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Alberto Salcedo ramos
Los รกngeles de Lupe Pintor
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Derechos reservados © 2015 Alberto Salcedo Ramos © 2015 Editorial Almadía S.C. Avenida Monterrey 153, Colonia Roma Norte, México, D.F., C.P. 06700. rfc: aed140909bpa www.almadia.com.mx www.facebook.com/editorialalmadía @Almadía_Edit Primera edición: noviembre de 2015 isbn: 978-607-411-190-3 En colaboración con el Fondo Ventura A.C. y Proveedora Escolar S. de R.L. Para mayor información: www.fondoventura.com y www.proveedora-escolar.com.mx Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento. Impreso y hecho en México.
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LOS IRREPETIBLES
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La travesía de Wikdi* Febrero de 2012
En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de su escuela, se han desnucado decenas de burros. Allí, además, los paramilitares han torturado y asesinado a muchas personas. Sin embargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo peligrosa que es esa senda atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera, se moriría de susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio, ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que exhibe ahora, mientras cierra la corredera de su morral. Son las 4:35 de la mañana. En enero, la temperatura suele ser de extremos en esta zona del Darién chocoano: ardiente durante el día y gélida durante la madrugada. Wikdi –trece años, cuerpo menudo– tirita de frío. Hace un instante le dijo a Prisciliano, su padre, que prefiere bañarse de noche. En este momento ambos especulan sobre lo helado que debe de haber amanecido el río Arquía. –Menos mal que nos bañamos anoche –dice el padre. * Crónica ganadora en 2013 del Premio Ortega y Gasset de Periodismo y del Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa.
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–Esta noche volvemos al río –contesta el hijo. Diagonal adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al fogón de leña emplazado en el suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno de los ladrillos del brasero, y allí se queda recostado absorbiendo el calor. Prisciliano le pregunta a su hijo si guardó el cuaderno de geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza, dice que ya se sabe de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj y se dirige a mí. –Cinco menos veinte –dice. Luego agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el colegio. Lo que pasa, explica, es que en esta época clarea casi a las seis de la mañana y a él no le gusta que el muchachito transite por ese camino tan anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo éramos los únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una madrugada tan oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su mujer, le sobrevinieron los dolores de parto un poco antes de las tres de la mañana. Así que él, fiel a un antiguo precepto de su etnia, corrió a avisarles a los padres de ambos. Los cuatro abuelos se plantaron alrededor de la cama, cada uno con un candil encendido entre las manos. Entonces, fue como si de repente todos los kunas mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran convertido la noche en día sólo para despejarle el horizonte al nuevo miembro de la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su raza siempre los recibe la aurora, así el mundo se encuentre sumergido en las tinieblas. Eso sí –concluye con aire reflexivo–: aunque lleven la claridad por dentro, arriesgan demasiado cuando se internan por la trocha de Arquía en medio de tamaña negrura. Prisciliano –treinta y ocho años, cuerpo menudo– espera que el sacrificio que está haciendo su hijo valga la pena. Él cree que en la Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño desarrollará
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habilidades prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar el bachillerato en ese colegio de “libres”, seguramente hablará mejor el idioma español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas personas que no pertenecen a su etnia. –El colegio está lejos –dice– pero no hay ninguno cerca. El que tenemos nosotros aquí en el resguardo sólo llega hasta quinto grado, y Wikdi ya está en séptimo. –La única opción es cursar el bachillerato en Unguía. –Así es. Ahí me gradué yo también. Prisciliano advierte que con el favor de Papatumadi –es decir, Dios– Wikdi estudiará para convertirse en profesor, una vez que termine su ciclo de secundaria. –Nunca le he insinuado que elija esa opción –aclara–. Él vio el ejemplo en casa porque yo soy profesor de la escuela de Arquía. ¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos que adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo que está por verse, responde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar ciertos códigos del mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la selva y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca y a la nación negra. De ese modo, contribuirá a ensanchar los confines de su propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia, y así podrá, al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los caminos que vinculaban a los kunas con el resto del país. Estudiará el Álgebra, de Baldor, se aprenderá los nombres de algunas penínsulas, oirá mencionar a don Quijote de la Mancha. Después, transformado ya en profesor, les transmitirá sus conocimientos a las futuras generaciones. Entonces será como si otra vez, por cuenta de los saberes de un predecesor, brotara la aurora en medio de la noche. –Las cinco y todavía oscuro –dice ahora Prisciliano. Anabelkis, su cuñada, ya está despierta: hierve café en el mismo fogón en el que hace un momento tomaba calor el perro. Su marido
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intenta tranquilizar al bebé recién nacido de ambos, que llora a moco tendido. Nadie más falta por levantarse, pues Ana Cecilia y los otros hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En el radio suena una conocida canción de despecho interpretada por Darío Gómez. Ya lo ves, me tiré el matrimonio y ya te la jugué de verdad fuiste mala, ay, demasiado mala pero en esta vida todo hay que aguantar El fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por todo el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen reinando las tinieblas. Pareciera que en ninguna de las sesenta y una casas restantes del cabildo se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya nacido aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los quinientos ochenta y dos habitantes de la comarca ya está en pie. Wikdi le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa (“¡kusalmalo!”), y comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo los cuatro perros de la familia. *** Hemos caminado por entre un riachuelo como de treinta centímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto sobre una quebrada sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas enormes casi no dejan espacio para introducir el pie. Hemos cruzado un trecho de barro revestido de huellas endurecidas: pezuñas, garras, pisadas humanas. Hemos bajado por una cuesta invadida de guijarros filosos que parecen a punto de desfondarnos las botas. Ahora nos aprestamos a vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos. Un vistazo
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a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima de estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea pavorosa: aquí es fácil caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no le atormentan estos recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos en el agua, se remoja los brazos y el rostro. Hace hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha subido, calculo, a unos treinta y ocho grados centígrados. Todavía nos falta una hora de viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el recorrido inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne propia para entender de qué les estoy hablando. En esta trocha –me contó Jáider Durán, ex funcionario del municipio de Unguía–, los caballos se hunden hasta la barriga y hay que desenterrarlos halándolos con sogas. Algunos se estropean, otros mueren. Unos zapatos primorosos, de esos que usa cierta gente en la ciudad –unos Converse, por ejemplo– ya se me habrían desbaratado. Aquí, los pedruscos afilados taladran la suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies aunque calce botas pantaneras como las que tengo en este momento. –¡Qué sed! –le digo a Wikdi. –¿Usted no trajo agua? –No. –Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo. Agradezco en silencio que Wikdi tenga la cortesía de intentar consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige la información que acaba de suministrarme. –No, mentiras: faltan cuatro puentes. En la gran urbe en la que habito, mencionar a un niño indígena que gasta cinco horas diarias caminando para poder asistir a la escuela, es referirse al protagonista de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada, por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en nuestro país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores
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de la travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno entiende que no se encuentra frente a una anécdota, sino frente a un drama. Visto desde lejos, un camino de herradura en el Chocó o en cualquier otro lugar de la periferia colombiana, es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de discriminación. Además, se transforma en pesadilla. Cuando la trocha se sale de la foto de Google y aparece debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies. Produce quemazón entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa, asfixia, maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado. –No. –¿Tienes sed? –Tampoco. Wikdi calla, y así, en silencio, se adelanta un par de metros. Luego, sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino sin desayunar. –¿Cuántas veces vas a clases sin desayunar? –Yo voy sin desayunar pero en el colegio dan un refrigerio. –Entonces comes cuando llegues. –El año pasado daban refrigerio. Este año no dan nada. Captada en su propio ambiente, digo, la historia que estoy contando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto: aquí los paramilitares han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el que adentrarse en estos parajes equivalía a firmar anticipadamente el acta de defunción. El camino quedó abandonado y fue arrasado por la maleza en varios tramos. Todavía hoy existen partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin permiso de nadie, por el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo panorámico, tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en el mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad de despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo,
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es un simple acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo al final de cada caminata: él nunca teme lo peor. –Faltan dos puentes –dice. Sólo una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por un atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que iba arrastrándose muy cerca de él. Se asustó, pensó en devolverse. También estuvo a punto de saltar por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba. –¿Por qué te quedaste quieto cuando viste la culebra? –Me quedé así. –Sí, pero, ¿por qué? –Yo me quedé quieto y la culebra se fue. –¿Tú sabes por qué se fue la culebra? –Porque yo me quedé quieto. –¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría? –No sé. –¿Tu papá te enseñó eso? –No. Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías de las necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás integrantes de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque ven más allá de donde termina el horizonte. Si se sentaran bajo la copa de un árbol a dolerse del camino, si sólo tuvieran en cuenta la aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna parte. –¿Tú por qué estás estudiando? –Porque quiero ser profesor. –¿Profesor de qué? –De inglés y matemáticas.
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–¿Y eso para qué? –Para que mis alumnos aprendan. –¿Quiénes van a ser tus alumnos? –Los niños de Arquía. Deduzco, además, que para hacer camino al andar como proponía el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de ignorancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce las amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó, según un informe de las Naciones Unidas que será publicado a finales de este mes, cincuenta y cuatro por ciento de los habitantes sobrevive gracias a una ocupación informal. Allí, en el año 2002, veinte por ciento de la población devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en 2007 una emergencia por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce niños. Wikdi, insisto, no se detiene a pensar en tales problemas. Y en eso radica parte de la fuerza con la que sus pies talla treinta y cinco devoran el mundo. –Ese es el último puente –dice, mientras me dirige una mirada astuta. –¿El que está sobre el río Unguía? –Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo. *** La Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en 1961, ha forjado ebanistas, costureras, microempresarios avícolas. Pero hoy, el taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una sola máquina de modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de engorda. Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin embargo, la última vez que los estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años.
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Tampoco quedan cuyes ni patos. En los dieciocho salones de clases abundan las sillas inservibles: están desfondadas o cojas o sin brazos. La sección de informática causa tanto pesar como indignación: las computadoras son prehistóricas, no tienen puerto de memoria usb sino ranuras para disquetes que ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco funcionan a medias. Recorrer las instalaciones del colegio es hacer un inventario de desastres. –Este año no hemos podido darles a los estudiantes su refrigerio diario –dice Benigno Murillo, el rector–. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese campo, nos mandó un oficio informándonos que volverá a dar la merienda en marzo. Hemos tenido que reducir la duración de las clases y finalizar las jornadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de muchachos que vienen sin desayunar! Ahora los estudiantes del grupo séptimo “A” van entrando atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus cuadernos. En el colegio, nadie conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le llaman Anderson, el nombre alterno que le puso su padre para que encajara con menos tropiezos en el ámbito de los “libres”. –Anderson –dice el profesor de geografía–: ¿trajo la tarea? Mientras el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso mi teléfono celular. Está sin señal, un trasto inútil que durante la travesía sólo me ha funcionado como reloj despertador. La “aldea global” que los pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos de McLuhan, sigue teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado, vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados, la tecnología va a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades, al otro lado de la selva y el mar, el hombre acorta las distancias sin necesidad de moverse un milímetro. Acá toca calzarse las botas y ponerle el pecho al viaje. –América es el segundo continente en extensión –lee el profesor en el cuaderno de Anderson.
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Se me viene a la mente una palabra que desecho en seguida porque me parece gastada por el abuso: odisea. Para entrar en este lugar de la costa pacífica colombiana que parece enclavado en el recodo más hermético del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos. El trayecto entre mi casa y el salón en el cual me encuentro este martes ha sido uno de los más arduos de mi vida: el domingo por la mañana abordé un avión comercial de Bogotá a Medellín. La tarde de ese mismo día viajé a Carepa –Urabá antioqueño– en una avioneta que mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como “una pequeña buseta con alas”. En seguida tomé un taxi que, una hora después, me dejó en Turbo. El lunes madrugué para embarcarme, junto con veintitrés pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso en el enfurecido mar a través de olas de tres metros de alto. Atravesé el caudaloso río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía, hice en caballo el viaje de ida hacia el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de Arquía. El profesor sigue hablando: –Chocó, nuestro departamento, es un puntito en el mapa de América. ¡Ah, si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser tenido en cuenta! Estas lejuras de pobres nunca le han interesado a los indolentes gobernantes nuestros, y por eso los paramilitares están al mando. En la práctica, ellos son los patronos y los legisladores reconocidos por la gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso? En parte con educación, supongo. Pero, entonces, vuelvo al documento de las Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda tasa de analfabetismo más alta en Colombia entre la población de quince a veinticuatro años: 9.47 por ciento. Un estudio de 2009 determinó que en el departamento uno de cada dos niños que terminan la educación primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso, además, en un dato que parece una mofa de la dura
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realidad: el comandante de los paramilitares en el área es apodado el Profe. Anderson regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo llevará el camino al final del ciclo académico. Su profesora, Eyda Luz Valencia, que fue quien lo bautizó con el nombre de “libre”, cree que llegará lejos porque es despabilado y tiene buen juicio a la hora de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que no será un “profe” siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté perdida en las tinieblas.
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Memorias del último valiente Enero de 2010 I Golpear a Benny Briscoe era como golpear un buque acorazado, Rocky. Por mucho que le pegaras, él ni siquiera se inmutaba. Iba siempre hacia adelante soltando una trompada detrás de la otra, y aunque atacaba con la guardia baja y tú le conectabas unos mazazos terribles en el rostro, el tipo no retrocedía ni un milímetro. Al contrario, seguía arrinconándote con sus puños incesantes. En el sexto round, estabas metido en un tremendo problema: tenías el ojo izquierdo hinchado y la ceja derecha rota. El médico de la velada ya había proferido el ultimátum: si la herida continuaba creciendo sería inevitable parar la pelea. De ese modo perderías por nocaut técnico. Ahora, treinta y cuatro años después, miro este pasaje sin la tensión con que lo miré en mi infancia, seguramente porque conozco el desenlace. Sé que no te moriste, Rocky; sé que estoy observando el combate de tu consagración. Mientras transcurre el minuto de descanso posterior al sexto asalto, exploro a los dos boxeadores en sus esquinas. El Briscoe que tengo al frente es idéntico al de mis recuerdos: rapado, fibroso. Sin embargo, hoy no me parece dominante como Hércules sino condenado como Sísifo: por mucho que
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se esfuerce, su misión de llevar la pesada piedra hasta la cima de la montaña está predestinada al fracaso. Cada vez que yo repita el video, él rodará cuesta abajo justo cuando se encuentre a punto de alcanzar la cúspide. A ti también te veo tal y como quedaste fijado en mi memoria: pómulos angulosos, labios gruesos. Me asombra, en todo caso, tu contextura física tan inferior a la de los boxeadores de peso mediano: caja torácica plana, brazos cortos. En el recorte de prensa amarillento que guardo en el maletín, está subrayado el dato de tu estatura: uno setenta y siete. Me pregunto, Rocky, cómo pudiste ser campeón mundial de la categoría con tus medidas precarias. En esa división casi siempre reinaron atletas musculosos de más de uno ochenta.
Qué angustia, Rocky, qué angustia. En el séptimo round, tu derrota por nocaut técnico parecía inminente. El tipo te pescó, de entrada, con un zurdazo enorme que te arrancó la pomada coagulante de la ceja. Y, como si fuera poco, sobrevivió después a tu mejor golpe, un recto de derecha que le explotó de lleno en esa parte del rostro que los entrenadores denominan “el botón de la luz”: la barbilla. Todos los boxeadores que reciben un sopapo allí se pierden en las tinieblas, excepto ese calvo infeliz. Acaso su resistencia, admirada en el mundo del boxeo, estaba potenciada por la convicción de que ya tú eras pan comido. Azuzado por el ultimátum que te dio el médico, Briscoe se abalanzó sobre ti con determinación. Su blanco preferido era la cortadura de tu arco superciliar. –¡Mira al hijueputa tirando a la ceja! –exclama ahora tu compadre Bonifacio Ávila, más conocido por los cartageneros con el sobrenombre de El Bony. El Bony fue un púgil mediocre, pero supo estirar las exiguas ganancias que obtuvo en los cuadriláteros. Cuando colgó los guantes, colonizó indebidamente el separador de una avenida en el exclusivo
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sector de Bocagrande, y allí montó un quiosco de comida marina que muy pronto se volvió popular en Cartagena. Estoy precisamente en la casa del Bony, contigua al mercado de Bazurto. Es martes 12 de agosto de 2008. Nos acompaña el periodista David Lara Ramos. –¡Edda, compa! –grita el anfitrión–, ¡ese calvo era qué culo e’ culebra! En una esquina de la pantalla aparecen escritos el lugar y la fecha de la pelea: Montecarlo, 25 de mayo de 1974. A todos nos emociona volver a ver este clásico del boxeo después de tanto tiempo, menos a ti, Rocky, qué ironía. Cuando El Bony te anunció nuestros planes, hiciste un gesto de disgusto y te marchaste de la sala. –Yo no sé qué gracia le ven ustedes a esa vaina tan vieja –refunfuñaste–. Eso ya pasó. Ahora te encuentras sentado afuera en una mecedora. Silencioso, pensativo. Los peatones te saludan de manera entusiasta. –¡Qué elegancia, padrino! –grita una mujer jovial. –Mucho gusto, champion –exclama un hombre de voz bronca. Tú correspondes a las reverencias con un escueto “adiós” y un movimiento suave de la mano derecha, la misma que en este momento, allá en el ring de Mónaco, estrellas violentamente contra la quijada de Briscoe. Lo dicho, Rocky: la mandíbula de ese tipo era de piedra caliza. También es justo abonarle la valentía. Qué temple, coño. Qué carácter. La frase más apropiada para definir a Benny Briscoe era la que usaban los carniceros del mercado de Bazurto cuando veían a los boxeadores fajadores como él: ese man tiene más huevos que un camión lleno de sementales, mi vale. Aun así, ni él ni nadie podía venir a darte lecciones de coraje, Rocky. Si algo poseías de sobra era eso, precisamente. No en vano el locutor Napoleón Perea te apodaba la Fiera. Es que, además, eras un grandísimo cascarrabias en el ring. Te pegaban, así fuera de refilón, y ahí mismo perdías los estribos.
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Sobre todo si sentías sangre en el rostro. Entonces te transformabas en una bestia enfurecida que lanzaba sus zarpazos en ráfagas, uno a las costillas, dos a la cabeza, otro al abdomen. ¡Mamaaaaa míaaaaa! El Chino Govín, tu apoderado, decía que el boxeador que te partía la cara a ti se ganaba un boleto para pasar el weekend dentro de la jaula del tigre. El Rocky que me muestra el televisor y el Rocky que veo en persona aquí, en la casa del Bony, se complementan como la tapa y la caja. El primero es un boxeador de veintiocho años que tiene hambre; el segundo es un abuelo de sesenta y dos que ya está satisfecho. El tigre del weekend en la jaula y el cachorro más manso, la herida y la cicatriz, la hazaña y el testimonio. El joven se juega el pellejo en la cacería; el viejo posa radiante al lado de los trofeos. El del ring era un negro tosco, sin plasticidad; el de esta tarde se mueve con el garbo de un bailarín de calipso. Al primero, sólo te lo imaginas repartiendo porrazos; el segundo podría pertenecer al grupo de danza de Josephine Baker. En este momento, el Rocky de carne y hueso saluda a un nuevo transeúnte; el del video arremete contra Briscoe. Después de haberte pasado la vida defendiéndote de las adversidades como gato bocarriba, ¿quién se atrevería a enseñarte lo que significa resistir? ¿Acaso Briscoe, el calvo granítico que ni siquiera se inmutaba con tus golpes? A él y a todos los que quisieran oírte podrías narrarles mil historias de dolores y sacrificios. Decirles, por ejemplo, que desde los dos años eres huérfano de padre, pues tu viejo, un borracho perdido, se cayó de la lancha que capitaneaba y se ahogó. Hablarles de los tiempos en que dormías apilado con tus cuatro hermanos mayores en un par de camastros. Describirles la quemazón que sentías cuando caminabas descalzo por el pavimento caliente de Cartagena. Hacerles saber que a los siete años madrugabas diariamente para tajar pescados en el antiguo mercado del Arsenal. Contarles cómo a los diez años eras el único niño de un
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grupo de pescadores temerarios que buceaba en el mar con un taco de dinamita en las manos, para sacar los peces hasta la superficie a punta de fogonazos. Seguro al escucharte se quedarían pasmados. Y entenderían el trasfondo de la respuesta que le diste al periodista Melanio Porto Ariza cuando te preguntó si alguna vez habías sentido miedo mientras boxeabas. –Uffffff, Mela, las muendas más fuertes me las dio la vida afuera del ring. Hace poco, Rocky, se me dio por armar la lista de los boxeadores cartageneros que poblaron mi infancia. Anoté a Bernardo Caraballo, Kid Pambelé, Heliodoro Pitalúa, Arturo Osorio, el Baba Jiménez. Cuando iba por la Cobra Valdez, me detuve en una coincidencia a la que nunca antes le había prestado atención: todos ellos fueron lustrabotas en la infancia y en la adolescencia. El hecho de no encontrar tu nombre en ese grupo me pareció un hallazgo importante. Tú hubieras podido ser uno de ellos, pero preferiste el mar de la dinamita y los tiburones, el mercado de los machetes y la sanguaza, escenarios que se ajustaban más a tu naturaleza indómita. No te imagino acurrucado en el piso con la cerviz hundida en los zapatos de un fulano. Ni por el putas, Rocky. Tampoco ibas a doblegarte ante Briscoe, y menos después de haber pasado tanto tiempo esperando que el Consejo Mundial de Boxeo te diera la oportunidad de disputar el título de los medianos. Ni por el putas, Rocky. Así que en vista de que el muy cabrón aguantaba todos los rectos que le tirabas al rostro, empezaste a castigarlo en el cuerpo con puros golpes curvos: gancho a las costillas, uppercut al pecho, gancho al hígado, uppercut al bajo vientre. Lo que ocurrió en ese momento se podría describir con la frase que utilizaban tus compañeros pescadores cuando resolvían un problema difícil: ¡Al fin parió Pabla, carajo! Briscoe dobló una rodilla, prueba de que estaba sentido. Entonces le enchufaste aquel derechazo mortífero en la quijada.
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Ahora, al verte brincar en el video con los brazos en alto mientras Briscoe camina tambaleando hacia su esquina, El Bony te lanza una broma estupenda. –Edda, compa, ¡usted sí es desagradecido! Con lo difícil que fue esa pelea y usted no dio las gracias ahí mismo. ¡Yo a ese hijueputa calvo lo hubiera abrazado con cariño!
II Nueva York era una metrópoli problemática para un muchacho provinciano como tú, Rocky. Apenas te instalaste allí, en 1969, supiste que tendrías problemas. Las luces de neón te ofuscaban, las avenidas tan anchas te aburrían, la nomenclatura te desconcertaba. Imagínate tú: un tipo que escasamente sabía deletrear el español se veía forzado de pronto a buscar una dirección como esta: “330 West 95th Street”. Esa vaina vuelve loco a cualquiera, mi vale. ¡Tan elementales que eran las calles de Cartagena con sus nombres castizos! A uno le decían: Calle Tripita y Media, y ya sabía que tenía que irse para el barrio Getsemaní. Si era la Calle de los Siete Infantes, había que buscarla en San Diego. Eche, fácil, sin números, sin enredos. Cuando uno no le atinaba al sitio, siempre había un man en el poste de la esquina dispuesto a ayudar: “No joda, mi hermano, esa está de papaya: mira, tú te metes por el Callejón de los Estribos, frente a la casa de la señora Margoth, y donde veas a una gorda de pelo teñido vendiendo cigarrillos menudeados, ¡ahí es, ahí es!” En aquella Nueva York tan grande, donde los transeúntes ni siquiera se miraban aunque se tropezaran de frente, era imposible orientarse con tus señales criollas. Allá no existía el guía espontáneo de la esquina, y el sitio que buscabas no era contiguo, definitivamente, al quiosco de las Mendoza. Después estaba el otro problema: de repente te habías quedado sin idioma. En el gimnasio, apenas podías
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conversar con el Chino Govín, que era cubano. Al entrenador Gil Clancy y al sparring Emily Griffith les hablabas sólo a través de mímicas. Por cierto, Griffith, un veteranazo que ya había sido campeón mundial, tuvo la cortesía de aprenderse una palabra en castellano para saludarte en tu lengua todas las mañanas: primo. Los periódicos de la época registraron con abundantes notas de color el curioso suceso. –¡Primo! –exclamaba Griffith cuando te veía llegar. –¡Primo! –le respondías tú con tu ancha sonrisa y los brazos abiertos de par en par. Lo que venía a continuación era un coloquio tan intrincado como el de Chita con Tarzán. Griffith te decía “primo” y te lanzaba un gancho a las costillas; tú le contestabas “primo” y le tirabas un golpe idéntico al que él te había trazado. –Primo –le digo yo ahora al taxista que me recoge en el centro de Cartagena–, llévame a la casa del Rocky. –¿La casa de Rocky Valdez? –es lo único que me pregunta. Cuando le respondo afirmativamente, el hombre me conduce a un caserón en el barrio Crespo. Tu mujer, Anita Tijerino, nos informa a través de la ventana que saliste desde por la mañana. El taxista me cuenta entonces que conoce tus paraderos. En caso de que me urja hablar contigo, él podría ayudarme a encontrarte. Quizás estés jugando dominó con los comerciantes del pasaje trece en el mercado de Bazurto. O parloteando con los jubilados del Parque del Centenario. O visitando a los vendedores de lotería de la Calle del Cabo. En esta nueva visita a Cartagena –octubre de 2009–, confirmo que para los taxistas eres un referente urbano. Como la Torre del Reloj o la Plaza de Bolívar. Uno te nombra como Rocky, a secas, sin el apellido, sin la dirección, y ellos entienden que se trata de ti. No podría tratarse ni de un edil de la Zona Suroriental ni de un vendedor de cocadas en el Portal de los Dulces ni de un empresario turístico de Bocagrande, así todos esos tipos tengan el mismo apodo tuyo.
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El único Rocky que cuenta en esta ciudad de un millón doscientos mil habitantes eres tú: Rodrigo Valdez Hernández, el hijo de Reynaldo y Perfecta, nacido el viernes 22 de diciembre de 1946 en el arrabal de Getsemaní. ¿Sabes, Rocky? La villa pequeña en la que tú creciste, la “del ahumado candil y las pajuelas” –según el poeta Luis Carlos López–, ya sólo existe en la memoria de los viejos. La ciudad que exploro en este momento a través de la ventanilla del taxi es un monstruo urbano plagado de cinturones de miseria. Esto no será tan descomunal como la Nueva York que te abrumaba en tu época de boxeador, pero ha crecido, Rocky, ha crecido. Aquí ya no es tan fácil dar con el quiosco de las Mendoza o con la casa de la señora Margoth. En los ciento diez kilómetros cuadrados de esta Cartagena actual hay espacio de sobra para pasar inadvertido. Lo que sucede es que tú no podrías porque tú eres el Rocky. Adonde vayas, la gente te seguirá con la mirada. Adonde vayas, tropezarás con algún lugareño que levantará ante ti el dedo pulgar en señal de reverencia. –¡Buena, champion! –¿Qué se dice, Fiera, cómo anda esa salud? –¡Entonces qué, viejo Rocky! Adonde vayas tropezarás con paisanos enterados de tu trayectoria. Los mayores, porque te conocieron cuando eras noticia; los menores, porque te han visto convertido ya en leyenda. Unos y otros saben que fuiste campeón mundial de los pesos medianos y que te paseaste por los mejores escenarios boxísticos del planeta, desde el Madison Square Garden hasta el Luna Park. Había que ver lo valiente que era el champion, dirán mientras te señalan con el dedo índice. Ahora es un abuelo apacible, puras sonrisas desde cuando se levanta hasta cuando se acuesta, pero cuando el negro peleaba era la encarnación del coraje. A ese hombre en el ring le roncaban los cojones, mi vale. Su único pecado fue haber coincidido en el peso y en el tiempo con Carlos Monzón, quizá el mejor mediano de la historia. Pero quie-
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nes vimos tus dos peleas con él damos fe de lo equilibradas que fueron. En ambas se cumplió aquello que pregonaba el mánager George Gainford en los años cuarenta del siglo pasado: “Cuando dos boxeadores son tan jodidamente buenos que uno no sabe cuál es el mejor, la diferencia la hace la estatura”. Monzón te llevaba nueve centímetros, champion, ¡nueve! Y los hacía valer: se recostaba contra las cuerdas, ponía los brazos largos por delante, echaba la cara hacia atrás, y así no le pegaba nadie. Ni el putas, Rocky. Claro que tú sí le pegaste: le rompiste la nariz, le hinchaste un ojo y lo mandaste a la lona. Y ni hablar –insistirán los peatones cuando se topen contigo– del rebullicio que causabas en Europa entre los actores más renombrados de la época. Jean Paul Belmondo te recogía en el aeropuerto de París, Omar Shariff te visitaba en el hotel de San Remo, Alain Delon iba de compras contigo en Montecarlo. De modo que por donde te muevas aquí en Cartagena, Rocky, irás dejando la estela de tu leyenda, esa que el taxista y yo vamos persiguiendo esta tarde de octubre de 2009. Desde que llegaste a Nueva York, a los veintitrés años, Gil Clancy predijo que te convertirías en una leyenda. Pero, ¿cómo le entendías, coño, si él lo pregonaba en inglés y tú en ese idioma apenas distinguías el “good morning” y el “one-two-three”? Se suponía que Estados Unidos te convendría porque allá te foguearías con rivales de calidad. En Colombia, tú y yo lo sabemos, nunca han abundado los buenos boxeadores en la división de las ciento sesenta libras. Por ese lado sí fue verdad que te beneficiaste, aunque el precio que pagaste fue altísimo. El día que faltaba el Chino Govín el mundo se te trastornaba: te servían pancake cuando en realidad querías huevo frito, lanzabas el puño izquierdo cuando te pedían tirar el derecho. Claro que, al fin y al cabo, a ti te daba la misma mierda “right” que “left” porque con cualquiera de las dos podías quebrarle la mandíbula al que se te enfrentara. Esa íntima convicción derivaba en franca apatía por la lengua aje-
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na: aunque no lo dijeras en voz alta, considerabas innecesario aprender inglés. Te parecía una misión imposible, además. Estimabas más útil invertir el tiempo en el gimnasio, pulir el recto de derecha. Para salvarte en el ring te bastaba con meter un buen uppercut en la punta de la barbilla. Nunca se ha visto, mi vale, que cambiar “luna” por “moon” sirva para noquear a nadie. Tu única arma para ganar el sustento eran los puños. Porque te digo algo, viejo Rocky, tú no tendrás ni la menor idea de quién coño fue Descartes, pero sabes, como él, que donde más cerca se encuentra una mano dispuesta a ayudarlo a uno es en el extremo del brazo propio. A menudo, después de ganarle a algún rival importante, pedías permiso para venir a Colombia, y cuando llegabas acá ya no querías retornar a Estados Unidos. Tus manejadores debían esforzarse muchísimo para convencerte. En el fondo, lo que más te afligía de aquella vida que considerabas prestada no eran las dificultades con el idioma sino lo lejos que te quedaba Cartagena. Pero, ¿sabes, Rocky? Tu actitud indicaba a las claras que nunca habías salido de tu ciudad. Y justamente por eso te sentías perdido en Nueva York. Te encuentro en el pasaje trece del mercado de Bazurto. Entonces, durante esta tarde y las dos que siguen me contarás muchas de las historias que componen este relato. Allí estás con tus amigos de toda la vida: Arturo González, quien tajaba pescados contigo en el antiguo mercado del Arsenal, y Omar de la Hoz, uno de los compadres que te recibieron en el aeropuerto cuando volviste con la corona de campeón mundial. –Lo mejor de mi compadre es que nunca olvida a su gente –exclama González, mientras te da una palmada recia sobre el hombro. La frase de González ha hecho carrera en Cartagena. Circula en el correo del viento a través de plazoletas y zaguanes. La repiten como un credo el vago del parque y el periodista deportivo. Quienes te conocen saben que, por mucho que te alejes, tarde o temprano retornas a los mismos lugares de siempre. Citan, a manera de ejem-
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plo, la siguiente historia: Aída Iriarte fue tu primera esposa cuando tú apenas tenías dieciocho años. Ella te dio a tu primer hijo, estuvo contigo en la época de las penurias. ¿Qué pasó cuando se separaron? Aída se consiguió un nuevo marido, hombre buenísimo, caramba. Y tú te conseguiste cinco esposas más en los años posteriores. Eso sí: vivieras con Juana o vivieras con María, siempre almorzabas en la casa de Aída. –Mija –gritaba el marido de Aída cuando te veía llegar–, ¡corre, que llegó el Rocky! Aída partía como un rayo hacia la cocina para prepararte tu posta de sierra con yuca. El marido, entre tanto, te preguntaba si querías guarapo, champion, o si preferías limonada. De no ser porque murió en 2006, todavía almorzarías donde ella, champion. En este eterno retorno a las raíces encuentro mucho más que la expresión de sencillez y gratitud que todos te alaban, Rocky. Me parece que allí hay, además, una búsqueda tribal de protección. Cuando regresas al mercado de tus tiempos duros, no sólo eres el hombre generoso que socorre a un vendedor ambulante caído en desgracia, sino también el animal que se reintegra a su manada para sentirse seguro. La rutina invariable te permite crear una ciudad a la medida de tu carácter desconfiado. Se alarga el sur, se alarga el norte, se alarga el este y se alarga el oeste, pero la Cartagena por donde tú transitas a diario sigue siendo una villa reducida que se ajusta a tu naturaleza aldeana. –Edda, compa, eso sí, es verdad que aquí entre nosotros el Rocky se siente seguro –dice Omar de la Hoz. –¿Tú crees que a este mercado puede entrar cualquiera con ese montón de prendas de oro? –pregunta Arturo González. Tú sonríes. Yo aprovecho el giro que ha tomado la conversación para averiguar por qué cargas tantas joyas. Noto que, incluso, tienes un reloj sin talco, recuerdo de tu tarde de compras en Montecarlo con Alain Delon. ¿Por qué lo usas todavía, si ya se dañó?
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–Edda, mi hermano, donde me lleguen a ver sin ese reloj empiezan a decir que me quedé en la ruina. Parece que no conocieras a los cartageneros. –¿Y el boxeo te dio para comprar algo más que prendas? –Bueno, tengo mis casas y mis buses. Yo no me metí a loco porque a mí me tocó sacrificarme mucho en el boxeo. –¿Por qué te pusiste esas iniciales de oro en los dientes? –Eche, porque gané para ponérmelas. Yo en esa época era campeón. Ahora, mientras caminas conmigo a través de un angosto corredor bordeado de vendedores ambulantes, destilas un aire de complacencia. Se nota a leguas que te gusta ser quien eres. Se nota a leguas que, aunque insistas en que el pasado “es una vaina vieja”, te encanta evocarlo. No en vano conservas todas esas prendas que prolongan el tiempo ya remoto del esplendor. Al lucirlas, vuelves a noquear a Briscoe, vuelves a ser el que siempre has sido: el amo y señor del coraje. El champion, mi vale. El campeón.
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La palabra de Juan Sierra Septiembre de 2004
Juan Sierra Ipuana, hombre de metáforas, supone que si pudiera devolver el tiempo no estaría sentado en su rancho viendo pasar el potro ajeno, sino recorriendo los playones de la Alta Guajira al mando de su propio caballo. Si tuviera otra vez catorce años, dice, viviría sumergido en el mar buscando ostras para vendérselas a los barcos holandeses saqueadores de perlas. Si tuviera veinte, trabajaría en un alambique fabricando chirrinche, el licor casero de sus ancestros wayúu. Y si tuviera treinta, sería matarife, y a esta hora de la mañana estaría vendiendo carne de chivo en su ranchería. Sierra Ipuana se ve a sí mismo cuando tenía cincuenta años, manejando una tractomula repleta de piedras para proteger las charcas de sal de Manaure. También se ve a los cuarenta dinamitando el suelo desértico, tras la pista de nuevos pozos de agua dulce, y luego instalando molinos de viento para abastecer a la gente y a los animales. Cuando se busca en su propia memoria, no aparece sedentario como es hoy, a los setenta y dos años, sino convertido en lo que él llama “un hombre-lluvia”, es decir, “alguien que puede caer en cualquier parte”. Los recuerdos, explica con otra metáfora, son el único recurso que le queda al hombre para bañarse de nuevo en el río que
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ya pasó. La nueva sentencia se entiende mejor cuando uno ve a su esposa, Arminda López Pushaina, entregada a la tarea de desarmar, pieza por pieza, un mantel que bordó hace medio siglo, para tejerlo otra vez desde la primera hasta la última puntada. Sierra Ipuana reconoce que padece “el mordisco de la media noche”, o sea, la nostalgia típica de los viejos. Pero si quiere devolver el tiempo no es solamente para recuperar los bríos y los amores de la juventud, sino también para escaparse de este presente hostil que le produce pánico. –Los alijunas nos quieren acabar –dice. Alijuna es la palabra wayúu con la cual se nombra a todo el que no pertenezca a la etnia, sea blanco o sea negro. El vocablo correspondiente en castellano es civilizado. En la semántica nativa, explica Sierra Ipuana, el término alijuna ya no se está usando para designar al diferente, sino para referirse a aquello que genera temor. Son “civilizados” los hombres que están masacrando a los indígenas en la Alta Guajira y los que enseñaron a ciertos indios a asaltar camiones de carga en las carreteras. También lo son los funcionarios del gobierno, que un día llegaron a imponer sus normas en el uso del mar. –¡Alijuna es el televisor! –exclama Arminda de repente–. La frase es más sorpresiva por el hecho de que la mujer no había abierto la boca en toda la mañana. Ahora señala con dureza hacia el rancho contiguo, donde sus hijas Érica y Milagros se mueren de la risa viendo un programa de televisión. Luego retoma su tejido, de la misma manera abrupta en que lo había interrumpido, mientras su marido contempla a las gallinas que picotean en la arena. –¡Ese es mucho aparato malo en la vida! –brama entonces, esta vez sin levantar la vista–. Nomás sirve para que las muchachas se vuelvan flojas y malmandadas. ***
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Los wayúu son una de las más numerosas etnias indígenas de las tierras bajas de Suramérica. Habitan la península de la Guajira, que se extiende hasta el mar Caribe, en el extremo norte de Colombia. Chayo Epieyuu, respetada matrona de Manaure, calcula que hay unos ciento cincuenta mil “paisanos” repartidos entre Colombia y Venezuela. Se dedican básicamente al pastoreo de chivos y ovejas, explorar el mar y tejer. Tienen un sentido colectivo del beneficio y del daño, encaminado a preservar la unidad de la familia. Si alguien cocina un chivo, el banquete es para todos, y si se enferma, todos tienen que ayudarlo a costear la enfermedad. En grupo deben pagar, además, las faltas graves de sus miembros que pongan en peligro la convivencia del clan con el resto de la sociedad. En el complejo sistema de compensaciones de la cultura wayúu, uno de los rituales más conocidos es el de la dote. Es el pago que el hombre enamorado debe entregarle al padre de su pretendida, para poder fundar con ella su propio rancho. El investigador manaurero Alejo D’Luque considera que la intención de esta ceremonia no es vender a la novia, sino acentuar el carácter colectivo de la familia. Que nadie coma solo ni muera solo. Que cada persona aporte lo necesario a la causa común del grupo, para que le resulte más fácil llegar vivo a la otra orilla del río. Para no indigestarse con el postre en la luna de miel, el esposo debe procurar que todos reciban la parte del festín que les corresponde. ¿Y en qué consiste el premio? La dote incluye chivos, mulas, tierras y collares de tumas (una variedad exótica de piedras preciosas). La cantidad depende de la belleza de la novia y de la posición social de su familia. Para reunir el pedido y entregarlo en el plazo establecido, el enamorado acude si es necesario a sus propios parientes, ya que ellos también esperan que el matrimonio valga la pena y los beneficie. La Guajira es uno de los departamentos colombianos de mayor riqueza mineral. Produce quinientos millones de pies cúbicos de gas
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natural al día y veinticinco millones de toneladas de carbón al año. Su volumen de sal, de acuerdo con estimativos de Alejo D’Luque, representa casi cincuenta por ciento del total del país. También están los peces y la energía eólica. Hubo un tiempo en que el wayúu disfrutaba libremente de muchos de esos recursos, como si los creyera escriturados por el viento. Pero un día llegaron los alijunas a trastornarlo todo con sus gobernantes, sus políticos, sus jueces, sus trámites, sus documentos de identidad, sus elecciones y sus masacres. Desde entonces, la vida no ha sido igual para los indígenas. *** Aparte de cultivar una charca familiar en las salinas del pueblo, Juan Sierra Ipuana es palabrero. Así se designa en español a la persona conocida en lengua wayúu con el nombre de pütchipuu. Su función es mediar en los conflictos interfamiliares, con el fin de lograr un arreglo rápido que sea justo para ambas partes y proteja el equilibrio social de la etnia. El palabrero es elegido invariablemente por el ofendido y no debe pertenecer a ninguna de las partes enfrentadas. Cuando acepta el encargo, se dirige a la ranchería del agresor para “llevarle la palabra”. Ante el grupo reunido en pleno, el pütchipuu aclara de entrada cuál es su misión y quiénes se la encomendaron. Después expone la gravedad del daño causado y señala el monto de la reparación exigida por los afectados. Si el jefe del clan está de acuerdo con la multa, lo que sigue es fijar la forma de pago. Si no, tiene derecho a plantear una contrapropuesta que el propio palabrero transmite a la familia que le asignó la tarea. En algunos casos se necesitan varios viajes entre un lugar y el otro. Pero, casi siempre, el problema se resuelve con una o dos visitas. Cuando el culpable no tiene bienes para responder por su infracción, es declarado objetivo de guerra. Eso quiere decir que en cualquier momento podría morir en un aten-
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tado. Se entiende que la sentencia lo afecta a él y a cualquiera de sus parientes varones. “Mandar la palabra” es ejecutar, a través de un ritual político, una ley vieja y feroz. El palabrero no asume el papel de juez sino el de mediador. Por tanto, se mantiene neutral todo el tiempo. Ni siquiera toma partido por la familia que lo buscó. En el proceso de concertación, oye injurias y amenazas, pero sólo transmite lo esencial de las razones: “Fulano dice que puede pagarte con una recua de mulas”. Como buen canciller, se permite introducir una promesa cordial donde minutos antes había una sarta de adjetivos incendiarios: “Me dijeron que van a ver si pueden reunir lo que tú pides”. Se trata de un acto refinado en la forma pero inapelable en el fondo. Lo que te envían no es un dardo envenenado, sino una palabra, pero esa palabra es de acero, te cobra las cuentas pendientes, te enrostra las faltas cometidas y te amenaza de un modo tan sutil que no puedes evitarlo. Claro que también te ofrece una nueva oportunidad. Si usas con buen juicio el verbo que te mando, nos ganaremos ambos la gracia de librarnos de la guerra. Ni siquiera cuando hay una muerte de por medio los dolientes pueden saltarse este ritual de conciliación para buscar la venganza directa. La compensación es proporcional al tamaño de la afrenta y a la posición social de la familia afectada. Se cobra por las calumnias, por los golpes físicos, por las imprudencias de borracho, por el hurto, por las ofensas verbales y por el homicidio. El pago se efectúa en dinero o con tierra y ganado. El palabrero no exige honorarios por su trabajo, pero el grupo que lo buscó le obsequia un porcentaje de la indemnización. *** Arminda López les ordena a sus hijas Érica y Milagros que apaguen el televisor y se pongan a hacer oficio. A una le pide que barra. A
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la otra, que traiga dos vasos de chicha de maíz. Juan Sierra Ipuana, entre tanto, ha dejado de mirar a las gallinas. Ahora pela una vara delgada con un cuchillo basto de cocina. De pronto, ruge el desierto. La arena se levanta, el viento arrastra una alpargata guaireña descosida en el empeine. –La brisa del noreste es una escoba loca –dice Sierra Ipuana, sonriente, mientras recibe el vaso de chicha que le trajo su hija. Cuando la muchacha se aleja, la manta le tiembla en el cuerpo. Sierra Ipuana añade que si no fuera por el viento, la tierra ya se habría ahogado de calor. Su madre, otra criatura de metáforas, afirmaba que en la Guajira las sequías eran tan intensas que a veces las plantas salvajes se retorcían de sed y los sapos se morían sin saber nadar. En esta ranchería, como en todas las de Manaure, los días fluyen lentos, sin sobresaltos. Sierra Ipuana explica que el wayúu puede vivir a su ritmo porque no tiene ninguna deuda pendiente con el cielo. Tanto él como su mujer son hijos de wayúu con alijuna. Los mestizos como ellos les enseñan a sus herederos la lengua nativa, pero además los obligan a aprender castellano para que puedan entender lo que dice la gente que vive más allá del desierto. A veces los muchachos repiten en español palabras que a sus padres no les causan ninguna gracia, como jean descaderado y condón. –¡Apaguen ese puñetero televisor! –chilla entonces Arminda por enésima vez. Terminada la chicha, Sierra Ipuana pide un vaso de agua, para hacer buches y sacarse los granos de maíz que se le quedaron atrancados entre los dientes. Después dice que no se cansa de agradecer el poder transformador de la palabra. Una palabra bien dicha desarma al enemigo, acerca al que se encuentra lejos, abre las puertas clausuradas, alegra al que está triste y apaga los incendios alevosos. En cambio, cuando pronuncias una palabra altanera, las palomas se vuelven halcones, los ríos se salen de madre, los mares se enfu-
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recen y hasta el problema más inútil adquiere de repente la fuerza suficiente para destruirte. La tradición del palabrero es explicable porque en la cultura wayúu la palabra es ley sagrada que no se lleva el viento. Además, en una etnia quisquillosa y competidora por naturaleza, siempre es bienvenido el que sabe calmar los ánimos. Cada conciliador ostenta una autoridad indiscutible. Tiene las llaves de la vida y de la muerte. Sierra Ipuana considera que cumple bien su trabajo porque logra que el ofendido reciba lo que se merece y el agresor no pague más de lo que debe. Así el problema muere en el acto, sin ninguna consecuencia lamentable. Yo le digo que si nosotros, los alijunas, pusiéramos en práctica ese ritual, con seguridad lo dañaríamos: el palabrero tendría tres secretarias y dos asistentes, los periodistas publicaríamos los insultos secretos de las partes durante el proceso de concertación y además habría que autenticar mil papeles en una notaría. Si alguna vez se lograra un arreglo no sería en menos de cinco años. Y, al final, la indemnización sólo alcanzaría para pagar las comisiones de los intermediarios. Sierra Ipuana sonríe con malicia, pero casi en seguida adopta un rostro grave para reconocer que la justicia wayúu, como todo lo que maneja el hombre, es falible. A veces, la palabra se queda corta para curar las heridas y acercar a los enemigos. Entonces se arma una matazón en la que corre sangre inocente. Fue lo que sucedió en los años setenta y ochenta del siglo pasado con las familias Cárdenas y Valdeblánquez, y con los clanes de Raúl Gómez Castrillón, apodado el Gavilán Mayor, y Juan Pinto. La esposa le dirige una mirada tan severa como la que les envió a sus hijas hace un momento, cuando tenían prendido el televisor, y dice que hay ciertos problemas de la vida que no se pueden solucionar. –Tampoco hay quien pueda acabar con la fiebre amarilla –exclama.
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Viéndolo allí, con la camisa trepidante por la brisa del nordeste, pienso que Sierra Ipuana, hombre de metáforas, no tendría cabida en un mundo civilizado como el nuestro, en el que muchos pretenden cobrar a la brava hasta lo que no se les debe, pero nadie parece dispuesto a escuchar la palabra.
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El testamento del viejo Mile* Febrero de 2002
A los ochenta y seis años, Emiliano Zuleta Baquero conoció el aburrimiento. Ocurrió en septiembre de 1998, cuando sus problemas cardiacos lo forzaron a marcharse del pueblo de Urumita para la ciudad de Valledupar. La mudanza fue ordenada por sus cardiólogos, con el argumento de que en Valledupar era más fácil controlarle la salud. Antes de venirse para acá, dice Zuleta, había sentido el dolor y la tristeza, jamás el tedio. –Uno se aguanta el dolor y, tarde o temprano, lo supera –advierte– pero esto de ahora es lo peor. Yo creo que es mejor morirse que estar aburrido. Desde su taburete de cuero, el compositor Alberto Murgas, que me acompaña, guiña un ojo. Cuando veníamos por el camino, me había contado que el hastío de Zuleta en Valledupar se debe a que se siente reprimido por sus hijos mayores, que viven aquí y no le permiten ni oler un trago de whisky. En cambio, en Urumita, lejos de esa supervisión exasperante, bebía todos los fines de semana. Desde que a Zuleta le instalaron el marcapasos, sus amigos sólo * Esta crónica fue uno de los cinco trabajos finalistas del premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en el año 2004.
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lo visitan de lunes a viernes. Los fines de semana se le pierden, porque saben que él los invitará a tomar unas copas y no quieren pasar por la pena de decirle que no a un hombre que merece respeto. Complacerlo implica el peligro de matarlo, y nadie está dispuesto a echarse encima la cruz de ese muerto. De repente, Ana Olivella, la compañera de Zuleta, llega al patio con una bandeja que contiene tres pocillos de café tinto y un tarro de azúcar. Les sirve primero a los visitantes y después se dirige a su marido: –El suyo no lo endulcé, viejo Mile. Ana Olivella es una mujer tímida que responde con frases estrictas a lo que se le pregunta. Si no se le pregunta nada, puede permanecer callada durante horas. A veces, cuando sus ojos se tropiezan con los del visitante, esboza una sonrisa que, evidentemente, le cuesta trabajo. Y en seguida desaparece de la escena de la misma manera en que ha aparecido: caminando con sigilo, casi en puntillas, como queriendo volverse leve para que sus pisadas no llamen la atención. Cuando la mujer se marcha, Zuleta dice que si por lo menos tuviéramos una botella de whisky, la conversación sería agradable. Hago como si no hubiera entendido la insinuación. En este instante el maestro no tiene aspecto de víctima. La simple evocación del licor pareciera emborracharlo de alegría. –A mí el ron me gusta tanto que nunca lo combino con comida, para no dañarlo –dice con los ojos encendidos–. Vea: uno come y en seguida se le quitan las ganas de beber. Queda uno pasmado. Mejor aguanto hambre y así estoy en pie hasta que se termina la parranda. En una región en la que los hombres se comparan con gallos de riña o con ceibas que resisten tempestades, mantenerse despierto aunque se beban galones de whisky, es una exhibición de virilidad. De allí que Zuleta se jacte de que todavía puede amanecer tomando trago.
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–Todo el mundo se ha empeñado en que esté quieto –señala, esta vez con la misma expresión aburrida del principio– y por eso me he vuelto dormilón. Lo que me vence es el sueño. El trago no me hace ni cosquillas. Luego agrega, con seriedad teatral, que el primer trago de ron que se tomó no fue por gusto sino por necesidad. Tendría tal vez diez años cuando una vecina lo vio comiendo barro. Enterada del incidente, Sara Baquero, la madre de Emiliano, dijo que ahora entendía por qué a su hijo se le soplaba la barriga con tanta frecuencia. La vecina le indicó a la vieja Sara que para quitarle la mala costumbre al muchacho debía darle ron con quina. –Lo más maluco que yo he probado en mi vida –señala el maestro– fue ese primer trago. Me dieron ganas de trasbocar. Claro que a la semana de estar en el tratamiento le agarré el gusto al remedio, y hasta me parecía más sabroso cuando me lo tomaba sin quina. Dios debe tener en su santa gloria a esa vecina que le dio el sabio consejo a mamá. ¡El ron me salvó del barro! Convencido tal vez de que la risotada que ha generado su chanza es señal de buen clima, Zuleta me manda por fin el sablazo que venía preparando: –Si está pensando en comprar algo, que sea whisky, ¿oyó? El cuerpo de uno se vuelve pretencioso en la vejez. Antes yo me tomaba el primer ron barato que me ofrecieran, pero el médico me ha dicho que ya no puedo hacer eso. Sólo puedo tomar whisky, y no muy puro que digamos, sino con mucho hielo y bastante agua. Beto Murgas, que había estado callado, me salva la vida: –Déjese de eso, viejo Mile. Yo lo complací hace poco, exponiéndome a un problema con sus hijos. Acuérdese del incidente de Barranquilla. El incidente al que se refiere Murgas estuvo a punto de acabar con la vida de Zuleta. Emocionado por los aplausos que los asistentes le prodigaban en una presentación pública, bebió whisky a pico de
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botella y cantó en un tono mucho más alto de lo que su voz le permite. Cuando las piernas empezaron a aflojársele, él pareció ser la única persona, entre las miles que ocupaban el Paseo de Bolívar, que no se dio cuenta de que se estaba cayendo. Mientras caía al piso lentamente seguía entonando “La gota fría”, como si apenas estuviera durmiéndose con el arrullo de su propio canto. Despertó dos días después, en la camilla de un hospital. –Desde hace más de treinta años –dice Zuleta– vengo oyendo que el ron me hace daño, que me va a matar, que como siga así no voy a festejar la próxima Navidad, y vamos a ver que ya estoy llegando a los noventa años. Yo he hecho quedar mal a los médicos. Un hombre que ha sido trabajador como yo no está para que lo manden, sino para mandar. A mí el cuerpo siempre me ha pedido que le dé ron, música y mujer. Y a un cuerpo que ha sido tan servicial y voluntarioso, yo no puedo negarle lo que me pide. *** Desde pequeño, Emiliano Zuleta Baquero escuchó que ir a la escuela es una pérdida de tiempo. Con saber oler el viento y leer las nubes –decía con los ojos encendidos su tío Francisco Salas–, con saber cultivar la tierra y conseguir la malanga para el almuerzo, con eso es más que suficiente. Ese conocimiento primario, que en cualquier urbe de nuestros días parecería anacrónico, fue vital en La Jagua del Pilar durante gran parte del siglo pasado. En esta pequeña aldea de La Guajira nació Zuleta, el 11 de enero de 1912. La primera carretera que hubo en La Jagua del Pilar fue construida a finales de los años cincuenta. En aquel tiempo nadie había visto allí un periódico ni escuchado un programa de radio. No había ni escuelas ni hospitales. Las noticias de la vida y la muerte andaban a lomo de burro.
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Interpretar los caprichos del clima en medio de semejante aislamiento no era poca cosa. De eso dependían el prestigio y la estabilidad económica de los hombres de bien. Todavía hoy, el viejo Mile se ufana de su habilidad para anticipar con precisión si lo que anuncian las nubes es una lluvia o una sequía. El campo en el que Zuleta creció como un muchacho silvestre de pie en el suelo era una despensa universal que lo abastecía de todo lo que necesitaba. En principio fue remedio: las raíces de las plantas servían, según el caso, contra la insolación o como analgésico. Con la corteza del paico, un árbol ordinario que abunda en la región, se creaba el jarabe conocido como Carlos Santos, que lo mismo se recetaba para matar los parásitos que para aliviar un dolor de muelas. Las matas tenían nombres de acuerdo con las enfermedades para las cuales se utilizaban: había Calentura de vieja y Languidez de muchacho, Sofoco de señorita y Comezón de abandonado. En el campo estaban, en fin, los medicamentos para todos los malestares del mundo, y el que se moría era porque le tocaba, de la misma manera que se muere la gente en los hospitales. –Los hombres vivían felices y se morían viejos –dice el maestro. La choza donde nació y se crió Zuleta fue construida con paja y bahareque a mediados del siglo xix. El piso era de tierra y la segunda planta, donde dormían todos, era un zarzo de varas de bambú protegido con esteras de junco. Las cuatro familias que se levantaron con Emiliano Zuleta se las arreglaban con sus escasos pertrechos domésticos: una olla de barro para hacer la comida, una cazuela, también de barro, para echar la sopa y un juego de cucharas de totumo. Las hojas del platanal servían como platos y manteles. Las sillas eran los troncos de las bongas añosas que se derrumbaban. Cuando había que partir algo, los trece inquilinos del rancho usaban por turnos el único cuchillo que tenían. A ese cuchillo, por cierto, no le se gastó la hoja sino la cacha, a fuerza de andar de mano en mano.
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–Fue una infancia feliz y se lo digo con toda la boca –afirma el maestro, nostálgico–. No teníamos nada, pero al mismo tiempo lo teníamos todo. Teníamos el agua, la leña y la verdura. Sembrábamos caña de azúcar para hacer panela y endulzar con ella todo lo que hubiera que endulzar. La carne era gratis, porque cazábamos palomas, perdices, saínos y conejos. Lo único que había que comprar era el sebo de la res y la sal. El resto estaba en la casa, ¿oyó?, hasta el fuego. Zuleta me pregunta, con aire de burla, si tengo idea de cómo producían ellos el fuego. Se ve convencido de que ignoro la respuesta y me lo hace sentir con una cierta zorrería en los ojos. A lo mejor piensa también que soy una criatura disminuida, un pobre cristiano que estaría liquidado si la civilización no actuara por él. Cuando confirma que, en efecto, no sé de qué diablos me está hablando, Zuleta responde su propia pregunta. La candela, explica, era creada mediante una invención artesanal de los antepasados, conocida como “dislabón”. El procedimiento era simple: una mecha de algodón suspendida en el centro, se encendía cuando la piedra y el hierro que la circundaban entraban en contacto. Entonces aparecía, como acabado de fundar, el fuego. Cada hombre tenía que ser capaz de iluminarse en la oscuridad con la lumbre creada por sus propias manos, para demostrar que era útil. Zuleta conoció muy pronto el derecho y el revés de ese alfabeto único del monte que le obsequiaron sus mayores. Sin embargo, su sabiduría llegaba hasta donde alcanzaba su vista. Más allá de ese límite, la vida se le trastornaba: el fácil paisaje empezaba a ser un error de Dios, el mundo se poblaba de elementos nuevos que se rebelaban contra su dominio de muchacho autosuficiente. A los doce años, cuando debió salir de La Jagua del Pilar, Mile conoció la ignorancia. En ese momento, fue entregado como peón en la finca La Sierra Montaña, cercana a Valledupar. El arreglo se hizo directamente entre Sara Baquero, madre de Zuleta, y Conchita Us-
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táriz, la dueña de la hacienda. El contrato verbal obligaba a la señora Ustáriz a pagar treinta centavos mensuales, a razón de un centavo diario, a la mamá del niño. La modalidad, conocida con el nombre de concertación, fue muy común en la antigua región del Magdalena Grande durante la primera mitad del siglo xx. A cada menor de edad que era cedido por sus propios padres en los latifundios se le llamaba “concertado”, una denominación benévola –y hasta lírica– para esta suerte de esclavismo trasnochado. La noche de su llegada a La Sierra Montaña, Zuleta no pudo dormir, porque su cuerpo, acostumbrado a descansar sobre trojas, no halló acomodo en el colchón de lana que le asignaron. Al día siguiente, se levantó temprano y se encontró con un chico de su edad que, al parecer, había pasado también la noche en vela. Algo en el semblante de aquel niño dejaba entrever un garbo que principiaba a desteñirse en medio de esa tierra prestada, desconocida, esa vida que no le pertenecía. Zuleta reconoció su propia desdicha en los ojos tristes del hombrecito de apariencia correcta que tenía al frente. Quiso abrazarlo, caramba, o por lo menos darle las gracias por notificarle, con su sola presencia, que el destino no podía ser tan injusto. Ahí estaban, pues, esos dos mocosos desamparados: escrutándose, oliéndose, descubriendo juntos el nacimiento de una complicidad que sería afortunada para ambos. En vez de abrazarlo como quería, Zuleta se limitó a decirle “buenos días”, con una voz quebrada por la emoción. El otro ni siquiera se dignó contestarle. Y Zuleta tuvo ganas de correr para fugarse de una vez por todas de aquella geografía desconsiderada que lo hacía sentir insignificante. Conchita Ustáriz le salió al paso y Zuleta le preguntó que quién era ese niño maleducado que estaba en el corredor del rancho de los corraleros. La señora, extrañada, le respondió que el único concertado que ella tenía en ese momento en su finca era él. Como Zuleta insistió en que acababa de ver a un muchachito que no le había devuelto
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el saludo, la mujer empezó a impacientarse. Para quitarle la pataleta, decidió ir con él hasta el lugar mencionado. Cuando llegaron, vieron que, en efecto, ahí estaba el niño. Esta vez, sin embargo, había algo inquietante: al chico lo acompañaba la mismísima Conchita Ustáriz. ¿Cómo podía ser que Conchita Ustáriz tuviera el don de repetirse, para estar parada al lado de aquel monstruo malcriado y al mismo tiempo al lado de Zuleta? Sintiendo que terminaría desquiciándose, Mile extendió un dedo acusador sobre el muchacho, justo en el instante en que el muchacho alargaba la mano para señalarlo a él. –Ay, mijo –dijo la patrona, muerta de la risa–, eso es un espejo. Zuleta anda siempre con el chascarrillo en la punta de la lengua y es de los que festejan sus propios apuntes. Pero esta vez no ha sonreído, tal vez porque siente que la historia del espejo es más sobrecogedora que jocosa. –Yo me conocí a los doce años –agrega, con una expresión mansurrona en los ojos. Hoy, cuando se mira en el espejo, Zuleta encuentra algunas diferencias con el niño aquel que se negó a contestar su propio saludo: la estatura es casi la misma, un metro con sesenta y seis centímetros, pero la piel, a salvo de los soles indómitos que la percudieron en la infancia, es ahora más blanca. La energía que parecía predisponerlo a llevarse el mundo por delante ha derivado en unos ademanes lentos. Viéndose de cuerpo entero, no se explica a qué horas le siguieron creciendo las orejas. Los ojos de ardilla, en cambio, se han ido achicando cada vez más, hundidos en unos gruesos lentes que no han podido embozalar la astucia de su mirada. A ratos, frente al espejo, Zuleta es un Narciso que quiere precipitarse hasta el fondo de sus propios ojos, allí donde, según cuenta, se ahogaron más de tres hembras ariscas. Entonces, con esa vanidad tan suya que no tiene fisuras por ninguna parte, se dice en voz alta, para escucharse a sí mismo y que lo escuche su propia imagen, que él, Emiliano Zuleta Baquero, es un viejo sinvergüenzón, carajo.
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Contemplando ese rostro que se le antoja jovial a pesar de los años, el maestro tiene a menudo la impresión de que las canas que le blanquearon la cabeza son, literalmente, una tomadura de pelo, un maquillaje de juguete del ocioso tiempo, empeñado en embromarle la paciencia. De ahí que sean contadas las veces en que se quita la gorra de marinero. La gorra con la que, en este momento, se abanica el pecho. A continuación, Zuleta señala que, apenas estuvo en capacidad de decidir sobre su propia vida, abandonó La Sierra Montaña y volvió a La Jagua del Pilar. Su madre le decía que se sentía orgullosa de él, puesto que había demostrado ser un hombre de servicio, capaz de defenderse solo y ayudarla a ella a costear la crianza de sus otros hijos. Por esos días, Mile empezó a componer coplas. Las hacía de diez versos, influenciado, como tantos viejos trovadores del Magdalena Grande, por el Romancero de Castilla, que algún antepasado difundió por aquellos andurriales. Zuleta y todos los de su estirpe se animaban con sus propios cantos en las ásperas labores del campo. En los primeros tiempos, cada canto era una crónica que narraba un suceso significativo de la región: las travesías mundanas de un sacerdote al que todos creían casto, el chismorreo que le sirve a ciertos pueblos como ejercicio colectivo contra el tedio o la fuga de una muchacha rica y bonita con un muchacho pobre y feo. Esos motivos elementales, al ser contados con gracia y precisión, adquirían una gran fuerza expresiva. Era una música hecha para el consumo vital de sus propios cultores: cada verso se festejaba ruidosamente en el lugar mismo en el que nacía y en el momento mismo de su creación, y nadie esperaba que la práctica de aquella vocación primaria le condujera a la fama o le engordara los bolsillos. Cantaban por puro gusto. Para poner un poco de color en la gris labranza de todos los días, y como pretexto para departir con los amigos. La vieja Sara levantaba el pecho para decirle a todo el que quisiera oírla que la inteligencia de Mile para la improvisación era una
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herencia de ella. Cuando el muchacho aprendió a tocar el acordeón ya no fue más el hijo de mostrar sino un pedazo de animal bruto, una nueva víctima de ese instrumento diabólico que empujaba a los hombres a tomar ron y a preñar a cuanta mujer se les atravesara. La señora se preguntaba cuál sería la falta que había cometido para que la castigaran con un hijo de perdición que con seguridad sería mal visto por la gente decente. El pecado era haberlo criado en la misma casa donde vivía el tío Francisco Salas, quien tenía seis acordeones colgados en las paredes de su alcoba. Todos los días, Mile veía con impotencia cómo su tío sudaba y se despeinaba tocando los acordeones y, en vez de aprender, empeoraba. El pobre hombre era tan tosco que ni siquiera se daba cuenta de su incapacidad y, por el contrario, parecía convencido de que sabía mucho. Cada ejercicio era peor que el anterior, un desastre que sólo sería superado por el autor en la jornada siguiente. Jamás se acercaron las manos del tío a algo que pudiera semejarse a una melodía. Oyéndolas desde lejos, sus notas se confundían con los aullidos de un cerdo envalentonado. Eso sí: viéndolo entregado a sus prácticas con los ojos cerrados por el entusiasmo, viendo su constancia tremenda, resultaba infame decirle que su torpeza no tenía remedio. Francisco Salas no permitía que nadie más pusiera un dedo encima de sus acordeones. Pero Emiliano les tenía puesto el ojo desde el primer momento en que los vio y sintió una comezón en la sangre. Cuando Salas se descuidaba, Mile desacataba sus advertencias, como si el acordeón le echara brujería. Apenas el tío escuchaba las notas, venía hecho una furia y regañaba al insolente, pero la tarea de aprendizaje ya estaba adelantada y además iba a continuar, a las buenas o a las malas. Zuleta compara su situación de aquellos días con la de un enamorado que se entiende a escondidas con una muchacha. Según dice, no hay papá celoso que ataje eso. Y siempre se llega hasta donde el
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tipo y la mujer quieren que se llegue. Cuando necesitan manosearse, se manosean, así los padres los encierren en una jaula de hierro, así se ofendan los trastos de la iglesia. Al mes, el progreso de Mile con el acordeón era notable. Un día decidió que no estaba dispuesto a aceptar que el viejo Francisco siguiera interrumpiéndole los coitos con sus apariciones inoportunas. Entonces, como un novio que se lleva a la novia para darse gusto con ella donde nadie los estorbe, tomó el acordeón y se largó de La Jagua del Pilar. –Mamá descubrió la trastada cuando ya era clavo pasado y no había nada que hacer –dice el maestro, mientras cruza las piernas en su butaca. Varios días después, cuando la amante le había entregado hasta la última de sus gracias, Zuleta volvió al pueblo con el ánimo de devolvérsela al dueño. Además, compuso una canción para cantársela al agraviado al pie de su ventana. Llegó de noche. Una noche clara y fresca, recuerda. Una noche de las que le gustaban al tío. Con una noche así, sería difícil que no lo perdonaran. La primera estrofa de la pieza era un portento de inocencia. Zuleta la entonó con un sentimentalismo infantil, casi en los límites del villancico. Decía así: Le vivo pidiendo a Dios que me perdone mi tío por culpa del acordeón que yo le saqué escondío Era una letra más bien pobre, en la cual las buenas intenciones superaban al talento. Lo extraordinario fueron las notas del acordeón que acompañaban el almibarado canto: unas notas desenvueltas, precisas, afinadas, enriquecidas por la profundidad de los bajos. El tío las escuchó alelado, en un limbo que tenía tanto de gozo
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como de desdicha. Cuando el sobrino terminó la serenata, Francisco Salas le dio un abrazo estremecido, le dijo que podía quedarse con el acordeón y se fue para su cuarto sin añadir ni una sola palabra. Nunca más volvieron a verlo en sus prácticas desatinadas y enjundiosas. Mile se quedó con el acordeón que le obsequiaron. Y los otros acordeones se enmohecieron para siempre en las paredes descascaradas de su dueño. También con un canto, afirma, se ganó a la primera novia. Ocurrió cuando tenía dieciocho años. No hubo matrimonio, pero los padres de la muchacha exigieron formalizar la relación mediante un acta notarial. Zuleta duró tres días ensayando su firma, para no pasar por la vergüenza de que le dijeran que había conseguido mujer sin saber leer ni escribir. El lápiz con el que garabateó su nombre fue el primero que vio en su vida. Zuleta piensa, y lo dice con una sonrisa bandida, que la escuela podrá ser muy buena para hacerse doctor pero no es necesaria para arrimarse a las muchachas. El que quiere besar simplemente busca la boca, y ahí no hay abecedario que valga. Lo único que vale es tener dulce en el pellejo para que las mujeres se vayan pegando como enjambres de mariposas. El que no tiene eso está muerto, así sea dueño de todos los códigos y de todas las biblias. Si naciste mal despachado de miel, las mujeres no se engolosinarán contigo y deberás conformarte con verlas volar a lo lejos, bonitas y sabrosas, pero ajenas. Llegado a este punto, los ojos de Zuleta tienen el desenfreno del glotón que está por fin frente al banquete prometido. Ningún otro tema le produce un estado de gracia similar. Casi podría decirse que, en este momento, la tierra es poca cosa para él. Está levitando en cuerpo y alma. Me está hablando desde arriba. –Las mujeres –suspira, relamiendo cada palabra–. Las mujeres. Cosa linda en la vida. –¿Tuvo muchas?
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–Caramba, mijito, yo tuve de ochenta mujeres para arriba, porque fui travieso. Y si hubiera sido joven en esta época, hubiera tenido muchas más, porque ahora la mujer es más fácil y más silvestre. La mujer de ahora es mango bajito. Zuleta se agarra la barbilla con los dedos índice y pulgar de la mano derecha: –Las mujeres antes escaseaban –dice. Casi enseguida, y sin ninguna transición, el semblante reflexivo da paso a un engreimiento de pavo real. Entonces lleva su desvergüenza hasta el extremo de protestar porque en una situación tan ventajosa como la actual “cualquiera es mujeriego”. –Antes –añade– los únicos mujeriegos éramos los acordeoneros y los choferes. Y con tanto estorbo que ponían los padres de las muchachas era mucho mérito que uno fuera capaz de conquistarlas y llevárselas. En cambio, ahora es más fácil. Yo veo que las mujeres se les meten a los nietos míos en el cuarto y ellos son los que tienen que quitárselas de encima, ¿oyó?, como si estuvieran espantando moscas. –Cuidado lo oyen las mujeres llamándolas “mangos bajitos” y “moscas de espantar”. Lo van a linchar, maestro. –A mí me enseñaron que patada de yegua no mata a caballo. Lo que las mujeres tienen que hacerme es un monumento, porque bastante que las he querido. Yo digo como los viejos de mi pueblo: desde la madre de Jesús para acá, que vivan todas las mujeres. Si no fuera por ellas, ¿qué hombre trabajaría? Ellas son las que nos hacen a nosotros en todo sentido. Que viva la mujer que lo parió a usted y la mujer que me parió a mí. Que vivan las hijas del ministro, las hijas del carpintero y las hijas mías. Todas, todas ellas. Que no se mueran nunca, que Dios no nos haga la maldad de llevárselas. En la región en la que se crio Zuleta es normal que los hombres no tengan reparos de conciencia frente a sus múltiples travesuras amorosas. Muchas mujeres, incluso, ven en el macho aventurero un símbolo de respetabilidad, un animal marrullero que, por haber
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sido jugado en varias plazas, les inspira tanto temor como atracción, y de contera les plantea el reto de ver si son capaces de amansarlo. Domarlo no significa, desde luego, ser la única en su vida sino ser la principal, el puerto de partida y de llegada, la que puede dormir con él toda la noche sin que la llamen vagabunda, y luego echar el cuento de que ahí, en su cama, es donde él amanece todos los días. Ni las de la casa ni las de afuera se consideran las víctimas de un destino miserable. Ninguna piensa que está recibiendo migajas. Cada una se cree poseedora de la mejor parte del surtido, pero en el fondo saben que alcanza para todas. Por eso lo comparten sin problemas. Por eso, hasta se dan el lujo de utilizar al marido común como mensajero para intercambiar sus especialidades culinarias. Como además tienen un sentido primario del clan, preservan, por encima de todo, la unión de la familia: los hijos que le nacen a la una son hermanos de los que le nacen a la otra y a la de más allá, y esa ligazón de sangre no merece que nadie la arruine por algo tan mezquino como los celos. Los hombres, por su parte, escuchan desde pequeños un verbo que en los diccionarios resultaría pérfido pero que los mayores conjugan sin sonrojarse, ya que ni a las mujeres mismas les parece ominoso: el verbo mujerear. A Sara Baquero, una matrona inconfundible de la región, no le preocupaba en lo más mínimo que Emiliano hiciera versos. Por el contrario, insistía en que la vena poética del muchacho era herencia de ella. El problema era que los cantos estuvieran apareados con el acordeón, un instrumento que, según ella, volvía irresponsables a los hombres. Sin embargo, la vieja Sara tuvo claro desde el principio que esa causa estaba perdida, porque si su hijo cantó antes de hablar; si fue capaz de componer y de aprenderse largas canciones en décimas sin saber leer ni escribir; si se convirtió en un diablo del acordeón, desafiando el duro carácter de su tío Francisco, entonces no habría poder humano ni divino que lo apartara de la música.
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Que Emiliano fuera mujeriego tampoco le quitaba el sueño a Sara Baquero. Lo máximo que podía hacer era aconsejarles a las mujeres que amarraran a sus hijas, que por las calles andaba suelto un gallo de casta. Además, si se miraban las cosas al derecho, Mile no era más que el típico hijo de tigre que salía pintado, ya que el sinvergüenza de su padre sólo estuvo con ella a la hora de engendrarlo, y después de eso no se dejó ver ni el visaje. Con semejantes antecedentes, era natural que Emiliano no se ajuiciara. Por los días en que se puso a convivir con su primera mujer, empezó su reconocimiento. Era un reconocimiento que le pertenecía más a los cantos que a él mismo. Las personas que tarareaban sus versos en aquellos pueblos y veredas no lo habían visto a él ni en pintura. No sabían cómo era su rostro ni les interesaba. Pero reconocían en sus coplas el mejor correo posible, porque no les informaba sobre lo urgente –nada era urgente– sino sobre lo importante. Por eso las acogían aunque llegaran retrasadas: venían de muy lejos y conservaban el aroma de los montes. Quienquiera que fuera su autor les estaba regalando ricas historias, contadas a la manera de las buenas crónicas periodísticas: historias completas, redondas, en las que había burla, deliciosos arcaísmos, apuntes sobre la suerte de las cosechas, regaños para bajarle los humos a algún aparecido, guiños a una mujer amada que hoy se llamaba Manuela y mañana María. Conforme a la tradición, sus versos parecían destinados tan sólo a los compañeros de parranda y de labranza. Pero tenían tanta gracia melódica, tanta vitalidad narrativa que, a pesar de que no habían sido grabados aún, se extendieron de boca en boca, de manera espontánea, por toda la Costa Caribe colombiana. En las trochas malsanas de la región se desnucaban las bestias, se extraviaban los caminantes y los versos seguían su marcha a lomo del viento, porque fueron hechos por uno de esos juglares auténticos que no necesitan fijar su voz en el papel para protegerla del olvido. Un juglar que no se dejó extinguir durante el tiempo en que permaneció a la zaga de su propio canto.
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–Si me hubiera tocado pagar para cantar –dice Zuleta– lo hubiera hecho sin problemas. Zuleta refiere sus historias de manera lenta y lineal. Las satura de detalles para alargarlas y regodearse con ellas. Y no permite que lo desprendan de la palabra. Si lo interrumpen o le formulan una pregunta que maliciosamente pretenda precipitar el final, escupe fuego por los ojos en dirección al insolente y retoma el hilo del relato en el mismo punto en que trataron de arrebatárselo. Así hasta que termina de saborear la golosina de su propio verbo. Lo que más le gusta son las anécdotas, que en su boca fluyen copiosas y continuas, como un aluvión. Justo en este momento, Zuleta esboza una sonrisa bribona. Acaba de recordar una de las muchas historias divertidas que protagonizó durante sus correrías como trovador celebrado y anónimo. Sucedió a mediados de 1949, en un caserío conocido con el nombre de Hatico de los Indios, donde lo contrataron para que amenizara una fiesta de matrimonio. Para el joven esposo fue un honor decirles a los presentes que ese que estaba ahí con su acordeón era nada más y nada menos que Emiliano Zuleta Baquero, viejo conocido suyo, sí, señor, el compositor de “La gota fría”, una pieza que ya gozaba de prestigio en toda la comarca. El muchacho, sin embargo, no se quedó en el amplio patio para acompañar la rumba que había inaugurado: sus afiebradas glándulas de marido novicio lo arrearon antes de tiempo hacia una habitación del segundo piso donde lo esperaba la novia. En su condición de animador de la fiesta, Zuleta era el menos indicado para preocuparse por la suerte de los casados en su estreno. Pero, como buen chismoso, era el que estaba más pendiente. Incluso, cuando el muchacho se retiraba hacia la alcoba, le deseó suerte con un guiño cómplice de su ojo izquierdo. No habían pasado ni dos horas cuando el novio bajó del segundo piso, despeinado y desencajado. Parecía venir de un velorio y no de un
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festín exquisito. Ubicado en un sitio estratégico en el que no era percibido por los invitados a la parranda, el joven aprovechó una pausa del conjunto musical y llamó a Emiliano Zuleta con una seña de la mano. Este acudió enseguida, diligente, descarado, como si llevara años esperando ese momento. Como si la demora lo perjudicara a él y no al otro. –Hombre, señor Emiliano –dijo el muchacho–, me está sucediendo un problemita y de pronto usted me puede ayudar. –Usted dirá –respondió Zuleta con un tono displicente, para disimular que lo mataba la curiosidad. –Es que llevo un buen rato encerrado en el cuarto y no he podido hacerle nada a la mujer. –¿Cómo así? –Yo más bien ya tengo pena con ella, porque no he podido pasar del jugueteo ese del principio. Como hombre ducho y avispado, Zuleta supo en el acto qué era lo que ocurría: el muchacho no estaba preparado todavía para alcanzar el fruto principal y por eso se aburrió del paraíso, aunque nadie lo hubiera expulsado. Para confirmar su sospecha, el maestro no tuvo mejor idea que emboscar a su agitado interlocutor con una pregunta maligna. –Bueno, pero dígame una cosa: ¿usted alguna vez que no fuera hoy había probado mujer? El joven no estaba para dárselas de héroe sino para resolver un problema que consideraba gravísimo. Intuía que la efectividad del consejo que solicitaba dependía de que fuera sincero. Por eso respondió, humilde, sin pensarlo dos veces: –No, señor Emiliano. Esta es la primera. –Ah, caramba –se pavoneó Zuleta, como si fuera el oráculo divino que le salvaría la vida al otro–. Ya yo sé qué es lo que pasa. –¡Yo sabía que usted me iba a ayudar, señor Emiliano! ¡Yo sabía! –Mire: lo que pasa es que las mujeres tienen dos tiempos. Está
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el tiempo en que son señoritas y está el tiempo en que son señoras. Cuando son señoras eso es facilito, porque ya lo que había que vencer está vencido. Pero cuando son señoritas es más difícil: hay que conocer la técnica. Lo que usted me dice, deja dicho que usted no la conoce. –¿Y qué es lo que tengo que hacer? –Cálmese. Tómese un vaso de agua. Y no se desespere, que la desesperación no es buena para estas cosas. Ya verá que si se tranquiliza le va a ir bien. Zuleta le dio una palmada alentadora en el hombro y le anunció que volvería al patio para seguir animando la fiesta con su acordeón. Tenía cara de haber cumplido con su deber. Pero entonces ocurrió lo inesperado: el muchacho no se dio por satisfecho, sino que le dijo a Zuleta que necesitaba “un último favor”. –¿Cuál sería? –Vea, señor Emiliano, usted que es un hombre veterano, ¿por qué no me hace el favor de estar con mi mujer? Parte del morbo con el que Zuleta había seguido el desenlace de la velada nupcial se debía a que la recién casada era una hembrota de carnes prietas y caminaba con un bamboleo perturbador en las caderas, esas caderas que les producían a los hombres que las miraban, cuando las sabían ajenas para siempre, físicas ganas de morirse. Zuleta no iba, pues, a rechazar la oferta que acababa de recibir, por escrúpulos que no le pertenecían. Ahora bien: tampoco podía mostrar su interés de manera tan rápida, porque eso sería una descortesía innecesaria con el marido. Para tomarse su tiempo, lo que hizo fue expresar el temor de que la mujer no aceptara y entonces él quedara en ridículo después de haber subido hasta la habitación. El muchacho insistió en que ese no sería ningún problema. –Ah, bueno –dijo por fin Zuleta, condescendiente–: la verdad es que yo nunca en mi vida he hecho un favorcito de esos que usted me pide. ¡Pero me sentiría muy mal si le digo que no!
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*** –Sigamos hablando de mujeres –propone el viejo Mile, socarrón. –¿Qué más va a decir sobre ellas? –No sé. Me gustaría hablarle de las mañitas que uno emplea para conseguirlas. La periodista Griselda Gómez, quien hoy me acompaña, me mira sonriente, como si el de la gracia fuera yo. Luego mira al viejo, que evidentemente quiere impresionarla a ella y no a mí. A continuación, Zuleta advierte que frente a una mujer difícil no hay mejor arma que apartarse por un tiempo del camino. La indiferencia, según él, le desbarata el orgullo y la lleva a buscar con la cabeza gacha al tipo. En ese momento, como ya no está en una posición ventajosa, “es posible que dé lo que antes había negado”. Con las dos manos en el vientre, muriéndose de la risa, Griselda Gómez trata de decir algo que no se le entiende. Pasada la histeria, le recuerda a Zuleta que no todas las mujeres caen en la trampa del hombre que se retira. Algunas, incluso, hasta respiran aliviadas cuando eso sucede. Como si llevara siglos con la respuesta preparada, Zuleta dice entonces, con la malicia de siempre, que en ese caso el hombre tampoco pierde, porque se quita de encima la mortificación de una mujer que no nació para él. Griselda le pregunta al viejo que si acaso una mujer que no se acuesta con él es una mortificación. Se nota que disfruta tirando al viejo de la lengua. Zuleta le responde en el acto que la mujer que dice que no desde el principio merece todo su respeto. La que lo saca de quicio es la otra: la que muestra para atraer y luego esconde para matar. La que pinta la cama al comienzo y la borra después con una patada. La que toca y se deja tocar, pero sale corriendo cuando siente que la mano del hombre se pone seria. Ana Olivella, que está en el lavadero fregando la ropa, voltea sonriente para donde estamos nosotros. Parece más interesada en la
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risotada fácil de Griselda que en el apunte de su marido. Justo en ese momento descubre que la estoy mirando, y entonces gira el cuerpo y vuelve a concentrarse en su oficio. El maestro aclara que, de todos modos, para que la mujer difícil busque al hombre cuando este se le pierde de vista, se necesita que el hombre le haya caído en gracia desde el primer momento. Que la haya hecho reír, por ejemplo. O que le haya enseñado que no todo lo que parece verde es verde. O que le haya hecho pensar cosas que antes no había pensado. Muchas veces, añade, el problema se debe a que el hombre halaga a la mujer más de la cuenta, y entonces ella piensa que, como es perfecta, no necesita a un tipo sino a Dios. Animado por la euforia que ha desatado su apunte, el viejo Mile se pone de pie, y desde esta nueva posición, sintiéndose ya el dueño absoluto de la reunión y del universo, enuncia el mandamiento central de su decálogo de perro faldero: –Por muy difícil que sea la mujer –sentencia–, el hombre es el único dueño de esa cosa que a ella tanto le gusta. Zuleta cree –y lo expresa guiñándome un ojo– que por cada mujer que un hombre no consigue hay dos esperando más adelante. –La que no está para mí, está para otro tipo. Y eso es lo que se necesita, ¿oyó?, para que todos seamos felices. Mujeres y hombres siempre se acotejan porque son como la caja y la tapa. Ellas ponen la cerradura y nosotros ponemos la llave. Así, ¿quién no se acomoda? Y entonces, como para comprobar que, en efecto, ha sido un sinvergüenza temible, esgrime su prontuario: –Antes de casarme con la señora Carmen Díaz, yo tuve dos hijos. Mi hijo mayor se llama Cristóbal y debe andar por los sesenta y seis años. El segundo lo tuve con una mujer de Urumita. Se llama Teobaldo pero le dicen el Beato. Yo he tenido hijos como con seis mujeres. En La Jagua dejé un hijo. En Villanueva, otro. Tuve ocho con Carmen y uno con Mirce. De pronto no tengo las cuentas bien claras: usted sabe que en el tiempo de antes uno a veces ni se ente-
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raba. Menos mal que uno no embaraza a todas las mujeres con las que se tropieza. Zuleta ha vuelto a sentarse en la hamaca. Ahora habla de un caserío de la Guajira llamado El Monte de la Rosa, donde vivió un tiempo. Allí, según él, hay dos clases de mujeres: las que lo odian y las que lo aman. Unas y otras se parecen en que no pueden vivir sin mencionarlo, como lo sugiere en una de sus mejores canciones: En El Monte de la Rosa las mujeres bien temprano se van a enjuagar la boca con el nombre de Emiliano De repente, Ana Olivella pasa frente a nosotros con un platón lleno de ropa. Cuando Mile la ve, la señala con el dedo y dice que ella fue una de las víctimas del método de la indiferencia. La mujer sonríe. Casi podría decirse que interpreta las palabras de su marido como un piropo. Sin embargo, fiel a su costumbre de escabullirse, sigue de largo hacia la sala y no escucha el resto de la historia. Cuenta Zuleta que cuando quedó viudo de Mirce Molina empezó a montarle la cacería a Ana Olivella, no para sumarla a su lista de aventuras sino para organizarse con ella seriamente. El tiempo pasaba y Zuleta no veía que se concretara ninguna de las promesas que la mujer le enviaba con sus miradas. Cansado, dejó de frecuentarla y hasta pensó en marcharse de Villanueva. No había pasado ni una semana cuando una hermana y una prima de Ana fueron a buscarlo, para averiguar por qué no había vuelto a visitarlas. Que si acaso en la casa de ellas le habían echado agua caliente, le preguntaron. Zuleta captó el mensaje y el relato termina en esta casa de Valledupar, donde hoy sigue junto a Ana, después de diecinueve años de convivencia. –Ay, carajo –dice de pronto el maestro–. Se me estaban olvidando
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los tres hijos que tengo con Ana. También me faltó un muchachito que tuve con una hembra de El Piñal. El viejo Mile nos advierte que a cada mujer que ha tenido, así sea de paso, le ha dedicado por lo menos una canción. Él tiene que vivir para poder cantar, explica, pues no cree en esos compositores que hacen en versos lo que nadie les ve hacer en la vida real. –Yo no podría emocionarme cantando embustes –concluye, tajante. La canción que le costó más trabajo, nos informa, fue “El milagro”, inspirada en la aventura que vivió en secreto con una de sus ahijadas, una mujer que parecía incapaz de matar una mosca y al final le jugó sucio. Zuleta añade que la deslealtad no lo sorprendió en absoluto, porque él ya estaba entrado en años y la muchacha tenía un fuego que no se apagaba con cualquier lloviznita. –Uno tiene que ser realista –agrega–. Después de cierta edad, uno ya no puede con una muchacha de esas. Ahí lo mejor es que uno calme la bestia. Acostumbrado a hacer canciones con cuanta cosa le sucedía, Zuleta no sabía cómo contar esta historia. Por un lado, necesitaba denunciar a la traidora. Pero, por el otro, temía quedar al descubierto como un hombre sin escrúpulos, capaz de acostarse con sus ahijadas. –Mencionar a la muchacha con el nombre verdadero –señala– hubiera sido un irrespeto con mi comadre, y yo siempre he sido un hombre respetuoso. En esta oportunidad, el viejo no se suma a nuestras carcajadas. Quien lo vea y no lo conozca difícilmente percibiría la chispa de picardía que titila en el fondo de su gravedad teatral. El problema –explica, todavía serio– se solucionó de manera simple: diciendo el nombre del milagro pero ocultando el del santo. Sin que nadie se lo solicite, tararea una estrofa de la canción que se derivó de ese episodio:
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Le comuniqué a un amigo lo que le pasó a Emiliano pero yo tengo un motivo para quedarme callado por eso digo el milagro pero el santo no lo digo Zuleta revela que una de las mujeres más importantes de su vida fue la Pula Muegues, a quien se refiere con un adjetivo rudo: bellacona. La vieja Sara la detestaba y recurría a los brujos de la provincia para suplicarles el favor de alejarla para siempre del corazón de su hijo. Mile, siempre atento a los designios de su madre, quería complacerla pero no podía: los bebedizos de cebolla en rama con leche de vaca recién parida lo hundían cada vez más en las polleras de la Pula. Un día, la Pula Muegues amaneció con un par de úlceras en las corvas. No hubo remedio al que no apelara. Se untó Quítame este mal y Sácame de esta desgracia. Bebió consomé de torcaza preparado por una mujer señorita. Rezó el rosario de madrugada, con el Cristo al revés. Pero las llagas siguieron progresando, hasta postrarla en una cama de lienzo. A esas alturas, Mile había decidido llevársela a Jerónimo Montaño y al Indio Manuel María, los dos brujos más afamados de la región. Justo entonces ocurrió un suceso que alteró sus planes: llegó a Urumita, Guajira, un circo de pueblo, cuyo propietario, según los rumores, “era casi Dios”. Se llamaba Cocoliche y usaba una boa enrollada en el cuello. La avidez de Zuleta por el diagnóstico de Cocoliche desapareció más temprano que tarde: en cuanto apareció en el recinto una mujer de pelo negro y ojos almendrados, que portaba un tarro humeante con aroma de eucalipto. Venía vestida con una túnica de cañamazo y traía unas sandalias de cordobán. Tras cruzar dos miradas con ella, Zuleta comprendió que el romance no iba a necesitar de mayores
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preámbulos porque ya estaba madurito. Era, concluyó en el instante, una mujer que le habían guardado: no más tenía que reclamarla. Aprovechando una ausencia momentánea de Cocoliche, Mile se abalanzó sobre su presa sin emitir ni un monosílabo. Guiado por el instinto, tomó su mata de cabello entre las manos y, al colocársela en el rostro, sintió que se desbarrancaba por un abismo sin fondo que olía a limones tiernos. Allí estuvo retozando durante un tiempo que aún hoy no es capaz de medir. Descarado, irresponsable. Más como un polluelo desprotegido que como el gallo de casta que dice ser. Con el cabello de la mujer improvisó un cobertizo seguro, adonde no llegaban ni las dolencias de la Pula Muegues ni los maleficios de la vieja Sara. Estando allí no valía la pena preocuparse por la posibilidad de que Cocoliche fuera el padre o el marido de la mujer, y apareciera de repente con un machete dispuesto a dañarle el momento. Todavía hoy Zuleta no sabe si Cocoliche vio o no vio, ni le importa. Lo cierto es que, cuando el hombre regresó, Zuleta no le consultó nada más sino que le pidió empleo. De modo que los siguientes dos meses de su vida transcurrieron bajo la mugrosa carpa del circo, hoy en Uribia y mañana en San Juan, desenamorado en un lado y enamorado en el otro, ajeno por completo a la suerte que hubiese corrido la Pula Muegues. De la vivencia en el circo –señala Zuleta– también salió una canción, que fue grabada por Colacho Mendoza. Por solicitud mía, entona una estrofa: Dos limones en el suelo yo cogí el que estaba biche voy a hablar con Cocoliche pa’ irme con los maromeros
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El viejo Mile salta de golpe hacia un burro que alquiló no sé dónde, para llevar a la Pula Muegues hacia Sabanas de Manuela, donde vivía Jerónimo Montaño. Lo acompaña Andrés Salas, hermano y compadre suyo, quien viaja a lomo de un caballo barcino. Noto que a pesar de que suele ser meticuloso en los detalles de sus anécdotas no me ha contado ni cómo abandonó a la mujer del circo ni cómo encontró a su compañera después de su larga ausencia. Cuando lo hago caer en la cuenta, me despacha con un cierto desdén, como si el tema que le propongo fuera secundario. Dice simplemente que la Pula había empeorado y que por eso era que se la llevaba al mejor brujo de la región. Lo importante, afirma Zuleta, es que dejó a su mujer en manos de Montaño, quien se comprometió a devolvérsela curada en el término de dos semanas. Él, entre tanto, siguió de largo con su hermano Andrés hacia Guayacanal para asesorarse con el otro gran gurú de la Provincia, el Indio Manuel María. El hecho, me recuerda Zuleta, está recreado en una canción suya: Ay, el Indio Manuel María que vive en Guayacanal ese sí sabe curar con plantas desconocidas Ay, cómo se dejan quitar los médicos su clientela de un indio que está en la sierra y cura con vegetal Zuleta interrumpe su relato sobre la Pula Muegues para hablar de Carmen Díaz, a quien considera la mujer más importante de su vida. –Fue la más importante –repite–, pero fue también la que menos me sirvió, porque se gastaba un genio imponente y quería gober-
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narme a toda hora, delante de mis amigos. No nos quedó más remedio que abandonarnos. –Usted le ha hecho a ella por lo menos una docena de canciones. –Sí, claro, y eso a Carmen la acreditó mucho. Imagínese usted: ser la mujer de Emiliano Zuleta. Gracias a mí es que la conocen a ella. Sobre todo, cuando yo digo en una canción: “me siento lo más contento/ porque resolví casarme/ si me caso en otro tiempo/ me vuelvo a casar con Carmen”. Ahí fue cuando ella cogió vuelo y se volvió orgullosa, no quería hablarle a nadie. Ni a mí. Zuleta se conoció con Carmen Díaz en Manaure de la Montaña, un pueblito del Cesar, gracias a un enamorado que ella tenía. Ocurrió en un mes de diciembre. Emiliano estaba parrandeando con unos amigos la noche en que llegó un señor con acento del interior del país a preguntarle cuánto le cobraba por acompañarlo a llevar una serenata. Según el hombre, cuyas ropas percudidas revelaban que venía de una andadura larga, la mujer a la cual pretendía conquistar con la serenata era la más bonita que existía en veinte pueblos a la redonda. Desde el momento en que el tipo le describió a la mujer, Zuleta intuyó que sería él quien terminaría consiguiendo sus favores: –Yo pensé: “Ay, papá Dios: este cliente se está matando solito. ¡Porque si la hembra está buena, me tiene que tocar es a mí!” Una vez más, Zuleta se levanta de su hamaca, como en busca de más espacio para reafirmarse como el héroe de la película, el chacho de las conquistas, un terreno en el que se cree superior al resto de los hombres. La noche de la serenata, Carmen Díaz no se dio por enterada. Fuera por desatención o fuera por su sueño tan profundo, lo cierto es que no se asomó por ninguna de las dos ventanas. La que sí salió para dar las gracias fue Julia Bula, una prima de Carmen que, al parecer, estaba convencida de que el detalle era para ella. Un hombre como Emiliano Zuleta no nació para quedarse con
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intrigas en asuntos de mujeres. Así que esa misma noche, mientras se despedía de sus músicos y del pretendiente frustrado, empezó a urdir el plan que ejecutaría pocas horas después, cuando clareara el día. Volvería a esa casa de frente, sin aspavientos, para decirle a la tal Carmen Díaz que era “la mujer más bonita de veinte pueblos a la redonda”. En este punto, el maestro me dirige una mirada vivaracha y suelta una broma inspirada: –Ajá, para algo que tenía que servir la frase del cachaco. Cuando Zuleta volvió a la casa donde se encontraba Carmen Díaz, eran las diez de la mañana. No necesitó que se la presentaran para conocerla. Estaba sola en la sala, sentada en una mecedora de mimbre, pelando plátanos con un cuchillo basto. Tenía el cabello recogido en un moño de gasa morada, y llevaba un traje cerrado de negro desde los pies hasta el cuello. Más allá de su indumentaria severa, que insinuaba un luto más antiguo que ella misma, la mujer se gastaba una estampa de faraona que invitaba a besarle los pies. “Es una hembraza”, pensó Zuleta. Como siempre que veía a una mujer que le gustaba, Mile quiso arrojarse sobre ella en el acto. Pero no lo hizo, porque percibió en su adusto semblante de doña una amenaza de muerte para quien se pasara de la raya. De modo que se limitó a contemplarla, alelado. Ni siquiera la saludó. Y ella seguía desconchando aquellos plátanos, sin determinarlo. De pronto, a Carmen Díaz se le cayó un plátano. Mile lo recogió del suelo, le sacudió la tierra en su propio pantalón y se lo devolvió. Carmen, a duras penas le dio las gracias, reconcentrada en su faena, ajena por completo al hombre con cara de bobo que tenía enfrente. En ese momento, Julia Bula entró en la sala. Había visto la última parte de la escena y venía carraspeando con ironía. –Anda, prima –gritó como para que la escucharan en el resto del pueblo–, por haber dejado caer el plátano vas a salir en un disco de Emiliano Zuleta.
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A Mile le pareció que la aparición de esta mujer era un regalo del cielo. A todas estas, Carmen Díaz no había vuelto a mirarlo. Carmen le preguntó a su prima que si el Emiliano Zuleta al cual se refería era el que había compuesto “La gota fría”. –¡Ese mismo! –chilló Julia–. ¿Cuántos Emilianos Zuletas compositores hay en La Guajira? Con la turbación de quien todavía no ha comprendido por dónde le entra el agua al coco, Carmen preguntó que por qué motivo Emiliano Zuleta le iba a sacar una canción a ella. –¡Porque pelaste el plátano y lo dejaste caer! –gritó Julia, remarcando con picardía el doble sentido. Entonces a Carmen Díaz se le salió una frase inocente, con la cual apretó el nudo de su propia horca: –¿Y dónde está el Emiliano de mierda ese? Yo siempre lo he querido conocer. De ahí para allá, dice Zuleta, el amorío ya estaba pilado. Por la noche volvió a la casa para ofrecerle una serenata a Carmen. Esta vez –agrega vanidoso– la mujer sí se levantó para agradecer el detalle. Y no sólo eso: salió de la casa y les pidió a los músicos que interpretaran una cuarta canción por su cuenta, para ella bailarla con Emiliano en plena calle. En la mitad de la pieza, Carmen se quitó un anillo de oro y se lo colocó a su parejo en la mano izquierda, un ritual muy frecuente en La Guajira por aquellos tiempos. En este punto, el viejo esboza una de esas risas picaronas que preceden a sus chanzas. –Apenas me vi ese anillo puesto, pensé: carajo, este anillo está bueno para cambiarlo por una caja de whisky. Retorciéndose de la risa, Griselda Gómez exclama: –¡Este viejo es la trampa! A Zuleta le encanta el cumplido. Cuando abre la boca de nuevo es para decir que Carmen Díaz le quitó el anillo al rato de habérselo puesto, porque, avispada que era, debió haber calibrado sus intencio-
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nes. El caso es que a él no le gustó esa actitud, porque consideró que era una injusta señal de desconfianza. –¿Y usted no acaba de decir que pensó en beberse el anillo? –Eso fue algo chusco que se me salió para hacerlos reír a ustedes. Pero yo nunca haría una cosa de esas. A lo máximo que llegué con una mujer fue a pintarle pajaritos en el cielo para que se amañara conmigo. Pero aprovecharme del cariño para sacarle plata o regalos... ¡nunca! Carmen se despidió de Emiliano porque debía regresar a Villanueva, su pueblo natal. Quedaron de verse el 6 de enero, cuando él fuera a la casa de ella para pedir su mano de manera formal. Ese día –le advirtió– le devolvería el anillo. Y sería para siempre. Zuleta no cumplió la cita sino en abril, y además lo hizo por pura casualidad. Cuando regresaba de Guayacanal hacia Sabanas de Manuela, para recoger a la Pula Muegues en la casa de Jerónimo Montaño, tuvo que pasar por Villanueva. –Apenas vi las primeras casas del pueblo, le dije a mi hermano Andrés: mierda, compadre, acabo de recordar que yo tengo una novia aquí. Espéreme un momentico, que voy para allá a ver si esa mujer todavía se considera novia mía. Contrario a lo que temía Emiliano, Carmen Díaz lo recibió con los brazos abiertos. Hasta buscó a los parranderos del pueblo para que lo acompañaran, mientras ella preparaba un sancocho de gallina en el patio. Sólo por la noche, Zuleta se acordó de que había dejado a Andrés Salas esperándolo en el cementerio. Lo mandó buscar, pero el hombre ya se había marchado. –Qué pena con mi compadre –dice el viejo Mile, con un tono de lamentación que ni él mismo se cree. La parranda duró tres días, al cabo de los cuales Emiliano Zuleta comprendió que estaba enamorado y le pidió a Carmen que se fuera a vivir con él. A partir de ese momento, la Pula Muegues fue historia, materia de olvido. Del mismo modo en que su rostro había
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reemplazado un rostro anterior, ahora había una piel fresca donde antes había estado la suya. Ya vendría otra que desplazara a Carmen Díaz en el lecho que ahora disfrutaba. En el fondo, todas ellas son la misma mujer que se renueva en los balcones, protagonistas de una historia escrita en el viento. Una historia que nunca termina, porque siempre habrá otra mujer disponible al otro lado de la ventana. –Estas experiencias –concluye Zuleta– son las que me han hecho cantar. Si no hubiera mujeres en este mundo, téngalo por seguro que yo no hubiera sido compositor. *** No sólo el amor predispuso a Zuleta para el canto. Tan poderoso como esa motivación ha sido el odio. El maestro lo reconoce con una franqueza pasmosa: –Desde chiquito fui rencoroso –dice–, y no sé por qué tuve que haber salido así, si nunca vi ese ejemplo en mamá. Zuleta aclara, sin embargo, que jamás ha dado un paso que pudiera conducirlo del rencor a la venganza, y tampoco ha manejado sus odios de manera desleal, a espaldas de sus enemigos. Lo suyo no es levantarse de la cama preguntándose qué hará durante el día para destruir a un fulano incómodo, sino detestar a secas. Amargarse la vida viéndole la cara al tipo que le cae mal. Pensar lo peor de él. Negarse de manera radical a reconocerle algún mérito, en especial si es en público. –Es que también soy muy envidioso –confiesa sin rubor. Zuleta no concibe que pueda existir un compositor más hábil que él para improvisar, y en esto no se anda con medias tintas: dice que su cabeza es la más inteligente, que sus palabras no tienen pierde, que su lengua es la más picante, que sus melodías son las mejores. Cuando amanece humilde –una situación tan frecuente como un eclipse de Sol– acepta que hay compositores mejores que
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él. Menciona, por ejemplo, a Rafael Escalona, Máximo Movil y Calixto Ochoa. No muchos, en todo caso. La explicación del fenómeno obedecería, según Zuleta, a que quienes aprendieron a escribir derivan de esa circunstancia alguna ventaja para contar historias. Hecha esa pequeña concesión, vuelve por sus fueros con un argumento rotundo: –Si usted se pone a buscar compositores mejores que Emiliano Zuleta, los va a encontrar. ¡Pero el que compuso “La gota fría” fui yo! Donde no concede ni un milímetro es en el Olimpo de la improvisación. No hay nadie como él, repite con la boca llena, a la hora de repentizar. Es él quien le saca más partido a los temas, el más aplaudido por la gente, el que doblega al contendor de tal manera que no le deja más opción que la del retiro. Las cuartetas no le gustan porque, según él, “eso lo canta cualquiera”. Prefiere las décimas –“versos de diez palabras”, las llama él– porque representan un reto superior. El maestro no tiene ningún reato para vociferar que es capaz de contar una historia completa –y además en décima, siempre en décima– sobre un suceso que en apariencia es insignificante. Para demostrarlo, canta la canción que hizo el día que se mandó a lustrar los zapatos en un pueblo ajeno y, a la hora de pagar, descubrió que le habían robado la plata. También se ufana de la métrica de “Con la misma fuerza”, un merengue clásico del vallenato que ha sobrevivido a cuatro generaciones: Dice Zuleta Baquero el hijo de la vieja Sara Me dicen que ya estoy viejo pero no estoy viejo nada yo estoy como una naranja viviendo a sol y sereno recibo los aguaceros
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prendido del mismo ramo y aunque se estremezca el palo nunca arrastro por el suelo Antes de que surgieran las voces andróginas de hoy; antes de la invasión de acordeoneros afectados que no parecen tocar su instrumento con dedos recios sino con una plumita de ganso; antes de que las composiciones se volvieran una mezcla insufrible de novelita rosa con balada –papel higiénico de empleadas domésticas desarraigadas– el vallenato era una música genuina y vigorosa. Nada de melcochas, ni de paños de lágrimas, ni de palabras escogidas de afán en los basureros del diccionario. Se trataba de contar historias. De cantarle a la tierra mojada; al cruce de los novillos por el playón; a la leche espumosa que se apura al pie de la ubre; al compadre resentido por el bautizo aplazado; al sacerdote que pontifica aunque se haya robado los trastos de la parroquia; a la pezuña que deja una huella en forma de corazón; al lucero que es más alto que el hombre; al enamorado que espera hallar a la novia perdida, mediante el recurso cándido de describir sus cejas encontradas; al sol, que es viejísimo pero todavía alumbra; a la hembra que mueve el caderaje para que Dios se sienta engreído; a la víspera de Año Nuevo, estando la noche serena; a la hamaca que es más grande que el Cerro de Maco; al jornalero que apenas tiene una camisa, pero sabe usar la brisa como sombrero. Los trovadores de la región, dueños de un primario sentido de la virilidad y el orgullo, también cantaban para aniquilar a los otros. Tarareaban alto para notificarle al mundo que no estaban dispuestos a permitir más gallos en su gallinero. Así nació la piquería, una expresión folclórica que consiste en enfrentar a dos cantores, para que se destrocen a punta de coplas. Cultor aventajado de esa modalidad fue Emiliano Zuleta. Tanto le gustaba la pugna que la primera enemistad la buscó en su propia casa. El rival fue nada menos que Antonio Salas, uno de sus her-
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manos, quien –crecidito por el efecto de un par de copas– cometió la insolencia de compararse con Emiliano. El tatequieto de Zuleta fue inmediato: Una noche en Villanueva se quiso Toño lucir conmigo pero a veces me imagino que esa es la gente que lo aconseja Díganmele a Toño a Toño mi hermano qué él está muy pollo y yo soy muy gallo La puja entre los dos hermanos duró veinte años, al cabo de los cuales se habían dedicado por lo menos una docena de canciones coléricas. Por cierto, ambos sienten que la cálida relación de la que disfrutan a estas alturas se debe en gran parte a todas las ofensas que se gritaron. –Ni Toño ni yo nos quedamos con nada guardado, y por eso estamos en paz –dice Zuleta. Opina que era mejor antes, cuando los hombres se contramataban con décimas y no con plomo. En seguida, más en serio que en broma, añade que, aunque ya me informó que él y Toño se reconciliaron para siempre, “de todos modos a la gente le quedó claro que el gallo soy yo y el pollo es él”. La discordia con su hermano no fue tan enconada como la que años después mantuvo con Lorenzo Morales, otro juglar valioso de la región. Azuzados por sus seguidores, los dos cultivaron la antipatía a la distancia, sin conocerse siquiera. En su casa de Guacoche, Cesar, alguien le contó a Morales que Emiliano andaba diciendo que era mejor que él. Zuleta, por su parte, escuchaba con frecuencia, en su casa de El Plan, que el rey del acordeón y de los versos era Lorenzo
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Morales. En ese correveidile, ambos se fueron llenando de razones para desplumarse cuando se encontraran. Zuleta y Morales pasaron nueve años detestándose por correspondencia, lanzando coplas envenenadas en el buzón del viento para que el monstruo del odio común, que ambos necesitaban, no fuera a resecarse por el abandono. Cada agresión los lastimaba y los redimía. A ellos y a sus corifeos. Y, de paso, iba levantando un reguero de polvos y colores en los senderos. Documentando el recuerdo. Haciendo la vida llevadera mientras llegaba la hora inevitable de cruzarse en alguna vereda neutral, para desenterrarse las espinas y definir, de una vez por todas, quién era el mandamás de la rima y el acordeón. Aunque ambos eran tajantes en cuanto a que no se prestarían para un enfrentamiento en el terreno del contrario, la oportunidad de matarse las pulgas se presentó en Guacoche, sede de Morales, de la manera más inesperada. Zuleta había salido de El Plan hacia Bosconia para realizar una diligencia personal. Cuando pasaba por Guacoche, vio una parranda que le llamó la atención y se arrimó a curiosear. En el centro de la ronda estaba un hombrecito menudo, que parecía un colgandejo ridículo de su propio sombrero. Tenía los garbos de un monarca que cree que no hay más ley que la suya, y tocaba el son de monte con una solvencia ofensiva, moviéndose de un lado para el otro con una cierta vanidad, como si estuviera convencido de que, además de buen acordeonero, era un tipo bonito. Zuleta pensó en el acto que ese hombre estaba muy chiquito y muy mohoso para que anduviera con tantas ínfulas. Luchando contra la primera impresión que tuvo –la de que el tipo “tocaba hasta bien”–, estuvo a punto de decirle a uno de sus vecinos ocasionales que lo único que le servía a aquel hombre que gobernaba la parranda era su acordeón. En vez de ese comentario bilioso, lo que se le salió fue una pregunta mansa: –¿Quién es el que toca el acordeón?
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El vecino lo ignoró. Siguió mirando al hombrecito del centro, con la cara idiotizada por la veneración. A Zuleta le cayó el detalle como una patada en el hígado. Ya era demasiado: primero, tener que soportar que un enano fuera dueño del acordeón más bonito que él había visto en su vida. Después, descubrir que no lo tocaba mal. Y ahora, saber que sus paisanos no lo estaban escuchando sino adorando. Y, para colmo de males, sentir que él, Emiliano Zuleta Baquero, era uno más de la comparsa. Cuando Zuleta repitió la pregunta, ya presentía lo peor: –¿Quién es el tipo del acordeón? La respuesta que recibió no solo confirmó sus sospechas sino que, además, tuvo una carga de atrocidad con la que él no había contado. –Ese es Lorenzo Morales –le dijo el vecino, todavía sin mirarlo–. Lorenzo Morales, el papá de Emiliano Zuleta. Golpeado en su orgullo, Zuleta le preguntó a su interlocutor que si acaso él conocía a Emiliano Zuleta para que estuviera tan seguro de que no era buen acordeonero. La respuesta, esta vez, fue más insolente. –A ese Zuleta no lo conocen sino en el pueblo de él –dijo el inamistoso vecino, que seguía mirando los malabares del dueño de la parranda–. El chacho es Moralito. Zuleta se quedó petrificado. De repente, el entorno se convirtió en un mapa de manchas, una cara borrosa por aquí, una expresión de alegría por allá. Y en el centro, presidiendo el horror, Lorenzo Morales con sus notas de pesadilla. Por un momento, Zuleta se vio a sí mismo como la única criatura que estaba al margen del carrusel, que giraba y giraba ante sus ojos enfermos. Se sintió como un bicho minúsculo en medio de engendros enormes que zarandeaban su honor a placer, sin percatarse siquiera de su presencia. Eran los colmillos del desprecio, que apenas ahora se le revelaban y que lo dejaban sin reacción. En ese trance no duró mucho tiempo, porque al fin y al cabo –me
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dice ahora– un hombre como él siempre encuentra la manera de aclararse entre el oscuro. Para asegurarse de que esta vez su interlocutor no le fuera a responder sin mirarlo, Zuleta le habló mientras le daba una palmada brusca sobre el hombro. –Oiga –le dijo–. Yo también toco acordeón. El hombre le prestó atención por fin. Pero su mirada fue hostil. Lo reparó de pies a cabeza con el gesto de quien muerde un limón demasiado ácido, y volvió a concentrarse en la faena de Morales. Zuleta repitió el procedimiento: la palmada áspera sobre el hombro y la información de que él también era acordeonero. Entonces el vecino le prometió que le conseguiría un acordeón para que se metiera en la ronda y participara en la parranda, siempre y cuando le jurara que no lo haría quedar mal. –Yo lo hago quedar bien –contestó Zuleta. Cuando acabó la canción, el hombre se dirigió a Morales. –Oye, Lorenzo: aquí está un tipo con la cantaleta de que quiere tocar tu acordeón. Préstaselo un momentico, para que se le quite la idea. Zuleta considera que lo más humillante de la escena fue la amabilidad de Lorenzo Morales. No entendió cómo un hombre con un acordeón tan bonito sobre el pecho se desprendió de él de buenas a primeras para entregárselo al primer desconocido que dijo querer tocarlo. A menos que estuviera muy seguro de sí mismo y pensara que el otro era un pintado en la pared, añade después con aire reflexivo. Mientras le pasaba el instrumento, Morales lo miró por primera vez en su vida. No había arrogancia en sus ojos, sino una especie de humildad que a Zuleta, de todos modos, le resultó insoportable. –Yo me tercié el acordeón al pecho y toqué una puya –recuerda el maestro–. La toqué tan bien que alguien destapó una botella nueva de ron y me ofreció a mí el primer trago. Zuleta me explica que en aquel tiempo había un código de honor que determinaba que, al abrir una botella de ron, los tragos se
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repartían de acuerdo con la importancia de los bebedores: el primero le correspondía al acordeonero. Si había más de uno, se empezaba por el que tuviera mayor reconocimiento y de ahí en adelante se iba descendiendo. Después seguían, en estricto orden jerárquico, el tamborero, el guacharaquero, el resto de los músicos y el público. A Morales le sentó mal que le hubieran ofrecido aquel primer trago a un advenedizo. En cambio, Zuleta, emocionado por los halagos de la gente, pidió dos copas más y se las bebió de un tirón. Y a continuación, se dispuso a tocar una nueva pieza. Entonces Morales, botando fuego por los ojos que minutos antes parecían tranquilos, le arrebató el instrumento con un zarpazo feroz. –Traiga acá mi acordeón –fue lo único que dijo. Pero Zuleta, aun sin el acordeón, no quedó inerme: todavía le quedaba su lengua afilada. –Oiga –le dijo a Morales, con ironía–: usted me prestó y me quitó el acordeón, y no me ha preguntado ni el nombre. Morales intentó desentenderse del intruso. Abrió su acordeón, amagando con tocar una nueva canción para taparle la boca. Pero Zuleta no le dio respiro. –Yo me llamo Emiliano Zuleta Baquero. ¿Ese nombre no le dice nada? Después, los dos bandos echaron el cuento de aquel primer encuentro según sus conveniencias. Morales dijo que le había dado una lección a Zuleta. Zuleta dijo que Morales tembló de susto cuando lo reconoció. Los seguidores del primero afirmaron que Zuleta era tan desganado que ni siquiera cargaba un acordeón propio. Los seguidores del segundo advirtieron que Morales se corrió como los gallos bastos. Unos y otros coincidían en que había que propiciar un cita definitiva, para saber de una vez por todas quién era el mejor. Pasaron muchos años, sin embargo, antes de que Zuleta y Morales volvieran a verse las caras. Según Zuleta, porque Morales estaba muerto de miedo. Y según Morales, porque Zuleta lo esquivaba. Lo
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cierto es que, desde sus distanciadas trincheras, siguieron disparándose con versos. Ambos perdieron la cuenta de las canciones que se dedicaron en aquellos años de ofuscación. Muchas de esas canciones, a propósito, son de una calidad lamentable. Que a estas alturas los dos hayan conseguido olvidarlas es un argumento a favor de quienes creen que el diablo es más sabio por viejo que por diablo. Zuleta me informa que antes del tropezón que motivó su canción más conocida hubo una cita que no se pudo concretar, porque Morales le dañó un pito a su acordeón para justificar su cobardía. Zuleta creía que el segundo encuentro, si acaso se producía, sería obra de la casualidad, pero se equivocó de cabo a rabo. Emiliano estaba parrandeando en Urumita cuando le llegó el rumor de que en la plaza del pueblo había un hombre rabioso preguntando por él. Zuleta pensó que podría tratarse de algún enamorado resentido por una hembra que perdió. Jamás habría imaginado que quien lo buscaba era Lorenzo Morales en persona. Al rato de haberse marchado el hombre que le llevó el rumor, llegó Morales. –Venía –cuenta Zuleta– con una gavilla detrás, porque no hubiera tenido el valor de enfrentarme estando solo. –¿Y estaba rabioso de verdad? –Yo creo que era puro teatro. Se notaba a leguas que traía un repertorio preparado y por eso se sentía valiente. A mí no me van a salir con el cuento de que Lorenzo había venido a improvisar conmigo. Zuleta señala que, en principio, sus amigos se opusieron al enfrentamiento, porque él estaba borracho y no había dormido en dos días, y en cambio Lorenzo Morales se encontraba en sus cabales. Sin embargo, añade, él no iba a desperdiciar la oportunidad que había buscado durante tanto tiempo. Emiliano tocó primero y lo hizo con una torpeza bochornosa, que él atribuye a su borrachera. Lorenzo se dispuso a aprovechar su
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turno con la cara de felicidad del que se va a comer una mogolla. No contaba con que en la cuerda contraria había gente tramposa, decidida a sabotearle la presentación. –Esto no puede continuar –planteó uno de los seguidores de Zuleta–. Emiliano está muy borracho y hay que acostarlo para que se recupere. Vamos a continuar la piquería a las cinco de la madrugada. Zuleta reconoce que dejar a Morales solo, como un cualquiera, no fue precisamente una muestra de buena educación. Pero no se arrepiente, porque sabe que era el único camino que le quedaba para no darle a Morales el gusto de decir que le había ganado. En su favor, alega que enfrentar al otro sin haber dormido no iba a servir, de todos modos, para definir quién era el mejor. La verdad se sabría cuando ambos estuvieran en igualdad de condiciones. O los dos borrachos o los dos buenos y sanos. –Además –dice el maestro con un guiño burlón–, mis amigos desagraviaron a Lorenzo. Porque mientras yo dormía, ellos lo contrataron para que siguiera animando la parranda. Que no se le olvide que por cuenta de mis amigos se ganó cincuenta centavos. Zuleta calcula que habían pasado dos horas cuando despertó y escuchó el acordeón de Lorenzo Morales. Entonces se levantó de la cama, volvió a la reunión y planteó reanudar la contienda. Esta vez fue Morales el del desplante: dijo que le dolía la cabeza, que él también tenía derecho a dormir, que el reto que valía era el primero, no el segundo. Y que sólo aceptaría el desafío a las cinco de la madrugada, después de que hubiera descansado. De modo que los papeles se invirtieron: Zuleta se quedó en la parranda en la que había estado Morales, y Morales se fue a dormir en la cama en la que había dormido Zuleta. El cuento se alargaba –y aún se alarga– de manera perniciosa, lo que confirma que, en el fondo, fue más una guerra de compadres que de enemigos. Parecidos, casi idénticos en el carácter y en el talento, los dos se sentían a gusto en una reyerta que no era más que polvorín para la platea, alharaca
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para mantener vivo el odio sin necesidad de matarse, mientras se presentaba la ocasión de darse por fin el abrazo que ambos querían sin saberlo. Así las cosas, no fue raro que a las cinco y quince de la madrugada, cuando dos de los parranderos fueron a buscar a Morales, encontraran la cama vacía. Zuleta asegura que, apenas se enteró de lo que había sucedido, se le ocurrieron dos de los versos de su canción: Te fuiste de mañanita sería de la misma rabia Tal como la primera vez, cada uno cantó y contó el cuento a su manera. Morales dijo que Emiliano era tramposo y embustero. Zuleta le llamó cobarde al derecho y al revés. Y así, el círculo vicioso volvía al mismo punto: las coplas desde lejos, la ojeriza que no mata ni engorda. Lo único novedoso, en esta ocasión, fue que Morales apeló al color de la piel para lastimar: le dijo a Zuleta que era un blanco descolorido. Y además lo llamó hijo de puta. Fue en ese momento cuando Emiliano Zuleta se sentó a hilvanar los versos de “La gota fría”, que le salieron de chorro. Morales mienta mi mama solamente pa’ ofender para que también se ofenda ahora le miento la de él El título de la canción, explica Zuleta, se debe a una historia que le escuchó a un ex presidiario. El hombre había estado recluido en Tunja, Boyacá, dentro de un calabozo que en el piso era caliente y por el techo filtraba una gota helada, interminable, que no mataba de pulmonía sino de tristeza. El cuento del ex convicto causó revuelo en
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La Guajira, me informa el maestro. El que recibía un castigo o le iba mal en alguna siembra o perdía una pelea, era rematado con esa frase lapidaria: le cayó la gota fría. Qué criterio, qué criterio va a tener, un negro yumeca como Lorenzo Morales Qué criterio va a tener si nació en los cardonales. Zuleta pronuncia ahora un lugar común: la canción fue el comienzo del fin. Después de haberse gritado “pálido” y “negro yumeca”, “embustero” y “más embustero es él”, “hijo de puta” y “yo también le miento la de él”, “cobarde” y “más cobarde serás tú”, los dos se habían quedado sin agravios. Así fuera por física sustracción de materia, no les quedaba más remedio que hacer las paces. El que tomó la iniciativa fue Zuleta, un día que se encontró a Morales en la plaza de Urumita. Ninguno de los dos se había bebido un trago de licor, por lo que el acercamiento –presume Zuleta– no fue una simple zalamería de borrachos. Ese día se pusieron a ver que los únicos que ganaban con su discordia eran los chismosos que no saben vivir sin sembrar cizaña. Gente que nació para ser bulto, compañía de ocasión, y que no le daba por las rodillas a ninguno de ellos dos. Pienso –y se lo digo al maestro– que como no pudieron matarse, como Morales no se lo llevó a él ni él se llevó a Morales ni se acabó la vaina, optaron por el recurso fácil de declararse empatados en un estadio superior, desde el cual pudieran vivir su delirio sin estorbos, por encima de los demás mortales. Zuleta me responde que la admiración y el cariño que le profesa a Morales son sinceros. Que lo que pasa es que ambos son muy envidiosos –“competentes pero envidiosos”–, y por eso tardaron mucho tiempo en descubrir que nacieron para quererse. Además, me informa que Lorenzo lo puso
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de padrino de uno de sus hijos, que conversan por teléfono casi todos los días –“cuando yo no lo llamo, me llama él a mí”– y que en la casa de Morales no se prepara ningún plato especial al cual no lo inviten a él. –Él está más enfermo que yo y, sin embargo, viaja especialmente para verme, como si pensara que me voy a morir primero que él. Y siempre se presenta con una ollita de sancocho. Nomás le falta que me ponga un babero y me la dé, cuchara por cuchara. Zuleta carga con su compadre adonde quiera que lo invitan a dar un concierto, porque estima apenas justo dejarlo participar de las ganancias que ayudó a forjar. Sabe que sin él su canto habría quedado inconcluso. Sabe que el odio paciente y disciplinado de Morales fue la mejor arcilla posible, porque le permitió pegotear sus versos de mil maneras, hasta que le salió una obra maestra. Sabe que los dos están condenados a perpetuarse juntos. Hace poco, a Zuleta se le ocurrió que apostaran un dinero, a ver quién se moría primero. Morales consideró que la apuesta era una tontería, porque de todos modos el perdedor se iría de este mundo sin pagarla. Y propuso, más bien, hacer un pacto de sangre: cuando uno de los dos se muera, el otro deja de tocar el acordeón para siempre. A Zuleta le sigue sonando la idea. Pero ahora, con su cara de truhán, me dice que está seguro de que Morales se va a morir primero. –Y cuando eso suceda –remata, haciendo esfuerzos por contener la risa– yo voy a seguir tocando escondido.
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El árbitro que expulsó a Pelé* Mayo de 2002
Guillermo Velásquez, más conocido como el Chato, debe de ser el único árbitro de futbol del mundo que registra en su hoja de vida por lo menos cinco jugadores noqueados. Ni Alberto Castronovo ni Eduardo Luján Manera ni los otros futbolistas aporreados por él se enteraron de que su verdugo, antes de ser árbitro profesional, había sido boxeador. Velásquez sonríe mientras se mira los dos puños apretados. Luego los voltea para donde yo estoy, como para notificarme que en esos gruesos nudillos, pese a sus sesenta y nueve años, todavía quedan restos de la potencia telúrica del pasado. A continuación, aclara que él no se hizo respetar por la fuerza –pues no era invencible– sino porque tenía un temperamento sanguíneo que se incendiaba ante el mínimo intento de atropello, y un amor propio que le impedía soportar humillaciones. Si tuviera que arbitrar otra vez, volvería a sancionar al saboteador y a castigar al tramposo. Y, sobre todo, no ofrecería la otra mejilla para que el patán le * Esta crónica obtuvo en 2002 el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, máximo galardón del periodismo en Colombia.
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repitiera el golpe ni pondría el otro ojo para que el cochino le lanzara un segundo escupitajo ni amonestaría con una simple tarjeta al grosero que le mentara la madre, sino que se vengaría en el acto de cada agresión. El Chato estima que la compostura que se les exige a los árbitros es hipócrita y tiene más vínculos con la política que con la ley. Según él, un ser humano que recibe una patada y en vez de aparentar cortesía tiene la oportunidad de desquitarse, resulta menos peligroso porque se libera de odios futuros. –Yo no andaba por las canchas repartiendo coñazos –explica–, pero cuando había que pegar, pegaba, porque después me iba a matar la angustia de no haber reaccionado como hombre cuando me provocaron. Cuando se tiene un carácter como el mío, responder a las agresiones es una necesidad. Le digo a Velásquez que cambiar la justicia por la venganza nos devolvería a la época de las cavernas, y añado que si al árbitro le dan un pito y unas tarjetas, es justamente para que no tenga necesidad de utilizar un garrote. –Así es –admite con una rapidez que me indica que no le estoy diciendo nada que él no haya pensado antes–. Pero fíjese usted que a los futbolistas les dan una pelota para que le peguen patadas y quieren pegarnos a nosotros. Vuelvo a la carga con el argumento de que el día que se apruebe la ley del Talión en las canchas, tendremos más sangre que goles. Y el Chato repite la misma frase de hace un momento: “Así es”. En seguida, con un movimiento resuelto de las manos, afirma que para evitar ese riesgo hay que pedirles a los futbolistas que reclamen en buenos términos y no con violencia. –¿Y por qué no les pedimos a los árbitros que no les peguen a los jugadores? –Bueno, ahí le voy a contestar lo mismo que le contesté a un periodista brasileño el día que expulsé a Pelé: no es bonito responder a
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un golpe con otro golpe, pero todavía no he visto la parte del reglamento que diga que los árbitros tenemos que dejarnos pegar. *** Guillermo Velásquez mostró su vocación de juez desde la adolescencia. Cuando sus padres discutían, lo buscaban a él para que decidiera quién tenía la razón. Cuando sus hermanos peleaban, sólo él lograba reconciliarlos. Muy pronto, su capacidad de discernimiento y su sentido de la justicia fueron célebres en la familia. Primos, tíos y otros parientes menos cercanos apelaban a él porque confiaban en la ecuanimidad de sus sentencias. Más tarde, cuando jugaba futbol en el colegio Deogracias Cardona de su natal Pereira, no asistía con sus compañeros de equipo a la charla técnica de los entretiempos, sino que se iba con el árbitro a analizar el reglamento. Cuando finalmente reemplazó el balón por el silbato, se liberó del destino gris que le esperaba como futbolista y recuperó el respeto que había conocido como consejero familiar. En ese momento, descubrió que la satisfacción del que aplica la ley depende más del poder que ostenta que del bienestar que supuestamente le procura al prójimo. Si la cancha es el universo completo y los jugadores son todas las criaturas posibles, entonces el árbitro, que todo lo ve y todo lo juzga, encarna una autoridad más divina que humana, una presencia omnímoda que gobierna las acciones aunque no nos demos cuenta. Él y sólo él es capaz de detener la carrera del veloz atacante con un simple movimiento de su mano. Él decide cuándo parar el partido y cuándo reanudarlo, y en ambos casos determina el punto exacto de la Tierra en el que hombre y pelota se reencuentran. Ni el que es genio como Maradona ni el que es bravucón como Chilavert tienen licencia para tutearlo: deben dirigirse a él con una cierta reverencia caricaturesca –manos atrás y cabeza agachada– y, además, están obligados a
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acatarlo por los siglos de los siglos, aun cuando valide como gol una pelota que pasó a quince metros del arco. Como a Dios, al árbitro habría que inventárselo si no existiera. Los jugadores lo necesitan para justificar sus pecados y para que él los ayude a ganar el cielo que ellos solos no alcanzarían jamás de los jamases. Desde el principio, el Chato disfrutó esa sensación de importancia que, según él, les gusta a casi todos sus colegas aunque no lo reconozcan en público. Por eso ahora, mientras sorbe su café, levanta la voz para decirme que no es ningún delito, como afirman algunas personas, que el árbitro sea protagonista. –¿Cómo no va a ser protagonista el juez que condena al matón o que evita una desgracia? –se pregunta, alzando aún más el tono y adoptando un cierto aire de orador– Usted debe saber, como periodista, que el problema no es la fama sino la mala fama. Estamos sentados en la cafetería del parque El Salitre, en Bogotá. Nuestros vecinos, muchos de ellos jóvenes que no lo conocen, lo miran con insistencia, y él se regodea en su silla comprobando por enésima vez que no nació para pasar desapercibido. Estimulado por la atención del público, Velásquez enumera sus méritos en voz alta: fue –me dice sin ruborizarse– el árbitro que les abrió las puertas internacionales a sus compañeros colombianos. Participó en la Copa Libertadores entre 1968 y 1982, pitó en cuatro Juegos Olímpicos y fue juez de línea en uno de los partidos más bellos que se hayan disputado jamás, el de Italia contra Alemania en el Mundial del 70. Después observa que nunca se tomó un trago el día anterior a un compromiso, que siempre se entrenó como si cada jornada fuera una final y que cuando se retiró, en diciembre de 1982, era el árbitro que había pitado el mayor número de partidos en los cuales ganaban los equipos chicos. “Y de visitantes”, añade. –Lo mejor de todo –dice ahora– es que puedo jurar ante el país que nunca me torcí. Cuando me equivoqué, me equivoqué de verdad
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y no me hice el equivocado. Y no solamente por honesto, sino porque siempre me quise mucho a mí mismo. Mi orgullo no me permitía quedar como un chambón. Le pregunto si pegarles a los jugadores, como él lo hizo, fue un defecto o una virtud. El Chato sonríe, me mira con malicia por encima de su pocillo. Calla. –Ay, hermano, dejemos eso quieto. No me haga enfermar. –Por su sonrisa, parece que no se arrepiente. –Mire: yo no me siento feliz de haber tenido un genio como el que tuve. El temperamento me traicionaba y ese fue mi único error. Después de unos segundos de silencio, en los que parece apenado, encuentra un argumento que le devuelve la seguridad. –¿Sabe una cosa? –me dice con el rostro iluminado– Ser peleador me sirvió para conservar la pureza. Cuando uno quiere imponer siempre su autoridad, ya sea a las buenas o a las malas, no puede darse el lujo de tener rabo de paja. Llegado a este punto, el Chato estima pertinente un par de aclaraciones: cuando le pegó a un jugador fue porque, indefectiblemente, este le había pegado a él primero. Y en todo caso, aquellas fueron calenturas pasajeras que nunca traspasaron los linderos del estadio. Eso sí: insiste en que para no quedar rumiando odios, era absolutamente necesario que le atizara un porrazo al agresor. Desde 1957, año de su debut en el torneo profesional colombiano, aparecieron los problemas. Alberto Castronovo, jugador del Atlético Nacional, aprovechó un embrollo para darle a Velásquez una patada alevosa en la canilla. Velásquez se retorció en el suelo durante varios minutos. Cuando se repuso del golpe actuó como si no supiera quién le había pegado. De pronto, en un tiro de esquina, vio, nítida, la oportunidad de desquitarse. Calculó que, por el momento, los espectadores estarían pendientes del jugador que iba a cobrar y se colocó en el área al lado de Castronovo. A continuación, lo conectó con un
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derechazo en la barbilla. Castronovo rodó por el pasto, pero se levantó en seguida, furioso, y se lió a golpes con el árbitro, en medio de la sorpresa del público. Entonces, varios agentes de la policía entraron en acción, dispuestos a retirar al jugador por la fuerza. –No, señores –les dijo el Chato, autoritario–. ¡Háganme el favor y dejan al caballero en la cancha, que no está expulsado! –¡Pero cómo que no está expulsado, si vimos cómo le pegó a usted! –¿Y no vieron cómo le pegué yo a él? Si se va Castronovo, me voy yo también. Pero como donde manda árbitro no manda policía, he dispuesto que ni se va él, ni me voy yo. El Chato guiña un ojo y advierte que la justicia depende más del sentido común de quien la aplica que de simples leyes escritas en un papel. Para ilustrar su teoría, recuerda la vez que Miguel Ángel Converti, atacante de Millonarios, recibió un pase de espaldas al arco, en un clásico contra el Santa Fe. Desde antes de que Converti tomara la pelota, Velásquez había sancionado fuera de lugar. Pero el jugador, que al parecer no escuchó el silbato, llevó el lance hasta sus últimas consecuencias: durmió el balón con el pecho, lo hizo rebotar sobre su muslo izquierdo y luego se suspendió en el aire –cabeza hacia abajo y pies hacia arriba– en una chilena espléndida. El proyectil se clavó en un ángulo imposible de la portería y Converti corrió como loco hacia el banderín de córner, mirando hacia el cielo y zafándose de los compañeros que querían abrazarlo, como si pensara que su virtuosismo lo alejaba de los atletas y lo acercaba a los dioses. –Si yo hubiera sabido que Converti iba a concluir esa jugada como la concluyó –dice Velásquez–, no habría pitado el fuera de lugar. Fue la única vez que quise hacerme el equivocado en una cancha, y créame que lamento mi acierto como si fuera un error. Es lo que le vengo diciendo: según las normas yo actué bien, pero no fue justo que yo le robara semejante joya al público. Donde yo valide ese gol, hasta los hinchas del Santa Fe se ponen contentos.
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Le pido a Velásquez que me haga el inventario de los futbolistas a los cuales golpeó y me responde, aparentemente apenado, que “eso no vale la pena”. –¿Por qué? –Hombre, porque no fueron tantos. Pero ya que insiste en este punto, diga que una vez le hinché el ojo a Orlando Herrera, del Tolima, porque se propasó conmigo en un reclamo. ¿Y sabe qué pasó en el partido siguiente que me tocó arbitrarle en Ibagué? Que el tipo fue a buscarme a mi camerino y me llevó abrazado hasta la mitad de la cancha. ¿No le parece bonito? Si no me reconocieran sentido de la justicia, no me perdonarían. Yo habré sido brutal, pero soy más humano que muchos de los que se creen mansas palomas, porque pegué puños pero no maté a nadie con el pito. *** El Chato, que no cesa de ufanarse de su ecuanimidad, señala que si hoy fuera otra vez el miércoles 17 de julio de 1968, volvería a expulsar a Pelé. Ese día, el Santos de Brasil, considerado el mejor equipo del mundo, enfrentaba en un partido amistoso a la selección de Colombia, que participaría en los Juegos Olímpicos de México. Muy temprano, Velásquez validó un gol de Colombia en aparente fuera de lugar. Los brasileños se pusieron histéricos y cercaron al árbitro. Uno de ellos, de apellido Lima, fue expulsado. Como se negaba a abandonar la cancha, fue sacado por la policía. Cuando iba por la pista atlética se les soltó a los agentes, se devolvió al terreno de juego y le asestó una patada a Velásquez. Este le respondió con un leñazo en el estómago, que generó un amago de gresca. El partido continuó con muchas tensiones hasta el minuto treinta y cinco del primer tiempo, cuando Pelé vio la tarjeta roja por reclamar, de mala manera, un supuesto penal en su contra. En principio
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lució desconcertado, pero no tardó en aceptar el fallo. Entonces emprendió el retiro de la cancha con un gesto irónico y desafiante, como un monarca que se mofara de la orden de destierro impuesta por su vasallo. “Ese tipo está loco”, repetía Pelé, una y otra vez, ante el cronista de El Espectador que lo esperó en la pista atlética. En ese momento, los jugadores del Santos rodearon al árbitro. –De veintiocho personas que tenía la delegación brasileña –recuerda el Chato–, me agredieron veinticinco. Los únicos que no me pegaron fueron el médico, el periodista y Pelé. Velásquez se sintió empequeñecido, arruinado, cuando los sesenta mil espectadores del estadio El Campín comenzaron a maldecirlo a gritos y a pedir el regreso de Pelé. Después, cuando los directivos de la Federación Colombiana de Futbol decidieron que volviera el futbolista y se fuera el árbitro –un hecho único en los anales del deporte–, se acordó del refrán según el cual la justicia en nuestro país “es para los de ruana”, y hasta agradeció que a Pelé no se le hubiera ocurrido asaltar un banco, “porque con seguridad aquí todavía lo estuviéramos aplaudiendo”. Adolorido más por la humillación pública que por los golpes recibidos, el Chato demandó penalmente a la delegación brasileña. Lo hizo por recomendación de Lisandro Martínez Zúñiga, magistrado de la Corte Suprema de Justicia, que esa misma noche lo visitó en el camerino para ofrecerle sus servicios como abogado. Los jugadores del Santos permanecieron en Colombia casi dos días más de lo previsto, retenidos en una comisaría, y al final tuvieron que pagarle a Velásquez dieciocho mil pesos y ofrecerle excusas por escrito, antes de poder viajar a su país. Años después, ya retirado del futbol, Velásquez buscó la manera de encontrarse con Pelé. Entendía, como siempre, que más allá de las leyes escritas necesitaba un acercamiento humano para quedar en paz y salvo con su conciencia. El rey lo atendió en Miami y hasta lo invitó a almorzar.
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Ahora le pregunto al Chato qué habría sucedido si Pelé le hubiera pegado cuando él lo expulsó, y me pide, muy serio, que por favor no le haga una pregunta tan perversa. –Mire que me voy a enfermar –añade. –Es sólo una suposición, no más que una suposición. –Bueno, en ese caso, permítame responderle con una pregunta. ¿Usted qué cree que hubiera pasado?
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El último gol de Darío Silva Mayo de 2014 I Darío Silva avista una vieja pelota en el patio de su casa paterna. Mientras va a buscarla, lo observo con atención. Me sigue asombrando que camine con tanta seguridad. En septiembre de 2006, cuando sufrió el accidente de tránsito que lo apartó del futbol, muchos pensaron que quedaría cojo. Pero hoy no sólo camina sin renquear sino que además es capaz de bailar candombe. Si algún extraño irrumpiera ahora en este lugar no se percataría de que tiene una prótesis en la pierna derecha. Silva sacude la pelota contra el tronco de un árbol, la hace girar entre sus manos callosas. A continuación, retoma el tema que interrumpió hace un momento: su indisciplina como futbolista. Dice que en la Copa América de 2004, disputada en Lima, se escapó todas las noches del hotel donde estaba concentrado con la selección uruguaya; que cuando jugó en Peñarol llegó muchas veces trasnochado a la cancha; que durante su periodo en el Portsmouth se volvió más fiestero. –¿Cómo hacías para volártele a los ingleses? –Allá los equipos no se concentran antes de los partidos. Es más fácil salir de noche.
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–Con razón el Portsmouth en esa época no levantaba cabeza. –Y en esta, tampoco. Entonces suelta la carcajada. –Lo que pasa, ¿viste?, es que ellos confían en uno. Uno es adulto y sabe cuidarse. –Sobre todo, cuidarse. Entiendo. Silva vuelve a carcajearse. Luego dice que los futbolistas no forjan sus amistades en las canchas sino en los boliches. En las canchas, explica, él sólo veía fecha tras fecha a los once jugadores del equipo contrario. Tenía que enfrentarlos y punto. A lo sumo, intercambiaba con ellos un saludo durante el protocolo inicial o una palabra durante el partido. En los bares, en cambio, se topaba con multitudes de futbolistas, especialmente los domingos por la noche. Allí sí era posible intimar porque la presión de la competencia había quedado atrás. Uno de esos amigos conseguidos en los boliches fue el panameño Julio César Dely Valdés. Cuando se conocieron, Silva pertenecía al Peñarol, y Valdés al Nacional. Pese a la rivalidad de sus equipos, tuvieron química desde el comienzo. Se emborrachaban después de los partidos, salían juntos con mujeres, compartían sus discos. Años después, la vida les dio la oportunidad de jugar en el mismo club, el Málaga de España, donde conformaron una dupla goleadora. Silva cree que se entendían tan bien en las canchas porque habían intimado muchísimo durante las noches de farra.
II –Cuando me ven en la calle, se quedan locos los hijos de puta. Vos viste que yo no cojeo. Seguro piensan: “¿Y este no tenía una pata de palo?” Si hay algo que me ha impresionado en los cuatro días que he
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pasado con Silva, es su procacidad. También, la habilidad de su pie artificial. Con ese pie encendió la moto de su hermana Andrea para llevarme a conocer el río Olimar. Con ese pie pateó una lata vacía de gaseosa en el barrio La Agraciada. Con ese pie saltó emocionado cuando su hijo Diego, de diez años, anotó un gol. Aquella tarde confirmé que en la cultura rioplatense el futbol tiene unos rituales de iniciación similares a los del amor: acompañar al hijo en la cancha es como apadrinarle la primera novia. Con el pie de la prótesis, digo, corrió hasta alcanzar un taxi que estaba detenido en el semáforo. Cuando nos acomodamos, le dije al taxista que Darío Silva debe de haber sido el futbolista más indisciplinado de Uruguay en todos los tiempos. –No crea –respondió, mirándome con malicia a través del espejo retrovisor–: los hemos tenido peores. –¡O’Neill, O’Neill! –exclamó Silva, muerto de la risa. –¿De dónde es usted? –preguntó el taxista. –Colombiano. –¿Ya vio la noticia de Fabián O’Neill? –No. –Ayer publicó un libro en el que habla de su indisciplina. Ha habido mucho revuelo. –Peor que yo el hijo de puta –exclamó Silva entre risas–. Cuando estaba pequeño le llenaban la mamadera de vino. Con ese pie recorrió varias cuadras para llevarme al restaurante donde gastó su primera mesada como esquilador de ovejas. Pidió ensalada rusa, bebió cerveza, afirmó que nunca más volverá a manejar un automóvil. Prefiere movilizarse en la motocicleta de su hermana o caminar. La camioneta donde andaba el día del accidente –añadió– quedó inservible. Sin embargo, se la vendió a una señora millonaria que colecciona objetos raros.
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III Silva me muestra el pie derecho. Dice que desde el primer momento se sintió cómodo con la prótesis, sin duda, porque fue amputado por debajo de la rodilla, así que conservó la flexibilidad. –Fue una cosa ilógica que ni yo mismo entendí –señala, y raspa el balón con las uñas. Luego vuelve a hablar de su ética de trabajo como futbolista. Antes de hacer juicios, hay que analizar muchas cosas, dice. Por ejemplo, él se mantuvo juicioso cuando jugó en el Cagliari, y sin embargo, sólo marcó veinte veces en los cuatro años que duró el ciclo. En el Málaga, a pesar de que volvió a las juergas, duplicó sus goles. A él la disciplina excesiva le resecaba el alma, advierte. Por eso rendía más cuando disfrutaba la noche, así durmiera poco. Nada lo motiva más que amanecer entre los brazos de una mina. Eso es como reabastecerse de energía: le dan ganas de entrar a la cancha silbando y jugar cinco partidos seguidos. Silva arroja el balón al suelo, me muestra su teléfono móvil. –¿Ves cuántas rayitas le quedan a la batería? –Una sola. –Exacto. Cuando vos te pasás la noche garchando con una mina, la carga te llega hasta acá. Y toca la pantalla con uno de sus dedos gruesos. Noto que tiene las uñas sucias. Me asombran, digo, esas manos tan ásperas. Él responde que durante la mayor parte de su vida ha sido labriego. De niño esquiló ovejas, de adolescente ordeñó cabras. En aquella época, el futbol era apenas una diversión. Por las tardes se iba a jugar con sus amigos en cualquier calle del barrio. Los partidos se disputaban sin árbitros, sin reglas, y terminaban sólo cuando la oscuridad de la noche imposibilitaba ver la pelota. Entonces aparecían los padres para ofrecer un brindis. Había vino, empanadas y, en algunas oca-
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siones especiales, bife. Al día siguiente, todo el mundo retornaba a sus deberes. Para Darío Silva, el futbol era eso: respiro, camaradería. Pausa entre una jornada cumplida y otra por cumplir. En Treinta y tres, el pueblo donde nació, las opciones siempre han sido escasas: laburo en el campo para garantizar el pan, futbol en los ratos libres para entretenerse. ¿Qué más se puede hacer en esos parajes solitarios tan apartados de la capital?, pregunta. –Se hace una cosa o la otra. ¡Ya está! De modo que empezó a patear balones por la misma razón por la cual comenzó a arrear cabras: no había más alternativas. Sucedió cuando contaba, más o menos, seis años. Su padre era celador en una escuela, y su madre cocinera en otra. Para no dejarlo solo en casa, ambos se lo llevaban, por turnos, a sus puestos de trabajo. Cada colegio tenía cancha de futbol, así que el pequeño Darío siempre terminaba metido en los partidos. –¿Estudiaste en alguno de los colegios donde trabajaban tus viejos? –Estudiar es un decir. Mi paciencia para eso es cero. –¿“Eso”? ¿Te refieres al estudio? –No me va la palabra estudio porque yo no estudié. Yo sólo fui. –¿Adónde fuiste? –Fui al colegio donde laburaba mi padre. Pero era muy haragán. –¿Hasta qué grado llegaste? –Segundo. Me dormía en clase. Yo sabía que jamás iba a asomarme por una universidad. –¿Y el futbol? –No pasaba nada con el futbol. –¿En la infancia no imaginabas que serías futbolista? –Nada, no pasaba nada. –Listo, no pasaba nada, pero, ¿nunca imaginaste que podías ser futbolista?
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–No. Por lo menos –añade–, no lo imaginaba cuando tenía diez años y comenzaba a esquilar ovejas. Los futbolistas le parecían unos señores famosos que aparecen por televisión jugando en estadios bonitos. Un pibe de provincia que sólo aspiraba a entretenerse tras el laburo no accedería ni en sueños a un recinto de esos. Si alguien le hubiera profetizado en aquel momento su destino de futbolista, él lo habría refutado con una frase irónica de su padre: “¡Andá a cantarle a Gardel!” Lo suyo, pensaba, sería la ganadería. Al entrecerrar los ojos sobre la almohada, se veía en una finca propia orientando un rebaño de vacas Hereford. La vida gira como una pelota, dice Silva ahora. Lo dice mientras pisa el balón con el pie derecho, el de la prótesis. Le doy un vistazo de abajo arriba. Calculo que mide, a lo sumo, uno setenta y seis. Me pregunto cómo pudo haber sido un atacante tan depredador con esa estatura. En la selección uruguaya, el nueve casi siempre ha sido un tipo de más de uno ochenta. Él retoma su idea: la vida es un viaje en redondo. Te desvías, te alejas, pero siempre llegas al lugar predestinado. Siguió jugando de manera informal, dice. En este punto aclara que no recuerda cómo hizo el tránsito de la calle a la cancha. Lo que sí recuerda es que al principio, quizá por su estatura, fue ubicado como lateral derecho. Tenía velocidad, despliegue físico, ganas, potencia, pero en los recorridos largos fracasaba: no sabía hacer diagonales para acortar el terreno, tiraba mal los centros. Una tarde, apareció un entrenador que lo alineó como delantero. ¡Bingo! El patito feo se convirtió en cisne: explosivo en los piques cortos, certero cuando quedaba en posición anotadora. –¿Vos recordás lo que decía Menotti sobre Romario? –No. –Decía que dentro del área era mejor que Pelé. –¿Te estás comparando con Romario?
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–Andáte despacio, cada quien entiende lo que quiere. A continuación señala que Romario siempre fue su referente. Lo cita sólo para darme a entender que cuando se convirtió en delantero mostró su mejor faceta dentro de la cancha. Ahí comenzó a despejarse su panorama. La vida, repite, es como una pelota. Da vueltas, va y viene, trae sorpresas, llega adonde debe llegar. Para demostrármelo, me cuenta cómo fue que el futbol vino hacia él en un momento en que él no estaba yendo hacia el futbol. Oigo la historia, coreo su frase: la vida es como una pelota de fútbol. La pelota viaja, se escapa, la controlan los otros, se ve inalcanzable por allá lejos, se acerca, te llega de repente, te rebota, huye de ti, se eleva y, cuando ya la das por perdida, atraviesa un bosque de piernas y te cae cortita y al pie, toda tuya, frente al arco, para que te llenes el empeine con ella, ¡zas!, y metas el gol del triunfo en el último minuto. Ese fue su caso, ni más ni menos: el balón perdido le llegó directo al pie. Sucedió en 1990, cuando tenía diecisiete años. Juan José Duarte, director técnico de la selección uruguaya Sub-20, andaba observando jugadores. Una tarde anunció que viajaría a Treinta y tres. El periodista radial que lo entrevistaba ni siquiera sabía dónde quedaba ese lugar. ¿Treinta y tres? Un oyente llamó a la emisora para informar que el pueblo quedaba, más o menos, a trescientos kilómetros de Montevideo. Entonces Silva reconoció su oportunidad, vio de golpe lo que ocurriría. El resto es historia, concluye. De la selección Sub-20 que quedó cuarta en el mundial de 1991 pasó al Defensor Sporting. Luego, al Peñarol; después, al Cagliari. Vinieron cuatro equipos más y muchas convocatorias a la selección de mayores. Entonces, Silva sintió que vivía al contrario de como lo había pronosticado: dedicado al futbol y apartado de las granjas donde se hizo hombre. En su viaje se topó con lo inesperado. Asfalto, vértigo, esmog, grandes clubes, estadios llenos, hoteles de cinco estrellas, aplausos, fama, autógrafos, fotos de primera plana, mujeres, licor, discotecas, trasnochos, otra vez mujeres. Una camioneta, un
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tipo temerario que conduce borracho –él mismo– y el accidente que casi le arrebata la vida. El accidente que lo hizo salir del futbol por la puerta trasera, cuando apenas tenía treinta y cuatro años. Un viaje redondo, después de todo, porque aquí está otra vez, a sus cuarenta y un años, como si nunca se hubiera ido. Silva calla, mira hacia el otro extremo del patio, donde su hermana Andrea prepara café. Si analizamos bien el asunto –dice a continuación– su predicción se está cumpliendo: hoy es el adulto estanciero que aparecía en sus sueños infantiles. No guía ningún rebaño de ganado Hereford, es verdad, pero en cambio sí tiene una tropilla de vacas Aberdeen Angus y ovejas finas como las que esquilaba cuando era niño, ovejas Corriedale, nada menos, y también caballos árabes y ciervos Axis y una campiña bien podada.
IV Cuando estuvimos en su finca, a unos diez kilómetros del pueblo, Darío abrió un baúl en el que guarda recuerdos de su vida en el futbol: una camiseta de Batistuta, un brazalete de Baresi, unas zapatillas de Ronaldo. Me mostró sus animales, sus monturas de caballería, el retrato de sus padres ya fallecidos, las fotos sus dos hijos, una tetera que le dieron en Paraguay y un poncho que le regalaron en Argentina. Eso es todo lo que necesita para ser feliz, dijo. Eso, más Lorena, su novia actual. Hace dos días se puso a pensar que ella es la única mujer a la que ha amado. –¿Por qué lo crees? –Bueno, es la única a la que nunca le he sido infiel, ¡y llevamos más de un año juntos! –¿Eras muy infiel?
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–Ni te cuento. Me extrañó que ventilara el tema. Para los futbolistas, eso hace parte de la mugre que se oculta bajo la alfombra. Él estuvo de acuerdo, y agregó que la promiscuidad sólo sale a flote cuando el equipo pierde, o cuando el dueño necesita un pretexto para borrar a algún fulano de la nómina. Entonces, Darío volvió a hablar de su indisciplina. Un poco después de cumplir treinta años, fue contratado por el Sevilla F. C. Allí coincidió con el andaluz Sergio Ramos, que entonces sólo tenía diecisiete años. Como Darío era tan desordenado, no quería que Ramos se le acercara, ya que podría dañarse viendo su mal ejemplo. Así se lo dijo. –Pero es que tú me caes bien –le respondió Ramos. –Bueno, hagamos algo –propuso Silva–: al andar conmigo vas a ver que yo digo cosas lindas, como que hay que portarse bien, y también hago cosas malas, como salir de farra la noche antes del partido. Bueno, fijáte en lo que yo digo, no en lo que yo hago. Y volvió a soltar su eterna risotada.
V En la casa de los Silva ya huele a café. Darío dice que Andrea, su hermana, es adicta al laburo. Cocina, plancha, barre, hace lo que sea necesario. Así es él: en su finca no se la pasa sentado viendo cómo vuelan los pajaritos sino sudando la gota gorda como le enseñaron sus mayores. Por eso tiene las manos ásperas: el trajín en el campo percude, encallece. Entonces, guarda el teléfono móvil en el pantalón y me muestra el dorso de las manos. Inspecciono sus dedos gruesos, nudosos, su piel cundida de cicatrices. Le pregunto de quién es el balón. Se encoge de hombros, el ceño fruncido, calla.
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–¿Querés café? –Sí. –Creo que esta pelota es de mi sobrino. –¿Cuántos años tiene tu sobrino? –Y… ya es un hombre. –¿Es futbolista también? –Jugaba de chico. Después, largó. –¡Quién sabe cuánto tiempo llevará esa pelota ahí abandonada! –Es lo que te digo. Hace un ratito ni la veíamos, y ahora la tengo en el pie. Quisiera saber, digo, si ha vuelto a meter goles con el pie derecho. Silva responde que por supuesto. A veces participa en torneos de veteranos. Ahí donde lo ven con su pata de palo –bromea– él todavía corre, todavía salta, y siempre que lo pongan mano a mano con el arquero, le va a pasar factura. Hace cuatro años estuvo en Colombia jugando en la despedida de su colega Iván René Valenciano. Después del partido hubiera podido bailar una tanda de candombe, porque se sentía entero. –Me gustaría verte haciendo pinolas. –¿Qué son pinolas? –Cuando haces saltar el balón en el pie, una y otra vez, sin dejarlo caer. –Ah, como jueguito… –En algunas partes de Colombia les llaman “pinolas” y en otras, “la veintiuno”. –Qué nombres tan raros. Acá en Uruguay a eso se le llama “dominar”. –Bueno, por favor, domina el balón para hacerte fotos. –¡Estás loco! –No entiendo. –Así juegan los niños de siete años. –¿Te parece malo?
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–Mala, la muerte de mi abuelita. Pasa que no entrenamos así. –¡Pero si no estamos en entrenamiento! Es sólo para la foto. –Decíle a Maradona. Sacarías miles de fotos, ¿viste?, porque el tipo es capaz de durar una semana sin dejar caer la pelota. Le pido el balón a ver si lo incito con mi ejemplo. Como apenas logro siete pinolas, Darío suelta una nueva risotada. –Devolvémelo antes de que te broten hojas. ¡Sos un tronco! Y otra vez se ríe. De pronto, sin ningún aviso, se pone a dominar. Me pide que vaya contando en voz alta. Veo su rostro grave, concentrado –va una–, veo su pie izquierdo apoyado en el piso –van dos–, veo cómo el balón rebota suavemente en su pie derecho –tres–, veo cómo se tensa su cuerpo magro –cuatro–, veo sus brazos venosos –cinco–, veo cómo su camiseta lila se infla y se encoge –seis–, veo su nariz aguileña, veo sus pómulos angulosos –siete–, veo su piel cobriza –ocho–, veo su pelo ensortijado, ahora del color negro original –nueve–, veo la bota de su pantalón blanco arremangada hasta la rodilla –diez–, veo su pierna artificial cubierta con espuma de poliuretano –once–, veo cómo el muñón delgado de la prótesis naufraga en la abertura de su zapato. Me pregunto cómo se sostiene, por qué no se mueve. Doce. Trece. Veo que Darío esboza una sonrisa burlona. Catorce. Descubro que no estoy contando con la vista sino con los oídos. Sigo oyendo, sigo contando. Oigo el golpe de la pelota contra el empeine –quince–, oigo el jadeo de Silva –dieciséis. Y ahora oigo su voz. –Bueno, ya está. Se detiene, atenaza el balón con la mano derecha. Enseguida dice que nunca fue futbolista de pasatiempos. Los considera inútiles, pues
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en la cancha nadie anda tonteando. A él dénsela redondita en el área, y ya verán cómo pone a cobrar a todo el equipo. Siempre creí lo contrario: que su nombre y la palabra divertimento encajaban sin tropiezos en la misma oración. Lo veía contento en la cancha, como más dispuesto a pasarla bien que a competir. En su pelo teñido de amarillo intuía un espíritu vivaracho, en su sonrisa permanente divisaba un temperamento afable. Además estaba el contraste entre su piel achocolatada y la piel blanca de sus compañeros. ¿Qué hacía ese negro mandinga revuelto con aquellos jugadores de aspecto europeo? En este punto, Silva vuelve a largar la risotada. –¡Pero si en la selección uruguaya ha habido más negros! –Ya lo sé. Pero algunas veces tú fuiste el único. Silva se mira un brazo, luego el otro. –¿Te acordás de Marcelo Zalayeta? –Sí, claro. –¡A ese hijo de puta lo demoraron en el toaster más que a mí! Y de nuevo suelta la carcajada. A mi modo de ver, la apariencia correcta de Zalayeta no desentonaba en aquella tropa de blancos austeros. En cambio, Silva me parecía, a ratos, un bailador de samba entrometido en una liga de tango. Era festivo, saltarín, desabrochado. Siempre creí que reivindicaba el significado primario del verbo jugar. Un día tenía el pelo amarillo, otro día rojizo; a veces lo usaba largo, a veces se rapaba. Celebraba los goles sacando la lengua o brincando como canguro o metiéndose el balón en la camiseta. Eso sí: aunque pareciera el miembro calavera del grupo, siempre actuó durante los partidos como un competidor feroz. –Te ponés con firuletes y por ahí te matan. –Entiendo: la pinta de payaso no impide trabajar en serio cuando empieza la función del circo. –Si no, no cobrás. –Claro.
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–Cobrás con goles, no con jueguitos. Silva calla un instante. Ahora tiene la pelota bajo el brazo izquierdo. –Yo ensayaba penaltis en aquella pared. ¿Querés que tire uno? –Claro. –Patear es mejor que dominar. –Claro, claro. –Si nos imaginamos que esa pared es el arco, me vas a ver metiendo un gol con la derecha. –¿Nunca te dijeron que pareces brasileño? –¡Puta, miles de veces! Acordáte de Catanha. –Me acuerdo de Catanha, tu compañero brasileño en el Málaga. ¿Por qué lo mencionas? –Nos confundían, ¿viste? A él le decían Silva y a mí, Catanha. Andrea, la hermana de Darío, nos trae café. –¿Ya le contó los desastres que hacía en casa? –me pregunta. –No. Entonces se miran, sonríen. Andrea me pasa el pocillo. –Creció sin ley porque todos lo mimábamos. Es el menor de los tres, el único varón. –¿Qué desastres hizo? –Las paredes eran su portería. Mi padre vivía pagando vidrios rotos en el vecindario. –Le queda muy bien su pelo amarillo. Por toda respuesta, Andrea sonríe. Sus ojos verdes se iluminan. –Mi pelo era como el de ella. –Me imitaba desde pibito. –Pero ella también me imitó. Ese pelo que tiene ahora se parece al mío cuando jugaba. –El tuyo se parecía al mío. –Los dos nos pintábamos. –Sí, pero yo lo hice primero.
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Ambos ríen. Darío arroja el balón al piso para recibir su taza de café. –¡Mirála bien a mi hermana, es trigueña! ¡A la hija de puta nunca la pasaron por el toaster! Y suelta la enésima carcajada. Andrea me mira, y después mira a Darío. –Él me imitaba. Un día se puso lentes de contacto verdes. –Pero eso fue de pibe, mirá que ya ni me acuerdo. –Tuviste ojos verdes. –No me acuerdo. –Lo volviste a hacer cuando jugabas en el Málaga. –Y, bueno, yo era dueño de una discoteca. Esos lentes fueron cosas de la fiesta. –Me imitabas. Entonces Darío se dirige a mí: –¿Vos te imaginás las minas que me hubiera cogido con los ojos de mi hermana? Y otra vez empieza a ahogarse de la risa. Me sorprende que haya tenido una discoteca durante su paso por el Málaga. Silva responde que divertirse en un boliche propio siempre será más seguro que hacerlo en uno ajeno. Se trataba de una ocupación adicional, como cualquier otra. Como estudiar de noche, por ejemplo, o cuidar un banco. El presidente del club sabía, sus compañeros sabían, la ciudad entera sabía. Nadie protestaba, pues la discoteca era “una inversión personal”. Además, él rendía en la cancha. Jamás había conocido un deportista que se expresara de manera tan políticamente incorrecta. Para Silva –recapitulo en voz alta–, beber antes de un partido era impedir que se le resecara el alma, desvelarse con una mujer era llenarse de motivaciones y atender una discoteca era como estudiar en jornada nocturna. En su credo personal, ningún exceso es condenable si el futbolista ofrece resultados. Esto último lo aprendió con la experiencia, advierte entre risas.
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Al principio, se escondía si veía periodistas deportivos en los boliches. Después descubrió que cuando rendía en la cancha a nadie le importaba si se acostaba temprano o amanecía en la calle. Por eso siempre llegó puntual a los entrenamientos, por eso siempre dejó el alma en cada jugada. En este punto, señala que a él le bastaban dos horas de sueño. Andrea asiente con la cabeza. Quisiera saber, digo, cómo puede competir en serio un futbolista desvelado y borracho. Entonces, Darío esgrime su tesis más descarada: por haberse criado en el campo, tiene la ventaja de contar con un cuerpo muy fuerte. Me cuesta saber si en verdad piensa eso, o si sólo me está gastando una broma. Por lo pronto, digo que quedamos notificados: debemos emplear a nuestros niños como ordeñadores de cabras, para que más tarde disfruten de un libertinaje saludable. Darío se ríe, dice que soy un hijo de puta. Luego agrega que la bohemia es muy común en el futbol latinoamericano. Los entrenadores suelen mirar para otro lado, porque si ven demasiado pueden perder el control del grupo. Los compañeros suelen ser fieles al código de guardar silencio, porque nunca se ha dado el caso de que a un futbolista lo condecoren por soplón. El que muestra el trapo sucio afuera, ensucia adentro. Además, ¿a quién le incumbe lo que vos hagás en tu tiempo libre? Emborracháte, cogéte a ese minón que te pidió el autógrafo. Eso sí: al día siguiente llegá puntual al entrenamiento y rompéte el orto laburando. Si ganás, nadie te armará lío. Así funciona, concluye Silva. Uno puede taparse los ojos para no darse cuenta o vendarse la boca para no hablar, pero la indisciplina está ahí. –Lo que fue, fue. Ya está. Me niego a creer –le digo– que cuando se encuentra a solas sea tan indulgente consigo mismo. Él responde que nunca lo ha sido. Siempre se ha culpado por su irresponsabilidad, y antes hasta se odiaba por eso. Pudo haber matado a los dos amigos que viajaban
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con él en la camioneta, pudo haberlos dejado inválidos. Menos mal no sucedió ni lo uno ni lo otro. Jamás se lo habría perdonado, así que ahora yo no estaría conversando con él sino sólo con la morocha –y señala a su hermana. No mató a los amigos, de acuerdo, pero humilló a su familia, la hizo sufrir mucho. Él también estaba desconsolado. Hacía como que olvidaba, como que todo le importaba un higo. Sin embargo, tenía un ahogo en el corazón. Veía su pierna rota, sentía sangre en un oído, escuchaba ruidos en la cabeza. Era quizá la voz de su conciencia. Nada ganaba con quedarse ahí, echado a la pena. Debía existir alguna forma de aprovechar la vida que le quedaba. Una tarde, su psicóloga en Montevideo le dijo cuál era: valorarla, honrarla día tras día. Lo único que se le ocurrió entonces para lograr ese propósito fue devolverse para Treinta y tres a cumplir su sueño de infancia. Silva pone su mano áspera en mi hombro y me pide que lo acompañe hasta donde está la pared. Quiere que vea su último gol, ese que también fue el primero, el más bonito de todos, el que empezó a marcar desde niño en este patio amado.
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Los ángeles de Lupe Pintor Octubre de 2015
A Juan Manuel Vázquez Soriano
Quien quiera saber cuánto pesa un muerto que venga y le pregunte a Lupe Pintor. Lo sugiere él mismo mientras se sienta a horcajadas en un banco de madera. Pintor se alisa el bigote frondoso con los dedos. Luce tranquilo, recio. Nunca ha cargado ataúdes en los cortejos fúnebres –aclara– pero ha lidiado durante años con una tragedia ocasionada por sus puños. ¿Que cuánto pesa un muerto? Mucho, responde. Sobre todo si hay sentimientos de culpa. En 1980, cuando realizó aquella pelea que terminó en desgracia, se sentía muy mal consigo mismo. Le pesaba el finado, le pesaba la familia que se quedaba enlutada. Cargó esa cruz durante muchos años. Después aprendió a verse con indulgencia, y entonces ya no se sintió aplastado. En todo caso, el muerto todavía le duele. A estas alturas se sabe condenado a convivir por el resto de su vida con el morbo de la gente. Aunque hoy es capaz de sobrellevarlo, aún se desconcierta ante algunas preguntas recurrentes. –En especial hay una que me da mucho coraje. –¿Cuál?
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–Bueno, no es una pregunta, exactamente. Es cuando me dicen: “El boxeador ese al que usted mató”. –El fantasma de esa pelea contra Johnny Owen… –Yo sé que siempre me van a preguntar por eso. Entonces frunce el ceño, aprieta las mandíbulas. Pintor vive en Cuajimalpa, una de las dieciséis delegaciones que conforman la Ciudad de México. En este sector popular nació y se crio. Y aquí morirá, según ha dicho en varias entrevistas. –Hay muchas maneras de preguntar sin ofender –dice ahora–. Es absurdo que me pregunten cómo maté a Owen. En el ring no hay asesinatos. –¿En serio alguien usó la palabra asesinato? –No. Pero si me dicen que yo maté es como si me dijeran asesino. Un boxeador no mata a otro: ahí lo que hay es un accidente. –Me imagino la cantidad de veces que le habrán planteado el tema de ese modo. –Muchas. Pregúntele a Vir. Vir es Virginia Martínez, su compañera, quien hoy se encuentra de compras en el mercado. Ella le dio tres de sus veintitrés hijos. Con las tres esposas anteriores tuvo doce, y por fuera de sus matrimonios, ocho. Cuando se le pregunta cuántas fueron las mujeres de sus deslices extramatrimoniales, responde: “Una que otra”. Y sonríe. Pero en este momento Lupe Pintor no luce sonriente sino tenso. Su rostro abotagado dista mucho del perfil magro que exhibía en sus tiempos de campeón gallo. Entonces pesaba apenas ciento dieciocho libras. Ahora, a los sesenta años, pesa ciento cuarenta. Si volviera al ring hoy tendría que combatir como wélter junior, y así estaría en desventaja con su estatura de uno sesenta y cinco. Pintor insiste en que, de todos modos, ha aprendido a lidiar con los imprudentes. –Me encabrono pero no puedo ponerme a pelear con ellos.
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–Estoy de acuerdo con usted en que la muerte en el ring es un accidente. –Los que no saben nada de boxeo deberían hablar de otra cosa. –Pero no creo que quieran llamarle asesino. –Igual me molesta. –Entiendo. –Así como murió Johnny hubiera podido morir yo. –En el ring el peligro es para todos. Quienes han pasado por ese trance tienen que convivir con él durante el resto de sus vidas. Emile Griffith, Ultiminio Ramos, Ray Mancini, Alberto Dávila… la lista es larga. Todos ellos han oído el comentario sobre el boxeador al cual “mataron”. –Vir me ayudó a entender eso. Aunque no me guste me mantengo tranquilo. –… El semblante de Pintor se ha tornado apacible. Ahora se lleva las manos a la cabeza, esboza un gesto a medio camino entre la sonrisa y la mueca. La melena azabache por la cual lo apodaban el Indio de Cuajimalpa ha desparecido. En su lugar queda una calva lustrosa con dos mechones grisáceos a los costados. Cualquiera se sorprendería al descubrir que tiene la piel tan achocolatada. Por televisión parecía trigueño. El boxeo le dejó muchas cicatrices: sobre las cejas, la frente, en el dorso de las manos. Cuando se le pide hablar del tema no sólo muestra los surcos sino que además suelta una broma: –Y también me dejó la nariz como sillín de bicicleta. Yo no la tenía así. Y vuelve a sonreír. Las marcas más grandes siempre quedan por dentro. En este punto Pintor luce melancólico. –Lo de Owen fue lo más triste.
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–Pero no lo único triste. Sé que en la infancia huyó de su casa y tuvo que vivir como indigente. –Eso también fue terrible. –¿Qué edad tenía? –Ocho años. –¿No le dio miedo enfrentarse a la calle? –Era más cañón quedarme en la casa con ese padre agresivo. Me pegaba por cualquier bobada. –¿Qué hacía en las calles? –Pedía para sobrevivir. Nunca hice nada indebido. –Tengo entendido que en la calle empezó a tirar trompadas para hacerse respetar. –Así fue. –También he leído que tener un nombre femenino determinó su destino, pues lo llevó a pelear más de una vez. –Yo me iba a llamar José Guadalupe, pero a última hora como que se arrepintieron y me dejaron Guadalupe nada más. –¿Le gusta su nombre? –Es el de la virgencita. –¿Y sí le trajo problemas? –Se burlaban en mi cara los otros escuincles. El que lo hacía una vez no lo hacía dos. Yo no daba chance de que se amañaran. –Tremendo usted. –Nada más me hacía respetar. Yo aprendí a pelear para que no se burlaran de mi nombre. –Me parece exagerado suponer que el nombre lo empujó hacia el ring. Si se llamara Pedro… –También hubiera sido boxeador, así es. Entonces aclara que su historia no es la típica del chico pobre que se vuelve boxeador para conjurar el hambre. A él le gustó pelear desde siempre. En la infancia se soñaba dentro de un ring, cargado en hombros y con los puños en alto.
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Luego cuenta que duró poco tiempo en la calle, pues un vecino de Cuajimalpa lo descubrió por casualidad en el Centro del D.F. y en seguida reveló su paradero. Entonces tuvo que devolverse para la casa. Eso sí: a partir de ese momento, el padre empezó a tratarlo con respeto. –Yo he sido un luchador. –Eso se sabe. –Pero me siguen preguntando cómo maté a Johnny Owen. –Hay tantas preguntas sobre ese tema. ¿Le molestan? –No, no. Ya le dije que todo depende de cómo me pregunten. –¿Cuánto le pesa esa muerte en este momento? –Sería preocupante que no me pesara. Pero tengo las manos limpias. *** Virginia Martínez besa las manos de su marido, luego las muestra. –No parecen de un boxeador, ¿cierto? –En absoluto. Si estuviera viendo sólo las manos diría que son de un oficinista. –Son delicadas. Se lo digo yo, que llevo años tocándolas. –Y pequeñas. Virginia pone su mano extendida encima de la mano también abierta de su marido. Las empareja, las compara, las mide. –¿Sí ve? Son casi del mismo tamaño. –Conozco secretarias de manos más grandes. Lupe Pintor sonríe, dice que nunca le gustaron sus manos. –Las tenía regordetas hasta cuando era flaco. Mire este dedo tan feo. Muestra el meñique torcido de la mano izquierda. Entonces dice que en sus tiempos de boxeador era propenso a las lesiones. Si no se partió trece dedos –exagera– fue porque Diosito sólo le dio diez.
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En este punto extiende las manos abiertas a la altura del rostro. No hubo un solo dedo que no se fracturara, dice. –¿Se fracturó los diez? –Los diez. Pintor empieza a razonar sobre su oficio. El puño quiebra lo que golpea y también se quiebra contra lo que es golpeado. Él solía terminar sus combates con las manos inflamadas. Debía sumergirlas en cubos de hielo o acudir adonde un fisioterapeuta. En varias ocasiones, fue sometido a cirugías ortopédicas para reparar algún cartílago roto. De ahí las cicatrices que enseñó hace un momento. Todo el mundo recuerda su arrojo como boxeador pero pocos mencionan las veces que combatió ante rivales que lo superaban tanto en peso como en alcance. Algunos le sacaban hasta una cabeza de estatura. Para borrar de un tajo la desventaja física con la que subía al ring debía arriesgar demasiado. ¿De qué otro modo podía vencer el cerco de unos brazos muy largos si no era arrimándose temerariamente a ellos? Pintor no era de estrategias sino de impulsos. Cuando recibía un puñetazo desacataba las instrucciones de su entrenador y se precipitaba contra el oponente sin medir las consecuencias. Como además carecía de una técnica defensiva exquisita, era incapaz de protegerse moviendo el tronco o dando pasos laterales. Simplemente se exponía al castigo con la esperanza de encontrar en ese ataque suicida su oportunidad. Ganara o perdiera, Pintor siempre se estaba inmolando. Eso sí: muchos lo rebasaban en fuerza o en velocidad, pero nadie en determinación. –Yo llegué más lejos de donde debía gracias a mi valor. Virginia vuelve a agarrarle las manos. Las muestra otra vez. –Mire bien y ponga cuidado: esta parte de acá –se refiere a los nudillos– sólo tuvo trabajo cuando Lupe fue boxeador. –Era mi chamba, Vir. –Cierra bien los puños, mi amor. Virginia roza con su mano abierta los nudillos de su marido.
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–Ustedes, los fanáticos del box, sólo han visto a Lupe usando esta parte de las manos. –Yo cada tanto vuelvo a verlo en YouTube. –Lo que usted ve es esta parte. –Así es. –Fuera del ring, estos nudillos no le han pegado a nadie. –Sí, mi amor. Cuando era niño le partí la madre a muchos en las calles. –Todos los niños pelean. La mujer enseña ahora las palmas de las manos de su marido. –En cambio, esta parte es pura suavidad. Si quiere, tóquelas. –Espere… –Esta nunca se ve por televisión y es la parte que me tocó a mí. –Muy suaves. –Lupe atendía a los boxeadores con esta parte, y a las demás personas, con esta. –Entiendo lo que quiere decirme. –Él le pegó a Johnny Owen porque estaban en un ring. Si hubieran estado en un bar le hubiera puesto esta parte de la mano sobre el hombro. –Seguro ahora seríamos cuates, mi amor. Tú sabes que soy amigo de varios que pelearon conmigo. Virginia es menuda. Su piel blanca contrasta con el color cobrizo del marido. Tiene un lunar en el mentón y lleva el pelo teñido de rubio. Ella no recuerda qué hacía el 19 de septiembre de 1980, mientras Pintor y Owen se enfrentaban en Los Ángeles. Quizá adelantaba alguna tarea o quizá jugaba con sus vecinas. En todo caso, no vio la pelea. En aquel momento era una colegiala de trece años que usaba trenzas y falda escocesa. Ya conocía a Lupe en persona, pero jamás había cruzado palabras con él. Lupe se aparecía de vez en cuando porque era allegado al pa-
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dre y a los hermanos de ella. Traía regalos, hacía bromas. A ella le encantaba contemplar esta versión juguetona del señor que en la televisión sólo dejaba ver su aspecto feroz. Se sentía testigo de algo especial, reservado a unos cuantos privilegiados. Los hombres de la casa alababan el desprendimiento de Lupe y decían que tenía un gran sentido de la amistad. Virginia también oía el chismorreo permanente de los adultos sobre las excentricidades del campeón. Lo más mencionado en tales casos era su asombroso repertorio de zapatos extravagantes: tenía botas de piel de avestruz, zapatos de piel de víbora, botines de piel de cocodrilo. Y ni hablar de su colección de automóviles lujosos. Cuando se anunciaba que el campeón vendría, Virginia jugaba consigo misma a adivinar en qué vehículo llegaría. –Yo solita armaba un diálogo mental. Me asomaba por la ventana y decía: “Hoy viene en el Audi”. “No, no, hoy viene en el Mercedes Benz.” Nunca adivinaba, pues él llegaba siempre en un auto que nunca le había visto. –¿A qué edad empezó a asomarse para verlo llegar? –Como a los diez años. –Caramba, qué precoz fue usted. Virginia ríe, se tapa los ojos con la mano. Lupe se da bofetadas teatrales en la mejilla derecha. –Mírele la cara a este muñecón. La traía loquita. –Mentiroso. –Bueno, pero un momento: su curiosidad sí iba más allá de los carros y los zapatos excéntricos. –Eso fue algo que supe después. –Supongo que en ese momento no hubo ni siquiera un coqueteo… –Claro que no. ¡Cómo se le ocurre! –Él era un hombre, y usted, una niña.
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–Lupe no me lleva tantos años, fíjese: él nació en 1955 y yo, en 1967. –Cuando usted lo espiaba tras la ventana tenía diez años y él, veintidós. –Pero es que en ese momento no pasó nada. Entonces Lupe mete la cuchara en tono burlón: le dice a Virginia que el periodista ya la tiene descubierta. Por toda respuesta, ella le atiza un puño juguetón en el brazo. A continuación cuenta que el muy descarado olvidó asistir a la primera cita. Habían convenido encontrarse en una heladería a las diez de la mañana. Puro horario de chava de colegio, aclara, sonriente. A Virginia le daba menos susto escaparse de la escuela que de la casa. Al fin y al cabo, estaba dando un paso temerario al correr hacia los brazos de un hombre mayor que tenía fama de mujeriego. Un hombre que, además, era amigo de sus padres. Virginia acudió puntual a la cita, pero Lupe no apareció. Horas después, cuando ella le preguntó por teléfono qué había sucedido, él le confesó sin inmutarse que se había quedado dormido. Ahora ella lo golpea por enésima vez en el hombro. –Ya, mi amor, me vas a noquear. –¿Cuándo fue esa primera cita? –Tuvo que haber sido en 1983. –¿Por qué? –Porque fue cuando yo tenía dieciséis años. –Empezamos cuando tenías quince, Vir. –Dieciséis. Virginia se queda pensativa durante varios segundos. Junta las manos y mira hacia arriba, como hacen ciertos devotos en la misa. –Usted, que es un periodista afiebrado por el box, ¿ha vuelto a ver las peleas de Salvador Sánchez? –Por supuesto. –¿Sabe en qué año murió él?
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–En 1982. –¿Sí ves, mi amor? Mis quince fueron en 1982. –¿Por qué cita la muerte de Sánchez? –Porque cuando Sánchez se mató en el accidente, Lupe y yo todavía no habíamos platicado. –¿No? –No. Cuando él iba a mi casa, yo lo veía sin que él me viera. –¡Pero un día te vi, mi amorcito, tú lo sabes! –Sí, sí, y eso me dio mucha vergüenza. –Yo estaba en la sala con sus papás cuando de pronto veo a la chavita mirándome. –¿Qué hizo usted? –Miré a Eulalia, su madre, y le dije: “Mamá”, yo siempre le digo mamá, “qué onda con esta chavita”. Ella me contestó: “Pos, hijo, ¿qué, no te acuerdas? Es la Vicky”. “Pero, ¿dónde la tenías escondida que no la vi crecer? ¡Qué bonita se ha puesto la escuincla!” –Ahí fue cuando empezamos a platicar, mi amor. –Yo sé. –En ese momento, ya tenía dieciséis años. Tras una pausa, Virginia vuelve al sepelio de Salvador Sánchez. Ese día, vio a Lupe por televisión evocando entre sollozos a su colega, quien había muerto en un accidente de tránsito cuando apenas contaba veintitrés años. –Tenía una gabardina larga que le llegaba hasta aquí. Y se toca un tobillo. Lupe, que estaba alisándose el bigote con los dedos, sonríe de manera maliciosa. Sus ojos pequeños relampaguean. –¡Y todavía dice que no vivía pendiente de este muñecón! Esta vez, Virginia ignora la broma de su marido. Vuelve a juntar las manos, calla. Cuando rompe el silencio, es para decir que Lupe era el más golpeado de cuantos entregaban declaraciones en el cortejo fúnebre. Ella
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creyó descubrir en ese aire de pena un corazón amoroso, y recordó que su padre y sus hermanos lo describían como el mejor amigo de sus amigos. Lupe se queda serio, ensimismado. Fiel a su costumbre, se alisa el bigote. De pronto, dice que Chava –así llamaba a Salvador Sánchez– era su amigo del alma. Se emborrachaban juntos cuando no tenían combates a la vista, participaban en carreras clandestinas de automóviles. Fue la segunda vez que perdió a un amigo en forma trágica. En la infancia ya había pasado por una pena similar. –Me quedé sin Enrique. En Cuajimalpa le llamábamos el Ruso. Era mi mejor amigo, el que me defendía en la escuela cuando me atacaban chavos más grandes. –¿También murió en un accidente? –Peor que eso: lo asesinaron cuando era apenas un niño, y nunca se supo quién ni por qué. Pintor dice que quisiera ser recordado como lo acaba de definir su esposa: el mejor amigo de sus amigos. Quienes lo conocen saben que él ha cultivado una relación afectuosa con varios de sus rivales. Entonces menciona al puertorriqueño Wilfredo Gómez. Primero se contramataron en una de las peleas más sangrientas de la historia del boxeo, y luego se convirtieron en hermanos. –Yo quiero mucho a ese pinche gordo. Por primera vez, su voz se quiebra. Virginia le acaricia la calva. –Usted sabe que Willy y yo nos rompimos la madre. –Fue una pelea brutal. –Ambos salimos del ring para la clínica. –Fue como si los dos hubieran perdido. –Perdí yo, pero quien vea una foto de la pelea pensaría que el perdedor fue Willy. Quedó con la cara totalmente desfigurada. –Estaba irreconocible.
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–Yo terminé roto de todas partes. Cuando pasó el calor del combate me dolían hasta los botones de la camisa. –Terrible. –Pero eso quedó en el ring. ¿Sabe cómo nos saludamos Willy y yo cuando nos encontramos? Nos saludamos de beso, como dos mujeres. –En esta casa amamos a Willy. –Yo aprendí a quererlo cuando ya estábamos retirados. En el ring me caía mal porque era un hijo de puta. –Tú lo has dicho, mi amor: en el ring. –Un hijo de puta completo. –¿Por qué lo dice? –Era capaz de pegarle a un rival que ya tenía una rodilla en la lona. A mí esa parte de él nunca me gustó, pero ahora se la entiendo: estaba defendiendo su chamba. –Fuera del ring, Willy es como tú, mi amor, un caballero. –Un tipo padrísimo, con un corazón humilde y lleno de bondad. ¡Cómo quiero a ese pinche gordo! –Volvió a casarse hace poco, y nosotros fuimos a la ceremonia en San Juan. –A todo dar. –Nosotros nos alojamos en la casa de ellos y luego ellos vinieron a la nuestra. Ahora vuelven a tomarse de las manos. Entrelazan los dedos, juntan las mejillas. Virginia menciona otra vez a Johnny Owen. Cuando sucedió la tragedia –insiste– ella apenas tenía trece años. Fue una época en que vio poco a Lupe, pues según los rumores permanecía encerrado lidiando con la depresión. Tiempo después lo vio reaparecer con sus botas de piel de avestruz y sus carros deslumbrantes. Le encantó que hiciera bromas, que tomara tequila como en el pasado, que contara detalles de sus viajes. Para colmo de dichas, él descubrió que ella lo espiaba,
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y eso trajo como consecuencia el comienzo del romance. Entonces Virginia conoció el reverso de la escenografía. Como en el antiguo mito del circo, el payaso, más allá del maquillaje, estaba lastimado. Lupe daba en público la impresión de ser un hombre al que las cosas le iban bien, pero en la intimidad se echaba a la pena. Algo no funcionaba en su vida. Virginia detectó el problema muy pronto: seguía sin superar la muerte de Johnny Owen. Aunque repitiera sin tartamudear el argumento que mandan los cánones –“fue un accidente de trabajo”–, en el fondo se culpaba. A ratos expresaba el deseo de devolver el tiempo para negarse a hacer esa pelea. A ratos lamentaba haber lanzado aquel ataque feroz en el round doce, justo cuando notó que para retener el título estaba obligado a noquear. Debió permitir que Johnny ganara por decisión, tal y como lo iba logrando hasta ese momento. ¿Qué tanto daba perder esa pinche corona frente al valor de una vida humana? Después hubiera podido encerrarse en el gimnasio, entrenar como si fuera todavía un muchacho hambriento y recuperar sus credenciales de campeón. Virginia ignora de dónde sacó, a su corta edad, la lucidez para darle a su marido consejos tan útiles. Lo primero que hizo fue conseguir la estadística oficial de boxeadores muertos a consecuencia de los golpes recibidos en combate. –¿Cómo hizo, si en aquella época no había internet? –Hablé con don José Sulaimán… –¿El presidente del Consejo Mundial de Boxeo? –Sí, con él. Don José quería mucho a Lupe. –¿Y él le consiguió esa estadística? –Le ordenó a un subalterno que me ayudara. –¿Usted recuerda qué dato le dieron? –No, señor. –Yo hace poco leí que, desde el surgimiento del boxeo, van aproximadamente seiscientos ochenta muertos.
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–Imagínese: un montón. Con las cifras en su poder, Virginia encaró a Lupe. Tantos muertos –le dijo– evidencian lo peligroso que es el boxeo, así que más bien debería sentirse bendecido por conservar la vida. Él sobrevivió para contar la historia porque fue protegido por los ángeles. Además, tendría que considerarse afortunado, pues disfruta de una reputación como deportista ejemplar y hombre generoso. Las personas que lo conocen hablan maravillas de su buen corazón. En el medio se sabe que él es capaz de dar palmaditas cariñosas con las mismas manos con las que pegaba golpes demoledores. Al final, Virginia apeló a un recurso efectista: le dijo que si Johnny resucitara un instante, seguro le daría un abrazo. –Mírate esta parte de las manos, mi amor. Ahí es donde se ve tu alma. –Sí, las manos… –Yo le he prometido a Lupe que, si se muere primero, voy a conservar sus manos en formol. Sus manos son las de un hombre bueno. Entonces sigue hablando de la estrategia que utilizó para levantar a su marido del piso. Después de decirle que si Johnny Owen viviera seguramente sería su amigo, lo convenció de abandonar su caparazón para reencontrarse con la gente que lo quería. –Sin ti no lo hubiera logrado, Vir. –Pero todavía dices que el muerto te pesa… –Es más como un dolor. Entonces vuelve a pasarse los dedos por el bigote. Virginia le acaricia la cabeza. –Así es, mi amor. Johnny no nos pesa, nos duele. –Eso me decías, Vir. –Él no es una carga, sino una motivación. Si Johnny viviera… –Seríamos amigos.
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*** En el edificio de apartamentos donde viven Lupe Pintor y Virginia Martínez hay seis automóviles estacionados. Cuando van a salir juntos, casi siempre es Virginia quien decide cuál usarán. Esta semana han salido en el Corolla, el Cambridge y el Ford Fiesta. Ahora, mientras se suben a la camioneta Mazda cx-9 que utilizarán para ir a un restaurante, Lupe señala un Volvo color gris ratón. –Ese es el de dominguear. Es sábado. Día soleado en la Ciudad de México. Lupe dice que su afición por los autos comenzó en la adolescencia. Cuando fantaseaba con la idea de ser un campeón se veía rodeado de carros lujosos. Él no cree que lo suyo sea un fetiche derivado de su infancia pobre. Simplemente, ama los autos y punto. Entonces encoge los hombros como con fastidio, y se queda callado. Cuando abre la boca de nuevo es para decir que sus sueños se cumplieron gracias a la virgencita de Guadalupe. A estas alturas ha tenido tantos vehículos que ya perdió la cuenta. Lo que sí sabe con precisión es cuántos accidentes lleva: tres. –En dos ocasiones me volqué, y en la otra choqué de frente contra una camioneta. –Llevas cuatro accidentes, mi amor. –Tres, Vir. –Cuatro. –… –Llevas cuatro. –Ah, cuatro si incluimos el de la motocicleta. –El más terrible de todos. De repente, Lupe comienza a hablar de los vehículos en miniatura que atesora en la sala: Lamborghini, Ferrari, Rolls Royce, Porsche. Es una colección que ha armado durante años con las piezas adquiridas en sus viajes. Muchos visitantes suponen erróneamente que los
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pequeños coches están allí como un simple adorno, pero en realidad él suele sacarlos de la vitrina para deslizarlos por las barandas: necesita verlos rodar. Pintor es un chofer de espanto: se filtra con suma imprudencia entre los vehículos, acelera más de lo debido. –Maneja muy rápido, ¿no? –Normal. –Va a ciento cuarenta kilómetros por hora. –… –Ciento veinte ahora que disminuyó. –En estas calles atascadas uno no puede ir encima de sesenta kilómetros. –En este momento va a cien. –… –¿Ya le habían dicho que conduce muy rápido? –No se fíe del tablero, que está dañado. –¿Cómo fue ese accidente en motocicleta? –Un tipo se comió el semáforo en rojo y casi me mata. Estuve un año alejado del boxeo. –¿Recuerda la fecha? –Mil novecientos ochenta y tres. Ese hubiera sido mi mejor año. –¿Por qué lo dice? –Había una bolsa buenísima para la revancha contra Wilfredo Gómez. –¿Cree que le hubiera ganado? –Sí. Yo se lo he dicho a él. –¿Y qué responde Wilfredo? –Nada más se ríe y me abraza. –Virginia acaba de decir que fue el más terrible de sus accidentes. –Me reventé todo. Tuvieron que atarme las mandíbulas con alambre. –Terrible.
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–Encima del labio hay una cicatriz fea. Por eso ando con este bigote greñudo. –Si no tuviera esa cicatriz, ¿se afeitaría? –Claro. Lupe Pintor sonríe. –Es que el accidente también me dejó chimuelo. –¿Chimuelo? –Me arrancó varios dientes de arriba. –Ha podido ser peor… –Tengo prótesis. La camioneta se introduce por el espacio entre dos vehículos. Como la avenida está descongestionada, Pintor acelera. Sobrepasa a todo el mundo, zigzaguea. Muy pronto, el velocímetro vuelve a ciento cuarenta. –¿Alguien le había dicho que conduce a velocidad excesiva? Pintor ignora por segunda vez la pregunta. Tras varios segundos señala, por fin, que sus amigos lo acusan de parecer más un ex automovilista que un ex boxeador. Entonces sonríe. Luego, mientras frena ante un semáforo en rojo, insiste en que el tablero de la velocidad está estropeado. –Usted dijo hace dos días que había participado con Salvador Sánchez en carreras clandestinas de automóviles. –Varias veces. Virginia saca del bolso un espejito y empieza a maquillarse. Pintor arranca de nuevo, pero esta vez despacio. –A Chava sí que le gustaba la velocidad. –A él y a usted. –Muchas veces corrimos juntos. –¿Usted imaginó que él moriría, precisamente, dentro de un carro? –Nunca pienso en eso. –Pero tiene lógica temer algo así cuando uno ve a alguien conduciendo tan rápido.
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–Lo de Chava fue distinto. –¿Por qué? –Chava no murió por estar dentro de un auto, sino por andar manejando borracho. A él nunca le pasó nada malo cuando participábamos en las carreras. –¿Usted quiere decir que si uno está sobrio puede manejar a cualquier velocidad? –No. Hay límites. –Ya. –Chava estaba en una fiesta. Dicen que se caía de la borrachera. –¿Usted nunca ha manejado borracho? –Ni loco haría eso. –… –He sido muy sano. Usted no me lo ha preguntado, pero le voy a decir algo: no he probado ninguna droga. Una vez, cuando era campeón mundial, me pusieron por delante una bandeja con cocaína. –La lista de boxeadores destruidos por la droga es larguísima. –Quien entra, no sale. –Así es. –A mí me costó mucho llegar adonde llegué como para salir a botar mi lana en el vicio. Virginia se aplica lápiz labial. A través del espejo retrovisor, parece ausente de la conversación. Frota los labios, luego los posa sobre un pañuelo facial. Pintor sostiene que la renta le alcanzaría para quedarse sentado, pero enseguida aclara que, por su salud mental, prefiere mantenerse activo. Por eso trabaja como instructor particular de boxeo, y además tiene un contrato temporal con el sistema de transporte público del D.F. Esa vida desahogada –añade– sería impensable si hubiera despilfarrado en droga el dinero que ganó en el ring. Virginia guarda el espejo en el bolso. Toma la palabra. –Yo le respondo la pregunta de hace un ratito.
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–¿Cuál? –A Lupe sí le han pedido que saque el pie del acelerador. –¿Usted se lo ha pedido? –Yo no. Y se ríe. –Un día llegó en motocicleta a mi casa. – Ajá. –La motocicleta del accidente. –Ajá. –Mi hermana le pidió un paseo, y se fueron. Cuando regresaron, ella estaba pálida. Me dijo que no sabía quién era peor, si él por manejar como loco o yo por no decirle nada. Vuelve a reírse. Pintor acelera otra vez. –¿Usted no teme morir en un accidente? –Nunca pienso en eso. –… –… –Me parece que ahora lo comprendo todo. –¿Qué comprende, señor periodista? El chofer apresurado y el boxeador fiero están forrados con la misma piel. Ambos transparentan una personalidad vindicativa. Necesitan desquitarse de algo que en su momento los martirizó, como un puñetazo o una carencia. El primero hunde el acelerador sin preocuparse por las consecuencias, el otro se acerca a la zona de peligro aunque tenga el rostro ensangrentado y las manos rotas. Los dos asumen riesgos para encontrar más grandioso el arribo a su destino. Al final de la pelea, el campeón levanta su corona; al final del viaje, el chofer desciende orondo de su auto lujoso. Pintor oye, impasible, la exposición. Disminuye la marcha, se alisa el bigote con los dedos. Desafiar las carreteras y ponerle el pecho a los golpes son dos
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caras de la misma moneda. Virginia asiente con la cabeza. Marido y mujer siguen, expectantes, el curso del argumento. Barry McGuigan, que nació en el Reino Unido como Johnny Owen, le contó a la escritora Joyce Carol Oates que se convirtió en boxeador cuando descubrió que no podía ser poeta ni narrar historias. Quien elige lanzar golpes, acepta recibirlos y, en ese intercambio feroz, la muerte es una posibilidad aunque todos prefieran ignorarla. Los boxeadores ascienden hacia la cima por una escalera edificada con los huesos de sus rivales. Se muere y se mata, decía el legendario Archie Moore. Justo por lo aterradora que resulta una actividad tan próxima a la tragedia, Joyce Carol Oates confiesa que prefiere ver los combates en diferido, “cuando ya están definidos como historia”. Pero los boxeadores no tienen semejante opción. Para verse a sí mismos en diferido, deben treparse antes en el ring. Pegar, recibir. Se muere y se mata. Pintor frena ante un nuevo semáforo. Subraya la frase mientras se alisa el bigote por enésima vez. –Se muere y se mata. A la posibilidad de morir se le contrapone la no menos terrible de matar. –¿Estás oyendo, Vir? Así es la chamba de nosotros. –Tú eres un bendecido, mi amor, tú has tenido ángeles protectores. –Y cuates, Vir. Uno de esos cuates –dice Virginia a continuación– es Dick Owen, el padre de Johnny. Lo conocieron en 2002, veintidós años después de la tragedia. A comienzos de ese año, habían recibido la llamada telefónica de un delegado del Consejo Mundial de Boxeo, que se identificó como portador de una propuesta importante: la familia Owen se aprestaba a homenajear a Johnny, y quería que Lupe estuviera presente.
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Lupe y Virginia viajaron entonces a Merthyr Tydfil, el pequeño pueblo de Gales donde vivían los Owen. Participaron en varias misas, asistieron a diversas cenas, concedieron múltiples entrevistas sobre la espiritualidad y la misericordia. A la hora de develar el monumento de Johnny, Lupe y Dick posaron juntos ante los fotógrafos. Un año después se vieron en Los Ángeles, y más tarde, en la Ciudad de México. En cada encuentro, Dick le aconsejaba a Lupe desterrar el sentimiento de culpa. Todos en su familia sabían que tanto Lupe como Johnny habían sido simples marionetas de la Fatalidad. Esa es la razón –concluye Virginia– por la que su marido no siente miedo. Entonces Lupe se estaciona frente al restaurante. Luce tranquilo, recio. Mientras se alisa el bigote con los dedos, dice que hay dos ángeles cuidándolo desde el cielo. Uno es Enrique, su amigo de infancia. –¿Y el otro? –El otro es Johnny, que en paz descanse. –Que en paz descanse, mi amor.
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Las luces de Ana Lizeth* Septiembre de 2012
Todavía a mediados de los años ochenta, la colonia Villanueva carecía de energía eléctrica. Entonces, en la casa de Ana Lizeth Flores sólo había un televisor en blanco y negro conectado a una vieja batería de carro. La carga le demoraba, más o menos, tres horas diarias. –Cuando se acababa –dice Ana Lizeth–, ¡adiós programa favorito! La colonia Villanueva se levanta sobre una meseta en las afueras de Tegucigalpa. Para adentrarse allí es necesario franquear un corredor estrecho que más bien parece una plaza de mercado: hay tenderetes a ambos lados, vendedores ambulantes, montones de transeúntes. Estamos atravesando este embrollo inicial para ascender hacia la parte más alta del barrio, la cual se encuentra a quinientos metros sobre el nivel del mar. Subiremos hasta allá porque Ana Lizeth quiere mostrarme el lugar en el que pasó muchas noches a oscuras durante su adolescencia. Avanzamos en su camioneta Nissan Frontier 4x4 a través de una cuesta sin pavimento. El terreno es escarpado, cubierto de piedreci* Este texto es parte de Hacer la América, una colección de historias sobre desarrollo apoyada por la Corporación Interamericana de Inversiones, miembro del Grupo bid. © 2014 Inter-American Investment Corporation.
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llas. Un perro escuálido tumbado en el suelo se aparta despavorido cuando el vehículo le ronronea por el costado. Por su terreno deleznable, la colonia Villanueva es una zona propensa a derrumbes. Aún se le considera uno de los barrios más pobres de Tegucigalpa, pero hoy, por lo menos, tiene servicio de electricidad. Y lo tiene, en parte, gracias a Ana Lizeth. Cuando ella cobró el primer sueldo como profesional, compró un transformador y varios metros de cable. –Allá en aquel poste –dice– instalamos el transformador. Yo me emocioné mucho porque lo compré un mes de diciembre, y así le pude regalar una Navidad feliz a mi familia. A partir de aquel momento, la vida en el barrio comenzó a girar en torno al transformador: varios vecinos compraron cables eléctricos y le pidieron permiso al padrastro de Ana Lizeth para enlazarse al incipiente sistema de energía. Otros se conectaron sin autorización. Al multiplicarse los usuarios más allá de lo racional, la luz derivó en una llama muy débil que, finalmente, se extinguió. Los habitantes tuvieron que pasar algunos meses más sumidos en las tinieblas, antes de ver resuelto el problema. Y lo vieron resuelto, en parte, por la misma Ana Lizeth: su iniciativa le generó al gobierno un compromiso político. Ana Lizeth detiene la camioneta y señala con el dedo un caserón deshabitado al fondo de un amplio solar cundido de maleza. En ese patio –dice– su padrastro sembraba papayos, mangos, limeros, cafetos y naranjos. Eso sí: allí jamás prosperó el aguacate. Ana Lizeth atribuye tal adversidad a la mala mano que su padrastro tenía para ese tipo de árbol. –Lo intentó en todas las fases de la Luna y nunca le dio resultado. Sembró de día, de noche, de madrugada, ¡y nada! Un día le aconsejaron que echara cal alrededor de la semilla, pero eso tampoco sirvió. Aquellos años sin luz están registrados en la memoria de Ana Lizeth como los más duros de su vida. Por las noches le tocaba ilu-
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minarse con velas para hacer las tareas escolares. Como la colonia Villanueva tampoco contaba con servicio de acueducto, había que arrear agua desde una quebrada. En su familia casi siempre le asignaban esa tarea a ella, por ser la hija mayor. –Yo creo que de tanto arrear agua fue que se me pusieron estos brazos tan gordos –dice, y me los muestra. A continuación parquea la camioneta y anuncia que me revelará un secreto. En este punto en el que nos encontramos se paraba ella todas las tardes para ver cómo en el resto de la ciudad –allá abajo, allá lejos– se encendían las lámparas. Era un juego divertido: por un lado, disfrutaba al contemplar la aparición de los puntitos brillantes en el horizonte. Y por el otro, se prometía que cuando fuera adulta viviría en un barrio iluminado. Cuando Ana Lizeth hacía su juramento, en 1984, tenía trece años. Hoy tiene cuarenta y uno. En aquel momento se encontraba en la escuela preparatoria, ahora es contadora pública. En 1984 no tenía, como se dice coloquialmente, ni dónde caerse muerta. Era una adolescente tímida sin amistades en el barrio. Veintiocho años después, es la dueña de Tortillas Catrachitas, empresa número uno de su ramo en Honduras. Ahora es desenvuelta, se codea con gobernantes y empresarios. En los últimos tiempos ha recibido varias distinciones importantes. La han condecorado, entrevistado, celebrado. Ahora la bañan los reflectores que le fueron tan esquivos cuando vivió su adolescencia en esta calle. *** Esta noche, Tegucigalpa se ve oscura. Hace unos minutos, Ana Lizeth vino con su hija Sara a recibirme en el Aeropuerto Internacional Tocontín. Ahora vamos rumbo a mi hotel.
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La oscuridad se debe, en parte, al deficiente alumbrado público, y en parte a que contemplamos la ciudad a través de los vidrios ahumados de su camioneta. Le digo que en Colombia hay restricciones para los vidrios de ese tipo. Sólo se les permiten a ciertos personajes vinculados de alguna forma al poder: ministros, banqueros, diplomáticos. Sería temerario autorizar su uso indiscriminado. Ana Lizeth responde que en su país no existen tales limitaciones y sí muchas razones para preocuparse. En un vehículo de ventanillas opacas hay más posibilidades de resguardarse. Porque, definitivamente, ya no se sabe quiénes circulan por las calles, y menos en las horas de la noche. Tegucigalpa se ha vuelto una ciudad insegura. –¿La inseguridad tiene algo que ver con el alumbrado público? –No creo. Aquí se corre peligro de noche o de día. –¿Siempre es tan oscura la ciudad? –El alumbrado es malísimo. Antes no era así. Cuando Ana Lizeth me deja en el hotel, busco en internet información sobre los temas que me planteó en el camino. Encuentro noticias de homicidios, de asaltos callejeros. Un diario anuncia en primera página la visita del consejero de seguridad nacional de Estados Unidos, Denis McDonugh, quien se declara alarmado por el incremento de la criminalidad en Honduras. Otro publica un reporte de Naciones Unidas según el cual Honduras registró en 2011 una tasa de noventa y dos asesinatos por cada cien mil habitantes, “la más alta del mundo”. También leo que un millón de los siete millones cuatrocientos mil habitantes del país están desempleados, y que, según la Comisión Económica Para América Latina (Cepal), Honduras tuvo en 2011 el mayor indicador de pobreza en el continente: 67.8 por ciento. –La pobreza es antigua –dice ahora Ana Lizeth, mientras estaciona su camioneta en las afueras del restaurante Criollos. Nos encontramos, me informa, en el sector residencial Las Hadas. Empezamos a caminar bajo un sol radiante. A primera hora de
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la mañana estuvimos en las dos colonias populares donde ella tiene un par de contenedores habilitados como tiendas de sus productos. Fuimos también a una reunión de pequeños empresarios en la Cámara de Comercio. –¿Quieres decir que la pobreza es anterior al gobierno actual? –Es anterior a todos los gobiernos. La pobreza existe desde antes de que tú y yo naciéramos. –¿Nada que hacer, entonces? –Mira, existe la pobreza pero también existen las oportunidades. Nos sentamos a la mesa. La mansión lujosa que se ve de aquel lado –dice, y la señala con el dedo– fue construida por Ramón Matta Ballesteros. A continuación me pregunta si sé de quién se trata. Digo que por supuesto: Matta fue un narcotraficante hondureño tan pintoresco como siniestro, que tuvo nexos con el Cártel de Medellín. Allá en Colombia estuvo encarcelado, pero un juez le autorizó la libertad condicional, y de inmediato se fugó de nuestro país. Ana Lizeth señala que, durante su apogeo, Matta se ofreció a pagar la deuda externa de Honduras. A finales de los años ochenta, fue capturado en Tegucigalpa por agentes estadounidenses. Desde entonces purga una condena a cadena perpetua en una prisión de Colorado. –Tenemos problemas parecidos –suspira. Entonces vuelve a hablar, súbitamente, de los vidrios ahumados de su camioneta. A ella le toca observar ciertas precauciones, ya que hace dos años estuvo secuestrada. Fue una experiencia horrible, lo más horrible que le ha sucedido en la vida. Para intimidarla, los secuestradores le recitaban ciertos pormenores de sus hijas: nombres, edades, horarios de clase. Sabían, además, en qué banco consignaba ella el dinero y qué cantidad tenía. El mesero llega de pronto a tomarnos la orden. Mientras ojea la carta, Ana Lizeth me sugiere probar algo típico de Honduras. Por ejemplo, un plato llamado casamiento: trae cerdo,
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arroz de frijoles, huevo picado, tajadas de plátano maduro y un refrescante jugo de horchata, muy apropiado para estos calores. –Quizá te dé un poco de sueño –sonríe–, pero deberías probarlo. Cuando el mesero se retira, Ana Lizeth retoma la historia del secuestro. Los hampones –dice– no le creían cuando decía que era la única persona que sabía la clave de su cuenta bancaria. Por tanto, se negaban a dejarla ir al banco a retirar el dinero. Accedieron al quinto día, después de muchas súplicas. Ella aún recuerda con terror aquel momento. Mientras se dirigía a sacar la plata, era seguida sigilosamente por algunos secuestradores. ¿Cuántos? No podría decirlo porque los tipos le dijeron que como mirara hacia atrás, la matarían, y también matarían a las niñas. En este punto, sus ojos se humedecen. Saca del bolso un pañuelo desechable, se enjuga las lágrimas. Ella sería incapaz de arriesgar por dinero su vida o la de sus hijas. Así que, definitivamente, no iba a delatar a los captores ni a rebelarse contra ellos pero, ¿qué tal que de todos modos la policía se enterara? Corrían peligro ella y sus niñas. Sigue llorando. Después dice, levantando el tono de la voz, que ella fue, al mismo tiempo, la secuestrada y la persona que rescató a la secuestrada. Además retiró el dinero a plena luz del día, un día soleado como este, en un banco lleno de gente. Eso demuestra lo inseguro que está el país. –¿Por eso usas los vidrios ahumados? –Por eso. El mesero nos trae el pedido. Entonces cuenta que se endeudó, que hipotecó la casa. Pero se ha ido reponiendo del golpe porque es hija de Dios, y Dios es grande y ama a sus hijos. –Yo soy muy creyente. Todo el que tenga a Dios en su corazón
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vivirá siempre fortalecido como el búfalo y rejuvenecido como el águila. Comemos. Callamos. Reanudamos la conversación. De repente, tal y como lo ha hecho en otros momentos, Ana Lizeth comienza a hablar de las dificultades de su adolescencia. Cita la falta de amigos, los malos tratos de su madre biológica. Entre los ocho hijos de la familia –siete mujeres y un varón– ella era la única que tenía un padre distinto. A los doce años la llevaron a una notaría y le cambiaron el apellido de ese padre fantasmal –Romero– por el de su padrastro. Como en su casa siempre era la que recibía los peores regaños y debía hacer las tareas más pesadas, creció convencida de que nadie la quería. Mentiría si dijera que pasó hambre, pero tampoco podría decir que se crió comiendo manjares. Sufrió carencias, como todo el mundo en la colonia Villanueva. Sin embargo, jamás sintió ganas de robar o secuestrar. En este punto es enfática: nada justifica privar a un ser humano de la libertad. Hay pobreza, de acuerdo, pero también hay oportunidades. Ana Lizeth insiste en que es muy creyente. Ante los ojos de Dios, quienes secuestran son infames y merecen castigo. Aquí cita un precepto escrito en la Biblia: castigar a los hombres para corregir sus culpas. Castigar al que hace el mal es amparar al que hace el bien y, por consiguiente, es impartir justicia. De modo que a ella no le avergüenza confesar que se alivió cuando conoció el triste final de sus captores. –Una mañana abrí el periódico y vi la noticia: habían dado de baja a varios secuestradores, como a ocho. Los reconocí inmediatamente en la foto. –¿Eran los mismos que te habían secuestrado a ti? –Los mismos.
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Cuando el camarero nos entrega la cuenta, Ana Lizeth abre su billetera. Noto que, en la fotografía de la cédula, quedó con un copete enorme. –¿Por qué recibiste esa noticia con alivio? –Tenía miedo de que volvieran a secuestrarme. –¿Ahora te sientes segura? –¿Segura? Lo único seguro es la muerte. Tegucigalpa se ha vuelto peligrosa. Por ahí andan los maras extorsionando a los comerciantes en las colonias. Han muerto muchos que se negaron a pagar. –¿Se han metido contigo? –No. ¡Ay, pero no hablemos más de eso! *** Ana Lizeth cree que está viviendo el mejor momento de su vida. Casi a finales del año recibió el Premio Mujer Emprendedora 2012 que le otorgaron la multinacional Walmart, la organización Voces Vitales y la Cámara de Comercio e Industrias de Tegucigalpa. El jurado destacó que su empresa, al otorgar por lo menos veinticinco empleos directos, genera un impacto social notable. Y también consideró que gracias a Ana Lizeth las ancestrales tortillas de maíz saltaron desde el fogón artesanal de las abuelas hasta los supermercados de cadena. –Cuando estoy con extraños y digo que hago tortillas, me miran así… Hace una mueca teatral parecida a la de alguien que acabara de chupar una naranja muy agria. –¿Es una mirada despectiva? –Tal vez. Una mirada como de… –¿Desprecio? –Una mirada rarísima. Por la calle en la cual estamos parqueados, la calle de su adolescencia en la colonia Villanueva, han transitado durante este rato
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muchos niños. Algunos patean un balón, otros caminan con sus morrales escolares terciados a la espalda. Niños recién vestidos, niños sudorosos, niños que salen, niños que entran, niños de diferentes edades y de diferentes tamaños. Al verlos, uno recuerda la frase que acuñó el escritor colombiano Fernando Vallejo para caracterizar a los pobres de América Latina: “enjundia reproductora”. –¿Cómo te miran cuando dices que elaboras tortillas? Hace la misma mueca teatral, suelta una carcajada. –No sabría decírtelo con palabras. Me miran así, de pies a cabeza, como buscando algo. Yo creo saber qué es. –¿Qué es? –Me miran como preguntándose dónde dejé el delantal. Ambos reímos. En Honduras, dice a continuación, asar tortillas siempre fue visto como un oficio para mujeres de chanclas y delantal, es decir, necesitadas: ancianas solas, viudas llenas de críos, madres solteras, muchachas sin estudios. A fin de cuentas, es una alternativa en la cual requieren la mínima inversión. Ellas no necesitan arrendar costosos locales comerciales para despachar sus tortillas: pueden estacionarse en cualquier esquina, al aire libre, con la certeza previa de que el producto se les agotará en menos de lo que canta un gallo. Abro mi libreta de apuntes y comparto con Ana Lizeth unas palabras de Martha Lila Cáceres, administradora de la Escuela Agrícola Panamericana, que le compra tortillas a ella: “Para los hondureños, la tortilla es como la sal: está en la mesa del rico y en la del pobre”. –Así es –dice ahora Ana Lizeth–. Por eso mismo es baratísima. Sigo hojeando mi libreta. Ahora reviso el testimonio de Carla Ruiz, gerente de talento humano de la Cámara de Comercio. Ella integró el jurado que recientemente le otorgó el premio a Ana Lizeth. “¿Por qué se hornean tortillas en las casas?”, se preguntó, y enseguida dio la respuesta: “Por tradición cultural y porque se amoldan a nuestra situación económica. Mira, aquí hay gente que cuando se
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come una tortilla es consciente de que esa podría ser su única comida en el día”. –Es la verdad –confirma Ana Lizeth. Luego agrega que cinco lempiras –unos veinticinco centavos de dólar– alcanzan para comprar cinco tortillas. Con esa cantidad almuerzan dos personas. Cada tortilla se rellena con fríjoles o con queso rallado o con picadura de cebolla, tomate y ají, ¡y listo! Más económico que eso no hay nada. Difícil imaginar, digo, que alguien logre prosperar elaborando tortillas de manera tan básica y vendiéndoselas a ese tipo de comprador menesteroso. Ana Lizeth aclara que en Honduras no solamente la gente de bajos recursos compra tortillas callejeras. También lo hacen el alcalde, la esposa del ministro y el gerente del banco más importante, porque es una costumbre que viene de las abuelas. A continuación señala que si yo me plantara en cualquier avenida de Tegucigalpa donde hubiera una tortillera, vería llegar a muchos clientes en automóviles lujosos. Adquieren el producto sin siquiera bajarse del carro, y se van. Ellos podrían comerse las tortillas en un restaurante fino, o comprarlas empacadas en el supermercado, pero prefieren las de la calle, exaltadas desde siempre por la tradición. En este punto sonríe y dice que las tortillas más sabrosas son las caseras. Y si tienen pintados los dedos de quien las amasó –bromea– son aún mejores. Ahora bien: es necesario diferenciar entre la producción artesanal y la industrial. La primera es cultivada informalmente por miles de mujeres; la segunda, apenas por cinco grandes empresas a lo largo y ancho del territorio nacional. Una mueve volúmenes reducidos; la otra, cantidades enormes. La mujer que elabora tortillas de manera artesanal lleva a cuestas todo su capital, una especie de caja menor ambulante que se vacía y se llena en cada jornada. Tan pronto como desocupa su canasto en la misma esquina de siempre, sabe que no recibirá ni un lempira más en lo que resta del día. La empresa grande
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necesita muchos empleados para atender sus pedidos. Cuece en hornos avanzados, se relaciona con compradores mayoristas, reparte en camiones y mantiene un flujo constante de utilidades en los bancos. Quiero saber si en la colonia Villanueva quedan matronas que se dediquen a elaborar tortillas de manera artesanal. Ana Lizeth responde que no conoce a ninguna, pues ella salió de aquí hace veinticinco años. Seguramente hay varias, agrega. Después de quedarse pensativa un instante, advierte que entre las ventas callejeras que vimos en la parte de abajo, cuando entramos al barrio, había puestos de tortilla. *** Ahora nos parecerá un peinado muy anticuado, advierte Ana Lizeth, pero hace veinticinco años era, como se dice, el último grito de la moda, lo máximo. Entonces saca su cédula de ciudadanía y me la entrega. Veo a una joven con un mechón de pelo abombado sobre la frente. Ana Lizeth pasa el dedo índice sobre la foto, sonríe. –Ese copete lo usábamos todas, todas. Si alguna dice que no, miente. Eran los años, digo, en que causaba furor la serie de televisión protagonizada por el extraterrestre Alf. Supongo que ese era uno de los programas que ella quería ver en el viejo televisor que su padrastro conectaba a la batería del carro. Dice que no: Alf apareció después. Luego señala que todavía es capaz de hacerse el viejo peinado, y además en tiempo récord. Así que se agarra la coronilla con una mano, introduce en el pelo los dedos de la otra, y zas. Fácil, alardea, mientras sacude la cabeza en forma teatral. Curioseo la cédula. Veo, en primer lugar, la fecha de nacimiento: 14 de julio de 1971. Busco el dato de la estatura pero no aparece. Entonces la miro a ella: calculo que mide metro sesenta o quizá un poco menos.
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La mujer morena y de hombros anchos que se encuentra a mi lado sólo presenta un cambio ostensible en relación con la muchacha que hace veinte años se tomó esta foto para refrendar su ciudadanía: hoy tiene el rostro abotagado. Del resto es idéntica aunque con unos años más. La similitud depende, en gran medida, de los copetes de ambas: encrespado el de la señorita, lacio y rojizo el de la señora. Aun si no compartieran el peinado, sería posible equipararlas por la boca carnosa y los ojos brillantes. –¿No he cambiado mucho, verdad? –No. Ana Lizeth aclara que, en todo caso, antes era delgada. Ahora ha subido un poco de peso, pero hay que tener en cuenta que es madre de dos hijas. Eso influye. Si luce rolliza no es sólo porque ame la buena mesa sino también porque desde chiquita aprendió a hacer oficios. Ella no es de esas jefas que se la pasan diciendo pónganme esto aquí o quítenme eso de acá o hagan tal mandado o cómprenme aquello. Ella empaca si hay que empacar, le lleva el pedido al cliente si es necesario. Y está visto que ciertos trabajos robustecen. –Yo casi siempre tengo las uñas así como me las ves –y las muestra. Ni largas ni cortas, llevan apenas una capa de esmalte transparente. Nos encontramos en su casa, ubicada en la elegante colonia Primavera. Al entrar, atravesamos un amplio vestíbulo, luego un jardín interior que tiene una fuente seca de mármol y varias matas de buganvilia. Ahora estamos aquí, en la reducida sala, donde también prevalece el barroquismo: muebles Luis XV, alfombra persa, vitrina rinconera, lámpara de lágrimas. Al otro lado de la puerta abierta que tengo a mi lado, más allá de un patio estrecho, queda la planta de producción de Tortillas Catrachitas. Pese a que es domingo, el personal labora a marchas forzadas para completar el pedido de siete mil tortillas que hay que entregar
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mañana en la Escuela Agrícola Panamericana. Ana Lizeth se ha pasado la tarde de aquí para allá y de allá para acá. Ahora está en el sofá de la sala, peinada al estilo Alf. Sus dos hijas celebran a carcajadas la ocurrencia. –¿Cuántos años tienen las niñas? –Sara, once, y Valeria, tres. A Sara la tuvo con su primer marido –no lo cita por su nombre– y a Valeria con el segundo, que se llama Ángel y está en este momento al otro lado, trabajando en la producción. Valeria ha intentado, toda la tarde, robarse mi atención. Primero fue a la fábrica y me trajo una tortilla, después entró a la cocina y me trajo un té frío. También me ha traído chocolates, pedacitos de pan, confites. Hubo un momento en que subió a su alcoba y me trajo una almohada para que recostara la cabeza. Cuando la ignoro, se enoja y me da puños en el hombro. Así sucedió, por ejemplo, cuando pidió ser ella quien endulzara el café negro que me brindó Ana Lizeth y yo no le respondí porque estaba distraído. Ahora ríe al ver el peinado estrambótico de su madre. –Esa niña es lo más tierno del mundo –dice Ana Lizeth–. ¿No ves cómo regala sus cosas? Ana Lizeth se desbarata el copete con un nuevo ademán histriónico y vuelve a su look actual: el cabello suelto sobre los hombros, acicalado de manera impecable. Siempre parece recién salida de la peluquería, salvo cuando se mete de lleno en la fábrica a trabajar. Entonces se lo recoge en una moña y luego se lo cubre con una gorra de beisbolista. Las dos niñas vuelven a reír. –Yo no quiero que a ellas les falte nada de lo que me faltó a mí. –Por lo menos, luz no les falta. –Ni les faltará. Ahora se recoge el cabello y me invita a pasar al lado, a la fábrica. Sara se viene detrás de nosotros.
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Caminamos. Todo esto existe, dice, porque ella no se dedicó a lamentar la pobreza sino a buscar las oportunidades. Cualquiera que la hubiera conocido en la adolescencia habría vaticinado que jamás sería profesional, pues ni siquiera tenía luz eléctrica en la casa para hacer las tareas del colegio. Sin embargo, estudió una carrera administrativa. Luego fue capaz de arriesgarse en un negocio que le era desconocido, porque quería ampliar sus posibilidades de desarrollo personal. Ana Lizeth siente curiosidad por saber qué dijo Héctor Moreno sobre ella en la entrevista que le hice. Antes de oír mi contestación, advierte que Moreno fue un ángel en su camino, pues le concedió el préstamo con el cual nació Tortillas Catrachitas. Lo hizo a pesar de la inexperiencia de ella en este tipo de negocios. –¿Por qué? –pregunta, con aire vanidoso–¿Por qué? Es evidente que conoce la respuesta. –Dice que te vio empuje. –Empuje y seriedad. –Claro, también habló de la seriedad. Dijo que tenías convicción. Los trabajadores siguen preparando el pedido de la Escuela Agrícola Panamericana. Israel Hernández, el administrador, dice que quiere decir algo sobre su jefa. –Adelante. –Lo mejor que ella tiene usted nunca lo va a ver, porque es invisible. –¿Y qué es? –Uno de los Salmos lo dice: “Todo lo que hagáis, hazlo para Dios. No lo hagáis para el ojo del hombre, porque la recompensa no viene del hombre sino de Dios”. Ella aplica eso al pie de la letra. –Dime un mérito de ella que sí se vea. –Todo esto que está aquí –y señala el horno–. Con una tortilla de esas y un poco de café, un niño pobre ya puede irse para la escuela.
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Sara pregunta qué es un Salmo. –Una de las partes de la Biblia, sobrina –responde Israel. Sara es lo contrario de Valeria: calmada, taciturna. De pronto, después de permanecer un momento sin abrir la boca, dice que cuando sea grande estudiará periodismo. Luego se queda callada otra vez, mirándolo todo de manera fija, sin pestañear. Al rato me muestra una bolsa de Tortillas Catrachitas y me pregunta si sé quién es la niña indígena de balaca y trenzas que aparece de pies en la etiqueta. Como muevo la cabeza en sentido negativo, responde su propia pregunta. –Soy yo. Ana Lizeth confirma la información. Añade que el logotipo fue hecho tal y como ella lo pidió: sencillo. –Cuando monté la empresa sólo había nacido Sara. –¿Por qué la dibujaron como indígena? –¡Nosotros somos indios! Luego cuenta cómo surgió el nombre de su empresa. En Honduras hubo un militar poderoso de apellido Xatruch. Debido a su influencia en Centroamérica, los hondureños empezaron a ser distinguidos con el apelativo xatruches. Se cree que el vocablo fue degenerándose hasta llegar a catrachos, y luego penetró tanto en el gusto popular que casi se convirtió en el gentilicio de los habitantes. Por eso, Ana Lizeth estima que el nombre de su empresa genera una atracción fácil. Ella ha recibido cartas de compatriotas suyos que viven en el exterior y le cuentan que quieren tener su producto en la mesa. No sólo se refieren a las tortillas, sino también al nombre. Es que el nombre cala, vende. Cuando un hondureño está lejos del país y oye decir “catracho”, se conecta inmediatamente con sus raíces. Ángel, el marido de Ana Lizeth, ordena en un mesón las tortillas que salen del horno. Las cuenta, las empaca en lotes de veinte. En América Latina, digo, los pobres encienden el fogón para multiplicar los panes que no tienen. Por eso hay tantas ventas de
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comida en las calles: cocinar es resistir. Es prender todas las luces que estaban apagadas. –Ah, las luces –dice Ana Lizeth–. ¿Te cuento un sueño que tuve a los seis años? –Cuéntamelo. –Había nubes oscuras. En el cielo se abrió un hueco y brotó un resplandor. Una mano enorme empezó a descender sobre la tierra. La gente pegaba brincos y se montaba en la mano. Yo no sabía por qué hacían eso, pero me subí también, y cuando me subí me sentí segura. –¿Tú crees que esa mano ha estado contigo todo el tiempo? –Es lo que estoy tratando de decirte. *** Seguimos estacionados en el mismo lugar donde Ana Lizeth se ubicaba en la adolescencia para contemplar las luces de la ciudad. El sol cae a plomo. Hace poco, un locutor en la radio informó que la temperatura es de veintiocho grados centígrados. En Tegucigalpa el calor excesivo suele anunciar lluvias, dice, y en seguida me pregunta si quiero que encienda el acondicionador de aire. –¿De qué sectores eran las luces que veías desde aquí? –Esto aquí está altico. ¿Sí notas toda esa porción de ciudad? Yo supongo que las luces que más veía eran las de los barrios cercanos. Ahí al lado tenemos la colonia Kennedy, más abajito está el Hato de Enmedio, aquello de allá es Villa Oriente. Digo que tanto la oscuridad del pasado como el sol del presente son metafóricos, representan las dos fases antagónicas de su vida. Ana Lizeth responde con un movimiento afirmativo de la cabeza. Luego dice que ella, por su condición de cristiana, prefiere una interpretación religiosa. En la Biblia está escrita la parábola de las vacas flacas y las vacas gordas, así como otras que nos recuerdan
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nuestras permanentes fluctuaciones: a la sequía le sigue la multiplicación de los peces; al éxodo, el retorno. Su travesía entre la vela y la lámpara de cristal obedeció al designio de un Ser Supremo. Tal designio, digo, jamás favorece a las miles de tortilleras que andan por ahí con su canasta enganchada en el brazo. El escaso dinero que esas mujeres se guardan en el bolsillo derecho al final de la jornada es casi el mismo que se sacan del izquierdo al comenzar la mañana. –Yo pude haber sido una de esas mujeres. –¿Siempre quisiste hacer tortillas? –No, recuerda que estudié contaduría. –Pero, ¿imaginabas en la adolescencia que tendrías una empresa grande de tortillas? –Que tendría una empresa grande, sí. Lo pensaba desde chiquita cuando me paraba aquí a mirar las luces del otro lado. –Una empresa grande pero no sabías de qué. –Exacto, no sabía de qué. Yo soñaba era con tener una flota aérea. Me veía en sueños pilotando un avión. También me gustaba la historia. –¿Cómo se dio lo de las tortillas? –Ahí es donde aparece el designio del Señor. Entonces narra la historia: en el año 2005 ella manejaba la contabilidad en la empresa de los Günther, dos hermanos gemelos, hijos de un alemán y una hondureña. La empresa les suministraba nachos –triángulos fritos de maíz– a varias salas de cine. Un día, los proveedores de los Günther quedaron mal, así que existía el riesgo de que ellos también les incumplieran a sus clientes. Se necesitaba una solución urgente. Ana Lizeth no sabía cómo preparar los tales nachos, pero dijo que se le medía al reto. El producto que hizo no le gustó al dueño del cine. Ella lamentó el descalabro, se deprimió. Cuando recuperó el ánimo se planteó la siguiente inquietud: ¿qué tal si se dedicara a elaborar tortillas? Lejos de sumarse a las mujeres
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tortilleras de las avenidas, su idea consistía en forjar una empresa sólida que contara con clientes corporativos. El plan sonaba bonito, muy bonito. Lo malo era que carecía de dinero. Tampoco tenía máquinas industriales ni autorización para fabricar alimentos. ¿Quién dijo miedo? Si alguien lo dijo, no fue ella. Compró a crédito un horno vetusto que producía un poco más de mil unidades por hora, solicitó un préstamo bancario y se lanzó a la aventura. Al principio las tortillas se le desbarataban, o se vencían prácticamente en el momento mismo en que salían al mercado. Tiempos de pérdidas, de sacrificios, de aprendizaje. Poco a poco se fue consolidando hasta llegar al estado actual. Tortillas Catrachitas tiene veinticinco empleados, fabrica siete mil doscientas unidades por hora, distribuye en supermercados de cadena y en multinacionales como Walmart, abastece a grandes empresas locales, maneja una línea de panadería y está presente en dos sectores populares de Tegucigalpa a través de sendos contenedores habilitados como tiendas. –Nada mal, Ana Lizeth. ¿Por qué pudiste haber sido una tortillera de las esquinas? –No sé si tortillera, pero pude haber sido como ellas. ¿Qué tal que me hubiera quedado en estos barrios sin estudiar una carrera? Yo me esforcé bastante. Dios dijo: “Ayúdate, que yo te ayudaré”. –¿Cómo prefieres que te llamen: empresaria o tortillera? –Yo siempre digo que hago tortillas. –Y cuando lo dices, te miran como dijiste hace un rato. –Me miran raro. Los hondureños siguen asociando producción de tortillas con pobreza. –Se desconciertan al no verte el delantal. –Imagínate, ¡y además vestida como ejecutiva! “¿Qué pasó aquí?”, se preguntarán. “¿Será que las tortillas que hace esta mujer son de oro?” –¿Te gustaría ser recordada por tus nietos como la tortillera que no usaba delantal?
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–No. Mira que yo sí uso delantal. No lo uso para salir a la calle, pero cuando trabajo sí, y me lo pongo con la frente en alto. –Entonces la pregunta es cómo hacer para vender tortillas y que los demás piensen que son de oro. Ana Lizeth sonríe, apaga el acondicionador de aire y baja los vidrios de la camioneta. –Yo lo que quiero que piensen es que mis tortillas son excelentes. –Dime un plato de Honduras que te parezca exquisito. –La gallina india guisada. ¿Sabes cuál es la gallina india? –No. –Es la gallina criolla que crece en el patio de la casa. –¿Las ganancias de las tortillas alcanzan para comer gallina india? Entonces responde que cualquier negocio puede generar los dividendos suficientes para comer gallina india. Eso sí: en el caso de las tortillas, se necesita algo más que amasar el maíz, encender el horno y plantarse en la calle con un canasto. Se necesita visión comercial. Quienes carezcan de ese don serán incapaces de hacer negocio y deberán conformarse con ir por ahí a salto de mata. También se necesita, no nos engañemos, un capital para arrancar en grande. Sin un buen soporte económico el producido no sirve para crecer sino apenas para resolver el apuro de cada día. Ah, y por supuesto, se necesita la bendición del Señor. Él la amparó y la favoreció. Digo que crecer en la colonia Villanueva es como estar encallado en un barco roto a la orilla del mar. No eres capaz de navegar por miedo a que el agua te invada y te hunda, pero tampoco puedes salir a la tierra firme porque tienes que quedarte allí tapando la tronera. Te pasas la vida poniendo parches, resistiendo cada hora. Al final, de todos modos, naufragas. Ana Lizeth dice saber lo que se siente dentro del barco roto. Ella pasó muchas necesidades en esa casa que vimos hace un momento,
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donde no había ni luz para estudiar de noche ni agua para bañarse en la mañana. Eran sus años más importantes, los del crecimiento y la formación. Así que ella pudo haber sido una fracasada más, tal y como lo pregona el viejo dicho hondureño: “Quien nace pa’ maceta, nunca pasa del corredor”. Pero ella pasó. En este momento son casi las seis de la tarde. Dentro de poco empezarán a encenderse las luces en la colonia Villanueva y en el resto de la ciudad. Su pronóstico de lluvia, le digo, está en veremos. Al frente se yergue el sol –rojizo, formidable–, el sol de los venados. –Bonito sol. –En el escudo de Honduras también hay un sol. –¿Qué más hay en el escudo? –Hay dos cuernos que significan la abundancia. Cada cuerno está rematado por frutas. Recuerdo los bananos amarillos. –¿En ninguna parte del escudo hay tortillas o, por lo menos, una mazorca? –No. Pero fíjate: están las uvas, a pesar de que no se dan en nuestro suelo. –Incluir la mazorca hubiera sido como sugerir el delantal. –Tal vez. Ana Lizeth mira su reloj. Arrancamos. Esta vez apagamos el acondicionador de aire y bajamos los vidrios de las ventanillas. Una vaharada de calor nos llega desde afuera. Varios muchachos descamisados juegan futbol. Las graderías donde se sienta el escaso público a ver el partido son los viejos tubos del acueducto abandonados en los alrededores de la cancha. Mientras descendemos lentamente por la calle abrupta, noto que las lámparas aún están apagadas. Pero el sol sigue ahí, de frente, alumbrándonos el camino.
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BUFONES Y PERDEDORES
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El bufón de los velorios Noviembre de 2006
Chivolito jura por Inés Cuesta, su madre, que no se duerme cada noche con la esperanza de que a la mañana siguiente amanezca muerto alguno de sus paisanos. Luego carraspea, se queda pensativo. Casi enseguida advierte que, aunque a él le conviene la muerte del prójimo, jamás se ha sentado en la terraza a esperar que eso ocurra. La gente estira la pata porque le toca y no porque él se encargue de liquidarla. –Yo no tengo la culpa de que la trombosis ande suelta por las calles buscando empleo –añade con una sonrisa malévola. Chivolito, cuyo nombre de pila es Salomón Noriega Cuesta, le debe el apodo a una pequeña verruga que tenía sobre la frente. Se ha pasado los últimos cincuenta años de su vida contado chistes en los velorios de Soledad, un pueblo de la Costa Caribe de Colombia, a casi mil kilómetros de Bogotá. Los asistentes se desternillan de la risa y le brindan licor. Lo aplauden, le dan palmadas sobre los hombros. Al final de la jornada, él extiende frente a ellos una gorra para que se la llenen de monedas. Casi siempre recoge entre ocho mil y doce mil pesos. A menudo, son los propios dolientes quienes lo solicitan como bufón, pues saben que su presencia le garantiza compañía al difunto.
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También sus vecinos le avisan cuando alguien acaba de fallecer. Y a veces él mismo está pendiente de los carteles de exequias que los deudos de los difuntos pegan en las paredes. En Soledad y en varios barrios del sur de Barranquilla es popular la frase según la cual un velorio donde falte Chivolito no tiene ni pizca de gracia. Por lo general, Chivolito llega al velorio a las ocho de la noche. Les da el pésame a los deudos y se sienta en la sala, al lado del ataúd. Allí permanece un rato en silencio, con el rostro desconsolado. Es su manera de expresar respeto por la ceremonia religiosa. Luego se va hacia el patio o hacia el exterior de la casa –depende de dónde esté el público– y comienza su función, que suele prolongarse hasta el alba. Muchos de los asistentes le resultan ya familiares, pues son vagabundos de feria que lo siguen de un lugar a otro. Como conocen a fondo su repertorio, le van haciendo peticiones en voz alta, una actitud similar a la de esos espectadores enardecidos que, en los conciertos, les solicitan canciones a sus músicos favoritos. –¡Echa el del man que tenía dos próstatas! –le grita un calvo de bigote frondoso. –Es mejor el del Viagra pediátrico –exclama un vendedor callejero de butifarras. –Cuenta el de los esposos que se detestaban –propone un anciano desdentado. Ellos ignoran que, al recordarle a Chivolito sus propios chistes, lo ayudan a combatir los estragos de su memoria y a seguir vigente a los setenta y ocho años. Hubo un tiempo en que Chivolito sabía exactamente a cuántos finados había visitado. Cargaba un bastón de guayacán en forma de culebra, al cual le trazaba una raya con un cuchillo de cocina cada vez que animaba un nuevo funeral. Hace veinte años el bastón se le extravió y Chivolito dejó de llevar las cuentas: entonces había animado novecientas dieciséis velaciones. Antes, cuando le sobraban arrestos, recorría la Costa Caribe de punta a punta, desde el Cabo de la
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Vela hasta Bocas de Ceniza –unos quinientos kilómetros– en busca de velorios para sus humoradas. Ahora, viejo y achacoso, evita en lo posible los lugares que están demasiado retirados de su casa. Cuando no ejerce su oficio de bufón, Chivolito se la pasa refunfuñando contra lo que él llama su “mala suerte”. Su inventario de quejas es extenso: le duelen las articulaciones, le arde la garganta, duerme muy poco. Le molesta la catarata del ojo izquierdo y le preocupa su exceso de ácido úrico. A finales de los años setenta lo abandonó la esposa, y en 1996 se le murió la hija. Así que a estas alturas vive de la caridad donde un compadre, en una pieza estrecha y oscura. No es justo, dice, que a su edad deba recorrer tres kilómetros diarios bajo los cuarenta grados centígrados de Soledad, para vender rifas y ganarse apenas cinco mil pesos. En 2003 fue arrollado por un camión (en este punto se levanta la bota del pantalón para mostrar la cicatriz que le quedó en la rodilla). Y, como si fuera poco, su familia le dio la espalda. Sólo falta –remata con un suspiro– que los perros del barrio lo confundan con un tarro de basura y lo orinen. Chivolito repite su perorata ante todo el que se tropieza, sea conocido o desconocido. Pero cuando está en los velorios contando chistes parece que olvidara sus problemas. Le relampaguean los ojos, se le aviva la voz, sin duda porque siente que, en esos momentos, ya no es el hombre apocado que se confunde con el gentío mientras negocia su lotería, sino la estrella de la noche, el blanco de todas las miradas. *** El féretro de José del Carmen Urueta, quien murió de muerte natural a los setenta y tres años, preside la sala. Alrededor del ataúd hay una rueda de mujeres apesadumbradas. Casi todas visten de negro riguroso. Están rezando por el alma del muerto, con los ojos entornados y un rosario entre las manos, a la altura del pecho. La casa es espaciosa, de paredes verdes descascarilladas. En un
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rincón de la sala hay un mesón de madera rústica que tiene un Buda de cerámica, un pavo real de hojalata y una bandeja de frutas artificiales. El tono de las mujeres es impetuoso. –Dale, Señor, el descanso eterno –dice la que conduce la oración, una mujer enjuta que tiene una verruga peluda en la nariz. –Brille para él la Luz Perpetua –le responden las otras. Hilda Salas, la viuda, está sentada en el centro del redondel, flanqueada por dos mujeres rollizas que tratan de consolarla. Una le echa loción mentolada en las sienes y la otra le abanica el pecho con un sombrero de palma. De vez en cuando se zafa de sus comadres y se asoma por la ventanilla del ataúd para llorar sobre el rostro del difunto. Grita, se estremece. La mano izquierda, con la cual empuña un pañuelo arrugado, se agita en el aire. Las otras mujeres se contagian de su histeria y sueltan también un llanto estentóreo. Sin embargo, no parecen tristes: tan sólo interpretan, es evidente, un viejo libreto. A diferencia de Chivolito, ellas encarnan la parte grave del espectáculo escénico. Pero, al igual que él, encuentran en el funeral una posibilidad de protagonismo. En algunos pueblos pobres del Caribe colombiano la muerte es una oportunidad de esparcimiento. La gente acude a los velorios no sólo para solidarizarse con los deudos, sino también para combatir la rutina diaria, para tener algo que hacer. Como no hay salas de cine que muestren muertos de mentira, toca distraerse con los muertos de verdad. A través de la ventana abierta se divisa la ancha calle, donde se encuentran los otros asistentes al velorio. Hay que dar tan sólo nueve pasos para atravesar la sala y llegar a esta calzada, que es polvorienta debido a que nunca ha sido pavimentada. Los dos extremos de la avenida fueron acordonados con bancos de madera para impedir el paso de los automóviles. Afuera, a diferencia de lo que ocurre en el interior de la casa, todos son hombres. Están organizados también en forma circular pero, en vez de rezar, ríen a carcajadas. La causa de tanto jolgorio es el tipo de baja estatura que cuenta chistes en el cen-
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tro de la circunferencia. Esta noche Chivolito luce una camisa blanca de lino, un pantalón caqui y unos mocasines blancos. La cachucha, en la que más tarde recogerá el dinero, es verde. El hombre tiene una voz chillona que taladra los oídos y una variadísima colección de ademanes cómicos: tuerce la boca, se pone bizco, camina renqueando, se tira al piso, se alborota el pelo, saca un peine, se acicala con la raya en la mitad, hace la mímica de un borracho, aplaude, se arrodilla. Parece un muñeco de cuerda manipulado por un titiritero delirante. –Chivolito, ¿por qué no cuentas el del hombre de las dos próstatas? –interviene a gritos el vendedor de butifarras. –Ese es muy largo –responde Chivolito sin mirar al autor de la pregunta. Una garrafa de ron blanco empieza a rodar de mano en mano. El que la recibe apura un trago a pico de botella y enseguida se la pasa al siguiente. –Un monstruo se casó con una monstrua –vuelve a la carga Chivolito con su voz penetrante–. Una noche, el monstruo llegó a la casa con tremenda borrachera. Y le dijo a la monstrua: “Bueno, mi amor, vamos a acostarnos, que vengo con muchas ganas de hacerte monstruosidades”. La monstrua le contestó: “Ñerda, papi, hoy no se va a poder, porque tengo la monstruación”. El chiste, pese a que es vulgar, parece demasiado sofisticado para este auditorio del barrio Rebolo, en el sur de Barranquilla. La gente se ríe de manera un tanto forzada. Ahora le toca a Chivolito el turno de beberse su trago de ron. El hombre empina la botella con las dos manos y se la lleva a la boca, el rostro levantado y el cuello echado hacia atrás, como si fuera a comenzar un solo de trompeta. Después le entrega la garrafa al vendedor de butifarras, no sin antes limpiarse los labios con la manga derecha de su camisa. Su semblante gozoso dista mucho del aire de pena que tenía por la tarde, cuando esgrimía por enésima vez su catálogo de dolencias. –Bueno, les voy a contar un chiste muy apropiado para esta noche
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–dice, con el rostro iluminado–. Dos esposos llevaban treinta años sin hablarse. Una tarde, el tipo fue al médico y se enteró de que se iba a morir al día siguiente. Entonces llamó a la mujer: “Fíjate, Susana, desperdiciamos treinta años odiándonos y ya mañana me van a comer los gusanos. No quiero irme a la tumba sin reconciliarme contigo. Te propongo lo siguiente: primero nos damos un abrazo y después nos vamos a cenar. Entramos al cine, tomamos vino y rematamos la noche en un motel”. Y le responde la esposa: “Nada de eso, malparido, recuerda que yo tengo que madrugar para preparar el entierro”. La risotada es estrepitosa. El anciano desdentado luce al borde de un infarto. Se sacude, se golpea el pecho con la mano abierta. Los ojos le lagrimean. En medio de la algarabía, ninguno de los radiantes espectadores parece interesado en mirar hacia la sala, donde las mujeres enlutadas continúan entregadas a su plegaria por el difunto. Aunque no existen registros históricos sobre el origen de los bufones de velorio en el Caribe colombiano, se cree que es una tradición de por lo menos un siglo. Resulta obvio suponer que el propósito de esta costumbre es amortiguar el impacto que produce la pérdida de un ser querido. Pero se trata, en realidad, de algo mucho más profundo, relacionado con la naturaleza festiva de los habitantes. No es que se cuenten chistes con la intención calculada de desterrar el dolor y restaurar la alegría, sino que, sencillamente, la gente es así, gozosa, risueña. ¿Por qué diablos tendría que comportarse de manera distinta en los funerales? Sería como aceptar la derrota. Lejos de humillarse ante la muerte, los hombres la desafían con el humor. Por eso, al frente de la mayoría de cementerios de la región hay un bar que se llama La última lágrima. Es una cultura tan hedonista que pareciera inspirada siempre en la célebre sentencia de Lord Byron: la vida es demasiado corta para desperdiciarla jugando ajedrez. O rasgándose las vestiduras por algo que, a fin de cuentas, es inevitable.
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*** Chivolito está jugando dominó en una terraza del barrio Porvenir, en Soledad, donde vive desde mediados de los años sesenta. Sus compañeros de partida son el albañil Carlos Rico, el mecánico Heberto Guzmán y el licenciado en ciencias sociales Agustín de la Hoz. El tema de conversación es la muerte. –Morirse es lo más fácil del mundo –opina Rico, a quien los demás llaman el Mono–. Uno se acuesta vivo y amanece con la cabeza doblada. –Eso es verdad –tercia Guzmán–. La muerte es lo único que tenemos asegurado. –Lo único –repite Chivolito con un gesto reflexivo, mientras juega su ficha. El profesor De la Hoz no dice nada. Está concentrado en la partida. Son las tres de la tarde y la calle 17 es un hervidero de autobuses viejos, carretillas tiradas por mulas y triciclos con carrocería habilitados como taxis. El concierto de ruidos es atronador: el frenazo de un camión, el chirrido de una segueta eléctrica, el pregón de un vendedor de aguacates. Algunos de los transeúntes detienen su marcha y se quedan al lado de la mesa, mirando el juego. Chivolito sigue hablando. –La muerte era mejor negocio antes. Ahora se han puesto de moda las cremaciones esas, porque salen baratas. Yo pregunto: ¿quieren economizar? Amárrenle al cadáver una piedra en el tobillo y tírenlo al río. Así les sale gratis y de paso se ahorran hasta la llorada. Uno de los curiosos apiñados alrededor de los cuatro jugadores le pregunta a Chivolito si para él también se ha desmejorado el negocio de los velorios. –¿Y a ti quién te dijo que yo vivo de los velorios? –responde, con cara de ofendido– En Soledad todo el mundo sabe que yo trabajo vendiendo boletas de las Rifas JB. ¡Tú acabas de llegar de Marte y no te has dado cuenta de esa vaina!
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A continuación, en un tono sosegado, Chivolito le informa a su interlocutor que todas las mañanas recorre a pie cerca de tres kilómetros y vende ciento treinta boletas, a razón de cien pesos por unidad. El dueño del negocio le paga el cuarenta por ciento de las ventas, es decir, unos cinco mil pesos diarios. Es poco, advierte, pero, ¿qué más puede hacer un viejo de setenta y ocho años? Lo de las muertes es una ayuda, por supuesto, pero no siempre se muere la gente y, en todo caso, hay velorios de donde lo expulsan a la fuerza, porque los deudos consideran que sus bufonadas son irrespetuosas. –¿Irrespetuoso yo? –pregunta mientras se da golpes de pecho– Ellos son los que creman los cadáveres o se ponen a pelear herencias cuando el cajón todavía está en la sala. ¡Y el irrespetuoso soy yo! En seguida vuelve a desembuchar su lista de calamidades. Un primo panadero se esconde cuando lo ve para no regalarle ni un mísero pan. Un hijo extramatrimonial que tuvo en el pueblo de Malambo, se volvió ladrón y perdió la vida en una balacera. A veces le da mareo y se queda sin visión durante unos segundos. A veces se le hinchan los pies de tanto caminar bajo el sol. Lo peor de todo, dice, es que él era talentoso y, sin embargo, no pudo derrotar a su “mal destino”. En su juventud lo dejaban entrar gratis a las salas de cine, para que con un megáfono le pusiera la voz a las películas de Chaplin. Ahí donde lo ven, con su uno cincuenta y cinco de estatura, él protagonizó dos comedias en el teatro Mogador. Todo el mundo pronosticaba que sería como Cantinflas o como Germán Valdés, el popular Tin Tan. ¿Y quién es Chivolito hoy? ¿Quién es, a ver? Un pobre tipo sin suerte. Menos mal que todavía hay personas como el compadre Luis de los Ríos, que le da posada y comida, concluye meditabundo. Otro de los fisgones quiere saber cómo fue que Chivolito se hizo contador de chistes en los velorios. Chivolito le responde que heredó el oficio de su padre, Demetrio Noriega. Luego cuenta que su primera función sucedió de manera accidental en 1956, cuando tenía veintiocho años. Esa noche había muerto la madre de Aristarco
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Sepúlveda, uno de los más afamados bufones de velorios de Soledad. Sepúlveda, un cincuentón de panza abultada, estaba tan conmocionado que no se atrevía a animar la velación, y por eso le pidió el favor a Chivolito, quien sólo había ido a expresarle sus condolencias. –Nosotros somos como los médicos –dice Chivolito ahora, con cara de estar revelando el primer mandamiento de un decálogo trascendental–. Cuando hay familiares implicados, buscamos a un colega. Uno de los asistentes se declara sorprendido. Chivolito advierte que en sus correrías ha sido testigo y protagonista de muchos hechos asombrosos. Lo más insólito, dice, le ocurrió una noche en que lo arrojaron a empujones de una rueda fúnebre en el barrio San Antonio, de Soledad. Chivolito emigró para la tienda del frente y se puso a tomar cerveza con varios de sus fanáticos, quienes se fueron detrás de él. Allá siguió contando los chistes. Al rato, las personas que aún permanecían en la velación, atraídas por las carcajadas, también se marcharon hacia la tienda. La estampida dejó al cadáver casi solo, apenas con las cuatro rezanderas macilentas que lo acompañaban. Entonces, al hijo mayor del finado no le quedó más remedio que ofrecerle disculpas a Chivolito y suplicarle que regresara. Mientras Chivolito hablaba, la partida de dominó había quedado suspendida. Ahora, Carlos Rico lo amonesta. –¡Juega rápido, no joda! –gruñe. –Yo te creo a ti la mitad de lo que dices –le advierte Heberto Guzmán. Después se dirige al resto de contertulios. –Llevamos cuarenta años oyéndole el cuento de la esposa que lo dejó y de la hija que se le murió, y ni siquiera los más viejos del pueblo conocieron a esas dos mujeres. Deja de hablar paja y pon rápido ese doble seis, si no quieres que te lo ahorque. Chivolito juega la ficha con un golpe seco sobre la mesa. –¡Pa’ joderte, marica!
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*** El profesor Agustín de la Hoz llegó por la tarde al velorio en la casa de la familia Urueta. Mientras arribaba el resto del personal, se puso a dialogar con un hombre sobre la pésima campaña del Atlético Junior en el torneo de futbol colombiano. Después la charla derivó hacia la muerte. –Como decía Quevedo, somos una presente sucesión de difuntos. Según De la Hoz, la costumbre de hacer ruido en los funerales ha estado arraigada desde hace años en el Caribe, sobre todo en las zonas rurales. La bulla de los dolientes en los sepelios es quizás un alarido de pavor. Una manera de ahogar entre todos el implacable silencio de la muerte. Durante los últimos años, la tradición se ha ido perdiendo debido a la educación y la influencia de culturas ajenas. Es posible que Chivolito sea el último bufón de velorios que sobrevive. En algunos pueblos de la costa Caribe, despiden a los finados con tambores. En otros les cantan coplas. Las plañideras a sueldo del pasado son hoy una leyenda pintoresca, pero en la región no hay entierro popular al que le falte su cortejo de mujeres quejumbrosas: familiares, vecinas, amigas, conocidas o simples entrometidas. Se apoderan del muerto sin autorización de nadie y lo lloran a grito herido, como si establecieran una relación proporcional entre el afecto y la potencia de su llanto. A ningún hijo de Dios le falta su banda sonora desgarrada el día del entierro. Es la prueba de que no vivió en vano, la evidencia de que dejó una huella. Si se miran bien las cosas –añade el profesor De la Hoz–, este sollozo colectivo es un baile de máscaras. Por eso, tal vez, la máxima fiesta de la región, el Carnaval de Barranquilla, termina con el entierro multitudinario de Joselito, un personaje simbólico: se muere para renacer. Para salvar la próxima fiesta. Y eso –salvar la fiesta a pesar de la muerte– es lo que procura Chivolito esta noche, mientras cuenta sus chistes.
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–Una viejita se desnudó frente al espejo y empezó a hablar con su propia imagen. “Ay, mijita, estás toda arrugada como un acordeón. Ya no eres la misma que martillaba con navegantes, choferes, poetas, albañiles, músicos, zapateros, carpinteros, butifarreros, profesores y futbolistas. ¡Estás llevada de la malparidez!” De pronto se le salieron cuatro gotas de orín por donde sabemos, y dice la viejita: “Echeeeeee, ¡lloras porque te digo la verdad!” Esta vez el público aplaude además de reír a carcajadas. El calvo de bigote frondoso le pasa la garrafa de ron blanco. El vendedor de butifarras vuelve a pedirle el chiste del hombre de las dos próstatas. Y la barahúnda parece fuera de control. Dentro de la casa, la viuda luce tranquila a pesar de este alboroto, como si entendiera que es un deber cristiano prestar su muerto, para que Chivolito y su comparsa sepan que están vivos.
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El futbol también son once travestis corriendo detrás de una pelota
Noviembre de 2007 Mauricio Álvarez, más conocido como la Madison, saca del maletín un espejo pequeño. Luego, mientras se peina el escaso cabello tinturado de rubio, cuenta que descubrió su homosexualidad a los siete años, leyendo una historieta de Superman. –Apenas vi a Clark Kent, me volví loco –dice, ahogándose de la risa. John Jairo Murillo, apodado la Ñaña, advierte con un gesto burlón que esta es la “confesión más maricona” que ha oído en sus treinta y siete años de vida. –¡Usted es tan gay –exclama, chocando las palmas de sus manos– que no perdona ni a los muñecos de las tiras cómicas! Tanto Madison como los otros integrantes del equipo de futbol Las Regias ríen a carcajadas. Están vistiéndose al aire libre en las graderías del coliseo Misael Pastrana Borrero, del municipio de Riofrío, en el occidente de Colombia, conocido por su abundante producción de caña de azúcar. El equipo, conformado por travestis, se creó en 1992 con el propósito de recaudar fondos para socorrer a los homosexuales de Cali enfermos de sida o adictos a las drogas. Para obtener dinero, frecuentemente realiza partidos de exhibición en los barrios de la ciudad y en los pueblos cercanos. Además, de vez
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en cuando recibe donaciones. Conseguir recursos es un propósito que resulta cada vez más difícil. Recientemente, por ejemplo, los jugadores debieron resignarse a no participar en el Campeonato Mundial de Futbol Gay, que se llevó a cabo en Buenos Aires, porque no lograron reunir lo suficiente para pagar el viaje y los gastos de hotel. Esta tarde, como ya es costumbre, los jugadores arman bochinche mientras se ponen el uniforme. El más lenguaraz de todos es la Ñaña, fundador del equipo. Dice que la Valeria, cuando era un bebé de brazos, se sentaba sobre el biberón; que la Britney nació con un chupo entre las nalgas; que la Canasto es agüita de florero y la Natalia flor de otro patio, y que la Cuto es tan gay que cuando ve un pene pintado en el piso, lo borra con el trasero. –Y este –afirma ahora, refiriéndose a la Iguana, que se revuelca de la risa–, si se hubiera demorado quince segundos más en el vientre de su madre, habría nacido con panocha. El estadio es pequeño, con capacidad para unos mil espectadores. Las graderías de concreto sin pañetar están casi desiertas. Se espera que dentro de una hora, cuando comience el partido, haya quinientas personas. Los integrantes de Las Regias continúan arreglándose en un ritual que, por ahora, parece más emparentado con los salones de belleza que con las canchas de futbol. En el escenario no hay todavía ningún balón y, en cambio, abundan las extensiones capilares, las uñas esmaltadas, los cabellos teñidos, los lápices labiales, las cejas depiladas y los cosméticos faciales. –¿Sabe qué, papá? –me dice la Ñaña– Escriba que todos los jugadores de Las Regias somos gays, pero eso sí: aquí no hay maricas ni locas, porque marica es el que le presta plata a otro y loca es la que anda sucia por las calles tirándole piedras a la gente. Todos largan la risotada. Diego Fernando García, más conocido como Melissa Williams, saca de su maletín una pelota de microfutbol y le pide a Óscar Gil, apodado la Natalia, que se ponga en la portería para practicar tiros libres. Por un momento da la impresión de
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que el primer cobro terminará en gol pues el guardameta, en vez de rechazar el balón con un puñetazo, agita ambas manos a los lados del tronco, como si fueran las aletas inútiles de un pingüino. Sin embargo, la bola rebota accidentalmente contra su cuerpo y se desvía hacia un costado de la cancha. Entonces, la Natalia abandona el arco corriendo con histeria, como si acabara de atajar el penalti que le da a su equipo el campeonato mundial. El amaneramiento de estos jugadores transforma el futbol, deporte viril por excelencia, en una danza de tórtolas. Si los espectadores los ovacionan no es sólo por cortesía, sino también para premiarlos por el hecho de convertir su propio travestismo en motivo de burlas. Acaso suponen, en el fondo de sus conciencias, que es preferible tenerlos enjaulados aquí, como rarezas de circo, que presenciarlos en las calles, mezclados con el resto de la sociedad. Viéndolos correr jubilosos detrás de la pelota, mientras la gente aplaude y chilla, acude a la memoria un viejo pensamiento: los hombres crearon el humor para consolarse por ser lo que son. *** Pedro Julio Pardo, un temperamental administrador de empresas, es el coordinador de la Fundación Santamaría, que vela por los derechos de la población lgbt –lesbianas, gays, bisexuales y transexuales– en Cali, la tercera ciudad más importante de Colombia. Pardo, quien ha sido cercano al proceso de Las Regias, considera que, aunque resulte excluyente, los travestis tienen derecho a congregarse para armar su propio equipo de futbol o hacer cualquier otra cosa que les plazca. ¿Acaso a ellos les permiten arrimarse a los estadios donde juegan los hombres heterosexuales? Este país –añade– sólo les ha dejado dos opciones productivas: la prostitución y la peluquería. Por tanto, construir guetos es su mecanismo de defensa contra la discriminación.
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–Cuando los maricas practicamos el futbol –dice– estamos enviando un mensaje contra la intolerancia de la sociedad: como no nos dejan jugar con los hombres, nos toca crear nuestro propio equipo. Pedro Julio Pardo estima que la existencia de Las Regias representa para la comunidad transexual de Cali la oportunidad de divulgar sus problemas. Cita, en primer lugar, la permanente exposición a la violencia. Sólo en nueve meses, entre noviembre de 2006 y agosto de 2007, doce travestis fueron asesinados y quince resultaron heridos a bala o con cuchillo. Algunos han aparecido desnudos en lotes baldíos, con múltiples señales de tortura que evidencian el odio implacable de los agresores. Los fines de semana, muchos jóvenes salen borrachos de las discotecas portando pistolas de aire comprimido y se van a practicar tiro al blanco disparándoles a los transexuales en los senos de silicona. El diálogo con Pardo transcurre en la peluquería Madison, ubicada en el barrio Siete de Agosto. Es una casa esquinera pintada de rojo y blanco. Las paredes internas se encuentran saturadas de espejos y fotografías de diferentes estilos de peinados. Además, hay repisas con trofeos y retratos de Las Regias. En el ambiente se percibe una cierta obsesión por la limpieza: en los afeites del tocador, ordenados de manera minuciosa; en los muebles lustrosos, en el olor a detergente. El dueño del salón es Mauricio Álvarez –cuarenta y dos años, ciento sesenta y siete centímetros de estatura–, conocido en el mundo gay de Cali por el apodo de la Madison. Ayer, durante el partido, Álvarez lucía exageradamente afeminado. Hoy, en cambio, se ve sobrio. Maneja la navaja con firmeza e incluso es un tanto brusco cuando agarra el pelo de su cliente, un muchacho de aproximadamente veinte años. Al principio, Álvarez estaba concentrado en su trabajo y no prestaba atención a las palabras de Pedro Julio Pardo. Ahora, mientras barre el cabello que quedó desperdigado por el piso, interviene por primera vez en la conversación. A su juicio, los transexuales son las personas más marginadas de toda la población lgbt.
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–Si es difícil que la sociedad acepte a un gay común y corriente –dice–, imagínese cómo se complican las cosas cuando ese gay se viste de mujer o se pone tetas. Ni las mujeres ni los hombres heterosexuales lo ven como alguien de su género, sino como un ser disfrazado, una caricatura. Hasta el gay convencional lo rechaza, porque lo considera una criatura disparatada que necesita ponerse falda para asumir su sexualidad. A menudo, los policías que patrullan la ciudad desalojan al travesti del mismo espacio público en el cual le permiten estar a la prostituta. Cuando termina el acoso del mundo exterior –explica la Madison– comienzan los conflictos personales. En principio está el abismo entre lo que el transexual quiere proyectar en la sociedad y la percepción que en realidad se tiene de él. Le pesa, además, la obligación de vivir aprisionado dentro de un cuerpo que no desea, y sufre cada noche en su habitación, al final de la jornada, desandando los pasos de su propia metamorfosis: entonces, le toca destruir a la mariposa nocturna que él mismo había creado, para que reaparezca el escarabajo de siempre. Desmaquillarse, redescubrir la sombra azulosa de la barba debajo del polvo facial, es una muerte diaria que, según la Madison, sólo pueden entender quienes la han experimentado. Quizá por la depresión que generan todos estos problemas –concluye–, los transexuales son tan propensos a la drogadicción. A veces da la impresión de que Álvarez está más interesado en conversar con su propia imagen, desplegada en el espejo, que en dirigirse a Pardo. En esos momentos, vuelve a ser el hombre de ademanes quebradizos que fue durante el partido. Se nota a leguas que se engolosina con su propia imagen. De pronto, Pardo señala con el dedo una foto de Álvarez colgada en la pared y pregunta dónde se la tomaron. –Eso fue en el barrio Alfonso López –dice Álvarez– cuando tenía dieciocho años. En la foto aparece Álvarez –cabeza ladeada hacia la derecha y
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mirada lánguida– con túnica y sandalias romanas, y una corona de laurel. –Ahí salí con cara de gay –exclama, sonriente. Le pido que me describa cómo es una “cara de gay”, y tartamudea un poco antes de dar una respuesta metafórica: –Es una cara como de galleta que se va a partir. La fotografía, añade Álvarez, fue tomada en casa de la Leo, el homosexual más viejo del suroriente de Cali. Murió de sida, encerrado en su habitación para que nadie lo viera porque, según él, no quería alarmar a los muchachos bonitos que habían sido sus amantes. Lo curioso de la historia es que la Leo hacía vestir de romano y le tomaba una foto a cuanto joven se llevaba a la cama. De ese modo, logró armar un álbum voluminoso que se convirtió en la comidilla de ciertos círculos sociales de la ciudad. Se decía que en sus páginas figuraban cantantes, futbolistas y algunos hijos de políticos notables. Las malas lenguas afirman que el gentío que merodeaba por su casa cuando él ya se encontraba moribundo no estaba animado por la solidaridad sino por la urgencia de averiguar qué había pasado con las fotos. Existen diversas especulaciones sobre el destino del álbum. La más difundida asegura que terminó en manos de un narcotraficante, quien lo utilizó para atizar una fogata a la orilla del río Pance. Álvarez nos informa, con una sonrisa, que ese retrato suyo que vimos en la pared lo hurtó él mismo en el álbum de la Leo, muchos años antes de que se volviera una leyenda urbana. Ahora la conversación gira de nuevo hacia las dificultades del mundo travesti. El hombre que se exhibe en las calles con blusa ombliguera y tacones –dice Pedro Julio Pardo– es consciente de que su decisión tiene un precio y está dispuesto a pagarlo. Sabe que, en tales condiciones, ninguna empresa le dará empleo. Sabe que se pone en la mira de extremistas capaces de matarlo. Pero ya a esas alturas no hay punto de retorno ni a él le interesa devolverse. Asume su cruzada con la certeza de que en ella encontrará, al mismo tiempo, su reafir-
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mación y su suicidio. Muchos defienden a dentelladas el espacio que les tocó en suerte y, antes de inmolarse, se convierten en propagadores de la misma violencia que denuncian. –La hostilidad del entorno los vuelve agresivos –reconoce Pardo. Por otro lado, se sabe que algunos de ellos expenden drogas en la vía pública y se involucran con menores de edad. *** Andrés Santamaría, defensor del pueblo en el Valle del Cauca, es un abogado de veintiocho años. Su oficina funciona en una enorme mansión con piscina que le fue expropiada por el gobierno colombiano a un mafioso caleño. Santamaría informa que en Cali existen, aproximadamente, tres mil transexuales. De esos, trescientos se dedican a la prostitución y el resto, a la peluquería. Retirar de las calles a quienes se han adueñado de ellas desde hace años no es, a su juicio, un asunto de fuerza sino una tarea que exige respuestas sociales. Semejante labor resulta demasiado difícil en una ciudad donde, según sus palabras, ha imperado siempre una mentalidad injusta y segregacionista. En Cali, de acuerdo con los resultados de una investigación que él dirigió, los pobres que cometen infracciones menores permanecen retenidos, en promedio, treinta y seis horas, mientras que los ricos sólo duran tres. –El desarrollo económico de la región –explica– se debió en parte a los ingenios azucareros, y estos prosperaron gracias a la práctica de la esclavitud. Así se fomentó un pensamiento hegemónico que todavía perdura. En Cali se recuerda que hace unos años, cuando el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal se lanzó como candidato a la gobernación del departamento, algunos dirigentes pretendieron descalificarlo por ser homosexual. Álvarez, mordaz y quisquilloso, se defendió con el argumento de que él no iba a gobernar con el culo sino con el cerebro.
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Santamaría dice que el hecho de haberse tomado en serio los derechos de la población lgbt ha avivado el antiguo fanatismo. Algunos líderes no perciben esa actitud como un deber democrático sino como un síntoma de inmoralidad. Recientemente, un periodista radial lo acusó de estar mariquiando a la ciudad. En esta historia –añade Santamaría–, se refleja lo que somos como país: aparentemente estamos hablando de las dificultades de un grupo humano, pero el problema de fondo es la intransigencia típica de los colombianos, que nos hace percibir al diferente como un transgresor que debe ser borrado de la faz de la Tierra. Por eso vivimos de conflicto en conflicto. Al ver el panorama completo, Santamaría les concede a Las Regias un gran valor simbólico. Más allá de auxiliar a los transexuales caídos en desgracia, han puesto en primer plano varios temas importantes relacionados con la convivencia ciudadana. Algunos de los casi cuarenta travestis que integran su plantilla –como la Iguana y la Paulito– han encontrado en el equipo una oportunidad de combatir su adicción a las drogas. *** Como futbolistas, Las Regias son desatinados: se resbalan mucho, patean hacia las nubes cuando se encuentran a veinte centímetros de la portería, no saben parar la pelota ni con el pecho ni con el pie, y son incapaces de ponerle un pase preciso al compañero que está a diez metros de distancia. Esa torpeza, que no es deliberada sino natural, se convierte, paradójicamente, en su principal arma de persuasión. Los espectadores son indulgentes con ellos porque los perciben como actores de una parodia. Si los vieran cabecear como Miroslav Klose o gambetear como Ronaldinho, no les perdonarían las uñas pintadas ni las pestañas postizas. Terminado el primer tiempo, el equipo rival, conformado por mujeres de Riofrío, va ganando tres goles a cero. Las casi doscientas
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personas que han venido al coliseo observan el espectáculo coreográfico que Edinson Aramburu, otro de los miembros del grupo, realiza en la circunferencia central de la cancha. Los jugadores de Las Regias, entre tanto, están reunidos en las mismas graderías donde antes se habían vestido. En vez de discutir con preocupación sobre una estrategia que les permita remontar el marcador, han vuelto a las humoradas. El que lleva la voz cantante, como siempre, es la Ñaña –ciento setenta centímetros de estatura, ojos verdes, cabello tinturado de rubio–, quien está increpando a su portero. –Usted no tapa nada, mijito, usted no es muralla sino Mireya. Otra vez estallan las carcajadas. Aprovecho para preguntarle a la Ñaña, en su mismo tono socarrón, por qué se burla tanto de los travestis. ¿Acaso se está volviendo homofóbico? Noto en su mirada una chispa de malicia pero, repentinamente, adopta un rostro grave. –Nosotros nos apropiamos de los insultos que nos dirige la sociedad y los desactivamos convirtiéndolos en chiste. Su compostura, sin embargo, desaparece en el instante. –¿Qué vas a decir sobre mí en esa crónica? –me pregunta, poniendo los brazos en jarra y mirándome de manera retadora. Como me quedo callado, sugiere una idea. –Escribe que yo no soy masculino sino más culona. Esta vez quien más festeja la broma es la Valeria –treinta y siete años, ciento ochenta y cinco centímetros de estatura, piel morena. Le pido a la Ñaña que se ponga serio siquiera un minuto para que hablemos de futbol. Lo que he visto esta tarde –le digo con voz dramática– me preocupa muchísimo. Si el equipo Las Regias representara a Colombia en el Campeonato Mundial de Futbol Gay, seguramente sería goleado por Argentina, por Brasil y hasta por Guatemala, qué horror. Su respuesta es una joya magnífica del humor negro. –¡Ay, mijito, golean a la selección de los machos y no nos van a golear a nosotros, que somos unas completas locas!
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Esta vez soy yo el de la carcajada. Poco después, mientras regreso a mi puesto para observar el segundo tiempo, me pregunto de nuevo por la motivación que tienen los espectadores para asistir a las funciones de Las Regias. Quizá tratan de aliviar su conciencia donando una moneda que sirva para pagar el tratamiento de un gay enfermo de sida o de la próstata. Quizá buscan una dosis de humor bizarro en las incompetencias deportivas de sus jugadores. En todo caso, supongo que todavía no están preparados para ver a los travestis más allá de las paredes de este coliseo.
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Retrato de un perdedor Enero de 2007
A Víctor Regino no le preocupa que esta noche, cuando regrese al ring después de un retiro de trece años, el público le grite “anciano” o el rival le desencaje la mandíbula: a él sólo le interesan los cien mil pesos de la paga, con los cuales podrá restablecer mañana su pequeño taller de traperos. Son las cinco de la tarde y nos encontramos en un restaurante del centro de Montería. Regino cena temprano porque quiere evitar sentirse aletargado durante la pelea, que comenzará dentro de tres horas. Por cierto, hoy le ha tocado adelantar el horario de todas sus comidas: desayunó a las cinco de la madrugada y almorzó a las once de la mañana. Mientras retira la remolacha del plato con un gesto de repulsión, advierte que no le gustaría que su hija Yoeris, de quince años, asistiera esta noche al coliseo. Luego sorbe su jugo de toronja, mira de soslayo hacia el televisor. Regino agarra el cuchillo con la mano izquierda y el tenedor, con la derecha. Corta la carne en rodajas toscas, que engulle despacio. De pronto, saca del bolsillo de su camisa un trozo de papel en el que tiene anotados los elementos que comprará con el dinero del combate: treinta libras de pabilo de algodón, quince yardas de lycra y veinte palos de cedro macho. Su idea es reanudar la producción
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mañana mismo, antes del mediodía. El resultado de la contienda le tiene sin cuidado, porque él ya decidió que, al final de esta misma noche, volverá a colgar los guantes. A los treinta y siete años sería absurdo que le apostara su futuro al boxeo, admite con un gesto de resignación. Hace cuarenta y cinco días se tropezó en la ribera del río Sinú con el empresario Hernán Gómez, quien le anunció que montaría una cartelera boxística en homenaje al ex campeón mundial Miguel Happy Lora. A Regino se le abrieron las agallas enseguida. Sabía que si participaba en la velada podría reabrir el negocio que clausuró a mediados de 2006, por falta de capital para costear la materia prima. El problema era su prolongado destierro de los cuadriláteros: ningún promotor se animaría a programarlo en esas condiciones, a menos que necesitara un relleno de emergencia. Así que se le anticipó al escollo con una mentira: dijo que llevaba ocho meses entrenando diariamente en el gimnasio. A continuación, cuando Gómez le preguntó la edad, Regino redondeó su artimaña quitándose seis años de un sólo envión. –Ya casi voy a cumplir treinta y uno, docto. Mientras lo veo masticar su bistec con parsimonia, supongo que hay que ser despistado de remate para tragarse tamaño embuchado. Porque lo cierto es que Regino aparenta más de cuarenta años. Su piel cobriza, normalmente templada como un tambor, acusa los trastornos causados por la dieta estricta del último mes: se ve marchita, vaciada. Tiene una catadura de huérfano que quizá se debe a sus ojeras profundas. Uno pensaría que consiguió su ropa entre los restos de un naufragio: la camisa demasiado ancha, los zapatos con las puntas dobladas hacia arriba. Hasta su bigote largo y desgreñado, que contrasta con sus mejillas escurridas, parece heredado de un difunto mucho más grande que él. En aquel encuentro casual, Gómez le propuso a Regino sustituir a un púgil que se le había escabullido dos horas antes, cuando se
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enteró de que su rival sería el invicto Miche Arango, un muchacho de veinticuatro años que, según los locutores deportivos de la ciudad, tiene morfina en los puños. Regino aceptó sin vacilar, porque sabía que no le quedaba otra alternativa. Desde entonces empezó a escuchar los pronósticos más sombríos. Un reconocido profeta local opinó que esta sería la clásica pelea desigual de tigre con burro amarrado. Otro invocó la viejísima analogía entre el ring y el patíbulo. Y el de más allá dejó en claro que no arriesgaría un céntimo por él. Regino sorbe su jugo de toronja, ensarta un aro de cebolla con el tenedor, encoge los hombros. A él no lo desvelan esos malos augurios, dice. Aunque sabe que la derrota es posible, se niega tajantemente a regalar su cabeza. Piensa que si sobrevive los cuatro primeros asaltos podría ganar, pues su adversario seguramente estará cansado a esas alturas. En todo caso –repite después de limpiarse la boca con la servilleta– lo verdaderamente importante no es el resultado de la contienda sino el hecho de que mañana amanecerá con dinero para reactivar su microempresa de traperos. *** Visto por la espalda desde su esquina, mientras recibe las instrucciones del árbitro en el centro del ring, Víctor Regino parece medir menos de los ciento sesenta centímetros que le atribuye su cédula de ciudadanía, tal vez porque tiene el lomo encorvado. Para pelear en el peso gallo –ciento dieciocho libras– debió perder ocho kilos en los últimos treinta días. Pese a su aspecto magro, conserva un par de rollitos de grasa a ambos lados de la cintura. Sus piernas pasarían inadvertidas de no ser por los músculos gemelos tan tensos y abultados. Regino brinca en la punta de los pies, lanza una combinación de golpes en el aire. Ahora, por fin, está de frente. Noto que ha adquirido el típico pecho de gorila viejo de los boxeadores cuarentones: lampiño, esponjoso.
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Miguel Arango, el contrincante, tampoco es el prototipo del atleta musculoso. Pero es joven, aventaja a Regino en doce centímetros de estatura y jamás ha estado inactivo. Su piel lechosa lo delata a leguas como un hombre procedente del interior del país, de esos a los que por acá, en el Caribe, se les llama “cachacos”. En los coliseos de la región impera la otra cara del racismo: el público, conformado en su gran mayoría por negros y mulatos, manifiesta sin ningún pudor el deseo de ver al boxeador blanco tendido en la lona con la boca llena de espuma. Tal actitud refleja, acaso, la ambición de cobrarle una amarga revancha a la historia. Los espectadores de hoy son especialmente hostiles contra Arango, a quien no le perdonan que haya reventado a cuanto monteriano le han puesto en frente. La última vez que Regino se calzó los guantes fue el 15 de marzo de 1993. En ese momento, registraba diez derrotas y apenas tres triunfos. El récord de Miche Arango, en cambio, no podría ser más imponente: ha ganado en fila india los diecisiete combates que ha disputado hasta ahora, todos antes del tercer asalto. El sentido común indica que hoy se apuntará el nocaut número dieciocho sin necesidad de despeinarse. Al final de la jornada cobrará un botín de novecientos mil pesos, es decir, nueve veces la cantidad que recibirá Regino. Las diferencias entre los dos, a propósito, son abismales. Arango llegó al coliseo escoltado por una comitiva ruidosa: ayudantes, primos, fanáticos, la fauna característica de los vencedores. A Regino, quien se vino de pie en un destartalado autobús hediondo a vegetales rancios, no lo acompañaba nadie: ningún vecino del barrio, ningún pariente en primero o en cuarto grado, ningún compadre. Ni siquiera sabía quién lo iba a dirigir en su esquina, pues a los púgiles del montón, como él, se les consigue a última hora cualquier instructor desocupado que esté dispuesto a sudar la gota gorda por veinte mil pesos. Estos entrenadores provisionales, a semejanza de los abogados de oficio, no están allí para salvar el alma de sus clientes desahuciados sino para legitimar la función. Para transmitir una
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idea de justicia que deje a todo el mundo con la conciencia tranquila. Porque lo cierto es que un boxeador sin asistente desluciría el espectáculo, lo haría ver como un linchamiento vulgar. Hace pocos minutos, mientras Hernán Gómez y uno de sus colaboradores discutían sobre quién podría ser el entrenador de Víctor Regino, escuché el gracejo más cruel que se haya pronunciado jamás en un coliseo. Su autor fue Tutico Zabala, el importante empresario boxístico puertorriqueño, invitado especial a la velada. De pronto, mirando su reloj con ansiedad, Gómez soltó la pregunta clave. –Y entonces, ¿quién subirá a Regino en el ring? Tutico sonrió con malicia antes de meter la cuchara con su chispa demoledora. –A mí no me preocupa quién va a subirlo, sino quién va a bajarlo. El entrenador elegido, finalmente, fue José Manuel Álvarez, quien ahora vigila a su pupilo desde la esquina. Mientras el anunciador oficial lee por altavoz la ficha técnica del combate, Regino comienza a calentar los músculos. Una finta lateral hacia la izquierda, otra hacia la derecha. Un golpe largo y otro corto, uno abajo y otro arriba, one, two, one, two, one, two, como enseñan los manuales. Nada de gracia, pienso. Hilando demasiado fino, uno supondría que sus movimientos burdos se deben en parte a los sobresaltos que ha padecido. Cuando lo urgente es tapar las goteras del techo, la danza se vuelve pecata minuta, oficio insignificante. Por eso los boxeadores menesterosos, los que en su vida diaria reciben tantos porrazos como si estuvieran en el ring, son casi siempre muy bruscos. Saben cómo evadir un cuchillo pero se sienten extraviados cuando suena la mazurca. Y bien: ahí tenemos a Regino, en el centro del cuadrilátero, debajo de una lámpara que lo ilumina a chorros como para dejarlo en evidencia. Está allí para recordarnos que, a pesar de nuestras ropas, seguimos desnudos. Somos a menudo muy pretenciosos en nuestro confort, pero deberíamos ir coligiendo que si nos niegan el perfume, como a Regino, lo que nos queda es el sudor. El hombre se llena
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la boca hablando de la civilización y piensa que sus antepasados primitivos, aquellos que debían luchar cuerpo a cuerpo contra las demás especies de la creación, son criaturas anacrónicas. Y, sin embargo, todavía a estas alturas le toca arriesgar el pellejo por un trozo de pan. O por unos traperos. *** A las nueve de la mañana, el calor en Montería es insoportable. Radio Panzenú acaba de reportar una temperatura de treinta y cuatro grados centígrados a la sombra. Dentro de once horas, exactamente, Víctor Regino subirá al ring para enfrentarse a Miche Arango. Cualquiera en su situación estaría en este momento pegándole al saco de arena o haciendo ejercicios abdominales. Él madrugó para tajar pescados en una fonda del Mercadito del Sur, para ganarse el desayuno. Después fue al barrio El Recreo a podar un jardín. Y ahora se encuentra aquí, en el Colegio Buenavista, reclamando las calificaciones de su hija Yoeris. Regino luce pensativo con el boletín de notas en la mano. Triste, quizá. Dice entonces que lamenta no haber estudiado y confiesa que, en sus tiempos de boxeador activo, jamás revisó un contrato delante de los empresarios, porque le daba vergüenza revelar su analfabetismo. Siempre pedía que le dejaran llevar el documento para su casa, con el pretexto de que debía analizarlo con mucho cuidado. Después, por supuesto, acudía a alguien que supiera leer. Mientras emprendemos el camino de vuelta hacia su casa, Regino dice que su hija Yoeris ya está lo suficientemente advertida acerca de los problemas que genera la falta de educación. –Yo le digo que no se quede bruta como yo, porque los brutos se mueren muy rápido. En principio, la sentencia de Regino se me antoja exagerada. Cuando se lo manifiesto se encoge de hombros, calla, y sigue avan-
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zando con su tranco corto a través de la trocha llena de guijarros. De repente, se detiene en seco. En 1982 –dice, cabizbajo–, su padre era mayordomo de una finca en Antioquia. En cierta ocasión, desesperado por una tos persistente que no lo dejaba dormir, se bebió a pico de botella medio frasco de pesticida, porque lo confundió con el expectorante de su patrón. Antes del amanecer, murió. Si su padre hubiera sabido leer –agrega Regino con la voz quebrada– a lo mejor estaría vivo todavía. –¿No le digo que los brutos se mueren rápido? –me pregunta con una expresión que parece a medio camino entre el sarcasmo y el abatimiento. Luego agacha el rostro. Noto que el pecho se le sacude de manera entrecortada. Llora sin darme la cara, acelera el paso. Recorremos cerca de cien metros en absoluto silencio. Al rato, empezamos a ver las primeras chozas de Brisas del Sinú, el arrabal donde vive. En la vía principal, por donde vamos avanzando, corretean montones de niños en cueros, muchos de los cuales exhiben ya los cañones iniciales de su vello púbico. Una mujer rolliza le grita a su vecina, a través de la cerca, que le regale una pastilla de Buscapina para aliviar su cólico menstrual. Levanto los ojos y lo que veo no es el cielo, sino una enmarañada red de cuerdas que salen de todas las casuchas y se entrecruzan en el aire: son los cables eléctricos que la gente utiliza para encadenarse al servicio de energía sin pagar un solo centavo. Tales cables funcionan, también, como tendederos de ropa. En uno de ellos hay un calcetín de bebé que flamea a merced del viento. Lo que más me asombra es descubrir en cada calle fogones improvisados sobre el suelo desnudo, en los cuales se cocina desde un pastel envuelto en hojas de bijao hasta un sancocho de huesos. Deduzco entonces que estoy frente a un contrasentido: en un sitio donde la gente carece de dinero para comer, abunda la comida y, además, la venden los mismos que tienen hambre. Poco después me informan que aquí, con tres mil pesos, almuerzan dos personas. Quizá
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no consuman el manjar más exquisito, me advierten, pero quedan con las panzas repletas. O sea que nadie pasa hambre, como yo había creído. En todo caso, sigo pensando que estas fondas lánguidas son tan sólo una forma de consuelo. Su razón de ser, más que el lucro, es el instinto de supervivencia. Al repartir la miseria, la conjuran. Así se permiten convertir la escasez en motivo de sorna. Esa capacidad de burla se evidencia, por ejemplo, en los nombres que les ponen a algunos de sus platos más pobres: a la montaña de arroz atravesada en la cima por un banano triste, se le llama “arroz al puente”. También existe el “arroz al nevado”, que es un cerro igual al anterior pero está coronado por un huevo frito. Como si leyera mi pensamiento, Regino aclara que su problema no es la falta de comida sino el temor de que Yoeris “se quede bruta” o “coja marido antes de tiempo”. Su reto –reitera, mirando otra vez el boletín de calificaciones– es educarla para que se defienda de tales peligros. Y por eso volverá al ring esta noche. Él calcula que necesitará dos semanas de producción en el taller de traperos para pagar los tres meses de pensión que debe en el colegio de su hija. Ahora, mientras lo veo doblar por la esquina, tengo la impresión de que no salta para evadir el charco que está frente a su casa, sino para subir al cuadrilátero a comenzar su pelea. O, más bien, a continuarla. *** Regino ganó los dos primeros rounds. Al plantear el combate en corto maniató los brazos largos de su rival y logró conectar varios golpes que hicieron poner de pie al público. Parecía que ganaría por nocaut, especialmente cuando metió ese gancho de izquierda en el estómago de Miche Arango. Un espectador lo celebró a grito herido: –Dale duro, carajo, que es cachaco y no es familia mía.
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Regino no pudo rematar la faena porque sonó la campana. En el tercero, alocado por el respaldo de la gente, arremetió contra Arango de manera insensata, ya que lo hizo con la guardia muy abajo. Entonces se encontró de frente con un mortero que le explotó en la barbilla. Cuando cayó a la lona con las piernas tiesas, la mirada extraviada y el protector bucal bailoteando entre los labios, todo el mundo comprendió que estaba liquidado. Ahora, mientras se baja del ring sin ayuda de nadie, noto que Regino no tiene el semblante postrado de los perdedores. Es más, luce radiante a pesar de la sangre que se le asoma por las fosas nasales. Sonríe, saluda a un aficionado. Y, además, le sobran agallas para levantar la mano derecha con la v de la victoria. El público, seguramente, ignora cuál es el motivo secreto que lo lleva a comportarse como si hubiera ganado. Pero le prodiga un aplauso monumental que retumba en todo el coliseo y parece estremecer el resto de la Tierra.
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El campeón que se volvió paramilitar Junio de 2013
Entonces, el ex boxeador Amancio Castro me cuenta otra de sus historias insólitas: cuando él anunció que pelearía contra Kid Pambelé, su abuela, Adela Julio, tuvo una crisis nerviosa y se opuso al combate. En principio consideró la posibilidad de que Amancio resultara lastimado; luego esgrimió otra razón conocida de sobra en la familia: Kid Pambelé era su ídolo. En un mundo repleto de boxeadores –protestó–, el bruto de su nieto escogía como rival, precisamente, al que más le gustaba a ella. En los meses previos al combate, Amancio siguió oyendo la cantilena de su abuela. Eso sí: ella no lo vio perder, como temía, porque justo el día antes del combate amaneció muerta en su propia cama. Amancio cree –y me lo dice ahora, mientras sirve dos pocillos de café– que murió del susto. Así que el dinero que le pagaron a él en aquella ocasión tan sólo le alcanzó para comprar el ataúd y pagar los demás gastos del entierro. Jamás había conocido un caso similar en el mundo del boxeo, le digo. Eso sí, a estas alturas, ya no me sorprendo: llevo cuatro días oyéndole las historias más disparatadas que he oído en mi carrera de reportero. Me pregunto –y le pregunto– si es que se ha pasado la vida protagonizando episodios asombrosos. A modo de respuesta, sonríe.
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Él narra todas estas rarezas sin inmutarse, con el mismo tono que utilizaría para contar algún acto insignificante de su cotidianidad. Le digo a Amancio que los colombianos nos olvidamos de él casi desde el momento mismo en que se retiró del boxeo, en 1994. Como no fue ningún Muhammad Alí ni ningún Sugar Ray Leonard, nadie tenía por qué recordarlo más allá del ring. Supimos, cuando tocaba saberlo, que fue reconocido como campeón mundial wélter junior por una de esas entidades menores creadas en los años ochenta y noventa: el Consejo Internacional de Boxeo. Luego perdió la corona, abandonó los cuadriláteros y, por supuesto, desapareció del horizonte. Volvimos a verlo en los telenoticieros gracias a una de esas circunstancias insólitas que han signado su vida: años después de haber colgado los guantes, desesperado porque no conseguía trabajo, ingresó a las Autodefensas Unidas de Colombia (auc). En 2006, fue uno de los dos mil quinientos hombres del Bloque Mineros que se desmovilizaron en Tarazá, municipio del Bajo Cauca antioqueño. La entrega de armas se llevó a cabo en la finca Ranchería ante un enjambre de reporteros. Cuco Vanoy, el comandante de ese grupo armado ilegal, acaparó la mayor parte de la información sobre el suceso. Se dijo que su lucha contra la guerrilla era fanática, que de noche masacraba y de día jugaba a socorrer a los pobres, que en Estados Unidos tenía un juicio pendiente por narcotráfico, que su bloque había matado a tres mil quinientas veintidós personas. El otro protagonista fue Amancio Castro. Cuando los periodistas lo descubrieron entre la tropa se le arrojaron encima. Una entrevista por aquí, una foto por allá. Amancio era pura sonrisa mientras los atendía a todos. Les contaba que su apodo de combatiente era el Campeón, les informaba que su oficio en el pelotón era cocinar, posaba frente a las cámaras con la guardia de sus mejores tiempos en el ring. Para los reporteros, él representaba el toque de color en la barbarie de siempre. Lo inesperado, lo raro. Un ex boxeador dicharachero con el fusil terciado al hombro venía a ser como el animal gracioso
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del circo, el chimpancé que salta con la lengua afuera en medio de las fieras. Era evidente que se sentía a gusto interpretando el papel. En un momento, dijo que su fusil tenía escrita en la cacha la palabra Osama, porque ese man, Osama Bin Laden, “era qué culo de man bien firme”. Después advirtió que entregaba el arma para contribuir a la paz de Colombia, pero que más adelante, cuando se armara la guerra con Venezuela, se la tendrían que devolver porque él quería “joder a Chávez”. –Coño, Amancio –le digo ahora–: las vainas que te pasan a ti no le pasan a nadie más. –Eso que dije sobre Chávez quedó grabado como en veinte cámaras de televisión. ¿Un ex campeón de boxeo convertido en paramilitar? Eso nunca antes se había visto, insisto. Amancio reafirma la frase moviendo la cabeza en sentido negativo. Luego, con aire jactancioso, empieza a citar de memoria los títulos de algunas notas que publicó la prensa cuando se supo la noticia: “Boxeador paraco”, “Del cuadrilátero a la guerra”, “Cambió guantes por fusiles”. –Sigamos hablando ahora de la señora Adela Julio. *** Amancio vuelve a servir café en los dos pocillos. Le pregunto si, aparte de él, hay otra persona que pueda hablar sobre la muerte de su abuela. –Mi hijo Amancio David. –Pero él ni siquiera había nacido. ¿Cuándo fue tu pelea con Pambelé? –El 26 de marzo de 1983. –Tu hijo no había nacido. –Sí había nacido: tenía como dos meses. –Bueno, dos meses. ¿Qué puede saber él?
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–Sabe más que yo. ¡Pregúntale! Amancio calla, apura un sorbo de café. Nos encontramos, justamente, en la casa de su hijo Amancio David, ubicada en el centro de Medellín. Hace unos meses, Amancio Castro abandonó su residencia en Montería y se vino para esta ciudad con el propósito de someterse a un tratamiento contra las drogas. Mientras dibujo en mi libreta un asterisco frente al nombre de Adela Julio, oigo otra vez la voz de Amancio. –Si yo te digo que la zorra es negra es porque le jalé el rabo y tengo los pelos en la mano. –No creo que seas mentiroso, pero de pronto confundes lo que te pasa con lo que te imaginas. –Nombe, a mí no me pasa eso ya. –¿Te pasó algunas veces? Por toda respuesta, vuelve a quedarse callado. –¿Nunca le has oído a un médico la palabra delirio? –Antes, sí. Yo llevo casi un año en tratamiento. –De todos modos, confirmaré con Amancio David la historia de tu abuela. –Ponle la firma, compa. Yo en esa época ni siquiera había cumplido los veinticinco años. Estaba sano, mi hermanito, por mi mae que sí. Nada de vicio. –¿No habías consumido ninguna droga todavía? –Bueno, mariguanita, así, suavecito, cuando no tenía una pelea cerquita. En realidad no creo que quiera mentirme, pero estoy enterado de su enfermedad mental. –El viejo tiene problemas neuropsicológicos –me informó Amancio David al comenzar mi trabajo de campo–. Los psiquiatras dicen que no supo afrontar la vida sin fama que vino después del boxeo. Además, malgastó todo el dinero en drogas y en malos negocios, y como quedó en la olla se la pasa delirando con la plata.
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Ese rasgo de Amancio salió a flote desde el primer instante en que nos encontramos. Como quizá supuso que lucía demasiado pobretón ante mis ojos advenedizos, se apresuró a aclarar que en su época de boxeador había sido un hombre platudo. Es más: todavía conserva ciertas propiedades, pero por mala suerte no puede sacarles provecho. En Colombia nadie sabe –prosiguió– que él es el dueño de los supermercados Carrefour. Los recibió como parte de pago en Francia, y luego se los traspasó en concesión temporal a la Alcaldía de Medellín. Su aspiración es recuperarlos en un plazo máximo de dos años. Después dijo que en cierta ocasión su propio mánager lo engañó, porque le reportó treinta mil dólares tras una pelea, y en realidad le habían pagado treinta millones. No quise decirle que la bolsa más alta que ha ganado un boxeador colombiano es de medio millón de dólares. Sin embargo, él debió notar que no le estaba creyendo, porque se lanzó a la carga con un nuevo argumento: el mánager al cual se refiere “es un bandidazo” que actualmente tiene orden de captura y anda huyendo de la justicia. De modo que a su patrimonio habría que sumarle el dinero que le quedaron debiendo aquella vez. Son veintinueve millones novecientos setenta mil dólares: él tiene las cuentas claras. Con esa plata, más la plata que le adeudan el general Noriega, de Panamá, y el general Aquino, de Filipinas, él podría vivir sentado el resto de su vida. Las alucinaciones de Amancio en esa primera cita –y en las siguientes– han ido mucho más allá del dinero. Según dice, una pitonisa francesa le introdujo en el cerebro un chip que le confiere poderes especiales para la guerra. Por eso él puede dañar la pólvora del enemigo en un área de dos mil setecientos metros a la redonda. Y si alguien, por casualidad, lograra dispararle, la bala se desviaría un kilómetro. Además, ha repetido hasta la saciedad que en Miami adquirió dos poderes adicionales gracias a una pócima milagrosa: jamás se pon-
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drá viejo y siempre tendrá “el hierro bien firme”. Al mencionar este punto hace, invariablemente, un gesto fálico: se agarra el antebrazo izquierdo con la mano derecha, y lo mantiene en alto. Luego añade que el creador del brebaje le hizo una tercera oferta: convertirlo en un hombre blanco “como hizo con Michael Jackson”. Por supuesto, él se negó a aceptar semejante prebenda, ya que vive muy orgulloso de ser negro. Después de haberle oído todo ese repertorio de invenciones, es lógico que esta tarde ponga en duda la historia de su abuela. –¿De veras murió asustada porque tú ibas a pelear con Pambelé? –Erda, mi hermanito, ojalá los muertos hablaran pa’ preguntarle a ella misma si murió de susto. *** En el testimonio de Amancio lo inaudito se entrevera con lo trágico. Eso puede ocurrir hasta en el tema más anodino. Cuando uno quiere saber cuál es el origen de su nombre, pongamos por caso, él informa que Amancio se llamaba un tío suyo al que mataron en una fiesta celebrada en Moñitos, el pueblo de Córdoba donde nació. Amancio cree que la tragedia pudo haber sucedido a finales de 1958, cuando él era apenas un bebé de brazos. Como entonces faltaban pocos días para que lo bautizaran, el abuelo decidió endosarle el nombre del difunto. ¿Su abuelo?, pregunta uno. ¿Y su madre no hizo nada para impedirlo? No, su madre murió cuando él estaba recién nacido. De modo que su padre se lo entregó en adopción a Susana Ramos, dueña de uno de los restaurantes más populares de Montería. En cierta ocasión, cuando aún era un párvulo, Amancio se acercó a uno de los fogones que la señora Ramos armaba en el patio a ras de tierra. La travesura casi termina otra vez en desastre, pues derramó el sancocho hirviente. De puro milagro no le cayó encima.
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–¿Cuántos años tenías cuando pasó eso? –Estaba chiquito. –¿De qué edad? –Como de dos años, por ahí. –¿Y cómo te acuerdas? –Erda, mi hermanito. ¡Qué me voy a acordar ni qué ocho cuartos! Mi mamá me contó. –¿La señora Susana? –Sí, ella. Yo le digo “mamá”. Sospecho que cuando se trata de buscar lo dramático e insólito en la vida de Amancio, uno podría escoger al azar cualquier etapa. Sugiero, entonces, que hagamos la pesquisa en su faceta de boxeador. ¿Por qué decidió calzarse los guantes? ¿Acaso tenía hambre? Amancio me responde con otro interrogante: ¿cómo iban a faltarle los tres golpes diarios de cuchara a un tipo que fue criado por una cocinera? Está claro que mamá Susana jamás se volvió rica con su restaurante humilde, pero por lo menos aseguró jornada tras jornada la comida de todos en la casa. Eso sí, aclara, aunque no pasara hambre soportaba muchas carencias: usaba zapatos agujereados, dormía en una cama sin colchón. Las estrecheces –dice ahora– lo forzaron en la adolescencia a adquirir “malas mañas”. –¿Malas mañas? –Robos piadosos, mi hermanito. Yo nunca le hice daño a nadie ni robé plata en efectivo. –¿Robar no es hacer daño? –Ya te dije que mis robos eran piadosos. Nadie puede decir que yo le haya mostrado un cuchillo. –¿Qué robabas? –Puras maricaítas sin mucho valor. De pronto unas pinzas en la ferretería o un desodorante en el supermercado. –¿Y vendías esas cosas? –Algunas. Otras las usaba yo.
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–¿Como el desodorante? –Como el desodorante y la crema dental. –¿Nunca corriste peligro? –A mí me contaron que una gente me estaba buscando para pegarme con el dedo. En este punto, mueve el dedo índice como si disparara un revólver. Le digo que si los matones hubieran logrado “pegarle con el dedo”, la prensa habría registrado el suceso con el siguiente titular: “Muerto ex campeón mundial de boxeo por robarse un desodorante”. Un final predecible, sin duda, pues su vida ha oscilado desde siempre entre lo exótico y lo funesto. Amancio coloca el pocillo ya vacío en la mesa de centro, se queda pensativo. La decisión de vincularse a las auc –dice– se debió en parte a la necesidad de protegerse. Al andar indefenso por Montería corría el riesgo de morir acribillado en cualquier esquina; escondido en el monte sería más difícil que los verdugos se le arrimaran. Curiosamente, los mismos paramilitares que habrían podido matarlo en la calle le dieron cabida en sus filas. El eterno contrasentido de este país irracional: mucha gente desamparada resuelve hacer la guerra para resguardarse de la guerra. Amancio vuelve entonces a uno de sus temas recurrentes: –De todos modos no hubieran podido matarme. –¿Ah, no? ¿Y eso por qué? –Porque a mí en Francia me metieron en la cabeza catorce cables que me fortalecieron todos los órganos. Ya no me entra ningún plomo. –Me dijiste que tus poderes consistían en dañar la pólvora y desviar las balas del enemigo. –Bueno, si de pronto una bala no se desvía, me rebota en el cuerpo. –Caramba, qué superpoder.
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–Eso no es ná, compa: yo tengo ocho ánimas invisibles que andan conmigo pa’ arriba y pa’ abajo. Ahora mismo están aquí. Como te metas conmigo te sacan de la casa a punta ‘e cachetá. –Entiendo. Luego palpa su camisa de mangas largas y dice que está muy sudada. Entonces, solicita permiso para cambiársela aquí mismo por una camiseta de mangas cortas que se encuentra colgada en el espaldar de una silla. Veo entonces su torso desnudo, apenas un poco más robusto que en sus tiempos de boxeador. Con tres sesiones de gimnasio podría lograr otra vez el peso wélter junior: ciento cuarenta libras. Noto que su piel azabache es refulgente. –¿Cómo perdiste los dientes? –Los negocié, mi hermanito. –¿Cómo? –El brujo que me hizo el trabajo en Miami me dijo que para yo quedar siempre con el hierro bien firme, tenía que perder un órgano. Eche, y yo dije en seguida: ¡Que se pierdan los dientes! –Entiendo. ¿Y esa cicatriz del codo izquierdo? Está grandísima. –Tú sabes, compa, cuando uno anda en la guachafita nunca faltan los problemas. –Ahí sí te alcanzó el verdugo. –¡Eso fue con un puñal! –Ah, claro. El poder no te funciona con puñales. –¡Sí me funciona! Pero la pitonisa me advirtió que había una puñalada que me iba a entrar. *** Más allá de sus desvaríos, fácilmente identificables, Amancio Castro ha protagonizado un montón de episodios inauditos. Él debe de ser el único tipo del mundo que se convirtió en boxeador pese a tener el estómago lleno.
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Al oírlo hablar –digo–, a uno le da la impresión de que todo lo insólito le ocurriera sólo a él. Amancio se queda absorto mientras retuerce con los dedos las puntas de su bigote. Luego dice que cada ser humano viene al mundo con un destino ya escrito. Quizás el suyo consista en vivir esas situaciones que a mí me parecen extrañas. Las rarezas que cuenta, repito, no le suceden a nadie más. Ningún otro boxeador ha perdido a la abuela del modo en que él perdió a la suya. Para poner el caso en contexto, hago el ejercicio de endosárselo a protagonistas actuales: Miguel Cotto anuncia en su casa que peleará contra el mejor de su peso, Manny Pacquiao. Entonces la abuela de Cotto –que idolatra a Pacquiao– se mortifica o se asusta, y muere. Definitivamente, no funciona: el único rostro que encaja en esas historias increíbles es el de Amancio. Sólo él, en este país donde los rateros suelen actuar con violencia, se ufana de haber sido un “ladrón piadoso”. Sólo él fue capaz de asumir el boxeo como oficio a pesar de que pasaba los días en un restaurante en el cual podía comer todo lo que quisiera. Amancio dice conocer a otros tipos que tenían asegurados los tres golpes diarios de cuchara y, sin embargo, decidieron ser boxeadores. Cuando le pido ejemplos, calla, se enrosca de nuevo las puntas del bigote. Le digo que, a diferencia suya, jamás he sabido de alguien que se calzara los guantes con la panza llena. Sólo él, insisto. Ni en los textos documentales ni en los de ficción que se ocupan del tema encontraremos otro caso. Si en este momento abriera al azar cualquier enciclopedia de boxeo, caería irremediablemente en la biografía de un tipo que se volvió boxeador porque necesitaba matar el hambre. Pienso, por ejemplo, en el cartagenero Leonidas Asprilla, que todos los días, antes de entrenarse en el gimnasio, iba al mercado para mendigarles a los carniceros una porción de vísceras fritas. Si tomara un cuento –añado– también me toparía con personajes hambrientos. Pienso entonces en Tom King, el boxeador cuarentón creado por
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Jack London, y lo veo otra vez en su esquina, abatido porque no pudo comerse un buen bistec antes del combate. Así que no entiendo cómo era que él se exponía a que le hicieran daño en el ring si tenía la comida asegurada. –¿Daño a mí? –pregunta entonces, los ojos desorbitados, mientras se toca el pecho con el mismo dedo que usó hace un rato para disparar la pistola imaginaria. –Sí, a ti. Tú sabes que en el ring se corren riesgos. –A mí en el ring no me hacía daño nadie, compa. ¿Tú no me viste pelear? –Claro que te vi, y en estos días busqué tu récord oficial como boxeador: perdiste dieciséis peleas, cuatro de ellas por nocaut. –En el ring se gana y se pierde. Pero a mí nadie me hizo daño, ni siquiera Pambelé, que fue el más grande. –¿No le sentiste las manos a Pambelé? –Pegaba durísimo, compa. –¿Y no te hizo daño? –Para nada, y eso que él es cuatro centímetros más alto que yo. –¿Cuánto mides? –Uno setenta y tres –Estaban casi parejos. –¡Nombe, qué parejos íbamos a estar! Pambelé dio sus ciento cuarenta libras completicas y yo llegué fallo de peso: pesé ciento treinta y siete libras. –Yo no vi la pelea pero me dijeron que te ganó fácil. –¿Fácil? ¡Pambelé no pudo noquearme! –Te ganó por decisión unánime. –¿Y te dijeron que fue fácil? –Sí. –¿Quién te dijo? –Un empresario boxístico que fue mánager tuyo: Nelson Aquiles Arrieta.
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–¡No joda! Amancio vuelve a abrir los ojos, se levanta del sillón. –Oye, ¿Nelaqui no te dijo que yo casi noqueo a Pambelé? –No. –¿Tampoco te dijo que yo iba ganando? –Eso sí: ibas ganando pero te fuiste quedando como pasmado, sin tirar las manos, y Pambelé fue el justo ganador. Se sienta de nuevo. La expresión de su rostro se me antoja melancólica. –Casi lo noqueo –dice en tono suave, como si hablara para sí mismo. Segundos después mira el reloj y me informa que debe preparar la comida. Es algo que le gusta hacer, dice. Además, a él se le facilita cocinar, ya que permanece en casa mucho tiempo. En cambio, Amancio David y su esposa Rosana regresan tarde de sus lugares de trabajo. –Ese es mi nietecito –dice sonriente, mientras señala una foto en la pared. –¿Cuántos años tiene? –Ocho. De pronto lo ves. Ya casi llega del colegio. A continuación, se dirige a la cocina para cumplir, según dice, varios encargos pendientes. Primero echa a hervir agua en un caldero, después se pone a barrer. Aprieta la escoba como si fuera un rastrillo de monte y la desliza de manera ruda por el piso. Entretanto, va contando cómo fue que se volvió tan hacendoso. Mamá Susana obligaba a todo el mundo en casa a partirse el lomo. Ella decía que al macho no se le quita lo macho por trapear ni a la hembra se le quita lo hembra por levantar un cántaro. Así que cualquiera podía coser un botón o hender un trozo de leña. Lo que más le gustaba a él era cocinar. En este punto, enumera los platos que aprendió a hacer desde la adolescencia: bagre guisado en leche de coco, viuda de bocachico, sancocho trifásico, costilla sudada.
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Cuando se hizo adulto –dice–, perdió muchos de sus privilegios. Mamá Susana endureció el trato hacia él, y encima le restringió todas las ayudas. Menos comida, mi hermano, menos atenciones, y ni un centavito para invitar a la novia a la heladería. Fue entonces cuando empezó a practicar boxeo. –O sea que sí peleabas por comida. –No, espérate, eso no fue así. Yo al principio no tenía muchas ganas de boxear, pero el gimnasio quedaba al lado de una tienda donde vendían una chicha sabrosa. –No entiendo. –Me gustaba ir a entrenar para después tomarme dos chichas de esas. –Mejor dicho, tú no te hiciste boxeador por hambre sino por sed. Amancio sonríe. –¿Dónde quedaba el gimnasio? –En el barrio Santa Fe de Montería. –Las vainas que te pasan a ti no le pasan a nadie más. Vuelve a sonreír. El boxeo fue bueno mientras duró: le permitió granjearse un título mundial, abrir una jugosa cuenta de ahorros y conseguir victorias sobre rivales muy importantes: nada menos que los ex campeones Alfredo Layne y Jimmy Paul. Entonces, se acabó la vida útil en el ring, y con la francachela que vino después, también se acabaron las ganancias. Menudo lío encontrar opciones en ese momento, cuando ya le quedaba imposible volver a calzarse los guantes. Pensó en montar un restaurante, y hasta alcanzó a decidir el nombre que le pondría: Sancocho y arroz. Pero, ¿con qué plata?, se pregunta sonriente mientras empieza a lavar los platos. No los restriega con la esponja sino con la mano desnuda, su mano de nudillos ásperos. A continuación señala que, justo cuando se encontraba en ese aprieto, surgió la alternativa de vincularse a las auc. Allí podría desplegar sus saberes como cocinero y recibir un sueldo de setecientos
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mil pesos mensuales. Aparte, claro está, de mantenerse a salvo de quienes querían pegarle con el dedo. *** Sábado radiante en Medellín. Estamos llegando a la Terminal de Transportes, donde en unos minutos Amancio abordará el autobús que lo llevará de regreso a Montería. Son las diez de la mañana. Nos acompaña Amancio David, a quien le pregunto de sopetón si sabe cómo murió su bisabuela, Adela Julio. Primero mira a su padre y sonríe. Luego suelta una frase maliciosa: –El que tiene que echarte bien ese cuento es mi papá. Amancio David es consciente de que, al retornar a Montería, su padre podría recaer en el vicio. Sin embargo, ha resuelto darle un voto de confianza. Sabe que necesita viajar para atender en Montería varios asuntos pendientes. Eso sí: lo conmina a mantenerse alejado de las drogas. En este punto, Amancio hace la señal de la cruz con los dos brazos. –¡Vade retro, Satanás! – exclama. Todos reímos. De repente se detiene en seco, el rostro grave, y dice que está a punto de descubrir la vacuna contra la drogadicción. Él cree que la clave será un vegetal, tal vez el repollo morado o tal vez el rábano. Así como una pitonisa en Francia inventó la cura contra el sida gracias a la mata de alcachofa, él podría sanar a los drogadictos con un jarabe botánico. Dicho lo anterior, suelta una carcajada y sigue caminando. Lo veo abatido más allá de su risa, solo, aplastado por esa enorme bolsa de ropa, sin nadie que lo reconozca como a los otros campeones, sin nadie que, por lo menos, le haga una reverencia. Cuando estaba joven, se defendió con los puños. Cuando ya no pudo ganarse
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la vida tirando trompadas, se aferró a un fusil, y jamás supo por qué diablos peleaba. Ni quienes lo indujeron a combatir a golpes en el ring ni quienes lo llevaron a combatir armado en el monte se preocuparon por averiguar si él estaba preparado para librar esas luchas. Mientras sube al autobús, me pregunto si a estas alturas de su vida encontrará una nueva opción para sobrevivir. De no ser así, más le vale que lo protejan todos esos poderes que dice tener.
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ENTRE EL ESPLENDOR Y LA SOMBRA
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El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas
Junio de 2009 Sucede que los asesinos –advierto de pronto, mientras camino frente al árbol donde fue colgada una de las sesenta y seis víctimas– nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni en los catálogos de turismo. Porque, dígame usted, y perdone que sea tan crudo, si no fuera por esa masacre, ¿cuántos bogotanos o pastusos sabrían siquiera que en el departamento de Bolívar, en la Costa Caribe de Colombia, hay un pueblo llamado El Salado? Los habitantes de estos sitios pobres y apartados sólo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen. José Manuel Montes, mi guía, un campesino rollizo y taciturno que se ha pasado la vida sembrando tabaco, asiente con la cabeza. Cae la tarde del sábado, empieza la sonata de las cigarras. El sol ya se ocultó pero su fogaje permanece concentrado en el aire. Mi acompañante cuenta entonces que en este punto en el que estamos ahora, más o menos aquí, en la mitad de la cancha de futbol, los paramilitares torturaron a Eduardo Novoa Alvis, la primera de sus víctimas. Le arrancaron las orejas con un cuchillo de carnicería y después le embutieron la cabeza en un costal. Lo apuñalaron en el vientre, le descerrajaron un tiro de fusil en la nuca. Al final, para celebrar su muerte, hicieron sonar los tambores y gaitas que habían sustraído de la Casa
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de la Cultura. En los alrededores desolados de este campo de microfutbol apenas hay un par de burros lánguidos que se rascan entre sí las pulgas del espinazo. Sin embargo, es posible imaginar cómo se veían esos espacios aquella mañana del viernes 18 de febrero del año 2000, cuando los indefensos habitantes de El Salado se encontraban apostados allí por orden de los verdugos. –Casi toda la gente estaba sentada en ese costado –dice Montes, mientras señala un montículo de arena parda que se encuentra perpendicular a la iglesia, a unos veinte metros de distancia. Hoy por la mañana, al despuntar el día, Édita Garrido me había mostrado esa misma lomita de tierra. Ella, una aldeana enjuta de tez cetrina, también sobrevivió para echar el cuento. Los paramilitares, dijo, llegaron al pueblo un poco antes de las nueve, disparando en ráfagas y profiriendo insultos. Debajo de su cama, en el piso, donde se hallaba escondida, Édita oyó la algarabía de los bárbaros: –¡Partida de malparidos: párense firmes, que somos los paracos y vamos a acabar con este pueblo de mierda! –¡Eso les pasa por ser sapos de la guerrilla! En seguida arrancaron a los pobladores de sus casas y los condujeron como borregos de sacrificio hacia la cancha. Allí –aquí– los obligaron a sentarse en el suelo. En el centro del rectángulo donde normalmente es situado el balón cuando va a empezar el partido, se plantaron tres de los criminales. Uno de ellos blandió un papel en el que estaban anotados los nombres de los lugareños a quienes acusaban de colaborarle a la guerrilla. En la lista, después de Novoa Alvis, seguía Nayibis Osorio. La arrastraron prendida por el pelo desde su casa hasta el templo, acusada de ser amante de un comandante guerrillero. La sometieron al escarnio público, la fusilaron. Y a continuación, en el colmo de la sevicia, le clavaron en la vagina una de esas estacas filosas que utilizan los campesinos para ensartar las hojas de tabaco antes de extenderlas al sol.
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–¿A quién le toca el turno? –preguntó en tono burlón uno de los asesinos, mientras miraba a los aterrados espectadores. El compañero que manejaba la lista le entregó el dato solicitado: Rosmira Torres Gamarra. Separaron a la señora del grupo, le amarraron al cuello una soga y comenzaron a jalarla de un lado al otro, al tiempo que imitaban los gritos de monte característicos de la arriería de ganado en la región. La ahorcaron en medio de un nuevo estrépito de tambores y gaitas. Luego ametrallaron, sucesivamente, a Pedro Torres Montes, Marcos Caro Torres, José Urueta Guzmán y a un burro vagabundo que tuvo la desgracia de asomar su hocico por aquel inesperado recodo del infierno. Uno de los paramilitares amenazó a la muchedumbre: al que llore lo desfiguramos a tiros. Otro levantó su arma por el aire como una bandera y prometió que no se iría de El Salado sin volarle los sesos a alguien. –Díganme cuál es el que me toca a mí, díganme cuál es el que me toca a mí –repetía, mientras caminaba por entre el gentío con las ínfulas de un guapetón de cine. Hubo más muertes, más humillaciones, más redobles de tambores. Hacia el mediodía, varios tramos de la cancha se encontraban alfombrados por el reguero de cadáveres y órganos tronchados que había dejado la carnicería. Entonces, como al parecer no quedaban más nombres pendientes en la lista, los paramilitares se inventaron un juego de azar perverso para prolongar la pesadilla: pusieron a los habitantes en fila para contarlos en voz alta. La persona a la cual le correspondiera el número treinta –advirtió uno de los verdugos– estiraría la pata. Así mataron a Hermides Cohen Redondo y Enrique Medina Rico. Después llevaron su crueldad, convertida ya en un divertimento, hasta el extremo más delirante: de una casa sacaron un loro y de otra, un gallo de riña, y los echaron a pelear en medio de un círculo frenético. Cuando finalmente el gallo descuartizó al loro a punta de picotazos, estalló una tremenda ovación.
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Ahora, José Manuel Montes me explica que la mortandad de la cancha era apenas una parte del desastre. El país ha conocido después –gracias a los familiares de las víctimas, las confesiones de los verdugos y el copioso archivo de la prensa– los pormenores de la masacre. Fue consumada por trescientos hombres armados que portaban brazaletes de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc). Los paramilitares comenzaron a acordonar el área desde el miércoles 16 de febrero de 2000. Mientras estrechaban el cerco sobre El Salado, asesinaban a los campesinos que transitaban inermes por las veredas. No los mataban a bala sino a golpes de martillo en la cabeza, para evitar ruidos que alertaran a los desprevenidos habitantes que se encontraban aún en el pueblo. El viernes 18, ya durante la invasión, forzaron las casas que permanecían cerradas y ametrallaron a sus ocupantes. Cometieron abusos sexuales contra varias adolescentes, obligaron a algunas mujeres adultas a bailar desnudas una cumbiamba. Por la noche, les ordenaron a los sobrevivientes regresar a sus moradas. Pero eso sí: les exigieron que durmieran con las puertas abiertas si no querían amanecer con la piel agujereada. Entre tanto, ellos, los bárbaros, se quedaron montando guardia por las calles: bebieron licor, cantaron, aporrearon otra vez los tambores, hicieron aullar las gaitas. Se marcharon el sábado 19 de febrero casi a las cinco de la tarde. A esa hora, los lugareños corrieron en busca de sus muertos. El panorama con el cual se toparon era lo más horrendo que hubiesen visto jamás: la cancha que con tanto esfuerzo les habían construido a sus hijos cinco años atrás estaba convertida en una cloaca de matadero público: manchones de sangre seca, enjambres de moscas, atmósfera pestilente. Y, para rematar, los cerdos callejeros le caían a dentelladas a los cadáveres, corrompidos ya por el sol. –Mi marido –me dijo Édita Garrido esta mañana– ayudó a cargar uno de esos cadáveres, y cuando terminó, tenía las manos llenas de pellejo podrido.
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Le reitero a José Manuel Montes que mi visita se debe a la matazón cometida por los paramilitares. Si no se hubiese presentado ese hecho infame, seguramente yo andaría ahora perdiendo el tiempo frente a las vitrinas de un centro comercial en Bogotá o extraviado en una siesta indolente. El terrorismo, fíjese usted, hace que algunos de quienes todavía seguimos vivos pongamos los ojos más allá del mundillo que nos tocó en suerte. Por eso nos conocemos usted y yo. Y aquí vamos juntos, recorriendo a pie los ciento cincuenta metros que separan la cancha del panteón donde reposan los mártires. Mientras avanzamos, digo que acaso lo peor de estos atropellos es que dejan una marca indeleble en la memoria colectiva. Así, la relación que la psiquis establece entre el lugar afectado y la tragedia es tan indisoluble como la que existe entre la herida y la cicatriz. No nos engañemos: El Salado es “el pueblo de la masacre”, así como San Jacinto es el de las hamacas, Tuchín el de los sombreros vueltiaos y Soledad el de las butifarras. Hemos llegado por fin al monumento erigido en honor a las personas acribilladas. En el centro del redondel donde yacen las osamentas se levanta una enorme cruz de cemento. La pusieron allí como el típico símbolo de la misericordia cristiana, pero en la práctica, como no hay a la entrada de El Salado ningún cartel de bienvenida, esta cruz es la señal que le indica al forastero dónde se encuentra, el mojón que demarca el territorio del pueblo. Porque en muchas regiones olvidadas de Colombia, fíjese usted, los límites geográficos no son trazados por la cartografía sino por la barbarie. Al distinguir los nombres labrados en las lápidas con caligrafía primorosa, soy consciente de que camino por entre las tumbas de compatriotas con quienes ya no podré conversar. Habitantes de un país terriblemente injusto que sólo reconoce a su gente humilde cuando está enterrada en una fosa. ***
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Domingo de rutina en El Salado: Nubia Urueta hierve el café en una hornilla de barro. Vitaliano Cárdenas les echa maíz a las gallinas. Eneida Narváez amasa las arepas del desayuno. Miguel Torres hiende la leña con un hacha. Juan Arias se apresta a sacrificar una novilla. Juan Antonio Ramírez cuelga la angarilla de su burro en una horqueta. Hugo Montes viaja hacia su parcela con un talego de semillas de tabaco. Édita Garrido pela yucas con un cuchillo de punta roma. Eusebia Castro machaca panela con un martillo. Jámilton Cárdenas compra aceite al menudeo en la tienda de David Montes. Y Oswaldo Torres, quien me acompaña en este recorrido matinal, fuma su tercer cigarrillo del día. Los demás lugareños seguramente están dentro de sus moradas haciendo oficios domésticos, o en sus cultivos agrandando los surcos de la tierra. A las ocho de la mañana, el sol flamea sobre los techos de las casas. Cualquier visitante desprevenido pensaría que se encuentra en un pueblo donde la gente vive su vida cotidiana de manera normal. Y, hasta cierto punto, es así. Sin embargo –me advierte Oswaldo Torres–, tanto él como sus paisanos saben que después de la masacre nada ha vuelto a ser como en el pasado. Antes había más de seis mil habitantes. Ahora, menos de novecientos. Los que se negaron a regresar, por tristeza o por miedo, dejaron un vacío que todavía duele. Le digo a Oswaldo Torres que el sobreviviente de una masacre carga su tragedia a cuestas como el camello su joroba, la lleva consigo adondequiera que va. Lo que se encorva bajo el pesado bulto, en este caso, no es el lomo sino el alma, usted lo sabe mejor que yo. Torres expulsa una bocanada de humo larga y parsimoniosa. Luego admite que, en efecto, hay traumas que perduran. Algunos de ellos atacan a la víctima a través de los sentidos: un olor que permite evocar la desgracia, una imagen que renueva la humillación. Durante mucho tiempo, los habitantes de El Salado esquivaron la música como quien se aparta de un garrotazo. Como vieron agonizar a sus paisanos entre ramalazos de cumbiamba improvisados por los
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verdugos, sentían, quizá, que oír música equivalía a disparar otra vez los fusiles asesinos. Por eso evitaban cualquier actividad que pudiese derivar en fiesta: nada de reuniones sociales en los patios, nada de carreras de caballos. Pero en cierta ocasión, un psicólogo social que escuchó sus testimonios en una terapia de grupo, les aconsejó exorcizar el demonio. Resultaba injusto que los tambores y gaitas de los ancestros, símbolos de emancipación y deleite, permanecieran encadenados al terror. Así que esa misma noche bailaron un fandango apoteósico en la cancha de la matanza. Fue como renacer bajo aquel firmamento tachonado de velas prendidas que anunciaban un sol resplandeciente. En este momento, paradójicamente, el sol se ha escondido. El cielo encapotado amenaza con desgajarse en un aguacero. Torres recuerda que cuando ocurrió la masacre, en febrero de 2000, todos los habitantes se marcharon de El Salado. No se quedaron ni los perros, dice. Pues, bien: él, Torres, fue una de las ciento veinte personas –cien hombres y veinte mujeres– que encabezaron el retorno a su tierra en noviembre del año 2002. Cuando llegaron –cuenta–, El Salado se hallaba extraviado bajo un boscaje de más de dos metros de alto. Uno de los paisanos se encaramó en el tanque elevado del acueducto para precisar dónde quedaba la casa de cada quien. En seguida, se entregaron a la causa de rescatar al pueblo de las garras del caos. Un día, tres días, una semana enfrascados en una lucha primitiva contra el entorno agresivo, como en los tiempos de las cavernas: corte un bejuco por aquí, queme un panal de avispas furiosas por allá, mate una serpiente cascabel por el otro lado. La proliferación de bichos era desesperante. –Si uno bostezaba –dice Torres– se tragaba un puñado de mosquitos. Para defenderse de las oleadas de insectos, todos, incluso los no fumadores, mantenían un tabaco encendido entre los labios. Además, fumigaban el suelo con querosene, armaban fogatas al anochecer.
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Dormían apretujados en cinco casas contiguas del Barrio Arriba, pues temían que los bárbaros regresaran. Reunidos –decían– serían menos vulnerables. Su consigna era que quien quisiera matarlos, tendría que matarlos juntos. Tan grande era el miedo en aquellos primeros días del retorno, que algunos dormían con los zapatos puestos, listos para correr de madrugada en caso de que fuera necesario. Al principio subsistieron gracias a la caridad de los pueblos vecinos –Canutal, Canutalito, El Carmen de Bolívar y Guaimaral–, cuyos moradores les regalaban víveres, frazadas y pesticidas. Cuando terminaron de segar la maraña, cuando quemaron el último montón de ramas secas, se dedicaron a poner en su sitio, otra vez, los elementos perdidos del universo: el caney del patio, el establo, la burra baya, el garabato, la alacena de las hojas de tabaco, el canto del gallo, el ladrido de los perros, los juegos de los niños, los amores furtivos en los callejones oscuros, la ollita tiznada del café, la visita del compadre. Entonces volvieron los sobresaltos: la guerrilla de las farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) los acusó de ser colaboradores clandestinos de los paramilitares. ¿Habrase visto ironía más grande? ¡Si los masacraron, precisamente, porque se les consideraba compinches de los guerrilleros! Mientras chupa su eterno cigarrillo, Oswaldo Torres advierte que los problemas de orden público en El Salado se debían al simple hecho de pertenecer geográficamente a los Montes de María, una región agrícola y ganadera disputada durante años por guerrilleros y paramilitares. En los periodos más críticos de la confrontación los habitantes vivían atrapados entre el fuego cruzado, hicieran lo que hicieran. Y siempre parecían sospechosos, aunque no movieran ni un dedo. Ciertamente, algunos paisanos –bajo intimidación o por voluntad propia– le cooperaron a un bando o al otro. Tal circunstancia resultaba inevitable dentro de un conflicto corrompido en el cual los combatientes tomaban como escudo a la población civil. Hugo Montes, un campesino que ni siquiera terminó la educación prima-
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ria, me explicó el asunto, anoche, con un brochazo del sentido común que les heredó a sus antepasados indígenas. –Es que donde hay tanta gente, nunca falta el que mete la pata. En seguida encogió los hombros, me miró a los ojos y me retó con una pregunta: –¿Y qué podíamos hacer los demás, compa, qué podíamos hacer? –Lo único que podíamos hacer –responde Torres ahora– era pagar los platos rotos. Su respiración es afanosa porque vamos subiendo una senda empinada. De pronto, mira hacia el cielo como si suplicara clemencia, pero en realidad –según me dice, jadeante– está inquieto por un nubarrón que parece a punto de romperse encima de nuestras cabezas. Torres retoma una idea que planteamos al principio de nuestra caminata: en este momento, cualquier visitante desprevenido pensaría que los pobladores de El Salado viven otra vez, venturosamente, su vida diaria. Y hasta cierto punto es así –repite–, porque ellos han retornado al terruño que aman. Mal que bien, hoy cuentan con la opción de disfrutar en forma tranquila los actos más entrañables de la cotidianidad, como se percibe en esta calle por la cual avanzamos: una niña escruta el horizonte con su monóculo de juguete, un niño retoza en el piso con sus bolitas de cristal, una muchacha peina a un anciano plácido. Sin embargo, ya nada será tan bueno como en la época de los abuelos, cuando ningún hombre levantaba la mano contra el prójimo y los seres humanos se morían de puro viejos, acostados en sus camas. La violencia les produjo muchos daños irreparables. Espantó, a punta de bombazos y extorsiones, a las dos grandes empresas que compraban las cosechas de tabaco en la región. Enraizó el pánico, la muerte y la destrucción. Provocó un éxodo pavoroso que dejó el pueblo vaciado, para que lo desmantelaran las alimañas de toda índole. Cuando los habitantes regresaron, casi dos años después de la masacre, descubrieron con sorpresa que la mayor parte de la tierra en la que antes sembraban tenía otros dueños. Ya no había ni
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maestros ni médicos de planta, y ni siquiera un sacerdote dispuesto a abrir la iglesia cada domingo. El nubarrón suelta por fin una catarata de lluvia que rebota enardecida contra el suelo arenoso. *** Los dos únicos centros educativos que quedan en el pueblo funcionan en una casa esquinera de paredes descoloridas. Uno es la Escuela Mixta de El Salado, dueña de este inmueble, y otro, el Colegio de Bachillerato Alfredo Vega. Varios chiquillos contentos corretean por el patio esta mañana de lunes. En el primer salón que uno encuentra tras el portón, los niños se aplican a la tarea de elaborar un cuadro sinóptico sobre las bacterias y otro sobre las algas. El número de alumnos ni siquiera sobrepasa el centenar, pero el problema mayor es otro: el bachillerato apenas está aprobado hasta noveno grado. Los estudiantes interesados en cursar los dos grados restantes deben mudarse para El Carmen de Bolívar, lo que demanda unos gastos que no se compadecen con la pobreza de casi todos pobladores. En consecuencia, muchos jóvenes renuncian a concluir su educación y se convierten en jornaleros, como sus padres. Tal es el caso de María Magdalena Padilla, veinte años, quien a esta hora hierve leche en una olla descascarada. En 2002, cuando retornaron los habitantes tras la masacre, María Magdalena fue noticia nacional de primera página. En cierta ocasión, una mujer que debía ausentarse de El Salado dejó a su hija de cinco años bajo la custodia de María Magdalena. Para matar el tiempo, las dos criaturas se pusieron a jugar a las clases: María Magdalena era la maestra, y la niña más pequeña, la alumna. Una vecina que vio la escena también envió a su hijo chiquito, y luego otra señora le siguió los pasos, y así se alargó la cadena hasta llegar a treinta y ocho niños. Como no había escuelas, el divertimento se fue tornando cada vez más serio. En
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esas, apareció una periodista que quedó maravillada con la historia, una periodista que, folclóricamente, le estampilló a la protagonista el mote de Seño Mayito, dizque porque María Magdalena sonaba demasiado formal. El novelón caló en el alma de los colombianos. A María Magdalena la retrataron al lado del presidente de la república, la ensalzaron en la radio y la televisión, la pasearon por las playas de Cartagena y por los cerros de Bogotá. Le concedieron –vaya, vaya– el Premio Portafolio Empresarial, un trofeo que hoy es un trasto inútil arrinconado en su habitación paupérrima. Los industriales le mandaron telegramas, los gobernadores exaltaron su ejemplo. Pero en este momento, María Magdalena se encuentra triste porque, después de todo, no ha podido estudiar para ser profesora, como lo soñó desde la infancia. –No tenemos dinero –dice con resignación. Lejos de los reflectores y las cámaras no resulta atractiva para los falsos mecenas que la saturaron de promesas en el pasado. Pienso –pero no me atrevo a decírselo a la muchacha– que ahí está pintado nuestro país: nos distraemos con el símbolo para sacarle el cuerpo al problema real, que es la falta de oportunidades para la gente pobre. Le damos alas a los personajes ilusorios como la Seño Mayito, para después arrancárselas a los seres humanos de carne y hueso como María Magdalena. En el fondo, creamos a estos héroes efímeros, simplemente porque necesitamos montar una parodia de solidaridad que alivie nuestras conciencias. Eso sí: los problemas persisten, se agrandan. La vecina de María Magdalena se llama Mayolis Mena Palencia y tiene veintitrés años. Está sentada, adolorida, en un taburete de cuero. Ayer, después del tremendo aguacero que cayó en El Salado, resbaló en el patio fangoso de la casa y cayó de bruces contra un peñasco. Perdió el bebé de tres meses que tenía en el vientre. Y ahora dice que todavía sangra, pero que en el pueblo, desde los tiempos de la masacre, no hay ni puesto de salud ni médico permanente. Yo la miro en silencio, cierro
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mi libreta de notas, me despido de ella y me alejo, procurando pisar con cuidado para no patinar en la bajada de la cuesta. Veo las calles barrosas, veo un perro sarnoso, veo una casucha con agujeros de bala en las paredes. Y me digo que los paramilitares y guerrilleros, pese a que son un par de manadas de asesinos, no son los Ăşnicos que han atropellado a esta pobre gente.
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Un país de mutilados* Julio de 2008
I. El cantar de Claudia A sus once años, Claudia Ocampo tiene claro que si no fuera porque a su padre lo despedazó una bomba, ella jamás habría conocido a su ídolo, el cantante Juanes. El encuentro ocurrió en diciembre de 2006, en Cocorná, un pueblo encajonado entre montañas, a ochenta kilómetros de Medellín. Un año atrás, Juanes había creado la Fundación Mi Sangre, para ayudar a las víctimas de las minas antipersonales en Colombia. Su propósito al visitar el oriente de Antioquia, la zona del país más afectada por el problema, era llevarles regalos a los damnificados. Cuando los presentaron –recuerda Claudia–, él le dio un beso amable en la frente, pero enseguida se desentendió de ella, tal vez porque había demasiadas personas acosándolo para retratarse a su lado y conseguir su autógrafo. Sin embargo –agrega, vanidosa– a los pocos minutos, cuando ella empezó a tocar su guitarra y a entonar * Esta crónica obtuvo en el año 2009 el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (en Colombia) y luego el Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa, en la modalidad de cobertura noticiosa.
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los únicos versos que ha compuesto hasta ahora, él dejó de hacer lo que estaba haciendo en ese momento, para dedicarle toda su atención. Y no sólo la oyó concentrado, sino que además le pidió repetir la canción para él grabarla en su teléfono celular. Claudia es una niña frágil, de nariz fileña y ojos vivaces. Lleva una blusa rosada ajustada al torso y una falda de ruedo ancho, también rosada, que ciñe su cintura de junco y deja al descubierto sus muslos escuálidos. Su largo cabello castaño, sujetado con ganchos en las sienes, está recogido en una cola de caballo amarrada con un lazo morado. Calza unas zapatillas blancas gastadas en las puntas que, en conjunto con el resto de su atuendo, le confieren el semblante de una Cenicienta sin Hada Madrina y sin Nochebuena. Todo a su alrededor testimonia miseria: el piso roñoso, las paredes descoloridas, la litografía del papa Juan Pablo II ensartada en un clavo oxidado, la angosta cama de hierro que domina la sala, la cual sirve indistintamente como dormitorio de los residentes, y como sofá de los visitantes. Claudia –temperamento efusivo, gracia natural– lejos de ensombrecerse en este entorno tan calamitoso, pareciera fulgurar en él, especialmente cuando toca la guitarra, como ahora. La canción que tararea es la misma que le cantó a Juanes: Bienvenidos, bienvenidos vamos todos a cantar este tema de las minas, de las minas quiebrapatas no lo entiendo, no lo entiendo me lo tienen que explicar El 22 de diciembre de 2002, Claudia y sus padres, Samuel Antonio Ocampo y Carmen Julia Gallego, regresaban a su casa en la vereda Campo Alegre, a bordo de una de esas camionetas desvencijadas que se utilizan en los caseríos remotos del oriente de Antioquia
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para transportar los víveres. Se habían pasado el día en Cocorná comprando los aguinaldos de sus cinco hijas. Durante el viaje de vuelta, al final de la tarde, venían planeando la cena navideña. Los esposos proponían cerdo asado, y Claudia, que apenas contaba seis años, prefería arroz de gallina. De pronto, al subir una cuesta empinada, el conductor dio la voz de alarma: acababan de vararse. Los pasajeros se apearon para empujar el carro a pulso, pero el motor no respondió. Todos decidieron entonces quedarse allí, a la espera de que llegara algún vehículo y los sacara del apuro. La zona –advertía uno de los lugareños– estaba plagada de minas explosivas sembradas por la guerrilla. El chofer los alertó de nuevo: era posible que sólo a la mañana siguiente apareciera otra camioneta por esos parajes. Samuel Antonio y Carmen Julia se impacientaron. Tenían a cuatro de sus niñas en el rancho –repetían una y otra vez– y por ninguna razón permitirían que durmieran solas. De modo que se irían a pie. Varios paisanos trataron, en vano, de disuadirlos. Desde el principio acordaron no caminar el uno al lado del otro, sino en fila india, como los burros. El hombre encabezaba la marcha, seguido por su mujer y, más atrás, por su hija. Aunque nadie lo comentó en ese momento, lo que se pretendía con tal disposición era proteger a la niña. En caso de una explosión, los dos adultos le servirían de escudo. Carmen Julia sugirió pisar en los puntos donde hubiera huellas humanas, ya que así disminuiría el riesgo de tropezar con una bomba. Samuel Antonio acató la recomendación, pero aseguró que no les sería útil durante mucho tiempo: dentro de pocos minutos, cuando anocheciera, resultaría imposible distinguir rastros de gente o animales en el sendero. Avanzaron, tal vez, medio kilómetro bajo un crepúsculo anaranjado. De repente, una descarga que pareció surgir desde el fondo de la tierra los arrojó por el aire. Todavía hoy, Carmen Julia ignora cuánto tiempo duró inconsciente. Sólo sabe que cuando abrió de nuevo los ojos el cielo se había encapotado y ella se sintió como la única sobreviviente de una ca-
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tástrofe. Sin embargo, en la medida en que recuperaba plenamente el conocimiento, pensaba que también ella moriría. Le dolía la cabeza, le ardía el vientre. Palpando su propio cuerpo con espanto descubrió, a través de su vestido hecho jirones, la masa de arena y sangre que le ensopaba los senos. Por un instante se preguntó quién era ella, de dónde venía, por qué andaba a gatas sobre aquellos rastrojos que le lastimaban las rodillas. Necesitó varios segundos para que sus oídos, aturdidos aún por el estampido, percibieran el llanto desgarrado de Claudia, que se encontraba, quizás, a unos cinco metros de distancia. De un solo golpe se le reveló, completo, el tamaño de su desgracia: su marido yacía en el suelo, destrozado. Entonces, Carmen Julia vio cómo la noche le caía encima y –según dice ahora, mientras zurce una enagua– desde ese día su vida se volvió oscura. Está sentada en la estrecha cama de la sala, vestida con un riguroso traje negro. –En el abdomen tengo una esquirla que nunca pudieron sacarme –dice, con la mirada enterrada en el piso–. La niña tiene un nudo en la rodilla izquierda y una cicatriz en el bracito derecho. En principio, lo que más impresiona de Carmen Julia Gallego es que, a sus cincuenta años, tenga la espalda encorvada, el cuello arrugado y las piernas llenas de várices. En realidad no parece la madre sino la abuela de Claudia. Camina con la parsimonia de las ancianas, y ostenta el aspecto fantasmal de esas viudas anticuadas que renuncian al mundo exterior para encerrarse a solas con su luto perpetuo. Ciertamente –admite– el dolor sigue fresco, como si la tragedia hubiera ocurrido apenas ayer. Pero aclara que no sólo se ha aislado por tristeza, sino también por falta de opciones. Al morir el marido se quedó sin ingresos y, de paso, perdió el rancho con todos sus arreos. Fue desterrada cruelmente de su patria chica, la vereda en la cual ella y sus hijas habían vivido siempre, el sitio donde estaban sepultados los restos de su padre, el único lugar del mundo que conocía. Ni siquiera le ofrecieron la oportunidad de llevarse una colcha
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que les sirviera a las niñas como techo bajo el sol y como abrigo bajo el frío. Deambuló por diferentes pueblos, recorrió distintos albergues de caridad, se enfermó de las arterias, pidió limosna en las calles. Las personas que le expresaban sus condolencias en público se negaban en privado a emplearla como doméstica, pues en el fondo desconfiaban de ella, debido a que procedía de una zona influenciada por la guerrilla. A mediados de 2005, se mudó a las afueras de Cocorná, con su madre y sus dos hijas menores. Las mayores –informa– se enamoraron en el camino, durante la peregrinación, y se fueron quedando con sus maridos. Actualmente pasa las horas cortando leña que nadie le compra, remendando vestidos que nunca se pone y tratando de olvidar las penas. La indemnización que le dio el Estado por la muerte de su esposo y por las lesiones de Claudia –doce millones de pesos, unos seis mil dólares– se le ha ido en gastos, ya que le tocó volver a comprar los bártulos de la casa. Todas las noches –dice, con los ojos llorosos– le pide a Dios que le dé salud para terminar de levantar a las dos muchachitas que permanecen a su cargo. En este punto, Claudia, que ha estado escuchando la conversación, le arroja a su madre el único salvavidas que tiene a la mano. –No se preocupe, mami, que si usted se muere, yo vendo la guitarra y monto una tienda.
II. La ruta de la infamia El avión acaba de aterrizar en el Aeropuerto José María Córdova, del municipio de Rionegro, cuarenta minutos después de haber despegado de Bogotá. Son las once de la mañana de un lunes soleado. Mientras espero que la banda transportadora de equipajes empiece a girar, consulto el mapa de bolsillo: me encuentro a treinta y ocho kilómetros de Medellín. En este sector principia el oriente de An-
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tioquia, la región colombiana más vulnerada por las minas antipersonales. Desde 1990 hasta el primero de diciembre de 2007, se han presentado en el área dos mil trescientos sesenta y ocho accidentes que han dejado mil quinientas veinte víctimas –casi la cuarta parte del total registrado en el país–. Doscientas ochenta y una de ellas murieron en el momento de la explosión. Las otras personas, entre las cuales hay casi doscientos niños, quedaron condenadas a soportar durante el resto de sus vidas los traumas físicos y psicológicos más crueles: órganos cercenados, parálisis, rostros deformados por las quemaduras, cicatrices atroces, ojos descuajados, pánico, depresión, irritabilidad, derrumbe de la autoestima. Algunos sobrevivientes somatizaron su angustia y se volvieron enfermizos: empezaron a padecer arritmia cardiaca, dolencias estomacales, alteraciones en la piel, náuseas. Otros se aislaron del mundo. Casi todos son campesinos humildes que, después del percance, abandonaron sus parcelas y emprendieron un éxodo doloroso en busca de auxilio. Se convirtieron así en parte de los tres millones de desplazados menesterosos que, según la Agencia de las Naciones Unidas Para los Refugiados –acnur–, ha generado el conflicto en Colombia. Ahora me dirijo en un taxi hacia la estación de gasolina conocida como La Mañosa, situada en la autopista que comunica Medellín con Bogotá. Allí me recogerá Oveida Morales, una de las asistentes psicosociales de los damnificados, quien me llevará a San Francisco, primera escala de mi travesía por el oriente de Antioquia. El chofer, un cincuentón corpulento de bigote bismarckiano, oye las noticias deportivas en la radio, mientras yo repaso el expediente que me entregaron en el Observatorio de Minas de la Vicepresidencia de la República. Varios de los datos que tengo subrayados son aterradores. Hay bombas sembradas en treinta y uno de los treinta y dos departamentos del país –la excepción es el archipiélago de San Andrés y Providencia–. Los municipios perjudicados son seiscientos setenta y nueve, que equivalen a sesenta por ciento del territorio nacional.
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Desde el año 2005 se presentan, en promedio, tres víctimas diarias, entre muertos, heridos y mutilados. De 1990 a 2007 se han registrado, en total, seis mil seiscientos treinta y siete mártires. Esta última cifra posiblemente se queda corta, pues muchos casos no son reportados, a veces por negligencia o por ignorancia de los afectados, y a veces por el aislamiento de los lugares donde ocurren los accidentes. ¿Qué son seis mil seiscientos treinta y siete cristianos reducidos a un diagrama de barras? Un simple guarismo en una hoja de cálculo. Sin embargo, si apeláramos a ciertas comparaciones, los áridos números nos servirían para establecer la magnitud del problema. Con esos damnificados se podría fundar una villa casi tan habitada como el famoso balneario de Punta del Este y seis veces más poblada que Ciudad del Vaticano. También se podrían llenar hasta el tope veintidós salas de cine con capacidad para trescientos espectadores. Si viéramos a las víctimas en carne y hueso, juntas en un espacio único, advertiríamos que son una multitud. Y así, la cifra escueta que ahora tengo frente a mis ojos, resaltada con tinta verde, parecería más dramática. Si esa situación imaginaria se materializara, si cerráramos los ojos durante un tiempo y al abrirlos nos encontráramos en un coliseo ocupado por seis mil seiscientos treinta y siete lisiados de guerra, lo que más nos impresionaría sería, justamente, la abultada cantidad. Luego nos asombraría lo insólito de la reunión. Tras más de cuarenta años de conflicto armado, los colombianos hemos ido perdiendo la facultad de sorprendernos frente a la violencia. Lo trágico nos conmueve cuando es exótico o monumental. Un anciano ahogado con su propia caja de dientes o un enamorado reventado de infarto mientras hace el amor en un motel nos resultan más impactantes que un campesino inmolado en su parcela. Testigos rutinarios de un circo donde se combinan a diario lo grave y lo risible, sólo seguimos con interés los actos extremos, sobre todo, cuando presentan un ángulo folletinesco de la realidad o cuando comprometen la vida de mucha gente, pues creemos que
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quince cadáveres son más perturbadores que tres y menos perturbadores que veinticinco. Lo demás nos produce apatía. El chofer se detiene en una bahía de estacionamiento para revisar una de las llantas delanteras. Al bajarse del carro, enrosca con la mano derecha las puntas de su bigote bismarckiano. Una ráfaga de viento tibio me pega en el rostro. A un lado de la autopista, un perrillo rengo y enclenque trata de montar a una perra mucho más grande que él. Tres niños alborozados tocan las palmas, como si estuvieran alentándolo. El perrillo se encabrita, pero sus arrestos naufragan en las corvas de la perra. Luego de un par de enviones fallidos, el pobre animal boquea, impotente, y se queda quieto. Bismarck regresa y dice que la llanta está bien. Me mira por el espejo retrovisor, reanuda la marcha. Después sintoniza un programa de boleros. Oigo entonces a Leo Marini, con su exquisitez de barítono, cantando que quisiera llorar y no tiene más llanto. Cuando el taxi arranca, volteo hacia atrás y veo por última vez el cuadro de los chiquillos sonrientes y el cachorro atribulado. “¡Ah, los niños y su típica perversidad!”, pienso. La escena sugiere también una celebración inocente de la vida, a través de lo más simple de la cotidianidad. Es un gozo en el que se refleja la despreocupación irracional propia de los muchachos, esa fe absoluta en el orden del universo. Nada los desvela, ni la muerte ni ninguna otra adversidad. Sin embargo, el reino al que pertenecen es frágil y podría desmoronarse en un segundo, es decir, en el tiempo que dura un abrir y cerrar de ojos. Bastaría una pisada, una sola pisada, para desestabilizarles el suelo que ahora se les antoja firme. Y para arruinarles el futuro. Adiós, euforia. Adiós, primavera. ¿Quién pondrá el sol en su sitio cuando la calamidad lo borre del horizonte? Imaginarlo es cruel, de acuerdo, pero no descabellado: los tres chicos habitan en una zona invadida de artefactos explosivos. Además, es así como ocurren estos accidentes: la gente está tranquila, caminando hacia la escuela o hacia el huerto, asando arepas o endulzando el café, arando la tierra o tomando el
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fresco de la tarde, vaticinando la suerte de las cosechas o festejando un suceso gracioso cuando sobreviene el fogonazo letal. Mientras el chofer desciende por una ladera bordeada de maleza y helechos, pienso que es muy bellaco mimetizar una bomba entre matorrales o disfrazarla con tierra, y más cuando se trata de lugares por donde transitan civiles inocentes, incluidos menores de edad. El propósito, está claro, es evitar que los caminantes se prevengan, atacarlos por sorpresa. Acaso lo más execrable del método es, precisamente, su marrullería, porque asalta la confianza necesaria para la supervivencia de las comunidades. Es como una humillación que se le añade al dolor y lo recrudece, como un escupitajo en el ánimo de la gente. Con sus bombas, el agresor mutila físicamente a la víctima. Con su engaño, le quebranta la psiquis. Quizá sea esto último lo que más les interesa a los terroristas que siembran las minas antipersonales. Al inundar de explosivos los caminos, el enemigo se hace sentir pese a que no da la cara. Y así, produce la sensación de que está en todas partes aunque no se le encuentre en ninguna. El hombre tiende a deificar las fuerzas invisibles, justamente porque no puede descifrarlas. Respeta la mano criminal que camufla la bomba en el suelo y luego se esconde, tanto como al poder supremo que desata las centellas y los aluviones. Ambos le resultan inalcanzables, ambos le resultan irrebatibles. De atentado en atentado, los verdugos se van granjeando una reputación intimidante que les sirve para su proyecto de dominio territorial, pues una vez que el miedo se generaliza, los pueblos huyen despavoridos y ellos, los bárbaros, se quedan en el área como amos y señores. Vuelvo a los expedientes que me dieron en el Observatorio de Minas de la Vicepresidencia de la República. Examino una página titulada “Ruta de atención integral a las víctimas”, que contiene los diferentes momentos del drama, desde cuando estalla la mina hasta cuando a la persona amputada le instalan el órgano ortopédico y le entregan una remuneración por su discapacidad física. Aparen-
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temente, al informe no le falta ninguna etapa. En él figuran tanto la atención en urgencias como la asistencia psicológica. Incluso, se contempla la posibilidad de que el convaleciente muera y, en ese caso, se le asigna un rubro llamado “Gastos funerarios”. Veo otra vez los diagramas, las flechas, y me pregunto cuánto dolor se agazapa tras estos datos. Habrá un momento, sin embargo, en que “la ruta de las víctimas” no será un croquis impreso en una hoja sino una sucesión de hechos terribles descritos en testimonios desgarradores. Entonces comprenderé, paso a paso, este calvario. En principio está la explosión a mansalva, infame, que desmantela el cuerpo y acobarda. Varios de los afectados, después del aturdimiento inicial, cuando observan su pierna desmembrada, les piden a sus acompañantes que los rematen con cualquier herramienta agrícola que lleven a la mano –un machete o un martillo, por ejemplo–. Luego sigue el traslado hacia un centro de salud donde les presten los primeros auxilios. Por lo general, los accidentes ocurren en áreas distantes que no cuentan ni con vías de acceso ni con recursos clínicos. Toca transportar a pie o en bestia a los heridos, y las marchas a veces se prolongan durante cinco horas. Como no existen camillas ni ambulancias, son acarreados en una hamaca suspendida entre dos palos, o en mecedoras levantadas a pulso por los socorristas voluntarios. Las caminatas se tornan más inclementes cuando se realizan al mediodía y el calor arrecia o cuando se efectúan de noche, ha llovido y la trocha se encuentra enfangada. Después vienen las camillas, los quirófanos, los médicos, las enfermeras, las intervenciones quirúrgicas, las prótesis, las consultas, las terapias. La andadura permanente por los hospitales transforma la vida en una penitencia que se intensifica, aún más, con los problemas económicos y sociales. El mutilado renuncia a sus escasas pertenencias y abandona el terruño donde es productivo y conocido por su comunidad, para irse con su familia a cualquier sitio extraño, donde se convierte de inmediato en un ser ignorado, nulo,
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que habita casi siempre en tugurios de mala muerte y sobrevive gracias a actividades degradantes, como mendigar en los espacios públicos. Es cierto que le corresponde una indemnización y una ayuda humanitaria de acuerdo con la gravedad del daño sufrido. Pero hasta este proceso de resarcimiento puede añadir mortificaciones. Hay que reunir documentación personal, corretear por dependencias oficiales, tramitar peticiones, autenticar papeles, someterse a antesalas exasperantes. Tales diligencias, aparte de ostentar un tinte burocrático abrumador, desbordan, a menudo, el exiguo nivel de educación de las personas accidentadas. Algunas de ellas, según lo comprobaré más adelante, desconocen cuál es su mano derecha y cuál su izquierda, carecen de cédula de ciudadanía y ni siquiera saben qué día nacieron. Sin embargo, la ley establece que si no solicitan su compensación en un plazo que oscila entre seis meses y un año, pierden el derecho a reclamar. Como si los perjuicios que ocasionan las bombas tuvieran fecha de vencimiento. O como si los lisiados hubiesen quedado así por su propio gusto. La insensatez de la legislación y la ignorancia de tantos pueblos olvidados contribuyen a que haya muchas más víctimas desamparadas. Se estima que para saldarles la deuda a todas las que permanecen sin reportar, se requiere un monto de ciento cuarenta y dos mil millones de pesos, es decir, setenta millones de dólares. Además, las lesiones son evaluadas con un criterio avaro. Lo máximo que se reconoce por concepto de invalidez absoluta, sumando la indemnización y la ayuda humanitaria, son veinticuatro millones de pesos, unos doce mil dólares. Cuando regrese a Bogotá y vea en perspectiva la ruta que deben transitar los afectados, me preguntaré si acaso antes y después de la explosión no habrá elementos tan crueles como la bomba misma. El abandono en que viven muchas regiones, por ejemplo. O la indiferencia de la mayoría de los colombianos frente a un problema que percibimos como lamentable, pero ajeno. Al final del viaje, quedaré con la sensación de haber sobrepasado los límites del horror. Pero
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aun entonces oiré más declaraciones alarmantes. Luz Piedad Herrera, directora del Observatorio de Minas, contará que muchas de las bombas contienen excremento, puntillas viejas y desechos plásticos, razón por la cual no sólo destrozan, sino que, además, infectan. –Hay personas –dirá– que pierden una pierna durante el atentado y a la semana siguiente, debido a alguna esquirla contaminada que les queda, también son amputadas de un brazo. Por su parte, Álvaro Jiménez, director de la Campaña Colombiana Contra Minas, una organización que defiende los derechos de las víctimas, hará énfasis en los estragos psicológicos: –En muchos pueblos a los niños les da miedo ir a los patios a jugar y alcanzar mangos, y en esas condiciones la vida ya no vale la pena.
III. El refranero de Manuel Ceballos Manuel Ceballos es un campesino apacible que suele expresarse por medio de refranes y diminutivos. Por ejemplo, para interpretar el accidente que hace tres años le mutiló la pierna derecha, dice que “lo que viene liso desde el cielo, cae a la tierra sin arrugas”. Cuando algunos paisanos lo culpan de su propia tragedia –y de la calamidad de su hija Nancy y de su nieta Luisa Fernanda–, debido a que eligió un camino peligroso, él responde que “en esta vida, el que no se cae de un empujón, se resbala solito”. Una desgracia, según él, puede sucederle hasta a la persona más buena, porque “siempre hay malos bajo las sombritas”. Ceballos se cala su sombrero aguadeño, espanta con una bayetilla a un moscardón que merodea frente a su rostro. Entonces cuenta que unos minutos después de la explosión le pidió a su hijo Henry que lo matara, pues no soportaba la angustia de ver su pierna vuelta ripios y a punto de desprenderse totalmente. Durante mucho tiempo estuvo obsesionado con la idea de suicidarse. Nada lo conso-
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laba. Quería encerrarse en un cuarto adonde no se filtrara ni el más mínimo rayo de luz y dejarse morir segundo a segundo, en calma, sin alharacas, lejos de los demás seres humanos. Pero una mañana cualquiera, sin que mediara ningún motivo comprensible, descubrió que había recuperado las ganas de llegar a viejo. En este punto invoca una antigua sentencia de su abuelo materno, un arriero de carriel al hombro y machete al cinto: “Indio muerto no tira flecha”. A menudo, cuando no tiene un refrán a la mano, Ceballos se torna inexpresivo. Habla con monosílabos o con frases muy cortas o se calla. Entonces luce distante, pero no llega a ser hosco. Justo cuando parece que ni con ganzúa le sacarán una nueva palabra, lanza otro proverbio. Esta vez, su intención es explicar cómo, a pesar de que el hombre crea en Dios y se porte bien, está expuesto a las desventuras. –Usted sabe –dice–: la cruz en el pecho y el diablo en los hechos. A principios de 2004, la vereda La Iraca –donde nació Ceballos– se encontraba sitiada por campos minados. Cada semana se registraba, por lo menos, una tragedia en el área rural. Los habitantes, versados ya en el alfabeto de la barbarie, eran capaces de anticipar la desgracia hasta en los detalles más sutiles. Sabían, por ejemplo, que cuando se oía a lo lejos el ladrido desesperado de los perros, y cuando, a continuación, las gallinas abandonaban sus nidos, cacareando azoradas como si las hubiese espantado el mismísimo demonio, era porque se acercaba una comitiva de paisanos que traían en andas a algún mutilado. Nadie tenía que llamarlos para que acudieran inmediatamente a la calle principal del pequeño caserío, dispuestos a recibir a la víctima de turno. Si había muerto, la enterraban sin honores en una fosa rústica cavada por ellos mismos, dentro del lote baldío improvisado como cementerio. Y si seguía viva, la trasladaban como fardo hacia cualquier lugar que contara con hospital o con puesto de salud. La reiteración de esta escena implantó el pánico y obligó a los moradores a emprender el éxodo. A finales de ese año, La Iraca,
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perteneciente al municipio de San Rafael, era ya un pueblo fantasma, devorado por la maleza y las sabandijas. Manuel Ceballos, su esposa María Jesús Valencia y los siete hijos de ambos, abandonaron la vereda a mediados de abril. Erraron por distintos lugares ofreciéndose como jornaleros a destajo: él cortaba leña, cargaba bultos, podaba jardines y arreaba agua. Ella lavaba ropa y cocinaba a domicilio. Nancy y Henry, los muchachos mayores, también se fletaban para realizar oficios domésticos. Los otros, como todavía eran muy pequeños, permanecían recluidos en su morada. Cuando no conseguían trabajo ni hospedaje, se apostaban todos como pordioseros en cualquier bulevar, sentados en el suelo. Portaban esos carteles típicos de los desplazados, escritos a mano, en los cuales suplicaban ayuda e informaban que habían sido desterrados de su pueblo por la violencia. Algunos peatones se conmovían y les daban frazadas, comida o monedas, pero la mayoría los ignoraba. Muchos, incluso, los miraban con desconfianza o repulsión. Manuel Ceballos se sentía humillado y por eso le proponía a su mujer que se devolvieran para La Iraca. Allá en su vereda, decía, por lo menos tenían una pequeña finca –llamada El Jardín– donde contaban con dos hectáreas de frijol, tres de maíz y una de café. El día que ellos emigraron forzosamente, la tierra se encontraba recién sembrada. Ceballos consideraba que ya había transcurrido el tiempo suficiente para que los cultivos estuviesen florecidos. Cuando la mujer le respondía que no expondría la vida de sus hijos llevándolos a un territorio repleto de bombas, él planteaba ir, solamente a recoger las tres cosechas para venderlas y montar un negocio en otra parte. Su mejor argumento para tratar de convencerla era –cómo no– uno de esos refranes que le aprendió al abuelo. –Para disfrutar del perro hay que entenderse con las pulgas. Pero ella no cedía. La vida lejos de su pueblo –advierte Manuel Ceballos– era un suplicio. Había días en que los muchachos sólo comían un mendrugo
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de pan acompañado con refresco de panela. Y otros en que todos los miembros de la familia, es decir, nueve personas, dormían en una sola habitación, sobre un par de colchonetas desnudas tendidas en el piso. La situación se complicó aún más cuando Nancy, la hija mayor, que apenas tenía veinte años, quedó embarazada de un joven con el que mantuvo una relación pasajera. Entre tanto, Azucena, la menor, empezó a presentar síntomas de asma. Ceballos es un hombre de baja estatura, piel lechosa y expresión melancólica. Su bigote, delgado y de punteras impecablemente recortadas, le otorga un aire de caballero arcaico. Cuando se quita el sombrero, deja al descubierto un cabello peluqueado al ras y engominado, con la raya correcta al costado izquierdo de la cabeza y las patillas atildadas. Está sentado en un banco de madera, dentro del kiosco de guadua que adquirió cuando el Estado le pagó su indemnización. Allí, en ese espacio de apenas dos metros cuadrados, se pasa los días vendiendo víveres y mirando las historietas de Condorito que le prestan los comerciantes vecinos. Sólo se fija en los dibujos, debido a que es analfabeto. A su alrededor hay otros negocios idénticos al suyo, que la Alcaldía de San Luis –el municipio donde hoy vive– les entregó en concesión a varios desplazados por la violencia. Uno de esos locales, exactamente el que queda diagonal al de Manuel, es ocupado por Nancy Ceballos, quien de nuevo se encuentra embarazada. Casi todas las calles de San Luis –ciento veinticuatro kilómetros al sureste de Medellín– son empinadas y se estrellan contra un cerro imponente. Quizá la topografía tan agreste moldeó el carácter parco y laborioso de los habitantes. Pasan la mayor parte del tiempo ocupados, bien sea barriendo las terrazas de sus casas o regando las matas o arreando una yunta de bueyes. Serios, concentrados, como si de esos oficios cotidianos dependieran sus propias vidas. Al atardecer, muchos acuden a las cantinas del pueblo. Beben el aguardiente sin moverse de sus taburetes, ceñudos, silenciosos, como si no estuvieran de juerga sino cumpliendo uno más de sus deberes tras-
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cendentales. Algunas veces se integran pero, por lo general, cada quien se entretiene por su cuenta, sin prestar demasiada atención a los demás. A ello contribuye, entre otras cosas, el volumen tan estridente del tocadiscos. Diríase que suena así porque lo que se pretende no es incitar a nadie a la fiesta, sino, precisamente, resguardar el aislamiento encarnizado de estos individuos. Oyen una música de carrilera despechada, prostibularia, en la cual la mujer es presentada, casi siempre, como un ser abominable. La canción de moda por estos días es una en la que un cantante ametralla a su ex amada con calificativos ponzoñosos como “rata de dos patas” y “bicho rastrero”. Los campesinos se emborrachan al compás de esos improperios, sin despeinarse, sin exaltarse, con el mismo rostro inconmovible con el que siegan sus trigales. Justo en este momento se oyen los versos de la descarnada canción, procedentes de algún bar cercano. Maldita sanguijuela maldita cucaracha que infectas donde picas que hieres y que matas Ceballos es abstemio. Sin embargo, durante un periodo posterior al accidente, cuando aún tenía frescas las heridas, fue morador frecuente de las cantinas, donde encontraba algún alivio para sus pesares. Hoy, retirado de aquellas andanzas que, según él, le causaron más daño a su familia, se refiere al aguardiente como “una roya” que arruina los bolsillos. –Y al hombre pobre todo le cuesta el doble –añade, mientras dirige su mirada hacia el mostrador. En seguida, aplasta por fin al moscardón impertinente, con un golpe seco de su bayetilla. Luego empieza a recordar, afligido, cómo fue que él y su familia, tras casi un año de ausencia, volvieron a La Iraca, donde les aguardaba la fatalidad.
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A principios de marzo de 2005, Ceballos se topó casualmente con su paisano Oliverio Gil, quien también había huido de su vereda natal por temor a las minas antipersonales. Esa tarde, a la sombra de un algarrobo, compartieron sus cuitas. Coincidieron en que la vida del desterrado es aciaga, no sólo por sus ahogos económicos sino, además, por el trato despectivo que recibe de la sociedad. La mayoría de la gente lo ve como un embaucador que utiliza la máscara del menesteroso para vivir campante a costillas del prójimo. Lo desprecian, lo esquivan. El desplazado es el margen de error del censo. No cuenta como ciudadano sino como chusma, como ser de las madrigueras. Para hacerse visible –valga decir, para existir– se sitúa en los espacios públicos más concurridos: debajo de los semáforos, en los separadores de las grandes avenidas, sobre los andenes de las zonas comerciales, en los alrededores de los templos. Su patria, que alguna vez fue un patio entrañable humedecido por el rocío del amanecer, es ahora el trozo de pavimento duro donde pernocta día a día. Desguarnecido, huérfano, el desplazado se va entumeciendo bajo la lluvia y desliendo bajo el sol. Es embestido por los carros, fustigado por la policía. Hay que estar dentro de su piel para entender la confusión que se siente al pasar de la llama del candil a la luz de neón. Pero, ¿a quién le interesa ponerse en sus zapatos? Al contrario: la intención de los apresurados habitantes citadinos es permanecer tan lejos del desplazado como sea posible. En consecuencia, conocen poco o nada sobre él y sobre la realidad que encarna. ¿Qué es un desplazado cuando se le contempla desde el interior de un vehículo confortable, blindado contra las inclemencias de la vida urbana? Un gazapo del paisaje, un desventurado que, por fortuna para nosotros, se encuentra allá afuera, al otro lado de la ventana. Sabemos, porque lo hemos advertido en los noticieros, que emigró de su lugar de origen debido a la violencia, pero ignoramos la letra menuda de su catástrofe: la extorsión de los paramilitares o de los guerrilleros, las amenazas de muerte, la zozobra incesante, el descuartizamiento
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público de uno de sus parientes, el asedio de las bombas. Si le prestáramos atención un momento, nos enteraríamos de los pormenores de su desarraigo: la pérdida de sus pertenencias, la caminata humillante por un atajo encharcado, la incertidumbre frente al porvenir, la enfermedad del hijo menor, el luto de su familia. Pero nos resulta más cómodo dar la espalda, claro, convencidos de que el asunto no nos incumbe. Y ahí sigue el desplazado, aguantando nuestra indiferencia y la hostilidad del entorno. En cada trance de la jornada se juega la cabeza, en disputas que no eligió pero que le resultan inevitables. Más le vale que tenga agallas si quiere sobrevivir y granjearse el respeto. Eso sí: ninguna bravura le servirá cuando abandone la áspera calle y se quede a solas con sus miedos más íntimos. Una noche cualquiera descubrirá que el pueblo donde nació y creció, el pueblo en el que amó los guisos de su madre y el vuelo del colibrí, le duele en las entrañas. Añora sus casas de bahareque con el mismo ardor con el que un mutilado echa de menos el órgano que le arrebataron. Llora, desfallece. Al amanecer, enardecido por el desvelo, el desplazado habrá tomado una decisión radical. Eso fue, precisamente, lo que hizo Manuel Ceballos el día de su encuentro con Oliverio Gil. Mientras tomaba café sentado en el borde del catre, le contó a su esposa, María Jesús Valencia, la decisión de retornar a La Iraca. No usó un tono vacilante como en las insinuaciones anteriores, sino una voz marcial que desautorizaba de tajo cualquier argumento en contra. Pero la mujer volvió a plantarse firme: le advirtió que quien quisiera llevarse a sus hijos sin el consentimiento de ella debería pasar antes por encima de su cadáver. Ceballos conocía a su compañera lo suficiente como para entender que hablaba en serio y que no se amedrentaría ante ninguna bravuconada. Entonces resolvió persuadirla con argumentos. Primero apeló al que se le antojaba más convincente: casi todos los habitantes habían regresado ya a la vereda. ¿Por qué iban a ser ellos los únicos que seguirían en una ciudad hostil soportando hambre y desprecios? La segunda
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razón que esgrimió fue un disparate que se le ocurrió de repente: después de once meses, las tales bombas seguramente se encontraban desactivadas. Quizá –agregó– se dañaron con los aguaceros de octubre o con los soles de enero. Todavía hoy, tres años después de haber perdido la pierna derecha, Ceballos desconoce que la vida útil de las minas antipersonales puede ser de hasta cincuenta años. Si fuera cronista de Bogotá, oiría a Luz Piedad Herrera, la directora del Observatorio de Minas, diciendo que “cada bomba de esas dura lo suficiente como para destrozar a los nietos de quienes la sembraron”. Pero como es un analfabeto de las orillas remotas, jamás contará con la oportunidad de escuchar una voz oficial que le ayude a defenderse del peligro. En este momento, mientras acomoda un rimero de papas en el mostrador del kiosco, su aspecto sigue siendo el de un hombre a la deriva. Luce menoscabado, desvalido. No es exagerado conjeturar que el primer detonante de su infortunio fue la falta de educación. Cuando estaba en edad de instruirse, sólo recibió un abecedario garrapateado en la brisa: el refranero de sus ancestros antioqueños. Se trata, ciertamente, de un compendio de inteligencia que, en condiciones normales, le bastaría a un campesino como él para descifrar los senderos por donde transita. Pero en medio de verdugos tan inhumanos, capaces de convertir la Tierra, la Madre Tierra, en alacena del terror, los saberes atávicos son letra muerta. La barbarie no se conjura con proverbios, ni siquiera con los más iluminados, como este que pronuncia Ceballos ahora, al terminar de ordenar las papas en el mesón. –Mal camino no conduce a buen sitio. No era eso lo que pregonaba a comienzos de marzo de 2005, cuando andaba con la cantaleta de devolverse para La Iraca. Ya en aquel momento conocía el refrán, por supuesto. Sin embargo, consideraba inconveniente mencionarlo en las conversaciones con su mujer. Su vuelta al pueblo –insiste– se debió, en parte, a las desdichas que padeció en el exilio y, en parte, a su idea de que las bombas ya
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eran piezas caducas. Si alguien le hubiese asegurado que las minas conservaban aún su capacidad de destrucción –admite en seguida– habría regresado, de todos modos, porque al sopesar en una balanza los riesgos que corría y los provechos que se derivaban del retorno, la decisión adquiría sentido. En La Iraca quizá moriría reventado entre dos hileras de alambre de púas, claro, pero también podría ser otra vez un hombre productivo y autosuficiente, al que nadie abochornaría ni miraría con desconfianza. En cambio, en la ciudad ancha y ajena siempre sería maltratado y jamás tendría, como contraprestación, una esperanza mínima a la cual aferrarse. Ceballos se arrellana de nuevo en el banco de madera. Al parecer, no se da cuenta de que la bota derecha del pantalón se le ha levantado un poco. Entonces me dedico a bosquejar ciertas deducciones. Algo debe andar muy mal para que los desplazados se sientan forzados a inmolarse en sus peligrosas veredas, porque no caben en el resto del país. ¿Habría, acaso, una forma más ignominiosa de cerrar este círculo de horror? Primero, los dejamos a merced de los bárbaros. No les garantizamos el derecho a la tranquilidad, como tan fastuosamente promete la Constitución Nacional. Luego, cuando aparecieron frente a nosotros llorando por su tragedia, giramos los rostros hacia otro lado, distantes, insensibles. Les negamos una segunda oportunidad, los arrinconamos. De ese modo, los empujamos de vuelta hacia sus caseríos inseguros, y es posible que hayamos contribuido, además, a accionar la mecha explosiva de su desgracia. ¡Cuánta miseria, Dios mío, la del hombre que, por falta de opciones, elige el “mal camino” a sabiendas de que “no conducirá a buen sitio”! La conclusión es aun más punzante viendo ahora la prótesis lastimera de Ceballos –símbolo de la infamia– incrustada en un zapato descascarillado. María Jesús Valencia accedió, por fin, a repatriarse a La Iraca. El argumento que la convenció fue el hecho de que muchos paisanos se encontraban de regreso y la vereda llevaba otra vez una vida normal. Además, su marido, empeñado en ganarle ese pulso a como diera
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lugar, le asestó la estocada final con una promesa irresistible: cuando retornaran al pueblo, bautizarían a Luisa Fernanda, su primera nietecita, la hija de Nancy que había nacido un mes atrás, exactamente el 4 de febrero. La niña –agregó– debía hacerse a un nombre en el lugar en el que se hallaban las raíces de la familia. Arribaron al pueblo el martes 15 de marzo de 2005, un poco antes del mediodía. De inmediato se dedicaron a recuperar el rancho, invadido por la maleza. María Jesús Valencia se puso muy contenta cuando verificó que sus enseres estaban completos: las colchas de retazos, la vajilla de totumo, los platos de peltre, las dos linternas de querosene, la mesa de cedro rústico. En la ciudad –le comentó a su compañero– ninguna de esas cosas habría sobrevivido a la rapacidad de la gente. A la mañana siguiente, adelantaron el operativo de limpieza en la finca El Jardín, ubicada a unos treinta kilómetros de La Iraca. Estas labores de saneamiento resultaban inaplazables, debido a que La Iraca acusaba los estragos propios del abandono: cundía la mugre, abundaban los zancudos. Los cerdos, que se habían vuelto cimarrones, andaban descarriados por los montes, irreconocibles e inalcanzables para sus dueños. Los sapos y las lagartijas se enseñoreaban por los patios, los zarzales recubrían las tapias, el moho arropaba las tinajas. Todo era un caos, como en el principio de la Creación. De modo que aquellas primeras jornadas de arreglo y aseo se asimilaron a una refundación. Al desbravar la maleza, fumigar a los insectos, raspar el verdín de las cacerolas, barrer los pisos y poner cada objeto en su sitio correspondiente, el pueblo resurgía de entre sus ruinas y el universo mismo recobraba su razón de ser. Manuel y María Jesús acordaron celebrar el bautizo el 23 de marzo –Jueves Santo–. El miércoles 22, un poco después del mediodía, decidieron ir al caserío Agua Bonita para comprar los víveres con los cuales prepararían la comida de la fiesta. Iban acompañados, como dice Manuel, por “toda la recua”, es decir, por Nancy, Henry, Claudio, Ricardo, Zoraida, Giovanni y Azucena, los hijos, y por Lui-
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sa Fernanda, la nieta, que entonces tenía cuarenta y siete días de nacida. Avanzaban a pie a través de una senda angosta tapizada por la hojarasca de los algarrobos. Delante de ellos, encabezando la caravana con su paso cansino, viajaba una de las dos mulas de la familia. De pronto, Ceballos voló un par de metros y cayó bruscamente al suelo, en medio de un estruendo de cataclismo. Hoy, cuando recuerda el suceso, recurre a una metáfora: aquello fue como si justo bajo sus pies brotara un martillo descomunal que desfondara el piso y lo arrojara a él por el aire. Sintió un desgarrón debajo de la rodilla derecha. La Tierra empezó a dar vueltas, el horizonte fue eclipsado por un hongo negruzco que expelía arena a raudales. Lejanos, amortiguados por los últimos coletazos de la explosión, se oyeron los gritos de los muchachos. Segundos después, cuando por fin se despejó el panorama, Ceballos descubrió que su pierna derecha, despedazada, pendía de un delgado ripio, lo cual le pareció más espeluznante que si se le hubiese desprendido del todo. Fue en ese momento cuando le imploró a su hijo Henry que lo rematara con un machetazo en la frente. Ni entonces, ni ahora –aclara, de manera tajante– vio el accidente como consecuencia de su decisión de volver al pueblo. ¿Quién le garantiza que al seguir en el destierro se hubiera ahorrado el percance? Su abuelo materno decía que ningún hombre viene al mundo con la vida escriturada. Lo único seguro es la muerte, y cuando esta llega no hay excusa ni escondite que valgan. Ceballos cita de nuevo el primer refrán que invocó esta tarde en su testimonio: –Lo que viene liso desde el cielo, cae a la tierra sin arrugas. Al decir que la vida es prestada y transitoria –aclara– no insinúa que le importe poco. Cuando le pidió a Henry que lo matara, aquella tarde fatídica de marzo de 2005, fue porque durante un instante supuso que sería un hombre inservible, un estorbo para su familia, y pensó que en esas condiciones no valía la pena seguir vivo. En el fondo es consciente de que planteó esa solicitud extrema porque sabía que su hijo la descartaría. No imaginaba que casi en seguida
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sería testigo de un hecho atroz que le haría concebir, entonces sí de verdad, la idea de morir con la cabeza tronchada. Apenas cesó la avalancha de tierra, Ceballos divisó a Nancy, que corría hacia él con los brazos abiertos y el rostro transfigurado por el horror. Detrás venía María Jesús, quien traía cargada a Luisa Fernanda. Estarían quizá a cuatro metros de distancia cuando desaparecieron de vista, envueltas en un fogonazo de espanto. Durante varios segundos que le parecieron interminables, Ceballos sólo vio un nubarrón plomizo que se expandía en espirales, dejando a su paso un reguero de guijarros y de ceniza. Inmovilizado en el suelo, con un tarugo en la garganta, reconoció en aquella polvareda su propio Apocalipsis. Si perder una pierna significaba quedar inútil, perder a su familia era ya el verdadero fin del mundo, el acabose. Sintió una punzada en el costado derecho del bajo vientre. Lamentó, con toda su alma, haber sobrevivido a la primera bomba. Y soltó sin más demora el grito que tenía atrancado en el pecho. –¡Hijueputaaaaaaaaa! Entonces, por fin, divisó los tres cuerpos tirados en el piso. No recuerda más, salvo que, mientras desfallecía, mientras el universo se oscurecía y se borraba, la mula lanzó un relincho azorado. Ceballos ignora cuánto tiempo permaneció inconsciente. Tal vez un par de minutos, le dijo su hijo Claudio. Al despertar, se puso a atar los cabos sueltos de la tragedia con la información fragmentaria que le iban entregando sus hijos: la segunda mina, sembrada cerca de la primera, le mutiló a Nancy la pierna derecha. A María Jesús la derrumbó pero no le ocasionó lesiones graves. Y a Luisa Fernanda le inundó el torso y la pierna izquierda de esquirlas incandescentes que le ulceraron la piel. Ceballos contempló a las tres mujeres –“a mis tres flores”, dice ahora, con una expresión de dulzura en el rostro– y se asustó tanto que volvió a perder el conocimiento. Cuando lo recobró, alguien le indicó que Ricardo se había ido en la mula para La Iraca, en busca de ayuda. Ceballos conserva en la memoria retazos atro-
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pellados de los hechos que sucedieron a continuación, ya que sufrió nuevos desmayos que le impidieron lograr una visión continua de la realidad. Cada vez que reabría los ojos, escuchaba voces desesperadas y percibía impresiones fugaces del entorno, instantáneas terribles que, casi en seguida, se transmutaban en tinieblas. Así, a punta de imágenes intermitentes y fantasmagóricas, fue captando lo que ocurría a su alrededor. Vio a Nancy pidiendo a gritos que le llevaran a Luisa Fernanda para cargarla. Vio a María Jesús aconsejándole que se tranquilizara. Vio a Azucena acurrucada en el suelo con la cabeza hundida entre las manos. Vio a Claudio apeándose de la mula. Vio a la mula orinando. Vio al gentío que vino del pueblo a socorrerlos. Vio a tres paisanos mayores tendiendo un par de hamacas entre dos vigas nudosas. Vio el sol ocultándose en el horizonte. Vio a Oliverio Gil abrazando a Henry. Vio a un muchacho de espaldas, indicándole a la multitud que ya eran las seis y media de la tarde. Después cayó la noche y Ceballos ya no pudo ver nada, a excepción de algunas sombras esporádicas. Eso sí: a ratos oía frases que le permitían deducir lo que estaba pasando. –No camine tan rápido, Venancio, que me lleva al trote y el camino está muy resbaloso. –Camine siempre por el centro de la trocha. –Preciso tenía que llover hoy. Ceballos notó que la caravana avanzaba por un sendero fangoso. Advirtió el chapoteo de los viandantes en el barro, el jadeo afanoso de alguno de sus conciudadanos. Se percató, además, de que a veces su hamaca se deslizaba hacia un extremo del palo donde iba colgada. –No se preocupe, Nancy. La niña va con Oliverio. –¡Ay, Dios mío, qué mala hora! –Se me acabaron los cigarrillos. –Manténgase en el centro, Venancio, en el centro. No vaya a pisar el borde del camino. –Menos mal que por acá ya no está lloviendo.
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Durante un momento percibió en la atmósfera un penetrante tufo de aguardiente. –Ese cigarrillo está mojado. Deme otro. –¡Con cuidado, que me duele la pierna! –¿Falta mucho? Ceballos sintió una quemazón en la pierna cercenada y una resequedad intensa en la boca. Quiso pedir agua pero desistió porque, súbitamente, fue poseído por la idea de que había perdido la voz. Por mucho que gritara –pensó– nadie lo oiría. ¿Estaba dormido? ¿Alucinaba? Hoy cree que sí. Incluso, cuenta que en uno de esos raptos de desvarío avistó una hoguera crepitante que se levantaba como a dos metros de altura. Las llamas formaban arabescos de colores, luego se transformaban en el rostro de Ceballos, después se volvían una estatua de ceniza y, al final, convertidas ya en un montón de polvo, se esparcían por el aire. ¿Contenía su pesadilla un mensaje cifrado, una señal de humo de la fatalidad? –Tal vez –responde, mientras saca la llave para abrir la puerta de su casa. La tropa arribó a La Iraca a las diez de la noche. De inmediato, los heridos fueron transbordados a un camión de estacas que los llevaría a la ciudad de Rionegro. También de este nuevo viaje –que culminó a las cuatro de la madrugada– Manuel Ceballos conserva recuerdos fragmentarios. Lo más dramático, dice, ocurrió al poco tiempo de haber llegado al hospital, cuando una enfermera le arrancó la pierna que pendía del delgado ripio, y luego la forró con gasa y la embaló en una bolsa. Tanto Ceballos como su hija Nancy fueron sometidos a cirugía el Jueves Santo por la mañana. La muchacha reaccionó bien en la fase postoperatoria pero su padre sufrió dos infartos, debido, entre otros factores, a que el muñón se le gangrenó y eso le produjo una obstrucción vascular. El Sábado de Gloria –señala ahora, mientras cuelga las llaves en una clavija engarzada en la pared– tuvieron que someterlo a una segunda amputación, esta vez
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por encima de la rodilla. Su convalecencia en el hospital duró dos meses, al cabo de los cuales comenzó a gestionar el reclamo de la indemnización. El Estado le reconoció a él quince millones de pesos y a Nancy, ocho millones. Con ese dinero abastecieron los kioscos que les entregó en concesión la Alcaldía de San Luis. La compensación por los daños que sufrió Luisa Fernanda –concluye Ceballos– aún no ha sido aprobada. Los Ceballos se encuentran esta noche en la casa donde viven en arrendamiento desde agosto de 2005. Es una residencia de apenas dos habitaciones, ubicada al pie de una cuesta adoquinada en el centro de San Luis. María Jesús Valencia –mujer enjuta, cuarenta años, labio leporino– cuece frijoles en la cocina. Luce una camisola violeta y un pantalón gris. Da la impresión de que podría estar medio siglo callada pero no pasa un solo minuto sin realizar sus oficios domésticos. Luisa Fernanda –cabello castaño, tres años, mejillas rubicundas– juega con una vecina de su edad que ha venido a visitarla. Lleva una blusa roja de manga sisa y una falda de jean. Las quemaduras que sufrió en la pierna izquierda le afectaron los tendones y, en consecuencia, es coja. Además, presenta retraso en el habla. Incapaz de construir oraciones, apenas balbucea algunas palabras sueltas, como mami y tete. Nancy –veinticuatro años, siete meses de embarazo, pómulos sobresalientes– está sentada en la sala, al lado de su padre. Tiene una camiseta roja que parece a punto de romperse en su imponente panza y un pantalón azul. Aparte de haber padecido la amputación de la pierna derecha, permaneció seis meses con la pierna izquierda repleta de tornillos ortopédicos. El tema de conversación es la edad de Manuel Ceballos. –Tengo como cuarenta y pico –dice. –Pero papá –interviene Nancy–. El señor quiere saber la edad exacta. –Como cuarenta y dos. Más o menos cuarenta y dos. Nancy le recuerda a su padre que en la cédula de ciudadanía apa-
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rece la fecha precisa de su nacimiento. Ceballos baja la mirada y, enmudecido, saca un envoltorio del bolsillo de la camisa. Lo desdobla con desgano, lo vacía. De manera repentina, su rostro se ha tornado más serio que de costumbre. Ahora extrae un mazo de papeles que va desplegando con displicencia frente a sus ojos. Allí está, por fin, el documento de identidad, amarilleado por el tiempo pero con el blindaje de plástico intacto. Ceballos lo examina un momento, antes de soltar el esperado reporte. –Sí, tengo cuarenta y dos. Entonces, Nancy le pide la cédula. Y también ella se dedica unos segundos a inspeccionarla. –Papá –observa a continuación, con un rostro inocente–. Aquí dice que usted nació el 19 de agosto de 1963. Usted tiene cuarenta y cuatro años. Ceballos se queda en silencio. Al parecer, avergonzado. Luce apocado, indefenso. El bochorno que le produce su ignorancia es también una consecuencia de su accidente. Si estuviera en La Iraca, ¿a quién le importaría su edad? Allá todo era elemental. Se nacía o se moría, se era joven o se era viejo. Fácil, simple. En la Iraca, quien fuera capaz de pronosticar la duración de la niebla, quien supiera resguardarse de los tornados y de las heladas, quien distinguiera el tiempo conveniente para la siembra, quien pudiera mantener su huerto libre de plagas y de zarzas, quien gozara de salud suficiente para asestarle a la tierra un buen golpe de azadón, era un hombre feliz y respetable. Daba lo mismo que tuviera veinte o cincuenta y tres años. Como era posible conseguir lo que se necesitaba sin recurrir a papeleos engorrosos, la cédula permanecía archivada en el cajón de los trastos inservibles. Esa cédula, a propósito, esa puñetera cédula que Nancy contempla todavía con curiosidad, es ahora un símbolo del derrumbamiento de Manuel Ceballos. Sintetiza los sobresaltos de su destierro físico y psicológico. Lo hace aparecer en público como un pobre diablo, borrando de un solo tajo el hecho de que, allá en su
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pueblo, él fuera un hombre apreciado por su inteligencia. La cédula, además, representa su insignificancia frente a la maquinaria aplastante de las oficinas públicas, donde hoy, por fin, después de perder la pierna y la tranquilidad, oye hablar de sus derechos. En La Iraca, esa cédula valía lo mismo que un comino, porque allá no se requerían certificados para ser ciudadano, ni escrituras para honrar los compromisos, ni pasaportes para pasar de un lugar a otro. El incidente de Ceballos con la cédula plantea una conclusión más alarmante: las minas antipersonales, además de destrozar a la víctima, la subyugan para siempre. Se trata de una tiranía sutil pero monstruosa. Cada vez que el lisiado se entrega, desamparado, a su rutina sombría; cada vez que se aferra a su muleta como el náufrago al salvavidas, cada vez que embetuna el zapato triste de su prótesis, la bomba de su desgracia le resuena de nuevo en la conciencia. Todo lo que le permita recordar su invalidez es una prolongación del atentado. Esta conjetura, aunque parezca exagerada, se entiende mejor cuando Luisa Fernanda se viene corriendo para donde su abuelo y, de manera imprevista, le agarra la pierna ortopédica, mientras repite a media lengua una de las pocas palabras que sabe pronunciar. –¡Pata, pata, pata!
IV. El cielo que perdimos Oveida Morales, la asistente psicosocial de los damnificados en San Francisco, y un chofer apodado el Canta Rana, me recogen en la estación de gasolina La Mañosa, tal y como habíamos acordado por teléfono. El campero recorre cerca de un kilómetro en terreno plano y, a continuación, empieza a trepar por una ladera empinada, bordeada en el costado izquierdo por un abismo profundo. La vía por la que nos trasladamos rodea una montaña elevadísima y de vegetación tupida, que fue colonizada recientemente. Por eso, los habitantes de
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San Francisco le llaman “la carretera nueva”. Pero en realidad es una trocha que parece vieja. O, más bien, obsoleta. Es sinuosa y está cundida de escalerillas ásperas, por lo cual pegamos unos brincos tremendos que nos hacen golpear las cabezas contra el techo del carro. La polvareda es tan feroz que se cuela por los intersticios de las ventanas cerradas y se nos incrusta en los ojos. La región que empiezo a recorrer –el oriente de Antioquia– es una superficie de ocho mil kilómetros cuadrados, conformada por veintitrés municipios y poblada por seiscientas cuarenta mil personas. El periodista Guillermo Zuluaga, a quien he consultado muchas veces por teléfono, me ha informado que en este lugar, rico en recursos hídricos, se genera treinta y cinco por ciento de la energía eléctrica que se consume en el país. Su posición geográfica es privilegiada, porque lo mismo permite acceder a la zona aurífera del Bajo Cauca que a la petrolera del Magdalena Medio y a la caficultora del Eje Cafetero. Esos factores, sumados al vigor productivo de los habitantes, resultan atractivos para los grupos armados al margen de la ley. Durante años, cuatro frentes guerrilleros –de las farc y del eln– sometieron a los ganaderos y agricultores a un régimen de chantaje, secuestro y exterminio. Después llegaron tres bloques paramilitares y, con el pretexto de que urgía recuperar la paz, aumentaron la expoliación y la carnicería. Estos actores del conflicto necesitaban desplazarse obligatoriamente por el oriente de Antioquia para transportar sus mercaderías y sus armas. Por tanto, desataron una guerra sin cuartel para lograr el dominio del área. Entonces, la población civil quedó en la mira de los dos bandos. Un día sucumbía una familia entera, embestida por los tambores de gas propano de un grupo guerrillero, y al día siguiente los paramilitares descuartizaban con motosierras a los bailadores de una fiesta pública. Los verdugos ultimaban a sus víctimas en las plazas –a la vista de sus conciudadanos–, o les tendían emboscadas en las arboledas, o las asaltaban a media noche en sus dormitorios. La gente se convirtió de pronto en mera carne de
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cañón: la ametrallaban desde un lado, la ametrallaban desde el otro, en episodios de horror cada vez más degradados y crueles. Prestarle a un forastero un servicio normal –como venderle un almuerzo, o plancharle una camisa, o transportarlo en un taxi– equivalía a firmar la orden de ajusticiamiento proferida por los enemigos de ese forastero. Negarse era ofrecerle la cabeza al forastero mismo. Hasta el gesto más pacífico podía ser interpretado por los combatientes como una afrenta digna de penitencia. Unos consideraban peligrosos a los peludos. Los otros, a los rapados. A aquellos les disgustaba que los tenderos abrieran sus establecimientos demasiado temprano. A los de más allá les fastidiaba que los muchachos oyeran música hasta tarde en los parques. Todos se creían ungidos de una autoridad divina que los facultaba para despellejar al incómodo, al diferente, al que no encajaba en sus planes. Y así, en esa orgía de sangre que no respetaba ni credo, ni edad, ni sexo, la muerte se volvió moneda corriente. A los ciudadanos inermes los mataban por retaliación, por negocio o por estrategia bélica. Los mataban aun cuando fueran inocentes, porque quienes manejaban los hilos de la barbarie consideraban que eran peones insignificantes, susceptibles de ser sacrificados a cambio de conquistar nuevas posiciones en el ajedrez macabro de la guerra. El fin último de la apuesta era apoderarse del territorio para obtener beneficios económicos y operativos. Y tal objetivo justificaba apelar a cualquier táctica, incluso la más inhumana. Por ejemplo, el uso de las minas terrestres. De acuerdo con un reporte de la Vicepresidencia de la República, el eln ha sido responsable de 38.8 por ciento de las minas antipersonales sembradas en Antioquia. Las farc, de 24.2 por ciento. Y las autodefensas, de 2.3 por ciento. La autoría de 29.6 por ciento de las bombas es desconocida. Ahora, mientras el motor del campero gruñe con dificultad, Oveida Morales plantea de modo espontáneo el tema de la violencia en su región. Es evidente que, como conoce el motivo de mi viaje, ha
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venido preparada. Lo primero que debo saber –advierte– es que en el oriente de Antioquia, especialmente en las zonas rurales, nadie, lo que se dice nadie, se ha salvado de las angustias del conflicto. Quien no lo ha sufrido en carne propia, por lo menos ha visto el padecimiento de algún familiar cercano, o el de algún vecino. Comprobar su afirmación –añade, en tono desafiante– es fácil: basta con sondear a las personas que encontremos en el camino. Para no ir muy lejos, el Canta Rana, nuestro chofer, es amigo de Delio Enrique Daza, un campesino de San Francisco al que sus paisanos le estampillaron el sobrenombre de Culo Roto, debido a que cayó de nalgas dentro de un hueco parapetado con hojas y relleno de varillas puntiagudas. A ese tipo de dispositivo de guerra, bastante común en la zona, se le llama “trampa cazabobos”. El Canta Rana fue testigo del momento en que Daza atravesó a pie la calle principal de San Francisco, dando alaridos y con una estaca filosa hundida en el trasero. Cualquiera en el oriente de Antioquia –insiste Oveida– puede contarme una historia similar. Ella, por ejemplo, presenció el asesinato de su padre. El hecho ocurrió en la vereda El Portón, el 8 de septiembre de 1990, veintidós días antes de que ella cumpliera los ocho años. Después, en la adolescencia, le tocó asistir al entierro de su hermano José Heriberto, fusilado en público por los paramilitares, y más tarde fue golpeada por las desapariciones sucesivas de otros hermanos: Carlos Julio, Luis Eduardo y Orfa María, de quienes nunca más hubo noticias en la comarca. A mediados de 2004, vivió una tarde de pánico imborrable, cuando varios guerrilleros irrumpieron en El Portón y empezaron a sacar a los hombres de sus casas, para llevarlos a algún lugar desconocido. Oveida sintió que se moría cuando vio a dos tipos de uniformes camuflados y rostros cubiertos con pasamontañas, arreando a su marido, Marcelino Soto, hacia la calle, donde ya estaban agrupados los otros varones adultos del pueblo. Las tres horas siguientes fueron de espanto. Oveida temía un desenlace trágico como el de su padre y sus hermanos. Y se preguntaba cómo se
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las arreglaría para criar sola a Juan Diego, su hijo, que apenas tenía un año. Al final de la tarde le volvió el alma al cuerpo, cuando vio entrar a Marcelino por la puerta del patio. En seguida, sin preámbulos, su marido le contó que los guerrilleros los condujeron a un solar baldío, ubicado como a unos ocho kilómetros de distancia, para darles un ultimátum humillante: al día siguiente, antes de que saliera el sol, todo el mundo debía abandonar El Portón. Quien incumpliera el mandato –les advirtieron– sería fusilado. La determinación obedecía a que el ejército regular venía hostigándolos demasiado y, por eso, el comandante del frente sospechaba que algunas personas de la vereda suministraban información contra ellos. La última parte de la arenga contenía el anuncio más brutal: a la mañana siguiente, cuando los habitantes se marcharan, cuando El Portón quedara convertido en un pueblo fantasma, ellos, los guerrilleros, se encargarían de minar los alrededores del lugar, de modo que si a algún necio o sordo se le ocurría la pésima idea de devolverse, moriría desmembrado. En este punto, Oveida apoya súbitamente su cabeza en mi hombro izquierdo y comienza a llorar. Le sugiero suspender el relato, pero ella se niega con un argumento que me asombra: nunca antes había hablado de su pasado con nadie, y ahora siente que necesita hacerlo. Se seca las lágrimas con la manga derecha de su blusa, esboza una sonrisa lánguida. Cuenta entonces los pormenores del éxodo, calcula las pérdidas materiales. De su narración torrencial hay dos hechos que me impresionan. El primero se presentó en San Francisco, el mismo año de su desplazamiento forzoso, durante la Navidad, cuando un muchacho que pasaba frente a su casa encendió de pronto una luz de bengala. Oveida desconocía esos fuegos artificiales. Y como, además, estaba traumatizada por su retahíla de calamidades familiares, supuso que la llamarada que acababa de divisar correspondía a un ataque dirigido contra ella. Todavía recuerda el grito de terror que lanzó, antes de caer desmayada en los brazos de su vecina.
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–¡Virgen del Carmen, nos mataron! El segundo hecho ocurrió a los dos años del destierro. Una mañana, Oveida amaneció con ganas de retornar a El Portón. No para quedarse a vivir allí otra vez –aclara– sino simplemente para echarle un vistazo a su antigua casa. Sabía que era una idea temeraria, absurda. Pero también sabía que se trataba de un deseo irresistible y que nadie la detendría hasta satisfacerlo. Para sorpresa suya, su marido le siguió la corriente y, además, se ofreció a acompañarla. Eso sí: puso dos condiciones: la primera, que dejaran a su hijo en casa de la vecina, en San Francisco. Y la segunda, que ambos llevaran sendas cañas de bambú en las manos, para tantear previamente cada pedazo de tierra donde fueran a pisar. Oveida todavía recuerda los detalles más conmovedores de aquella jornada. Se ve a sí misma, al lado de Marcelino, palpando el suelo con la caña. Las manos le sudan, el mentón le tiembla. Ve su casa deteriorada, las paredes revestidas de hiedras y la ventana única destronada. En la sala huele a humedad, a óxido. Ve la cama del niño a merced de las polillas. Ve un balón de plástico despachurrado en un rincón. En el patio, en la misma cuerda donde ella la dejó colgada el día que salió expulsada de la vereda, está la ropa de la familia, tiesa por la acumulación de lluvias y soles, acometida por un ejército de hormigas coloradas. ¿Y la gallina jabada? ¿Y los diecinueve pollos de engorde? Un cerdo cerrero de hocico peludo pasa entonces frente a ella, como una exhalación, y se pierde dentro de un bosque de helechos. Oveida se ve a sí misma llorando recostada contra el marco de la puerta. Después ve cómo ella y su marido regresan a San Francisco, sin pronunciar ni una sola palabra durante el camino. Oveida es consciente de que su aventura pudo haber derivado en tragedia. ¿Por qué, entonces, cometió la imprudencia de regresar a El Portón? Por toda respuesta, calla. Mueve la cabeza hacia los lados, como si estuviera negando algo. Se seca de nuevo las lágrimas con la manga derecha de su blusa. Más adelante, cuando oiga la voz
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de Oveida en la grabadora y relea los apuntes de mi diario de campo, evocaré este silencio. Entonces su imagen me llegará nítida: piel cobriza, cabello marchito sujetado con una peineta de carey, baja estatura, cuerpo rollizo. La recordaré sentada dentro de este Jeep campero invadido por el polvo, hablando a borbotones a pesar del llanto, como si acabara de ser rescatada de un naufragio. Y luego, subiendo las calles empinadas de San Francisco, guiándome generosamente hacia las casas de los personajes que ella misma ha anotado en un retazo de papel. Más adelante, durante la escritura de esta crónica, pensaré de nuevo en Oveida Morales. Me preguntaré por qué regresó a su vereda, afrontando el peligro de caer despedazada en cualquier recodo. Muchos desplazados se devuelven debido a sus penurias económicas. Otros, porque se cansan del maltrato que reciben en las ciudades. Ninguna de esas dos razones influyó en Oveida. Lo suyo aquella tarde era la melancolía, el dolor de patio. Y un sentimiento furibundo que la impulsaba a desafiar cualquier fatalidad sin detenerse a medir las consecuencias. Ciertamente, ella andaba con una larga caña de bambú que, en caso de que hubiese alguna mina antipersonal enterrada, le serviría como parachoques. Sin embargo, no hay que olvidar que la idea de portar ese frágil escudo protector fue de su marido. Oveida muy bien habría podido apañárselas para ir a su vereda sin tomar ninguna precaución, porque en el fondo lo que quería era ofrendarse en cuerpo y alma por la gracia de reencontrar sus propios pasos perdidos. Más adelante, cuando arribe a esa parte de la historia, sentado ya frente a la pantalla de mi computadora, tendré a la vista el hermoso verso de Khalil Gibran: “La nostalgia del paraíso es el paraíso”. Entonces, conmovido hasta el tuétano, le tributaré mis respetos a Oveida y a todas las personas que son capaces de perseguir hasta el final el rastro de sus añoranzas, a sabiendas de que la patria que buscan ya no existe porque se la llevaron los malos vientos y el carajo, y lo único que quedó de ella fue una quimera dolorosa.
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Al final del viaje, cuando empiece a transcribir los testimonios de las víctimas, me sentiré abrumado por tantas historias de horror parecidas y, sin embargo, diferentes. Oiré a Ariela Ramírez, una señora de la vereda Los Cedros, declarando que el petardo que le desfiguró el rostro y el cuello estaba metido en el fogón y explotó justo cuando ella puso a hervir el primer café de la mañana. Oiré a Evelio Quintero, un tendero de Aquitania, contando que cuando llegó herido al hospital empezó a presentar incontinencia urinaria, y por eso la enfermera de turno se negó a atenderlo. Oiré a Numberto Ruiz, un leñador del caserío El Pescado, relatando cómo la ambulancia que lo trasladaba hacia el hospital el día que perdió la pierna derecha se volcó en la carretera. Oiré a Julio Velásquez, un electricista de Cocorná, diciendo que el paquete cerrado en el cual se hallaba la plancha-bomba que le malogró la cara y le arrebató el setenta y cinco por ciento de la visión, fue enviado al taller donde trabajaba por enemigos de su patrón. Oiré a Luis Alfonso Quintero, un jornalero de la vereda El Venado, describiendo el ardor que sentía en el muñón de la pierna izquierda. Oiré a Delio Daza Giraldo, Culo Roto, cantando una ranchera que narra su accidente y que, según me anunció bajando la voz misteriosamente, piensa mandarle a Juanes: Caí a un hueco de más de dos metros y una varilla me vino a matar soy desplazado, vivo sufriendo y en este mundo todo es crueldad Al final del viaje, cuando revise las declaraciones de algunos funcionarios encargados de combatir el problema, tropezaré con más datos aterradores. Oiré a Nancy Marín, líder comunitaria de Cocorná, afirmando que sembrar una bomba apenas vale un dólar, mientras que desactivarla, vale mil. La oiré leyendo en un documento la célebre frase de Pol Pot, aquel sanguinario militar asiático: “Una mina
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es un soldado perfecto: no necesita comida ni agua, no tiene sueldo ni descanso, y espera a su víctima por treinta años o más”. Luego oiré a Álvaro Jiménez, director de la Campaña Colombiana Contra Minas, revelando que Colombia es el país del mundo donde más afectados se registran al año, por encima de Camboya y Afganistán. Al final del viaje, la grabadora también me permitirá tomar nota de mi propia voz. Me oiré averiguando por detalles como el tamaño de la onda explosiva. Me oiré pidiéndoles a los entrevistados reconstruir el accidente paso a paso. En algunos casos percibiré suspiros graves, silencios prolongados que me mostrarán la procesión que va por dentro. Me apiadaré de sus heridas frescas, pero consideraré que sus testimonios son necesarios para el país. Y me percataré de un gaje del oficio de cronista: a menudo, para documentar la memoria, nos toca mencionar la soga en la casa del ahorcado. Al final del viaje evocaré la escena que estoy presenciando ahora. El que habla es Álex Cardona, un muchacho que se desempeña como facilitador de la Campaña Colombiana Contra Minas. Su labor consiste en enseñarle a la gente estrategias de prevención de accidentes e identificar a las nuevas víctimas para ayudarlas a tramitar el reclamo de la indemnización. En este momento, se encuentra reunido en un colegio de San Luis con varios campesinos que han venido desde la vereda La Tebaida. En su exposición, acompañada por diapositivas proyectadas en la pared, Cardona advierte que poner el pie donde antes no ha estado el ojo, es un lujo que ya nadie debe permitirse. –¿Cómo es el dicho que tenemos en Antioquia para hablar de los descuidados? –pregunta, levantando las dos manos con una cierta elocuencia de orador. Un campesino cuarentón, sombrero aguadeño ladeado y pañuelo raboegallo al hombro, grita la respuesta desde el fondo del salón: –Al cocodrilo que se duerme, lo vuelven cartera. Cardona explica a continuación que algunas minas se activan con la simple proximidad del caminante, es decir, sin necesidad de
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entrar en contacto con ellas. Por eso, si se descubre en el terreno alguna cosa rara, desconocida, es preciso quedarse quieto y observar minuciosamente los alrededores, antes de dar el siguiente paso. El catálogo de medidas preventivas que, según él, resultan obligatorias, es bastante amplio. En principio, conviene mantenerse siempre en el centro del camino, a una distancia prudente de los bordes, que es donde, por lo general, son camufladas las bombas. Hay que evitar las marchas nocturnas y el tránsito por aquellos lugares donde la maleza es muy alta, pues eso es indicio de que hace rato no circulan por allí ni personas ni animales. No se debe entrar en una casa deshabitada. La presencia en el suelo de un alambre o de un pedazo de cable es una posible señal de bomba. Y, ojo, no hay que andar por ahí echándole mano a todo lo que parezca que no tiene dueño. Desde hace un tiempo, los terroristas abandonan en las vías objetos como libros y pelotas de futbol, que en realidad son petardos disimulados. Cardona señala entonces, en la pared improvisada como pantalla, la fotografía de una grabadora arrojada en el pasto, la cual lleva sobreimpreso este enorme letrero verde: “Si no la botó, no la recoja”. Oyendo la disertación de Cardona, viendo a los campesinos enfrascados en las recomendaciones perentorias de las diapositivas, me pregunto cuál es el país que nos quedará al cabo de toda esta paranoia. La vida pierde sentido cuando el acto de caminar desprevenidamente sobre la tierra de los ancestros es como jugar a la siniestra ruleta rusa. El alma se desmorona, cae en la trampa mortal mucho antes que el pie. Y nos va dejando cada vez más rotos y más jodidos.
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Viaje al Macondo real Junio de 2012
Casa del Hielo, esquina del barrio Boston, Aracataca. Empiezo la historia del Macondo real en el mismo punto donde empieza la del Macondo de ficción. A este lugar acuden de cuando en cuando viajeros procedentes de todo el mundo, admiradores de Gabriel García Márquez que pretenden encontrar aquí, en el pueblo donde él nació, elementos tangibles de su universo literario. Cuando ciertos nativos desocupados avistan a esos forasteros en las calles del pueblo, entienden que ha llegado el momento de actuar. Macondo será historia pura en las páginas de Cien años de soledad, compadre, pero aquí en Aracataca existe, es materia genuina, ellos lo ven cada día y pueden hacérselo visible a los visitantes que tengan fe en hallarlo más allá de la literatura. En esa casa esquinera, por ejemplo, fue donde el coronel Aureliano Buendía conoció el hielo que habría de recordar muchos años después, usted sabe, frente al pelotón de fusilamiento. Présteme la cámara si quiere y yo lo retrato ahí con su novia. Si el turista pide más detalles, se le dan. La casa de madera fue construida en 1923. En su patio se almacenaban hasta doscientos bloques semanales de hielo durante los tiempos de la United Fruit Company, multinacional que entonces manejaba la producción de
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banano en estas tierras. Para los abuelos que poblaban Aracataca en aquella época, la llegada del hielo representó un avance notable. Acababan de descubrir un prodigio que servía para conservar los alimentos y espantar el bochorno. Algunas veces los guías espontáneos añaden que, durante gran parte del siglo pasado, el hielo fue un símbolo de estatus. Tú sabes, viejo gringo, hielito para la limonada del mediodía día y hielito para el refresco del atardecer. Un lujo que no podía permitirse todo el mundo, apenas los ricos de Aracataca y los mandamases de la compañía bananera. Los bloques venían desde Ciénaga en un tren de la United Fruit Company. Eran cubiertos con aserrín para evitar que se derritieran, pues la madera es un aislante térmico. El que quisiera beber frío debía ir al patio y picar un poco de escarcha. –Eche, míster, tú sabes cómo es la película por aquí con estos calores. Es posible que mientras el guía atiende a los forasteros aparezcan niños en chanclas de esos que en la actualidad se ganan la vida vendiendo bolsas de agua helada. El anfitrión les dará un vistazo cómplice, sonreirá. –Las vueltas que da la vida: antes salía carísimo beber agua fría y ahora es lo más barato del mundo. Trescientas barritas nada más, míster. Hoy el hielo es el aire acondicionado de los pobres. El guía retoma su discurso en el mismo punto en que lo había abandonado cuando hizo la digresión. Entonces dice que en los años veinte del siglo xx a los niños les encantaban esos bloques, pues estaban surcados por agujas que se tornaban iridiscentes cuando les pegaba el sol. Así que uno de los planes familiares predilectos era entrar en esta casa a contemplar el hielo. Gabito –así lo llaman casi todos– seguramente vino muchas veces con su abuelo, el coronel Nicolás Márquez. Lo que pasa es que, según la novela, quien vino a conocer el hielo fue el coronel Aureliano Buendía. ¡Es que ese Gabito es más embusterooooo!
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En el Macondo real, mucha gente vive convencida de que conoce al dedillo cada elemento del Macondo ficticio. Cita a sus personajes como si los hubiera visto en la vecindad, describe sus espacios como si los tuviera al frente. De eso me habla ahora el poeta Rafael Darío Jiménez mientras entramos en la Casa del Hielo. ¿Casa del Hielo? El nombre suena irónico: al franquear la puerta nos recibe una vaharada de aire caliente. En el suelo hay un reguero de cables eléctricos y muchas piezas automotrices desbaratadas. –Esto es ahora un taller mecánico –dice Jiménez. *** Son muchos los visitantes que buscan en el Macondo real la resonancia poética del Macondo literario. Pero acá el hielo no es un témpano luminoso que permanece intacto en la memoria, sino una sustancia vulgar que se deslíe entre las manos. Eso sí: me cuenta el poeta Jiménez que algunos visitantes insisten. Quieren saber, por ejemplo, qué mujer del pueblo fue el molde original de Petra Cotes, la amante de Aureliano Segundo en Cien años de soledad. Nunca falta un nativo astuto que aporte el dato solicitado. –Esa es Fulana, la querida de Perencejo. Los guías agregan a continuación que según decían sus padres que habían dicho sus abuelos, el Mauricio Babilonia de la novela era un electricista que cada vez que pasaba por donde los Márquez Iguarán –abuelos de Gabito– dejaba tras de sí un enjambre de mariposas amarillas. Curiosamente, muchos de los nativos jamás han leído un libro de García Márquez. Pero llevan años oyendo hablar de sus criaturas e historias, saben de sobra cómo explotar ciertos códigos macondianos. Además, sienten que el Macondo de la literatura es un simple reflejo de la vida de ellos. Así que, ¿para qué perder el tiempo buscándolo en las novelas cuando pueden verlo en sus propias esquinas?
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–¿Ustedes quieren saber quién era la tal Rebeca que comía tierra? Una señora llamada Francisca que vivía en la calle Monseñor Espejo. Le digo a Rafael Darío que si yo fuera un lugareño sin formación académica también pensaría que conozco a mi coterráneo más ilustre sin necesidad de haberlo leído. Total, llevo años viéndolo en la prensa, he oído su voz en la voz de todo el mundo. Si fuera un aldeano más y cerrara los ojos para que alguien me leyera pasajes de Cien años de soledad en voz alta, sentiría que me nombran a mis parientes cercanos, sentiría que me conducen a través de senderos familiares. Reconocería el aguamanil donde se lavaba las manos la tía y el mosquitero donde se guarecía el tío. Reencontraría en la ficción ciertos objetos de la realidad que ya no se ven en la realidad misma: la cama de tijera, el gramófono, la bacinilla de peltre. Identificaría el gallo de riña de mi compadre, supondría que Remedios la Bella ascendió al cielo envuelta en las sábanas blancas que lavó mi nana esta mañana. Vería a Úrsula Iguarán como la personificación de mi bisabuela: cegatona, indestructible. Entiendo a esos paisanos que no ven las historias de García Márquez como transposición poética de la realidad, sino como simple reproducción documental de los sucesos cotidianos que narraban los vecinos. –Eche, gringo, ¿quién dijo que Gabito inventó esos cuentos? Él mismo se la pasa diciendo en las entrevistas que sólo ha sido un notario. Vae pues, por mi madre. Los paisanos de Gabito saben que él es un señor muy importante con unas alas enormes, ni más faltaba, saben que es célebre, celebrado, gracioso, distinguido, pero muchos de ellos no lo ven precisamente como fabulador, como alguien que creó el universo por el cual se volvió tan famoso. Lo ven tan sólo como un amanuense, como un tipo que supo plasmar en los libros el acervo que heredó de sus mayores, un compadre que echó en su maletín de viaje los cuentos de todos, y los hizo circular hasta en el último rincón del planeta.
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*** En este momento, el poeta Rafael Darío Jiménez me entrega uno de los muchos recortes de prensa que ha ido acumulando en su larga vida como estudioso de la obra de García Márquez. Hace varios años fundó en Aracataca el restaurante Gabo, una especie de altar al que acuden los devotos del escritor. Allí pueden rendirle culto y, de paso, comerse un buen filete de pargo rojo con patacones. En las paredes hay portadas de revistas dedicadas a Gabito, fotografías de Gabito, autógrafos de Gabito. Mientras uno se sienta en el taburete de cuero a esperar el almuerzo, puede escuchar fascinado al anfitrión, que conversa con la gracia típica de los palabreros del Caribe. –El primer macondo que existió fue un árbol –dice–. Es originario de África y alcanza hasta treinta y cinco metros de altura. –Como la bonga. –Como la bonga. En la Zona Bananera había una finca que todavía existe. Se llama Macondo porque tenía muchos árboles de esos. –La finca vendría siendo el segundo Macondo. –Exacto. El tercero es el de Gabito. Él cuenta en sus memorias que un día iba viajando en tren y de pronto vio la finca a un lado de la carretera. Leyó el letrero “Macondo” de la fachada y quedó impresionado. –Claro, esta historia de la finca también es una parte muy conocida del mito. –Gabito cuenta que antes de acabar el viaje supo que el pueblo de Cien años de soledad se llamaría Macondo. –Tercer Macondo, pues. –Sí, el tercero. El primero y el segundo eran Macondos reales. El Macondo de Gabito es un mundo imaginario como el condado de Yoknapatawa creado por Faulkner. Le digo a Rafael Darío que, en principio, el Macondo de la ficción se alimentó del Macondo de la realidad, pero después empezó a
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suceder lo contrario: la voz del escritor –irresistible, contagiosa– le impuso ciertos códigos a la realidad. Para la muestra, un botón: en Colombia nunca hubo un registro exacto de los trabajadores masacrados durante la huelga bananera de 1928. Gabito escribió en Cien años de soledad que habían sido tres mil, y así pasó a la historia. Entonces un congresista propuso un minuto de silencio en honor a las tres mil víctimas de la matanza. Si en el remoto país capitalino los senadores de la República inventan la realidad a partir de la ficción, con mayor razón tienen que hacerlo los habitantes de este ardiente Macondo real donde nació el truco. Así las cosas, vamos desembocando en una conclusión exótica: también es posible reinventar la cotidianidad a través de los espejismos. La realidad como imagen de sí misma, la imagen como una nueva realidad. Extiendo frente a mis ojos, por fin, el recorte de prensa que me acaba de pasar Rafael Darío. Él sonríe, pone su índice derecho sobre un párrafo escrito por el propio García Márquez. Lo leo en voz alta: Siempre he tenido un gran respeto por los lectores que andan buscando la realidad escondida detrás de mis libros. Pero más respeto a quienes la encuentran, porque yo nunca lo he logrado. En Aracataca, el pueblo del Caribe donde nací, esto parece ser un oficio de todos los días. Allí ha surgido en los últimos veinte años una generación de niños astutos que esperan en la estación del tren a los cazadores de mitos para llevarlos a conocer los lugares, las cosas y aun los personajes de mis novelas: el árbol donde estuvo amarrado José Arcadio el viejo o el castaño a cuya sombra murió el coronel Aureliano Buendía o la tumba donde Úrsula Iguarán fue enterrada –tal vez viva– en una caja de zapatos.
Sonrío, bebo un sorbo de la limonada repleta de hielo que hace un momento me trajo la camarera. Sigo leyendo.
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Esos niños no han leído mis novelas, por supuesto, de modo que su conocimiento del Macondo mítico no proviene de ellas, y los lugares, las cosas y los personajes que les muestran a los turistas sólo son reales en la medida en que estos están dispuestos a aceptarlos. Es decir, que detrás del Macondo creado por la ficción literaria hay otro Macondo más imaginario y más mítico aún, creado por los lectores y certificado por los niños de Aracataca con un tercer Macondo visible y palpable, que es sin duda el más falso de todos. Por fortuna, Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere.
De modo que Macondo no se lleva por fuera sino por dentro. Está en el alma, mucho más allá de las piedras del Macondo real, mucho más allá de las páginas del Macondo literario. Macondo es un mito que se elevó para siempre a los más altos aires, allá donde sólo pueden alcanzarlo los más altos pájaros de la memoria. Macondo es una invención tanto del autor como de sus cultores. Ahora bien: las licencias literarias con las que uno mata son las mismas con las que uno muere. En el epígrafe de Vivir para contarla, su libro autobiográfico, García Márquez dice: “La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”. Eso es, ni más ni menos, lo que aplican quienes hacen turismo con los elementos que le sirvieron a Gabito para hacer literatura. Ellos también tienen sus historias, ellos también narran. Eche, gringo, ahora no te pongas a averiguar si lo que oíste es cierto o falso. A nosotros no nos interesa esa vaina. Si te lo dijimos es porque es cierto. En el Caribe, la verdad no sucede: se cuenta. Hace poco, otro gran escritor de esta región, Ramón Illán Bacca, me contó una historia de esas que demuestran que en el Caribe lo importante no es saber la respuesta sino decirla, y decirla con gracia.
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En cierta ocasión Ramón estaba conversando con un tipo que, de repente, mencionó “la espada de Demóstenes”. Ramón, dueño de una vasta erudición, no aguantó la tentación de corregirlo. –Es la espada de Damocles. Pero el tipo, lejos de acomplejarse, supo encontrar un argumento bastante digno. –Bueno, da lo mismo que sea Demóstenes o Damocles porque en esa época todo el mundo andaba armado con espada. Aquella mañana, al otro lado de la línea telefónica, Ramón soltó entre carcajadas su conclusión luminosa: en el Caribe a nadie le dan ganas de suicidarse por confundir el talón de Aquiles con el de Atila, ni por lavarle las manos a Herodes y dejárselas sucias a Pilatos. Así que resérvate esos escrúpulos racionales, míster, no vengas de por allá tan lejos a dañarnos el cuento. Cada persona con la que uno se tropieza tiene su propio Macondo, cada quien va por ahí con la historia que le tocó en suerte. Ahora, mientras Rafael Darío Jiménez guarda el recorte de prensa, recuerdo una anécdota que me contó el poeta Juan Manuel Roca cuando le anuncié mi viaje a Aracataca. Una tarde, después de un recital en Santa Marta, Roca vino a este pueblo con varios poetas de otros países, entre ellos el cubano Eliseo Alberto. El guía que los recibió era el tipo más locuaz del mundo. Sin ningún pudor, buscaba en el Macondo real ciertas equivalencias del Macondo ficticio. La peste del olvido, según él, surgió en el Puente de los Varaos; el hilo de sangre que recorrió la Calle de los Turcos en Cien años de soledad era de un tipo que había sido amigo de su abuelo, y así. Uno de los poetas, medio en broma y medio en serio, le obsequió un cumplido. –¡Qué inteligente es usted! Entonces, el guía le expresó su gratitud al mejor estilo macondiano: –Me gusta que me digas eso, poeta. Es que aquí en Aracataca
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todos somos inteligentes, lo que pasa es que Gabito es el único que sabe redactá. *** Vine a la Zona Bananera del Magdalena, en el Caribe colombiano, porque me dijeron que acá quedaba Macondo, el mítico pueblo creado por el escritor Gabriel García Márquez. Llevo cuatro días recorriendo este territorio y aún sigo preguntándome dónde está Macondo, cuáles son sus confines. –Macondo queda por allá arribita, compadre. Es una finca. –¿Macondo? Ñerda, esa te la debo: no sé. –Macondo es toda la tierra que pisamos –dice el poeta Rafael Darío Jiménez–. Por donde veníamos era Macondo y para donde vamos será Macondo. –Eche, me extraña esa pregunta. Macondo está en los libros de García Márquez. ¿Acaso tú no has leído Cien años de soledad? He encontrado a Macondo en varios elementos a lo largo de mi caminata. En las plantaciones de banano que se extienden a ambos lados de la carretera. En la canícula de las dos de la tarde. En la gallina jabada que puso un huevo en el alar y después alborotó el vecindario con su cacareo. En las calles contiguas a la finca donde nació esta fábula: polvorientas, torcidas. Sin duda, en ese pasaje el mundo es todavía tan reciente que muchas cosas siguen careciendo de nombre y, para mencionarlas, hay que señalarlas con el dedo. He encontrado a Macondo, digo, en esa tristura que a veces tiene la gente aunque muestre una risa. En las conversaciones sobre la guerra, la guerra de siempre que pasa del Macondo real al ficticio y viceversa. En la anciana enlutada que a pesar de su apariencia frágil estremece la casa con su voz de mando. En el caos, en la desmemoria, en la repetición cíclica de nuestras calamidades. En los cuentos que me contaron sobre las disputas políticas eternas y sobre
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la corrupción sistemática. Macondo es esta Aracataca por donde voy caminando, aunque ya no sea una aldea de veinte casas de barro y cañabrava, como en la novela, sino una villa de cuarenta mil habitantes. Macondo es también lo que he oído durante el viaje. Fui al colegio Gabriel García Márquez a entrevistarme con el profesor Frank Domínguez, conocedor de la obra de Gabito. Me dijo que Macondo es chispa, brujería. Mantente alerta y oirás su música. Macondo suena, Macondo canta, Macondo encanta. –Si vas a escribir sobre Macondo –me dijo el profesor Domínguez– tienes que leer a Federico Nietzsche. En ese momento, desde luego, me sentí a punto de alucinar. –¿Nietzsche en Macondo? –Claro que sí: Nietzsche. Él dijo la mejor frase que conozco para describir a Gabito: “La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar”. –Qué buena frase. –Es el epígrafe del libro que escribí para celebrar el humor de Gabito. Cuando iba saliendo del colegio volví a toparme con el espíritu disparatado del que me habló Ramón Illán Bacca. En una de las paredes leí la siguiente cita, atribuida al poeta “Pedro” Neruda: “Cien años de soledad es quizá la más grande revelación de la lengua española después de Don Quijote de Cervantes”. A esas alturas, ya había entendido las reglas de juego. En Macondo da lo mismo Pedro que Pablo porque acá, carajo, todos son poetas. Ya dije que Macondo es lo que uno oye mientras transita por la Zona Bananera. Aguza el oído, quédate quieto cuando zumbe la brisa. Después caminas un poco más y oyes a la profesora Aura Ballesteros, a quien llaman Fernanda del Carpio porque es “la cachaca de la historia”. Ella nació en Simijaca, cerca de la fría Bogotá.
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–Macondo es un chorro de luz –dice–. Acá el sol no se oculta por mucho tiempo. Buscando a Macondo en los paisajes y en las voces de la Zona Bananera, desemboqué en una historia insólita, la historia del holandés Tim Aan’t Goor, quien llegó a Aracataca a lo mismo que llegan todos los visitantes: quería encontrar en la realidad la magia que le había deslumbrado en la literatura. Vino por una semana y ya lleva tres años. Hace poco, construyó en el pueblo una bóveda para enterrar simbólicamente a Melquíades, el gitano inolvidable del Macondo ficticio. Cuando conocí la tumba me pregunté si el Macondo de mi crónica también tendría un final alegórico. Pero ahora estoy aquí, en Bogotá, frente a mi computador, convencido de que Macondo es mucho más que todo lo que vi y oí en la Zona Bananera. Macondo se vino conmigo porque siempre ha estado dentro de mí. Es la pasión por narrar que bebí en la palabra de Gabito, mi profeta, el único brujo al que le creo. Muchos pueden contar bien una historia, pero pocos son capaces, como él, de crear un universo personal fácil de identificar desde la primera hasta la última línea. Y por eso me parece más justo cerrar los ojos para que Macondo siga vivo en mi memoria y las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin la segunda oportunidad que se merecen.
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Enemigos de sangre Diciembre de 2008
Cuando Edinson Márquez compareció en el campamento central del frente guerrillero Resistencia Guamocó, en marzo de 2005, estaba muerto del susto. Sabía que un llamado perentorio del comandante a tan altas horas de la noche era indicio de que ocurría algo muy grave. Y así lo confirmó en cuanto llegó a la cita y se encontró con la mala noticia de que José Atilano Márquez, su hermano mayor, se había incorporado a las Autodefensas Unidas de Colombia (auc). Edinson, reclutado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc) dos años atrás, sabía de sobra que cuando los combatientes tienen parientes cercanos en el bando enemigo son sometidos a una fiscalización inclemente. Por eso consideró normal la actitud recelosa del jefe, que le exigió enumerar las razones por las cuales su hermano fue a parar a ese grupo armado, y luego aclarar por qué ocultó un dato tan importante. Edinson entendía que la respuesta más urgente era la segunda. Así que la abordó de entrada: ¿cómo iba a contar la situación de José Atilano, si apenas en ese momento –lo juraba por la cruz de Cristo– estaba conociéndola? Además, la comunicación con su familia se encontraba rota desde el día en que él llegó a las farc. Si debido a la guerra había perdido el rastro de su madre, la persona a la que más quería en el mundo, era lógico que también
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ignorara el destino del resto de su parentela. En cuanto al primer punto –agregó con voz firme–, la contestación también caía por su propio peso: él carecía de la información necesaria para explicar la decisión de su hermano. El jefe movió la cabeza en señal de aprobación. Sin embargo, Edinson vio con claridad que no existían motivos para tranquilizarse. A partir de ese momento –se dijo–, sus días en el monte se volverían tortuosos. Ser objeto de desconfianza en la guerrilla le crispa los nervios al más templado. Genera zozobra, desestabiliza. Y hay algo todavía peor: en la práctica, esa suspicacia de los superiores es una guillotina que pende constantemente sobre la cabeza de la persona vigilada. Cualquier actitud dudosa puede precipitar la caída letal de la cuchilla contra el cuello. Estar en entredicho es como estar muriéndose: sometido al escrutinio hostil de su comandante, el sospechoso tiene ya aspecto de culpable. A menudo es sentenciado a fusilamiento sin derecho a apelación. En medio de la angustia, lo único que le proporcionaba a Edinson un poco de alivio era el hecho cierto de que él, definitivamente, no tenía nada que ver con la decisión de José Atilano, y tampoco había cultivado jamás ningún tipo de relación indebida con los paracos –como se les llama en Colombia a los grupos paramilitares de extrema derecha–. Cualquiera que hurgara sus andanzas comprobaría que, en ese sentido, él era un guerrillero íntegro. El problema era otro: Edinson, que entonces se encargaba de cobrar las extorsiones en la región, solía exigirles a los ganaderos y empresarios cantidades superiores a las establecidas por el campamento central, para robarse el excedente. Gracias a la buena reputación de que gozaba dentro del grupo, podía permitirse tamaña infracción sin correr peligro, ya que nadie andaba detrás de él revisando sus acciones con lupa. Pero a partir de aquella noche de marzo de 2005, seguramente habría muchos ojos fisgones siguiéndole los pasos. Edinson era consciente de que si se descubrían sus fraudes,
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moriría ametrallado contra una empalizada o colgado en la rama de un cedro. En esas cavilaciones se encontraba cuando oyó la voz del comandante. –¿Usted sabe lo que le tocaría hacer si algún día se tropieza con su hermano? Edinson enterró la mirada en el suelo. Se quedó callado. Así permaneció –calcula– durante unos diez segundos. De pronto, el comandante lo tomó por los hombros y lo sacudió con fuerza. Esta vez la conminación fue más cortante. –¡Conteste, carajo! ¿Lo mataría o no lo mataría? Entonces, por fin, Edinson levantó la mirada y asintió con la cabeza. El comandante también movió el rostro en sentido afirmativo. Luego, con un ademán despectivo de la mano le ordenó que se retirara. Esa noche, en su guindo –carpa, en jerga guerrillera–, Edinson se volvió un amasijo de espantos. Temía que probaran su lealtad exigiéndole ir vestido de civil a su casa paterna, cuando José Atilano se encontrara de descanso, para acuchillarlo por la espalda. Se figuraba un combate a campo abierto en el cual tanto él como su hermano iban en las filas delanteras y, apenas se topaban, se disparaban mutuamente. Cada idea que se le cruzaba por la mente era más terrorífica que la anterior: se imaginaba decapitaciones, descuartizamientos, rostros desfigurados, cadáveres hinchados flotando en un río. Hubo un momento en que se le apareció el rostro de su madre bañado en llanto. En la pesadilla lloraba él también, abrazado a su hermana Darlys. Edinson desvariaba despierto, pues la fiebre que padecía desde hacía varios días, consecuencia de una severa leishmaniasis, le impedía conciliar el sueño. Le pesaban los párpados, le trepidaban las sienes. Palpó con intranquilidad la úlcera que tenía debajo del codo izquierdo, donde le había picado el bicho que le transmitió la enfermedad. Era una llaga hedionda y llena de babaza. Al tocarla,
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Edinson sintió una punzada en todo el brazo. Pensó en la posibilidad de sacar su navaja suiza y rebanarse de un solo tajo el pedazo de piel infectada, pero le faltó valor. Se decidió, entonces, por la misma cura ordinaria que aprendió un año atrás, cuando sufrió leishmaniasis por primera vez: se embutió en la herida la pólvora que le extrajo a una bala de su fusil y, a continuación, le prendió fuego con un fósforo. Para resistir el dolor, mordió un trapo enrollado. Minutos después, mientras se envolvía en una manta gruesa para sudar la fiebre, se preguntó si tendría algún sentido seguir en la selva. Sobre el particular, dedujo que su suerte no le importaba a nadie en la guerrilla. Si el comandante del frente lo había hecho salir de su rancho a media noche, a sabiendas de que llevaba varios días enfermo, fue porque juzgó que él no se merecía ni la más mínima consideración. El menosprecio resultaba insignificante comparado con los riesgos que correría en el futuro. ¿Valía la pena asumirlos? La respuesta se le antojó negativa. Además, él apenas tenía dieciocho años. Podría conseguirse una buena oportunidad de trabajo en otro lugar, donde los zancudos no se ensañaran con él, donde la muchacha que le gustaba no fuera ranguista –es decir, de esas que sólo se fijan en los guerrilleros de alto rango– y donde nadie lo obligara a matar a ninguno de sus hermanos. Aquella noche, la más larga de su vida, Edinson empezó a planear su fuga de la guerrilla. Sabía que el jefe le negaría la baja y que, en consecuencia, le tocaría desertar a la brava. En ese lance se jugaría la cabeza –se dijo–, pero prefería morir como un traidor de las farc antes que matar a un hombre salido del vientre de su propia madre. *** Aquella tarde de mediados de 2005, diez hombres armados del Bloque Central Bolívar, perteneciente a las auc, caminaban por un sendero fangoso. Pretendían apostarse antes del anochecer en las
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inmediaciones de un barranco, por donde, según se rumoraba, solían transitar milicianos del Frente Cimarrones del Ejército de Liberación Nacional (eln) La idea de los paramilitares era ocultarse en el follaje para ametrallar a mansalva a los guerrilleros en cuanto asomaran sus narices por aquel paraje. A sus treinta años, José Atilano Márquez, uno de los patrulleros comisionados para dar el golpe, participaba por primera vez en una tarea de combate. Lo hacía por razones de fuerza mayor, debido a que varios integrantes del bloque con experiencia en este tipo de misiones bélicas habían sido enviados a custodiar la finca en la cual se refugiaba un poderoso cabecilla nacional de las auc. Cuando se normalizara la situación, volvería al cargo de cocinero, que ostentaba desde el momento en que ingresó al grupo, en febrero de 2005. Pero aquella tarde no se encontraba allí para sazonar las ancas de una novilla sino para disparar contra un lote de combatientes enemigos. A medida que la fila se acercaba al sitio convenido, Márquez se sentía más asustado. Temía tropezar con una de las muchas minas antipersonales que, según se decía, estaban sembradas en la zona. Por eso marchaba en la parte de atrás, evitando pisar en los bordes de la trocha. José Atilano Márquez apreciaba su papel de cocinero. Ante todo, porque en esa posición, prácticamente, resultaba imposible que se enfrentara a Edinson, su hermano menor, vinculado a las farc desde hacía dos años. Mientras permaneciera resguardado en el rancho, existían escasas posibilidades de que muriera en combate o destrozado por una mina terrestre. Además, frente al fogón, era invisible tanto para la guerrilla como para la población civil, y él sabía muy bien que, en la guerra, mostrar la cara equivale a poner el pecho en la mira de los enemigos. El combatiente reconocible se granjea un montón de odios que lo vuelven vulnerable. Y encuentra problemas por donde se mueve: encargos complicados, presión de los jefes, dificultades en el terreno. El temperamento apacible de Márquez no le permitía resistir tales apremios ni se compadecía con las atrocida-
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des del conflicto. Por eso, él se sentía mejor revolviendo el sancocho con el cucharón que alineado en aquella caravana que se aprestaba a tenderles una emboscada a los guerrilleros. La tropa continuaba su marcha por el atajo encharcado, bajo las primeras sombras de la noche. Dos días atrás, cuando se enteró de que participaría en la operación contra el eln, José Atilano fingió serenidad aunque se ahogaba de miedo. Esa noche se agolparon en su memoria varias de las escenas dantescas presenciadas por él desde que arribó a las auc. Recordó, por ejemplo, la tarde en que trajeron a un combatiente levantado en andas, debido a que una bomba le había descuajado los testículos. Recordó al paramilitar que cortejaba a las mujeres de sus compañeros y que una mañana, misteriosamente, apareció muerto en su catre con un clavo enterrado en la frente. Recordó también algunas de las historias de horror contadas por los patrulleros mientras almorzaban en el rancho: la del viejo ganadero que, por resistirse al chantaje, recibió un castigo bárbaro: primero le arrancaron las plantas de los pies y luego lo obligaron a caminar sobre la arena caliente. La del ladronzuelo al que le extirparon los ojos por robarse unas gafas de sol. La del profesor que fue forzado a comerse veinte barras de tiza, supuestamente por incitar a sus alumnos al comunismo. De todos esos relatos, el que más impresionaba a José Atilano era el que detallaba los trucos que utilizaban los verdugos para impedir que las víctimas fueran identificadas: les rajaban las barrigas con un cuchillo de carnicero, les sacaban las vísceras, las rellenaban con piedras, las cosían con agujas de enfardelar costales y, al final, las arrojaban al río. De ese modo garantizaban que los cadáveres se hundieran hasta el fondo. Cuando salían a flote, muchísimos días después, estaban lacerados por los mordiscos de los peces y eran irreconocibles. La tarde no había terminado de oscurecerse cuando los hombres armados del Bloque Central Bolívar llegaron al barranco en el que se iban a parapetar para sorprender a los guerrilleros. De repente,
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mientras se aprestaban a tomar sus posiciones, fueron acometidos por una ráfaga de plomo. –¡Es una trampa! –gritó alguien, angustiado. –¡Al suelo, al suelo! –exclamó otro compañero. Después, José Atilano no oyó más voces sino únicamente el tableteo de las ametralladoras. Entonces, por puro instinto, se arrojó a una cuneta. Allí permaneció acurrucado en posición fetal durante varios minutos. Cuando cesaron los disparos siguió tirado en el piso, inmóvil. Temía que todos sus compañeros hubiesen sido exterminados y él fuera el único sobreviviente. ¿Qué haría en ese caso?, se preguntó. ¿Para dónde se iría? ¿Y si los francotiradores continuaban agazapados en la espesura, esperando que él asomara la cabeza para desbaratársela a punta de balazos? De cualquier modo, Márquez salió de su escondite. Y se encontró con un panorama menos malo de lo que presumía: sólo dos de sus camaradas estaban heridos, uno en un tobillo y el otro en una mano. Este último, que apenas contaba dieciséis años, sangraba copiosamente y soltaba unos alaridos de espanto. Tenía la mano triturada, como si la hubiese metido en un molino eléctrico. Murió al poco tiempo, desangrado. Fue sepultado allí mismo, en una fosa improvisada al pie de un almendro. El otro lesionado fue cargado en andas hasta el campamento. Esa misma semana le amputaron la pierna y, meses más tarde, le instalaron una prótesis. Márquez pasó la noche en vela. Estaba aterrado, triste. Quería desertar pero sabía que le faltaban agallas para dar ese paso. Fugarse equivalía a firmar su sentencia de muerte. Mejor –se dijo– aguantaba hasta donde le fuera posible. Por fortuna, el comandante del bloque le había asegurado que jamás lo enviaría en una misión en la que existiera el riesgo de tropezarse con su hermano guerrillero. Esa noticia le procuraba cierto alivio. Pero entonces recordó al muchacho de dieciséis años al que vio desangrarse con la mano vuelta añicos, y sintió que definitivamente sería incapaz de resistir tanta angustia.
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*** Ana Toribia Martínez, la madre de José Atilano y Edinson Márquez, aparenta por lo menos diez años más de los sesenta y cuatro que tiene. Su cabello ralo y entrecano, trincado en la coronilla con una peineta de carey, luce maltratado. Ella lo acicala de vez en cuando con los dedos de la mano derecha. Se ve postrada, ojerosa. Lleva un traje gris de popelina ceñido a su cuerpo enjuto. Pies descalzos, uñas rocosas, talones cuarteados. Mientras camina por el patio colmado de limoneros, guayabos ácidos, mangos y cocoteros, se queja de lo mala que ha sido su vida. –Mala, señor, mala –remacha después, al tiempo que arranca una hoja de limón. Ahí donde la ven, dice, el único alimento que ha consumido hoy es un café con leche que le regaló la vecina. ¡Y eso que ya son las tres de la tarde! Lo peor es que ignora cuándo volverá a probar bocado, porque aún restan muchos días para que a Edinson y a José Atilano les llegue la ayuda que les da el gobierno por haberse acogido al programa de reinserción a la sociedad civil. Le tocará matar otro pollo, agrega con resignación. Y enseguida se dedica a masticar la hojita que le arrancó al limonero. Ana Toribia cuenta que, en el pasado, llegó a acumular en su patio hasta cien pollos de engorde. Los cebaba con el afrecho que le obsequiaban varios tenderos del pueblo y, cuando crecían, los sacrificaba y los vendía despresados. No se volvía millonaria, pero por lo menos aseguraba el cubrimiento de sus gastos básicos y, además, adquiría una nueva camada de pollos pequeños que le permitían garantizar la continuidad del negocio. Siempre estaba ocupada, siempre tenía ánimos para despertarse por las mañanas. En cambio, ahora sufre mucho cuando, al amanecer, debe levantarse de la cama a luchar contra sus eternos problemas: el hambre, la falta de plata, las dolencias. Si contara siquiera con unos cincuenta pollos grandes –repite, obsesiva– haría un mercado que
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le alcanzaría para una semana. Pero en el patio sólo le quedan veinte pichones flacos que, con seguridad, no le interesarían a ningún comprador. Así que seguirá comiéndoselos al menudeo hasta que se acaben. Después de eso, quién sabe qué pasará. Quizá su vida sea entonces peor de lo que ha sido, dice con un gesto amargo. O quizá Dios se apiade de ella y le conceda otra oportunidad. Ana Toribia agarra un cascajo del suelo y lo avienta contra sus tres perros, que están disputándose a dentelladas una blusa de bebé. Los animales se dispersan por el patio, largando una andanada de ladridos histéricos. Ana Toribia recoge la camisita, que quedó desgarrada y mugrienta, y la cuelga en una cuerda. A continuación informa que antes los ricos del pueblo le daban trabajo como lavandera, pues cuando ella lava –y no es por envanecerse, señor– la ropa se ve tan limpia que parece nueva. Pero ahora ya no la tienen en cuenta, dizque porque está muy vieja. ¿Acaso la ven tullida o manca? ¡Ella se echa encima un montón de oficios caseros, señor, desde cortar leña, que es cosa de hombres, hasta barrer y planchar! Ana Toribia cree –y lo dice con una mueca irónica– que sus antiguos patrones empezaron a apartarla cuando supieron que era madre de dos combatientes, uno de la guerrilla y otro de los paramilitares. La aislaron de un solo porrazo, como si la creyeran portadora de una peste contagiosa. O como si fuera ella la que cargara el fusil al hombro. Deberían saber, caramba, que los muchachos tomaron el mal rumbo a escondidas, sin consultarle, porque eran conscientes de que ella jamás los respaldaría. Si alguien ha padecido en carne propia las consecuencias de esa decisión ha sido ella, precisamente: perdió la tranquilidad y quedó estigmatizada. Se volvió enfermiza, señor, con esa vida tan mala. Sufrió durante muchas noches interminables pensando que sus hijos podrían matarse entre sí o ser asesinados por cualquier otra persona. Aunque ambos salieron del conflicto y regresaron a la casa, los problemas continúan: ningún ex combatiente, por muy ajuiciado que esté, puede darse el lujo de andar por ahí libremente, porque la
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participación en la guerra deja unas enemistades feroces que perduran en el tiempo. Hasta ella, que jamás le ha hecho daño a nadie, se encuentra amenazada de muerte, pues en las farc creen que indujo a Edinson a desertar. Así que sus días transcurren en medio del temor. Y, para colmo de males, siente un ardor en el estómago debido al hambre. En este punto regresa, porfiada, a una de sus primeras preocupaciones de la tarde: –¡Cómo están de flacos esos pollos! Ana Toribia camina ahora hacia la sala. Lo único parecido a un mueble que hay allí es el esqueleto de hierro de un viejo sillón de barbería. Apenas la armadura, carcomida por el óxido, sin fondo donde sentarse, sin espaldar. Hay, además, un televisor prehistórico en blanco y negro, montado sobre una mesa de patas torcidas que luce a punto de desmoronarse. Sobre el cascarón de una nevera inservible, devorada por la herrumbre, reposa otro cachivache: el vaso de una licuadora desechada. Diríase que los utensilios de este lugar fueron encontrados entre las ruinas de un desastre antiguo. La casa cuenta con tan sólo dos alcobas: en la más pequeña duerme José Atilano y en la otra se amontonan como pueden Edinson, su mujer y su hijo Aldair, así como Darlys –la menor de la familia Márquez Martínez–, su hijo Juan Camilo y la propia Ana Toribia. El cuarto de José Atilano es oscuro y tiene el techo repleto de goteras. Cuando llueve por la madrugada –advierte Ana Toribia– él debe salir corriendo a acostarse en el piso de la sala. La colchoneta, de poco espesor, baila de un lado a otro sobre las tablas, ya que es mucho más angosta que la cama. Siempre fueron pobres, dice, pero hubo un tiempo en que eso no era problema: vivían como custodios en una finca donde había todo lo necesario para la subsistencia: la leche, la yuca y, por supuesto, los pollos de engorde. Nadie sufría penurias, nadie andaba muerto de miedo. La situación empezó a cambiar una noche en que llegaron varios hombres armados buscando al dueño de la hacienda para matarlo. Los tipos regresaron al otro día y
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volvieron los días siguientes, siempre equipados con fusiles, siempre amenazantes. Algunas veces tendían sus hamacas para dormir la siesta en el rancho y hasta ordenaban que les sacrificaran una novilla del patrón para comérsela allí mismo, delante de los atemorizados anfitriones. Entonces, a Ana Toribia y a su prole no les quedó más alternativa que abandonar aquella tierra. Deambularon por varios lugares sin amañarse en ninguno, hasta que se establecieron en El Bagre, un pueblo del Bajo Cauca antioqueño, localizado a unos doscientos ochenta kilómetros de Medellín, la capital del departamento. En El Bagre, municipio de sesenta mil habitantes, bañado por los ríos Nechí y Tigüí, la situación siempre ha sido peligrosa, como en las demás poblaciones del Bajo Cauca. La riqueza aurífera de sus tierras y el hecho de ser un corredor estratégico para el tráfico de drogas, convierten esta región en el foco de una disputa sangrienta entre los grupos armados al margen de la ley. En el área operan frentes de la guerrilla de las farc y el eln y bloques de las Autodefensas Unidas de Colombia. Es común que ocurran asesinatos, balaceras o secuestros en la vía pública, incluso a plena luz del día. En esa atmósfera terrible donde la violencia es algo cotidiano, se formaron los nueve hijos de Ana Toribia Martínez con Ismael de Jesús Márquez. El marido, por cierto, no se amañó en El Bagre y buscó trabajo en otra finca, donde vive todavía. Desde que se fue, sus visitas al pueblo han sido esporádicas. Ana Toribia, por su parte, admite que sus ocupaciones como lavandera a destajo la obligaron a permanecer mucho tiempo ausente de su casa, justamente cuando los muchachos estaban creciendo. Ana Toribia empieza a barrer el piso rugoso de la sala. Mientras arrastra con el escobajo una lagartija muerta, cuenta que José Atilano nació el 14 de enero de 1975. Desde pequeño ha sido callado y tranquilo, dice. Los amigos de infancia le rogaban para que saliera a divertirse con ellos, pero él prefería quedarse encerrado en el cuarto todo el día, distrayéndose con varias tapitas de gaseosa. Solitario, taciturno. Sólo asistió durante dos años a la escuela primaria. Allí
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jamás se metió en líos. Era tan medido que se negaba a jugar fútbol en la clase de educación física, con el argumento de que se le podían dañar los zapatos y eso perjudicaría a sus padres, que eran muy pobres. En cambio, Edinson, nacido el 19 de marzo de 1987, fue malgeniado y problemático desde chiquito. Cuando apenas era un bebé, armaba unas pataletas memorables cada vez que sentía hambre y no tenía a la mano su biberón. Se chupaba los brazos hasta llenárselos de moretones, berreaba como si lo estuvieran torturando. En primero elemental le enterró un lápiz en la barriga a un compañero que se burló de él. En tercero, su último año en la escuela Veinte de Julio, descalabró con una piedra a un chico apodado Curramba, que le había escondido una regleta. A diferencia de José Atilano, era indolente: extraviaba los bolígrafos, destruía los cuadernos. Lo cierto es que ninguno de los dos se interesó en el estudio. Y en el fondo, sus padres tampoco querían que ellos se ilustraran. Para la familia Márquez Martínez, como para tantas otras familias campesinas de Colombia, la educación es un proyecto demasiado azaroso: demanda una inversión muy grande de tiempo y dinero –piensan–, y nadie les garantiza que al final del proceso se vean los frutos. En cambio, la práctica de un oficio frecuente en la región –como el ordeño o la conducción de lanchas o la tala de malezas– produce unos resultados tangibles e inmediatos. Quien corta una carga de leña hoy asegura en seguida el desayuno de mañana. Eso de pasarse veinte años gastando y sin cobrar es un lujo que los pobres no se permiten, no, señor. De modo que José Atilano y Edinson, así como los demás hijos de Ana Toribia, empezaron a sudar la gota gorda desde la infancia. Los siete varones arreaban ganado, alambraban tapias y buscaban oro en las riberas de los ríos. Y las dos hembras laboraban ocasionalmente como empleadas domésticas. Sin embargo, la situación en la casa seguía siendo lastimera, pues la paga de esas faenas temporales se evaporaba muy pronto entre tanta gente. Además, no siempre había trabajo para todos.
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–Pasábamos mucha hambre, señor –dice ahora Ana Toribia, mientras recuesta el escobajo contra la pared. Aparte de padecer los rigores de la miseria, vivían aterrorizados frente a la barbarie: un día era asesinado un político en el parque central y al día siguiente eran masacrados varios mecánicos en un taller de los extramuros. Los verdugos de cada bando bregaban por imponer a la brava sus códigos de guerra. El que controlaba el territorio con base en la fuerza establecía las reglas de juego. Decidía, por ejemplo, a qué horas se cerraban los bares o qué tan largo debían llevar los chicos el cabello. Fijaba el monto de las extorsiones, ordenaba destierros. Estas acciones criminales se facilitaban debido a la negligencia del Estado. Cundían los secuestros, las venganzas, el sálvese quien pueda. La población civil, atrapada en el fuego cruzado, padecía impotente los atropellos, aunque también sentía una especie de fascinación por los bárbaros. Los veía como héroes dignos de admiración por destacarse en aquel paisaje de seres derrotados. Al fin y al cabo, ellos se apartaron de la modorra reinante y se atrevieron a hacer algo para ganar su apuesta. Su proceder era ilícito, desde luego, pero se les abonaba el esfuerzo por intentar sobreponerse al fracaso que les tenían asignado como destino desde antes de nacer. Así empezaron a circular las historias más delirantes relacionadas con el supuesto bienestar del cual disfrutaban los integrantes de las guerrillas y de las autodefensas. Entonces, los muchachos necesitados de la región querían pertenecer a estas tropas irregulares y, de hecho, varios amigos de infancia de José Atilano y Edinson empuñaron las armas desde temprano. Lo que los jóvenes veían en esos grupos, primordialmente, era una posibilidad de empleo. Por eso se vinculaban a cualquiera de ellos sin detenerse en escrúpulos de tipo ideológico. Que eligieran uno u otro, en principio, era un asunto más bien aleatorio, ya que consideraban que todos les ofrecían lo mismo: un sueldo mensual a cambio de ejercer ciertas actividades delictuosas prácticamente iguales a ambos lados de la trinchera: protección
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de los cultivos de coca, expoliación de los hacendados, eliminación sistemática de los ciudadanos que supuestamente le colaboraban al enemigo. No existían reparos de conciencia en torno de lo dañinas que resultaban tales tareas, porque lo que prevalecía era un sentido comercial del conflicto. Ana Toribia se aferra al marco de la puerta. Luce ensimismada, melancólica. Tras unos segundos de silencio dice que, a su modo de ver, hubo dos acontecimientos que impulsaron a Edinson a meterse en las farc cuando apenas contaba dieciséis años. El primero fue la muerte de Curramba, el amigo de infancia al que le había roto la cabeza en el colegio, quien era un muchacho correcto y lleno de ilusiones. Un soldado del ejército lo baleó por error mientras pasaba por el batallón Juan José Reyes del Ejército Nacional. El otro fue una desgracia familiar. Wilson, uno de los nueve hijos de Ana Toribia, un joven de tan sólo veintiún años, quería sintonizar su programa favorito pero el televisor no funcionaba. Cuando trató de reparar el daño por su cuenta quedó pegado a un cable eléctrico que estaba pelado. Su madre, que lo vio convulsionar y morir, afirma que en este mundo no hay ninguna vara capaz de medir el dolor que le produjo esa pérdida. Ella cree, además, que cuando el sepulturero del pueblo echó la última palada de tierra sobre el ataúd de Wilson, Edinson ya tenía cocinada su decisión de irse para la guerrilla. Se fue a escondidas, sin despedirse, sin pedirle siquiera la bendición. Y desertó tres años después –en 2006–, justamente el mismo día que ella, después de una intensa campaña de averiguación para determinar dónde se encontraba, había ido a visitarlo. Para hablar con él –advierte altiva– sacó a relucir su temple en un par de retenes guerrilleros donde intentaron cerrarle el paso. Ana Toribia cuenta que esa misma tarde, más o menos a las dos horas de haber regresado a El Bagre, Edinson llegó a la casa. Percudido, demacrado. De inmediato, lo tomó por el brazo y lo arrastró hasta el Batallón Juan José Reyes, para que entregara el fusil y solicitara protección.
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–Me tienen amenazada y por eso me tocó botar el teléfono celular que me habían regalado. Yo parí a Edinson, señor, yo no se lo quité a ellos. Lo de José Atilano es distinto. A ella aún le cuesta trabajo entender cómo un hombre va a parar a las toldas de las Autodefensas Unidas de Colombia a los treinta años, cuando ya debería saber dónde está lo bueno y lo malo de la vida. Sucedió –recuerda– en febrero de 2005, un sábado por la tarde, cuando ella estaba planchando ropa en una casa del barrio Laureles. Ana Toribia dice, con aire reflexivo, que tal vez su hijo mayor se aburrió de la mala situación y creyó que al volverse paraco encontraría una forma de aportar a la solución del problema. Quizá lo que ocurrió, simplemente, fue que se dejó engatusar. ¡Como al pobre le falta carácter y es de chispa tan retardada! En todo caso, señor, ella investigó dónde estaba instalado y fue a visitarlo un domingo. Por esos días, el Bloque Central Bolívar de las auc se encontraba gestionando con el gobierno su desmovilización. Sus integrantes depusieron las armas, finalmente, el 14 de diciembre de 2005, fecha en la cual José Atilano volvió a su casa. Ana Toribia muestra una fotografía de bordes carcomidos en la cual aparecen José Atilano y Edinson. Tendrían, quizá, dieciocho y seis años, respectivamente, cuando fueron retratados. Están de pie a lado y lado de un arbolito de Navidad torcido, adornado con cintas rojas y borlas blancas. Apacibles, candorosos. Parecen conscientes de que entre ellos existe un lazo fraternal indestructible. Una ligazón de sangre y de sentimiento. Imposible descubrir en esta vieja foto algún anticipo del periodo de guerra que les deparaba el destino. Viéndolos en esa actitud tan entrañable, nadie pronosticaría que, por cuenta de un conflicto que ellos ni siquiera entendían, resultarían integrándose a bandos enemigos, enfrascados en una contienda que pudo haberlos forzado a matarse entre sí. El gesto de amistad que exhiben ante la cámara sugiere que pocos segundos después del disparo del flash se fueron juntos a bailar trompos en cualquier solar
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del pueblo. Quizá, si no les hubiese tocado en suerte un entorno desventurado y hostil, habrían sido siempre tan tranquilos como lucen en la foto. Si hubieran crecido en un lugar pacífico, estaríamos hablando ahora de diferencias civilizadas, como que el uno jugara en un equipo de futbol y el otro, en el equipo archirrival. El Boca y el Ríver en Buenos Aires, pongamos por caso. O habrían sido botones de hoteles competidores, como el Palma Real y el Punta Leona, en San José de Costa Rica. Pero como crecieron en uno de los lugares más empobrecidos y peligrosos de este país conflictivo, les correspondió rebuscarse el sustento en dos escuadrones rivales al margen de la ley. Eran las alternativas laborales que tenían a su alcance. Nadie les dio la garantía de que si se quedaban quietos al lado del arbolito de Navidad estarían a salvo de la balacera. Entonces, en vez de sentarse a esperar que la guerra los matara, Edinson y José Atilano se metieron en la guerra para protegerse. Como hermanos, brotaron del mismo vientre. Y como combatientes, también tuvieron la misma madre aunque vistieran uniformes camuflados distintos: la falta de oportunidades. Unidos hasta la muerte como la uña y la carne. *** Sesenta y tres de los sesenta y cinco ex combatientes que se encuentran en la Institución Educativa Esperanza, Amor y Paz, de El Bagre, militaron en las Autodefensas Unidas de Colombia. Los dos restantes fueron guerrilleros de las Fuerzas Armadas de Colombia. Ellos son una mínima parte de los 46,181 alzados en armas que, desde el año 2002, se han acogido al programa de desmovilización del gobierno colombiano, a través de la Alta Consejería para la Reintegración. Reciben un auxilio mensual que puede ser hasta de quinientos diez mil pesos –unos doscientos cincuenta dólares– si participan en todas las jornadas psicosociales y desarrollan competencias productivas en talleres técnicos. Son las diez de la mañana de un sábado lluvioso. La
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semana que se está terminando ha sido particularmente difícil para este grupo. El lunes murió Berledys Ricardo a causa de un cáncer en el útero. Se fue a los treinta años, dejando huérfanas a tres niñas. Y el miércoles, en las afueras del pueblo, fue asesinado Richard Chimá. Ambos habían sido militantes de las auc. De modo que hoy se percibe en la atmósfera una especie de duelo colectivo, agravado por un temor profundo: la pregunta inevitable que se plantean sin rodeos ni ambigüedades es quién será la próxima víctima. Muchos de ellos reconocen que tienen deudas pendientes con el pasado y saben que en cualquier momento se toparán con los encargados de cobrárselas. Acaso lo que más impresiona de contemplar a estos seres en los salones de clase, es su tremenda ignorancia. Abundan los analfabetos, los lerdos. Los que confunden la margen izquierda del cuaderno con la margen derecha, y dicen padimento en vez de pavimento. Entre los que saben leer, hay varios con problemas graves de comprensión de lectura. Algunos deletrean los textos como niños principiantes. Y cuando son conminados a escribir, garrapatean cada símbolo con una lentitud penosa. Empiezan la frase con una letra pequeña, pero a medida que avanzan en la escritura la caligrafía se les va agrandando y descarrilando en el renglón, como si de repente el alfabeto, cansado de tanta torpeza, se encabritara y decidiera huir del tablero. Sorprende ver cómo estos hombres, tan seguros de sí mismos cuando se terciaban el fusil al hombro, tan solventes cuando consumaban sus atrocidades, palidecen ahora de impotencia frente al sujeto y el predicado de la oración. Uno de ellos hace una mueca de desconsuelo ante sus propios garabatos en el pizarrón, y otro luce asustado, como si creyera que las palabras estuvieran conspirando para lincharlo. –Varios desconocían hasta lo más elemental cuando llegaron aquí por primera vez –advierte Roberto Carlos Rivero, uno de los pedagogos encargados de la enseñanza de estos reinsertados–. No es
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solamente que no supieran leer ni escribir, sino que jamás en su vida habían tenido un lápiz en las manos. Ahora, el profesor Edward Agámez escribe en el tablero varias palabras entrecomilladas: respeto, tolerancia, civilidad, amor, humildad, libertad, honradez, derechos, deberes y solidaridad. Paseándose de un extremo al otro del aula, las manos anudadas a la altura del pecho, pregunta el significado de cada vocablo. Silencio. Rostros aturdidos. Suspiros. Miradas enterradas en el piso. Un muchacho negro se dedica a tajarle la punta a un lápiz, cuyos residuos de madera van cayendo al suelo. Otro mira distraído a través de la ventana, por donde se ven, oblicuos, los hilos de la lluvia. Agámez continúa, entonces, su monólogo. Dice que esos conceptos son indispensables para proteger a la sociedad. Los explica de manera sencilla, pone ejemplos, habla de querer al prójimo. Su conclusión es que todos los términos que él apuntó podrían resumirse en uno solo. Y lo anota en el pizarrón con caracteres enormes: valores. ¿Alguien sabe qué es un valor? Otra vez el mutismo, la desidia. Pero de pronto, José Atilano Márquez, que está sentado en la parte de atrás, levanta la mano y arriesga una respuesta. –¡Un valor es como el valor de la libra de yuca, que vale quinientos pesos! Todos largan la risotada, salvo el autor de la frase, que parece desconcertado. El profesor Roberto Carlos Rivero considera que existe una relación directamente proporcional entre la falta de educación de estos ex combatientes y el hecho de que hubiesen elegido ser mercenarios. Una buena instrucción les habría bastado para comprender, por ejemplo, que la guerra no les deparaba ningún futuro provechoso. Sí, de acuerdo, aseguraban un sueldo durante cierto tiempo pero, ¿en qué condiciones? A cambio de ofrecerse como señuelos en las trincheras, a cambio de envilecerse perpetrando monstruosidades en un conflicto degradado, a cambio de acumular enemigos por todas
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partes, a cambio de convertirse en parias mientras vivan. Muchos se encuentran ahora en las aulas en contra de su voluntad, sencillamente porque se trata de un requisito que se les exige para entregarles la ayuda económica mensual. Están allí como podrían estar donde el dentista si les doliera una muela. Obligados, abrumados. Qué bueno el estudio, compadre, dicen en los recreos, mientras aspiran el humo de sus cigarrillos o miran hacia el horizonte. En seguida, sin embargo, se preguntan si será posible obtener, a través de las clases, conocimientos que les permitan resolver sus necesidades. Tal vez –se responden– descubrieron demasiado tarde este nuevo camino. Algunos admiten, sin ruborizarse, que si no fuera porque el comando del bloque paramilitar al que pertenecían les ordenó retirarse –ya que así lo convino con el gobierno– ellos todavía andarían por ahí cometiendo sus tropelías. Confesiones de este tipo –afirma el profesor Rivero– son preocupantes porque demuestran que muchos reinsertados, aunque hayan entregado los fusiles, siguen armados en sus conciencias. Por eso, entre otras razones, es supremamente difícil relacionarse con ellos. Acostumbrados a imponer sus deseos mediante la intimidación, no aceptan de buena gana las diferencias, ni entienden que los derechos de las demás personas también cuentan, ni respetan las reglas, ni son capaces de observar las más elementales normas de convivencia. Abundan los casos de agresividad. En el taller de escobas y traperos que se llevó a cabo durante los días en que el fotógrafo y yo estuvimos en El Bagre, un chico atrabiliario de aproximadamente veinte años se iba a liar a golpes con un cincuentón cascarrabias, sencillamente porque ambos sentían que no cabían en el mismo espacio. Se miraban con fiereza, se desafiaban de manera permanente, hasta que el mayor de los dos, un hombre de ojos verdes que en la actualidad se desempeña como mototaxista, explotó y profirió a gritos un rosario de insultos. Ambos se cuadraron en seguida como gallos de pelea, y de no ser porque los compañeros intervinieron oportunamen-
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te para apartarlos, estarían aún intercambiando trompadas. Uno de los más violentos –informa Rivero– es, precisamente, Edinson Márquez. Una mañana apareció borracho en el colegio, y como no le permitieron entrar al salón en esas condiciones, pateó la puerta. En otra ocasión montó en cólera debido a que llegó retrasado y el profesor le anotó la falta de asistencia en la planilla. A veces, cuando se demora el pago de la ayuda mensual, blasfema, manotea, amenaza con devolverse para el monte a “echar bala”. Aquí la rabia –lo confirman todos los personajes entrevistados– se encuentra siempre a flor de piel. Así lo atestigua la tutora psicológica de estos reinsertados, Shirley Díaz. Justo el día que arribó a El Bagre, procedente de Barranquilla, para tomar posesión de su cargo, fue testigo de un incidente bochornoso. Resulta que uno de los ex combatientes, para agasajarla en su debut, le regaló una manzana. A ella se le ocurrió usar la fruta en un ejercicio lúdico de presentación: cada persona que recibiera la manzana cerraría los ojos y, de inmediato, se la pasaría a su compañero más cercano. Mientras la manzana rodara de mano en mano, los jugadores tendrían que repetir la palabra tingo. –Tingo, tingo, tingo. En el momento en que la persona que permaneciera a ciegas gritara “tango”, todos deberían quedarse quietos como estatuas. Entonces, al hombre que había comenzado la ronda le correspondería tratar de adivinar, antes de abrir los ojos, quién tenía la manzana. Si acertaba, lo aplaudirían. Y si no, lo rechiflarían. Entre un juego y el otro, los participantes se presentarían, expondrían sus metas, saludarían a los demás. –Tingo, tingo, tingo. –¡Tangoooooooo! Aquel día, el pasatiempo transcurría de manera jubilosa, pero de repente, en el inicio de un nuevo ciclo, uno de los jugadores decidió morder la manzana. ¡Ahí empezó a arder Troya! El ex combatiente que se la había obsequiado a la tutora comenzó a soltar una retahíla
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de improperios, mientras caminaba en actitud de justiciero hacia el lugar donde se encontraba el responsable de la ofensa. Esa vez los conciliadores no lograron impedir que los dos gallos de pelea se zumbaran a sus anchas. Lo cierto es que con mucha frecuencia, bien sea que estén de juerga o en cumplimiento de sus quehaceres, estos reinsertados actúan como si se creyeran ungidos de un poder especial para castigar a los irrespetuosos que andan mordiendo los frutos prohibidos. Arbitrarios, soberbios. Al igual que esas bacterias que se incuban en la carroña, ellos medraron como parásitos entre los desechos de un país paupérrimo y enfermo de intolerancia. Aislados en la abandonada periferia, desheredados por las élites excluyentes del centro que administran el poder, aprendieron a fortalecerse entre los desperdicios de su hábitat. En la aridez sobrevivieron, en la aridez reinaron. Si no necesitaron al Estado para salvarse, ¿por qué iban a necesitarlo para que les organizara la vida con sus leyes de papel? Sencillamente, se arrogaron el derecho a crear su propio gobierno, sus propias cláusulas, su propia manera de matarse las pulgas. Y por eso, a estas alturas, muchos siguen convencidos de que la manera más confiable de impartir justicia es con sus propias manos. Edinson Márquez reconoce, sonriente, que la animosidad es típica de los reinsertados. Pero aclara que, en su caso, lo que la genera no es el desprecio a las reglas sino su mal carácter congénito. Está sentado en una gradilla de cemento del patio del colegio, al lado de su hermano José Atilano. Hace pocos minutos cesó el aguacero, pero un nubarrón encapotado anuncia nuevas lluvias. Aprovechando el recreo, Edinson se fuma un cigarrillo. Lo aspira con fuerza, el ceño fruncido, el rostro ansioso, como si en cada chupada se jugara la vida. Sólo bota el cigarro cuando es ya un chicote recalentado que le quema los dedos. Adquirió ese vicio en la selva, dice, pues casi todos los guerrilleros son fumadores. Se empieza por imitación y luego se sigue por necesidad: porque hay que combatir el frío o porque el
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humo espanta los zancudos. Cuando la persona viene a darse cuenta, está fumando por gusto y haciendo cosas insensatas con tal de satisfacerse. En la guerrilla –añade–, quienes prestan guardia nocturna no deben fumar después de las ocho. El motivo de la prohibición es impedir que la humareda de los cigarrillos alerte a los enemigos. En una ocasión, él transgredió esa norma. Al día siguiente, fue obligado a barrer los guindos del campamento y arrancar maleza con las manos descubiertas. Edinson sonríe otra vez. Luce relajado, incluso infantil, en contraste con la expresión de adulto afanoso que exhibía mientras fumaba. Viéndolo bien, a ratos parece un púber, aunque tenga veintiún años: el cuerpo menudo, la piel reciente, las extremidades quebradizas como las ramas de un árbol joven que apenas está empezando a curtirse. Imposible percibir en este muchacho de apariencia frágil y sonrisa afable al ser irascible y destructivo que describen su madre y sus profesores. –A uno la guerra lo deja marcado –dice, al tiempo que muestra las huellas que le quedaron en el brazo izquierdo como consecuencia de las cuatro veces que padeció leishmaniasis. Son cuatro cicatrices repolludas y circulares, cada una del tamaño de una moneda grande. Da la impresión de que hubieran sido fraguadas en la piel con un hierro candente. A José Atilano, entre tanto, le dio leishmaniasis sólo una vez. Como recuerdo le quedó una pequeña marca en la mejilla derecha. En cuanto al cigarrillo, su respuesta jactanciosa es que jamás ha sido un hombre de vicios. A diferencia de su hermano, es parsimonioso, retraído. Habla en un tono de voz bajo. Y como sus dientes superiores son grandes y salidos, pronuncia las palabras con un seseo acentuado. Su defecto físico le obliga a permanecer gran parte del tiempo con la boca entreabierta, lo que a veces produce la impresión falsa de que está riéndose. ¿Cómo fue que esta versión bucólica de Bugs Bunny terminó metido en las Autodefensas Unidas de Colombia? Lo convencieron algunos amigos de infancia, dice, tal y como
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les sucedió a Edinson y a casi todos los demás. El hambre –concluye– empuja a la gente a hacer lo que sea. A menudo, José Atilano y Edinson comparten sus experiencias del conflicto. Entonces se sorprenden con las similitudes: las mismas salvajadas contra la población civil, las mismas historias sobre los cultivos de coca, los mismos castigos para los combatientes que extravían sus fusiles, la misma maña de rellenar los cadáveres con piedras antes de botarlos en los ríos. Ambos creen que a pesar de haber pertenecido a tropas enfrentadas, jamás existió la posibilidad real de que chocaran en el campo de batalla. Cuando más se aproximaron geográficamente fue la vez que Edinson estuvo en Oro Verde y José Atilano en Marisosa, lugares separados, más o menos, por ocho kilómetros de distancia. Antes de empuñar las armas, andaban apartados: Edinson con los chicos de su edad, y José Atilano con adultos como él. Ahora son amigos y se la pasan juntos, no sólo porque –según cuentan– se quieren mucho y han descubierto que les gusta acompañarse, sino también porque al estar unidos pueden protegerse mutuamente. –Escriba que ya lo que pasó, pasó –exclama Edinson, tras encender un nuevo cigarrillo–. ¡Lo importante es lo que hagamos de ahora en adelante! –Pero usted ha dicho que se va a devolver para el monte a echar bala. Por toda respuesta sonríe, expulsa una copiosa bocanada de humo. Luego, con una expresión sarcástica, como si le explicara algo muy obvio a un interlocutor corto de entendimiento, prosigue: –Si me devuelvo, me mata la guerrilla. ¿No ve que yo deserté? Y ni le digo lo que me harían los paracos si yo me fuera para donde ellos. De manera súbita, Edinson se ha puesto taciturno. Entonces se pregunta en voz alta si el pasado lo atormentará durante el resto de su vida. Hay lugares de la región, por ejemplo, donde no puede ir ni de
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día ni de noche, y esa es una limitación grave en su trabajo actual como mototaxista. Lo mismo le sucede a José Atilano, quien quisiera buscar oro libremente por todo el Bajo Cauca, como lo hacía en los viejos tiempos, pero está maniatado por las amenazas de muerte. Este asunto de las amenazas, a propósito, se tornó muchísimo más crítico un mes después de que el fotógrafo y yo regresamos a Bogotá. Al principio me era posible hablar telefónicamente con los dos hermanos: averiguar detalles pendientes, verificar datos confusos, precisar fechas. Pero de repente, Edinson dejó de responder el teléfono móvil y nunca más me llamó de vuelta, como era su costumbre. Shirley Díaz, la tutora psicológica, fijó su residencia en Caucasia, municipio vecino, por razones de seguridad. Ella me contó que la situación de orden público es desastrosa: Edinson y José Atilano tienen tanto miedo que no salen de su casa; Robinson Jaramillo y Luis Narváez Quinto, dos de los reinsertados fotografiados por nosotros en el aula del colegio, fueron asesinados. Y otros cinco, que temían ser los próximos objetivos de los francotiradores, pidieron ser trasladados de inmediato hacia un lugar remoto. Recientemente, un enviado especial del periódico El Espectador describió la tensión que impera en la zona y contó que, durante los últimos cuatro meses, la oficina regional de la Alta Consejería para la Reintegración, con sede en Caucasia, perdió el rastro de cuatrocientos cincuenta desmovilizados. Una parte de ellos estaría huyendo y la otra se habría enrolado a bandas emergentes de paramilitares. El informe indica, además, que la nueva guerra se desató cuando dos narcotraficantes conformaron sendos escuadrones para disputarse a sangre y fuego las rutas de la droga que quedaron sin dueño tras la extradición a Estados Unidos del comandante de las auc conocido con el alias de Cuco Vanoy. De acuerdo con el enviado especial, uno de esos dos narcotraficantes anda por los pueblos del Bajo Cauca reclutando ex combatientes para su ejército privado. Muchos ya se han adherido. Quienes se han opuesto han sido sentenciados a muerte.
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Miseria, oscurantismo, subversión, represión, paramilitares, guerra, drogas, sangre, barbarie, degeneración, pánico, desarraigo, desarme, retorno, principio, otra vez miseria, otra vez desconfianza, otra vez fusiles, otra vez coca, otra vez guerra, siempre la guerra, siempre la miseria, siempre la sangre. Las paradas de este carrusel se repiten de manera incesante. Aquí los extremos se tocan, se confunden. Se llega y se parte, se parte y se llega, todo depende de la perspectiva desde la cual se mire. Y no hay avance porque los movimientos son en redondo, machacones, perniciosos. Abundan las razones para suponer que el ciclo de mortandades continuará multiplicándose mientras los gérmenes del problema social persistan. Sin embargo, Shirley Díaz, la tutora, dice que se atreve a apostar por un futuro mejor. Ella cree que hay ciertas señales esperanzadoras: hombres cuyo esfuerzo por rehabilitarse es sincero, individuos que cada día encuentran poderosos argumentos –como la conformación de nuevas familias– para no regresar al conflicto. Desde el otro extremo de la línea telefónica sugiere que así como se señala a los reinsertados intemperantes, se mencione a los de conducta ejemplar, aquellos que le envían a la sociedad el mensaje de que es posible desarrollar procesos productivos legales y rentables. Cita, entonces, a Derian Cano, dueño de la heladería Antojitos y de cinco mototaxis; a Juan Carlos Molina, quien forjó a pulso la verdulería El Impacto y hoy es un hombre respetado en El Bagre, y a Eyezid Angarita, quien ha logrado ascender administrando la oficina regional de una importante empresa distribuidora de gaseosas. La pregunta es qué pasará con los que nunca han podido obtener esas ventajas en la vida civil, con los que desconfían de las alternativas lícitas, con los que deciden armarse por miedo a morir indefensos mientras se retratan al lado del arbolito de Navidad; con los que perciben los salones de clase como espacios inútiles; con los que creen que el paraíso se gana mordiendo la manzana ajena y luego enfrentándose a la serpiente; con los amenazados, con los desespera-
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dos, con los desahuciados, con toda esa legión de criaturas infelices que van montadas desde siempre en el eterno carrusel del desastre. *** José Atilano Márquez contaba, quizá, diez años cuando empezó a fantasear con la idea de encontrar un montón de oro para volverse millonario de un solo golpe. Ya en aquel tiempo, El Bagre era conocido con el apelativo de “Pueblo rico, Pueblo pobre”, debido al contraste entre sus formidables yacimientos de oro y la miseria de la mayoría de sus habitantes. José Atilano no entendía por qué tantos hombres que madrugaban con la intención de traer a casa una fortuna, regresaban al caer la tarde con las manos vacías. Algún error cometían, pensaba. Un error que él corregiría en cuanto creciera y tuviera la oportunidad de convertirse en explorador. La ocasión se le presentó justo cuando cumplió trece años. Ese día su madre lo llevó de la mano al municipio de Zaragoza, donde, según los rumores, existía una veta lo suficientemente grande como para enchapar la torre de la iglesia. El muchacho ya había visto a varios adultos barequear, que es como se le llama en la región al proceso de extraer el metal de su cantera, usando una batea ancha. Pero aquella era la primera vez que él mismo lo intentaba. En pocos minutos, José Atilano consiguió sacar nueve castellanos de oro de dieciocho quilates. –¡Suerte de principiante! –refunfuñó un hombre que tenía un cigarrillo ladeado en la boca y que, al parecer, llevaba bastante tiempo parado en aquel filón. Con el dinero que recibió por los nueve castellanos de oro, Ana Toribia Martínez compró tres novillas, veinte carneros y cien pollos de engorde. De repente, la esquiva Hada Madrina de la Fortuna les regalaba un guiño que parecía, por fin, el comienzo de una fiesta venturosa. Sin embargo, poco tiempo después, la música se apagó de un solo porrazo, los caballos volvieron a ser ratones, la carroza
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volvió a ser calabaza y la Cenicienta y su corte de humillados mordieron de nuevo el polvo. Ana Toribia atribuyó la enfermedad que le ocasionó la pronta ruina a los maleficios de la gente envidiosa. Alguien le dijo que el hombre del cigarrillo ladeado que estaba en el yacimiento cuando José Atilano encontró el oro era, ni más ni menos, el mismísimo Diablo. Estaba allí, supuestamente, cuidando la riqueza que siempre le ha pertenecido, y dispuesto a castigar a los hombres su incurable codicia. El gran error de José Atilano, advertían algunos lugareños, era no haberse encomendado a Dios en su ritual de iniciación. En la región siempre ha existido un amplio repertorio de mitos relacionados con el oro. Algunos creen que, de vez en cuando, el oro camina y se aleja del lugar en el que los buscadores lo han visto. Otros presumen que, para engañar a las personas demasiado ambiciosas, el oro se transmuta en materias fecales. Acaso el común denominador de todas estas leyendas es que intentan repartir un poco de consuelo entre la horda de seres necesitados que persigue inútilmente los favores del azar. Aunque la exploración sea infructuosa, José Atilano jamás renunciará a ella. Un buscador de oro es un afiebrado de todas las horas, alguien que sólo se retira el día que muere, y muere, como los buenos soldados, con las botas puestas. Antes de vincularse a las auc, José Atilano se desplazaba libremente a lo largo y ancho del Bajo Cauca antioqueño, desde Cáceres hasta Nechí, desde Tarazá hasta El Guamo. No conseguía un botín de respeto como el día de su debut, pero tampoco le faltaba una que otra esquirla de valor. De ese modo costeaba la próxima aventura y mantenía viva la esperanza de convertirse en millonario cuando el Hada Madrina de la Fortuna volviera a sonreírle. Ahora, en cambio, no se atreve a rebasar los límites de El Bagre: sabe que si pone un pie más allá de esos confines podría toparse con guerrilleros de las farc dispuestos a cobrarle su pasado como paraco. El sitio al que hoy va con mayor frecuencia queda en los extramuros y se conoce con el nombre de La Villa.
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Para llegar a La Villa, esta mañana de domingo, José Atilano tomó una trocha cenagosa y olorosa a pasto húmedo, que tiene en el centro un filo coronado por matas de ortiga. Atravesó un sector llamado El Porvenir, donde había un par de niños retozando entre el lodo; cruzó por un barrio llamado El Progreso, en el que se había interrumpido el servicio de agua potable, y pasó por una zona llamada Metrópolis, que estaba convertida en un lodazal de espanto. El Porvenir, Metrópolis, El Progreso: paradójicas formas de nombrar el subdesarrollo. El lenguaje, como las fábulas relacionadas con la riqueza siempre huidiza, también ayuda a esta gente a defender el optimismo. Sin esa ilusión única, la vida sería más infernal de lo que ya es. Se trata, sin duda, de una metáfora de la resistencia cotidiana en este país difícil que nos tocó en suerte. Muchos saben que podrían morir con las manos vacías, pero la certeza de que el tesoro de sus sueños existe, aunque sea inalcanzable, los alienta a seguir esforzándose. Eso sí: también son numerosos los que se cansan de buscar en vano y convierten su frustración en un pretexto para empezar la matazón. O para continuarla. Hoy, como en la infancia, José Atilano confía en encontrar la fortuna que los librará a él y a su familia de las tentaciones de la guerra. Por eso ahora enrolla las botas de su pantalón, se santigua y mete la batea en el riachuelo de aguas amarillas.
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BONUS TRACK: EN PRIMERA PERSONA
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Las verdades de mi madre Julio de 2010
En la infancia pensaba que Ledia Ramos Quiroz, mi madre, era mayor que mi abuelo. Supongo que mi impresión se debía a que ella, con sus ciento setenta y cinco centímetros de estatura y su aire de mando, parecía empequeñecer todo lo que la rodeaba. Yo alardeaba frente a mis primos: les decía que mi madre era tan inteligente que no necesitó nacer niña y por eso había sido grande desde chiquita. Todo lo suyo era serio, desde el color de sus ensaladas hasta el diseño de la ropa que nos compraba: camisas grises para mí, faldas hasta los tobillos para mi hermana. A ella no le gustaban ni el ruido ni la histeria ni las parejas que se besaban en la calle ni los niños que se sentaban a la mesa sin lavarse las manos ni las mujeres que llamaban siete veces diarias a la casa del novio ni los hombres que se descamisaban en público. Todavía hoy me parece que su sentido del deber era dramático y en algunos casos hasta desconsiderado con ella misma. También se me antojaba excesivo el rigor con el que solía entregarse a la búsqueda de la verdad, aun en los casos en que esa verdad podía resultarle adversa o dolorosa. Mi madre era incapaz de regalar un piropo en el que no creyera. Mi madre odiaba el engaño, así este se mimetizara en un objetivo aparentemente razonable, como el de amorti-
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guar la calamidad con una pirueta del lenguaje. Mi madre jamás se ponía capuchón para expresar –siempre en voz alta y sin rodeos– sus opiniones. Más de dos veces la vi correr el riesgo de decir verdades incómodas que los demás temían, simplemente porque para ella ninguna mentira era piadosa. Cuando le salieron las canas, cuando le nacieron los primeros nietos, aprendió –cautelosa, sabia– a manejar sus propias intolerancias, para no sufrir a costa de ellas ni fastidiar a las demás personas con sus reclamos. Ya no perdía el tiempo amonestando a los ruidosos con una mirada fulminante, como en el pasado, sino que se apartaba del escándalo, en busca de una trinchera donde poner a salvo su tranquilidad. En el centro de todo ese sentido psicorrígido del orden, mi madre era un melocotón que se deshacía en el paladar: nos hacía cosquillas hasta sacarnos las lágrimas, nos escondía un juguete cualquiera y nos retaba a que lo encontráramos mientras iba repitiendo en voz alta las palabras frío, tibio, caliente, según estuviéramos lejos o cerca de lograr el objetivo; nos daba un confite de almendra por cada beso sonoro que estampáramos en sus mejillas. Si yo pudiera morir acostado en mi cama mientras contemplo los arabescos de las telarañas en el techo, y si tuviera, además, la oportunidad de elegir en ese momento la imagen con la cual quisiera irme de este mundo, escogería el siguiente recuerdo. Veinticuatro de diciembre de 1973. Yo tenía diez años. Estaba estrenando un pantalón blanco de lino que mi madre me había regalado ese mismo día, por la tarde, con una de sus advertencias favoritas: –Ya sabes, mijo: este pantalón es muy elegante. Trátalo como si fuera un arreo de la iglesia. Sin embargo, esa noche, en vez de andarme con remilgos para proteger el pantalón como ella proponía, me fui a merodear por el cine de Arenal, el pueblo en el que vivíamos. La calle, que en aquel tiempo no había sido pavimentada, era una polvareda de espanto de-
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bido a la aglomeración de gente. La muchedumbre estaba reunida alrededor de una mesa de madera rústica, sobre la cual giraba una ruleta llena de números. Yo me quedé fascinado frente a los colores de la rueda, frente al sonido que producía cuando rotaba, frente a los alaridos tremendos de los adultos. Me impresionaba –supongo– el poder imprevisible del azar. Entonces me animé a apostar los cinco pesos que me había regalado mi tío Gonzalo y, para mi sorpresa, gané: de un solo tirón resulté embolsándome treinta y cinco pesos. Con las ganancias compré, entre otras cosas, una empanada de huevo para obsequiársela a mi madre. Estaba tan embriagado por el sabor del triunfo, que me guardé la empanada en el bolsillo izquierdo del pantalón. Mientras corría desbocado hacia la casa, sentía la sensación de llevar en el muslo un tizón prendido. En cuanto llegué, mi madre notó, aterrorizada, el círculo amarillento de grasa que había convertido mi pantalón, mi fino pantalón, en un trapo de miseria. En seguida corrió hacia mí con el rostro transfigurado por la furia. Era evidente que se aprestaba a troncharme la cabeza. En ese momento me saqué el paquete del bolsillo y le dije: –Mira lo que te compré, mami. Su semblante pasó sin ninguna transición de la rabia al regocijo. Me besó en la frente una y otra vez, me apretó emocionada contra su pecho, los ojos llorosos, la risa alborozada, como celebrando de golpe la ruina del pantalón, sólo porque le permitía recibir aquel detalle cariñoso de su hijo bruto. A menudo, cuando las cosas no van bien para mí, me aferro a este recuerdo estremecedor como el náufrago al salvavidas. En mayo del año 2000, cuando me enteré de que mi madre padecía cáncer de páncreas, les rogué a los médicos que le ocultaran la verdad. Quería evitar que el susto la matara antes que la enfermedad. Los médicos desoyeron mis súplicas y le aventaron la mala noticia de un modo que a mí se me antojó demasiado brutal. Ella se impresionó mucho, lloró, rezó, dijo que quería seguir viva. Sin em-
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bargo, no resistió la cirugía que le practicaron. A veces creo que no la mató el bisturí sino la angustia de saber que estaba gravemente enferma. Entonces repruebo al doctor que, en contra de mi voluntad, se atrevió a contarle el mal que tenía. Pero al final termino entendiendo que mi madre, mujer de una sola pieza hasta el último aliento, no hubiera aceptado ni siquiera esa mentira.
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La niña más odiosa del mundo Noviembre de 1997
No hubo en mi infancia una niña más antipática que Socorrito Pino. Confieso que en muchas oraciones le pedí a Dios que la dejara calva, que no le salieran de nuevo los dientes de arriba, o que, en el mejor de los casos, se la llevaran –con dientes y cabello, no importa– al punto más remoto de la Tierra, donde jamás volviera yo a saber de su vida. Aún hoy estoy convencido de que aquel fastidio era justo: Socorrito Pino arruinaba mis alegrías, y parecía tener entre ceja y ceja el propósito de no dejarme tranquilo ni un minuto. Cuando yo peleaba con mi hermana Chari, ahí aparecía Socorrito como convidada de pesadilla, para impedir que le pegara. Lo hacía interponiéndose entre mi hermana y yo o poniéndole quejas a mi abuelo. Cuando, después del baño, me ponía frente al espejo para peinarme, la muchachita insistía en que yo estaba perdiendo el tiempo, pues las peinadas no hacían milagros. Muchas de mis siestas, que en aquella época eran sagradas, fueron interrumpidas bruscamente por Socorrito Pino, que me jalaba los dedos de los pies y luego salía corriendo, con una risita de triunfo que me taladraba los nervios. Como vivía metida en mi casa a toda hora, conocía el penoso secreto de que yo, con doce años, todavía me
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orinaba en la cama, y hasta se atrevía a preguntarme si aquello no me parecía vergonzoso. Un día llegó al extremo de decirme que ella no creía que yo mojara la cama por enfermedad sino por la pura pereza de levantarme por las madrugadas. En otra ocasión, Socorrito Pino pasó por el parque en el preciso momento en que yo le pegaba un chicle en la cabeza y le gritaba groserías a un compañero que había desperdiciado un gol fácil. Enseguida, hizo un gesto acusador con el dedo índice, y aunque no entendí lo que me dijo, deduje que se lo iba a contar a mi abuelo. Dicho y hecho: mi abuelo me asestó una muenda realmente memorable. En medio del llanto, le eché a Socorrito la culpa de lo que me había pasado, pensando ingenuamente que le remordería la conciencia. Lo único que conseguí sacarle fue una frase fría que, además, encubría nuevas amenazas: –Nada de eso –dijo, con una cierta resolución adulta–. Los niños no deben decir malas palabras. No voy a dármelas de Santa Claus. De hecho, como pueden colegir por la escena del parque, yo no era, como decía mi abuela Elvia, ninguna pelusita inofensiva. Pero juro que a Socorrito Pino jamás le di pie para que invadiera todos los espacios de mi vida, para que no me dejara respirar ni cuando jugaba futbol ni cuando dormía. Jamás le busqué el lado. Nunca fui a su casa –que quedaba en la misma calle donde yo vivía– a molestarla. No me levantaba por la mañana maquinando planes que pudieran afectarla, a diferencia de ella, que sí parecía concentrada en el proyecto de destruirme. Socorrito Pino se movía por dondequiera que yo me moviera, y me amargaba los días con una eficiencia digna de mejor causa. Hay que aclarar que Socorrito siempre encontró en mí una respuesta proporcional a su falta. Por ejemplo, la tremenda zurra que me dio mi abuelo el día que ella me delató por lo del parque, fue correspondida, dos días después, con un feo golpe en el cogote que la puso a chillar durante varios minutos.
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Siempre me desquité de ella, aunque no fuera en forma inmediata. No recuerdo que le haya pasado una sola ofensa por alto: siesta que me dañaba Socorrito a las tres de la tarde, estaba debidamente vengada a las cinco o, a más tardar, a la mañana del día siguiente. Esto no resultaba tan difícil, porque a pesar de que Socorrito siempre huía a las carreras, tarde o temprano regresaba. La verdad sea dicha: muchas veces fui más brusco de lo que ella había sido conmigo. Y, sin embargo, no me arrepentía, porque la gracia no estaba sólo en ajustarle las cuentas sino en amedrentarla para que nunca más se apareciera por mi vista. Vano empeño: después de mi golpe, venía su llanto; luego, el retiro de ella hacia su casa y al rato estaba de nuevo al lado mío, como si nada, dispuesta a una nueva maldad. Socorrito Pino tenía un cabello negro y abundante. “Un cabello lindo”, decía la gente. Bueno, eso sería cuando estaba seco, porque cuando estaba mojado, recién peinado, llevaba una horrible raya torcida en la mitad. En todo caso, la atracción que yo sentía por ese pelo no parecía estética sino vandálica: allí me cobraba todos los desmanes de su dueña. La muchacha vestía con descuido, siempre descalza y siempre con los dobladillos del vestido zafados. Aparte, daba la impresión de estar siempre sucia. Yo sentía muchísima rabia cuando mis tías decían que era bonita. Con sus dientes pasaba algo parecido: todo el mundo decía que eran bellos, menos yo, que simplemente los veía como un arma despreciable. La situación llegó al punto en que yo le pegaba hasta cuando no me hacía nada, sólo por su repelencia de existir y colocarse a mi lado con ese aire de niñita autosuficiente. No sé por qué Socorrito nunca se quejó ante su hermano Fernando, un gigantón de quince años que tenía atemorizado a medio pueblo de Arenal. Confieso que esa posibilidad me producía pánico. Una vez, estaba yo jugando parqués, solo, y ella se arrimó, aga-
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rró los dados y terminó metida en el juego, sin tener la cortesía de dejarme ganar, como recompensa por haberle aceptado su descarada autoinvitación a la mesa. Lo peor no fue eso, sino que se burló de mi derrota con verdadera desconsideración. Ese día la mordí en un brazo, le dije que me dejara en paz y, como si fuera poco, me mofé de su manera de pronunciar las palabras. Ella se fue llorando con histeria, como siempre. Y, también como siempre, con una aparente mansedumbre en la mirada, como si el malo fuera yo, como si ella no fuera capaz de matar una mosca. Eso era, en realidad, lo más raro: que ni cuando lloraba por mis castigos ni cuando ella me hacía una maldad a mí, había en sus ojos ninguna gota de rencor. En menos de media hora volvió a la carga, con más bríos y con nuevas insolencias: yo dormía en el cuarto de mi tía Libia, y Socorrito me arrancó de la siesta con un apestoso chorro de vinagre sobre la cara. Esa fue la última vez que la vi y eso fue todo lo que vivimos: una historia de impertinencias, brusquedades y patanería. Así hubiera seguido, quién sabe hasta cuándo, el círculo vicioso, de no ser porque la familia Pino Villalba se trasladó a Cartagena en busca de nuevos aires. Puedo asegurar como que dos y dos son cuatro que a la vuelta de unas horas ya ni me acordaba de que Socorrito Pino existía. Lo que pasó después con nuestras vidas, la de ella y la mía, carece de todo interés. Por lo menos, para este relato. Baste decir que ambos nos alejamos de Arenal. Lo realmente maravilloso de esta historia ocurrió después de casi veinte años, en diciembre de 1995. Fue en la casa de Alberto Ramos, mi abuelo. Cuando llegué, estaba mi abuelo conversando con una mujer que, de lejos, lucía estupenda. –¿Sí te acuerdas de ella? –me preguntó mi abuelo con una sonrisa.
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No lo dudé ni un segundo: era Socorrito Pino, idéntica, como si apenas hubieran traspuesto su cara del pasado a este cuerpo formidable de hoy. Que estuviera igual implicaba que ya desde niña había sido atractiva. Sólo que yo no quise verlo, por la antipatía que sentía por ella. O tal vez fue que no pude verlo, por física torpeza. –Sí, claro, ella es Socorrito Pino –dije, un poco aturdido. En cambio la mujer lució fresca, deliciosamente fresca, cuando mi abuelo le preguntó si se acordaba de mí. Su respuesta todavía me sobrecoge el corazón: –¿Cómo me voy a olvidar de él, señor Albertico, si fue mi primer novio?
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Índice Los irrepetibles, 7 La travesía de Wikdi, 9 Memorias del último valiente, 20 La palabra de Juan Sierra, 32 El testamento del viejo Mile, 40 El árbitro que expulsó a Pelé, 82 El último gol de Darío Silva, 91 Los ángeles de Lupe Pintor, 107 Las luces de Ana Lizeth, 128 Bufones y perdedores, 149 El bufón de los velorios, 151 El futbol también son once travestis corriendo detrás de una pelota, 162 Retrato de un perdedor, 172 El campeón que se volvió paramilitar, 181 Entre el esplendor y la sombra, 197 El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas, 199
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Un país de mutilados, 211 Viaje al Macondo real, 248 Enemigos de sangre, 259 Bonus track: en primera persona, 287 Las verdades de mi madre, 289 La niña más odiosa del mundo, 293
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Alberto Salcedo Ramos (Barranquilla, Colombia, 1963) es autor de varias obras como La eterna parranda, De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho, Botellas de náufrago y El oro y la oscuridad. Maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, ha dictado talleres de crónica en varios países. Además ha sido incluido en numerosas antologías: entre otras, Mejor que ficción y Antología latinoamericana de crónica actual. También ha sido incluido en las antologías Verdammter süden, en Alemania, y Atención, en Austria, entre muchas otras. Ganador en dos ocasiones del Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa, del Premio Ortega y Gasset de Periodismo y del Premio Internacional de Periodismo Rey de España, entre otras distinciones. Algunas de sus crónicas han sido traducidas al inglés, alemán, francés e italiano.
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Títulos en Crónica SOLSTICIO DE INFARTO Jorge F. Hernández MEMORIA POR CORRESPONDENCIA Emma Reyes CONTRA ESTADOS UNIDOS Diego Osorno D.F. Confidencial J. M. Servín TODA UNA VIDA ESTARÍA CONMIGO VIAJE AL CENTRO DE MI TIERRA Guillermo Sheridan DÍAS CONTADOS Fabrizio Mejía Madrid 72 MIGRANTES Alma Guillermoprieto EL HIJO DE MÍSTER PLAYA Mónica Maristain 8.8: EL MIEDO EN EL ESPEJO PALMERAS DE LA BRISA RÁPIDA Juan Villoro ALLENDE EN LLAMAS Julio Scherer García
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de Alberto Salcedo Ramos se terminó de imprimir y encuadernar el 12 de noviembre de 2015, en los talleres de Litográfica Ingramex, Centeno 162, Colonia Granjas Esmeralda, Delegación Iztapalapa, México, d.f. Para su composición tipográfica se emplearon las familias Bell Centennial y Steelfish de 11:14, 37:37 y 30:30. El diseño es de Alejandro Magallanes. El cuidado de la edición estuvo a cargo de Karina Simpson. La impresión de los interiores se realizó sobre papel Cultural de 75 gramos.
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