda su familia o sus empleados se presentarían al día siguiente en la escuela para denunciar el crimen. Por si esto fuera poco, Nabor y Sigmundo, aque llos bullies, estarían esperándolo a la entrada para arrebatarle el botín y propinarle unos buenos golpes. Lo peor era que nadie le creería que él sólo había querido ayudar a Efrén y que no pensaba robarse el juguete, pues el niño ni siquiera era su amigo y se había burlado de él frente a tantos compañeros. En su desesperación, pensó en pedirle a Luis que lo ayudara a devolverle el tesoro a su dueño, pero decidió que no debía meter a su mejor amigo en sus problemas. Tampoco deseaba involucrar a su familia. Su papá estaba descontento con su trabajo desde hacía meses, pues nunca le pagaban lo que en realidad trabajaba y hablaba cada vez más de irse a buscar chamba a Estados Unidos con su hermano y sus primos. Para evitarlo, su mamá cubría cada vez más turnos en el hospital. Sin embargo, el dinero no les alcanzaba para nada, menos aún con los doctores de su hermana. No había duda: tendría que enfrentar solo la acusación de Efrén, la furia de 13
Nabor y Sigmundo, los regaños de la directora y del profesor Domínguez, y todas las consecuencias. Por esas distracciones, en la mañana le costó más trabajo que de costumbre abotonarse la ca misa blanca, que su mamá siempre planchaba a quién sabe qué horas de la noche. No quiso ir con su hermana para que lo ayudara a hacerlo, pese a que era una costumbre que mantenían desde hacía años. Cuando se sentó a desayunar, su huevo estrellado estaba frío y la tortilla, dura. Mientras comía con asco y tristeza, llegó a considerar fingirse enfermo y quedarse en cama, hasta que recordó que la verdadera lesionada de su familia era su hermana Fátima y que su papá quería prohibirle que siguiera en la escuela de acrobacia. Antes de salir de casa guardó el aparato en la mochila como si llevara un objeto radiactivo. En el camino sintió que sus pies pesaban como pie dras y que su rostro le gritaba a los cuatro vientos que era un ladrón sinvergüenza. En la puerta de la escuela, Nabor y Sigmundo lo esperaban con rostros de furia, pero logró entrar oculto entre un grupo de niñas de sexto mucho más altas que él. Luego se escondió en el baño y sólo llegó al salón cuando ya había sonado el timbre. Todos estaban sentados. Las únicas sillas vacías eran la 14
suya y la de Efrén. Roberto pensó que de seguro el muchacho estaría en ese momento en la ofici na de la directora, acusándolo de ladrón. Sintió ganas de escapar de la escuela, de su casa, incluso de la Ciudad de México, para convertirse en un forajido y vagabundo. Sin embargo, la fuerza de la costumbre hizo que su cuerpo se sentara en su pupitre en forma automática. Entonces cerró los ojos y se imaginó frente a un pelotón de fusila miento integrado por el profesor Domínguez, la directora de la escuela, el portero don Chon y los papás de Efrén, apenas bajados del avión. Del otro lado estaban sus propios papás, que lo veían con una cara de decepción infinita, mientras Fátima lloraba desde su cama, pues por su culpa nunca podría volver a la escuela circense. Por fortuna, y también por desgracia, el profesor Domínguez comenzó la mañana con un examen sorpresa de Matemáticas. Esto resultó bueno, por que la mente de Roberto se ocupó en resolver las complicadas operaciones con números primos y no tuvo tiempo de pensar más en el asunto. Y resultó malo porque sus manos temblaban tanto que no lograron escribir bien las respuestas, de modo que entregó una hoja llena de tachones, borraduras y errores. Con resignación, pensó que 15
su promedio bajaría aún más y sus papás tendrían otra preocupación en la vida. Al final del examen se dio cuenta de que Efrén no había llegado al salón, y le pareció dudoso que tardara tanto tiempo en la oficina de la directora. Además, si lo hubiera denunciado, de seguro don Chon ya habría ido a buscarlo. Aunque el viejo le simpatizaba, con su boca chimuela que siempre hacía bromas e inventaba apodos cariñosos para todos los niños, prefería no verlo ahora. A él lo llamaba Tecolote por sus lentes negros y gordos de pasta, el modelo más barato que habían podido comprar sus papás. Con alivio, supuso que Efrén estaría enfermo, pero entonces se sintió culpable por haberle provocado una nueva dolencia. Se lo imaginó a solas y afiebrado en su cama en forma de coche deportivo, con sábanas de carreras, como las que él siempre había querido tener. De seguro su cuarto estaba lleno de otros juguetes, computadoras y televisiones como los que él tanto deseaba, pero Efrén nada más lamentaba con voz temblorosa la ausencia de su nueva consola, mientras maldecía al ladrón de Roberto. Sumergido en esos oscuros pensamientos, casi no prestó atención a la clase de Español, y menos a la de Historia. Sólo volvió a la realidad cuando 16
el profesor Domínguez le preguntó los nombres de los reyes aztecas o mexicas, como debía decirse correctamente, los cuales gobernaron en la antigua Tenochtitlan. Aunque a él le encantaba la historia y había estudiado el tema en su libro de texto, dio la respuesta equivocada. Para colmo, dijo que eran “mejicas”, con j, y no meshicas, con s suave, como les había enseñado el maestro que debía pronunciarse el nombre de aquel pueblo. Al escucharlo, el pro fesor Domínguez sacudió la cabeza con decepción y él se sintió avergonzado por haber fallado en su materia favorita. Cuando por fin sonó el timbre del recreo, no pudo evitar voltear a ver a Nabor y a Sigmundo, que lo observaron con ojos de furia. Nabor, que era el líder, señaló hacia el patio con un gesto ame nazador. Roberto pensó en quedarse sentado en su banca durante la media hora del receso, fin giendo que estudiaba Historia, pero se dio cuenta de que el profesor Domínguez comenzaría a ha cerle preguntas. Tampoco podía esconderse en la biblioteca, donde los molestones jamás entraban, porque el día anterior la señorita Angustias lo había regañado por haber leído tantas veces el mis mo libro sobre la capital de los antiguos mexicas, México-Tenochtitlan. 17
Tratando de fingir una prisa que no tenía, tomó su mochila con la consola y rápidamente escapó del salón mientras Nabor y Sigmundo se distraían jalando las trenzas de Hortensia, la niña más bonita de la clase. En el patio, se perdió entre los alumnos que hacían cola en la tiendita y se escabulló entre los futbolistas hasta el fondo del patio. Cuando volteó hacia el edificio, vio que los acosadores lo buscaban por todos lados, empujando a los de la fila y espantando a los que jugaban a la pelota. Aterrado, no encontró otro refugio que la cova cha donde guardaban los tambos de basura y los utensilios del conserje. Desde que estaba en primer año había escuchado todo tipo de historias acerca de ese lugar sucio y abandonado. Los mayores decían que ahí vivía el fantasma de un estudiante que había reprobado sus exámenes y sintió tanta vergüenza de volver a casa con sus papás que prefirió quedarse para siempre en la escuela. Algunos decían que falleció de hambre y sed; otros, que murió de tristeza. Du rante un año él y Luis habían creído esa terrible historia, hasta que Julián, el hermano mayor de su amigo, les explicó que era una invención de un maestro malvado para que los niños estudiaran más. Enseguida les contó que de todas maneras 18
debían evitar la covacha, pues ahí se reunían a fumar los niños malos de sexto, que eran muy peligrosos porque llevaban navajas. Por esa razón, y ya no por el fantasma del alumno, él nunca se había atrevido a abrir aquella puerta de tablones de madera rota, sin cerradura. Sin embargo, esta vez su miedo a los molestones fue mayor que su temor a los de sexto. Con el corazón palpitándole como un tambor, se asomó por la puerta crujiente para cerciorarse de que no hubiera ningún fumador con cuchillos. Como el cuartito estaba vacío, entró y cerró tras de sí. Luego se sentó en una incómoda banca de palos medio podridos y trató de respirar para tranquilizarse mientras se convencía de que po dría pasar la siguiente media hora en paz, pues ni siquiera Nabor y Sigmundo se atreverían a entrar allí. Los muy cobardes disfrutaban intimidando a los niños más pequeños que ellos, pero nunca se metían con los malvados de sexto. La respiración no lo tranquilizó, a pesar de que trató de tomar bocanadas lentas y profundas, como hacía Fátima cuando el dolor de su tobillo era demasiado fuerte. Además, pronto oyó las vo ces y risotadas de Nabor y Sigmundo al otro lado de la reja. 19
—¡Mátalo! Al escuchar el grito del fortachón, no atinó más que a cubrirse la cara con las manos para defenderse de los golpes. —¡Eres una rata asquerosa! —gritó Sigmundo. Roberto estuvo a punto de gritar que no era ninguna rata, sino un niño que había salvado el juguete que ellos querían robar, aunque no se atre vió a abrir la boca, esperando los trancazos de sus acosadores. Al cabo de unos instantes, cuando no recibió los puñetazos ni las patadas que esperaba, se atrevió a levantar la mirada para mirar alrededor. Así se dio cuenta de que los dos bullies no estaban en la covacha, sino que seguían del otro lado de la puerta, donde atacaban algo escondido entre los matorrales. Nabor golpeaba con toda su fuerza con un palo y Sigmundo, a su lado, pateaba como un karateca enloquecido. Estirando el cuello, alcanzó a observar una especie de rata inmensa, pero con cara de buena, que temblaba de terror en el piso, atrapada contra la barda. —¡Váyanse de aquí o se las verán conmigo! La profundidad de su voz lo sorprendió, hasta que se dio cuenta de que hacía eco en las maderas podridas y los tambos vacíos de la covacha. Enton ces los bullies se quedaron paralizados, intentando 20
descubrir quién les hablaba. Nabor dejó de golpear al animal y agitó su palo en el aire. —¡Váyanse de inmediato o saldré por ustedes con mi navaja! —gritó Roberto mientras golpea ba los botes de metal con unas latas viejas que encontró tiradas. Como de milagro, la amenaza hizo que los abu sivos salieran corriendo, y él disfrutó su primer golpe de buena suerte en dos días. Entonces decidió que era hora de salir de la co vacha, pues de seguro el recreo estaba por terminar. Sin embargo, antes de correr de vuelta al salón, se preguntó qué animal extraño era aquel que había visto. La curiosidad lo hizo voltear al matorral y encontró que el bicho seguía allí y lo miraba con grandes ojos y una especie de sonrisa en la boca. Estaba claro que no se trataba de una rata: tenía la cola larga y pelona, era demasiado ancha, y además tenía una cara simpática y manos delicadas. —Soy un tlacuache, oh, niño tecolote. En ese instante, Roberto se acordó de las fotos de ese pequeño marsupial, también llamado zari güeya, que había visto unos días atrás en un libro de fauna mexicana. Un segundo después soltó un grito de sorpresa, al caer en la cuenta de que el animal le había hablado. 21
—Te agradezco mucho, valiente guerrero, por salvarme de esos niños de corazón malvado —con tinuó el tlacuache con su sonrisa cordial. Roberto no alcanzaba a decidir qué le resultaba más extraño: que el tlacuache hablara, que sonriera o que usara palabras tan elegantes. Por eso se quedó callado y sólo alcanzó a inclinar la cabeza con una sonrisa tímida. El animal también la inclinó: —Debido a que me salvaste, niño de anteojeras negras, estoy en deuda contigo y te debo un pago por tu valentía. Roberto dudó unos instantes, tratando de ima ginar qué podría pedirle a un tlacuache perdido en un patio escolar. ¿Que lo ayudara a devolverle la consola a Efrén? ¿Y si mejor le pedía que le con siguiera una propia? No alcanzó a pensar en otras posibilidades porque en ese instante sucedieron dos cosas que lo llenaron de terror: sonó el timbre que anunciaba el final del recreo y la mano de hierro de Nabor lo sujetó por los hombros y comenzó a sacudirlo con fuerza. —¡Fuiste tú, gusano asqueroso! ¡Tú fuiste quien nos espantó! Mientras aquél lo jaloneaba, Sigmundo le arre bató la mochila y en un santiamén sacó el juguete 23
robado. Al recuperar el botín, ambos rieron como un par de hienas. El estómago de Roberto se retorció como un churro cuando se dio cuenta de que los bullies le darían una golpiza, le quitarían el juguete y, para colmo, lo harían llegar tarde a la clase del profesor Domínguez. Sin embargo, notó que el tlacuache lo contemplaba aún, esperando su respuesta. —Sálvame de ésta, por favor —alcanzó a mur murar, desesperado. El animal sonrió de nuevo y le hizo una señal con una de sus manitas rosadas: —Será un placer ayudarte a escapar de estos gandules, guerrero de las anteojeras. Dígnate a seguirme. Tras decir esas palabras desapareció entre el fo llaje del matorral. Sin saber cómo, Roberto encontró la fuerza para escapar del apretón de Nabor, arrebatarle la consola a Sigmundo y seguir al marsupial. Sabía que tras las hojas tupidas y espi nosas sólo encontraría la pared, pero en ese mo mento habría hecho cualquier cosa para escapar de la trampa en que había caído. Incluso estrellarse de frente contra un muro de ladrillos.
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Roberto y Xomácatl son dos jóvenes que viven en el mismo territorio pero en dos épocas distintas. El primero habita en la actual Ciudad de México y el segundo, en la antigua México-Tenochtitlan. Enfrentados al acoso de sus compañeros, ambos cruzan un umbral que los lleva a intercambiar personalidades y a emprender una misión para hallar el camino de regreso a sus propios tiempos y hogares.
Una travesía extraordinaria para conocer el pasado y el presente de la capital de México.