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Las bases criminales de la Revolución Mexicana
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La imagen del héroe nacional se traslada de su representación oficialista de estampas emblemáticas a la caracterización del hombre que, a pesar de su dificultad para articular sus motivos, la fuerza de la razón lo convierte en un individuo belicoso y justiciero emparangonado con Don Quijote. Su origen popular y su pertenencia al mundo de lo cotidiano contrastan con su acción heroica, cuyo sentido lo encontraremos en el hecho de hacer justicia “fuera del orden jurídico”. En este fragmento, Reyes contrasta el modo de representación característico de la pintura romántica nacionalista del siglo xix, todavía en boga durante el porfiriato, con las descripciones realistas de la narrativa de la novela de la Revolución. Estéticamente, el héroe se ha desplazado del acervo pictórico de los salones oficiales a la narrativa emergente del hombre común que caracteriza a la literatura de la Revolución. Me interesa resaltar la situación jurídica de este personaje, ya que, sin mencionarlo directamente, Reyes admite que la condición de héroe se genera en una circunstancia criminal, o por lo menos en el momento de haber sido criminalizado. El revolucionario es un hombre fuera de la ley que reclama tener razón y por ello habrá de buscar la justicia por la fuerza. Pero es también hombre balbuceante cuya capacidad de articular sus ideas es precaria, lo cual le impone el lenguaje de las armas como forma de suplir tal limitación. Según Reyes, la Revolución Mexicana no responde a ningún programa intelectual, y por ello los intelectuales de oficio tendrán que ir improvisando sus definiciones sobre la marcha de los acontecimientos violentos. Una revolución sin razonamiento o proyecto debidamente definido impone la necesidad de una conceptualización a posteriori. La actividad intelectual se convierte entonces en un acto de interpretación de hechos presumiblemente motivados por la frustración ante la incapacidad del Estado para ofrecer carta plena de ciudadanía a amplios sectores de la población. En la introducción a su libro Criminal and Citizen in Modern Mexico, Robert M. Buffington señala una línea divisoria que llena de
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sentido los balbuceos descritos por Reyes: la agenda liberal concibe a la ciudadanía desde la base educativa, lo que excluye al criminal de extracción popular, que ha sido privado del derecho de ir a la escuela aun desde antes de cometer algún delito (2000: 4). Esto nos sugiere que a los ojos de las élites mexicanas la criminalidad se presupone con base en los rasgos socioculturales y raciales del individuo, muy contrariamente a la presunción de inocencia hasta demostrarse lo contrario que la jurisprudencia liberal democrática establece. La identificación del revolucionario con la falta de educación coincide, además, con la identificación del acto insurrecto con lo criminal y antisocial, lo cual constituye el extremo opuesto al comportamiento intelectual. Lo que Reyes finalmente nos deja ver es la distinción entre los sujetos carentes de privilegios ciudadanos, y por tanto desprovistos de facultades democráticas, y los sujetos plenos de ciudadanía, la de la ciudad letrada descrita por Ángel Rama, en la que la maestría en el manejo de las estrategias retóricas provee de ordenamientos y razones a los discursos públicos. No obstante, será difícil no reconocer que esta ciudad letrada puebla los libros de sujetos fuera de la ley; las letras se regodean en los dramas de los espacios criminales, en la medida en que es ahí donde van a encontrarse las narrativas extremas y las contradicciones que insistentemente desafían a las fuerzas del orden. Es en esa zona limítrofe entre bandidos e insurrectos donde hemos de ubicar la mayor parte de las novelas decimonónicas y el capítulo del realismo mexicano de la primera mitad del siglo xx que hemos denominado novela de la Revolución. Los procesos económicos y políticos que dieron lugar a la formación de una sociedad frontier, cuyas normas y cultura cotidianas son ajenas a las que decretan los estados centrales, tienen, a juicio de los diversos autores que han estudiado el fenómeno del bandidaje, raíces profundas en las formas de exclusión y aplicación de las leyes de la época colonial. Esto es, la barbarie que ha de ser civilizada y el
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frontier que persiste en defender su autonomía, motivado y justificado por su aislamiento, son dos aspectos visibles en la caracterización del bandido revolucionario que tocan los extremos de la colonización.1 La primera nos remite al indígena que se resiste violentamente a la invasión del colono; la segunda, al colono criollo que se independiza del poder colonial. Esta segunda interpretación nos presenta la paradoja del colono que se resiste a ser tratado como otro colonizado. En todo caso, ambos aspectos del frontier nos permiten comprender la tendencia autonomista de algunas regiones alejadas del centro de poder, como los estados del norte de México. Según la antropóloga Ana María Alonso, nombrar bandidos a estos frontiers en resistencia es una estrategia de las élites del gobierno central para visibilizar su aspecto criminal e invisibilizar su causa política. Para Alonso (1997: 156-157), en el caso del estado de Chihuahua las formas cotidianas de protesta, como el pillaje, el abigeato y el robo a mano armada, son en sí mismas los procedimientos con los que estas sociedades disputan el poder. La violencia con que la literatura de bandidos ha caracterizado a esta población frontier parece entonces asumirse como una forma de lucha política en la que, de acuerdo con los sociólogos Silvio R. Duncan Baretta y John Markoff, “las clases bajas aparentemente compartían una mentalidad de resistencia a la opresión que le dio al bandidaje un carácter de rebelión social y legitimó una rebelión política abierta” (2006: 50). La novela de bandidos del siglo xix nos dirige hacia una amplia discusión sobre la significación moral de las instituciones, las leyes y los conflictos sociales. Los bandidos de Río Frío pone en cuestión la validez de las políticas públicas de seguridad del gobierno conservador del presidente Santa Anna; El Zarco deja ver cómo los bandidos logran la impunidad gracias a su colaboración con los liberales en las guerras de Reforma y contra la Intervención francesa. Estas alian1
Véanse Emilio Coni (1956); Mario Góngora (1966); Magnos Mörner (1970), y Ana María Alonso (1997).
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zas entre políticos y bandidos, según lo analiza el historiador Paul J. Vanderwood (1992: 47), dan lugar a que los criminales se hagan acreedores a privilegios, prebendas e impunidad. De esta manera, el bandidaje permea los diferentes polos políticos del siglo xix y la novela de bandidos interviene, entonces, como un instrumento de enjuiciamiento moral de una política criminalmente articulada. Lo criminal desdice los proyectos de Estado, borra la letra de la ley del plano de las relaciones sociales, se introduce como el sistema que condiciona los comportamientos sociales, la producción y la circulación de riquezas. La novela Astucia. El jefe de los Hermanos de la Hoja o los charros contrabandistas de la Rama, de Luis G. Inclán, exhibe críticamente los abusos de los gobernantes y de los bandidos por igual. Astucia se desarrolla sobre la base de un cuestionamiento legal que termina siendo una crónica de la vida cotidiana de las clases populares y las normas creadas de forma consuetudinaria para subsanar la debilidad de las instituciones. La lectura de Astucia es un paseo etnográfico por los intercambios económicos y simbólicos, los códigos de honor y las negociaciones morales. En las novelas de bandidos es esencial que se establezca una relación estrecha entre lo etnográfico y lo criminal. Sobre esa base nos relatan una cultura, entendida como un sistema organizado de símbolos, normas, creencias y placeres, pero más que nada como una conciencia del ethos. Una paradoja que encontramos en las narrativas sobre el crimen organizado es el acento en el apego a las reglas de grupo que se establecen con el fin de violar la ley. El conflicto tiende a generarse por esta yuxtaposición de sistemas de normas: tal es la estructura de Astucia. Veamos un ejemplo que ilustra elocuentemente esta yuxtaposición. Tras haber sobrevivido a un ataque sangriento del Resguardo –como se llamaba a los guardias de seguridad encargados de perseguir a los bandidos–, en su declaración ante el juez, Astucia, el jefe de la gavilla de los Hermanos de la Hoja, expone una querella
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donde denuncia que el ataque sufrido es ilegal y abusivo. La razón por la cual es aprehendido y tomado como criminal se desprende de una ley de la Colonia ya caducada, expedida a efecto de proteger el monopolio del comercio del tabaco. Astucia alega en su favor que su negocio consiste en comprar la hoja de tabaco directamente a los productores y distribuirla sin incurrir en ningún robo o práctica desleal. En cambio, desafía a la autoridad acusando a las fuerzas del Resguardo como bandidos: Si la fuerza del Resguardo y Seguridad Pública fue la que nos atacó en las barrancas de la Viuda, mal corresponden sus títulos con sus acciones, si es que por ellas se entienda, resguardarse y asegurarse a sí propios de cuanto pillan sus manos. He dicho que son unos ladrones, porque después de acribillarnos a balazos y a la arma blanca, nos han robado hasta los zapatos (Inclán, 2005: 996).
La institución del Resguardo aplica un reglamento caduco, una de tantas disposiciones que han provocado las luchas de la independencia: las leyes de proteccionismo que impedían el desarrollo de una economía de libre competencia. El asalto del Resguardo, que aplica una ley que no existe, es realmente un acto de bandidaje. La querella de Astucia va al fondo de la cuestión nacional: el Estado independiente tiene como objetivo liberalizar el mercado y permitir que emerja una clase media que democratice la economía. La persistencia de un régimen de privilegios que protege el monopolio del mercado del tabaco no hace sino continuar el sistema colonial. En esta querella converge la crítica a los sistemas económico, político y judicial. Lo que Astucia señala es la constitución de un Estado criminal sobre las bases de las prácticas coloniales. Es decir, su criminalidad consiste en su inercia histórica, lo cual nos lleva a interpretar los sistemas económicos como estructuras culturales que sobreviven a todas las transformaciones institucionales. La querella de Astucia es entonces un discurso que señala las prácticas criminales de los
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