LAS BATALLAS DEL ESTADO LAICO

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IV

La Iglesia católica y la obsesión por la libertad religiosa

El contrincante histórico de la Iglesia la Luz del Mundo, como expli­ camos en el capítulo anterior, es la Iglesia católica. Fue su tentativa por una reforma al artículo 24 constitucional que eventualmente pudiera favorecer los propósitos de introducir educación religiosa en las escue­ las, así como administrar medios de comunicación, lo que suscitó la movilización de una gran diversidad de grupos que no sólo veían ame­ nazados sus derechos, sino la laicidad del Estado. Dado que en el cen­ tro del debate estaba la noción de “libertad religiosa”, o fue así como la jerarquía católica quiso plantearlo, es necesario detenerse en la for­ ma en que esta Iglesia entiende y persigue dicho concepto. Ante el pleno del episcopado mexicano, en la flamante sede del Lago de Guadalupe, el papa Juan Pablo II emitía un mensaje especial a los obispos. Era el sábado 12 de mayo de 1990, el penúltimo día de la segunda visita del papa a México. Karol Wojtila, con el rostro visible­ mente enrojecido por el sol mexicano, estaba en el cenit de su pontifi­ cado, victorioso ante la caída del muro de Berlín y se había convertido en un referente mundial, sin duda uno de los líderes con mayor peso. El papa había visitado diferentes plazas del país con una gran capaci­ dad de convocatoria y se había convertido en el centro de atención en la vida política y mediática del país. Su presencia en México tenía un objetivo principal, incidir en el ordenamiento jurídico para que la Igle­ sia católica mexicana gozara de reconocimiento, mayores libertades y márgenes de acción que constitucionalmente estaban condicionados desde 1917. Las circunstancias eran inmejorables: una figura fulguran­ te y convocatorias multitudinarias, además de una excelente relación política entre el gobierno federal y los obispos. 141

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Era notable la capacidad de convocatoria del papa polaco. Los obispos hacían aparecer este acontecimiento ante los medios como un referéndum católico. El presidente Carlos Salinas buscaba nuevas alian­ zas para fortalecer su debilitada legitimidad y había ofrecido moderni­ zar las relaciones con las iglesias; se decía dispuesto a cambiar aquellos preceptos constitucionales anticlericales. Es en ese contexto que lee­ mos una parte del mensaje de Juan Pablo II pronunciado ante los obis­ pos mexicanos en la sede del Lago de Guadalupe: Asimismo, en un Estado de derecho, el reconocimiento pleno y efecti­ vo de la libertad religiosa debe ser a la vez fruto y garantía de las demás libertades civiles. A este respecto cabe precisar que la libertad religiosa abarca mucho más que la simple libertad de creencia y de culto. Por eso el Concilio, en el documento Dignitatis Humanae, puso de relieve “que la libertad religiosa se declara ya como derecho civil en muchas constitu­ ciones y se reconoce solemnemente en documentos internacionales” y, a este respecto, aquella solemne asamblea ecuménica hizo un firme llamado para que “en todas partes la libertad religiosa sea protegida por una efi­ caz tutela jurídica y que se respeten los deberes y derechos supremos del hombre a desarrollar libremente su vida religiosa dentro de la sociedad”.

El operador católico para transformar la Constitución en esos años noventa fue el representante papal o delegado, después nuncio, Giro­ lamo Prigione. Todos esos meses fueron de negociación y jaloneos. Fernando Gutiérrez Barrios, el férreo secretario de Gobernación, era el principal escéptico y oponente a los cambios y maniobró para retra­ sarlos. Finalmente, el 27 de enero de 1992 se puede señalar como la fecha formal en que se inicia una nueva etapa totalmente diferente entre la histórica relación conflictiva entre el poder civil y el poder religioso, al publicarse en el Diario Oficial de la Federación el Decreto de Reformas a los artículos 3°, 5°, 24, 27, fracciones II y III, y el 130 de la Constitución. En el siguiente cuadro pueden advertirse los cambios sufridos por el artículo 24, que constituye el centro de esta investigación:

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Artículo 24 Toda persona es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devo­ ciones o actos de culto respectivo, en los templos o en su domicilio particu­ lar, siempre y cuando no constituyan un delito o falta penados por la ley.

Artículo reformado 1992 Toda persona es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones o actos del culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley.

Todo acto religioso de culto público El congreso no puede dictar leyes que es­ deberá celebrarse precisamente dentro tablezcan o prohíban religión alguna. de los templos, los cuales estarán siem­ pre bajo la vigilancia de la autoridad. Los actos religiosos de culto público se celebrarán ordinariamente en los tem­ plos. Los que extraordinariamente se ce­ lebren fuera de éstos se sujetarán a la ley reglamentaria.

Como podrá observarse en la redacción del nuevo artículo 24, la Constitución protege a las religiones e iglesias de todo acto autoritario del propio Estado al señalar que “el Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohíban religión alguna”. Con ello, en 1992, se homologaba con otras constituciones como la estadounidense. Igual­ mente, el tercer párrafo es menos tajante con los actos de culto públi­ co. La anterior redacción es muy precisa al sentenciar que todo acto religioso deberá celebrarse dentro de los templos. El nuevo artículo es más flexible al determinar que éstos deberán celebrarse “ordinariamen­ te”, y los que se celebran fuera, “extraordinariamente”, deberán suje­ tarse a la ley reglamentaria, es decir a un permiso especial. Si bien las reformas implicaron una nueva era de relaciones estruc­ turales para la Iglesia católica con la sociedad y con el Estado, también lo fueron para las demás iglesias en México. A pesar de la apertura, las nuevas modificaciones seguían limitando la participación política de la Iglesia en el espacio público. Para muchos prelados se habían dado pasos muy importantes, pero aún faltaba más. Ante la caída del muro de Berlín y el derrumbe del socialismo, los niveles políticos de la Iglesia pasan de la disputa por las grandes ideologías políticas a las controversias morales del sistema capitalista global. Así lo definió con anticipación el cardenal Joseph Ratzinger en 1985, en un libro-entrevista con Vittorio Messori llamado Informe sobre la fe. En ese entonces, el futuro Benedic­ 143

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to XVI era el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe e intelectual de cabecera del papa Wojtyla. El libro entero cuestiona los valores imperantes en la sociedad moderna y la mentalidad que embis­ te los fundamentos de la moral y la enseñanza de la Iglesia. Ratzinger advierte que si se mantiene fiel a sí misma, la Iglesia corre el peligro de aparecer como un anacronismo, como un embarazoso cuerpo extra­ ño. Hay una penosa alternativa que plantea: o la Iglesia encuentra un compromiso con los valores aceptados por la sociedad moderna a la que quiere continuar sirviendo, o decide mantenerse fiel a sus valo­ res propios, que, a su entender, son los que tutelan las exigencias pro­ fundas del hombre. Frente a esta disyuntiva, cuál debe ser la respuesta de la Iglesia ante estos dilemas morales que enfrenta en la sociedad contemporánea, ¿una vuelta atrás? El teólogo alemán responde: Si por restauración entendemos la búsqueda de un nuevo equilibrio des­ pués de las exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo, ­después de las interpretaciones demasiado positivas de un mundo agnóstico y ateo, pues bien, entonces una “restauración” entendida en ese sentido, un equilibrio renovado de las orientaciones y de los valores en el interior de la totalidad católica, sería del todo deseable y, por demás, se encuentra ya en marcha en la Iglesia. En ese sentido puede decirse que se ha cerra­ do la primera fase del posconcilio.1

Este multicitado párrafo es un verdadero parteaguas en la vida de la Iglesia. La Iglesia depone los forcejeos por las ideologías de la historia y centra sus energías en la crítica de los valores y la ética en la moderni­ dad contemporánea. El rol de la sexualidad, el matrimonio, la eutana­ sia, el aborto, la concepción, la homosexualidad son ahora los nuevos frentes de batalla. La Iglesia católica deja de ser menos político-ideo­ lógica para pasar a lo cultural-civilizatorio. Así lo manifiesta el papa Juan Pablo II, cinco años después, al refrendar la apuesta en su encí­ clica Centecimus Annus:

1   Joseph Ratzinger y Vittorio Messori, Informe sobre la Fe, 4a. ed., Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1985, p. 44.

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¿Se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el siste­ ma vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuer­ zos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? La respuesta obviamente es compleja. Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente res­ ponsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídi­ co que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y reli­ gioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa […] Una demo­ cracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.2

En la disputa cultural y política por los valores en el espacio públi­ co, la Iglesia requiere la plena libertad religiosa que le permita enta­ blar controversias y combates morales con la sociedad moderna. Y es una disputa cuya arena es el espacio público, es decir, política, jurídi­ ca y mediática; ahí es donde se juegan la centralidad de los mensajes y valores religiosos. En México, si bien las reformas abrieron nuevos espacios y los obispos sentían mayor libertad de maniobra y presencia en el espa­ cio público, jurídicamente seguían acotados. Muchos se preguntaban si en términos reales la Iglesia, especialmente la jerarquía, siempre activa participante en la conducción del país, por qué insistía en los cambios jurídicos que le darían formalmente mayor margen de maniobra. El pragmatismo del sector tecnócrata del pri, el ascenso de la opo­ sición panista que llegaría a la presidencia en el 2000 y el destape público del Yunque marcan un nuevo momento de relación entre la Iglesia católica y la sociedad hacia fines de los años noventa. El Insti­ tuto Mexicano de Doctrina Social Cristiana (Imdosoc), fundado por el   Juan Pablo II, carta encíclica Centesimus annus, mayo de 1991.

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empresario Lorenzo Servitje, había realizado varios eventos que ana­ lizaban las relaciones entre la Iglesia y el Estado, así como el estado de la libertad religiosa. En la presentación de uno de sus libros, Libertad Religiosa, derecho humano fundamental (1999), se resume la visión de los católicos pensantes: Pasamos de un Estado laico anticlerical —vigente hasta la caída del Por­ firiato— con tolerancia extralegal para las prácticas religiosas, a un Esta­ do Laico de corte antirreligioso —que se instaura en la Constitución de 1917—, que dio lugar a varios conflictos graves y a una guerra religiosa, hasta llegar, en 1992 como consecuencia de las reformas constituciona­ les en dicha materia, a un Estado laico orientado en principio —aunque con serias restricciones— a la libertad religiosa.

Esas restricciones que aún imperaban constitucionalmente podrían transformarse con el advenimiento de los gobiernos panistas. Vicente Fox representaba una oportunidad para la Iglesia católica de ensanchar aún más su espacio de intervención social. El guanajuatense, católico confeso, candidato del pan a la presidencia, inicia su campaña con el estandarte guadalupano, que emulaba al cura Miguel Hidalgo en la gesta por la Independencia de México. Un primer gesto de cerca­ nía católica es el envío de una carta a los obispos, en la que les pide su apoyo y se compromete, a la par, elevar el estatus de la Iglesia mediante nuevas reformas y apoyos que los obispos mismos reclama­ ban. Dicho escrito fue llamado el Decálogo de Fox y fue elaborado por dos asesores entonces del episcopado: el padre Alberto Athié, de la pas­ toral social, y Rodrigo Guerra, un católico vinculado a movimientos católicos conservadores y que jugará un importante papel en la nueva redacción del artículo 24 de 2012. En su Decálogo, Fox presenta su programa al entonces nuncio Leo­ nardo Sandri: Monseñor, estimo que es muy conveniente que usted conozca de prime­ ra mano los planteamientos contenidos en mi Proyecto para la Nación sobre Libertad Religiosa y Relaciones Iglesia-Estado. Le aseguro que res­ ponderé al interés manifestado por las iglesias para promover un amplio espacio de libertad religiosa a partir del artículo 24 constitucional. En 146

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congruencia con el derecho humano a la libertad religiosa y con los acuerdos internacionales suscritos por México en esta materia, promo­ veré que se eliminen las contradicciones entre los artículos 4º y 130 de la Constitución, reformando el 130 y el 24 constitucional en la parte que restringe la libertad religiosa.3

Esta introducción muestra las negociaciones en juego entre el entonces candidato panista y sectores de la Iglesia católica, así como un registro palpable de aspiración de la Iglesia por ampliar sus márge­ nes de intervención mediante una mayor libertad religiosa, hecho que va más allá de las reformas de 1992. Es evidente el interés de alcanzar una plena libertad religiosa no sólo para el ciudadano o individuo, sino para su propio provecho institucional. La alternancia panista y el ascen­ so de una derecha política conservadora presagiaba el resurgimiento de sentimientos teocráticos, así como un Estado laico amenazado por católicos integristas proclives a la regresión por un Estado confesional.

Reforma, 30 de abril de 1999. El decálogo completo es el siguiente:  1. Promoveré el respeto al derecho a la vida desde el momento de la concep­ ción, hasta el momento de la muerte natural.  2. Apoyaré el fortalecimiento de la unidad familiar, que en México es un recur­ so estratégico.  3. Respetaré el derecho de los padres de familia a decidir sobre la educación de sus hijos.  4. Promoveré el libre acceso para la asistencia espiritual y religiosa en los centros de salud, penitenciarios y asistenciales, como los orfelinatos y los asilos para ancianos.  5. Responderé al interés manifestado por las iglesias para promover un amplio espacio de libertad religiosa a partir del artículo 24 constitucional.  6. En congruencia con el derecho humano a la libertad religiosa y con los acuerdos internacionales suscritos por México en esta materia, promoveré que se eli­ minen las contradicciones entre los artículos 24 y 130 de la Constitución, reforman­ do el 130 en la parte que restringe la libertad religiosa que proclama el artículo 24.  7. Abriré el acceso a los medios de comunicación a las iglesias, para que éstas puedan difundir sus principios y actividades.  8. Promoveré que en el marco de una reforma hacendaria integral se defina un régimen fiscal, con deductibilidad de impuestos, cuando contribuyan al desarro­ llo humano.  9. Terminaré con la “discrecionalidad” para autorizar la internación y perma­ nencia en México de los ministros de culto de las iglesias. 10. Promoveré la homologación voluntaria de los estudios eclesiásticos en el ámbito civil, respetando los programas y contenidos de las materias que imparten los seminarios o instituciones de formación religiosa. 3

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La Iglesia católica en el mundo contemporáneo

Las transformaciones culturales del México actual bajo la moderniza­ ción del país traen como consecuencia cambios no sólo en el com­ portamiento y las prácticas sociales, sino en la manera de entender el mundo. Nuevas lógicas y sentidos emergen lentamente en nuestra sociedad, mientras otras, entre ellas las religiosas tradicionales, pier­ den vigencia o se recrean. Se pasa de contextos en los que las creen­ cias religiosas formaban parte de los supuestos culturales totalizantes, donde los valores cristianos ejercían el monopolio del sentido, a un nuevo momento cultural donde estas mismas significaciones conviven con otras. Es decir, antes las verdades contenidas en el corpus doctrinal indicaban las normas de conducta e imponían un conjunto de prácticas que orientaban a la sociedad y a las personas a un modelo de compor­ tamiento. A este proceso de reajuste cultural y reacomodo del lugar de las verdades sociales de la religión católica que ha venido experimen­ tando el país, desde finales del siglo xix hasta la fecha, se le denomi­ na secularización. No significa, necesariamente, ni la pérdida absoluta de lo religioso ni la muerte dramática de Dios, sino el desplazamien­ to social de lo religioso a otro lugar que muchas veces no es ni central ni determinante. Por ello, en el actual proceso de consolidación de la democracia en nuestro país el carácter laico del Estado es esencial; la laicidad debe enraizarse en la cultura y en especial entre la clase polí­ tica que conduce el país. Lamentablemente su pragmatismo representa una amenaza equivalente a la que realizan algunos actores religiosos. Pensar en la Iglesia católica como una institución ajena a intere­ ses políticos, como lo expresa el discurso oficial de la jerarquía, es un grave error. Ha estado presente a lo largo de nuestra historia, ha for­ mado parte de la conformación de la nación y en cada etapa ha defen­ dido posturas e intereses particulares. La Iglesia católica, como pocas instituciones en la historia moderna, tiene la experiencia y la capaci­ dad de adaptarse a diferentes formaciones sociales, políticas y econó­ micas; su actuación no se juega ni se agota en coyunturas de desenlace inmediato, sino por el contrario, su mira y el diseño de su compás son de largo plazo. 148

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A la caída del muro de Berlín, el debate político de la Iglesia va perdiendo ciertos contenidos ideológicos. Su lucha ya no será frente a los postulados del liberalismo decimonónico ni contra el comunismo, ateo y autoritario, sino como lo anunciara Juan Pablo II en la encíclica Centesimus Annus de 1991, la confrontación de la Iglesia se centra en otra dictadura: “la dictadura del mercado”, y lo que antiguamente el cardenal Ratzinger denominó la cultura de la “sociedad del terciario”. Por ello, el debate de la Iglesia en México está escenificado de ma­ nera paralela en dos pistas: la política y la cultural. Sin embargo, pese a su empeño, pierde terreno en la cultura y crece también su baja cen­ tralidad social. Su fortaleza se centra en lo político y en especial en su trato con las élites de poder y los grupos fácticos. Las iglesias históricas se oponen tajante y políticamente a emigrar del espacio público y mucho menos a recluirse a la esfera del individuo. Bajo las actuales condiciones, de mayor reconocimiento a la diversidad y a la multiplicidad de identi­ dades, han generado un agotamiento de los modelos de representación y de pertenencia integral a las viejas instituciones. Por ello, la Iglesia cató­ lica se encuentra sumergida en un proceso de reformulación, tanto en lo que se refiere al posicionamiento frente al Estado como ante la socie­ dad, así como en lo que atañe al acento en su prédica y acción pastoral. Históricamente, las pretensiones, intereses y misión propia de la Iglesia católica condujeron a su jerarquía a entablar un diálogo privi­ legiado con el poder de las élites de los gobiernos, principalmente con el presidente en turno, y desde ahí incidir en los principales resortes de decisión de la política pública. Sin embargo, en este inicio de siglo nos percatamos de las dificultades de la Iglesia para situarse en la actual transición democrática que México ha experimentado; si bien es cier­ to que la mayoría de los obispos apoyaron el cambio de rumbo político en la alternancia de 2000, también es cierto que les ha costado mucho trabajo ensamblar sus intereses con las nuevas circunstancias de la tran­ sición de un sistema autoritario y piramidal a uno más abierto. Se rom­ pieron con muchas reglas del régimen autoritario anterior y se crearon situaciones inéditas; muchos usos y costumbres de una cultura políti­ ca presidencialista con la que la Iglesia, durante 70 años, llegó a enten­ derse y a manejar con destreza y tacto cambiaron. Es precisamente con los regímenes priístas con los que la jerarquía parece entenderse mejor. 149

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Entender la Iglesia católica

La Iglesia católica es un espacio complejo que no puede medirse sólo con las categorías modernas de análisis institucional ni mediáticos adje­ tivos de progresista/conservadora o moderna/tradicional. Su larga memoria, códigos, corpus doctrinal, usos de la autoridad, poder, con­ certaciones más de tipo medieval en torno a la autoridad del papa, e incluso la historicidad de su leguaje, confunden a los analistas más ave­ zados. Es común observar errores básicos al examinarla con distincio­ nes analíticas válidas para las instituciones contemporáneas como los partidos o los gobiernos. Sobre todo en los países históricamente cató­ licos, la Iglesia es ante todo una estructura que conduce y gestiona el depósito histórico de lo religioso y de su misión, así como la adminis­ tración de los símbolos y los sacramentos de sus adherentes; por tanto, la dimensión ritualizada de los creyentes. La Iglesia católica adminis­ tra una larga memora histórica de más de 2 000 años; se dice fácil, pero es depositaria de una experiencia de presencia social considerable que ha trascendido diversas conformaciones históricas. Es también una ins­ titución política cuya práctica social y campo de intervención aspira a inducir y a comprometer, según sus principios, a los principales acto­ res de la sociedad, así como al propio Estado; a contar con ella en la toma de decisiones y no prescindir de ella en los principales ejes y orientaciones de la sociedad. La Iglesia católica no son sólo sus obis­ pos, no sobra recordarlo, aunque son los actores más visibles. Hay cientos de organizaciones de base parroquial, movimientos laicos de diferente sello religioso, miles de sacerdotes, religiosos y religiosas; redes de información que van desde la hoja parroquial y las revistas hasta los sitios en internet. Ningún país de tradición cristiana escapó, en materia religiosa, a los efectos de la modernidad; tampoco se rige ya bajo el estricto principio de la cristiandad, ni la centralidad social de la Iglesia, que prevalecie­ ron en Occidente durante mucho tiempo. Lo religioso se reconfiguró bajo el principio moderno de la secularización: a cada uno sus convic­ ciones, es decir, cada quien tiene su derecho públicamente reconocido a creer o no. El otro gran principio es el de la laicidad, la clara separa­ ción entre lo religioso y la gestión del poder público. Pero no basta 150

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la separación si no hay garantías de que el Estado promueva y proteja las condiciones sociales y culturales para que proceda la libertad de religión, en sentido amplio; también debe fomentar la equidad, la no discriminación y especialmente proteger a las minorías. Bajo los prin­ cipios modernos de laicidad se descarta toda religión pública al igual que el ateísmo público. Dicho de otra manera, queda fuera tanto la reli­ gión de Estado como el ateísmo de Estado. Recíprocamente, no admi­ te ni antirreligión oficial ni antiateísmo oficial; cada persona debe seguir su conciencia. A pesar de todo, en la práctica, la religión cató­ lica en nuestro país conserva una fuerte presencia pública y ha venido ganando terreno. El grado de escolaridad de los católicos mexicanos no es un asun­ to menor. Carlos Aguiar Retes, arzobispo de Tlalnepantla y ex presi­ dente de la Conferencia Episcopal Latinoamericana, declaró que el promedio estaría en tercer año de primaria. En términos numéricos, México no escapa al proceso de mutación religiosa de América Lati­ na que indica que desde hace medio siglo el catolicismo ha perdido entre 20 y 25% de sus adeptos. Aunque continúa siendo la religión predominante con una caída amortiguada, no deja de llamar la aten­ ción el continuo y persistente desplome. El cuadro siguiente ilustra esa tendencia. Porcentaje de población católica 1970-2010 1970 96.2 1980 95.6 1990 89.7 2000 88.0 2010 83.9 Fuente: Inegi, censos de población de 1970 a 2010.

El antropólogo Elio Masferrer ha cuestionado la calidad de los ins­ trumentos censales. Según sus estudios, los adeptos religiosos no cató­ licos ascenderían a 26.2% de la población total, que en números del censo de 2010 equivaldría a 29 434 170 habitantes. El autor, con base en fuentes eclesiásticas a partir de la información de bautizos, prime­ ras comuniones y casamientos, cruza datos. Sobre los ­matrimonios 151

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católicos ofrece el siguiente contraste, mientras en 1980 aquellos que se casaban primero por el registro civil y después por la religión ascen­ día a 76.79%, en 2008 esta proporción se derrumba a 52.8%. “Este razonamiento se corrobora con la información de casamientos católi­ cos frente a los matrimonios civiles. Desde 1990 hay un diferencial de alrededor de 30%.”4 Estos datos son particularmente importantes porque nos expli­ can tendencias y comportamientos de la jerarquía eclesiástica frente al problema de las disidencias. Voces reconocidas, como Soledad Loae­ za, sostienen que estos apegos y vínculos con los poderes formales del Estado y los poderes fácticos son parte de una defensa y atrinchera­ miento frente la amenaza y notable crecimiento de los grupos evan­ gélicos. Este tema lo abordaremos más adelante. Si bien la historia demuestra que la Iglesia católica ha venido aco­ modándose a las diversas circunstancias de nuestra historia, especial­ mente ante la democracia moderna, no necesariamente la promueve. También es cierto que la misma sociedad es menos anticlerical, más abierta y tolerante a diversas manifestaciones religiosas. Es importan­ te constatar el notorio incremento del porcentaje de ateos o personas que se dicen “sin religión”. En los últimos lustros, la Iglesia católica en México ha venido recomponiendo su incidencia en el terreno político, ganando mayor presencia pública. Es una paradoja porque mientras su membresía decrece, su presencia política se fortalece. Mientras su autoridad espi­ ritual decae, su poder se acrecienta entre las élites políticas. Las refor­ mas constitucionales a inicios de la década de los noventa permitieron transparentar más la relación de la Iglesia frente al Estado, sin embar­ go, la jerarquía ha venido utilizando esta creciente influencia políticosocial para, primero, asegurar que la institución pueda seguir desarro­ llando su misión, es decir, su agenda, portadora de un código ético cristiano y de un ideal histórico; segundo, robustecer sus condiciones materiales, económicas, jurídicas y políticas para facilitar la expansión

4   Elio Masferrer Kan, Pluralidad religiosa en México, cifras y proyecciones, Arauca­ ria, México, 2011, p. 16.

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de este propósito, y tercero, atenuar desde la política pública la com­ petencia por el mercado religioso, ante el crecimiento especialmente de iglesias evangélicas y pentecostales. Si bien las reformas de 1991 intentaban poner fin a la relación simu­ lada entre la Iglesia y el Estado, a partir del gobierno de Vicente Fox, en 2000, se percibió un mayor soplo confesional en lo político. Una de las grandes interrogantes de la alternancia foxista consistía en saber si el nuevo gobierno iba a respetar el carácter laico del Estado. Las dudas se fundamentaban en el arribo al poder de corrientes conservadoras inspiradas políticamente en el catolicismo. Desde el gabinete hasta los cuadros medios, la nueva administración introdujo personajes abierta­ mente confesionales, y algunos de ellos en franca actitud revanchista. Estas dudas se disiparon desde la misma toma de posesión y a partir de 2001: Carlos María Abascal Carranza se distinguió como el personaje del foxismo que permanentemente desafió la cultura laica del gobier­ no. El propio presidente Fox también contribuyó con actitudes, gestos y provocaciones, como el beso al anillo papal durante la última visita que Juan Pablo II realizara a México en 2002. Estos acontecimientos alertaron a diversos grupos sobre amenazas al carácter laico del Esta­ do. En algunos casos se agitaron nuevas cenizas jacobinas; en otros se pusieron en señal de alerta diversos colectivos de mujeres, homosexua­ les, minorías religiosas, así como grupos de masones que se estaban perdiendo en la espesa alfombra de su pasado épico. Sin embargo, las provocaciones no pasaron de ser mediáticas y no hubo ninguna modi­ ficación jurídica bajo el foxismo. Bajo el gobierno de Felipe Calderón, en 2009, con el cabildeo de los obispos y el apoyo del pri, en cerca de 18 entidades del país se repenalizó el aborto. Ahí la laicidad del Estado se vio amenazada no sólo con lances simbólicos, sino con actos jurídicos aprobados por la mayoría priísta de los poderes legislativos de dichos estados.

Presencia política de la jerarquía católica

La Iglesia católica tiene por naturaleza una complexión política robus­ ta, su jerarquía tiene experiencia y oficio político. Durante los regíme­ 153

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nes presidencialistas, la jerarquía supo actuar con habilidad, sobre todo en las coyunturas electorales. Siempre obtenía beneficios y reivindica­ ciones gracias a la precisa intervención del alto clero. Sabía compor­ tarse políticamente ante el relevo, cambios y reacomodos de la clase política. Era, pues, el momento de mayor debilidad del viejo sistema político, sobre todo cuando la competencia política se incrementó. Ahí los prelados aprendieron a sacar provecho de las circunstancias. A partir de 1985, el año del terremoto, la jerarquía católica decidió ser más osada y desempeñarse políticamente con mayor protagonis­ mo. Las reformas y achicamientos del Estado mexicano, promovidos por el gobierno de Miguel de la Madrid en los años ochenta, favore­ cieron la emergencia de diversos actores de la sociedad. Además de la Iglesia, se posicionaron los empresarios, organismos no gubernamen­ tales, movimientos sociales y obtuvieron mayores márgenes de libertad los medios de comunicación. En Chihuahua, la jerarquía local enca­ ró un fraude electoral en 1985, apoyó las reivindicaciones del Partido Acción Nacional (pan) y amenazó con el cierre de los templos como señal de protesta ante el fraude. Se asomaron métodos y actitudes de la Guerra Cristera y afloraron tensiones internas en el episcopado, que concluyó con la intervención de Roma, que determinó, bajo la pre­ sión del entonces delegado apostólico Girolamo Prigione, prudencia y colaboración con el gobierno priísta. A partir de ese momento se de­sató una cierta efervescencia política y protagonismo mediático entre los prelados católicos ante el creciente debilitamiento de las for­ mas de control del sistema político. A veces la Iglesia cuestionó los excesos del sistema, asumió recla­ mos de la sociedad civil, pero al mismo tiempo se mostró aliada de los viejos estilos del poder. Hay un mayor énfasis de la jerarquía en temas relacionados con los derechos humanos, libertades y derechos políticos ciudadanos; en cierta manera, una parte del alto clero pretendía enar­ bolar voces sociales de amplios sectores que no gozaban de interlocu­ ción: “Ser voz de los sin voz”, se escuchaba decir en el clero en los años ochenta, como parte de una estrategia de presencia alternativa y, al mismo tiempo, de estrechar vínculos con el poder. El posiciona­ miento político pasó por los cuestionamientos al sistema mismo, apro­ vechó el discurso presidencial de la “renovación moral” para insertar los 154

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cuestionamientos propios y de un sector de la sociedad. Sin embargo, los ochenta y parte de los noventa fueron los años de mayor gloria de Girolamo Prigione, quien logró mimetizarse con el sistema presiden­ cial priísta, encabezando la postura colaboracionista con el gobierno. También influyeron las exitosas visitas del papa Juan Pablo II en 1979 y 1990, quien fue capaz de levantar una burbuja mediática que forta­ leció la presencia y pretensiones de la Iglesia católica. El carisma de Juan Pablo II y su capacidad de convocatoria presentaban el espejismo de una Iglesia mexicana masiva y triunfalista, ampliamente respaldada por la grey que se arremolinaba para ver y oír al papa. En los años ochenta, convivieron dos grandes posturas políticas en la jerarquía católica mexicana. Primero, una oposición moderada al régimen, crítica a la corrupción e injusticias que se traducía en el áni­ mo por impulsar cambios en el sistema político, con mayores libertades para los actores. Segundo, una posición abiertamente colaboracionista, encabezada por el representante del papa en México, Prigione, obispos afines y el fuerte respaldo de Marcial Maciel y los Legionarios de Cris­ to. Por su parte, los obispos críticos se desdoblan en dos grandes posi­ ciones: los obispos de oposición “civilista”, situados en la zona norte y en el Bajío del país, activamente ligados al pan; la segunda, obis­ pos “liberacionistas” como Samuel Ruiz, Arturo Lona y Bartolomé Carrasco, vinculados a las luchas indígenas y movimientos campesi­ nos del sur del país, especialmente Chiapas y Oaxaca. El tema central aquí es la defensa de los derechos humanos. A la distancia, resulta evidente que predominó la postura colabora­ cionista. Con el apoyo del entonces secretario de Estado del Vaticano, Angelo Sodano, Prigione se impuso. Él mismo se incrustó en la clase política, negoció y pactó importantes concesiones. La debilidad con que finalizó el gobierno delamadridista culminó con la polémica elec­ ción de Carlos Salinas de Gortari. Conducida por Prigione, la Iglesia apoya a Salinas con cobro de facturas. Las reformas constitucionales de 1992 estaban consumadas porque fueron pactadas con antelación. La Iglesia católica había dado un paso importante en la larga historia de desencuentros con el Estado moderno mexicano. En ese momen­ to era Girolamo Prigione el principal factor de poder en la Iglesia, sin embargo, su excesivo protagonismo generó un movimiento entre los 155

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obispos, sobre todo entre aquellos cercanos al pan que vislumbraban una relación diferente con el Estado. Después de más de 19 años de permanencia en nuestro país, mon­ señor Prigione lo conquistó todo, menos la simpatía de su propia feli­ gresía y de un sector del clero, que le reprochó su entreguismo. El logro más importante que obtuvo fue político: cambió artículos cons­ titucionales que negaban la existencia de la Iglesia y restableció relaciones entre el Estado mexicano y el Vaticano. El nuncio Prigione hizo un relevo generacional al promover a más de 84 por ciento de los obispos; el perfil era obvio: conservadores, obedientes a Roma y polí­ ticos; personajes de la talla de Onésimo Cepeda, Norberto Rivera, Emilio Berlié, Juan Jesús Posadas y Juan Sandoval, entre otros, emer­ gieron como portadores de nuevos liderazgos. Actores con un talan­ te más político que pastoral, personajes más orientados al poder. Las principales tesis enarboladas por este grupo emergente, que se resumen en la doctrina Prigione, son: a) fidelidad ideológica y vínculos con el grupo de la curia encabezada por Angelo Sodano, secretario de Esta­ do de Juan Pablo II; b) una visión de Iglesia política, unida y poderosa, capaz de negociar con mayor ventaja con los gobiernos y los poderes fácticos; c) una Iglesia visible, mediática y triunfalista, condu­ cida por personajes recios, influyentes y capaces de ser interlocutores, y d) alianza con los poderes para enfrentar los nuevos movimientos religiosos emergentes. La influencia del espacio público para posicio­ nar sus posturas, demandas y satisfacer necesidades. En corto se esta­ blecen vínculos coyunturales con el poder político y se convierte en un factor de estabilidad social. El asesinato del cardenal Posadas Ocampo en mayo de 1993, las convulsiones de 1994: el alzamiento zapatista, los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, y la crisis económica cimbraron también a la je­rar­ quía, al grado de causarle profundas fisuras internas que reflejaban dis­ putas por la conducción de la Iglesia. Discrepancias que perduran hasta las elecciones de 2000. La corriente civilista transitó desde Chi­ huahua en 1985 hasta la conformación de una amplia mayoría en el seno del episcopado que apoyaba con simpatía la hipótesis de la alter­ nancia, y que contrastaba con el continuismo propriísta, empuñado por la generación establecida por Prigione, encabezada por el cardenal 156

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arzobispo Norberto Rivera, a la que había que sumar los poderosos Legionarios de Cristo, un ala priísta que gozaba de todo el apoyo de Roma. Los obispos que pugnaban por el cambio, también llamados “la mayoría silenciosa”, plasmaron su posición en un documento: “Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos”, fragorosamente debatido entre marzo y abril de 2000. En él, sin mayor recato, los obis­ pos se congratulaban de una posible alternancia política y advertían sobre los riesgos de una regresión autoritaria. En cambio, la postura colaboracionista en aquel proceso electoral, que apoyó la candidatu­ ra de Francisco Labastida, fue encabezada por el cardenal Norberto Rivera, quien, ante la remoción de Prigione, asumió la conducción del llamado “Club de Roma”.5 Precisamente Rivera se opuso férrea­ mente a la publicación del documento en que los obispos coquetea­ ban con la hipótesis del triunfo de la oposición panista, evidenciando que el mayor problema de Prigione fue haberse mimetizado con la élite en el poder. Prigione se convirtió en un salinista en el interior de la Iglesia y en el hombre de la Iglesia en el interior del salinismo. Estos excesos lo llevaron a acumular presiones internas y reproches, por lo que al finalizar el salinismo dejó no sólo de ser funcional, sino que lle­ gó a ser incómodo tanto para los integrantes del gobierno de Zedillo como para la propia jerarquía.   El término “club de Roma” fue utilizado por primera vez por el sacerdote asesor jurídico del arzobispado metropolitano, Antonio Roqueñí, en su declaración al periódico La Jornada a fines de 1999. Roqueñí, ya fallecido, se refería al grupo de Durango 90, en la colonia Roma, sede del arzobispado donde despacha el cardenal Norberto Rivera. Miguel Ángel Granados Chapa y el que escribe retomamos esa expresión para catalogar esa corriente de obispos vinculados a Sodano y Girolamo Prigione. Posteriormente, analistas, columnistas y periodistas lo usaron para designar aquellos altos prelados con mayor peso, entre los que se encuentran los cardenales Norberto Rivera y Juan Sandoval Íñiguez, y los obispos Onésimo Cepeda, Emilio Berlié, Héctor González, Luis Reynoso, en alianza incondicional con los Legiona­ rios de Cristo. El concepto, sabemos bien, irritó en extremo a la curia romana, ya que se veía involucrada en situaciones internas no sólo de la Iglesia sino de la política interna del país. El llamado “club de Roma” no es ningún concepto sociológico, sino una simple expresión irónica para definir a un pequeño grupo de obispos mexicanos poderosos que aprovechan su posición y sus altos contactos en Roma, principalmen­ te con la Secretaría de Estado, y que habían venido imponiendo sus criterios al con­ junto de los obispos mexicanos. 5

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Una Iglesia política, mediática y triunfalista no necesitaba de liber­ tades porque en sí misma era capaz de tomárselas. Sin embargo, el asentamiento de la mayoría civilista empuja convicciones y ­reivindicaciones jurídicas contenidas en ese mismo documento, que señalaba enfáticamente: “Adecuar la normatividad jurídica que regula las rela­ ciones de las iglesias con el Estado”, para continuar con el proceso que busca lograr un “reconocimiento pleno y efectivo de la libertad reli­ giosa, fruto y garantía de las demás libertades civiles”.6 Nuevamente encontramos una evidencia más del interés del episcopado por alcan­ zar jurídicamente nuevos alcances que abriguen su posicionamiento y actuación en la sociedad.

El desgaste del modelo prigionista

El modelo de insertar reivindicaciones clericales o intereses eclesiásti­ cos durante los procesos electorales se manttuvo con atenuantes. Ya no es el matiz prigionista de arreglos cupulares de facto y acatamiento de los actores involucrados. Ahora al terreno de lo público y las rei­ vindicaciones políticas del clero pasan por lo mediático. Sin embargo, las severas limitaciones electorales a los ministros de culto inhiben su plena participación bajo la amenaza de ser sancionados. En el pro­ ceso electoral de 2003, por ejemplo, muchos obispos se subieron al ring electoral y cuestionaron a aquellos partidos y candidatos cuyas propuestas y trayectorias contrariaran valores cristianos en temas sen­ sibles como el aborto, el uso del condón y la píldora del día siguien­ te, entre otros. En esa coyuntura, quizá arropados por un sector del foxismo, hubo obispos que se atrevieron abiertamente a cuestionar en los medios de comunicación las posturas de los candidatos tanto del prd como del entonces partido México Posible de Patricia Mercado. Algu­ nos de esos obispos, como Florencio Olvera Ochoa, de la diócesis de Cuernavaca, y Mario de Gasperín, de Querétaro, tuvieron que decla­ rar ante el Ministerio Público por haber quebrantado tanto el código 6   Episcopado mexicano, Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos, mar­ zo del 200, México.

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electoral (Cofipe) como la Ley de Asociaciones Religiosas, que pro­ híben tajantemente la injerencia de los ministros de culto en las c­ ontiendas electorales e incidir en el ánimo del electorado a favor o en contra de cualquier candidato. El hecho no tenía precedentes en la his­ toria electoral de este país. Los obispos encabezados por el cardenal Rivera reclamaban airadamente libertad religiosa para subir a la pales­ tra sus querellas. El advenimiento de un presidente abiertamente católico al poder como Vicente Fox no significó en los hechos nuevas ni grandes conquistas alcanzadas por la Iglesia. Por el contrario, se percibió in­comodi­dad y falta de un acuerdo político tácito. El foxismo no se atre­ vió a ir más allá en términos jurídicos; en cambio, en expresiones simbólicas fue prolijo. También es cierto que la primera dama, Marta Sahagún, en los afanes anulatorios de sus respectivos matrimonios, forzó la reconciliación con obispos poderosos como Onésimo Cepe­ da y Rivera. Máxime cuando el propio Rivera, ante la muerte del papa Juan Pablo II y la sucesión pontifical de 2005, dejó entrever en los medios locales afines sus posibilidades como sucesor de la silla de San Pedro. Precisamente durante el sexenio foxista, el alto clero sufrió el deterioro político debido a los continuos escándalos mediáticos en la medida de la alta exposición de algunos de sus actores y, hay que reco­ nocer, a su excesivo protagonismo. Por ejemplo, el cardenal de Guada­ lajara, Juan Sandoval Íñiguez, a quien se le señaló por tener amistades cercanísimas con empresarios de dudosa reputación, como el zar del juego José María Guardia, fue sometido a un indiciamiento por pro­ bable delito de la­vado de dinero, cargo del que fue exculpado, pero que tuvo una larga exposición mediática negativa. Sus desplantes y posicionamientos polémicos muchas veces vulgares no le ayudaban en su imagen pública. Por su parte, el cardenal Norberto Rivera había sido severamente expuesto a un desgaste político y mediático conti­ nuo, por centavero. Desde los abusos de comercialización de las últi­ mas visitas del papa Juan Pablo II, los contratos para mercadear la imagen de la Virgen de Guadalupe, hasta los encubrimientos a pederastas como el caso del padre Nicolás Aguilar y la defensa abigarrada de Marcial Maciel, uno de sus principales mentores. La caída de popula­ 159

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ridad y su deteriorada imagen se puso en evidencia ante la polémica sobre la despenalización del aborto en la capital del país en 2007. Rivera tuvo probablemente su mayor traspié al encarar sin fuerza ni capacidad de c­ onvocatoria la gran confrontación contra el Poder Legis­ lativo de la capital. Peor aún, sus argumentos de fondo fueron pobres, asumió una actitud amenazante y culpabilizadora, al grado de llegar a los extremos de la excomunión de legisladores, no contemplada en el derecho canónico, y su llamado a la desobediencia civil tuvo muy poco eco. Este caso lo analizaremos con mayor detalle. Las altas expectativas que la jerarquía depositó en el gobierno foxis­ ta se convirtieron en desencanto. Las promesas de campaña, concen­ tradas en el famoso “decálogo”, fueron incumplidas. La erosión de sus actores protagónicos, especialmente su línea dura, obligó a la jerarquía a repensar estrategias y figuras de acción. La fase política de Prigione se había agotado, ya que el presidencialismo vertical había mudado. Es decir, el interlocutor privilegiado ya no es sólo el presidente, ni su círculo cercano o red ejecutiva. El sistema se transformaba y obligaba a hacer ajustes más complejos en las estrategias de incidencia de la jerar­ quía católica. Se presentaba un mayor equilibrio de poderes en el siste­ ma político que obligaban a repensar la intervención política. Ahora la Iglesia se ve apremiada para diseñar nuevas rutas de ascendencia social. Sin embargo, si algo ha caracterizado a los gobiernos panistas es el ascenso de la derecha conservadora a puestos de alto y medio man­ do en las diferentes oficinas gubernamentales. Es cierto que no todos los grupos de conservadores son católicos ni todos los católicos son conservadores, pero la referencia de este binomio en México es inse­ parable. La tentación teocrática de los nuevos grupos conservadores subsiste bajo posturas y formulaciones distintas que reafirman la utili­ zación del Estado como instrumento para regular y el freno de inicia­ tivas o legislaciones a favor de los matrimonios de personas del mismo sexo, los diferentes métodos anticonceptivos, la despenalización del aborto y la educación sexual en las escuelas al grado de distorsionar textos de la sep o de plano quemar sus libros, como ocurrió lamenta­ blemente en el estado de Guanajuato. En nuestro país existen muchos grupos conservadores, sin embar­ go, el prototipo que ha resaltado es el Yunque. Hay otros, sin e­ mbargo, 160

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con vínculos y estrechos enlaces internacionales de apoyo a través de las estructuras vaticanas como el pontificio Consejo para la Familia; las redes internacionales de Provida en Estados Unidos, Sodalitium y la Oficina para América Latina del Population Research Institute (pri) con sede en Lima, Perú. Son dos grandes áreas de confrontación y lucha que presentan estos grupos. El primer frente es el espacio de inci­ dencia en políticas públicas. Las luchas se dan en los ámbitos jurídicopolíticos. El segundo frente se da en la cultura, en particular en los medios y en las escuelas. De ahí la importancia de irrumpir en el sec­ tor educativo oficial, pues ahí se juega el sentido común de una socie­ dad. Para la derecha religiosa es una cruzada que confronta la creciente secularización y relativización de lo católico. Las imágenes reinantes de la ultraderecha deben ser revisadas. Pensamos todavía en extremistas o fundamentalistas coléricos, orga­ nizaciones semisecretas o herméticas con extravagantes rituales que generalmente añoran reinstaurar la tradición, los viejos valores cató­ licos y marchan a contracorriente de las sociedades modernas. Los modelos serían el Yunque y Provida; en concreto, el paradigmático e iracundo Jorge Serrano representaría el típico actor de la ultraderecha mexicana. Son caricaturas falsas. Los grupos conservadores en Méxi­ co y en América Latina han evolucionado. Ya no se trata de los viejos grupos anticomunistas, ultrarreligiosos y defensores de los clichés de la patria, el orden y la propiedad. Por el contrario, nos encontramos con grupos incrustados en las estructuras de la democracia, utilizando lenguajes de los derechos humanos y los instrumentos más sofistica­ dos del mercado y de la globalización. Una de las paradojas más pro­ vocadoras de los nuevos grupos conservadores es que hasta se sienten y pueden aparecer “progresistas” en torno a la reelaboración discur­ siva sobre la defensa de la vida, la pobreza, la familia y la política. La modernización de nuestras sociedades ha alcanzado también a la dere­ cha católica. Se está operando una profunda mutación y crecimiento de la ultraderecha, lo que constituye no sólo un desafío político sino también un reto para el análisis académico y periodístico. Me parece que debe reconceptualizarse el estudio de los grupos conservadores en México, donde la relación entre religión y política tiene que estar en el centro del análisis, pero con herramientas conceptuales frescas. 161

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Nueva estrategia de los obispos

Desde 2005 la cem buscó restructurarse internamente, pretendiendo evitar la dispersión y focalizar su acción bajo prioridades. El arzobispo de Tlalnepantla, Carlos Aguiar Retes, asume la presidencia de la cem en 2006 a la par que Felipe Calderón la primera magistratura del país. Representaba una generación alternativa de obispos que relevaba los tradicionales liderazgos de los grandes prelados desgastados. Bajo el pontificado de Benedicto XVI, los obispos reafirmaron arreciar su postura acerca de la relación de la ética cristiana sobre lo político. Los debates en torno a la píldora, el aborto, la homosexualidad, la familia, la eutanasia, la sexualidad, el rol tradicional de la mujer, por mencionar algunos, son temas que se convirtieron en materia de dispu­ ta política y jurídica. El campo de la moral tiene fundamentos sociales pragmáticos, así como raíces culturales hondas. Los valores han sido exal­ tados por todas las religiones y les han aportado un arraigo profundo. Además de su tradicional crítica al modelo económico neoliberal, la aspiración histórica de la Iglesia consiste en poseer medios electróni­ cos de comunicación e impartir instrucción religiosa en las primarias públicas, así como recibir fondos gubernamentales, como en algunos países de América Latina y Europa. En reveladora entrevista a la revis­ ta Proceso, Carlos Aguiar Retes puso de manifiesto el diseño de una nueva estrategia, desde 2006, tendiente a generar una segunda gene­ ración de reformas constitucionales que satisfagan las demandas ecle­ siásticas bajo un concepto referencial denominado “libertad religiosa”. Para ello, la pretensión era reformar la Constitución, introduciendo el concepto de “libertad religiosa”, esto es, ir aparentemente más allá de la libertad de creer o no creer de un individuo, a la libertad religiosa que abarcaría la capacidad de maniobra societal y de acción políti­ ca de la propia institución religiosa, que en el dicho de Aguiar resalta lo siguiente: Hace falta que las leyes mexicanas garanticen la libertad religiosa. Actual­ mente, la Constitución sólo garantiza la libertad de creencia y de culto; esto es, que cada quien pueda creer en lo que mejor le plazca. Pero esto es apenas una pequeña parte de la verdadera libertad religiosa, ya que es 162

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necesario que se modifique el artículo 24 constitucional, que garantiza la libertad de culto y de creencia. Queremos que ese concepto se amplíe por el de libertad religiosa, como estipula la onu, y donde ya se abar­ ca todo el derecho humano a la expresión, asociación, gestión y servi­ cio de una fe.

Más adelante, Aguiar Retes lamenta, por ejemplo, que en las escuelas públicas no se dé instrucción religiosa: La iglesia no quiere que la educación pública deje de ser laica. No. Que siga siendo laica. Pero no un laicismo contrarreligioso, sino simplemente un laicismo que exprese la neutralidad del Estado ante las distintas creen­ cias, donde se respete el derecho de los padres de familia a que sus hijos sean educados conforme a su fe. Eso es lo que todavía no está garantizado. Noventa por ciento de la educación en este país la imparte el Estado, pero la i­mparte sin enseñanza religiosa. ¿Qué significa esto? Que no toma en cuenta el gran aporte que dan las religiones a cualquier sociedad. La fe le da un elemento extraordinario a la persona, la fortalece espiritualmente porque le da una relación con la trascendencia. El saber que tras la muer­ te hay una vida eterna hace que todas sus luchas no se vean frustradas.7

Como hemos visto, en realidad la aspiración de la jerarquía de instaurar una concepción propia de libertad religiosa no es nueva; esta resignificación busca garantizar y favorecer nuevas formas de interven­ ción social tendientes a la formación de valores católicos como encla­ ves dominantes. En la misma entrevista, el reportero Rodrigo Vera registra estas nuevas formas de incursión, que es necesario analizar: la novedad radica en que ya no será sólo a través del Ejecutivo donde se realizará la interlocución, sino de las diferentes fuerzas políticas. Aguiar Retes destacó al Poder Legislativo: “Fundamentalmente ante los líderes de las bancadas. Hay que entrar en relación personal con ellos, porque muchos políticos piensan que, en materia de relaciones Iglesia-Estado, ya no hay nada qué hacer”.8 7  Rodrigo Vera, “Meta: El poder en la tierra. Entrevista con Aguiar Retes”, Proceso, núm. 1574, 31 de diciembre de 2006. 8   Ibidem.

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Gran parte del siglo xx, la jerarquía católica se vinculó política­ mente al sistema a través del absolutismo presidencial. La jerarquía se adapta a las nuevas circunstancias de la alternancia y reconoce la gra­ vitación de otros poderes que van más allá del presidencialismo. En otras palabras, hay una nueva apuesta que se estableció desde el modus vivendi en 1930; ahora el campo de acción política se traslada tam­ bién a otros poderes del Estado y a los diferentes contrapesos. Es decir, diversifica su radio a otros actores políticos y sociales. Incluso la mira se afina a nivel regional, en donde los gobernadores han ganado una particular relevancia y en lo local la incidencia e influencia de los obispos es incluso mayor que en las grandes ciudades. La Igle­ sia, de hecho, ha ganado considerable terreno, sin necesidad de reformas, tanto en el ámbito de los medios de comunicación masi­ vos, de los empresarios, como entre los organismos de la sociedad civil, en particular vía la creación de las instituciones de asistencia privada. Sin embargo, con la reconceptualización de conceptos claves como la laicidad, el laicismo y la libertad religiosa se corre el riesgo latente de un desdibujamiento del original carácter laico del Estado. La disputa se convierte en una batalla cultural. Desde luego que la emer­ gencia de la ultraderecha católica a puestos de dirección gubernamental resulta inquietante porque hay una latente potencialidad de establecer alianzas estratégicas con un sector de la cúpula episcopal obsesio­ nada por combatir la sociedad del relativismo y con la tentación de construir un orden social cristiano. La polarización social en torno a la despenalización del aborto en el Distrito Federal revela que la hipó­te­ sis no es lejana y que existen condiciones reales para que dicha hipó­ tesis se materialice. La tentación de la neocristiandad es real; es decir, el regreso a una sociedad cristiana de pensamiento único habita en los ardientes corazones que añoran sociedades teocráticas. Por ello, la res­ ponsabilidad de la jerarquía, un actor político importante en el entra­ mado de la actual transición, es trascendente; pero al mismo tiempo, con lo actuales aires conservadores muy avivados, los estímulos son muy patentes. El cardenal Norberto Rivera, en una entrevista con el diario Reforma, meses después de las revelaciones de Aguiar Retes, enfatiza otra 164

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aspiración del clero: la plena participación política de la Iglesia en la vida del país, aun en periodos electorales, y el derecho a la objeción de conciencia, recurso que ha enarbolado en diversas ocasiones, llaman­ do incluso a la desobediencia civil. El cardenal expresó abiertamente su interés en los nuevos cambios constitucionales en los siguientes tér­ minos: Con la reforma del 92 accedimos a la libertad de cultos y su consecuente reconocimiento de las Asociaciones Religiosas, pero aún falta una legis­ lación que se adecue a la Carta Magna que brinda a todos los ciudada­ nos garantías que son inherentes a sus derechos humanos, entre ellas las de expresión y reunión […] Pero los rubros que deben ser reconsiderados son en materia de Ministros de Culto, quienes no tienen reconocidos sus derechos políticos ya que su estatus actual es de seudociudadanos; de poseer y administrar medios masivos de comunicación por parte de las Asociaciones Religiosas [prohibido por el artículo 16 de la Ley de Aso­ ciaciones Religiosas y Culto Público]; de educación religiosa en escue­ las públicas; de reconocer la objeción de conciencia, y muchas más. El principio básico que debe normar toda reforma en este campo es que en materia de libertad religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos y aten­ diendo al bien común.

El recio cardenal, tan afecto a incidir en el poder, insiste en la dimensión política de la libertad religiosa: Los ministros de culto no pedimos fueros o privilegios, simplemente que se nos trate en igualdad con el resto de los ciudadanos mexicanos, lo úni­ co a lo que aspiramos es a gozar del ejercicio de nuestras garantías indi­ viduales sin que seamos amenazados o perseguidos por profesar nuestra fe o iluminar la realidad social desde los valores de la Palabra de Dios, sin ser sancionados o amenazados por ello.9 9   “Entrevista al Cardenal Norberto Rivera sobre Libertad religiosa”, Reforma, 10 de julio de 2007.

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¿Por qué la jerarquía católica querría cambiar el artículo 24 cons­ titucional? El artículo reformado en su redacción ya reconocía que cada quien puede creer lo que quiera creer y practicar la religión de su agrado. ¿Por qué entonces el episcopado católico se propuso obstina­ damente a cambiarlo? La respuesta es simple: porque, a pesar de negar­ lo, en el fondo su objetivo es un nuevo posicionamiento con mayor gravitación social, la incidencia en el Estado para la configuración de políticas públicas. A la jerarquía le interesa hoy la educación religio­ sa en la escuela pública, la posesión de medios de comunicación elec­ trónicos, la libertad para participar abiertamente en cuestiones no sólo políticas sino electorales, frenar el avance de los nuevos movimientos religiosos, especialmente los grupos evangélicos. Mediante la noción redireccionada de la libertad religiosa, lo que sostiene básicamente es que ningún gobierno le puede poner trabas legales a las agrupaciones religiosas para su actuación. Los obispos apenas pueden ocultar —con un doble discurso— su proyecto a mediano y largo plazo.

Irrupción del Papa Francisco

La caída de fieles católicos y los escándalos por abuso sexual a menores han mermado la autoridad social de la Iglesia, sin embargo, la institu­ ción como tal tiene, según diversas encuestas, un alto nivel de acepta­ ción. La disputa por los valores morales se ha politizado a tal grado que la jerarquía católica utiliza todos sus recursos para ocupar un lugar pri­ vilegiado en la incidencia pública, enfrentada con importantes secto­ res de la sociedad secular. La Iglesia, por ello, necesita un nuevo estatus jurídico que le permita transitar ya no sólo frente a la figura presiden­ cial, sino ante los demás poderes del Estado y de la sociedad, medios de comunicación incluidos. El reclamo de la jerarquía eclesiástica sobre el reconocimiento de los derechos cívicos del clero y sobre la libertad religiosa comenzó a cobrar mayor relevancia ahora en el contexto del discurso de los dere­ chos humanos universales. Esta estrategia pretendía trascender la discu­ sión estrictamente relacionada con la laicidad del Estado mexicano. El alto clero buscaba, en principio, reorientar la discusión hacia el deba­ 166

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te internacional y especialmente a la discusión sobre los rasgos que debía tener un Estado moderno como garante de los derechos huma­ nos, pero sobre todo, como expusimos en los primeros dos capítulos, avanzar en la demanda de nuevos privilegios. El Estado laico juega un papel central en la actual transición demo­ crática. Sin laicidad no hay democracia, señalan varios políticos como advertencia al acecho católico. Sin embargo, al calor de los debates sobre cuestiones morales, los cardenales Rivera y Sandoval Íñiguez, con sus declaraciones y posturas tajantes, aparecen como actores teocráti­ cos que intentan someter la racionalidad política y jurídica del país a los principios religiosos. El cardenal Norberto Rivera ha venido afirmando la supremacía de la ley divina sobre el orden secular realmente existente; se coloca como el abanderado de la intransigencia religiosa y de certezas abso­ lutas. El acto comunicativo del cardenal cancela la discusión para dar lugar a los reproches, las descalificaciones, las amenazas y los chanta­ jes entre los diversos actores involucrados. En diversas coyunturas, sus debates y declaraciones acostumbradas, a manera de ritual litúrgico, muestran falta de conceptualización y pobreza argumentativa. Hay indudablemente un nuevo factor sobre el que conviene reflexionar: la presencia de Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, en la escena internacional de la Iglesia católica. Este pontífice ha introdu­ cido otra agenda más social que pone énfasis en la Iglesia pobre para los pobres, los derechos humanos y la justicia social. No quiere decir que Bergoglio vaya a modificar las posiciones tradicionales de la Igle­ sia ante temas como el celibato, la familia, el uso de contraceptivos o la moral sexual, pero ha mostrado tener una actitud más abierta y tole­ rante frente a la intransigencia conservadora. Por ejemplo, ante los homosexuales ha mostrado apertura, lo mismo que frente a los católi­ cos divorciados y el papel de la mujer en la Iglesia, con vaivenes, es cierto, pero más dialogante. Difícil pensar que Bergoglio revolucione dichas posiciones tradicionalistas, pero tampoco las absolutizará como lo hizo Benedicto XVI. Los sectores conservadores le reprocharon a Francisco que en su primer gran documento pastoral, Evangelii Gaudium, haya mencionado sólo una vez el tema del aborto. 167

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las batallas del estado laico

El evangelio social de Francisco o la apuesta por levantar una agen­ da social puede estar destinada a fortalecer las pastorales de las iglesias del sur y tener como sujetos a los jóvenes, con todos los riesgos que conlleva el posicionamiento político de la Iglesia, es decir, un clerica­ lismo progresista cuya tentación sea politizar lo religioso y catolizar lo político. La Iglesia tiene mucha experiencia y sabiduría en sus cambios y transiciones internas. Nunca corre con prisa. Ahí quedan las expe­ riencias entre los pontificados del antimoderno Pío IX (1846-1878) y el reformador León XIII (1878-1903), que lanzaron al catolicismo a conquistar la modernidad con sus propias herramientas. Aparentemen­ te, no hay rupturas sino cambios progresivos; no hay golpes de timón, sino reformas que se inician con suavidad. Francisco no tiene muchas alternativas que no estén en el marco de las reformas; ofrece un nue­ vo estado de ánimo para una Iglesia sacudida por disputas internas, luchas de poder y azotada por escándalos sexuales, de pederastia y lavado de dinero. La agenda social del papa Francisco puede tener un doble rasero, por un lado matizar la beligerante agenda moral, que no significa suprimirla; por el otro, revivir los debates sobre los pobres, la justicia social, los migrantes, los derechos humanos, la orientación social de los modelos económicos, la ecología, etc. Con ello podría acentuar el papel protagónico de la jerarquía en el ámbito de las polí­ ticas públicas. El Estado laico permite a cualquier iglesia defender y sostener con pasión sus posturas; sin embargo, no puede resistir ni tolerar la amena­ za ni la deconstrucción de sus fundamentos basados en el respeto a la pluralidad, en la tolerancia y la equidad, especialmente ante las mino­ rías. El Estado laico supone el respeto a los principios y fundamentos que le permite regular la convivencia pacífica de las diversidades. En la Antigüedad y en la Edad Media, los ordenamientos religiosos eran el sustento básico de las normas de la sociedad, de ahí que los códigos éti­ cos y las nociones cardinales de la moral eran claramente confesionales. La identidad societaria era esencialmente religiosa; el carácter divino de las leyes, además de hacerlas irrefutables, las volvía obligatorias tanto para el individuo como para la comunidad; su cumplimiento convier­ te al sujeto en virtuoso merecedor de premios o, por el contrario, de castigos. Con el advenimiento de la modernidad, la razón instrumen­ 168

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La Iglesia católica y la obsesión por la libertad religiosa

tal establece diferenciaciones y una de las características notables de la modernidad es que rechaza a Dios como jefe de Estado. Los numerosos escándalos sobre pederastia y polémicas mal condu­ cidas por la jerarquía mexicana amenazan seriamente su autoridad ins­ titucional ante la población e incomodan sus inflexibles discursos sobre la moral, las buenas costumbres y el disciplinamiento que el católico debe guardar, especialmente en materia sexual. Con el advenimiento del papa Francisco, la Iglesia abrió su agenda a lo social. Sin embargo, las pretensiones y disputas por lo público parecen quedar intactas.

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