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ATRAPADOS EN UN LUGAR RARÍSIMO
Es una noche de lunes en la costa de Kona, dos días antes de Navidad. Son las tres de la madrugada. Ya no hay partidos nocturnos de fútbol. La temporada ha concluido. No más Howard Cosell ni ese comemierda lunático con pelucón afro a franjas de arcoíris. Deberían expulsar a ese friki, da igual por qué. En Hawái no queremos ese tipo de locura. Ni siquiera en televisión. Y especialmente ahora, con mar gruesa, matones en las calles de Waikiki y tantos días de mal tiempo que la gente empieza a perder el juicio. Si no vemos el sol antes de Navidad, habrá más desquiciados de la cuenta. Lo llaman «clima de Kona»: cielos grises, mar embravecido, lluvia cálida por la mañana y aguaceros salvajes por la noche. Mal asunto para farloperos y marinos… Una gigantesca y horrenda nube cubre la isla a todas horas, y este sucio y maldito mar aporrea implacablemente las rocas que están delante de mi porche. El muy cabrón no duerme ni descansa. Sigue viniendo, rugiendo y rompiendo estrepitosamente con una fuerza que estremece la casa cada dos o tres minutos. Lo noto en los pies mientras tecleo sentado. Lo noto hasta en esos momentos de quietud nerviosa que, en general, anuncian que se acerca una Grande, que está reuniendo bríos en la oscuridad para cargar otra vez, como una loca, contra la isla. Una mezcla de sudor y agua marina empapa mi camisa. Los cigarrillos se doblan como si fueran de goma, y el papel de la máquina está tan húmedo que, cuando queremos escribir en él, necesitamos bolígrafos sumergibles. Y ahora, por si eso fuera poco, la puta espuma blanca avanza por el césped de mi jardín, a sólo dos metros del porche.
Si esto sigue así, todo el jardín estará a medio camino de las Fiji la semana que viene. La gran tormenta del invierno pasado arrambló con el mobiliario de todos los porches de la costa, y lanzó peñas del tamaño de un equipo de televisión a los dormitorios de la gente. La mitad del césped desapareció de la noche a la mañana, y las piscinas estaban llenas de piedras tan grandes que las tuvieron que sacar con grúas. Nuestra piscina está mucho más cerca de la orilla que antes. La noche en que llegamos, rompió una ola que estuvo a punto de arrastrarme al mar; y eso que me había subido al trampolín. Y, al día siguiente, una más grande todavía sobrepasó la piscina y casi me mata. Durante un tiempo, nos mantuvimos alejados de aquel sitio. Cualquiera se pone a hacer largos cuando sabes que una ola puede aparecer de repente y llevarte con ella, sin previo aviso. Es como si te alcanzara un meteoreo (meteoreo). ¿Meptpr? ¿Metoreo? Meteoro… sí, eso suena bien: como si te alcanzara un meteoro mientras vas conduciendo por una autopista. Ralph está acurrucado en la cabaña contigua, sumido en un humillante estado de pánico. Toda su familia duerme sobre el suelo, con el equipaje hecho, preparada para salir pitando en cuanto sea posible. Le quise robar la televisión, para ver un partido, y a punto estuve de tropezar con la cabeza de su hija cuando entré por el resbaladizo porche de madera. ¿Por qué nos mintieron? Eso es lo que me obsesiona ahora, el desconcertante anzuelo de esta historia, lo que me impide salir disparado como un loco hacia una barra de bomberos pulida y saltar a ella para… sí, escapar. Zuum… Agarrarse a la barra, deslizarse sin que te vean y caer en la enorme y negra colchoneta de goma que está abajo. Y, acto seguido, correr como un cabrito, sin mirar atrás… porque sea quien sea quien te persiga, estará probablemente en mejor forma que tú, y es probable que no baje el ritmo. Esos mierdosos corren cuarenta y dos kilómetros seguidos a cuatro minutos por kilómetro. Pero ni esa velocidad es suficiente para mantener la distancia con lo que los persigue. 100
¿Por qué no van en moto? ¿Por qué, ciertamente? Tendremos que afrontarlo más adelante, para bien o para mal. De momento, lo único que sabemos y lo único que necesitamos saber es que ese endiablado y podrido mar sigue rugiendo en el jardín a las cinco de la madrugada, y que esta mierda de pesadilla hawaiana ya dura trece días seguidos.
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