INÉDITOS Y EXTRAVIADOS

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Tres

U

n hombre poco sociable y propenso a la añoranza decide, por su cuenta y riesgo, inventarse una finca campestre en su departamento. Para ello, claro está, debe primero inventarse el campo. En la sala de estar situará un bosque de altísimas coníferas similares a las que trepaba cuando era niño, sobre todo abetos, oyameles y cipreses que en otoño cubrirán la alfombra con piñones y hojarasca. En el comedor colocará una montaña con cuevas repletas de murciélagos y frondosos helechos de los que surgirá cada día una orquesta natural de trinos y rugidos que darán algún realismo al escenario. En el baño reposará un lago de agua clara, pista de aterrizaje para gansos y grullas. Y en las orillas de ese amabilísimo cuerpo de agua el hombre edificará una cabaña provista con chimenea de buen tiro, amplias ventanas y decoración tirando a rústica. En cuanto al cielo, las grietas del techo harán las veces de relámpagos y nubarrones, y las goteras servirán de pretexto para las tormentas. Bastará hallar un azul adecuado y maleable, idóneo para que por las noches sea posible encajar en esa bóveda celeste algunas estrellas, nunca demasiadas. El hombre dedica varios días al proyecto, y hay que decir

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que el resultado es harto satisfactorio. Aunque no es idéntico al campo de su infancia, el interior del apartamento resulta muy agradable. Podría decirse incluso que es hermoso. Ahora el hombre ya no necesita salir para recordarse, ni siquiera para sobrevivir: en su bosque crecen moras silvestres y abundan alimañas de exquisito sabor, y cuando él decida que venga el invierno, no faltarán setas ni liebres. La invención sin embargo resulta demasiado amable para ser duradera. Los contratiempos no se hacen esperar. El hombre lleva apenas unos días en su cabaña cuando tocan a la puerta de su apartamento: es la vecina de enfrente, que se cubre la nariz con un pañuelo y le dice que padece fiebre del heno. El hombre intenta formular una disculpa y le explica a la mujer que un bosque sin hierbas no es un bosque. Pero ella no está dispuesta a aceptar tales argumentos: le dice que si no se deshace del campo cuanto antes se quejará con el casero. El hombre azota la puerta y se recluye en su cabaña para maldecir su suerte. Días más tarde vuelven a tocar. Esta vez es toda una comitiva. Los inquilinos del piso inmediato inferior se quejan de que las raíces de los abetos han traspasado el techo y se desplazan por el edificio para beber el agua de los retretes y los lavabos. Otro miembro del grupo, un trombonista que vive en el departamento de arriba, está indignado porque los graznidos le impiden concentrarse y ensayar a sus anchas. Alguien más culpa injustamente al hombre de la última invasión de insectos en el edificio. Esta vez el hombre no intenta responder; increpa a sus vecinos y busca en sus montañas una cueva donde ocultarse. 26

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Los días siguientes el hombre verá entrar en su departamento un ejército de extraños que se ocuparán de deshidratar su lago, de talar sus árboles y de enjaular a sus animales. Máquinas inmensas demolerán su cabaña, su chimenea de buen tiro, su decoración tirando a rústica. En su lugar construirán un edificio idéntico al anterior. Cuando abandone su cueva, el hombre afecto a la añoranza hallará en su sala una ciudad igual a la que existe al otro lado de la ventana. Cansado, se sentará a lamentar su infortunio mientras que, al otro lado de la puerta, escuchará la voz de la vecina de enfrente que se lamenta con el trombonista de cuán desconsideradas suelen ser algunas personas.

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