AMO Y SEÑOR DE MIS PALABRAS

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Amo y se単or de mis palabras...



Amo y señor de mis palabras, esclavo del lenguaje, poco o nada podría decir de mi obra sin correr el riesgo de decirla, sobredecirla e, incluso, maldecirla. Hablar de lo que con ella he intentado, sería aceptar el fracaso de tales intenciones, ya que sólo lo que se ha logrado se deja de intentar. Referirme a lo que he querido decir, en última y en primera instancia, y en simples conceptos, sería tratar, como decía Sabato, de reducir una serie de vivencias irreductibles a cualquier clase de abstracción; interpretar mi propia obra sería —ya que la interpretación es una arrogancia, como lo señaló Flaubert— el colmo de la soberbia. Ya de por sí es bastante difícil escribir libros y cuentos para tener que explicarlos además, se quejaba Hemingway en The Party Review. Me limitaré, pues, a hablar de la relación que existe entre mi obra y yo como escritor; de mi obra considerada en su conjunto, tanto hecha como por hacerse, con referencias especiales a José Trigo, a Palinuro de México, o a mi próxima novela, Noticias del Imperio, y no a lo que para mí significa haber escrito 51


y escribir. Porque esto podría resumirlo en unas cuantas palabras: significa la búsqueda de una verdad que, como la zanahoria para el burro, está siempre a la misma distancia, por más que nos acerquemos a ella. A esta verdad personal y por lo tanto única, he tenido que enamorarla. Yo también, como Hemingway, a quien citaré una vez más, tengo que estar enamorado para escribir, pero no de una mujer (esta clase de amor no deja mucho tiempo para la creación literaria, como bien sabía Flaubert), sino de lo que estoy escribiendo. De aquí que mi relación con la literatura, y en particular con mi literatura —si así puedo llamarla, si puedo apropiarme de ella—, sufra de tan enormes y pronunciados altibajos. De aquí que, así como nos entregamos con magnífica pasión, uno a otra y otra a uno, durante años enteros con sus felices días (tardé siete años en escribir José Trigo y otros tantos en construir Palinuro de México), así también, nos abandonamos, nos olvidamos, nos traicionamos por otros intereses. Entre mi primer libro y el segundo, hubo tres años de vacío; entre el segundo y el tercero hubo, hasta ahora, otros tantos años. El proceso de enamoramiento es lento, me enamoro de lo que conozco, y no puedo conocer un libro, por mío que sea, que no haya pasado por el estado embrionario o fetal (para acudir a las imágenes médicas tan caras a Palinuro). Esa fase de una novela o de mis novelas es la que se niega a adoptar una forma —por más que prometan ser algún día, cuando crezcan, tan bellas como Estefanía o Dulcenombre— y me desespera hasta el punto en que 52


tiendo a traicionar mi vocación más profunda. Tras cada libro, como tras cada acto de amor, el vacío postorgásmico se llena de desesperanza y me convenzo de que no puedo escribir un libro hasta que no lo haya escrito. La única solución, entonces, es acudir a la clandestinidad, al secreto, a lo subrepticio, y añadirle palabras, frases, párrafos y capítulos a un libro, sin que, en lo posible, ni el mismo libro se entere. Cuando la novela en curso abre, por fin, los ojos y balbucea sus primeras palabras con sentido, cuando se levanta por sí sola y camina, cuando me mira desde la profundidad de un yo distinto al mío, entonces vuelvo a enamorarme locamente de la novela, de esa novela. Si la escritura es o no un instrumento eficaz de revelación del mundo —Natalia Holl señalaba, ya hace muchos años, la sospecha que pesaba sobre tal eficacia— es cosa que no me interesa; es el instrumento que yo poseo y, para mí, el hecho de buscar la verdad en la forma en que lo hago, le da más sentido a mi vida que el imposible encuentro con esa revelación que, por final, sólo le daría sentido a mi muerte. En un sentido menos lato y más terrestre, lo que busco es otra serie de verdades a través de la escritura, de las anécdotas y de los cuentos en las historias que narro. Yo diría —manifestó Borges— que me agradan las anécdotas porque, aunque sean históricamente falsas, son simbólicamente verdaderas. Y haciéndome eco de lo dicho por el gran escritor argentino, y habiendo superado, en lo personal, la era de la sospecha, al menos en parte, me interesa la creación de situaciones 53


que no fueron, de personajes que no existieron y que nunca dijeron lo que dijeron en tanto sean convincentes y, por lo tanto, posibles y, por lo mismo, simbólicamente verdaderos. Esto parecería contradecirse con las intenciones que tengo, en Noticias del Imperio, de construir todo un mundo, todo un castillo en el aire, alrededor y sobre algo que sí sucedió: el Imperio de Maximiliano, la impasibilidad de Juárez, la locura de Carlota. Pero se trata sólo de una contradicción aparente; lo que en esa novela suceda, cuando ella crezca y me enamore, cuando madure y me seduzca, tendrá la misma relación con el sucedido histórico que pudo haber entre éste y la forma en que Carlota lo deformó, lo transformó, lo enriqueció, traicionó y recreó, a través de su locura. Londres, septiembre de 1982

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