CARAS DE LA HISTORIA I

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Julio Scherer García La pasión y la verdad

«Es un personaje extraído de la literatura rusa.» Me ha llevado tiempo confirmar la definición de Julio Scherer que me hizo alguna vez, por teléfono y de pasada, Octavio Paz. Yo admiraba desde siempre su entrega al periodismo, la intensidad que irradia su persona, su valentía, pero ignoraba hasta qué punto su biografía se entiende sólo en el cruce exacto entre la política y la fe. Lo conocí en su oficina de Excélsior, la primavera de 1976. Me abrió los brazos y una sonrisa más amplia que sus brazos. Plural había publicado un adelanto de mi biografía de Cosío Villegas que don Julio, si recuerdo bien, no reprobaba. Había querido mucho a don Daniel, su gran editorialista de los sábados en la inolvidable página seis. ¡Cómo celebrábamos aquellas críticas al pri, la gozosa irreverencia con el presidente en turno, la sabiduría, la inteligencia, la mala leche de aquel viejo cabrón y ejemplar! Al despedirnos, le di mi primer libro, que Cosío Villegas no alcanzó a ver publicado. Poco tiempo después, ocurrió el golpe. Como un homenaje doble al Excélsior de Scherer y Cosío Villegas, escribí una pequeña nota en el número inicial de Vuelta, coincidente casi con el de Proceso. En ella apuntaba las anticipaciones de Cosío sobre los riesgos que corría Scherer con un presidente como Echeverría. De haber vivido el atropello, señalé, «tengo para mí que se habría exiliado». Cosío, me consta, no aprobaba en su totalidad la política editorial de Scherer. (Scherer, me enteraría décadas después, no aprobaba la cercanía de Cosío con el mundo de la televisión.) 343

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Y, sin embargo, los vinculaba una misma desconfianza radical, una misma independencia —y una misma fascinación— frente al poder en México. Nunca supe si Scherer leyó esa nota: sin que me lo pidiera, sin conocerlo casi, comprometí en ella mi lealtad con el hombre que ha encarnado como ningún otro la libertad de expresión en el México contemporáneo. Desde un principio Scherer vivió para Proceso, pero yo —y muchos como yo— no me resignaba a verlo fuera de Excélsior. Ni siquiera el mismísimo secretario de Gobernación, don Jesús Reyes Heroles. Al poco tiempo de tomar posesión, me invitó a una comida en Bucareli junto con Octavio Paz y Scherer. Yo me sentía, literalmente, testigo de la historia. Don Jesús insistía en que la revista «le quedaba chica», Scherer respondía que se sentía mejor así: no dependía del poder sino del público. Por lo demás, dijo, «¿chica, en qué sentido?» Su tiraje para entonces era ya, en efecto, igual o superior al de muchos diarios. Pasó un tiempo, hasta que un día no del todo inesperado, Abel Quezada —en cuya oficina formábamos Vuelta— nos informó casi en trance de éxtasis que volveríamos a Excélsior. Al día siguiente, el propio Scherer nos lo confirmó a Alejandro Rossi y a mí en el Sanborns de Manacar. ¿Volvería nuestro grupo a asociarse con Excélsior? ¿Restauraríamos Plural? Vuelta había probado ya su vocación de independencia, pero a cada uno de nosotros en lo individual nos encantaba la idea de ocupar el espacio intelectual del que se nos había privado por la fuerza, contra la justicia y la razón. «Supongo que me designarás enviado especial al mundial de Argentina, como prometiste», advirtió, sin bromear, ese teórico incomprendido del balompié mundial que fue Alejandro Rossi. Scherer le juró un palco de honor. No le cumplió, por las mejores razones. Tengo para mí que la célebre entrevista con Alan Riding que frustró la vuelta a Excélsior fue un acto calculado de Scherer. «Volver sí, pero cómo, don ­Enrique —me decía tiempo después—, ¿como una dádiva del régimen, como un favor impagable a don Jesús, el del gran poder?» Era preferible arriesgarse a correr la voz, aunque el régimen echara marcha atrás. Así ocurrió, para fortuna de Scherer y de la vida pública mexicana. 344

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La charla tenía lugar en el más extraño de los sitios: la cafetería de la «Guay». Coincidíamos muchas veces antes o después de nadar. Don Julio llegaba temprano como cualquier hijo de vecino y ejecutaba el ritual con parsimonia, escuchando las bromas de la gente en los vestidores. Sospecho que registraba los comentarios políticos con espíritu de encuestador: la «Guay» era un termómetro público que disparaba su imaginación periodística. Porque desde entonces tuve claro que había algo absorbente, implacable en la voluntad profesional de Scherer: su vida se regía semanalmente por el ritmo de Proceso. Lo importante era la noticia, la revelación, la historia, la denuncia de esa semana. Alguna vez le propuse entrevistarlo para Vuelta: el cazador cazado. Había leído varias de sus espléndidas entrevistas, pero mis favoritas eran dos: una reciente, con Octavio Paz, que había provocado la famosa polémica con Monsiváis, y una remota con el terrible general Cruz, hombre que compensaba las almas que había enviado a la otra vida con las criaturas que traía cotidianamente a ésta. «Si Cruz temblaba de miedo frente a Calles, cómo sería Calles, y qué pantalones tuvo que tener Cárdenas», le comenté antes de ponerlo en jaque. Sé que lo pensó a fondo, y finalmente se negó. ¿Temía una inquisición biográfica? Con todo, en esos desayunos fue revelándome algunos datos personales que me permitieron construir una pequeña hipótesis biográfica. Su abuelo había sido un hombre rico y notable durante el Porfiriato. El padre, en una situación económica muy comprometida, había sido maltratado por algún ministro prepotente de la era alemanista. El joven Julio, testigo del hecho, no lo olvidó. Para entonces, la genealogía materna había alimentado en él un sentido profundo de la justicia: su abuelo, don Julio García, había sido un dignísimo magistrado de la Suprema Corte en los años veinte. El golpe a Excélsior representó seguramente una reincidencia terrible de aquel agravio inicial, un acto en que la prepotencia del poder y del dinero se aunaba a la traición. Scherer me confesó que su ánimo en los días anteriores al golpe llegó a flaquear. La que no flaqueó nunca, y menos en ese momento, fue Susana, su mujer: «Vámonos, Julián», le dijo después 345

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de oír aquellas palabras. Tengo para mí que ese vámonos selló su destino. Scherer se fue, pero no sólo de Excélsior. Se volvió un disidente radical, absoluto, del sistema político mexicano. De su carrera en Excélsior como reportero, como director, hablamos muy poco. Viajes, anécdotas, conversaciones, encomiendas en un diario que entraba a la intensa década de los sesenta con una legitimidad notable. La magnética, irresistible, festiva cordialidad de Scherer y su capacidad para reconocer genuinamente las prendas ajenas —sobre todo las intelectuales— explican el milagro de sus páginas editoriales durante su gestión en Excélsior: todo el México intelectual escribía en ellas. Además de Cosío Villegas, recuerdo vivamente a cuatro autores: Rosario Castellanos, Jorge Ibargüengoitia, Samuel del Villar y el que sería mi gran amigo, Hugo Hiriart. Los domingos era una delicia hojear el Diorama de la cultura que dirigía Ignacio Solares y en el cual no fallaba nunca el inventario de José Emilio Pacheco. Y claro, estaba Plural. Sólo sus ocho columnas me inquietaban: eran casi una provocación cotidiana. «¿Tiene que ser negra, difícil, escandalosa la realidad cada semana?», le pregunté, bordeando mi única diferencia con él: la frontera entre la objetividad y el amarillismo. Fue imposible convencerlo. Si la noticia que publicaba me parecía cargada de amarillo, el color estaba en mi mirada o mis prejuicios, no en la realidad que probablemente era mucho peor. «Piense en todo lo que nos une, no en lo muy poco que nos separa», me dijo. Lo que nos unía y nos sigue uniendo, ante todo, es mi lealtad de lector con Proceso. Proceso cumple en mi vida una función casi biológica: por muchos años fue mi única ración de verdad en una selva de mentiras. En el desastre que fue la prensa de la ciudad de México durante el régimen de López Portillo, sólo se salvaban Proceso y, en parte, Unomásuno. Los diarios comerciales eran ilegibles por su banalidad. Los diarios oficiosos eran y siguen siendo un irritante cotidiano, meras cajas de resonancia de los políticos, como si cualquier frase que pronuncien sus labios mereciese el mármol de la inmortalidad. Si cayese una bomba en Nueva York, las ocho columnas de muchos de esos diarios serían: «Atómica en Nueva York; Salinas consternado». Los 346

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periódicos doctrinarios, los más leídos por los jóvenes universitarios, tenían la virtud cardinal de la honradez y la vivacidad, pero incurrían, sobre todo durante aquellos años de pasión guerrillera y populismo nacionalista, en un adocenamiento empobrecedor. La situación se repitió en los dos sexenios siguientes, con una variante decisiva: La Jornada, heredera de Unomásuno, practicaba cada vez más un periodismo nuevo, independiente, profesional. Ir a Proceso domingo a domingo es como ir a misa: allí se comulga con la verdad pública. Durante todo el trayecto los tres siguientes sexenios Proceso se mantendría intacto en la fe del público. La razón es simple: en Proceso el lector encontró la verdad impublicable, la que se susurraba en los casilleros de la «Guay», la que los ministros habrían querido acallar o suprimir. Sólo en sus páginas estuvieron los escándalos de corrupción, crímenes políticos, expedientes comprometedores, trayectorias personales, negocios ilícitos, transacciones dudosas, medidas erráticas, declaraciones contradictorias, puñaladas traperas, enjuagues secretos que integran esa tupida red de complicidades que sustenta al sistema político mexicano. «Nuestra vida pública —decía Cosío Villegas— no es pública.» En esa medida, fue natural que la poderosa corporación que nos gobernó manejara con absoluta secrecía sus decisiones, censurara las noticias que no le convenían y en general tratara a la prensa como un departamento interno o asociado de relaciones públicas. «La prensa como negocio que depende del patrocinio —escribió Gabriel Zaid— tiende a decir lo que quieren sus patrocinadores, aunque los lectores sepan que están leyendo un comercial y tengan que recurrir al teléfono, la conversación, el chisme, los rumores, para conjeturar lo que pasa en silencio.» Proceso ayudó a conjeturar lo que pasaba en público. Por eso tuvo tanta razón Scherer en su respuesta a Reyes Heroles y tanta razón (y suerte) en su actitud con Riding. No estuvo al arbitrio de ningún patrocinio (con y sin mayúscula). Proceso sólo ha dependido de sus lectores. Es un instrumento, un vehículo, una plaza, un café, un voceador de la sociedad civil, no un departamento del poder. Ése ha sido su único secreto. 347

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¿Dónde está, entonces, el elemento religioso? En la fervorosa actitud de Scherer. En la búsqueda de esa noticia, de esa revelación, de ese reportaje Scherer, literalmente, empeña la vida. Le fue la vida en atizar de nueva cuenta, semana a semana, la hoguera de la verdad, en expulsar a los mercaderes del templo, en exhibir al rey desnudo, en manchar el boato neoporfiriano con el lodo de las lacras mexicanas. No sé si la influencia de hombres como fray Alberto de Ezcurdia, Sergio Méndez Arceo y su primo y colaborador Enrique Maza fueron determinantes en la forja de una personalidad como la suya, dominada por la convicción, tocada por el absoluto. Sé que jugaron un papel junto con su propia formación en escuelas confesionales. Pero fue la vida dura, el tránsito de la maravillosa casa familiar en San Ángel (la misma que después ocuparía el Bazar del sábado) a las cloacas de la política mexicana que sólo conoce un periodista honesto y resuelto, lo que moldeó un rechazo del sistema político mexicano tan absoluto, como absoluto fue el poder de los presidentes y la simulación oficial. Sólo regímenes absolutos como el ruso o el mexicano —guardadas las proporciones— producen críticos absolutos. Frente a la monarquía de «pan o palo» de Porfirio Díaz, la cuña que podía apretar, la única del mismo palo, fue Ricardo Flores Magón. Frente al desvaneciente porfirismo colectivo que nos gobernó durante el gobierno de Salinas de Gortari, ¿sólo cabía el antídoto de Proceso? Scherer no tendría dudas; yo sí. Cabía el antídoto de Proceso —fuego periodístico— y cabía también el antídoto liberal, agua fluida de tolerancia, ponderación y diálogo. El primero vive poseído de la verdad; el segundo fundamenta una a una sus verdades fragmentarias. El primero está hecho de indignación, tiene una pasta religiosa; el segundo está hecho de crítica, su pasta es meramente humana. Humana como la amistad. Scherer la practicó también con pautas absolutas, pero no de exigencia sino de lealtad, de atención, de sensibilidad, a veces de compasión. Casi nunca hablábamos de política: hablábamos de cada uno, no como papeles, como personas. Yo anticipaba esos brazos abiertos como aspas; veía su mano de pensador 348

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rodiniano sobre la frente mientras lo absorbía la lectura de un libro; su cabellera gris, desordenada, crespa, y, sobre todo, esa sonrisa noble, pícara, triste en el fondo. Pienso que tenía razón: es mucho lo que nos unía y muy poco lo que nos separaba. Yo exclamaba: «Don Julio», me acercaba y juntos expropiábamos el único gesto salvable de la política mexicana: el abrazo.

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