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Exordio
El capital es hoy una máquina productora de desapariciones. Todo lo que toca a su paso pierde de pronto consistencia hasta quedar reducido a un vacío que ya nada ni nadie pueden llenar. El espacio del capital es hoy el no-lugar. No la aventura moderna del espacio sin límites o la proyección de una apertura que trastorna fronteras para ampliar las posibilidades de la vida y la experiencia, sino la realidad de zonas despojadas de sentido por las que deambulan, sonámbulos, los no-sujetos de la actualidad. No son las “multitudes” libertarias ni los “nuevos nómadas” que anuncian el final del sistema, sino las masas de sacrificados que recorren, sin pausa ni descanso, las zonas privadas de nombre y de sentido, haciendo del caos restante la forma precisa del dominio contemporáneo. Hombres y mujeres que recorren un desierto sembrado de balas y odio;; pueblos enteros que se arriesgan al apocalipsis del océano en balsas endebles;; niños que se aferran al acero ardiente de un tren que, seguramente, los llevará a la realización de todas sus pesadillas;; sombras de
sombras en caminatas destinadas a la humillación, al secuestro y la muerte. Detrás de ellos perdura la derrota de un recuerdo que no se pudo completar;; la palabra de una boca que no pudo nunca más pronunciarse;; la memoria ficticia del reencuentro imposible que, al igual que el que partió, desaparece lentamente. El no-lugar subsume la desaparición en la desesperación y, desde ahí, construye el dominio como un vaciamiento perpetuo del espacio y la identidad. Vaciar el espacio por medio de flujos caóticos que destruyen la subjetividad y el sentido es la base que le permite al capital erigir un poder invisible que, justo por ello, se vuelve omnipresente. Hace del sujeto migrante una fractura multiplicada de la conciencia, y del que permanece, la inconciencia traumática de actos que se repiten para evadir el devenir clausurado. De nada sirve apelar a los tiempos de la reinserción en una fijeza perdida, porque ese mismo espacio al que se apela ha desaparecido violentamente y no hay forma ya de encontrarlo. No queda más que seguir el flujo de esa migración atópica para retrotraerlo a la instancia onírica que lo originó en la fuga del tiempo, y devolver a
esos pasos perdidos, a esas leyendas sacrificadas, toda la fuerza de un espacio reconfigurado en el que los sueños que se fueron olvidando en el camino vuelvan a marchar por la misma ruta, sólo que ahora bajo el auspicio de un manto utópico.
Atopía …atopía (eliminación del espacio concreto para no dejar sino el vacío social). Henri Lefebvre
¿Cómo se construye un espacio? Así formulada, la pregunta asume de principio que, pensado en sí mismo, en la abstracción de sus elementos constituyentes, el espacio simplemente no existe. Por lo menos, no para nosotros. Incluso en la infinitud de la imagen moderna el espacio confluye con las técnicas de su medición y apropiamiento. Le silence eternel de ces espaces infinis m’effraie (Pascal). Pero este mismo miedo, este terror con el que fundamentan su credo todas las posturas conservadoras desde hace casi cinco siglos, emana de una imagen que la modernidad construyó a la medida de su poderoso solipsismo. Es, por lo tanto, un saber que funge como contrapeso de una realidad que ya se ha apoderado, tiempo atrás, de la narración de la época. El terror al infinito y la huida correspondiente a la fantasía de la Heimat sólo pueden tener cabida en un mundo que se ha arrojado a los brazos de lo
indeterminado y lo inmensurable…, pero sólo para someterlo a la potencia de su propio desenfreno cuantificador. Ese mismo miedo acompaña e impulsa los viajes (terrestres, marítimos, aéreos, siderales) que quisiera evitar desesperadamente, la fuga hacia ese lugar indefinido que resulta inquietante, unheimlich, justo porque no ha sido traducido a la quietud del ansia racionalista. Nada escapa al espacio que extiende sus brazos como un manto voraz y generoso al mismo tiempo. El mito del afuera, sin dejar de existir del todo en ningún momento, alimenta en su impaciencia la ilusión de lo que podrá ser desde su imposibilidad. Así cumple una función disruptiva que es siempre coetánea con aquello que niega. La cuestión es que, a pesar de su ampliación cuantificable ad infinitum, el espacio no fue nunca, en ningún tiempo imaginable por nosotros, una unidad homogénea, geométrica y vacía, sino una realidad flexible y variable que se configura a partir de actos, proyectos, memorias, representaciones, elusiones, carencias y un sinfín de mecanismos complejos que relativizan su pretendida fijeza. Quizá la mayor debilidad de la filosofía bergsoniana radique precisamente en su incapacidad por devolverle al espacio lo
que, de otra manera, le concede al tiempo: la cualidad de un flujo libre que no puede sujetarse a las inamovibles leyes de la determinación cuantitativa. El espacio es creación creada y, por ello, realidad que nos inventa al inventarla. Libre determinación que condiciona nuestros actos sin negar su fluir, ubicando cada posibilidad y cada imposibilidad en la arena de lo conocido (aun cuando se proponga como desconocido e imposible, como lo que está absolutamente afuera). Pero, ¿cómo se constituye? Sin la elucidación de su génesis, el manto invisible del espacio deviene muralla sólida e inexpugnable. No basta la semiología de las estructuras cuando de lo que se trata es de devolverle al espacio su ambivalencia productiva y destructiva. Para ello es necesario repensar la teoría de los actos sin reducir su aclaración a un principio único ni a la presencia omnicomprensiva de un sujeto trascendental. Porque desde el momento en el que se piensa el espacio como una creación, como un producto (Lefebvre), es de los actos sociales de lo que se habla;; de la dialéctica conflictiva que corroe el tejido social hasta formar un lienzo desdoblado en varios pla-
nos. No una dialéctica negativa, sino paradójica: reconocimiento de las antinomias sociales en la unidad de un flujo cambiante. Tampoco una simple topología: crónos y tópos combinando proyectos que constituyen la Historia y la niegan para hacer más Historia. Cronotopía. ¿De dónde surge el espacio? En primer lugar, de la vida social, de la carencia que la impulsa a ser más de lo que es, de la necesidad que invoca las fuerzas de la producción en el justo momento del desamparo. Este desamparo no es nunca absoluto (a pesar de ciertas descripciones antropológicas desfasadas), pero reclama de una atención que no permite postergaciones. Es un acto de necesidad que no puede desplegarse más que medido por las posibilidades y las capacidades de una época. Esta realidad, sin embargo, no debe confundirse nunca con el ámbito de la pura naturaleza ni con sus reclamos materiales. Cierto, es siempre naturaleza, pero naturaleza pervertida, instancia de modificaciones mediada por la afirmación de conductas predefinidas (conscientes e inconscientes) en la proyección de los fines productivos. La rareza (Sartre) moviliza, impulsa, desata fuerzas desconocidas para los que la experimentan, pero
sólo alcanza la realización de sus objetivos atenida al recuento técnico de sus posibilidades. Esta relación tampoco es fija. La afirmación técnica conlleva inexorablemente la ampliación de la escala de requerimientos materiales, la cual funda a su vez la necesidad de un nuevo despliegue técnico y la erección de todo un entramado institucional, sociopolítico, que conduce el telos productivo. Puesto que su dirección es siempre futura, afiliada al proyecto en desarrollo que la funda, el movimiento productivo inaugura, a la vez, el tiempo de la utopía y de la posibilidad momentáneamente irrealizable. Así, en su mantenimiento y reproducción, en la ampliación de su escala y en su progreso, la vida social coordina el complejo de solidaridades sobre la base material de la dialéctica de las carencias y las facultades;; despliega el espec-tro simbólico de las relaciones productivas, pero sólo en cumplimiento de un acto reproductivo y civilizatorio;; resume institucionalmente el conjunto de habilidades comunitarias en pro de una continuidad, cuya manifestación puede prescindir de la experiencia de ciertos individuos, siempre y cuando su desaparición no ponga en riesgo el funcionamiento mismo
de la maquinaria social;; abre la realidad a la utopía futura de un mundo en el que la carencia no defina la acción;; en fin, construye el espacio de la vida humana y su expresión simbólica en torno a los ejes marcados por la economía política. Pero el espacio humano es también el espacio de la ausencia. En primer lugar, de la muerte del prójimo, del otro que nos pertenece aun más de lo que nosotros mismos nos pertenecemos. Con el otro hay un pacto que, literalmente, va más allá de la vida, más allá de toda necesidad material y de toda carencia momentánea. Es un pacto fundado en la cercanía y en la familiaridad. Un pacto que nos obliga a anticiparnos al fallecimiento del otro en un doble movimiento: 1) de promesa (resguardo) y 2) de ampliación (autoconservación anímica). La promesa es el pacto de la continuidad más allá de la muerte;; es también el resguardo de una vida en la memoria de sus actos. Esta promesa se funda, antes que nada, en la configuración de un espacio físico: el cementerio, el lugar de la promesa por excelencia, en el que reposan los restos de los difuntos que nos pertenecen y a los que nunca podremos abandonar del todo. Ese
espacio mora entre los intersticios de la vida y la muerte, porque a la vez que marca las fronteras materiales que la comunidad viva no podrá nunca cruzar, simboliza el anuncio de nuestra partida y la promesa de los otros hacia nosotros: también seremos resguardados. La anticipación de la muerte de los otros nos previene a su vez de nuestra propia caída psíquica, obligándonos a la ampliación de la escala anímica en una dimensión antes inexplorada. Así como la dialéctica de las necesidades y las capacidades es el fundamento de toda extensión del espacio productivo y base material de la civilización, la anticipación de la muerte de los otros, a través de una lógica sustitutiva, inaugura el espacio de la solidaridad interanímica de los seres humanos. En resguardo de nuestra supervivencia, el otro de la cercanía tiene que ser sustituido por nuevos sujetos, ya que de lo contrario su desaparición marcaría nuestro fin. “El espacio humano –dice Sloterdijk, de manera tajante– surge por la vacuna de la muerte.” Si los seres humanos no poseyeran la capacidad terrible y admirable de superar la muerte de los próximos, y no fueran capaces de llenar o encubrir por medio de con-
figuraciones sustitutorias el vacío dejado por los desaparecidos, ningún individuo podría jamás ser alguien que muere solo;; nadie iría nunca a la muerte sin compañía;; la muerte del uno insustituible supondría también la muerte del otro aliado. Sería imposible que en esas condiciones de muerte se pusiera en marcha la tradición cultural como sustitución creadora, y nunca la trascendencia del otro se convertiría en experiencia íntima, dado que en tales circunstancias no habría nada insustituible que sustituir.1
La “sustitución creadora” de los otros muertos funda, entonces, el espacio de la solidaridad interanímica, pero únicamente sobre la base de una revelación dolorosa: la absoluta contingencia de la vida humana y, desde ahí, del proyecto social. Por ello, la ausencia es, en segundo término, la ausencia de todo sentido último de comunidad, lo cual obliga a tomar posición en un terreno simbólico separado ya de las exigencias económico-políticas. La arbitrariedad de la comunidad sólo puede ser superada desde la arbitrariedad normativa, que constituye el Peter Sloterdijk, Esferas II (Macrosferología). Globos, traducción de Isidoro Reguera, Siruela, Madrid, España, 2004, pp. 142-143. 1
núcleo de su composición moral. La ley moral no nace de ningún sujeto autónomo y libre que se imponga a sí mismo la máxima categórica del actuar justo, sino del miedo central de toda comunidad: el horror vacui. Desde esta súbita reacción, emerge lo que Nietzsche llegó a denominar “el gran principio con el cual comienza toda civilización: cualquier costumbre vale más que la falta de costumbres”. La ley moral impone prohibiciones que regulan el comportamiento de los unos frente a los otros para asegurar su compromiso y su sujeción a la comunidad. Todos devienen responsables frente a los otros y, por una reacción paradójica de segundo grado, todos quieren hacer de los otros más responsables de lo que ellos se sienten. Éste es el secreto del munus que funda la communitas, no el acto desinteresado del regalar sin esperar nada a cambio del que habla Roberto Esposito. La donación, tal como la expuso por primera vez Mauss, existe sólo como espera de una contra-donación que la desborde y comprometa doblemente. Una dinámica que en el exceso en el que la llegó a pensar Bataille, en la furia misma de la destrucción de riqueza y del sacrificio, se torna violencia antieconómica y antipolítica,
demostrando, de esta forma, su sentido primigenio. El espacio social es así la síntesis conflictiva (nunca armónica) de dos dialécticas antinómicas: administración del ser y administración de la nada, regulación de la vida y regulación de la muerte: principio de necesidad y principio de donación. Todo espacio humano, visible e invisible, tangible e intangible, está protegido por ese manto extensible y omnicomprensivo. Más acá del principio de necesidad no hay ninguna naturaleza en estado puro;; más allá del principio de donación sólo se intuye el vacío monstruoso e informe de toda relación social. El ser humano está sometido a las leyes de sus actos simbólicos, dirigidos ora por el afán productivo ora por la ética de la reciprocidad y la ausencia. Pero ¿cuál es el espacio de los desaparecidos? No el de los otros muertos, sino el de los simplemente desaparecidos, el de los que un día se fueron y no regresaron, el de los que partieron en la vorágine de un tiempo indefinido hacia un lugar impreciso y no nos dieron cuenta de su destinación, de su punto de llegada, el de los que ya nadie nos da razón, el de los que sólo sabemos que se
fueron, que partieron, que no están. ¿Cómo ubicar esa memoria interrumpida, ese hiato entre la realidad y nuestro saber, esa inconsistencia de la vida a la que no le queda ni el consuelo de un más allá de la vida ni de un limbo en el que podamos ubicar nuestra desesperación obcecada? En el espacio de la ausencia cabe lo que sabemos, lo que se reconstruye en el ritual de la promesa y el resguardo, pero no lo que no sabemos, lo que está incluso ausente de nuestra imaginación, lo que no puede pertenecer a ninguna instancia de la realidad humana, lo que desgarra toda sintaxis de la realidad tornándola una narración vacía e inverosímil. Vivir la desaparición, esto es, sufrir la desaparición repentina e inexplicable del otro, es agrietar el manto protector, descubrir la fisura por la cual se cuela el mundo sin retorno posible. “Cada herida sobrepasa, extiende un aura” (Rocío Cerón), porque la herida de los que desaparecen se ensancha hasta la imaginación de lo informe, de las posibilidades repetidas donde el dolor se acrecienta sin fin. La herida de la desaparición es el trauma definitivo porque nos despoja de la protección simbólica, el verdadero resquicio de la humanidad, a la par que nos
conserva simultáneamente como sujetos de memoria, al borde de la locura. Es un estado límite que sólo se soporta por la esperanza del retorno, por la continuación de un relato que sólo podemos completar en la mente, pero que nos permite seguir en el camino siempre y cuando, en la imaginación, acariciemos de nuevo la frente perdida, observemos directamente el rostro extraviado, besemos los labios que nuestro recuerdo conserva en su pureza, absorbamos la fragancia de esa piel querida, oigamos las palabras y las risas de los que necesitamos. El relato insiste en su inercia, recorre el camino incompleto hasta completarlo en todas sus posibilidades;; sueña incluso con la muerte que regresa en la forma del otro y que nos permite despedirnos, llorar por última vez, inventar una tumba ficticia sobre la cual descargar nuestra impotencia. El espacio de los desaparecidos es la atopía, el no-lugar, la negación de todo espacio, la irrupción de la nada en el seno de lo concreto, el vaciamiento del mundo en un súbito golpe de ausencia. En el mundo contemporáneo, en el cual el capital y su lógica acumulativa han alcanzado una hegemonía mundial sin precedentes, el
fenómeno de las desapariciones se ha convertido en una realidad a escala masiva. A la par que la práctica de la donación y del intercambio simbólico, como lo denominara Baudrillard, desaparece junto con su ética de la ausencia y del resguardo, dejando tras su fuga la lógica abstracta del valor y las equivalencias cuantitativas;; a la par que el espacio productivo cede su riqueza simbólica y utópica a la voraz maquinaria de la explotación y la acumulación de ganancias, reduciéndose así al puro tránsito y consumo de mercancías;; a la par de esta derrota del espacio que mientras más se amplía, más se empobrece y más sacrifica la vida humana en su diversidad, en esa misma escala las desapariciones se convierten en la más presente de las realidades, con especial énfasis en las zonas y regiones que fungen como vías de tránsito para los centros globales del poder económico. Esta tragedia se despliega en connivencia con otros dos fenómenos que es necesario mencionar, aunque sea brevemente. El primero es la dislocación de los lazos sociales y la creciente individuación de la experiencia. En estas circunstancias, la muerte y la desaparición se transforman en acontecimientos privados que impiden la compen-
sación anímica gracias al apoyo de los otros. Si bien la desaparición, como se dijo, es un evento trágico que nos roba el mundo de un solo golpe, la experiencia dolorosa se duplica al carecerse de la conexión sólida con otros seres humanos que nos ayuden a compartir el peso del vacío. La impotencia, la ira, la desesperación consumen al que sufre y le impiden participar en un proyecto común que trascienda al de su propio desamparo, potenciándose, paradójicamente, de esta manera, el mismo aislamiento que derivó en su impotencia. El segundo fenómeno tiene que ver con el espacio del capitalismo mundial y las rutas que establece para su funcionamiento. Son rutas de producción, distribución, consumo que, como dice Salvador Gallardo,2 modulan los movimientos de las personas y las cosas, establecen el tránsito de lo que “vale” y “no vale”, definen a los sujetos que sobrevivirán y a los que deberán perecer inexorablemente. Por esas rutas circulan los que habrán de desaparecer, los que ya desaparecieron, los Cf. Salvador Gallardo Cabrera, La mudanza de los poderes. De la sociedad disciplinaria a la sociedad de control, Aldus, México, D. F., 2011. 2
que están desapareciendo en este instante. Son rutas de dolor y de sacrificio que el capital presenta como pervertida promesa de riqueza y de realización para los excluidos de todo el mundo. Son la antítesis de cualquier sueño, pero que se exhiben como el sueño más elevado. En pos de ese espejismo caminan sin rumbo los desaparecidos de la Tierra. Las rutas de tránsito son hogueras de muerte y de vacío. Fosas de huesos y de nada. México es hoy uno de sus ejemplos más tristes. Más que distópico, el capitalismo contemporáneo es atópico: nos roba el espacio de nuestra afirmación presente y futura;; nos arranca la posibilidad de una vida compartida al someterla a la “ética” de la ganancia y la explotación;; diluye el campo de la solidaridad intersubjetiva para arrastrarnos al torbellino de la lucha de todos contra todos;; nos deja sólo el vacío del mundo en la imagen de nuestros desaparecidos. El manto se rasga, se rompe, se deshilvana. Queda el desgarro. La única metáfora posible es hoy la del desierto.