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Los huevos del diablo Eduardo Antonio Parra
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lguien prendió lumbre, sí. La oscuridad es distinta, algo rojiza. A menos que mis ojos miren así, por la sangre. No, sí es lumbre. Huele a quemado. A unos metros a mi derecha. No alcanzo a ver las llamas, nomás el resplandor que se mezcla con la luz de las linternas, entre las sombras inquietas. ¿Quién grita por allá? No dejan oír la noche, ni el aire ni a las lechuzas. Si tan luego pararan de insultarnos, como si lo que íbamos a hacer fuera terrible. Ya nos gancharon, ¿pa qué tanta amenaza cuando pueden hacernos lo que se les antoje? Tengo la cara tan molida a punta de patadas y culatazos que ni yo mismo me reconocería. No sé qué le voy a decir a mi jefa ahora que vuelva a la casa. Pinches cuicos, pinches malandros. Aunque no les basta. Van a seguir hasta sacarme alaridos como los que se oyen allá al fondo, donde termina el claro del monte. Y estos dos tipos que se pasean frente a nosotros con sus rifles en las manos. Se miran nerviosos. Han de tener miedo también… ¿Eso fue un tiro? No oigo bien, ni reconozco a los que gritan. Jorge o Germán o Luis, o cualquiera. A Germán le balearon las piernas cuando iba a correr. ¡Pélate, Cuco!, alcanzó a gritarme y antes de las dos zancadas se vino abajo como descoyuntado, con un pie volteado al revés. Yo me quedé ahí, lleno de temblorinas, nomás recordando sus palabras de unas horas antes: Ya valió madre, Refugio, dijo allá en la Normal, nos van a mandar a ganchar camiones, a botear y de paso a joderle la fiesta a la primera dama. ¿Cómo que nos van a mandar? ¿Quiénes? Los de tercero; es nuestra novatada. Y se corrió la voz: debíamos juntar centavos pa poder irnos a la marcha del 2 de octubre al DF. Lo de romper la fiesta de la esposa del presidente municipal era algo extra. Una celebración por sus supuestos logros en el DIF. ¿Logros? Si todos dicen que es bien ratera, igual que el marido. Y sabíamos que iban a mandar a los azules para que nos detuvieran. Que le estábamos tocando los huevos al diablo. Que seguro iba a haber cabezas rotas y golpeados. Hay que mostrar que somos hombrecitos para estar en esta escuela, ¿no? Pero al menos yo nunca pensé que sacarían armas… Sí, son otra vez balazos. Hasta el tipo del rifle frente a mí pegó un brinco al oírlo. ¿Y ahora pa qué? ¿No 144
nos tienen donde querían, amarrados y de rodillas? Cuicos cabrones. ¿Y estos otros qué pintan? Puro malandro, puro mariguanero y sicario. No esperábamos nada de esto, palabra. Y no porque quisiéramos salir limpios. No somos ingenuos. Bien me lo dijo mi jefa: cuando se le tocan los huevos al demonio hay riesgos. Pero no éste, no. El que grita allá es Juan. Parece que lo estuvieran despellejando. No grites, Juan. No les des el gusto. Ya me volvieron los temblores. Y el ardor en las heridas. Otro balazo. Otro. Fueron tres. Juan se calló al fin. Carajo. ¿Qué tanto daño hacemos agarrando unos camiones y pidiendo monedas pa tener con qué tragar en la capital el 2 de octubre? ¿O al gritar que lo que dice la vieja esa en su discurso son mentiras? ¿Tanto como para plomazos, golpes, gritos y miedo? Chingao. Si yo nomás quería estudiar pa maestro, enseñarles algo a los chamacos. Y ahora los tiros son más nutridos y los quejidos crecen y crecen. Nos están matando, carajo. A balazos y a golpes. El tipo que se paseaba frente a nosotros ya se desesperó. Tiene miedo, pero también quiere participar. Por eso agarró a patadas al de mi izquierda. Debe ser de otro grupo. No lo reconozco y no lo podré reconocer. Ni su madre podrá. Le está machacando la cara a culatazos. ¿Por qué lo odiará tanto? Otros tiros, no tan lejanos. Se acercan. No distingo a los que caen. Ni el resplandor de las llamas me deja ver lo que pasa más allá. Es muy débil. La lumbre está muy sucia, se pone cada vez más oscura, más negra. Apesta. Huele como este olor agrio que me sale de los poros. ¿Será el olor de la muerte? Un disparo más, a sólo unos metros. No puedo dejar de temblar. Ya no habrá estudios, ni chamacos a quienes enseñar. Ni boteo, ni 2 de octubre. Toda la piel me arde. La carne duele. Carajo. Sí, es olor de la muerte. El tufo de los huevos del diablo. Se adelanta. Nos rodea, aunque todavía respiremos. Porque aún respiro. Lo sé porque el malandro que golpeaba al de mi izquierda está sobre mí. La culata de su rifle se me hunde con fuerza en las costillas. En la cara. En los huesos que crujen mientras los disparos retumban a mi lado. Mis temblores se alivian. Los golpes están por detenerse. Soy el siguiente. 145
Padre Eusebio Ruvalcaba
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adre: Me confieso. He cometido pecados. Algunos graves. Otros no tanto. Cosa de todos los días. Ya sabe, padre. No rezar mis oraciones por las mañanas. No ir a misa en días santos. Lo cual me convierte en un gran pecador. No acariciar la cabeza de mis hijos. Su pelo tan lindo. Padre. He cometido otros pecados. Como serle infiel a mi mujer. Que a estas alturas no sé si sea pecado o no. Yo digo que no. Pero ella dice que sí. Y ya sabe cómo son las mujeres de necias. No hay manera de llevarles la contraria. Y otros pecados. Maté a un chico. Se lo juro. Lo maté. También he violado mujeres. Por eso digo que soy infiel. Las he violado, y he purgado penitencias. Usted lo sabe. Usted me las impuso. Saliendo de aquí. De su confesionario. Pero ahora no se trata de asuntos que tengan que ver con el sexo. Sino con la ley. Maté a un chico. Le digo. A un adolescente. Y eso estoy seguro que Dios no me lo va a perdonar. O a lo mejor sí. Si se apiada. Porque alguna vez en su vida Dios fue adolescente. Y sabe que los adolescentes son imprudentes. Se lo juro que Dios lo sabe. Y en su infinita memoria, como ya le digo, si se apiada, me va a perdonar porque va a tener presente cuando fue chico. Digo yo. Padre, qué puedo decirle. Usted me conoce. Soy agente de la policía encubierto. Nadie sabe que lo soy. Obedezco cuando me mandan. Y hago lo que me dicen que haga. No lo discuto. No lo pienso. Obedezco las órdenes. Y tan tan. Si me ordenan que balacee a un ministro de la corte, lo hago. Y punto. ¿Me explico, padre? ¿Me escucha usted? Pues fíjese usted bien. Yo actué bajo las órdenes del crimen. Mata, me ordenaron, y maté. Le juro a usted que cuando tiré del gatillo tuve lo que algunos llaman la disyuntiva. Porque una cosa que tenemos los hombres por dentro me decía no mates, no mates. Y otra fuerza me decía mata, mata. Yo tenía ante mí los ojos de ese chico. Reflejaban tanta fe, tanto apego a la vida. Como que algo les hacía decirme no te atrevas. Sus ojos me decían eso. No su voz. Pero yo estaba aferrado. Tenía su vida en mis manos. En fin. Yo me decía: ¿Te perdono la vida, sí o no? Con todo respeto, padre, sí lo ha sentido, ¿verdad? Tener la vida de alguien en 91
las manos. Yo lo he vivido. He visto lo que puede hacer un sacerdote en la vida de una persona. Yo lo he vivido. Mi hermano se confesó —no sé cuáles pecados andaba cargando— y salió otro. Tan fuera de pecado. Limpio. Tan otro. Tan limpio a los ojos del Señor. Y seguro tenía más pecados que yo. De ahí en adelante Dios pareció decirle ven. Te perdono. Como va a ser conmigo apenas salga de aquí. Pero no vengo aquí a decirle eso, padre. Vengo a que me hable de Jesús, y a que me diga si puedo aspirar al perdón. Porque maté, padre. A uno de estos jóvenes normalistas de Ayotzinapa. Le sorrajé un plomazo en el corazón. Antes de que lo enterráramos en la fosa. Conste que le dije: “Arrepiéntete, muchacho, porque de lo contrario te vas a morir”. Tan fácil que se dice. Pero nadie lo hace. Nadie se arrepiente. Si me hubiera dicho que se arrepentía lo dejaba correr y perderse en la noche. No importa lo que hubiera hecho. Pero por algo estaba ahí. Con el cañón en la cara. Porque ni lo supe. Padre, por favor perdóneme y dígame cuál es mi penitencia esta vez. Porque quiero estar limpio.
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