LA CARRETA

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ndrés Ugaldo era indio de pura raza y miembro de la gran tribu Tzeltal. Era nativo de Lumbojvil, una finca del distrito de Tsimajovel. El nombre completo de la finca era Santa María Dolorosa de Lumbojvil. Lumbojvil era el viejo nombre indígena de algún pueblo o comuna y significa: Tierra Cultivada. Después de la conquista de los españoles fue arrebatada a los indios y regalada y vendida por el gobernador del lugar a uno de sus sucesores, quien la convirtió en hacienda. Los indios, sus originales posesores, permanecieron en ella porque no tenían otro lugar adonde ir. Allí se quedaron ligados sentimentalmente con la tierra en la que habían nacido y porque se dieron cuenta de que en cualquier lugar al que fueran les esperaba el mismo destino. Ya no eran campesinos libres para cultivar la tierra que les pertenecía; el finquero, nuevo señor del lugar, les asignaba parcelas de acuerdo con su voluntad y criterio a fin de que las cultivaran y pudieran sostenerse con las cosechas. Esto hacia las veces de salario por el trabajo que ellos debían hacer como siervos de su nuevo señor. Cuando los españoles tomaron la tierra de esas comunidades adoptaron el viejo nombre indio, pues de otra manera la pobla-

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ción indígena, habituada a aquellos nombres desde hacía siglos, no hubiera sabido dónde se hallaban o adónde pertenecían; pero por temor a perder la protección de sus propios dioses, los españoles anteponían al nombre indígena algún piadoso nombre suyo. En este caso fue Santa María Dolorosa. A través del tiempo, la finca pasó en venta y herencia por muchas manos. Pero lo que nunca cambió, no obstante las frecuentes ventas, fueron la tierra y sus habitantes originales. Las mismas familia continuaron viviendo en la finca como habían vivido antes de que los españoles llegaran. Fieles a la tierra, esperaban quieta y pacientemente el día en que volviera a ser suya. Finalmente, la finca llegó a poder de don Arnulfo Partida, mexicano, descendiente de españoles —hecho del que se hallaba muy orgulloso—, aun cuando tenía una cantidad bastante mayor de sangre indígena que de sangre española en sus venas. Era rarísimo que alguno de los peones abandonara la finca. Los padres eran peones; los hijos, peones, y las hijas, mujeres de peones. Era esto una ley. Cuando alguno de los peones abandonaba la finca para vivir su vida, el finquero pagaba cinco pesos al Municipio, que mandaba aprehender al peón y le obligaba a regresar, y además de cierto castigo por su intento de evasión, tenía que pagar con trabajo los cinco pesos. Pero un indio se encuentra tan íntimamente ligado a su familia, sus relaciones y sus amigos, que raramente un peón piensa en huir de la finca a la que pertenece. Pero no siempre es ventajoso para un peón salir de la finca en donde nació, aun cuando virtualmente ya al nacer sea considerado como siervo. A menudo representa una desventaja. El peón carece de inteligencia, tanto para juzgar las cosas de antemano como para adaptarse rápidamente a nuevas circunstancias, y el

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finquero no tiene ningún deseo de ver desarrollarse la inteligencia del peón. Si algo encaminado a lograrlo es emprendido por el Estado, el finquero se opone y se constituye en un obstáculo. Se torna monarquista, bolchevique o encabeza una rebelión, cualquier cosa antes que permitir esa peligrosa política en favor de sus peones. Andrés Ugaldo salió de la finca sin necesidad de escapar. Una de las hijas de don Arnulfo estaba casada y vivía en Joveltó. Joveltó es un pueblecito limpio y agradable, habitado en parte por mexicanos —ladinos— y en parte por indios de pura sangre. Los mexicanos y los indios viven en barrios separados, pero en el mercado y en todos los negocios se mezclan libremente, al igual que los habitantes de cualquier pueblo del mundo. Los indios tienen su propio alcalde y los mexicanos su jefe, cacique o como quiera que le llamen. Doña Emilia no encontraba sirvientes que le acomodaran para su nuevo hogar. Tal vez no se acostumbraba a los indios de Joveltó o quizá deseaba ver caras conocidas. Sea lo que fuere, envió a un indio con una carta para su padre, en la que le rogaba le enviara dos muchachas de la finca, y mencionaba a Ofelia y a Paulina como las que más habrían de agradarle. Ellas ya sabían cocinar y cuidar la casa, y doña Emilia estaba acostumbrada a su forma de trabajar. También solicitaba un mozo, porque su joven esposo necesitaba uno para que le ayudara en la tienda. Don Arnulfo no podía negar nada a su hija, sobre todo cuando ella insinuaba en su carta que a su debido tiempo sería abuelo, cosa que había descubierto una semana antes. Así es que él se dio prisa en enviarle las muchachas que había pedido y en elegir al muchacho que había de enviarle.

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El muchacho fue Andrés. Ofelia era su tía, y como marcharían juntos no habría de preocuparle mucho la separación del jacalito paterno en el que había nacido. Era la primera vez que salía de su hogar; su madre lloró mientras le hacía su pozole; en cambio el padre se mostró estoico y no dejó ver sus sentimientos. No obstante, el muchacho sabía de hombre a hombre cuánto lo amaba su padre y cuánto sentía la pena de su separación, aun cuando ni el menor de sus gestos lo traicionara poniendo de manifiesto lo hondamente que sufría con la partida de su hijo. Sólo en sus ojos oscuros había un resplandor, una luz que Andrés no había visto antes, y por ella supo que su padre le amaba con una fuerza de la que él nunca le había creído capaz. Porque Criserio era un hombre sencillo que no sabía de la vida y el mundo más allá de lo que su milpa, su sembrado de frijol, sus borregos, los rebaños y los campos de su amo podían enseñarle. Era incapaz de expresar sus pensamientos ni con palabras ni con gestos, y nunca penetró su cerebro la idea de expresarlos. La luz que Andrés miró en los ojos de su padre en el momento de su partida tuvo una influencia decisiva en su vida entera. Fue el punto de apoyo en el desarrollo de su carácter y la piedra angular de su destino. Andrés tenía entonces doce años. Montaron a las muchachas a caballo, enrollaron sus ropas y sus zaleas de borrego en petates y cargaron con ellas a una mula. Andrés y el hombre que los acompañaba, y quien debería regresar a las bestias, iban a pie. Era un viaje de tres días. Las dos muchachas y el chico sintieron algún alivio en su añoranza del hogar cuando vieron otra vez la bien conocida cara de doña Emilia. Después de todo, ella había nacido en el mismo

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suelo que ellos, aunque en la casa del amo. Era un año mayor que Ofelia y tres años mayor que Paulina. Habían crecido juntas, porque las dos muchachas indias habían entrado al servicio de la casa desde muy pequeñas; juntas habían trabajado en la cocina y en el cuidado de la casa; habían llorado, reído y bailado, y juntas también se habían arrodillado ante las imágenes de los santos en la capilla de la finca, y habían compartido sus secretos. Doña Emilia hablaba su lengua tan bien como ellas mismas y las muchachas conocían bastante español para hacerse entender por los mexicanos. Doña Emilia había sido siempre amada por las familias de los peones de su padre, aun cuando muchas veces sólo fuera de la misma forma en que el príncipe heredero suele ser más amado que el rey. Pero siempre estaba dispuesta a ayudar a los enfermos, y cuantas veces podía trataba de enmendar los daños que en su opinión o en opinión de los peones hacían su padre o el capataz. De ese modo las dos muchachas y el muchacho se reconciliaron rápidamente con el nuevo ambiente, gracias a la presencia de su joven señora, a quien ya le tenían confianza. Don Leonardo era comerciante; tenía una tienda de abarrotes y tlapalería en la que había toda clase de artículos: azúcar, café, maíz, frijoles, jabón, harina, aguardiente, conservas, lámparas, zapatos, incubadoras, ropa corriente, camisas, algodones, listones, fonógrafos, medicinas, tabaco, imágenes sagradas, tinta, cerveza, perfumes, objetos de talabartería, artículos para carreteros, en pocas palabras, un departamento en miniatura de El Palacio de Hierro, que en Joveltó, pueblo mitad indígena y mitad mexicano de cerca de mil habitantes, sugería el esplendor de una metrópoli. Don Leonardo podía atender fácilmente él solo este gran negocio. En algún momento crítico, cuando una mujer pedía una

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vela de tres centavos y otra quería dos centavos de aguarrás, doña Emilia podía ir en su ayuda. Pero no ocurría con frecuencia que hubiera dos clientes al mismo tiempo en la tienda; alguna vez quizá, en día de plaza. Ordinariamente podía haber algún indio sentado en cuclillas a la puerta desde las cinco y media de la mañana, dispuesto a penetrar en el momento en que fuera abierta, para comprar un quinto de hojas de tabaco. Dos horas después llegaba algún chamaco a comprar medio de café molido; a las diez una costurera enviaba por agujas de máquina del número siete, y se le mandaba decir que no había. El muchacho que hacía el mandado corría a dar la razón y regresaba diciendo que las del número ocho servirían. Don Leonardo lo sentía, pero tampoco tenía número ocho, solamente número nueve. El muchacho regresaba y compraba una aguja número nueve en tres centavos. En el curso del día la aguja era cambiada cuatro veces, hasta que al fin, ya anochecido, la compradora convenía en la número cinco, y la venta se ultimaba, siempre con la condición de que la costurera podría cambiar la aguja nuevamente en el curso de la semana, si hallaba que la número cinco no le servía. Algunas veces, desde luego, se vendían algún par de botas, unos metros de crepé o veinticinco píldoras de quinina y hasta todo un vestido azul, marcado con el precio de veintitrés pesos. Es decir, don Leonardo pedía veintitrés pesos porque lo había encargado a Nueva York. Al final de cuatro horas, durante las cuales don Leonardo y la compradora lloraban o pretendían llorar, el vestido se vendía en catorce pesos. Don Leonardo lloraba porque estaba vendiendo en menos del costo y eso lo hacía sólo porque ella era su vecina y deseaba el vestido para una boda y porque él esperaba que en adelante sería una cliente fiel por el resto de sus días; en tanto que ella daba curso a sus lágrimas porque deseaba gastar ocho pesos solamente y sus ahorros se hallaban amena-

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zados por aquella escandalosa extorsión. Pero cuando el trato se cerraba, don Leonardo decía a su mujer haber ganado seis pesos en la venta del vestido, y la compradora conversaba al pueblo entero acerca de su habilidad para engañar a don Leonardo, obligándolo a venderle un vestido, que por lo menos costaba treinta pesos, en la ridícula suma de catorce, pues de no haber sido tan hábil, nunca habría podido comprar en su vida un vestido tan encantador —tan bien hecho, tan gracioso— por una cantidad tan pequeña de dinero. Don Leonardo nunca habría sido rico, ni siquiera habría logrado vivir confortablemente con las utilidades de la tienda. Había mucha competencia. De cada cuatro casas, una era tienda en el pueblo. No tan grandes ni tan bien surtidas como la de don Leonardo; algunas de ellas podían ser difícilmente consideradas como tiendas, ya que a más de la mitad se les hubiera podido comprar toda la existencia por diez pesos y salir perdiendo todavía. Pero don Leonardo tiraba de otros resortes. Compraba maíz en grandes cantidades a los indios que lo cultivaban en sus tierras y lo vendía con buenas ganancias en los pueblos grandes como Jovel, Tuxtla, Yalanchen y Balún Canán. Compraba café en el distrito de Tsimajovel y cocoa en Pichucalco, para venderlo después a los grandes importadores americanos. Compraba cientos de manojos de tabaco en Hucutsin y los vendía a los traficantes en los pueblos. Pero tenía un gran capital para llevar a cabo estas empresas en gran escala y además había muchos otros traficantes tratando de robar su medio de vida a los otros. Además de esto, el tráfico no era lo suficientemente amplio y constante como para hacer rico a nadie. Sin embargo, estas líneas eran una gran ayuda y él tenía razón para considerarse más afortunado que su suegro don Arnulfo.

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Antes de su casamiento, una tía suya le había ayudado en su negocio, pero después de éste ella se había disgustado con él. Las madres y las tías tienen eso en común que fácilmente se vuelven molestas y hasta vengativas cuando sus allegados se casan y no insisten con entusiasmo para que compartan con ellos la vida matrimonial. Y las tías, particularmente cuando son solteronas, suelen ser más perversas que las suegras. La suegra, hasta la excepción de la regla, suele ser una superviviente de la edad de piedra. Esto se olvida a menudo y es la razón por la que las bromas acerca de las suegras suelen ser tan tediosas. Don Leonardo no quería ver a su esposa constantemente a la mira de los negocios, aun cuando ésta sea la regla en los pueblos de México y particularmente entre los comerciantes de la clase media más humilde. La mujer mexicana tiene mucho mejor cabeza para los negocios que su marido. Es más industriosa y obra con mayor habilidad y prontitud en las situaciones difíciles. Cuando llegue el día en que las mujeres tomen parte en la política de México —lo que estuvo muy próximo a ocurrir en las elecciones de 1929—, la República tendrá asegurada al fin una paz interna y un proceso no soñado hasta la fecha. Porque las mujeres mexicanas poseen algo de lo que los hombres carecen enteramente, y esto es previsión y paciencia para esperar los acontecimientos. Era porque don Leonardo no deseaba que su esposa estuviera en la tienda, cuando menos por necesidad, por lo que pensó en un muchacho a quien pudiera entrenar para dejarlo en su lugar cuando él se hallara fuera comprando mercancías. Doña Emilia le había recomendado a Andrés, haciéndole una descripción de él. Andrés había sido tomado a la edad de diez años para servir la mesa en casa de don Arnulfo. En las haciendas de México es usual que sean muchachos, no muchachas, quienes

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sirvan la mesa. Son casi siempre los hijos de peones de la hacienda, aun cuando algunas veces son los hijos del propietario de la finca o sus nietos, producto de las relaciones íntimas con las hijas o esposas de los peones. El trabajo que los hijos de los peones desempeñan en la casa del amo es considerado como un deber, pero el padre legítimo o postizo obtiene algo en recompensa. Puede tener un pedazo mayor de tierra o disfrutar de uno o dos días de descanso quincenales en la labor que tiene que hacer cada mes para su amo, o bien obtener licencia para que pasten algunas cabras o hasta una vaca en las praderas del amo, o también el muchacho puede pagar con su trabajo las deudas que su padre contrajera con el patrón cuando obtuviera de éste tela para una camisa, algún cerdito o un cachorro. Andrés no sólo servía la mesa: ayudaba al lavado y limpieza de las piezas, regaba las plantas del jardín, pulía la montura del amo, ayudaba a bañar a los caballos, a llevar agua del río, y cuando no había nada más que hacer, el capataz le daba un grito y entonces tenía que ayudar a torcer cuerdas. Pero sea como fuere, allí él no tenía necesidad de trabajar hasta matarse. Y en verdad nadie, ni un solo peón, aun siendo en cierto modo siervos como eran, tenía que matarse trabajando. Por lo menos en esa finca, donde nada se hacía con demasiada prisa, y eso ocurre siempre en fincas poseídas por un mexicano o por cualquier individuo que tenía mezcla de sangre española. Si Andrés era llamado por alguien de la casa y aquél se encontraba retozando con los muchachos del pueblo, se llevaba una reprimenda y tal vez hasta un puñetazo en las orejas, pero allí terminaba todo. Mientras tanto, Andrés se beneficiaba grandemente con sus servicios en la casa. Aprendía algunas palabras de español, y de hecho, cuando llegó a Joveltó, lo hablaba tan bien como cual-

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quier mexicano del lugar. Y como su tzeltal nativo era también la lengua de los nativos de Joveltó y de todas las regiones de los alrededores, con pequeñas diferencias, él resultaba de gran valor para don Leonardo, porque éste, especialmente en los días de plaza, hacía mucho mejor negocio con los indios que con los mexicanos. Don Leonardo tuvo pronto una magnífica opinión del muchacho. Andrés estaba deseoso de aprender y era inteligente y rápido. En seguida aprendió a distinguir los distintos artículos y a designarlos correctamente; sabía su valor y el tiempo que podían durar en buen estado, y hasta llegó a saber cuánto había que aumentarles de precio o hasta dónde se podían rebajar sin peligro de privar a su amo de la ganancia. No obstante —no por amor al muchacho y menos aún porque se pensara en su porvenir, sino por razones de interés personal—, don Leonardo lo envió a la escuela nocturna, para que aprendiera a leer, a escribir y a hacer cuentas. El muchacho tenía conocimientos rudimentarios de las cifras. Si se le daba un peso para pagar una compra que importaba ochenta y seis centavos, tenía que pedir a don Leonardo o a doña Emilia que le hicieran la cuenta. A veces tenía que ir en busca de alguno de los dos, y esto resultaba molesto cuando don Leonardo se acababa de sentar a la mesa para comer o se disponía a leer el periódico. Resultaba molesto también que el muchacho no supiera leer las etiquetas de las latas y los paquetes, y que muchas veces abriera las cajas que no debía, con lo que se corría el peligro de que equivocara los precios y vendiera las mercancías por menos de su costo. Por tanto, don Leonardo llegó a la conclusión de que el muchacho le sería de mayor utilidad si supiera leer, escribir y conocer las cifras. Esto era en pequeña escala lo mismo que ocurre en

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todo el mundo. El fabricante, el capitalista, el gran terrateniente, se oponen por principio a la cultura del proletariado. Ellos sienten, con razón, que un proletariado culto constituye un peligro para su posición de privilegiados. Pero la vida económica ha llegado a ser tan compleja, que un fabricante cuyos trabajadores sean incultos no puede competir con otro que cuente con gente inteligente y alerta. Un trabajador del acero que no sabe qué transmisor usar para producir un filamento de diez vueltas por pulgada no puede ser útil para un fabricante en la actualidad. Debido a la maquinaria que un artesano tiene que manejar ahora, si no le es posible leer de un vistazo las indicaciones impresas en todas las manijas, las ruedas, los rodillos, puede ocasionar al fabricante una pérdida de diez mil dólares en dos segundos. Un trabajador incapaz de leer un diagrama y de trabajar de acuerdo con él, resulta inútil. En nuestros días, si un capitalista desea continuar siéndolo, debe ayudar al gobierno y basta facilitar el camino para la educación de los niños que algún día necesitará para el manejo de sus máquinas; debe ayudar a que esos niños reciban una educación que hace cien años muy pocos de los hijos de los fabricantes recibían. Esto va en contra de sus convicciones, pero no le queda otro remedio. Es una verdad de ahora que tomará mayores proporciones en el futuro. No es el país más culto en su capa superior, sino el país cuya base es más culta, el que ocupa el primer lugar y decide sobre el valor del dólar. Así es como, tomando en cuenta exclusivamente su propio interés, don Leonardo decidió que el muchacho recibiera alguna educación. Si alguna vez el chico aprovechara esta educación en una forma que sólo a él beneficiaría, sin reportar ninguna ventaja a don Leonardo, ya éste se encontraría perfectamente preparado para llamarle ruin e ingrato y hacerle reproches por pagar con una negra ingratitud la bondad de su amo, que había hecho de él

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lo que era, y quien, de haberlo sabido a tiempo, lo hubiera dejado en su piojoso pueblo indígena, y hubiera tenido buen cuidado de no gastar sus buenos pesos en hacerlo gente. Los buenos pesos no sumaban mucho en realidad. Eran solamente sesenta centavos mensuales, los que don Leonardo inflaba cuanto podía. Desde luego que él tenía derecho a hacerlo, ya que era la única persona en todo el pueblo que enviaba a un muchacho indígena a su servicio para que se educara en la escuela nocturna pagando la cuota correspondiente. No entraba en la cabeza de ningún otro mexicano del lugar la idea de dar a sus sirvientes indios la menor oportunidad de mejorarse. Muchachos y muchachas trabajaban de cinco de la mañana a diez de la noche. No siempre el trabajo era duro, pero ellos tenían que estar en todo momento ocupados y listos para atender al amo en cuanto éste los necesitara. No debían tener una sola hora de esparcimiento en el día, por lo menos eso era lo que sus amos pensaban, y el hecho de mandarlos a la escuela constituiría no solamente una locura, sino un pecado. Sería una locura porque podría resultar que el indio llegara a saber más y a tener una mayor habilidad que el hijo del amo, quien lo más que perseguía asistiendo a la escuela era aprender a leer y a escribir; y un pecado, porque la Iglesia no está a favor de la cultura de los indios. La Iglesia desea que la niñez indígena se conserve en su inocencia e ignorancia para que de ella sea el reino de los cielos; una vez que un indio es cultivado, nadie puede decir hasta dónde llegará. El caso del indio Benito Juárez no ha sido olvidado y su memoria se encuentra fresca todavía. Ese indio oaxaqueño, que permaneciera en la más completa ignorancia hasta los quince años de edad, tuvo oportunidad de cultivarse, y cuando al cabo de un gran esfuerzo llegó a ser un hombre culto, confiscó las riquezas de la

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Iglesia en beneficio del pueblo, arrasando los derechos divinos que el mismo Dios confirió a la Iglesia católica, en una forma que nadie hubiera osado antes. Por ello no hay que admirarse de que la Iglesia mire con recelo la educación de los indios. Aquellos sesenta centavos que don Leonardo pagaba por la educación de Andrés no constituían un gran gasto como pudiera parecer, ya que Andrés no percibía salario alguno. ¡Quién podría soñar en pagar a un muchacho indígena salarios! Debía considerarse afortunado de que se le permitiera trabajar. Aquello ya en sí era salario suficiente. Y debía agradecer al patrón que le diera quehacer. Andrés tenía sus alimentos, y éstos eran ciertamente abundantes, aun cuando raras veces pasaran de ser tortillas, frijoles y chiles verdes. Si por alguna circunstancia el muchacho no se hallaba en su sitio cuando era requerido o cometía algún error, se le decía que no se ganaba ni la sal de su comida y que su amo derrochaba su dinero en él inútilmente. También se le proporcionaba vestido, consistente en calzón y camisa de manta y un sombrero de petate. No calzaba ni botas ni zapatos, ni siquiera huaraches. Caminaba descalzo, como lo había hecho toda su vida. Él estaba acostumbrado a ello y no sabía de nada mejor. Los días de fiesta, tales como el día del santo patrón de Joveltó, le daban cinco centavos, y si su amo se encontraba en ánimo generoso, llegaba a darle hasta dos reales para que comprara dulces. Esto ocurría sólo una vez al año, porque sólo una vez al año se festejaba al santo patrón. El día de su santo recibía diez centavos y quizá un nuevo cinturón de lana para fajarse los calzones de manta. No tenía cama ni estaba acostumbrado a ella. Dormía en un petate que extendía en la cocina o en el pórtico. Aquel petate lo había llevado con él cuando saliera de su casa.

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Como nunca había percibido salario alguno cuando trabajaba en la casa de su amo el finquero, y nunca había poseído allí un centavo, ignoraba lo que el salario significaba. Y ahora que dos veces al año recibía unos cuantos centavos, sentía haber dado un gran paso de adelanto en su vida. Este sistema es suficiente para hacer arder de envidia a los capitalistas, y la introducción obligatoria del mismo en todo el mundo constituye el sueño de bienaventuranza de todos los patrones del universo. El maestro estaba satisfecho de enseñar al muchacho por sesenta centavos mensuales. Su salario era de veinticinco pesos al mes. El jefe político percibía seiscientos pesos mensuales, sin contar con el rendimiento de cohechos y extorsiones, lo que aumentaba considerablemente sus entradas. El maestro percibía el salario más bajo que se pagaba a los empleados del Estado. Los agentes del Ministerio Público y los alguaciles gozan de un salario veinticinco veces mayor, y la razón por la cual reciben veinticinco veces más y son honrados veinticinco veces más, es porque su obligación consiste en perseguir las faltas de sus vecinos. El Estado les obliga a llevar a cabo su tarea en pro de su propia conservación y para recordar al pueblo que el respeto a la propiedad privada es un signo de civilización. El maestro no puede extorsionar, carece de derecho y de poder para hacerlo, y a nadie le interesa cohecharlo, pues carece de importancia tanto para los discípulos como para sus padres que aquéllos aprueben o no en los exámenes. La única forma en la que él podía aumentar sus ingresos era haciendo funcionar aquella escuela nocturna para adultos y niños que no podían concurrir a la escuela diurna. La mayor parte de los niños del lugar y todos los niños de padres indígenas tenían que trabajar

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durante el día: unos en los campos, otros en diversas industrias caseras, tales como modelado de velas, enrollado de cigarros, cerámica, talabartería, sombrerería, dulcería, etcétera. El maestro cobraba un peso por cada alumno, adulto o no. Muchos padres no podían pagar y sus niños se quedaban sin educación. Don Leonardo, como buen hombre de negocios, se dio maña para birlar al maestro cuarenta centavos del peso que debía pagarle por la educación de Andrés. Andrés tenía que concurrir a la escuela de siete a nueve o nueve y media de la noche, y a él le hubiera gustado hacerlo todas las noches por el placer de estudiar, pero si su amo lo necesitaba en la tienda no podía concurrir. El negocio estaba en primer término y el estudio era sólo pérdida de tiempo. Don Leonardo no le compraba libro alguno. Si tenía el gran desprendimiento de darle una libreta manchada, un lápiz roto o una botella de tinta cortada, lo hacía con gesto agrio y se lo cantaba en voz bien alta. Pero Andrés podía tomar los pedazos de papel que no servían ya para envoltura y abrir bien los ojos en la calle para recoger los pedacitos de lápiz que alguien extraviaba o tiraba. No obstante lo rudimentario de la educación, él aprendió mucho. Lo más importante de su aprendizaje fue saber valorar la instrucción. Porque hasta que no se sabe leer y escribir no es posible comprender el valor de la lectura y de la escritura.

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